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Agosto 19 de 2004

Los Panidas de Medellín, crónica sobre el grupo literario y su revista de 1915


Miguel Escobar Calle

Cuentan los cronistas que en 1915 el más popular de los voceadores de


prensa de la Villa de la Candelaria, gritaba la aparición de ¡Panida!

El día 15 del mismo mes circuló el número uno y el efecto inmediato fue
triple: los Panidas celebraron con tremendo alboroto en la sede principal
(el Café El Globo) y en las subsedes (el Chantecler y La Bastilla); los
lectores escandalizados echaron pestes contra los versos raros de corte
modernista de un tal Leo Le Gris, que cantaban a la luna lela y a los
buhos «que decían la trova paralela» ; y La Familia Cristiana, órgano
oficial de la curia, se dejó venir con el consabido veto, censurando la
revista y prohibiendo su lectura a los adolescentes «por sus efectos
perniciosos».

La revista era la culminación de un proceso de aglutinamiento de ideas y


actitudes y posturas y personalidades. Proceso cuyo primer fruto
tangible había sido Del Pesebre, un breve álbum de versos escrito en
octubre de 1912 por Pepe Mexía, Jesús Restrepo Olarte, León de Greiff,
Jorge Villa Carrasquilla (Jovica), Quico Villa y Gonzalo Restrepo Jaramillo,
donde a la manera del Tuerto López, «daban lora» poética, según
declara el mismo Restrepo Olarte:
Este libro es... un cuaderno, o mejor, una cartera de versos. Decir
moderno de López o de Cervera.

Incoherencias, bobada de algún chillido a deshora; en resumen: todo... o


nada que, belleza y carajada, todo se llama... «dar lora»... Un segundo
suceso que contribuyó a la conformación del grupo fue la tremenda
pelea a trompadas que ocurrió el 11 de mayo de 1913 en la Plazuela de
San Ignacio llamada entonces de San Francisco, entre rojos y godos.
Aquellos encabezados por León de Greiff y Gabriel Uribe Márquez,
colaboradores de La Fragua, un periódico liberal y anticlerical que ese
mismo año había sido excomulgado por el arzobispo Cayzedo; y éstos,
las huestes ignacianas, comandadas por el sacerdote español (y carlista)
Cayetano Sarmiento y por José Manuel Mora Vásquez. A la barra de los
rojos se unieron los internos de la Universidad de Antioqui a y del Liceo
Antioqueño, entre los cuales se reseñó a Femando González. Quico Villa
López, Aquileo Calle, Jovica, etc. Cuenta León de Greiff: «La batalla
campal duró tres horas. Intervino una hora después de iniciarse el
«evento» , la policía. Luego, a las dos horas, una compañía del batallón
Girardot (Atanasio). Total, !oh! historiógrafos beneméritos: Analizada
(sin difuntos) la guazábara o barabúnda o riza, fuimos hechos
prisioneros 40 de los nuestros y ... uno del bando contrario que resultó
ser (!0h Eironeia!) liberal: el poeta Carlos Mazo». La pelea, que fue
reseñada por la prensa, llevada al pulpito por el clero y consagrada por
una caricatura de Luis E. Vieco, sirvió para definir posiciones,
ideológicamente hablando, de los futuros Panidas y para enrolar en el
grupo a Mora Vásquez, sin que éste modificara nunca su talante
conservador, talante que se le acendraría con los años, pues llegó a ser
reconocido laureanista. Un tercer hecho que sirvió para reunirlos fue la
expulsión masiva de la Escuela de Minas: en 1913 salieron Pepe Mexía,
Jovica, León de Greiff, Restrepo Olarte y Gabriel Uribe Márquez «por
subversivos y disociadores».

En cuanto a los panidas artistas, las a nidades gohetianas se facilitaron


al encontrarse en el recién fundado Instituto de Bellas Artes (1910-
1911). Allí se conocieron e iniciaron su camaradería Ricardo Renden
(que llegaba como alumno aventajado del Taller del maestro Francisco
A. Cano), Pepe Mexía y Teodomiro Isaza (Tisaza) y el panida músico.
Bernardo Martínez Toro, gran pianista y melómano consumado, pero
frustrado en sus estudios instrumentales que no pudo culminar porque
sus manos demasiado pequeñas le impedían alcanzar la octava en el
teclado.

Otra de las causas del origen del grupo es de orden «geográfico»: malos
estudiantes (o por lo menos muy desaplicados), en vacancia temporal o
permanente, y precoces bohemios metidos en la picaresca local,
coinciden en frecuentar los mismos lugares en busca de copas, tertulia,
canciones, billares y muchachas... de alguna reputación ligera (tanto los
lugares como las muchachas). La lista incluye el Monserrate, «un centro
anexo a la Universidad»; el Vesubio, Junto a la Escuela de Minas, donde
ejercía virtuosísima la «Guapa»; el Jordan, aún vivisobrante; las
sancocherías con músicos de Guanteros y los primeros burdelitos de
Lovaina.
Algún cronista insinúa que fue en estos sitios de aprendizaje picaresco, y
no en las aulas universitarias, donde se comenzó a formar el grupo. Y
que, además, fue en esos mismos cafetines donde trabaron amistad o
cruzaron fuertes disputas con los literatos y artistas de la «vieja
guardia».

Que haya sido en unos sitios o en los otros, o en ambos a la vez, el caso
es que afinidades electivas los fueron congregando: anarquistoides y
rojos la mayoría, y todos voraces lectores y ganosos discutidores,
inconformes y rebeldes, con ansias de renovación e ínfulas de
francotiradores, impregnados del individualismo radical de Nietzsche y
afiebrados admiradores del simbolismo y apoyados por Abel Fariña y
Tomás Carrasquilla, su surgimiento obedeció, más que a un fenómeno
de simple agrupamiento, a una imperiosa necesidad de expresión
generacional. En otras palabras, los Panidas, más que un grupo, fueron
la primera y lúcida manifestación de una real e histórica generación
colombiana que luego se conocería con el nombre de Los Nuevos.

