You are on page 1of 81

CONTINUACION CAP 10 - 19

SOY EL NUMERO CUATRO


I AM NUMBER FOUR
Sci-Fi de Jobie Hughes y James Fray
Soy El Número Cuátro – I AM NUMBER FOUR

Cap 10
BERNIE KOSAR ESTABA ARAÑANDO LA PUERTA DEL DORMITORIO cuando desperté.
Le dejé salir fuera. Patrulló el jardín a la carrera con la nariz pegada al suelo. Una vez hubo
cubierto las cuatro esquinas, salió disparado por el jardín y desapareció en el bosque. Cerré la
puerta y me metí de un salto en la ducha. Diez minutos después salí y él estaba de nuevo en el
interior de la casa, sentado en el sofá. Meneó la cola cuando me vio.

–¿Le dejaste entrar? –le pregunté a Henri, que estaba con su portátil abierto en la mesa de la
cocina, con cuatro periódicos amontonados frente a él.

–Sí.

Después de un rápido desayuno, salimos. Bernie Kosar salió corriendo por delante de nosotros,
luego se detuvo, se sentó y se quedó mirando la puerta del pasajero de la camioneta.

–Eso es raro, ¿no te parece? –dije.

Henri se encogió de hombros.

–Por lo visto está acostumbrado a que le lleven en coche. Déjale entrar.

Abrí la puerta, él saltó dentro y se sentó en mitad del asiento con su lengua colgando. Cuando
salimos del camino de entrada se subió a mi regazo y tocó con la pata la ventana. La bajé y él
asomó medio cuerpo fuera, con la boca aún abierta y el viento haciendo ondear sus orejas. Cinco
kilómetros más tarde Henri se detuvo en la escuela. Abrí la puerta y Bernie Kosar salió de un
salto por delante de mí. Lo agarré y lo metí de nuevo en la camioneta, pero él volvió a saltar
fuera. Lo volví a meter dentro y tuve que contenerlo para que no saliera mientras cerraba la
puerta del coche. Estaba sobre sus patas traseras con las delanteras en el borde de la ventana, aún
bajada. Le di unas palmaditas en la cabeza.

–¿Tienes los guantes? –preguntó Henri.

–Sip.

–¿El teléfono móvil?

–Sip.

–¿Cómo te sientes?

–Me siento bien –contesté.

–Está bien. Llámame si tienes cualquier tipo de problema.


Él arrancó y Bernie Kosar se quedó mirando por la ventana trasera hasta que la camioneta
desapareció al doblar la curva del camino.

Sentía un nerviosismo similar al del día anterior, pero por motivos diferentes. Parte de mí quería
ver a Sarah inmediatamente, aunque la otra esperaba no verla para nada. No estaba seguro de qué
le diría. ¿Qué pasaba si no se me ocurría nada en absoluto y me quedaba allí con cara de tonto?
¿Qué pasa si estaba con Mark cuando la viera? ¿Debería saludarla y arriesgarme a otra
confrontación, o simplemente pasar de largo y fingir que no había visto a ninguno de los dos? De
todas formas, al fin y al cabo los vería a segunda hora. No había manera de evadirlo.

Me dirigí a mi taquilla. Mi mochila estaba llena de libros que se suponía debía leer anoche, pero
que no llegué a abrir. Demasiados pensamientos e imágenes dándome vueltas en la cabeza. No
había logrado apartarlos y era difícil imaginar que pudiera alguna vez. Todo era tan diferente de
lo que había esperado… La muerte no era como lo que te mostraban en las películas. Los
sonidos, las imágenes, los olores… Tan diferente.

En mi taquilla inmediatamente noté que pasaba algo. El tirador de metal estaba sucio. No estaba
seguro de si debía abrirla, pero luego inspiré profundamente y tiré del tirador.

La taquilla estaba llena hasta la mitad de estiércol y mientras abría la puerta una buena parte de
aquello se derramó sobre el suelo, cubriendo mis zapatos. El olor era horrible. De un portazo
cerré la puerta. Sam Goode estaba de pie detrás de ésta y su aparición repentina de la nada me
sobresaltó. Su aspecto era desolado, llevaba una camiseta de la NASA blanca, sólo ligeramente
diferente a la que vestía el día anterior.

–Hola, Sam –saludé.

Él bajó la mirada al montón de estiércol sobre el suelo, luego volvió a mirarme.

–¿A ti también? –pregunté.

Él asintió con la cabeza.

–Voy a ir al despecho del director. ¿Quieres venir?

Él sacudió la cabeza, luego se dio media vuelta y se marchó sin decir palabra. Me encaminé al
despacho del Sr. Harris, llamé a su puerta y luego entré sin esperar respuesta. Él estaba sentado
tras su escritorio, con una corbata estampada con la mascota del instituto, aunque pareciera
increíble unas veinte cabecitas de pirata salpicadas por la parte delantera de ésta. Él me sonrió de
un modo orgulloso.

–Es un gran día, John –señaló. Yo no sabía de qué estaba hablando–. Los reporteros de La
Gaceta deberían de estar aquí dentro de una hora. ¡Primera plana!

Entonces recordé, la gran entrevista de Mark James en el periódico local.


–Debe de sentirse muy orgulloso –dije.

–Me siento orgulloso de todos y cada uno de los alumnos de Paradise. –La sonrisa no abandonó
su cara. Se echó hacia atrás en el asiento, entrelazó los dedos y descansó las manos sobre su
estómago–. ¿Qué puedo hacer por usted?

–Sólo quería hacerle saber que mi taquilla está llena de estiércol esta mañana.

–¿A qué se refiere con “llena”?

–Me refiero a que la taquilla entera está llena de estiércol.

–¿De estiércol? –preguntó con confusión.

–Sí.

Él se echó a reír. Me quedé desconcertado ante su total falta de consideración, y una oleada de
cólera me invadió. Mi cara estaba caliente.

–Quería hacérselo saber para que pudiera ser limpiada. La taquilla de Sam Goode también está
llena de eso.

Él suspiró y negó con la cabeza.

–Enviaré inmediatamente al Sr. Hobbs, el bedel, y abriremos una investigación detallada.

–Los dos sabemos quién lo ha hecho, Sr. Harris.

Me lanzó una sonrisa condescendiente.

–Me encargaré de la investigación, Sr. Smith.

No tenía sentido decir nada más, así que salí del despacho y me dirigí al servicio para lavarme
las manos y la cara con agua fría. Tenía que calmarme. No quería verme obligado que ponerme
otra vez los guantes hoy. Tal vez no debía hacer nada de nada, sólo dejarlo estar. ¿Se terminaría
con eso? Por otro lado, ¿había otra opción? Estaba superado y mi único aliado era un estudiante
de segundo curso de cuarenta y cinco kilos con afición por lo extraterrestre. Quizás eso no era
del todo cierto… Quizás tenía otra aliada en Sarah Hart.

Miré hacia abajo. Mis manos estaban bien, sin resplandor. Salí de los servicios. El bedel ya
estaba recogiendo el estiércol de mi taquilla y sacando mis libros y tirándolos a la basura. Lo
pasé de largo, entré al aula y esperé a que empezara la clase. Se dieron las reglas de gramática,
siendo el tema principal la diferencia entre un gerundio* y un verbo, y por qué un gerundio no
era un verbo. Presté más atención que el día anterior, pero a medida que se acercaba el final de la
clase empecé a ponerme nervioso por la próxima hora. Aunque no porque fuera a ver a Mark…,
sino porque iba a ver a Sarah. ¿Me sonreiría otra vez hoy? Pensé que sería mejor llegar antes que
ella para poder encontrar asiento y poder verla entrar. De esa manera podría ver si ella me
saludaba primero.

(Gerundio: forma del verbo con valor adverbial. En el inglés, a diferencia del español, el
gerundio posee valor adjetivo o sustantivo, de ello que no se considere verbo en este idioma.)

Cuando sonó la campana, salí disparado de la clase y recorrí a toda prisa el pasillo. Fui el
primero en entrar a Astronomía. El aula se fue llenando y Sam se sentó a mi lado de nuevo. Justo
antes de que volviera a sonar la campana de aviso Sarah y Mark entraron juntos. Ella vestía una
camisa de botones blanca con pantalones negros. Me sonrió antes de sentarse. Yo le devolví la
sonrisa. Mark no miró en mi dirección en ningún momento. Yo todavía podía oler el estiércol en
mis zapatos, o puede que quizás el olor procediera de los de Sam.

Éste sacó un folleto de su mochila con el título "Están Entre Nosotros" en la carátula. Tenía el
aspecto de haber sido impreso en el sótano de alguien. Sam lo abrió, fue al artículo de su interior
y empezó a leer atentamente.

Yo miré a Sarah, que estaba a cuatro mesas por delante de mí, contemplé su cabello recogido
hacia atrás en una coleta. Podía ver la nuca de su esbelto cuello. Ella se cruzó de piernas y se
sentó recta en la silla. Deseé estar sentado a su lado, eso me habría permitido extender la mano y
tomar la suya en la mía. Deseaba que fuera ya la octava hora. Me preguntaba si sería de nuevo su
compañero en Economía Doméstica.

La Sra. Burton comenzó la clase, todavía sobre el tema de Saturno. Sam sacó una hoja de papel y
empezó a garabatear como un loco, haciendo pausas a veces para consultar un artículo de la
revista que había abierto a su lado. Yo miré sobre su hombro y leí el titular: "Una ciudad entera
de Montana abducida por los extraterrestres."

Antes de anoche yo nunca habría considerado tal teoría. Pero Henri creía que los mogadorianos
estaban tramando apoderarse de la Tierra, y debía admitirlo, aunque la teoría en la publicación de
Sam era ridícula, a un nivel básico podía haber algo allí. Yo sabía a ciencia cierta que los
lorianos habían visitado la Tierra muchas veces durante la vida de este planeta. Observábamos el
desarrollo de la Tierra, la contemplamos durante las etapas de expansión y abundancia, cuando
todo estaba en movimiento, y a través de eras de hielo y nieve, cuando nada cambiaba.
Ayudamos a los humanos, les enseñamos a hacer fuego, les dimos herramientas para desarrollar
el habla y el lenguaje, motivo por el cual nuestro lenguaje era similar a los idiomas de la Tierra.
Y aunque nosotros nunca abdujéramos humanos, eso no significaba que nunca se hubiera hecho.
Miré a Sam. Nunca había conocido a nadie con una fascinación por los alienígenas hasta el punto
de leer y tomar notas sobre teorías conspiradoras.

Justo en ese momento la puerta se abrió y el Sr. Harris asomó su rostro sonriente.

–Siento interrumpir, Sra. Burton. Voy a tener que arrebatarle a Mark. Los periodistas de La
Gaceta están aquí para entrevistarlo para el periódico –anunció lo suficientemente alto para que
todo el mundo en la clase pudiera oírle.
Mark se puso de pie, cogió su mochila y salió de la clase pavoneándose despreocupadamente.
Desde el pasillo vi al Sr. Harris dándole una palmadita en la espalda. Luego volví a mirar a
Sarah, deseando poder sentarme en el asiento vacío que estaba a su lado.

La cuarta hora era la de Educación Física. Sam estaba en mi clase. Después de cambiarnos nos
sentamos uno al lado del otro sobre el suelo del gimnasio. Él llevaba zapatos de deporte,
pantalones cortos y camiseta dos o tres tallas más grande de lo necesario. Parecía una cigüeña,
todo rodillas y codos, un tanto larguirucho incluso para ser bajito.

El profesor de gimnasia, el Sr. Wallace, estaba de pie, firme, delante de nosotros, con los pies
separados con el ancho de los hombros y las manos cerradas en puños sobre las caderas.

–Está bien, chicos, escuchad. Es probable que esta sea la última oportunidad que tengáis de
ejercitaros al aire libre, así que aprovechadla. A correr el kilómetro, tan rápido como podáis.
Vuestros tiempos serán anotados y guardados para cuando corráis el kilómetro de nuevo en
primavera. Así que ¡a correr duro!

La pista exterior estaba hecha de caucho sintético. Rodeaba el campo de rugby, y más allá de ella
había algo de bosque que imaginé podía conducir hasta nuestra casa, pero no estaba seguro. El
viento era fresco y la piel de gallina cubría la longitud de los brazos de Sam. Éste trató de
eliminarla frotándoselos.

–¿Has corrido esto antes? –pregunté.

Sam asintió con la cabeza.

–Lo corrimos la segunda semana de clase.

–¿Cuál fue tu tiempo?

–Nueve minutos y cincuentaicuatro segundos.

Le miré.

–Pensaba que se suponía que los chicos flacos eran más rápidos.

