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La Séptima es la Última

Autor: Lucas Prado

Aún recuerdo cuando abrí los ojos por primera vez, en esa típica
mañana nublada de la costa. Nunca tuve la idea de quién fue mi madre, pero
ese perro quiltro que estaba a mi lado me hacía buena compañía. Supe desde
el principio que era un gato con suerte, ya que el nacer en una caleta de
pescadores es más de lo que se puede pedir. En otras circunstancias mi amigo
perruno podría haber sido un problema, pero siempre me salvó el hecho de
que los perros no coman pescado. Sería otra la historia si hubiésemos estado
afuera de una carnicería, lo que me enseñó que la amistad está condicionada
por las circunstancias. En fin, los primeros días fueron literalmente un
devastamiento estomacal, me sentía como un pordiosero que se ganó la
lotería. La vida era sencilla: Comer, comer, comer y dormir. Incluso a veces
comía entre comidas. Los extremos son buenos, o al menos eso era lo que le
comentaba a mi amigo quiltro mientras me servía mis cabezas de pescado.
Pero todos sabemos que lo bueno no dura para siempre, sino hasta que llegan
los señores pelícanos, continuamente engulléndose los alimentos de una
tragada sin siquiera disfrutarlos. Deberían comer piedras ya que al parecer de
sabores no saben nada. No sé de adonde vinieron ni por qué, aunque creo que
el destino los trajo para atormentar mi vida y recordarme que no existe tal
cosa como un paraíso terrenal. Tras días de hambre viendo como los allegados
se devoraban mi comida y orgullo, me armé de valor. Sentí en mí el poder
para acabar con todos ellos, aunque ahora que lo pienso no era más que un
delirio por la falta del alimento que ellos me robaban. Bueno, dicen que es
mejor morir con la garra en alto que como gato atropellado, así que no tengo
quejas. Lástima haber tenido que enfrentar al conjunto de aves por mi
mismo, ya que mi amigo sabueso no me quiso ayudar, con el pretexto de que
cada uno debe pelear su propia batalla. No siempre entendía lo que él me
decía, pero demostraba ser dueño de una gran sabiduría en cada lección que
me daba de la vida. Él siempre supo que debí haber reclutado a un ejército de
gatos para acabar con las aves, pero no me detuvo ya que sabía que los gatos

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tenemos varias oportunidades para aprender las cosas. Aún cuando la batalla
fue un fracaso, la valentía que dispuse a tal efecto me recuerda que se debe
luchar por lo que se desea, y siempre doy gracias por la decisión que tomé de
pelear ese día, ya que de no ser así todo lo que vendría después hubiese sido
distinto. Lo último que recuerdo de ese día fue resbalar en pleno ataque a
causa de un ojo de pescado y caer sobre las rocas donde revientan las olas…
Todo es negro, un silencio ensordecedor penetra el alma, la mente se
limpia pero la memoria queda. La sensación de vida vuelve nuevamente, y la
luz llega junto a un sentimiento de renovación. Es inquietante saber que una
vida se ha perdido, pero saber que otras seis quedan es alentador. Los
rumores dicen que no es bueno repetir vidas anteriores, así que fue lo mejor
para mí que la corriente marina me haya alejado de la caleta. Imposible
olvidar esa nueva energía que recorre el cuerpo, lo que me hizo cambiar
instantáneamente de sedentario a nómada. Caminé muchos días seguidos
desde el lugar del naufragio hacia el interior, adentrándome en pleno
desierto. Nunca había sentido tanta paz interior en ese entonces, la
tranquilidad que te aporta el desierto no puede ser encontrada en otro lugar.
Tantos pensamientos en la cabeza, tanta armonía con el entorno, así es
cuando la vida es realmente vida y no tan sólo lo que a uno le pasa mientras
hace otra cosa. Y de noche las estrellas; pasaba horas patas arriba mirando el
cielo y dibujando en la mente infinitas formas distintas. Desde pescados hasta
la gatita ideal que algún día esperaba encontrar. Fue un perfecto retiro
espiritual, creo que es algo que todos debieran hacer alguna vez en su vida.
Comprendí que es bueno saber estar solo, y saber estar solo es poder sentirse
acompañado de uno mismo. A pesar de la gran espiritualidad y respeto hacia
la vida alcanzados, la caminata por el desierto se iba haciendo cada vez más
ardua a medida que transcurrían los días, debido a la natural carencia de
hidratación que sufría mi cuerpo. Además comenzaba a sentir la necesidad de
sociabilizar con alguien, de tener una conversación profunda acerca de la vida
con algún gato real, puesto que en ese entonces la única comunicación era
con unos seres extraños que aparecían justo después de mi cena de peyotes
en cada ocaso; bueno, digamos que el desierto no me ofrecía un menú muy
variado, por lo que entre escorpiones o cactus escogía cactus.