Pero volvamos a la crónica. En 1914 Medellín no es aún Medellín. Es la


Villa de la Candelaria, «un villorrio de los Andes, con pujos de pueblo
grande y veleidades de emporio». Pero ya los afanes financieros y los
menjurjes bursátiles, los chismes políticos y el fanatismo religioso, el
tráfico de la plaza y la creciente proletarización de la mano de obra,
hacen del lugar una atmósfera irrespirable para la locura y el ensueño: Y
tanta tierra inútil por escasez de músculos! tanta industria novísima!
tanto almacén / enorme!

Pero es tan bello ver fugarse los crepúsculos... Y aunque los


espectáculos en la Villa se reducen a funciones de cine mudo y de
maromeros en el Circo España y a zarzuelas y dramones lacrimógenos
en el Teatro Bolívar, la actividad literaria es de cierta resonancia e
intensidad. El mismo León de Greiff hace un inventario de «los literatos
actuantes en la Villa de la Candelaria en esos años lontanos»: «Tomás
Carrasquilla, Efe Gómez, Pacho Renden, Gabriel Latorre, Alfonso Castro,
Abel Fariña, los tres Canos (el Negro y los dos futuros Canos, Luis y
Gabriel, compañeros de Antonio Merizalde, Restrepo Rivera, Tomás
Márquez, V. de Lussich y Jaramillo Medina); Abel Isaías Marín, Ciro y
Gustavo, pulsaban la lira ya también ora en la Aldea de María, ora en La
Valeria, ora en Yarumal (con el viejo Jorge de Greiff). Arenales andaba
metido en Honduras, Guatemalas o Méxicos, quizás».

Si a la bastante generosa lista de literatos se une la de los artistas


(pintores, escultores, dibujantes), donde se destacan los nombres de
F.A. Cano, Tobón Mejía, José Restrepo Rivera, Humberto Chaves, los
Vieco, los Carvajal, y se suma la de los músicos con Gonzalo e Indalecio
Vidal, las Villamizar, y los Vieco y Marín por el lado de la música culta y
por el lado popular Pelón Santamaría y Marín y Nano Pasos y Germán
Benítez y Blumen y los bambuqueros del Camellón de Guanteros, bien
puede decirse que la Villa tenía una «vida artística» bastante movida.

En ese ambiente y esos años surgen los Panidas. En sus inicios, el grupo
es apenas la reunión de unos cuantos estudiantes desaplicados y
pobres, todos entre los 18 y 19 años de edad. Revoltosos y buscapleitos,
rebeldes y soñadores, inconformes y excomulgados... y expulsados a
cada rato y de todas partes: primero del Liceo Antioqueño y del Colegio
de los Jesuitas y luego de Bellas Artes y la Escuela de Minas y la
Universidad de Antioquia.
Más interesados por la alquimia que por la química; por la caricatura y la
pintura que por el dibujo topográfico o el diseño de construcciones; por
la lectura de Nietzsche y Schopenhauer que por la escolástica tomista;
por los poetas malditos que por la gramática y el latín; por el anisado
que por los textos de Ginebra...

En 1914, «sin previo y minucioso acuerdo comenzaron a reunirse en un


cafetín situado cerca al Parque de Berrío y denominado El Globo»,
apunta Horacio Franco. El Café quedaba situado exactamente frente a la
puerta del perdón de La Candelaria en ese entonces Catedral de
Medellín y se caracterizaba por tener una biblioteca de alquiler, donde al
decir de la mala lengua del panida Villalba (Rafael Jaramillo Arango),
«empezó sus armas de piratería bibliográfica Leo Legris». Don Pachito
Latorre, propietario del cafetín, promocionaba en la prensa la biblioteca
con el siguiente aviso: biblioteca el globo. La mejor de Medellín. Mil
ejemplares casi todos nuevos y todos limpios y en buen estado. Obras
científicas, viajes, novelas, historia, poesía etc. etc., de los más
connotados autores. Tenemos el gusto de ofrecerla al público y muy
especialmente a las damas de esta Capital. Boyacá, nros. 208 y 210
(Edificio Central)».

Propiedad del general Pedro Nel Ospina, el Edificio Central era una
casona de tres pisos, con muros de tapia encalados y balcones de
madera. Allí funcionaban, además de «El Globo», las oficinas y talleres
de El Espectador y el bufete de abogado de Lázaro Tobón, conocido
jurista, y columnista de El Correo Liberal. En una buhardilla del tercer
piso, identificada con el número 26, que según testimonio de Eduardo
Vasco «Tomás Carrasquilla, tío político de Pepe, nos pagaba el
arriendo», establecieron los Panidas su «oficina de redacción». Era un
cuartucho de cuatro varas de fondo, con una mesa y algunas sillas
maltrechas, que servía de almacén de caricaturas y versos y donde se
guardaban unos cuantos libros descuadernados.

En cuanto al cafetín, tomado por asalto, se convirtió en coto vedado y


exclusivo de los trece Panidas y de otros pocos «intelectuales de maduro
entendimiento»: Carrasquilla, Fariña, Quico Villa, los hermanos Restrepo
Rivera, Horacio Franco, Efe Gómez, don Gabriel Cano y... pare de contar.
Pues !ay! del pobre burgués o del incauto que se atreviera a meter las
narices en El Globo: entre burlas, sarcasmos y cascarazos lo expulsaban
de inmediato. El lugar era apenas «una taberna humosa y semipública»,
con un único salón decorado con caricaturas de los habituales hechas
por Rendón, Tisaza y Mexía. Había varias mesas con tableros de ajedrez
donde los Panidas y los intelectuales de la «Vieja Guardia» se
enfrentaban en «azarosas partidas a lo Philidor», que acompañaban con
aguardiente motañero o con el café tinto (del cual aseguraban los
Panidas ser inventores).

Allí en la «redacción» y en el cafetín, durante el segundo semestre del


año 1914, los Panidas se dedicaron al planeamiento, organización y
financiación de su revista. Entre tanto, y para entretenerse, se dedicaron
a la manufactura del «Album de los sonetos El Globo», un cuaderno aún
inédito cuya carátula diseñó Pepe Mexía y que contiene veinte poemas
de ocho Panidas. Y en forma simultánea iniciaron, bajo la batuta de Le
Gris, los ensayos de los coros para el estreno de su «famosa» ópera
Caupolicán en honor de Heredes. Tartarín Moreira narra con detalle el
suceso:

«-Tú, Tisaza, acompañado de Morayma y de Jova, sostendrás un bemol


amarillo durante cuatro días para suplir los sesenta gatos que han de
sostener esta armonía el día del estreno...
-Tú, Nano, con Rendón y con Manteco, darás un SI mayor con reflejos de
rebuzno durante cuatro horas. Y tú, Pomo, con Cavatini y con Pepe,
verterás 49 sostenidos en gris oscuro con cambiantes de ladrillo durante
veinte minutos... A ver, todos a repetir el «Riconto» acatarrado de la
partitura final... Y que no se queje el doctor Lázaro Tobón, que nosotros
también pagamos la pieza. A ver: ala una... a las dos... y a las... tres... El
escandalazo hacía detener sorprendida a toda la gente que pasaba por
la calle de Boyacá, alarmando seriamente a la policía y a los inquilinos».