–¡Cállate! –protestó.

Corrí al lado de Sam a la cola del pelotón. Cuatro vueltas. Esas eran las veces que debía rodear la
pista para haber corrido un kilómetro. A mitad de camino empecé a separarme de Sam. Me
preguntaba por lo rápido que podría correr un kilómetro si lo intentaba de verdad. Dos minutos,
tal vez uno, ¿puede que menos?

El ejercicio se sentía genial, y sin prestar mucha atención, pasé al corredor que iba en cabeza.
Luego disminuí velocidad y fingí agotamiento. Cuando lo hice vi algo borroso marrón y blanco
salir disparado de los arbustos por la entrada a las gradas y dirigirse directo hacia mí. Mi mente
me está gastando una broma, pensé. Aparté la mirada y seguí corriendo. Pasé de largo al
profesor. Éste sostenía un cronómetro. Gritó palabras de ánimo, pero él estaba mirando detrás de
mí, lejos de la pista. Seguí su mirada. Estaba fija en el borrón marrón y blanco que aún venía
derecho a por mí, y en un instante las imágenes del día anterior regresaron precipitadamente. Las
bestias de los mogadorianos. También las había pequeñas, con dientes que centelleaban a la luz
como hojas de afeitar, criaturas rápidas decididas a matar. Empecé a correr a toda velocidad.

Corrí media pista en un sprint a muerte antes de volver a dar la vuelta. No había nada detrás de
mí. Lo había dejado atrás. Había pasado veinte segundos. Entonces volví a dar la vuelta y la cosa
estuvo justo enfrente de mí. Debía de haber cortado atravesando el campo. Me paré en seco y mi
perspectiva se corrigió. ¡Era Bernie Kosar! Estaba sentado en mitad de la pista con la lengua
colgando y moviendo la cola.

–¡Bernie Kosar! –grité–. ¡Me has dado un susto de muerte!

Reanudé la carrera a un paso lento y Bernie Kosar corrió a mi lado. Esperaba que nadie hubiera
notado lo rápido que había corrido. Después me paré y me doblé como si tuviera calambres y no
pudiera recobrar el aliento. Caminé durante un rato. Luego troté un poco. Antes de terminar la
segunda vuelta ya me habían pasado dos personas.

–¡Smith! ¿Qué pasa? ¡Estabas vapuleándoles a todos! –gritó el Sr. Wallance cuando pasé junto a
él.

Respiré con pesadez para aparentar.

–Yo… tengo… asma –expliqué.

Él negó con la cabeza a modo de reprobación.

–Y pensaba que tenía aquí al campeón de pista del estado de Ohio de este año, en mi clase.

Me encogí de hombros y seguí adelante, parándome cada poco y caminando. Bernie Kosar se
quedó conmigo, a veces andando, a veces trotando. Cuando empecé la última vuelta Sam me
alcanzó y corrimos juntos. Su cara estaba de un rojo brillante.

–Así que, ¿qué estabas leyendo hoy en Astronomía? –le pregunté–. ¿Una ciudad entera de
Montana abducida por los alienígenas?

Él me sonrió.

–Sí, esa es la teoría –confirmó un tanto tímido, como avergonzado.

–¿Por qué una ciudad entera sería abducida?


Sam se encogió de hombros, no contestó.

–No, en serio –lo animé.

–¿De verdad quieres saberlo?

–Por supuesto.

–Bueno, la teoría es que el gobierno ha estado permitiendo las abducciones alienígenas a cambio
de tecnología.

–¿De verdad? ¿Qué tipo de tecnología? –inquirí.

–Como chips para superordenadores y fórmulas para más bombas y tecnología verde*. Cosas de
esas.
(Tecnología verde (en inglés, Green Technology, abreviado como Greentech): aplicación de la
ciencia medioambiental a conservar el medio ambiente natural y los recursos, y refrenar los
impactos negativos de la actividad humana.)

–¿Tecnología verde para la vida de las especies? Raro. ¿Por qué quieren los extraterrestres
abducir humanos?

–Así pueden estudiarnos.

–¿Pero por qué? Es decir, ¿qué razón podrían tener?

–Así cuando llegue el Armagedón sabrán nuestras debilidades y serán capaces de vencernos
fácilmente por haberlos descubierto.

Me sorprendió su respuesta, pero únicamente por las escenas que aún se representaban en mi
cabeza desde la noche anterior, recordando las armas que vi que usaban los mogadorianos y las
bestias enormes.

–¿Ya sería fácil para ellos si tuvieran bombas y tecnología muy superior a la nuestra?

–Bueno, parece que algunos piensan que están esperando a que nos matemos primero entre
nosotros.

Miré a Sam. Él estaba sonriéndome, tratando de decidir si yo me estaba tomando la conversación


en serio.

–¿Por qué querrían que nos matáramos entre nosotros primero? ¿Cuál es el aliciente?

–Porque ellos están celosos.

–¿Celosos de nosotros? ¿Por qué, por nuestro buen aspecto y fuerza?


Sam se echó a reír.

–Algo así.

Asentí con la cabeza. Corrimos en silencio durante un minuto y pude ver que Sam estaba
pasando un mal rato, respirando con dificultad.

–¿Cómo has llegado a interesarte por todo esto?

Él se encogió de hombros.

–Sólo es una afición –declaró, aunque tuve la clara sensación de que estaba guardándose algo.

Terminamos el kilómetro en ocho minutos, cincuenta y nueve segundos, mejor que la última vez
que Sam lo corrió. Bernie Kosar siguió a la clase de vuelta al colegio. Los demás lo acariciaron,
y cuando entramos él trató de venir con nosotros. No entendía cómo había sabido dónde estaba
yo. ¿Podía haber memorizado el camino a la escuela esta mañana durante el viaje? La idea
parecía ridícula.

Se quedó en la puerta. Yo fui al vestuario con Sam, y al segundo de recuperar el aliento recitó
todo un montón de otras teorías conspiradonoicas, una detrás de otra, la mayoría de ellas
irrisorias. Me caía bien él, y lo encontraba divertido, aunque a veces deseara que parase de
hablar.

Cuando comenzó Economía Doméstica Sarah no estaba en clase. La Sra. Benshoff explicó
durante los diez primeros minutos y luego nos dirigimos a la cocina. Llegué a mi solitario puesto,
resignado al hecho de que cocinaría solo hoy, y tan pronto como lo pensé, entró Sarah.

–¿Me he perdido algo bueno? –preguntó ella.

–Unos diez minutos de precioso tiempo conmigo –le contesté con una sonrisa.

Ella se rió.

–He oído lo de tu taquilla esta mañana. Lo siento.

–¿Pusiste tú el estiércol allí? –pregunté.

Ella se echó a reír otra vez.

–No, claro que no. Pero sé que la han tomado contigo por mí.

–Tienen suerte de que no utilice mis superpoderes y los mande al país de al lado.
Ella en broma me agarró el bíceps.

–Cierto, estos músculos enormes… Tus superpoderes. Chico, ellos tienen suerte.

Nuestro trabajo para hoy era hacer un bizcocho de arándanos. Cuando empezamos a mezclar la
masa, Sarah comenzó a hablarme de su historia con Mark. Habían salido durante dos años, pero
cuanto más tiempo llevaban juntos más se distanciaba ella de sus padres y sus amigos. Era la
novia de Mark, nada más. Ella sabía que había empezado a cambiar, a adoptar algunas de las
actitudes de él hacia la gente: ser mezquina y crítica, pensar que ella era mejor que los demás.
También empezó a beber y sus notas bajaron. Al finalizar el último curso, sus padres la habían
enviado a vivir con su tía en Colorado durante el verano. Cuando llegó allí, empezó a dar largas
caminatas por las montañas, a hacer fotografías del paisaje con la cámara de su tía. Se enamoró
de la fotografía y tuvo el mejor verano de su vida, dándose cuenta de que había mucho más que
ser animadora y salir con el quarterback del equipo de rugby. Cuando regresó a casa rompió con
Mark y abandonó las animadoras, y se hizo la promesa de que iba a ser buena, y amable, con
todas las personas. Mark no lo había asimilado. Ella dijo que él la consideraba aún su novia y
que creía que iba a volver con él. Dijo que lo único que echaba de menos de él eran sus perros,
con los que pasaba el rato siempre que estaba en su casa. Luego yo le hablé de Bernie Kosar y de
cómo había aparecido de improviso en el umbral de nuestra puerta después de aquella primera
mañana en el instituto.

Trabajábamos mientras hablábamos. En un determinado momento metí la mano en el horno sin


los guantes y saqué la tartera del bizcocho. Ella me vio hacerlo y me preguntó si estaba bien, yo
fingí haberme hecho daño, sacudiendo la mano como si me hubiera quemado, aunque en realidad
no sentía nada. Fuimos hasta el fregadero y Sarah lo abrió hasta que el agua estuvo tibia para
ayudar con la inexistente quemadura. Cuando ella vio mi mano, yo sólo me encogí de hombros.
Mientras refrigerábamos el bizcocho, me preguntó por mi móvil, y me dijo que había visto que
sólo tenía un número en él. Le dije que era el número de Henri, que perdí mi antiguo teléfono
con todos los contactos. Me preguntó si yo había dejado a una novia atrás cuando nos
trasladamos. Le dije que no, y ella sonrió, lo que estuvo a punto de desmoronarme. Antes de que
terminara la clase, me habló de las próximas celebraciones de Halloween en la ciudad, y dijo que
esperaba verme allí, que tal vez podríamos pasar un rato. Le dije que sí, que sería genial, y fingí
estar tranquilo, aunque por dentro estaba volando.

Cap 11

LAS IMÁGENES VENÍAN A MÍ, DE FORMA ALEATORIA, NORMALMENTE cuando


menos las esperaba. A veces eran pequeñas y fugaces –mi abuela sosteniendo un vaso de agua y
abriendo la boca para decirme algo– aunque nunca supe las palabras porque la imagen se
desvanecía tan rápidamente como había llegado. A veces duraban más, eran más realistas: mi
abuelo meciéndome en un columpio. Podía sentir la fuerza de sus brazos cuando me empujaba,
las mariposas en el fondo de mi estómago cuando me precipitaba hacia abajo. Mi risa
transportada por el viento. Luego la imagen se iba. A veces recordaba explícitamente las
imágenes de mi pasado, recordaba formar parte de ellas. Pero otras veces me eran tan nuevas
como si nunca jamás hubieran sucedido.
En el salón, con Henri pasando el cristal loriano por encima de mis brazos, con mis manos
suspendidas sobre las llamas, podía ver la siguiente: yo era pequeño –tres años, tal vez cuatro–
corriendo por nuestro jardín delantero de césped recién cortado. Junto a mí había un animal con
un cuerpo parecido al de un perro, pero con un pelaje como el de un tigre. Su cabeza era redonda,
su cuerpo cilíndrico descansaba sobre patas cortas. No se parecía a ningún animal que hubiera
visto nunca. Éste se agachó, listo para saltar sobre mí. Yo no podía parar de reír. Entonces saltó y
traté de atraparlo, pero yo era demasiado pequeño y ambos caímos en la hierba. Forcejeamos. Él
era más fuerte que yo. Luego dio un salto en el aire y, en vez de caer de nuevo sobre el suelo
como yo esperaba, se transformó en un ave y salió volando a mi alrededor, cerniéndose en el aire
justo lo bastante alejado de mi alcance. Dio vueltas, luego bajó, se coló por entre mis piernas y
aterrizó a seis metros. Cambió a un animal que se parecía a un mono sin cola y se agachó un
poco para embestirme.

Justo en ese momento se acercó un hombre. Era joven, vestido con un traje de caucho plateado y
azul que se ajustaba a su cuerpo, el tipo de traje que yo había visto que llevaban los pilotos. Él
me habló en un idioma que yo no entendía. Pronunció el nombre de “Hadley” y saludó con la
cabeza al animal. Hadley corrió hacia él, con su forma cambiando de mono a algo más grande,
algo parecido a un oso con la melena de un león. Sus cabezas estaban al mismo nivel, y el
hombre rascó a Hadley bajo el mentón. Entonces mi abuelo salió de la casa. Se veía joven,
aunque yo sabía que debía de tener al menos cincuenta años.

Él le estrechó la mano al hombre. Hablaban pero yo no entendía lo que decían. Luego el hombre
me miró, sonrió, levantó su mano y de repente me despegué del suelo y volé por el aire. Hadley
me siguió de nuevo en forma de pájaro. Yo tenía completo control sobre mi cuerpo, pero el
hombre controlaba adónde iba, moviendo su mano a izquierda o derecha. Hadley y yo jugamos
en el aire, él tratando de hacerme cosquillas con el pico, yo tratando de agarrarlo. Y entonces mis
ojos se abrieron de golpe y la imagen se fue.

