Professional Documents
Culture Documents
Isabel Solé1
Al hilo de ésa y otras campañas similares, conviene recordar que, al menos en los
países occidentales, la extensión de la obligatoriedad de la enseñanza a toda la
población ha conseguido el objetivo prioritario de alfabetizar a la ciudadanía pero
es mucho más discutible que alumnos y alumnas hayan descubierto el placer de
leer. De hecho, si nos atenemos a los datos, más bien parece que lectura se
identifica con tarea, con deberes, con situaciones tediosas y poco gratificantes; en
mucho menor medida, se la asimila al ocio, la diversión y el bienestar personal.
En síntesis, puede afirmarse que los cambios han afectado tanto a lo que se
supone que es la lectura como a los medios a través de los cuales la enseñanza
contribuye a su aprendizaje.
Leer es un proceso cognitivo complejo que activa estrategias de alto nivel: dotarse
de objetivos, establecer y verificar predicciones, controlar lo que se va leyendo,
toma decisiones entorno a dificultades o lagunas de comprensión, diferenciar lo
que es esencial de la información secundaria (Solé, 1992, 1994). Este procese
requiere necesariamente la participación activa\afectiva del lector. No es un
aprendizaje mecánico ni se realiza todo de una vez; no puede limitarse a un curso
o ciclo de la educación obligatoria.
El placer de la lectura.
Aunque a veces de forma más lenta de lo deseable, estas ideas y otras similares
se han ido introduciendo en las escuelas. Cada vez es más frecuente encontrar a
docentes preocupados por cómo enseñar a leer; cada vez se plantea con mayor
seriedad el comprometido pasaje de aprender a leer a leer para aprender. Hoy
sabemos que cuando leemos para aprender a partir de un texto, la lectura es
distinta, más consciente y dirigida, más controlada, más pendiente de un objetivo o
demanda externa; sabemos además que los textos que enfrentamos en esas
ocasiones presentan un conjunto de particularidades que requieren atención y
procesamiento específico. Aunque no podemos entrar en esta apasionante
temática parece que conocemos mejor los procesos responsables de nuestro
aprendizaje a partir de textos, y que éste requiere la activación de estrategias de
organización y elaboración del conocimiento (Pozo, 1990; Solé,1993).
Aunque es mucho el camino que queda por recorrer, hoy en día son muchos los
investigadores y docentes empeñados en conceder a la lectura su papel de
instrumento fundamental del aprendizaje, de herramienta imprescindible para la
vieja aspiración de lograr que los alumnos aprendan a aprender. Sin embargo,
quizá influidos en demasía por las perspectivas cognitivas, hemos obviado algo
que es inherente a la lectura: el placer de leer. ¿Tiene mucho sentido una
enseñanza de la lectura que no permita descubrir su dimensión más personal y
gratificante?
Una razón que puede aducirse es común a cualquier aprendizaje escolar. Los
alumnos deben sentirse intrínsecamente motivados para aprender, porque
aprender requiere un esfuerzo. Para aprender a leer necesitan percibir la lectura
como un reto interesante, algo que los desafía, pero que podrán alcanzar con la
ayuda que les proporciona su maestro; deben darse cuenta de que aprender a leer
es interesante y divertido, que les permite ser más autónomos. Han de percibirse a
sí mismos como personas competentes, que con las ayudas y recursos
necesarios, podrán tener éxito y apropiarse de ese instrumento que les será tan
útil para la escuela y para la vida.
Conclusiones.
Lo dicho hasta aquí nos permite concluir que, en primer lugar, la enseñanza de la
lectura no debe hacer que su aprendizaje constituya una carga abrumadora para
el niño, que lo haga sentirse incompetente para apropiarse de un instrumento que
le va a ser tan necesario. Es imposible que nadie pueda encontrar satisfacción en
algo que le representa un esfuerzo insalvable, que le devuelve una imagen
devaluada de sí mismo.
Los maestros deberían poder pensar en el sistema de la lengua escrita como algo
complejo, que exigirá esfuerzos de todos para que los niños logren dominarlo.
Pero ello no debe conducir a minusvalorar la capacidad de los pequeños para
abordar la complejidad –¡Todos los días dan múltiples pruebas de lo contrario!– ni
a reducir ese sistema complejo en una serie de habilidades y subhabilidades
supuestamente prerrequeridas, ni tampoco a seleccionar arbitrariamente
determinados elementos del sistema desprovistos de significado; como señaló
Smith (1983), esto equivale a hacer difícil lo que es fácil. A leer y a escribir se
aprende leyendo y escribiendo, viendo cómo lo hacen otras personas, probando,
equivocándose, recibiendo ayuda, corrigiendo, arriesgándose...
En los inicios del aprendizaje hay que estar atentos al hecho de que leer siempre
implica construir un significado, y al hecho de que los niños poseen numerosos
conocimientos previos que les ayudan a hacer esa construcción (Ferreiro y
Teberosky, 1979): han visto letras en carteles, en televisión, en los productos de
consumo habitual, en libros y diarios, tienen sus ideas acerca de lo que puede ser
escrito y lo que no; utilizan sus hipótesis para aventurar lo que dice un texto;
establecen relaciones entre lo escrito y lo ilustrado... saben, en general, que leer
sirve para tener acceso a un mensaje.