En otras ocasiones la pelotera terminaba en pelea, ya fuera a causa de


bromas demasiado pesadas o de críticas igualmente acidas. En una de
ellas, que se convirtió en combate a trompadas. Bernardo Martínez, que
era bajito pero macizo, cogió al entonces esbelto Pepe Mexía, lo dobló
en cuatro como una regla de carpintería y lo echó a rodar por la escalera
que daba al sótano. Como de costumbre y por enésima vez acudió el
portero:

-Mañana mismo desocupan.


-¿Por qué? dijo Tisaza.
-Porque no dejan trabajar al doctor Tobón; todos los días pone la queja;
dice que las Musas de ustedes no tienen alas sino patas. Que...
-Vea, Quiroga: dígale usted al doctor Tobón que no desocupamos este
caballete por ningún motivo. Que vale más una estrofa mía que cien
alegatos suyos y que si es tan abogado, que se faje un memorial capaz
de hacemos evacuar este sitio. He dicho...».

Por fin, pues, en febrero de 1915 apareció la «famosa» revista. La


aventura duró apenas cinco meses (febrero a junio), durante los cuales
se editaron diez números, los tres primeros bajo la dirección de León de
Grei-ff y los restantes con Pepe Mexía al
frente. Renden hizo las carátulas, viñetas, orlas decorativas, avisos y
cuatro caricaturas de los escritores mayores, todo en clisés grabados a
mano. En ella publicaron versos y prosas los del grupo, incluido Renden
y excluido Bernardo Martínez que nunca quiso figurar en letras de
molde. Y todos, salvo Fernando González, firmaban sus textos con
seudónimos rebuscados y extravagantes. Para promover las ventas se
anunciaba la rifa entre los avisadores y suscrip-tores de «un hermoso
cuadro al óleo»: se trataba de un paisaje auténtico del pintor español

Rusiñol, ¡hecho por Tisaza!

En Panida, además de la ya señalada influencia de Baudelaire y sus


seguidores y de la evidente presencia del Tuerto López, afirma Horacio
Botero Isaza en un añejo articulo que «hubo decadentismo
rubendariaco, simbolismo mallarmeano, bradomineano, losofar
nietzscheano, pesimismo schopenhauereano, sonoridad juanramonesca,
y aun el fervoroso panteísmo y la mansedumbre sin igual del Santo de
Asís alcanzaban a vislumbrarse». Ello sin contar con el estilo de Francis
Jammes que se percibe tras los textos de más de un Panida.

¿Que pretendían los Panidas? La respuesta la dio Le Gris: «Nos animaba,


ante todo, un propósito de renovación. Por aquellos tiempos la poesía (y
el arte, añade el cronista actual) se había hecho demasiado académica.
Nos parecía una cosa adocenada, contra la cual debíamos luchar. Fue
esencialmente ese criterio de generación lo que nosotros tratamos de
imponer». Y sin duda que lo lograron con la maravillosa poesía del
mismo De Greiff, y con la obra filosófica y ensayística de Fernando
González, y con la vanguardia clandestina que significa la obra artística
de Rendón, y de Mexía cuyos monigotes de un subido modernismo
formulan una propuesta «emparentada con el Dadaísmo», según juicio
del crítico Alvaro Medina. No cabe duda que fue el ímpetu de los Panidas
el que comenzó a insuflar aires de modernidad en el arte y en la
literatura colombiana. Fueron ellos quienes iniciaron la
contemporaneidad. Con ellos aparece la modernidad, al buscar las
nuevas ideas y las nuevas formas en antecedentes inmediatos
(Nietzsche, Simbolismo, Art Deco, Bahaus, Cubismo, etc.). Pero es una
«modernidad» donde aclimatan lo exótico, lo foráneo, lo adaptan, lo
vuelven criollo, les sirve de «utensilio de trabajo» y no de modelo
calcable. Asimismo, a partir de los Panidas esas dos vertientes que
señala Luis Vidales como constantes en la literatura y en el arte
colombiano, la oficial y la subterránea, no sólo ahondan y amplían sus
diferencias sino que la segunda se hace evidente, palmaria, abierta,
trasgresora.

Y cerremos esta descabalada crónica contando qué pasó con Panida y


los Panidas. Editado el último número en junio de 1915, casi de
inmediato comenzó la diaspora: en el mes de julio marchó León a
Bogotá y más tarde le siguieron Jaramillo Arango y Rendón y Jovica y
Restrepo Olarte y Bernardo Martínez; Tisaza y José Gaviria Toro optaron
por la «liquidación total de la existencia», en 1918 y 1929,
respectivamente, camino que luego seguiría Rendón en 1931. En cuanto
a Mora Vásquez y Eduardo Vasco, rápidamente abandonaron sus
iniciales inclinaciones literarias y bohemias para dedicarse, el primero al
derecho y la política y el segundo a la medicina. Total que como panidas
en Medellín sólo quedaron el maestro Femando González, Pepe Mexía,
que devino arquitecto, y Tartarín Moreira, que con el tiempo se consagró
como compositor y letrista.

NOTA BIBLIOGRAFICA: Este artículo, con el título «Crónica sobre los


Panidas», hace parte de la obra Historia de Medellín, dirigida por Jorge
Orlando Meló, que publicará próximamente suramericana, en dos tomos.

Tomado de: Revista Credencial Historia. (Bogotá - Colombia). Edición 70


Octubre de 1995

Ricardo Rendón, retratista y caricaturista implacable


Elkin Obregón
Hijo de una familia acomodada, desde niño mostró su afición al dibujo y
la pintura.