–Tu abuelo podía hacerse invisible a voluntad –oí decir a Henri, y cerré de nuevo los ojos. El
cristal continuaba sobre mi brazo, extendiendo la resistencia al fuego al resto de mi cuerpo–. Uno
de los Legados más raros, sólo desarrollado por el uno por ciento de nuestra gente, y él era uno
de ellos. Podía hacerse a sí mismo y a cualquier cosa que tocara desaparecer completamente.
Hubo una vez que él quiso gastarme una broma, antes de que yo conociera cuáles eran sus
Legados. Tú tenías tres años y yo acababa de empezar a trabajar con tu familia. Venía a tu casa
por primera vez desde el día anterior, y cuando subí la cuesta en mi segundo día la casa no
estaba. Había un camino de entrada, un coche y el árbol, pero no la casa. Pensé que estaba
perdiendo la cabeza. Continué pasando aquello de largo. Entonces, cuando supe que me había
alejado demasiado, me volví de nuevo hacia allí. A cierta distancia se encontraba la casa que
antes habría jurado que no estaba allí. Así que empecé a volver andando, pero cuando estuve
bastante cerca la casa desapareció otra vez. Me quedé allí de pie mirando el lugar donde sabía
que debía estar, pero viendo sólo los árboles de detrás del punto exacto. Así que seguí andando.
Sólo a mi tercer día tu abuelo hizo que la casa reapareciera definitivamente. Él no podía parar de
reírse. Nos estuvimos riendo desde ese día y durante el siguiente año y medio, desde entonces
hasta el final.
Cuando abrí los ojos estaba de nuevo en el campo de batalla. Más explosiones, fuego, muerte…

–Tu abuelo era un buen hombre –afirmó Henri–. Le encantaba hacer reír a la gente, le encantaba
contar chistes. No creo que hubiera una sola vez que me fuera a casa sin haberme dolido la
barriga de tanto reírme.

El cielo se había vuelto rojo. Un árbol irrumpió en el aire, lanzado por el hombre vestido de
plateado y azul, el que vi en la casa. El árbol descargó sobre dos de los mogadorianos, y quise
celebrar la victoria. Pero, ¿qué utilidad había en celebrarlo? No importaba cuántos mogadorianos
viera caer, el resultado de aquel día no cambiaría. Los lorianos aún seguirían siendo derrotados,
hasta el último de ellos aniquilado. Yo aún seguiría siendo enviado a la Tierra.

–Ni una sola vez vi al hombre enfadarse. Cuando todos los demás perdían los estribos, cuando
les embargaba la tensión, tu abuelo permanecía tranquilo. Era entonces cuando habitualmente
soltaba sus mejores chascarrillos, y sólo con eso todo el mundo volvía a reír de nuevo.

Las bestias pequeñas fijaban su objetivo en los niños. Éstos estaban indefensos, sosteniendo aún
en las manos las bengalas para la fiesta. Así es cómo estábamos perdiendo: sólo unos cuantos de
los lorianos estaban luchando con las bestias, el resto estaba tratando de salvar a sus hijos.

–Tu abuela era diferente. Ella era callada y reservada, muy inteligente. Tus mayores se
complementaban el uno al otro de esa manera, tu abuelo el desenfadado, y tu abuela trabajando
en la sombra para que todo saliera según lo planeado.

Arriba en el cielo yo podía ver la estela de humo azul de la aeronave que nos traía a la Tierra, nos
traía a nosotros Nueve y a nuestros Cuidadores. Su presencia puso nerviosos a los mogadorianos.

–Y luego estaba Julianne, mi esposa.

Lejos en la distancia hubo una explosión, esta parecía del tipo que procede del despegue de los
cohetes en la Tierra. Otra nave se elevó en el aire, con una estela de fuego tras ella. Lentamente
al principio, luego haciéndose más veloz. Yo estaba confuso. Nuestras naves no utilizaban fuego
para propulsarse; no usaban ni petróleo ni gasolina. Emitían un pequeño rastro de humo azul que
venía de los cristales que empleaban para propulsarse, nunca fuego como aquélla. La segunda
nave era lenta y tosca en comparación con la primera, pero lo hizo: se alzó en el aire ganando
velocidad. Henri nunca había mencionado una segunda nave. ¿Quiénes iban en ella? ¿A dónde se
dirigía? Los mogadorianos gritaban y la señalaban. De nuevo, aquello les causaba ansiedad, y
durante un breve instante los lorianos se levantaron.

–Ella tenía los ojos más verdes que jamás hayas visto, de un verde brillante como el de las
esmeraldas, más un corazón tan grande como el propio planeta. Siempre ayudando a los demás,
constantemente recogiendo animales y quedándoselos como mascotas. Jamás sabré qué fue lo
que vio en mí.

La gran bestia había regresado, la de los ojos rojos y los cuernos enormes. Babas mezcladas con
sangre caían de sus dientes afilados como cuchillas, tan grandes que no le cabían en la boca. El
hombre de plateado y azul estaba de pie justo enfrente de ella. Trató de levantar a la bestia con
sus poderes, y lo consiguió unos pocos metros, pero después ésta forcejeó y no fue más allá. El
hombre la elevó de nuevo. A la duz de las lunas su rostro brillaba con el sudor y la sangre.
Entonces él dobló las manos y la bestia se precipitó hacia un lado. El suelo tembló. Truenos y
relámpagos colmaban el cielo, pero no les acompañaba la lluvia.

–Ella era una dormilona, y yo siempre me despertaba antes que ella. Me sentaba en el estudio y
leía el periódico, hacía el desayuno, daba un paseo… Algunas mañanas volvía y ella aún seguía
durmiendo. Yo estaba impaciente, no podía esperar a empezar el día junto a ella. Me hacía sentir
bien con sólo estar cerca. Entraba y trataba de despertarla. Ella se echaba la manta por encima de
la cabeza y me gruñía. Casi todas las mañanas, siempre lo mismo.

La bestia se sacudía pero el hombre todavía tenía el control. Otros Guardas se le habían unido,
cada uno de ellos utilizando un poder sobre la colosal bestia; una lluvia de fuego y relámpagos
caía sobre ella, rayos láser llegaban desde todas las direcciones. Algunos Guardas estaban
haciendo daño sin ser vistos, permaneciendo alejados de todo y tendiendo abiertas las manos en
suma concentración. Y entonces en lo alto se formó una tormenta colectiva, formándose y
centelleando una gran nube en un cielo por lo demás despejado, con algún tipo de acumulación
de energía en su interior. Todos los Guardas estaban involucrados en ello, ayudando todos a
crear esa neblina cataclísmica. Y entonces un enorme rayo cayó y fulminó a la bestia en donde
estaba tendida. Y allí murió.

–¿Qué podía hacer yo? ¿Qué podía hacer ninguno de nosotros? En total éramos diecinueve en
esa nave. Vosotros, los nueve niños, y nosotros, los nueve Cêpans, elegidos por nada más que el
lugar en el que estábamos aquella noche, y el piloto que nos trajo aquí. Nosotros, los Cêpans, no
podíamos luchar, y ¿qué habría cambiado si hubiésemos podido? Los Cêpans somos burócratas,
es decir, nos ocupábamos de que el planeta siguiera en funcionamiento, de enseñar, de adiestrar a
los nuevos Guardas en entender y manipular sus poderes… Nunca se pretendió que fuéramos
combatientes. No habríamos sido de utilidad. Habríamos muerto como el resto. Todo lo que
podíamos hacer era irnos. Marcharme contigo para vivir y para un día restaurar la gloria del
planeta más bello de todo el universo.

Yo cerré los ojos y cuando los volví a abrir la batalla había terminado. El humo se elevaba desde
la tierra entre la muerte y la agonía. Los árboles destrozados, los bosques arrasados por el fuego,
no quedaba nada en pie que pudiera salvar a los pocos mogadorianos que habían sobrevivido
para contar la historia. El sol salía por el sur y se cernió un pálido resplandor sobre la tierra
estéril bañada de rojo. Montones de cuerpos, no todos intactos, no todos enteros. Sobre uno de
los montones estaba el hombre vestido de plateado y azul, muerto como los demás. No había
marcas perceptibles en su cuerpo, pero no obstante estaba muerto.

Mis ojos se abrieron de golpe. Tenía la boca seca, sedienta.

–Vamos –dijo Henri. Me ayudó a bajarme de la mesa del salón, me guió hasta la cocina y me
acercó una silla.

Empezaba a sentir las lágrimas acudiendo a mis ojos, pero traté de apartarlas parpadeando. Henri
me trajo un vaso de agua y me lo bebí entero de un trago. Le di el vaso y él lo volvió a llenar.
Dejé caer la cabeza, esforzándome en respirar. Me bebí el segundo vaso, luego miré a Henri.

–¿Por qué nunca me hablaste de una segunda nave? –le pregunté.

–¿De qué estás hablando?

–Había una segunda nave –le informé.

–¿Dónde había una segunda nave?

–En Lorien, el día que nos fuimos. Una segunda nave que despegó después de la nuestra.

–Imposible –replicó él.

–¿Por qué es imposible?

–Porque las otras naves fueron destruidas. Lo vi con mis propios ojos. En cuanto tomaron tierra
los mogadorianos arrasaron nuestra flota. Viajamos en la única nave que sobrevivió a su
ofensiva. Fue un milagro que pudiéramos salir de allí.

–Te estoy diciendo que vi una segunda nave. Aunque no era como las otras. Utilizaba
combustible, le seguía una bola de fuego detrás.

Henri me miró más de cerca. Estaba esforzándose por pensar, con el entrecejo fruncido.

–¿Estás seguro, John?

–Sí.

Se echó hacia atrás en la silla y miró al exterior a través de la ventana. Bernie Kosar estaba en el
suelo, mirándonos fijamente a los dos.

–Salió de Lorien –indiqué–. La vi durante todo el trayecto hasta que desapareció.

–Eso no tiene sentido –repuso Henri–. No veo cómo pudo ser posible. Allí no quedó nada.

–Había una segunda nave.

Nos quedamos un buen rato en silencio, sentados uno frente al otro.

–¿Henri?

–¿Sí?

–¿Qué iba en esa nave?


Él fijó en mí su mirada.

–No lo sé –reconoció–. Realmente no lo sé.

Estábamos sentados en el salón, con un fuego en la chimenea y Bernie Kosar sobre mi regazo.
Un chispazo aislado de uno de los troncos rompió el silencio.

–¡Enciéndete! –ordené, y chasqueé los dedos.

Mi mano derecha se iluminó, no tan resplandeciente como la había visto antes, pero casi. En el
corto periodo de tiempo que Henri había empezado a entrenarme, había aprendido a controlar el
resplandor. Podía concentrarlo, haciéndolo más grande, como la luz de una casa, o reducirlo y
enfocarlo, como una linterna. Mi habilidad para manipularlo estaba llegando más rápidamente de
lo que esperaba. La mano izquierda aún era más débil que la derecha, pero estaba mejorando.
Chasqueé los dedos y dije "Enciéndete" sólo para fanfarronear, pues no necesitaba hacer nada
para controlar la luz, o para hacer que apareciera. Simplemente venía de dentro, con tan poco
esfuerzo como mover los dedos o parpadear.

–¿Cuándo piensas que se desarrollarán los demás Legados? –pregunté.

Henri levantó la mirada del periódico.

–Pronto –aseguró–. El siguiente debería empezar dentro de un mes, cualquiera que sea éste. Sólo
tienes que mantenerte pegado al reloj. No todos los poderes van a ser tan evidentes como el de
tus manos.

–¿Cuánto tardarán en llegar todos?

Él se encogió de hombros.

–A veces se completan todos en dos meses, a veces lleva un año. Varía de un Guarda a otro. Pero
lleve el tiempo que lleve, tu Legado más importante será el último en desarrollarse.

Cerré los ojos y me eché hacia atrás en el sillón. Pensé en mi Legado mayor, el que me permitiría
luchar. No estaba seguro de qué quería que fuese. ¿Rayos láser? ¿Control mental? ¿La habilidad
de manipular el clima, como había visto hacer al hombre vestido de plata y azul? ¿O quería algo
más oscuro, más siniestro, como la habilidad para matar sin tocar?

Le pasé la mano por el lomo a Bernie Kosar. Miré a Henri. Llevaba un gorro de dormir y unas
gafas en la punta de la nariz como una rata en un cuento infantil.

–¿Por qué estábamos en el campo de aviación ese día? –le pregunté.