Como primera condición, la actividad debe existir, y debe ser tan importante como
cualquier otra actividad de la escuela; no se trata de utilizarla para leer cuando
llevamos un buen ritmo y de dedicarla a resolver problemas matemáticos cuando
lo consideramos necesario. Por lo tanto, hay que dedicarle tiempo suficiente y
espacio adecuado –que puede perfectamente habilitarse en la clase si la escuela
no dispone de una pequeña biblioteca–, todos debemos estar implicados: el
profesor también debe tener su libro y leer.
Como segunda condición, no debemos perder de vista que se trata de una lectura
personal, y que precisamente es lo que queremos que sea. Por lo tanto, podemos
orientar la elección de un libro, pero no a podemos imponer; podemos mostrarnos
como un recurso de ayuda para los problemas de comprensión que puedan
encontrar los niños, pero no podemos estar preguntándoles “¿y qué pasaba? Y a
ti, ¿qué te gustaba más?”.
Imagine por un momento que eso le ocurre a usted con los libros que lee; imagine
que una vez que leyó, le mandan responder una ficha o hacer un dibujo, de forma
sistemática y rutinaria. Podemos trabajar estas cosas de vez en cuando, y sobre
todo en las lecturas de una clase de lengua. Pero cuando hacemos lectura
personal, lo que hemos de enseñar al lector no es dónde se encuentra el nombre
del ilustrador ni cuál es el personaje principal, sino el gusto por la lectura, y esto se
consigue en buena medida dejando que sea el lector quien mande sobre su
actividad. Con todo el riesgo que comporta, y con la preocupación que nos puede
suscitar pensar que no controlamos con seguridad lo que los niños trabajan. Es
que están leyendo sólo para ellos, no para otros. Además, estos riesgos y
preocupaciones se compensan con las múltiples sesiones en que se les hace leer
y se controla lo que leen y cómo lo hacen.
Conviene en tales casos recordar que los lectores convencidos hemos leído de
todo, y que ello no nos ha impedido diferenciar entre lo que está bien y mal escrito;
quizá al contrario, la gente de mi generación que se aventuró en La isla del tesoro
y se sumergió a Veinte mil leguas de viaje submarino, a la vez que leía Pulgarcito
y el TBO, y se adentraba en los salones de baile de “Sissi emperatriz”, ha tenido la
oportunidad de disfrutar de una amplia gama de géneros. Quizá para un chico
poco estimulado por la lectura, las historietas de un héroe televisivo–aunque no
nos guste– puedan ser la llave que abra la puerta al fascinante mundo de la
lectura; lo importante es que podamos mostrarle que la oferta de ese mundo es
amplísima, que sus compañeros puedan sugerirle otras lecturas y que le
ayudemos a encontrar las que puedan apasionarle.
Para terminar, la quinta condición. ¿Qué se hace con la lectura? ¿Se obliga a
leer? ¿Se recomienda? Si es una lectura personal e independiente, ¿no tendría
lógica no intervenir en esos casos en que los alumnos no quieren leer? Aunque
Pennac reconoce el “derecho a no leer”, el mismo autor nos da la clave (Pennac,
1993: 145) para responder las preguntas que nos hemos formulado:
Se trata sobre todo, de articular las condiciones que conducen a sentir el placer de
leer; y como hemos visto, en la escuela esas condiciones no deberían dejarse al
azar. Fomentar la lectura es un objetivo de toda la institución, algo que debe
formar parte de su proyecto educativo, y que requiere planificación, puesta en
práctica y evaluación. Cuando queremos que los niños aprendan a amar la
naturaleza, a estudiar sus constituyentes y a adoptar actitudes favorables para su
preservación, pensamos actividades las discutimos con otros docentes,
intervenimos y las vamos ajustando, de manera que respondan a los objetivos de
que nos hemos dotado. Lo mismo habrá que hacer con la lectura.
Por último, no puede obviarse que promover el gusto por leer requiere políticas
globales, guiadas por finalidades claras, que se concreten en actuaciones
coherentes y continuadas, de amplio alcance social. Por citar sólo lo más
relevante, dichas actuaciones deben encaminarse a la formación de docentes, a la
caracterización de las bibliotecas como espacios abiertos de cultura popular y a su
aprovechamiento, y al uso de los medios de comunicación y, fundamentalmente,
la televisión, para favorecer la lectura. Un capítulo importantísimo lo constituye la
propuesta de planes de formación imaginativos dirigidos a padres y madres, come
primer medio de acceso a la lectura de que disponen los niños. En este complejo
panorama, la escuela tiene un papel fundamental, pero no exclusivo.
Desde esa posición, vale la pena trabajar para que los niños y niñas amen la
lectura. Con ella adquieren un pasaje sin límites para embarcarse en aventuras
fascinantes, para trascender lo cotidiano, para pensar y acceder al pensamiento
de otros. Un pasaje fiel, que una vez adquirido, jamás los abandonará. ¿Cabe
mayor funcionalidad para un aprendizaje realizado en la escuela?
Referencias bibliográficas.