Unas cuantas obras infantiles, que aún se conservan, den fe de esa


vocación temprana y de un talento singularmente precoz.

A comienzos de la segunda década del siglo se trasladó a Medellín, y allí


cursó por algún tiempo estudios académicos en el taller del pintor y
escultor Francisco A.

Cano (gran artista y maestro de muchos entre el los de Horacio Longas,


quizá el único dibujante colombiano comparable a Rendón en el trazo
caricaturesco) y en la Escuela de Bellas Artes. No fue, pues, un artista
empírico y silvestre, como muchos suponen, sino por el contrario alguien
provisto de un buen conocimiento de su oficio, perceptible sin duda en la
elaboración y composición de sus trabajos periodísticos.

Por esos años empezó a colaborar en algunas publicaciones artísticas y


literarias de la capital antioqueña, de las cuales la más memorable es la
revista Panida, cuyos escasos ejemplares son hoy tesoro de
coleccionistas. De aquel grupo de jóvenes insurgentes (los Panidas) hizo
parte Rendón, no sólo como dibujante único de la revista, sino también
como ocasional autor de aceptables prosas y poemas actividad que
nunca más cultivó , que firmaba con el seudónimo de Daniel Zegri.

Entre los Panidas se contaban nombres tan destacados luego como Pepe
Mexía (Félix Mejía Arango, dibujante de vanguardia y arquitecto),
Tartarín Moreira (Libardo Parra Toro, quien muy pronto abandonaría la
literatura "seria" pare entregarse a la bohemia bambuquera) León de
Greiff (Leo Legris, entre los Panidas) y Fernando González. De Greiff, al
lado de otro ilustre antioqueño y gran amigo de Rendón, Luis Tejada,
haría parte después de otro grupo generacional de más vasta
resonancia nacional, Los Nuevos cuyo, protagonismo en la vida literaria
y política del país no puede discutirse, y del cual Rendón es en cierto
modo la constancia gráfica.

Aún en Medellín, Rendón consolida su actividad y talento en


colaboraciones para El Espectador y otros órganos periodísticos, y ejerce
también como ilustrador, pintor y diseñador publicitario para diferentes
empresas e industrias de la ciudad. Es dueño ya de un nombre y
prestigio sólidos cuando decide radicarse en Bogotá, en 1918. Continúa
sus colaboraciones para El Espectador, ahora en la capital, pero su
creciente fama lo lleva a recibir y aceptar ofertas de La República (cuyo
director, Alfonso Villegas Restrepo, fue siempre gran amigo y casi
mecenas del artista) y de El Tiempo, sin contar otros muchos trabajos
para diversos medios capitalinos y de provincia. Son sus años de más
febril producción, robada milagrosamente a una intensa bohemia. de la
cual. por cierto emana parte de su leyenda.

Por su pluma destilaron los gobiernos de Pedro Nel Ospina y Abadía


Méndez, las pugnas de Vázquez Cobo y Guillermo Valencia, las
actuaciones de ministros como Ignacio Rengifo y Arturo Hernández. Las
palabras y gestos de funcionarios, miembros de la Iglesia, hombres
públicos del régimen hegemónico conservador que culminó en el 30 y,
en general, del abigarrado país político que le tocó en suerte. Crítico
implacable de un gobierno cada vez más desprestigiado, llegó a adquirir
una popularidad e influencia no vivida antes ni después por ningún
caricaturista colombiano.

Respetado, admirado y temido en los círculos políticos, amigo y


contertulio de una generación que anhelaba el poder, puso su pica en
Flandes con singular eficacia pare contribuir a ese propósito. Muy poco
después del comienzo de la República Liberal (a cuya critica también
aplicó su lápiz), en la mañana del 28 de octubre de 1931, se pegó un
balazo en uno de sus sitios de tertulia favoritos, la cigarrería La Gran
Vía. Tenia 37 años de edad, y nadie ha podido dar cabal explicación de
su muerte.

La importancia de Rendón como comentarista político de su época es


innegable. Si fue casi un ídolo popular en su tiempo, tan dado a la
efervescencia partidaria y al panfleto, el paso de los años ha consolidado
su lugar en la historia del arte y del periodismo colombianos. Fue un
detector constante y agudo de lacras y ambiciones, un desnudador
implacable de la feroz zarzuela política de aquel momento de nuestra
historia. Pero la lucidez de sus apuntes, el vigor de sus síntesis gráfica y
conceptual, hacen que hoy, a la distancia de seis décadas, podamos
mirar y estudiar su obra como una contribución fundamental (por todo
cuanto el humor más riguroso aporta a la visión del mundo) a la
comprensión de un largo período del acontecer político de Colombia.

Tampoco su calidad artística ha sufrido menoscabo, y gracias a su


dominio no superado de la caricatura como una forma (acaso la mejor)
del retrato, conservamos una iconografía quizá definitiva de personajes
tan nuestros y disímiles como Tomás Carrasquilla, Luis Tejada. "Ñito"
Restrepo, Fidel Cano, Guillermo Valencia o Alfonso López Pumarejo. Lista
que podría prolongarse con muchos nombres e imágenes memorables.

Como hombre, fue secreto y silencioso, y pasó por incontables noches


de cafetín en medio del aprecio y el desconocimiento de los hombres.
Los testimonios póstumos de gentes que le fueron próximas, o creyeron
serlo (Edmundo Rico, César Uribe Piedrahita, José Mar, Jaime Barrera
Parra), demuestran con patética elocuencia cuán lejana y hermética fue
su vida, y cuán inexplicable, (a pesar de muchas conjeturas y teorías),
fue y seguirá siendo su muerte.

En un articulo publicado en 1976, dice de él Alberto Lleras: "...Yo tuve


una amistad estrecha con Rendón y tal vez de los miembros de mi
generación pocos estuvieron tan cerca de ese espíritu enigmático y
callado que, por razón de nuestro oficio, tenía que estar en contacto
conmigo, cuando emergía de su misterio. Jamás pretendí, y estoy seguro
de no haberlo intentado, aproximarme a su secreto, a su personalidad
íntima, a su vida, como lo hubiera hecho y lo hice con todos mis
compañeros. Le respeté su reserva infranqueable, y jamás le pregunté a
él, o a alguien, a dónde iba este ser que se desvanecía en la oscuridad
hacia un sitio desconocido, del cual emergía con su trabajo completo, sin
rastros de haberlo rehecho o corregido, uno o dos días después. No supe
con quién ni cómo vivió, y hoy, pasado tanto tiempo, me maravillo de no
haberlo sabido.