–Estábamos allí por un espectáculo aéreo. Después de que terminara hicimos una visita a algunas
de las naves.

–¿De verdad fue esa la única razón?

Él se volvió hacia mí y asintió con la cabeza. Tragó visiblemente y eso me hizo pensar que me
estaba ocultando algo.

–Bueno, ¿cómo fue decidir que nos íbamos? –inquirí–. Me refiero a que seguramente un plan
como ese no necesitó más de unos cuantos minutos para tomarse, ¿no es así?

–No lo decidimos hasta tres horas después de empezar la invasión. ¿No te acuerdas de nada?

–De muy poco.

–Nos encontramos con tu abuelo en la estatua de Pittacus. Él te confió a mí y me dijo que te


llevara al aeródromo, que esa era nuestra única oportunidad. Había un complejo subterráneo bajo
el campo de despegue. Él dijo que siempre había habido un plan de emergencia en caso de que
sucediera algo de tal naturaleza, pero nunca había sido tomado en serio porque la amenaza de un
ataque parecía absurda. Al igual que sucede aquí, en la Tierra. Si fueras ahora a contarle a
cualquier humano que hay una amenaza de ataque alienígena, bueno, se reirían de ti. No era
diferente en Lorien. Le pregunté cómo sabía lo del plan y él no contestó, sólo sonrió y se
despidió. Tenía sentido que nadie supera realmente acerca del plan, o que sólo unos pocos lo
hicieran.

Yo asentí con la cabeza.

–Y simplemente así, ¿se os ocurrió el plan de venir a la Tierra?

–Por supuesto que no. Uno de los Mayores del planeta se reunió con nosotros en el campo de
vuelo. Fue él quien lanzó el hechizo loriano que marcó vuestros tobillos y os vinculó a todos, y
os dio a cada uno un talismán. Dijo que erais niños especiales, niños bienaventurados, lo que
asumí se refería a que teníais una oportunidad para escapar. Originalmente planeamos alejarnos
con la nave y esperar fuera de la invasión, esperar a que nuestra gente respondiera a la batalla y
ganase. Pero eso nunca sucedió… –Fue apagándose al hablar. Luego suspiró–. Permanecimos en
órbita durante una semana. Ese tiempo fue el que les llevó a los mogadorianos despojar a Lorien
de todo. Después de hacerse bastante obvio que no habría vuelta atrás, pusimos rumbo a la
Tierra.

–¿Por qué no lanzó él un hechizo para que ninguno de nosotros pudiera ser asesinado, sin
importar lo de los números?

–Simplemente no se puede todo, John. De lo que tú estás hablando es de invencibilidad. Eso no


es posible.

Yo asentí con la cabeza. El hechizo solo no podía con todo. Si uno de los mogadorianos trataba
de asesinarnos fuera del orden, cualquiera que fuese el daño que intentase, éste se invertiría y se
infligiría sobre él. Si uno de ellos intentase dispararme en la cabeza, la bala atravesaría la suya.
Pero ya no. Ahora si me atrapaban, yo moriría.

Me quedé sentado en silencio durante un rato pensando en todo aquello. El aeródromo. El


solitario Mayor de Lorien que nos lanzó el hechizo, Lóridas, ahora muerto. Los Mayores fueron
los primeros habitantes de Lorien, aquellos que lo hicieron lo que era. Al principio había diez de
ellos, y contenían todos los Legados en su interior. Tan viejos, de hacía tanto tiempo, que
parecían más un mito que nada basado en la realidad. Aparte de Lóridas, nadie supo lo que había
sido del resto de ellos, o si estaban muertos.

Intenté recordar cómo fue orbitar alrededor del planeta esperando a ver si podíamos regresar,
pero no me acordaba de nada de aquello. Podía recordar pequeñas partes del viaje. El interior de
la nave en la que viajábamos era circular y abierto, aparte de los dos aseos que tenían puertas.
Había camastros contra un lateral; el otro lado estaba dedicado al ejercicio y a juegos para evitar
que nos sintiéramos demasiado inquietos. No podía acordarme del aspecto de los demás. No
podía recordar los juegos a los que jugábamos. Recordaba estar aburrido, un año entero pasado
dentro de una nave con los otros diecisiete. Había un peluche con el que dormía por las noches, y
aunque estaba seguro de que mi memoria me engañaba, parecía recordar que el animal jugaba
conmigo.

–¿Henri?

–¿Sí?

–Sigo teniendo visiones de un hombre vestido con un traje de color plateado y azul. Lo vi en
nuestra casa, y en el campo de batalla. Podía controlar el clima. Y luego lo vi morir.

Henri asintió.

–Cada vez que viajes hacia atrás en el tiempo sólo verás esas escenas que son de relevancia para
ti.

–Él era mi padre, ¿no es así?

–Sí –confirmó él–. Se suponía que no tenía por qué venir mucho, pero de todos modos lo hacía.
Venía mucho por casa.

Suspiré. Mi padre había luchado valientemente, matando a bestias y a muchos de los soldados.
Pero al final no había sido suficiente.

–¿De verdad tenemos una oportunidad de vencer?

–¿A qué te refieres?

–Nos vencieron con tanta facilidad. ¿Qué esperanza hay de un resultado diferente si nos
encuentran? Incluso cuando todos hayamos desarrollado nuestros poderes, y cuando nos
reunamos y estemos preparados para luchar, ¿qué esperanza tenemos contra cosas como esas?

–¿Esperanza? –repitió–. Siempre hay esperanza, John. Todavía tienen que presentarse nuevos
acontecimientos. No tenemos toda la información. No. No pierdas la esperanza aún. Es lo último
que se pierde. Cuando hayas perdido la esperanza, lo habrás perdido todo. Y aun cuando creas
que todo está perdido, cuando todo sea horrible y lóbrego, siempre habrá esperanza.

Cap 12
HENRI Y YO FUIMOS A LA CIUDAD EL SÁBADO POR LA CABALGATA DE Halloween,
casi dos semanas después de llegar a Paradise. Creo que la soledad estaba pudiendo con
nosotros. No es que no estuviéramos acostumbrados a la soledad. Lo estábamos. Pero la soledad
en Ohio era diferente de la de la mayoría de los demás lugares. Había un cierto silencio en ella,
una cierta incomunicación.

Era un día frío, salía el sol intermitentemente a través de densas nubes blancas que se deslizaban
allá en lo alto. La ciudad bullía de gente. Todos los niños iban disfrazados. Le habíamos
comprado una correa a Bernie Kosar, que llevaba una capa de Superman tendida sobre el lomo,
con una gran “S” sobre su pecho. Él no parecía nada impresionado por ello. Tampoco era el
único perro vestido de superhéroe.

Henri y yo estábamos en la acera, enfrente de El Oso Hambriento, la cafetería que estaba a poca
distancia de la rotonda en el centro de la ciudad, para ver el desfile. En su ventana principal de la
fachada había pegado un artículo de La Gaceta sobre Mark James. En la foto salía él de pie sobre
la línea de la yarda cincuenta en el medio campo, con su cazadora del equipo, los brazos
cruzados, su pie derecho descansando en lo alto de un balón y una irónica sonrisa de
superioridad. Hasta yo tuve que admitir que se le veía imponente.

Henri me vio mirando el periódico.

–Ese es tu amigo, ¿no? –me preguntó con una sonrisa. Henri ya sabía la historia, desde la cuasi
pelea al estiércol de vaca o mi flechazo por su ex-novia. Desde que supo de toda esta
información él sólo se refería a Mark como mi “amigo”.

–Mi mejor amigo –le corregí.

Justo en ese momento empezó a tocar la banda de música. Iba en la cabecera de la cabalgata,
seguida de varias carrozas con el tema de Halloween, de las cuales una llevaba a Mark y a unos
cuantos de los jugadores del equipo de rugby. A algunos los reconocí de clase, a otro no. Ellos
tiraban puñados caramelos a los niños. Entonces Mark me divisó y le dio con el codo al tipo que
estaba a su lado, Kevin, el chico al que di el rodillazo en la ingle en la cafetería. Mark me señaló
y le dijo algo. Los dos soltaron sendas carcajadas.

–¿Ese es él? –preguntó Henri.

–Ese es.
–Parece un capullo.

–Ya te digo…

Luego vinieron las animadoras, a pie, todas de uniforme, con el pelo recogido hacia atrás,
sonriendo y saludando con la mano al público.

Sarah iba junto a ellas, haciéndoles fotografías. Las sacaba en movimiento, mientras saltaban
haciendo sus coreografías. A pesar del hecho de que llevara pantalones vaqueros y nada de
maquillaje, ella era con mucho más guapa que ninguna de ellas. En el instituto habíamos estado
mirándonos cada vez más, y yo no podía dejar de pensar en ella. Henri me vio mirándola.

Luego se volvió de nuevo hacia la cabalgata.

–Esa es ella, ¿eh?

–Esa es ella.

Ella me vio y me saludó con la mano, luego señaló la cámara como diciendo que luego vendría
pero que antes quería hacer unas fotos. Yo sonreí y asentí con la cabeza.

–Bueno –dijo Henri–, desde luego puedo ver el atractivo.

Vimos la cabalgata. El alcalde de Paredise también pasó sentado en la parte de atrás de un


descapotable rojo. Él también tiró más caramelos a los niños. Habría muchos niños hiperactivos
hoy, pensé.

Sentí un toquecito en mi hombro y me di la vuelta.

–Sam Goode. ¿Qué hay?

Él se encogió de hombros.

–Nada. ¿Y tú, qué tal?

–Viendo la cabalgata. Este es mi padre, Henri.

Ellos se dieron la mano y Henri dijo:

–John me ha hablado mucho de ti.

–¿De verdad? –preguntó Sam con una sonrisa torcida.

–De verdad –respondió Henri. Luego hizo una pausa de un minuto y se le formó una sonrisa–.
¿Sabes? He estado leyendo. Puede que ya lo hayas oído pero… ¿Sabías que los alienígenas son
la razón de que tengamos tormentas eléctricas? Ellos las crean para entrar en nuestro planeta
pasando inadvertidos. La tormenta, una distracción, y los relámpagos que ves en realidad vienen
de las naves espaciales que entran en la atmósfera terrestre.

Sam sonrió y se rascó la cabeza.

–¡Venga ya! –dijo.

–Es lo que he oído –replicó Henri, encogiéndose de hombros.

–Está bien –concedió Sam, más que dispuesto a hacerle el favor a Henry–. Bueno, ¿sabe que los
dinosaurios no se extinguieron en realidad? Los extraterrestres estaban tan fascinados por ellos
que decidieron recogerlos a todos y llevárselos a su propio planeta.

–No sabía eso –dijo Henri, negando con la cabeza–. ¿Sabías que el monstruo del Lago Ness era
en realidad un animal del planeta Trafalgra? Ellos lo trajeron aquí como experimento, para ver si
podía sobrevivir, y lo hizo. Pero cuando fue descubierto los extraterrestres se lo llevaron de
nuevo, es por eso que nunca más fue encontrado de nuevo.

Yo me eché a reír, no por la teoría, sino por el nombre de Trafalgra. No había ningún planeta
llamado Trafalgra y me preguntaba si Henri se lo había inventado sobre la marcha.

–¿Sabía que las pirámides de Egipto fueron construidas por los alienígenas?

–Eso he oído –contestó Henri, sonriendo. Eso le divirtió bastante porque, aunque las pirámides
en realidad no fueron construidas por los alienígenas, sí que fueron levantadas utilizando
conocimientos de Lorien y con ayuda de Lorien–. ¿Sabías que se supone que el final del mundo
es el 21 de diciembre de 2012?

Sam asintió y sonrió.

–Sí, lo he oído. La supuesta fecha de caducidad de la Tierra, el final del calendario Maya.

–¿Fecha de caducidad? –me metí en la conversación–. ¿Cómo el “consumir preferentemente


antes de” impresa en los cartones de leche? ¿La Tierra va a cortarse?

Me reí de mi propio chiste, pero Sam y Henri no me prestaron atención. Luego Sam dijo:

–¿Sabías que los círculos en los campos de cultivo eran originariamente herramientas de
navegación para la raza alienígena de los Agharian? Pero fue hace miles de años. Hoy sólo las
hacen los granjeros aburridos.

Me eché a reír otra vez. Tenía ganas de preguntar qué tipo de gente se inventaba las
conspiraciones alienígenas si eran los granjeros aburridos los que hacían los círculos en los
campos de cultivo, pero no lo hice.
–¿Qué hay de los Centuri? –preguntó Henri–. ¿Los conoces?

Sam negó con la cabeza.