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Desgraciadamente mis fuerzas no duran eternamente y el paso se hacía cada
vez más lento. El sol ya me tenía cocinado el lomo y la necesidad de agua
comenzó a manifestarse ineludiblemente. En cada paso que daba el horizonte
me prometía más desierto, mientras mis ojos me mentían oasis en
abundancia. Finalmente me di cuenta de que era la hora de dejar de avanzar
y ceder ante las circunstancias. De todas formas mi felicidad en ese entonces
estaba condicionada por mi mente y no por el mundo externo. Por lo demás
todo lo que aprendí en esa breve vida era más que suficiente para morir en
calma, y estaba conciente que el conocimiento y serenidad que adquirí fue
más de lo que la mayoría de los gatos jamás podrían alcanzar. Entonces me
detuve, me recosté en la tierra, cerré los ojos y dejé a mi mente divagar
acerca de lo que ha sido este viaje y a la vez me sentí impregnado por un
sentimiento de expectación por todo lo que ha de venir; porque para los
temerosos el futuro es lo desconocido, pero para los fuertes de espíritu es la
puerta hacia la realización de todo lo soñado…
Todo es negro, un silencio ensordecedor penetra el alma, la mente se
limpia pero la memoria queda. La sensación de vida vuelve nuevamente, y la
luz llega junto a un sentimiento de renovación. La tercera no es la vencida
para los gatos, tan sólo otro escalón para llegar hacia la cima. Recuerdo
despertar con el sol quemando mi piel a través del pelaje, lo que me advertía
que la vida había vuelto en mí y que es tiempo de retomar la marcha. Esta vez
las cosas han cambiado, el horizonte me ofrece algo nuevo, hay algo que
brilla en el suelo a lo lejos. Con la energía que caracteriza al nuevo despertar
corro con todas mis fuerzas para revelar el misterio. Ya más cerca descubro el
secreto: una línea de ferrocarril. De acuerdo a las maravillosas clases de
“Maquinaria Humana” dictadas por mi amigo quiltro en la primera versión de
mi mismo, supe que el tren ha de pasar en algún momento ya que los rieles
estaban brillantes y no oxidados. El plan era obvio: Esperar a que el vehículo
pase por el lugar, subir de alguna forma, y ver qué me depara este futuro
incierto. Tardó menos de lo que esperaba en aparecer la anhelada máquina, y
a favor mío correspondía a un tren de pasajeros, lo que se traduce en una
bonita mirada a alguien a cambio de un buen trozo de comida (o al menos así
funcionaba con los pescadores). Me sentía muy agradecido de ser un gato, ya