Sé quiénes fueron sus amigos, pero ninguno debió saber de Rendón más
de lo que yo supe. Y el disparo que sonó en la mañana brumosa de La
Gran Vía me produjo tanto dolor como sorpresa infinita".

Todo suicidio crea un hálito de leyenda y contribuye al mito. En el caso


de Rendón, su vida, su figura. su misterio y el contraste que todo ello
hacía con su humor despiadado y clamoroso, acrecientan esa forma un
poco enfermiza de inmortalidad. Pero la obra de Rendón vale por si sola,
y es ella, y también la feroz independencia y honestidad vital que le dio
aliento, la que hace parte de nuestra historia.

Los nadaistas

Gonzalo llegó de Andes hacia 1950 ó 51 y entró a la Facultad de Derecho de la Universidad de


Antioquia. Fue su primera hazaña de relacionista, porque no había terminado bachillerato. Había
hecho apenas quinto de bachillerato, no completo, ya que no lo había aprobado en Andes, y se
vino y matriculó en Derecho. Había una posibilidad de asistencia, pero en realidad no se
matriculó. Asistía para poderle decir a don Paco, su papá, que estaba estudiando Derecho en la
de Antioquia. Porque don Paco, que era telegrafista en Andes, tenía mucho empeño en que su
hijo fuera profesional y entre la camada de los hijos de don Paco y doña Magdalena, Gonzalo era
el que apuntaba desde niño con inquietudes intelectuales, porque todos los demás, desde el
principio, y así lo realizaron después, tenían la vocación clásica antioqueña de conseguir plata,
ese talento típico de los antioqueños que es conseguir plata, como dice Fernando González.

Gonzalo, en ese entonces, en Andes, era un muchacho inocente sin vuelo ninguno intelectual,
pero que ya leía y tenía preocupaciones, y la familia, por los avatares de la política, porque don
Paco era conservador y subían los liberales y arrasaban o viceversa, se tuvo que venir para
Medellín. Gonzalo entró a la facultad, pero nunca fue a una clase. Y se hizo muy amigo de Carlos
Jiménez Gómez, que era estudiante de derecho de cuarto año, poeta, yo creo que notable poeta
en su momento, un gran lector, un hombre muy culto y muy digno.

Ahí conocí a Gonzalo, en ese grupo de intelectuales y poetas, y de entrada nos hicimos muy
amigos. Gonzalo siempre nos dio la idea de que tenía 16 ó 17 años, y tal vez él nos dijo que tenía
esa edad. Era una figurita endeble, frágil, delicada, así como muy querido, muy dulce, tanto que
yo siempre pensaba que Gonzalo tenía 17, 18. Yo tenía en ese entonces 25 ó 26, Jiménez Gómez
podría estar en los 22 ó los 23. Gonzalo era un niño, pero cuando llegó a Medellín, ya tenía 20
años, pues había nacido en 1931. Pero mantuvo siempre esa postura infantil, muy dulce, que
respondía mucho a su naturaleza. Y por esas cosas de la vida, que hay seres humanos que caen
simpáticos, se establece de entrada esa simpatía del alma, que crea un lazo por encima de las
relaciones posteriores. El vínculo es muy instantáneo. Como el amor, se da siempre por rayos,
nunca se construye.

Vidalito

Empieza entonces una amistad literaria y personal que dura ocho años, antes de cualquier brote
nadaísta. Estamos en 1951 y el Manifiesto Nadaísta se publica en el 58. Son unas épocas muy
bellas de lectura, de charlas, y Gonzalo al fin le dice a su padre que no quiere estudiar, que lo
que quiere es ser escritor y ya se destapa en la familia. Es como decir que se va del país, que se
va de la casa, casi una apostasía.

Don Paco había conseguido una finquita minúscula por Belén arriba. Entonces Gonzalo decidió
irse para allá, y se metió a escribir una novela, que se llama "Después del hombre". Fue su
primer intento literario. No había publicado nada todavía y se lanzó a escribir esa novela.
Escribía a lápiz en un libro de contabilidad que le conseguimos nosotros. El personaje se llamaba
Vidal Cruz y por eso nosotros lo empezamos a llamar Vidalito. Se pasó todo ese año de 1952
escribiéndola. El dijo en un reportaje, después, que la había quemado. Pero no es cierto. Lo que
pasa es que Gonzalo, con el tiempo, dio una vuelta total y se volvió más un promotor de su
propia imagen y empezó a decir mentiras, como ésta de que había quemado "Después del
hombre". Hay que tener en cuenta que la vida de un ser humano es un proceso y es casi una
idiotez decirlo, pero en los simplismos están las verdades más claras. Uno tiende a creer que el
hombre es un hecho dado, que es una estalactita en determinado momento de su vida. Se toma,
por ejemplo, a Gonzalo hacia el final y se dice: ése es Gonzalo. No, el ser humano es un proceso
y, como todo proceso, es contradictorio, pasa por etapas que se contradicen o se niegan
totalmente.

Gonzalo, pues, no quemó esa primera novela, que no fue publicada y cuyo original yo conservo.
Se nota que escribía de noche y se advierte febricitante. Es muy bella como testimonio. Hay
páginas que no se entienden porque las escribió con desesperación, con angustia. Ahí, en esa
novela, sí está el huevo del nadaísmo, que es la angustia de la existencia. Los nadaístas, que se
consideran los guardianes de la memoria del movimiento, niegan ese Gonzalo Arango
"prehistórico", por llamarlo así, y muchos creen que Gonzalo arrancó con el nadaísmo. Pero el
hombre es un proceso.