–Son una raza alienígena que vive en el núcleo de la Tierra. Es una raza beligerante, en constante
discordia unos con otros, y cuando tienen guerras civiles la superficie de la Tierra se vuelve
inestable. Es por eso que ocurren cosas tales como los terremotos y las erupciones volcánicas.
¿El tsunami de 2004? Todo porque la hija del rey de los Centuri desapareció.

–¿La encontraron? –pregunté yo.

Henri negó con la cabeza, me miró a mí y luego a Sam de nuevo, que aún estaba sonriendo con
el juego.

–Nunca la encontraron. Las teorías cuentan que ella es capaz de cambiar de forma y que vive en
algún lugar de Sudamérica.

La teoría de Henri era tan buena que pensé que no había forma de que se la hubiera inventado tan
rápidamente. Me quedé allí plantado, de verdad considerándolo, aunque nunca había oído de
alienígenas llamados Centuri y aunque me constaba que no vivía nada en el núcleo de la Tierra.

–¿Sabía que…? –Sam hizo una pausa. Pensaba que Henri lo tenía perplejo, y tan pronto como
esa idea saltó a mi cabeza Sam dijo algo tan estremecedor que me atravesó una oleada de terror–.
¿Sabía que los mogadorianos están de exploración en pos de la dominación universal, y que ya
han acabado con un planeta y están planeando que la siguiente sea la Tierra? Ellos están aquí
buscando la debilidad de los seres humanos para poder aprovecharla cuando comience la
ofensiva.

Yo me quedé con la boca abierta y Henri se quedó mirando fijamente a Sam, estupefacto. Su
mano se tensó alrededor de su café hasta tal punto que temí que si apretaba más estrujaría el
vaso. Sam echó un vistazo a Henri, luego a mí.

–Parece que hubierais visto un fantasma. ¿Eso quiere decir que gano?

–¿Dóndes has oído eso? –pregunté. Henri me miró con tanta ferocidad que deseé haber
continuado en silencio.

–De “Caminan entre Nosotros”.

Henri todavía no sabía cómo responder. Abrió la boca para hablar pero no salió nada de ella.
Luego una mujer menuda de pie junto a Sam interrumpió.

–Sam –le llamó ella. Él se dio la vuelta y la miró–. ¿Dónde te has metido?

–He estado justo aquí –contestó, encogiéndose de hombros.


Ella suspiró y luego dijo a Henri:

–Hola, soy la madre de Sam.

–Henri –se presentó éste, y le dio la mano–. Encantado de conocerla.

Ella abrió los ojos sorprendida. Algo en el acento de Henri la había entusiasmado.

–Ah bon! Vous parlez français? C´est super! J´ai personne avec qui je peux parler français
depuis long-tems*.

(*En francés: "¡Oh, bueno! ¿Habla usted francés? ¡Es formidable! Tengo a alguien con quien
puedo hablar francés después de mucho tiempo.")

Henri sonrió.

–Lo siento. En realidad no hablo francés. Aunque sé que mi acento suena de esa manera.

–¿No? –Ella estaba desilusionada–. Diablos, ya pensaba que por fin había llegado algo de
dignidad a la ciudad.

Sam la miró y puso los ojos en blanco.

–Está bien. Sam, pongámonos en marcha –ordenó ella.

Él se encogió de hombros.

–¿Vais a ir al parque y a la carroza alegórica?

Miré a Henri, luego a Sam.

–Sí, claro –contesté–. ¿Tú vas?

Él se encogió de hombros.

–Bien, trata de venir a encontrarte con nosotros si puedes –le dije.

Él sonrió y asintió.

–Okey, guay.

–Hora de irse, Sam. Y puede que no puedas ir a la carroza alegórica. Necesito que me ayudes en
casa –le replicó su madre. Él empezó a decir algo pero ella se alejó.
–Una mujer muy agradable –dijo Henri con sarcasmo.

–¿Cómo te inventaste todo eso? –pregunté.

El gentío empezó a migrar hacia Main Street, lejos de la rotonda. Henri y yo los seguimos hasta
el parque, donde se estaba sirviendo sidra y viandas.

–Miente durante bastante tiempo y empezarás a acostumbrarte a ello.

Asentí con la cabeza.

–Entonces, ¿qué piensas?

Él tomó una gran bocanada de aire y luego exhaló. La temperatura era lo bastante baja para que
pudiera ver su respiración.

–No tengo ni idea. No sé qué pensar a estas alturas. Me ha pillado con la guardia baja.

–Nos ha pillado con la guardia baja a los dos.

–Vamos a tener que examinar la publicación de la que él saca su información, averiguar quién lo
escribe y dónde está siendo escrito.

Él me miró con expectación.

–¿Qué?

–Vas a tener que conseguir un ejemplar –me dijo.

–Lo haré –le confirmé–. Pero aun así, no tiene sentido. ¿Cómo podría nadie saber eso?

–Está siendo filtrado desde algún sitio.

–¿Piensas que es uno de nosotros?

–No.

–¿Piensas que son ellos?

–Podría ser. Nunca he pensado en revisar los periodicuchos de teorías conspiranoicas. Tal vez
ellos piensan que los leemos y pueden combatirnos al filtrar información como esa. Es decir… –
Él hizo una pausa para pensarlo durante un minuto–. Demonios, John, no lo sé. Pero tenemos que
investigarlo. No es una coincidencia, eso seguro.
Caminamos en silencio, aún un poco aturdidos, dándole vueltas en la cabeza a las posibles
explicaciones. Bernie Kosar iba al trote entre nosotros, con la lengua colgando, su capa
cayéndole por un lado y arrastrándola por la acera. Tuvo mucho éxito entre los niños y muchos
de ellos se paraban a acariciarlo.

El parque estaba situado en la zona sur de la ciudad. En la linde, a lo lejos había dos lagos
contiguos separados por una estrecha franja de tierra que llevaba al interior del bosque, más allá
de éstos. El parque en sí estaba compuesto por tres campos de béisbol, una plaza de recreo y una
gran carpa donde voluntarios servían sidra y trozos de pastel de calabaza. A cierta distancia había
tres carros de heno a un lateral del camino de gravilla, en los que un gran letrero rezaba:

¡DATE UN SUSTO DE MUERTE!


LAS EMBRUJADAS CARROZAS ALEGÓRICAS DE HALLOWEEN
AL EMPEZAR EL OCASO
5$ PERSONA

El camino pasaba de la grava a la tierra antes de llegar al bosque, la entrada a éste estaba
decorada con recortables de caricaturas de fantasmas y duendes. Parecía que las carrozas
embrujadas hacían un recorrido por el bosque. Miré a mi alrededor buscando a Sarah, pero no la
vi por ninguna parte. Me pregunté si vendría a esto.

Henri y yo entramos a la carpa. Las animadoras estaban a cierta distancia en un lateral, algunas
de ellas pintándoles la cara a los niños con motivos de Halloween, otras vendiendo papeletas
para la rifa que tendría lugar a las seis de la tarde.

–Hola, John –oí decir detrás de mí. Me di la vuelta y allí estaba Sarah, sosteniendo su cámara–.
¿Qué te ha parecido la cabalgata?

Yo le sonreí y me metí las manos en los bolsillos. Había un pequeño fantasma pintado sobre su
mejilla.

–¡Eh! ¿Qué hay? –saludé–. Me gustó. Creo que me estoy acostumbrando al encanto del Ohio
provinciano.

–¿Provinciano? Quieres decir aburrido, ¿verdad?

Me encogí de hombros.

–No sé, no está mal.

–¡Eh, es el pequeñín del instituto! Me acuerdo de ti –saludó ella, agachándose para acariciar a
Bernie Kosar.

Él meneó la cola como un loco, saltó y le lamió la cara. Sara se echó a reír. Miré por encima de
mi hombro, Henri estaba a unos seis metros, hablando con la madre de Sarah en una de las mesas
de picnic. Tenía curiosidad por saber de qué estaban hablando.
–Creo que le gustas. Se llama Bernie Kosar.

–¿Bernie Kosar? Ese no es nombre para un perrito adorable. Mira esta capa. Es, tan…, tan mono.

–¿Sabes? Si sigues así voy a estar celoso de mi propio perro –le dije.

Ella sonrió y se enderezó.

–Entonces, ¿vas a comprarme una papeleta para la rifa o qué? Es para reconstruir un albergue de
animales sin ánimo de lucro que quedó destruido en un incendio el mes pasado en Colorado.

–¿De verdad? ¿Cómo sabe una chica de Paradise, Ohio, de un refugio para animales de
Colorado?

–Pertenecía a mi tía. Convencí a las chicas del equipo de animadoras para que participaran.
Vamos a hacer un viaje y a ayudar en la reconstrucción. Ayudaremos con los animales y
saldremos del instituto y de Ohio durante una semana. Es una situación en la que ganamos todos.

Me imaginé a Sarah con casco y blandiendo un martillo. La idea me trajo una sonrisa a la cara.

–Entonces, ¿estás diciendo que tengo que ocuparme solo de la cocina durante toda una semana?
–Yo fingí un suspiro exasperado y negué con la cabeza–. No sé si puedo apoyar tal viaje ahora,
ni siquiera aunque sea por los animales.

Ella se echó a reír y me dio un golpecito en el brazo. Saqué mi cartera y le entregué cinco dólares
para seis boletos.

–Estos seis te traerán suerte –aseguró ella.

–¿Me la traerán?

–Por supuesto. Me las has comprado a mí, tonto.

Justo en ese momento, sobre el hombro de Sarah, vi a Mark y al resto de los chicos bajando de la
carroza y entrando en la carpa.

–¿Vas a ir al paseo de carrozas embrujadas? –preguntó Sarah.

–Sí, estaba pensando en ello.

–Deberías ir, es divertido. Todo el mundo irá. Y de verdad que da bastante miedo.

Mark nos vio a Sarah y a mí hablando y arrugó su rostro con un ceño fruncido. Se encaminó en
nuestra dirección. Con el mismo conjunto de siempre: la cazadora del equipo del instituto,
pantalones vaqueros azules y pelo engominado.
–Entonces, ¿tú vas a ir? –le pregunté a Sarah.

Antes de que ella pudiera responder Mark interrumpió.

–¿Qué te pareció la cabalgata, Johnny? –preguntó él.

Rápidamente Sarah se volvió y lo fulminó con la mirada.

–Me gustó mucho –respondí.

–¿Vas a ir a la carroza embrujada esta noche, o te asusta demasiado?

Yo le sonreí.

–De hecho, en realidad voy a ir.

–¿Te dará un ataque como en el instituto y saldrás corriendo del bosque llorando como una
nenaza?

–No seas imbécil, Mark –le amonestó Sarah.

Él me miraba, enfurecido. Con la multitud que nos rodeaba no había nada que él pudiera hacer
sin formar una escena… Y yo no creía que él hiciera nada de todas formas.

–Todo a su debido tiempo –sugirió Mark.

–¿Tú crees?

–Y el tuyo se acerca –sentenció.

–Puede que eso sea verdad –le dije–. Pero no se acerca por ti.

–¡Basta ya! –gritó Sarah.

Ella se abrió camino entre nosotros, apartándonos el uno del otro. La gente estaba mirando. Ella
miró a un lado y a otro como si se sintiera avergonzada por la atención, luego le echó un vistazo
primero a Mark con el ceño fruncido, después a mí.

–Está bien, chicos. Pelearos si eso es lo que queréis hacer. Buena suerte con eso –espetó Sarah, y
se dio media vuelta y se alejó.

Yo la contemplé marcharse. Mark no.

–¡Sarah! –la llamé, pero ella siguió andando y desapareció más allá de la carpa.
–Pronto –me advirtió Mark.

Yo le devolví la mirada.

–Lo dudo.

Él se retiró a su grupo de amigos. Henri se acercó a mí.

–No creo que estuviera preguntándote por los deberes de matemáticas de ayer.

–No exactamente –respondí.

–Yo no me preocuparía por él –sugirió Henri–. Parece que sólo es un bocazas.

–Yo no lo creo –disentí, y luego eché una ojeada al lugar por el que había desaparecido Sarah–.
¿Debería ir tras ella? –le pregunté, y lo miré alegando a la parte de él que una vez estuvo casado
y enamorado, esa parte que aún echaba de menos a su esposa cada día, y no a la parte de él que
quería mantenerme a salvo y oculto.

Él asintió con la cabeza.

–Sí –dijo con un suspiro–. Tanto como me cuesta admitirlo, es muy probable que debieras ir tras
ella.