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que de no contar con una buena agilidad, no hubiese podido abordar. Me
encontraba entonces balanceándome sobre la pieza que une los vagones
intentando enterrar mis garras en el acero para no caerme. Resonaban en mis
tímpanos los chirridos del metal a causa del vaivén entre vagones. Luego de
un rato logré calmarme y estabilizarme, y con una gran valentía, di el mayor
salto de mi vida hacia el techo del tren. Hasta por la cola me salía el fuerte
viento que entraba por mi boca a causa del rápido movimiento del ferrocarril.
Tomando la mayor posición aerodinámica logré deslizarme cuidadosamente
vagón tras vagón hasta el último del tren. El salto entre vagones consistía en
cerrar los ojos, recordar que aún me quedaban varias vidas, y lanzarme
cruzando las pezuñas. Asombrosamente ningún gato murió en estas
acrobacias. En definitiva, logré llegar al último vagón y luego descender al
típico mirador o balcón que suelen disponer en la cola de los ferrocarriles. Era
de esperarse que la puerta de acceso al interior estuviera cerrada. Fascinado
por el movimiento de la línea ferroviaria que se pierde en el horizonte, y
aprovechando la espera para hacerme un aseo personal, finalmente la puerta
se abre. Sale un señor a fumarse un cigarrillo mientras yo entro
desapercibidamente hacia el interior del carro, escupiendo la correspondiente
bola de pelos producto de mi limpieza. Paseándome por el pasillo no tardó
mucho una pequeña niña en notar mi presencia y antes de poder reaccionar
ya me encontraba atrapado entre sus brazos, mientras ella balbuceaba
sonidos de humanos hacia la persona que se encontraba a su lado. Nunca
nadie me había tomado ni acariciado tan afectuosamente, y de hecho fue la
primera vez que me di cuenta de mi gran habilidad para ronronear. Me di
cuenta de que me hacía falta tener contacto con seres vivos, lo cual era
lógico después de haber pasado toda una vida conmigo mismo. Al rato de
descansar en la falda de la pequeña, se acerca un señor vestido como si fuera
un pingüino, y luego de compartir palabras con ella me toma y me lleva a otro
vagón. Era un vagón más oscuro y separado de las personas, reservado
exclusivamente para los animales. Desgraciadamente tuve que viajar dentro
de una jaula por el resto del viaje, aunque hice buenas amistades con mis
vecinos enjaulados. Había varios perros, aunque en nada parecidos a mi amigo
de la caleta; me encontré con pájaros también, entre ellos un loro que no se

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callaba; se encontraban también dos tortugas y una jaula con varios
hámsteres. ¡Curiosamente no había ningún gato! Fue una gran desilusión ya
que estando en la tercera vida aún no me relacionaba directamente con un
felino. En todo caso sabía que tarde o temprano encontraría a alguien de mi
especie. Recuerdo que sufrí de claustrofobia en esa jaula debido a mi
costumbre a los espacios abiertos, aunque al menos te daban “comida” (una
cosa molida que hasta el día de hoy no quiero averiguar qué es lo que era) y
agua pura, la cuál no probaba desde hace muchísimo tiempo. Con el estómago
lleno pude concebir el sueño gracias al movimiento del tren que mecía mi
jaula. Dormí profundamente hasta que el tren se detuvo, luego tomaron mi
jaula y la llevaron al exterior junto a la señorita de los abrazos. Ahí fue
cuando contemplé por primera vez la gran ciudad. Quedé absolutamente
atónito observando las gigantescas estructuras que rascan los cielos, la
inmensa cantidad de vehículos desplazándose hacia todos lados y la gran
concentración de personas compartiendo soledades en un mismo lugar físico.
Finalmente mi nueva amiga humana me sacó de mi jaula, y junto a dos
personas mayores nos fuimos a un vehículo que luego nos llevó a una casa
gigantesca a las afueras de la urbe. Nunca olvidaré ese gran palacio, rodeado
de interminables pastizales en los cuales al menos cincuenta caballos se
alimentaban. En un extremo del hogar había un río que descargaba un
inmenso caudal en una cascada más lejana. La morada en sí consistía en una
estructura de madera pintada de blanco de dos pisos, techo de forma
triangular del cual emergían grandes ventanas junto a maceteros
rectangulares llenos de flores. Comprendí que era mi nuevo hogar, en el cual
decidí quedarme hasta el fin de mis días (al menos de esa vida). Viví como rey
todos esos años, me dejé querer por mi nueva familia y pude ver cómo se
hacía cada vez más grande mi querida señorita. Descubrí lo que se sentía
formar parte de un lazo inquebrantable entre distintos seres y lo más
importante es que aprendí a valorar a los humanos, tanto en sus virtudes
como defectos. Y así fueron mis días hasta alcanzar una avanzada edad, hasta
que llegó el momento en que dejé de respirar junto a la chimenea en una fría
noche de invierno…