Un niño que sufría

Fue un año de mucho sufrimiento para Gonzalo. Yo tenía una oficina de abogado en el edificio
San Fernando y él llegaba todos los sábados a las 10 de la mañana de la finquita con una jíquera,
en donde me traía huevos, o limones, cositas de allá y, siempre, el libro, a ver cuánto había
avanzado y yo le chequeaba. Le decía "bueno, poeta, hay que acabar". El me decía poeta y yo
también lo llamaba así; era el trato que teníamos en la intimidad. Siempre lo vi muy angustiado.
Esa es la esencia de Gonzalo, una angustia vital, existencial, como esa falta de acomodo de un
ser en el mundo. Hay seres en el mundo, muy pocos, que son lacerados, para emplear una frase
de Maiakovsky, que él sufría mucho porque era todo corazón, que cualquier fenómeno del
mundo lo hería profundamente. Eso era Gonzalo. Son seres que, usando otra imagen, como que
no tienen piel, el cuerpo está siempre desnudo y se hieren mucho. Gonzalo seguía siendo un
niño. Por eso a mí se me asemeja mucho a Fernando González. Los grandes siempre conservan
esa condición de niños.

El llegaba y me dejaba noticas en el reverso de un paquete vacío de Pielroja, como ésta: "Si no
fuera tan cobarde para frustrar este asco de vida". Y firma: Vidal. O esta otra: "Cuando vuelva a
tener algo de fe en lo que escribí, vuelvo. Ahora me voy y quisiera irme para siempre. Estoy
derrotado. He visto a un hombre que sacaba basuras y cartones de un tarro; lo que yo escribí no
soluciona nada, yo mismo no me soluciono, entonces que sigan los artistas con sus banderas
puras de ángeles y que no las dejen descender a la tierra porque se van a ensuciar. Hoy creo
más que nunca en la necesidad de gritar a lo que dé la garganta, o morir. Los artistas, entre ellos
Valery, son una costra demasiado ósea para que les entre la vida".

Era una desesperación honda la de Vidal Cruz, la de Gonzalo. La novela, como obra literaria, es
muy pobre, porque él no tenía en ese momento cultura literaria. Gonzalo había leído muy poco.
Para escribir hay que leer, y el drama de Gonzalo fue que leyó muy poco en su juventud.
Después trató de llenar ese vacío, sobre todo en esos diez años, digamos del 50 al 60, en que se
metía a la biblioteca de la Universidad a leer como un descosido y leyó mucho. La novela se
resiente de esa falta de estilo. Es un borbollón, es como un torrente de palabras, a veces muy
bellas, impulsadas por la emoción. Pero en ese momento Gonzalo no escribía cuentos ni poesía;
es decir, no estaba haciendo la carrera habitual del escritor que empieza escribiendo cuentos,
notas, etc. No, Gonzalo de entrada fue un torrente y escribió una novela. Ni publicaba nada. No
hay nada de él de esa primera época y se angustió mucho. Estaba muy desorientado en su vida
y es cuando se vuelve rojaspinillista. Trabajó en la biblioteca de la Universidad, fue corresponsal
y jefe de redacción del Diario Oficial y sufrió una desorientación política tremenda. No que
hubiera sentido frustración con la caída de la dictadura. Le habían insinuado un consulado en
Amsterdam y él estaba un poco ilusionado con eso, pero realmente nunca tuvo una verdadera
adhesión política a Rojas ni a nada. Políticamente fue una veleta. No tenía ninguna claridad
política. El famoso discurso del velero "Gloria", en el que le hizo un elogio a Carlos Lleras
Restrepo, cuando era presidente y lo invitó al "Gloria", es de una cortesanía horrible, increíble en
Gonzalo. Esa época fue brutal para él. La novela no le satisfizo y no había posibilidades de
publicarla. Ni siquiera lo intentamos, porque incurre de pronto en el terribilismo, se vuelve
patética, de cementerios, llena de pinturas negras, pero burdas, como una novela ya
melodramática, recargando tomos oscuros. La novela realmente no cuajó.

Cuando nace el nadaísmo

Caído el general Rojas a Gonzalo, en esa veleidad, se le acendra su angustia y desesperado se


va para Cali. Como lo acusaban de rojaspinillista, la vida se le puso muy dura. Hasta lo
persiguieron el 10 de mayo, en una efervescencia popular que se presentó aquí en Medellín, y se
tuvo que esconder en un café. Entonces se fue para Cali. Allá se le agudizó la crisis, con toda esa
angustia que viene de atrás. Pasó muchos trabajos económicos y por un tiempo se ocupó en una
agencia de publicidad, que algo le ayudó.

A pesar de su angustia, no se puede decir que Gonzalo se hubiera encontrado nunca al borde del
suicidio. El acudía mucho a nosotros. Alguna vez, en mi oficina, se encontró con Arturo Echeverri
Mejía. Desde que se vieron se cogieron mucho cariño y en una oportunidad lo vio tan mal,
porque los papás de Gonzalo estaban también muy mal económicamente, que Arturo se lo llevó
para la casa y le regaló un vestido de él, pero le quedaba tan grande el vestido del "capitán",
como llamábamos a Echeverri Mejía, que todos nos moríamos de la risa.

Pero volviendo a Cali, desde allá me escribió una serie de 20 ó 25 cartas, cada ocho o diez días,
en las que ya está esbozando el nadaísmo. La palabra en sí no había nacido. Pero toda su idea,
su proyecto, está en esas cartas. Eso le dio como fe, como entusiasmo y ya, cuando volvió a
Medellín, llegó con el original del Manifiesto Nadaísta, en el 58. En Cali había conocido al Monje,
Elmo Valencia, pero todavía no se había configurado un grupo en torno a él. Lanza aquí en
Medellín el Manifiesto y entonces empieza la agitación y aparecen a su lado los muchachos que
conformarían el nadaísmo: Darío Lemos, Eduardito Escobar, Humberto Navarro, Amílkar Acosta,
Jotamario, etc. Se forma, pues, el grupo y, según mi apreciación personal, es entonces cuando
Gonzalo da el primer vuelco.

El nadaísmo, que era una actitud muy íntima de él, que corresponde a una vida y a un proceso
vital, padecido muy íntimamente por Gonzalo, se quiere convertir en un proceso colectivo y no
existen las bases ni los otros participan de ese gesto, porque es un gesto visceral de Gonzalo, de
su vida, de su angustia, de su desesperación. El nadaísmo se convierte en un juego de luces y
echan mano del escándalo, como quemar los libros, el Quijote y otros, en la Plazuela de San
Ignacio, o la asafétida que tiraron en el Paraninfo de la Universidad durante el Primer Congreso
de Intelectuales Católicos, que fue cuando a Gonzalo lo metieron a la cárcel.