Cap 13

NIÑOS CORRIENDO, GRITANDO, EN LOS TOBOGANES Y EN LAS estructuras para


trepar. Cada niño con una bolsa de caramelos en su mano, con la boca rellena de dulces. Niños
vestidos de personajes de dibujos animados, monstruos, demonios y fantasmas. Cada vecino de
Paradise debía de estar en el parque en ese momento. Y en medio de toda esa locura vi a Sarah,
sentada sola, empujándose suavemente en un columpio.

Zigzagueé a través de gritos y chillidos. Cuando Sarah me vio sonrió, con esos grandes ojos
azules suyos brillando como un faro.

–¿Necesitas un empujoncito? –pregunté.

Ella hizo una señal hacia el columpio que estaba libre a su lado y yo me senté.

–¿Estás bien? –pregunté.

–Sí. Estoy bien. Es sólo que él me agota. Siempre tiene que hacerse el duro y es un auténtico
canalla cuando está cerca de sus amigos.

Ella giró sobre su columpio hasta que las cadenas estuvieron tirantes, luego levantó los pies y
éste se desenrolló girando como un trompo, lentamente al principio, tomando velocidad después.
Sarah se rió todo el tiempo, con su cabello rubio dejando una estela detrás de ella. Yo hice lo
mismo. Cuando el columpio finalmente se detuvo el mundo me seguía dando vueltas.

–¿Dónde está Bernie Kosar?

–Lo dejé con Henri –le respondí.

–¿Tu padre?

–Sí, mi padre. –Yo hacía eso constantemente, llamar a Henri por su nombre cuando debería estar
llamándolo “papá”.

La temperatura estaba descendiendo rápidamente, y los nudillos de mis manos estaban blancos
sobre la cadena del columpio, lo que las ponía aún más frías. Observamos a los niños correr
frenéticamente a nuestro alrededor. Sarah me miró y sus ojos parecieron más azules que nunca
con la caída del atardecer. Nos mantuvimos la mirada largamente, cada uno de nosotros sólo
mirando al otro, aunque no se dijo una palabra pasó mucho entre nosotros. Parecía que los niños
se desdibujaban en un segundo plano. Entonces ella sonrió tímidamente y apartó la mirada.

–Entonces, ¿qué vas a hacer? –le pregunté.

–¿Sobre qué?

–Sobre Mark.

Ella se encogió de hombros.

–¿Qué puedo hacer? Ya rompí con él. Sigo diciéndole que no tengo interés en que volvamos a
estar juntos.

Yo asentí. No estaba seguro de cómo responder a eso.

–Pero de todos modos, probablemente debería intentar vender el resto de estas papeletas. Sólo
queda una hora para la rifa.

–¿Quieres que te ayude?

–No, está bien. Deberías ir a pasártelo bien. Seguramente Bernie Kosar tiene que estar echándote
de menos. Pero definitivamente deberías quedarte para la carroza. ¿Podríamos ir juntos?

–Iremos –le confirmé. La felicidad florecía en mi interior, pero traté de mantenerlo escondido.

–Te veo en un ratito entonces.

–Buena suerte con las papeletas.


Ella extendió la mano y agarró la mía y la sostuvo durante tres buenos segundos. Luego la soltó,
se bajó del columpio y se alejó rápidamente. Me quedé sentado allí, meciéndome suavemente,
disfrutando del viento fresco que no había sentido en mucho tiempo, puesto que habíamos
pasado el último invierno en Florida, y el anterior a ese en el sur de Texas. Cuando me dirigí de
nuevo a la carpa Henri estaba sentado en una mesa de picnic, comiendo un trozo de tarta con
Bernie Kosar echado a sus pies.

–¿Cómo ha ido?

–Bien –respondí con una sonrisa.

Desde algún lugar se lanzaron fuegos artificiales y estallaron naranjas y azules en el cielo.
Aquello hizo que pensara en Lorien y en los fuegos artificiales que vi el día de la invasión.

–¿Has pensado algo más de la segunda nave que vi?

Henri miró a nuestro alrededor para asegurarse de que no había nadie que pudiera escucharnos.
Teníamos la mesa de picnic para nosotros solos, situada en la esquina más apartada del gentío.

–Un poco. Pero aún no tengo idea de lo que significa.

–¿Crees que podría haber viajado hasta aquí?

–No. No sería posible. Si funcionaba con combustible, como dices, no habría sido capaz de
viajar hasta tan lejos sin repostar.

Me quedé allí sentado durante un momento.

–Ojalá hubiera podido.

–¿Hubiera podido el qué?

–Viajar hasta aquí, con nosotros.

–Es una bonita idea –dijo Henri.

Pasó una hora más o menos y vi a todos los jugadores de rugby, con Mark al frente, atravesar
andando la hierba. Iban disfrazados de momias, zombis, fantasmas… Veinticinco en total. Se
sentaron en las gradas del campo de béisbol más cercano, y las animadoras que estaban pintando
a los niños empezaron a maquillarlos para completar el disfraz de Mark y sus amigos. Fue sólo
entonces cuando me di cuenta de que los jugadores de rugby serían los que se ocuparan de meter
miedo en la carroza embrujada, los que nos esperarían en el bosque.

–¿Ves eso? –le pregunté a Henri.


Henri los miró y asintió, luego agarró su café y tomó un largo trago.

–¿Aún crees que deberías ir a la cabalgata? –preguntó.

–No. Pero voy a ir de todas formas.

–Me lo imaginaba.

Mark iba vestido de una especie de zombi, con ropa hecha jirones, con maquillaje negro y gris en
la cara y manchurrones al azar de rojo para simular sangre. Cuando su disfraz estuvo completo,
Sarah se acercó caminando a él y le dijo algo. La voz de él se hizo más elevada pero no pude oír
lo que estaba diciendo. Sus movimientos eran impetuosos y hablaba tan rápido que podía ver que
tropezaba con sus propias palabras. Sarah se cruzó de brazos y negó con la cabeza. El cuerpo de
él se tensó. Yo me puse en pie, pero Henri me agarró del brazo.

–No lo hagas –me aconsejó–. Él simplemente la está alejando más.

Los miraba y deseé con todas mis fuerzas poder oír lo que estaban diciendo, pero había
demasiados niños gritando a nuestro alrededor para concentrarme en ellos. Cuando el griterío
paró los dos estaban parados mirándose uno al otro, con un hiriente ceño fruncido en la cara de
Mark y una sonrisa incrédula en la de Sarah. Luego ella negó con la cabeza y se alejó.

Miré a Henri.

–¿Qué debería hacer yo ahora?

–Nada de nada.

Mark volvió con sus amigos, con la cabeza baja y frunciendo el ceño. Varios de ellos miraron en
mi dirección. Aparecieron sonrisitas de suficiencia. Luego empezaron a encaminarse hacia el
bosque. Con paso metódico veinticinco tíos disfrazados desvaneciéndose a lo lejos.

Para matar el tiempo volví al centro de la ciudad con Henri y cenamos en El Oso Hambriento.
Cuando regresamos el sol se había puesto y el primer remolque ya había sido preparado con los
montones de heno y un tractor verde lo remolcaba hasta el bosque. La afluencia de público había
decaído considerablemente y aquellos que quedaban eran en su mayoría estudiantes de instituto y
los adultos más animados, lo que en total sería un centenar más o menos de personas. Busqué a
Sarah entre ellos, pero no la vi. El siguiente remolque se iba en diez minutos. Según el folleto la
vuelta entera duraba media hora, el tractor iba a atravesar el bosque lentamente, acrecentando la
expectación, y luego se detendría y los viajeros bajarían y seguirían un sendero diferente,
momento en el cual empezarían los sustos.

Henri y yo estábamos bajo la carpa y volví a escudriñar la fila de gente que esperaba su turno.
Todavía no la veía. Justo en ese momento me vibró el móvil en el bolsillo. No podía recordar la
última vez que sonaba mi teléfono sin que fuera Henri llamándome. La identificación de llamada
indicaba SARAH HART. La excitación y el nerviosismo se apoderaron de mi interior.

–¿Diga? –contesté.

–¿John?

–Sí.

–Hola, soy Sarah. ¿Aún estás en el parque? –Ella sonaba como si llamarme fuera normal, como
si yo no debiera extrañarme de que ella ya tuviera mi número a pesar de que nunca se lo había
dado.

–Sí.

–¡Genial! Volveré allí en unos cinco minutos. ¿Ha empezado el recorrido?

–Sí, hace un par de minutos.

–Todavía no has ido, ¿no?

–No.

–¡Oh, bien! Espera para que podamos ir juntos.

–Sí, desde luego –dije–. El segundo acaba de salir ahora.

–Perfecto. Estaré allí a tiempo para el tercero.

–Te veo entonces.

Colgué con una sonrisa enorme en la cara.

–Ten cuidado ahí afuera –me advirtió Henri.

–Lo tendré. –Luego hice una pausa y traté de poner ligereza en mi voz–. No tienes que quedarte.
Estoy seguro de que puedo conseguir llegar a casa.

–Estoy dispuesto a quedarme y vivir en esta ciudad, John. Incluso cuando es probable que sea
más inteligente que nos fuéramos, dados los acontecimientos ya acaecidos. Pero vas a tener que
llegar a un acuerdo conmigo en algunas cosas. Y esta es una de ellas. Me ha gustado poco la
mirada que te han echado antes esos chicos.

Asentí.
–Estaré bien –le aseguré.

–Estoy seguro de que lo estarás, pero sólo por si acaso voy a quedarme justo aquí esperando.

Suspiré.

–Bien.

Sarah apareció cinco minutos después con una amiga bastante bonita a la que ya había visto
antes pero que nunca me habían presentado. Ella se había cambiado y llevaba unos vaqueros, un
jersey de lana y una chaqueta negra. Se había borrado el dibujo del fantasma que tenía en la
mejilla derecha y llevaba el pelo suelto, cayendo por debajo de los hombros.

–¿Qué hay? –saludó.

–Hola.

Ella me rodeó con sus brazos en un abrazo indeciso. Pude oler su perfume emanado de su cuello.
Después se soltó.

–Hola, padre de John –saludó a Henri–. Esta es mi amiga Emily.

–Encantado de conoceros a las dos –respondió Henri–. Así que ¿vais a adentraros en el terror a lo
desconocido?

–¡Por supuesto que sí! –afirmó Sarah–. ¿Estará bien éste ahí fuera? No quiero que se suba a mí,
demasiado asustado –le dijo Sarah a Henri, haciendo una señal hacia mí con una sonrisa.

Henri sonrió abiertamente y pude ver que ya le caía bien Sarah.

–Mejor quédate cerca por si acaso.

Ella miró sobre su hombro. El tercer remolque estaba lleno en su cuarta parte.

–Lo mantendré a salvo –prometió ella–. Será mejor que nos vayamos.

–Que lo paséis bien –se despidió Henri.

Sarah me sorprendió al tomarme de la mano y los tres nos fuimos corriendo hacia la carroza, que
estaba a unos cien metros de la carpa. Había desplegada una fila de unas treinta personas. Nos
fuimos al final de ésta y empezamos a charlar, aunque me sentía un poco tímido y yo más que
nada escuchaba a las dos chicas hablar. Mientras esperábamos vi que Sam merodeaba por un
lateral como considerando si aproximarse a nosotros o no.

–¡Sam! –grité con más entusiasmo de lo que pretendía. Él vino tambaleándose–. ¿Vienes a dar el
viaje con nosotros?
Él se encogió de hombros.

–¿No te importa?

–Vamos –le animó Sarah y le hizo una señal para que se nos uniera.

Él se paró junto a Emily, quien le sonrió. De inmediato empezó a ponerse rojo y yo estaba
extasiado porque fuera a venir al recorrido. De repente se aproximó un chico que sostenía un
walkie-talkie. Le reconocí del equipo de rugby.

–Hola, Tommy –lo saludó Sarah.

–Hola –le respondió él–. Hay cuatro asientos a la izquierda en el carro. ¿Los queréis?

–¿Ah, sí?

–Sí.

Nos saltamos la fila y subimos al remolque, donde los cuatro nos sentamos juntos sobre una paca
de heno. Encontré extraño que Tommy no nos pidiera los tickets. En general también sentía
curiosidad por el porqué de que nos dejara saltarnos la cola. Algunas de las personas que estaban
esperando nos miraron con indignación. No podía decir que los culpara.

–Disfrutad del viaje –nos despidió Tommy con una sonrisa burlona, del tipo que había visto
utilizar a la gente cuando contaba algo malo que le había pasado a alguien que despreciaba.

–Eso ha sido raro –señalé.

Sarah se encogió de hombros.

–Es probable que esté chiflado por Emily.

–¡Oh, Dios mío! Espero que no –dijo Emily, y luego fingió tener arcadas.