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Todo es negro, un silencio ensordecedor penetra el alma, la mente se
limpia pero la memoria queda. La sensación de vida vuelve nuevamente, y la
luz llega junto a un sentimiento de renovación. El agua rompiendo las piedras
me hace despertar. Me encontraba dentro de un iglú de piedras ajustado a mi
medida junto al río donde termina la cascada, y frente a mí noté una cruz
donde descansaba una foto mía junto a la señorita; esa fue la última vez que
la vi. Era el momento de una aventura, una vida más agitada, y que mejor
para ello que ir a explorar la ciudad. Sin vacilar, arrastré una gran corteza de
árbol que estaba cerca del río y me lancé sobre ésta a las fuertes corrientes
del cauce. La sensación de adrenalina recorría cada parte de mi cuerpo, y el
miedo a causa de no llevar remos también. Con mis garras enterradas en la
madera anduve aguas abajo un buen camino, a punto de ser disparado en
varias ocasiones por los fuertes rápidos del torrente. Todo iba bajo control
dentro de la impredecible montaña rusa en la que me encontraba, hasta que
lo pude ver claramente: el fin. Existían dos posibilidades, o que la tierra fuera
plana y estuviera llegando a un extremo de esta, o que lo que se venía era
una cascada terroríficamente grande, pues no se escuchaba el agua romper.
Maldito quiltro sabiondo con sus lecciones de geografía, pues en todo
momento supe que la posibilidad uno era falsa (aunque en todo caso no se qué
hubiera mejorado si la tierra no fuera redonda). Tras descubrir la verdad
simplemente me resigné, y debo decir que es bien acertada la frase que dice
que la resignación es la desesperación confirmada. Dejé de aferrarme a la
corteza y, en el momento en que me encontraba en el borde de la cascada,
olvidé mis temores y por un segundo me sentí en la cima del mundo. Se podía
ver la ciudad completa a lo lejos, y al instante en que iba a comenzar la
caída, usé todas mis fuerzas para dar un gran salto hacia el vacío. Ya no
sentía miedo, tan solo paz y serenidad. Recuerdo que extendí mis cuatro
patas y disfrute el vuelo en un sentimiento de libertad plena…
Todo es negro, un silencio ensordecedor penetra el alma, la mente se
limpia pero la memoria queda. La sensación de vida vuelve nuevamente, y la
luz llega junto a un sentimiento de renovación. Nunca dudé que mi salto de
ángel iba a terminar en muerte. Creo haber logrado un récord entre los gatos
en el sentido de vivir la vida más corta pero intensa. Ya me encontraba a los