Terrorismo de la razón

El proyecto inicial del nadaísmo brota de una angustia existencial, de la desesperación ante un
mundo cultural muy estrecho, y busca romper un poco las costras de ese mundo cultural. Tal es
la base estructural del manifiesto, muy bella por cierto. No es, en principio, un simple grito, sino
que hay un cierto propósito de denunciar la cultura anquilosada. Pero eso se pierde. No se da la
articulación ideológica de esa crítica, esbozada en el manifiesto, de un sistema cultural obsoleto
que constriñe lo nuevo.
El grito se quedó en mero grito, en exclamación y en gestos detonantes: tirar asafétida, quemar
los libros. Es lo que podría llamarse la táctica terrorista en el intento critico. El nadaísmo se
dedicó al terrorismo intelectual y descuidó toda acción ideológica, toda acción intelectual seria.
No se hizo. ¿Dónde está? Después del nadaísmo, nada.

Dentro del grupo, ya cada uno deriva como escritor. Gonzalo se frustra como escritor en ese
aspaviento del nadaísmo. El es, sin duda, un gran escritor en potencia, una posibilidad, pero
después lo cogió el torbellino de su propio movimiento. Que no es un movimiento tampoco. Es
un grito. Ciertamente, hacer hipótesis de lo que pudo o no ser la vida de un ser humano es tal
vez un ejercicio írrito. En todo caso, Gonzalo se dedicó a escribir. Escribió unas obras de teatro
que son pésimas, pues no tienen calidad teatral, mundo teatral. Hay unos textos bellísimos de
ensayo o de crítica. Por ejemplo, "Medellín, a solas contigo" es una página detonante como
crítica de esta sociedad, de esta ciudad. Las cartas de Gonzalo son bellísimas. Yo tengo una
carta que me escribió durante una noche entera. Empezó a las 8 de la noche y le va poniendo la
hora... "Ahora que está aclarando, he vaciado mi alma y me siento más tranquilo". Fue después
de muchos años de no vernos. Porque yo no participé para nada en el movimiento nadaísta.

Ellos quebraron la librería

La relación del nadaísmo con la Librería Aguirre es la siguiente. En realidad yo los eché de la
librería, porque me perjudicaban el negocio. Ellos la quebraron, cuando se llamaba Librería
Horizonte y era de Federico Ospina, primo de Gonzalo, quien la fundó en agosto de 1958 y se la
entregó a Amílkar para que la manejara. Fue en enero Federico a hacer un balance y estaba
quebrado. Los nadaístas se mantenían allá, y no sólo no organizaban nada, sino que se llevaban
la plata y los libros.

En ese momento yo no quería seguir siendo abogado, y entonces compré la librería sin tener
idea de qué era el comercio. Había perdido contabilidad en el Liceo de la Universidad y no sabía
qué era eso de comprar ni vender. Pero en un acto, creo que desesperado pero que me salvó de
estar ahora jubilado del Poder Judicial, compré la librería y lo primero que hice fue echar a los
nadaístas. Y se los dije. No, no vuelvan ustedes aquí. Porque ya todo el grupito tenía la sicología
del vago, el cinismo del vago, que se puede tomar, visto desde hoy, como bohemio intelectual.
Pero no, eran vagos. Seguí siendo muy amigo de Gonzalo pero nunca participé de los sanedrines
de ellos y se lo dije de frente, que eso se había desnaturalizado y lo que había podido ser un
movimiento crítico intelectual, que marcara una época, se había convertido en un escándalo.

Entonces, para mí ¿qué queda del nadaísmo? Cada uno hace una tarea de escritor, y
posiblemente fue el nadaísmo el que los incitó y les dio el impulso. Fue, hablando bruscamente,
como la patada de mula, que te impulsa. Es el grito. Y Gonzalo se dedica a escribir artículos, se
vuelve periodista, hace reportajes, algunos muy bellos. Pero su tarea de escritor es muy pobre,
realmente. Su obra es fragmentada, casi simples esbozos. Hubiera podido ser un ensayista
crítico de la cultura, tal vez, un gran novelista.

Al final cae en el misticismo. Es un poco lo que le pasa a todos los colombianos. En Colombia es
difícil encontrar una rebeldía mayor de 35 años. Ya a esas alturas la rebeldía les da hipo a los
colombianos. Gonzalo, en el fondo, sí tenía la conciencia de ser escritor. El sabía que era un gran
escritor. Eso le sucede a muy pocos, porque escritores, como decía el gramático, habemos muy
poquitos. En el mundo hay mucha gente que escribe, y cada día son más, pero conciencia de
escritor son muy poquitos los que la tienen. Me parece que Gonzalo, como pocos en este país,
entre ellos Barba Jacob y Fernando González, tuvo dicha conciencia. Repito, puede haber y hay
buenos escritores, pero no tienen esa conciencia, que es una vocación interior, como un grito
que te arrastra. Uno puede que escriba y lo haga bien, pero es un oficio. Tener conciencia de
escritor es una fiebre, una angustia. Gonzalo tenía eso. Y se frustró. "La vida, como un licor de
bajo precio", como en el verso de Barba, lo alejó. Entonces se desespera. Y cuando uno se
desespera, sea dicho con todo respeto, puede caer en la mística, buscando una tabla de
salvación. La angustia es siempre un vacío que hay que llenar. ¿Con quién? Con la idea de Dios.

Pero Gonzalo tiene unos textos de una violencia tremenda contra Dios. Casi nietzscheano.
Alguna vez, después de escribir una página así se fue para Andes, y volvió angustiado. Me dejó
una notica por debajo de la puerta y se me perdió como dos meses. El siempre padecía la
angustia existencial, que aunque sea una expresión trillada, así se llama.

Y al final, con 46 años, ya no pudo sostener la farsa de la juventud. Yo quiero mucho a Gonzalo.
No lo quise, lo quiero. Por eso tengo derecho a hablar mal de él. Gonzalo es para mí, para
emplear la expresión de Fernando González, una presencia. Uno ha tenido muchos amigos, pero
presencias, un ser que está presente dentro de uno, quizás dos, o tres, Gonzalo... Fernando
González...