Observé a Tommy desde la paca de heno. El remolque sólo estaba medio lleno, otra cosa más
que me parecía extraña puesto que había mucha gente esperando.

El tractor arrancó, tomó el sendero y se dirigió a través de la entrada del bosque, de donde
llegaban sonidos de espanto a través de altavoces ocultos. El bosque era espeso y en él no
penetraba más luz que el resplandor de la parte delantera del tractor. Una vez que estas se
apaguen, pensé, no habrá más que oscuridad. Sarah me tomó la mano otra vez. Ella estaba fría al
tacto, pero una sensación de calidez me atravesó. Ella se inclinó hacia mí y susurró:

–Estoy un poco asustada.


Justo sobre nosotros colgaban siluetas de fantasmas desde las ramas más bajas, y alejados del
trayecto había zombis haciendo muecas, apoyados sobre varios árboles. El tractor se detuvo y
apagó las luces. Entonces llegaron unas luces estroboscópicas intermitentes que destellaron
durante diez segundos. No había nada terrorífico en ellas y sólo cuando se apagaron entendí su
efecto: a nuestros ojos les llevó unos cuantos segundos adaptarse y no podíamos ver nada.
Entonces un grito irrumpió atravesando la noche y Sarah se tensó contra mí cuando unas figuras
nos rodearon rápidamente. Entrecerré los ojos para enfocarlos y vi que Emily se había puesto al
lado de Sam, y que él estaba sonriendo de oreja a oreja. La verdad es que yo estaba un poco
asustado. Puse el brazo con cuidado alrededor de Sarah. Una mano nos rozó la espalda y Sarah
se agarró fuertemente de mi pierna. Algunos de los otros gritaron. Con una sacudida el tractor
dio la vuelta y continuó hacia adelante, con sólo el contorno de los árboles bajo su luz.

Condujimos durante otros tres o cuatro minutos. La expectación aumentaba, así como el miedo
aprensivo a tener que caminar la distancia que acabábamos de recorrer. Entonces el tractor se
adentró en un claro circular y se paró.

–Todo el mundo abajo –gritó el conductor.

Cuando la última persona se bajó, el tractor arrancó. Sus luces se perdieron en la distancia, luego
desaparecieron, dejando nada más que la noche y ni un solo sonido más que el que nosotros
hacíamos.

–Mierda –dijo alguien, y todos nosotros nos reímos.

En total éramos once. Se encendió un sendero de luces, mostrándonos el camino, después se


apagó. Cerré los ojos para concentrarme en el tacto de los dedos de Sarah entrelazados con los
míos.

–No tengo ni idea de por qué hago esto cada año –se quejó Emily nerviosa, rodeándose con los
brazos.

La otra gente había empezado a bajar por el sendero y nosotros los seguimos. La senda de luces
parpadeaba de vez en cuando para mantenernos en el camino. Los demás iban por delante
bastante alejados y no los podíamos ver. Apenas podía ver el suelo a mis pies. De pronto tres o
cuatro gritos resonaron enfrente de nosotros.

–Oh, no –exclamó Sarah, y apretó mi mano–. Suena a problemas ahí delante.

Justo en ese momento algo pesado cayó sobre nosotros. Las dos chicas gritaron, al igual que
Sam. Tropecé y caí al suelo, lastimándome la rodilla, enredado en lo que demonios quiera que
fuese aquello. Entonces me di cuenta de que ¡era una red!

–¿Qué demonios…? –preguntó Sam.

Rasgué directamente la cuerda liada, pero al segundo de liberarme fui empujado con fuerza
desde atrás. Alguien me agarró y me apartaron a rastras de las muchachas y de Sam. Me solté y
me enderecé, pero inmediatamente fui golpeado de nuevo por la espalda. Aquello no era parte
del recorrido.

–¡Suéltame! –gritó una de las chicas.

Hubo una carcajada masculina en respuesta. Yo no podía ver nada. Las voces de las muchachas
se distanciaban de mí.

–¿John? –llamó Sarah.

–¿Dónde estás, John? –gritó Sam.

Me puse en pie para ir tras ellos, pero me volvieron a golpear. No, no era eso exactamente. Me
habían hecho un placaje. El viento me azotaba cuando patiné arando el suelo. Me levanté
rápidamente y traté de recuperar el aliento, con la mano contra un árbol para sostenerme. Me
limpié la tierra y las hojas de la boca.

Estuve allí de pie unos cuantos segundos y no oía más ruido que mi propia respiración trabajosa.
Justo cuando pensaba que me habían dejado solo, alguien se echó sobre mí y me envió volando a
un árbol cercano. Me golpeé violentamente la cabeza contra el tronco y durante un breve lapso
de tiempo vi las estrellas. Me sorprendió la fortaleza de aquella persona. Alcé la mano, me toqué
la frente y sentí la sangre sobre los dedos. Volví a mirar a mi alrededor, pero no podía ver nada
más que la silueta de los árboles.

Oí el grito de una de las chicas, seguido de ruidos de forcejeo. Apreté los dientes. Yo estaba
temblando. ¿Había gente oculta en el muro de árboles que tenía a mi alrededor? No podía
saberlo. Pero sentía un par de ojos sobre mí, en algún lugar.

–¡Déjame en paz! –gritó Sarah. La estaban alejando, podía darme cuenta de cuánto.

–Está bien –dije a la oscuridad, a los árboles. La ira me atravesó–. ¿Quieres jugar? –pregunté, en
voz alta esta vez.

Alguien se carcajeó cerca.

Di un paso hacia el sonido. Me empujaron desde atrás, pero mantuve el equilibrio antes de caer.
Di ciegamente un puñetazo al aire y el dorso de mi mano rozó contra la corteza de un árbol. No
había nada que hacer. ¿Qué sentido tenía poseer Legados si nunca los utilizabas cuando lo
necesitabas? Aunque eso significara que Henri y yo cargáramos la furgoneta esta noche y nos
fuéramos a otra ciudad, por lo menos habría hecho lo que tenía que hacer.

–¿Quieres jugar? –grité de nuevo–. ¡Yo también puedo jugar!

Me bajaba un hilo de sangre por un lado de la cara. Está bien, pensé, vamos allá. Pueden hacer
todo lo que quieran conmigo, pero no le tocarían un solo pelo a Sarah. O a Sam, o a Emily.
Tomé aire profundamente y la adrenalina corrió a través de mí. Una sonrisa maliciosa se formó y
sentí como si mi cuerpo se hiciera más grande, más fuerte. Mis manos entraron en acción y
brillaron intensamente con una luz brillante que traspasó la noche, repentinamente el mundo se
incendió.

Alcé la mirada. Enfoqué mis manos por entre los árboles y me adentré corriendo en la noche.

Cap 14

.
KEVIN SALIÓ DE LOS ÁRBOLES, VESTIDO COMO UNA MOMIA. Era él quien me había
hecho el placaje. Las luces lo aturdieron y parecía estupefacto, tratando de averiguar de dónde
estaban saliendo. Él estaba utilizando un dispositivo de visión nocturna. Así que ese era el modo
en que ellos podían vernos, pensé. ¿Dónde los habían conseguido?

Arremetí y en el último segundo cambié de rumbo y lo hice tropezar.

–¡Suéltame! –oí venir de más adelante en el sendero. Alcé la vista y recorrí los árboles con mis
luces, pero no se movía nada. No podía distinguir si era la voz de Emily o de Sarah. La risa
masculina continuaba.

Kevin intentó ponerse en pie pero le di una patada en un lado antes de que lo lograra. Él volvió a
caer al suelo con un <<¡Ehhhhh!>>. Le arranqué el dispositivo de visión nocturna de la cara y
los tiré tan lejos como pude, y supe que aterrizaron por lo menos a un kilómetro y medio, puede
que a tres, porque estaba tan encolerizado que mi fuerza estaba fuera de control. Entonces salí
corriendo por el bosque antes de que Kevin pudiera siguiera incorporarse.

La senda serpenteaba a la izquierda, y luego a la derecha. Mis manos resplandecían sólo cuando
necesitaba ver. Sentía que estaba cerca. Entonces vi a Sam más adelante, en pie con un par de
brazos de zombi rodeándolo. Había otros tres cerca de él.

El zombi lo soltó.

–Tranquilo, sólo estamos de broma. Si no opones resistencia, no te haremos daño –le advirtió a
Sam–. Siéntate o algo.

Encendí repentinamente las manos y les enfoqué las luces a los ojos para cegarlos. Quien estaba
más cerca dio un paso hacia mí, yo me giré y lo golpeé en un lado de la cara y cayó inmóvil al
suelo. Sus gafas de visión nocturna dieron contra una enorme zarza y desaparecieron. Un
segundo tío trató de inmovilizarme con un apretado y enorme abrazo, pero yo lo rompí y lo
levanté del suelo.

–¿Qué demonios…? –farfulló, confundido.

Lo lancé y golpeó contra el lateral de un árbol que estaba a seis metros. El tercer tío vio esto y
salió corriendo. Eso dejó solo al cuarto, el que estaba agarrando a Sam. Él levantó la mano frente
a éste como si estuviera apuntando con una pistola a su pecho.

–No ha sido idea mía –soltó.

–¿Qué ha planeado él?

–Nada, hombre. Sólo queríamos gastaros una broma, chicos, asustaros un poco.

–¿Dónde están?

–Soltaron a Emily. Sarah está más adelante.

–Dame tus gafas –le ordené.

–Ni hablar, amigo. Se las hemos tomado prestadas a la policía. Me meteré en problemas.

Di un paso hacia él.

–Bien –dije.

Él se las quitó y me las tendió. Las lancé incluso con más fuerza que con el par anterior.
Esperaba que aterrizaran en el pueblo de al lado. Déjales que le expliquen eso a la policía.

Agarré la camisa de Sam con la mano derecha. No podía ver nada sin encender mi luz. Sólo en
ese momento me di cuenta de que debería haber guardado las gafas para utilizarlas nosotros.
Pero no lo hice, así que inspiré profundamente y dejé que mi mano izquierda brillara y
comenzara a guiarnos por el sendero. Si Sam lo encontraba sospechoso, no lo decía.

Me detuve a escuchar. Nada. Seguimos adelante, zigzagueando a través de los árboles. Apagué la
luz.

–¡Sarah! –grité.

Me paré a escuchar y no oí nada más que el soplar del viento a través de las ramas y la fatigosa
respiración de Sam.

–¿Cuánta gente hay con Mark? –le pregunté.

–Cinco o así.

–¿Sabes qué dirección han tomado?

–No lo vi.

Seguimos adelante y no tenía idea de qué dirección tomábamos. Desde lo lejos oí el gruñido del
motor del tractor. El cuarto carro estaba saliendo. Estaba desesperado y quería salir corriendo a
toda prisa, pero sabía que Sam no podía seguirme el ritmo. Él ya estaba respirando con dificultad
y yo incluso sudando a pesar de estar a sólo cuarenta y cinco grados de temperatura. O puede que
estuviera confundiendo la sangre con sudor. No podía saberlo.

Cuando pasamos un árbol frondoso de tronco nudoso fui placado desde atrás. Sam gritó cuando
un puño me golpeó en la parte de atrás de la cabeza y me quedé momentáneamente sin sentido,
pero luego me giré y agarré al tipo por la garganta y encendí la luz en su cara. Él trató de
despegar mis dedos pero fue inútil.

–¿Qué está tramando Mark?

–Nada –siseó él.

–Respuesta incorrecta.

Lo estampé contra el árbol más cercano a un metro y medio, luego lo volví a agarrar y lo levanté
a treinta centímetros del suelo, de nuevo con una mano alrededor de su garganta. Me golpeó
dando patadas como un loco, pero tensé mis músculos de forma que los puntapiés no hicieron
daño.

–¿Qué está planeando hacer?

Lo bajé hasta que sus pies tocaron tierra firme, aflojando mi puño para permitirle hablar. Sentí
que Sam me observaba, absorbiéndolo todo, pero no había nada que yo pudiera hacer al respecto.

–Sólo queríamos asustaros –jadeó entrecortadamente.

–Te juro que te partiré en dos si no me dices la verdad.

–Él cree que los demás os están llevando a rastras a Shepherd Falls. Allí es donde llevó a Sarah.
Quería que ella le viera darte una paliza de la hostia, y después te iba a soltar.

–Llévame allí –le ordené.

Él caminó arrastrando los pies hacia adelante y yo apagué mi luz. Sam se agarró de mi camisa y
nos siguió detrás. Cuando atravesamos un pequeño claro iluminado por la luz de la luna que
llegaba de lo alto, pude ver que él estaba mirándome las manos.