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pies de la ciudad, flotando a las orillas de las finalmente calmas aguas del río.
Decidí recorrer las solicitadas calles grises. ¡Qué manera de haber ofertas de
las más diversas clases de cosas! Me daba la impresión que los humanos
necesitan de tanto para vivir, mientras que a mí me bastan mis patas para
recorrer y mi cabeza para pensar; pero bueno, cada cual con su tema.
Mientras transitaba por la vereda sumergido en la muchedumbre, diviso al
otro lado de la calle una pescadería, la cual automáticamente me trae
recuerdos de los sabrosos bocados que disfrutaba en la caleta. Sin pensarlo
dos veces decido ir a la tienda en busca de alimento cuando, mientras cruzo
la calle, la veo a ella sentada en la baranda de un balcón: pelaje blanco como
la nieve y sus ojos más verdes que los prados de mi antigua casa. Quedé
perplejo ante su extrema belleza, paralizado frente a tal irradiación de
divinidad, era simplemente perfecta; recuerdo estar detenido babeando en la
mitad de la calle, observándola totalmente hipnotizado, cuando de pronto…
Todo es negro, un silencio ensordecedor penetra el alma, la mente se
limpia pero la memoria queda. La sensación de vida vuelve nuevamente, la
luz llega junto a un sentimiento de renovación. La diferencia entre un perro y
un gato es que el perro no puede aprender la lección de no pararse en la
mitad de la calle, puesto que sólo vive una vez. Me sentí agradecido de ser un
gato, de tener otra oportunidad. Sin tiempo que perder termino de cruzar la
calle (esta vez cuidadosamente), y ágilmente trepo hasta el balcón donde se
encontraba la gatita, quedando ambos frente a frente mirándonos a los ojos.
Nunca había estado tan cerca de una gata ni visto unos ojos tan penetradores
como los suyos. Tuvimos una larga conversación, yo le conté mis vidas y ella
las suyas. Estando en su séptima vida, era una gata más tranquila y prudente,
aunque determinada a jugarse al máximo su última carta. Ella supo que yo
había llegado a sus garras por arte del destino, y que había llegado a
quedarme; y así fue. Los mejores momentos de mis vidas se definieron en ese
departamento, donde convivíamos los dos junto a una cariñosa humana de
edad considerable que felizmente nos sorprendía cada día con cabezas de
pescado de la pescadería de abajo. Todo fue un sueño hecho realidad, nunca
nos separamos. Me tocó aprender que es lo que era el amor en el mejor
momento de mi historia, supe aprovecharlo al máximo, y disfruté cada

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momento como si fuera el último. Al fin logré comprender las largas
explicaciones filosóficas acerca de las almas gemelas que me daba mi sabio
amigo quiltro en los inicios de mis días. Me di por satisfecho con respecto a mi
existencia, me encontraba dentro del sueño que alguna vez tuve. Eran días
buenos, los mejores de hecho, pero desgraciadamente nada dura por siempre.
Con el mayor dolor del alma recuerdo aquella noche de invierno, cuando
ambos dormíamos acurrucados junto a la leña que ardía en la chimenea,
cuando a quien le tocó partir esta vez no fue a mí sino a ella. Lo único que no
había experimentado hasta ese entonces era el dolor de ver al ángel de la
muerte llevarse lo que más amas. Me dejé apoderar y dominar por el dolor y
la melancolía, comencé a vivir en los recuerdos, mantuve viva cada imagen
que recordaba de ella. La impotencia de no poder echar atrás el tiempo me
atormentaba, me desgastaba. Me desvíe completamente hacia este mundo
nostálgico, no pude afrontar la realidad, simplemente me deje hundir hasta el
fondo, del cual solo la muerte pudo rescatarme…
Todo es negro, menos el alma que brilla en la oscuridad. Un
agradecimiento infinito es la sensación que recorre mi cuerpo. La satisfacción
de haber aprovechado al máximo la vida sólo existe cuando se han perseguido
las razones del corazón. Es hora de alejarse, ir a un lugar tranquilo, morir sólo
en el desierto, buscar la tranquilidad y espiritualidad que sólo el silencio te
puede dar. Todo lo bueno se ha manifestado a lo largo de mis vidas, he
probado lo dulce y amargo, he bajado del cielo al suelo, he muerto con la
garra en alto y atropellado, y ahora me corresponde subir para no volver.
Agradezco que la séptima sea la última, porque ya no tengo nada más que
hacer aquí.

Fin.

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