Gonzalo siempre fue un niño y él se pegó mucho de tal condición, de su fragilidad. Por eso digo
que desde que llegó nos dio la idea de que era un niño de 16 ó 17 años, un adolescente, pero ya
era un hombre. Sin embargo, toda la vida dio esa impresión de que él era un niño. El gestico de
él era como agachadito, como un niño temeroso. Pero a los 40 ó 45 años ya no se puede
mantener esa máscara y empieza la madurez, o, en este caso, la vejez. Gonzalo había sido un
perfecto adolescente. Cuando le cae la madurez, ya es vejez. Yo creo que la muerte le llegó en el
momento preciso. No hubiera sido capaz ni de suicidarse ni de seguir viviendo. Hubiera sido una
vida muy triste, viviendo de las glorias pasadas, que es lo peor.

Un vacío de cultura

La de los nadaístas fue una generación que mostró una tremenda incultura. No leían. Lo que
Gonzalo leyó, en la época de la Facultad de Derecho, en la biblioteca de la Universidad, fue puro
siglo XIX. Dostoievski influyó mucho en él. En realidad no leían. Ellos no hacían sino beber y
fumar marihuana. Bebían mucho en el Metropol. Tomaban mucho trago, trasnochaban y dormían
todo el día. No había realmente una tertulia intelectual, entre ellos o con ellos. Su obra literaria
es solitaria.

Del nadaísmo quedan pocas cosas. Algunos textos de Gonzalo, que son lacerantes, muy duros.
La novela de Humberto Navarro, "El amor en grupo", muy bella, de ciudad, de muchachos
despistados, publicada por Carlos Lohle de Buenos Aires. Es la novela del nadaísmo. Pero es poco
conocida. Este país es así. Los cuentos de Jaime Espinel, algo de la primera poesía de Eduardito
Escobar, y también algo de Jaime Jaramillo Escobar. Pero, en realidad, es magra la producción
literaria del nadaísmo que, como movimiento cultural, se agotó. En síntesis, el nadaísmo
sobrevive por Gonzalo. No es sino Gonzalo. El nadaísmo es Gonzalo.

Lo que mata la cultura es la falta de constancia. Lo que decía Miguel Aceves Mejía, "que tenía un
chorro de voz y por falta de cuidarlo se le convirtió en chisguete", es la metáfora de lo que ha
sido la producción literaria colombiana. Tipos con un gran chorro de voz, pero no lo cultivan.
Entonces producen casi siempre una primera obra muy bella, de mucho carácter, y como no se
han cultivado, la obra final es un chisguete. A diferencia del gran escritor, como Joyce, como
Mann, como Dostoievski, que las primeras obras son esbozos y a los cincuenta o sesenta años
escriben la gran obra. Colombia es un poco la falta de tenacidad en el esfuerzo. Es un poco
triste.

Desde el punto de vista de la crítica al establecimiento, el nadaísmo tampoco sirvió para nada. Y
es que el sistema es muy hábil. El golpe inicial es de grito, estallido y malos olores. Lanzan el
manifiesto, tiran la asafétida y salen corriendo. Los intelectuales católicos y los no católicos se
reúnen en el mismo sitio y todo sigue lo mismo. El establecimiento no padece nada. Se irrita un
poco por una ofensa social, pero saben que no hay ningún desafío real, que no hay nada que
ponga en peligro su estabilidad. El nadaísmo no hizo nada para sacudir esto.

Gonzalo en la Ladera

A raíz del escándalo en el encuentro de intelectuales católicos, pusieron una denuncia por ofensa
al sentimiento católico. Yo vivía en San Cristóbal. Entonces me llamaron, un sábado, que se
habían llevado a Gonzalo para la Ladera. Los sábados no hay entrada después de las doce. Pero
yo con todo me fui para la Ladera a mirar esos muros y a sufrir porque el poetica estaba allá
encerrado. Me acuerdo de ese instante. Un sábado a las 4 de la tarde, yo al pie de la ladera, sin
poder entrar y pensando en Gonzalo, con esa fragilidad suya, metido allá, y sufrí mucho.

Fue Gonzalo el que escribió el manifiesto y compró el asafétida, pero él no estuvo en el Paraninfo
porque tenía cobardía física. Pero cuando ponen el denuncio, las autoridades al que cogen es a
Gonzalo, el "representante legal" del nadaísmo. En esa época esos casos los investigaban las
inspecciones de policía y el Paraninfo, donde se cometió el delito, correspondía a una que
quedaba a una cuadra de la Plaza de Boston, detrás de lo que hoy es el Pablo Tobón Uribe. El
lunes a las 8 de la mañana, llegué allá pero todavía no había llegado el reparto. El inspector era
conocido y eso sirvió para hacerle ver la situación de Gonzalo y le pedí que me acelerara el
negocio. Como a las 10 llegó el expediente y el inspector tomó dos declaraciones de los
denunciantes. En eso llegaron las 2 ó 3 de la tarde, pero ya no había remisiones. Entonces me
facilitó un policía y fui por él a la Ladera. Allá lo encontré, estaba como un pajarito. Me dijo:
"poetica, usted qué está haciendo aquí". Bajamos a la inspección, el inspector le tomó la
indagatoria y se dio cuenta de que el acto no sólo no era delito, sino ni siquiera infracción de
policía. Pero ya eran las 5 de la tarde y ya no había cómo darle la salida. Ni siquiera había policía
para remitirlo. Ante la perspectiva de que me lo dejaran solo en esa casa vieja, porque ahí sí se
me hubiera muerto el poetica, logré que me lo entregara para que, bajo mi responsabilidad, lo
devolviera a la cárcel. Entonces lo llevé a que saludara a la mamá, que vivía en Boston, en la
ruta para la Ladera. Saludó a doña Magdalena, se abrazaron, lloraron un rato, le dieron
mazamorra, y camine para la cárcel. Al día siguiente archivaron el expediente y le dieron la
boleta.

Estuvo de sábado en la mañana a martes en la mañana. El después, en la revista de Jaime Soto,


que se llamaba "Contrapunto", escribió dizque sus memorias de presidiario, contando más o
menos lo mismo, pero como le pagaban $500 por entrega, fue alargando y acabó estando como
quince días en la cárcel. Y cuenta unas historias raras, pero yo había logrado que lo pasaran al
patio segundo, que era el bueno, y no le pasó nada.

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Fuente:

Suplemento Dominical de El Colombiano. Medellín, sábado 23 de octubre


de 1993.

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