–Son guantes –le expliqué–. Kevin Miller llevaba unos. Es una especie de accesorio de
Halloween
.
Él asintió pero podía ver que estaba alucinando. Anduvimos durante casi un minuto hasta que
oímos el sonido de una corriente de agua delante de nosotros.

–Dame tus gafas –le dije al tipo que nos guiaba.


Él vaciló y le giré el brazo. Se retorció de dolor y rápidamente se las quitó de la cara.

–¡Tómalas, tómalas! –chilló.

Cuando me las puse el mundo se volvió de color verde. Lo empujé con fuerza y él cayó al suelo.

–Vamos –le dije a Sam, y anduvimos hacia el frente, dejando al tipo atrás.

Más adelante vi al grupo. Conté ocho tíos, más Sarah.

–Ya puedo verlos. ¿Quieres esperar aquí o venir conmigo? Puede ponerse feo.

–Quiero ir –contestó Sam. Podía ver que estaba asustado, aunque no estaba seguro de si era por
lo que me había visto hacer o por los jugadores de rugby que teníamos enfrente.

Recorrí el resto del trayecto tan silencioso como pude, con Sam andando de puntillas detrás de
mí. Cuando estábamos a sólo unos metros una ramita hizo un chasquido bajo el pie de Sam.

–¿John? –preguntó Sarah. Estaba sentada sobre una gran piedra con las rodillas en su pecho y
envolviéndoselas con los brazos. Ella no llevaba gafas de visión nocturna y entrecerró los ojos en
nuestra dirección.

–Sí –le confirmé–. Y Sam.

–Te lo dije –exclamó sonriendo, y supuse que estaba hablándole a Mark.

El agua que había oído no era más que el murmullo de un arroyo. Mark dio un paso al frente.

–Bueno, bueno, bueno… –dijo.

–Cállate, Mark –le increpé–. El estiércol en mi taquilla es una cosa, pero has ido demasiado lejos
esta vez.

–¿Tú crees? Somos ocho contra dos.

–Sam no tiene nada que ver con esto. ¿Te da miedo enfrentarte a mí solo? –le pregunté–. ¿Qué
esperas que pase? Has intentado retener a dos personas. ¿De verdad piensas que van a guardar
silencio?

–Sí, lo pienso. Cuando me vean patearte el culo.

–Estás delirando –le corté, luego me volví hacia los demás–. A aquellos de vosotros que no
quieran ir a parar al agua les sugiero que se vayan ahora. Mark va a ir, sin importar lo que diga.
Ha perdido su oportunidad de trueque.

Todos se rieron por lo bajo. Uno de ellos preguntó qué significaba “trueque”.
–Ahora es vuestra última oportunidad –les repetí.

Todos ellos se mantuvieron firmes.

–Que así sea –sentencié.

Una excitación nerviosa se plantó en el centro de mi pecho. Cuando di un paso hacia el frente
Mark retrocedió y se tropezó con sus propios pies, cayendo al suelo. Dos de los chicos vinieron
hacia mí, ambos más grandes que yo. Uno se inclinó, pero yo esquivé su puñetazo y le dirigí uno
mío a la barriga. Se dobló sobre sí mismo agarrándose el estómago con las manos. Empujé al
segundo tío y sus pies abandonaron el suelo. Aterrizó con un ruido sordo a un metro y medio, y
del impulso cayó al agua. Se incorporó chapoteando. Los demás se quedaron clavados,
estupefactos. Sentí que Sam se movía hacia Sarah. Agarré al primer tipo y tiré de él por el suelo.
Sus erráticas patadas cortaban el aire pero no golpearon nada. Cuando estuvimos en la orilla del
arroyo lo levanté por la cinturilla de sus pantalones vaqueros y lo arrojé al agua. Otro tío
arremetió contra mí. Yo simplemente lo esquivé y amerizó de cabeza en el arroyo. Con tres
caídos, quedaban cuatro. Me preguntaba cuánto de ello podían ver Sarah y Sam sin las gafas
puestas.

–Chicos, me lo estáis poniendo demasiado fácil –les dije–. ¿Quién es el siguiente?

El más grande del grupo lanzó un puñetazo que no llegó ni a acercarse a golpearme, aunque lo
contrarresté con tal rapidez que su codo me alcanzó en la cara y la correa de las gafas se rompió.
Las gafas de visión nocturna cayeron al suelo. Ahora sólo podía ver leves sombras. Lancé un
puñetazo y golpeé al tipo en la mandíbula y éste cayó al suelo como un saco de patatas. Parecía
sin vida, y temí haberle golpeado demasiado fuerte. Le quité las gafas de la cara y me las puse.

–¿Algún voluntario?

Dos más alzaron sus manos enfrente de ellos a modo de rendición; el tercero se quedó parado
con la boca abierta jadeando como un idiota.

–Eso te deja a ti sólo, Mark.

Mark se dio media vuelta como si tuviera la intención de correr, pero yo arremetí hacia el frente
y lo agarré antes de que pudiera hacerlo, le levanté los brazos en una llave. Se retorció de dolor.

–Esto se ha terminado ahora mismo, ¿me has entendido?

Le apreté con más fuerza y gruñó por el dolor.

–Lo que sea que tienes contra mí, lo dejas ya. Eso incluye a Sam y a Sarah. ¿Lo has entendido?

Tensé mi llave. Temía que si apretaba con más fuerza sus hombros se salieran de su sitio.
–Te lo he dicho, ¿me has entendido?

–¡Sí!

Lo arrastré para acercarlo a Sarah. Sam estaba sentado sobre una piedra a su lado ahora.

–Discúlpate.

–Vamos, hombre. Ya has probado lo que decías.

Apreté más.

–¡Lo siento! –gritó.

–Dilo como si fuera cierto.

Él tomó aire profundamente.

–Lo siento –repitió.

–¡Eres un gilipollas, Mark! –dijo Sarah, y le cruzó la cara de una bofetada. Él se tensó, pero yo lo
agarraba firmemente y no había nada que él pudiera hacer al respecto.

Lo arrastré hacia el agua. El resto de los muchachos se quedaron observando en shock. El tío al
que había dejado sin conocimiento se había incorporado y se rascaba la cabeza como si tratara de
averiguar qué había sucedido. Solté un suspiro de alivio al ver que no le había causado daño
grave.

–No le vas a decir una palabra de esto a nadie, ¿me has entendido? – ordené, con mi voz tan baja
que sólo Mark pudo oírme–. Todo lo que ha sucedido esta noche se queda aquí. Lo juro, si oigo
una palabra de ello en el instituto la semana que viene esto no será nada comparado con lo que te
sucederá. ¿Me has entendido? Ni una sola palabra.

–¿De verdad crees que diría nada? –soltó él.

–Asegúrate de decirles a tus amigos lo mismo. Si ellos se lo cuentan a una sola alma será a por ti
a por quien vaya.

–No dirán nada –aseguró.

Le solté, le puse un pie en el culo y lo empujé de cabeza al agua. Sarah estaba de pie en la piedra,
con Sam a su lado. Ella me abrazó con fuerza cuando llegué hasta donde estaba.

–¿Sabes kung fu o algo así? –me preguntó.

Me reí con nerviosismo.


–¿Pudiste ver algo?

–No mucho, pero puedo saber lo que ha sucedido. Es decir, ¿has estado entrenándote en las
montañas toda tu vida o qué? No entiendo cómo has hecho eso.

–Supongo que sólo tenía miedo de que pudiera sucederte algo. Y sí, están esos doce años de
entrenamiento en artes marciales allá en lo alto de El Himalaya.

–Eres increíble. –Sarah se echó a reír–. Salgamos de aquí.

Ninguno de los muchachos nos dirigió una sola palabra. A los tres metros me di cuenta de que no
tenía ni idea de adónde iba, así que le di las gafas a Sarah para que nos guiara por el camino.

–Maldita sea, no puedo creerlo –despotricaba ella–. Es decir, ¡qué gilipollas! Espera a que
intenten explicárselo a la policía. No voy a permitir que se zafe de esto.

–¿De verdad vas a ir a la policía? El padre de Mark es el sheriff después de todo –le señalé.

–¿Por qué no lo haría después de esto? Ha sido una gilipollez. El trabajo del padre de Mark es
hacer respetar la ley, incluso cuando su hijo la quebranta.

Me encogí de hombros en la oscuridad.

–Creo que han recibido su castigo.

Me mordí el labio, aterrado de que la policía se viera envuelta. Si lo hacía tendría que
marcharme, me gustara o no. Haría las maletas y saldría de la ciudad a la hora de que Henri lo
supiese. Suspiré.

–¿No crees? –le pregunté–. Me refiero a que esta noche ya han perdido varias de las gafas de
visión nocturna. Tendrán que explicar eso. Y eso sin mencionar el agua helada…

Sarah no dijo nada. Caminamos en silencio y recé para que estuviera dándole vueltas a las
ventajas de dejarlo pasar.

Finalmente avistamos la linde del bosque. Las luces llegaban desde el parque. Cuando me
detuve, Sarah y Sam me miraron. Sam había estado todo el tiempo en silencio, y yo tenía la
esperanza de que fuera porque en realidad no hubiera podido ver lo que había sucedido, que por
una vez la oscuridad hubiera servido de aliada inesperada, que tal vez él sólo estuviera un poco
conmocionado por todo lo ocurrido.

–Es cosa vuestra, chicos –dije–, pero yo estoy totalmente a favor de simplemente dejar la cosa
así. De verdad que no quiero tener que hablar de lo sucedido con la policía.

La luz caía sobre la cara de escepticismo de Sarah. Negó con la cabeza.


–Creo que él tiene razón –estuvo de acuerdo Sam–. No quiero tener que sentarme y escribir una
estúpida declaración durante la próxima media hora. Estaré metido en una buena mierda; mi
madre cree que me fui a la cama hace una hora.

–¿Vives cerca? –pregunté.

Él asintió.

–Sí, y voy a irme antes de que ella se asegure de que estoy en mi cuarto. Nos veremos por ahí.

Sin más palabras, Sam se alejó rápidamente. Estaba claramente nervioso. Probablemente nunca
había estado metido en una pelea y desde luego nunca en una donde lo retuvieran y lo atacasen
en el bosque. Trataría de hablar con él al día siguiente. Si había visto algo que no debería haber
visto, lo convencería de que su vista le había jugado una mala pasada.

Sarah me giró la cara hacia ella y recorrió la línea de mi corte con su dedo pulgar, pasándolo
muy suavemente por mi frente. Luego recorrió mis cejas, mirándome fijamente a los ojos.

–Gracias por esta noche. Sabía que vendrías.

Yo me encogí de hombros.

–No iba a dejar que él te asustara.

Ella sonrió y pude ver sus ojos brillando a la luz de la luna. Ella se movió hacia mí y cuando me
di cuenta de lo que estaba a punto de ocurrir se me quedó la respiración atrapada en la garganta.
Ella presionó sus labios contra los míos y todo mi interior se volvió de goma. Fue un beso suave,
prolongado. Mi primer beso. Luego ella se apartó y sus ojos me abarcaron. No sabía qué decir.
Por mi cabeza pasaba un millón de ideas diferentes. Sentía las piernas flojas y apenas era capaz
de mantenerme en pie.

–Supe que eras especial la primera vez que te vi –dijo ella.

–Yo sentí lo mismo por ti.

Ella subió la mano y me besó de nuevo, con ésta me presionaba suavemente la mejilla. Durante
los primeros segundos estuve perdido en la sensación de sus labios sobre los míos y en la idea de
estar con esta chica preciosa.

Ella se apartó y los dos nos sonreímos, sin decir nada, mirándonos fijamente a los ojos el uno al
otro.

–Bueno, creo que será mejor ir a ver si Emily está todavía aquí –sugirió Sarah después de unos
diez segundos–. O si no me quedaré aquí varada.
–Estoy seguro de que ella está aquí –le contesté.

Nos tomamos de la mano de camino a la carpa. Yo no podía dejar de pensar en nuestros besos.
El quinto tractor traqueteó a través del sendero. El remolque iba lleno y aún había una fila de
más o menos diez personas que esperaban su turno. Y después de todo lo que había sucedido en
el bosque, con la cálida mano de Sarah en la mía, la sonrisa no abandonó mi cara.

Cap 15

LA PRIMERA NEVADA LLEGÓ DOS SEMANAS DESPUÉS. Sólo un ligero polvo, el


suficiente para cubrir la camioneta con finos copos. Justo después de Halloween, una vez el
cristal loriano extendió el Lumen por todo mi cuerpo, Henri comenzó mi verdadero
entrenamiento. Habíamos trabajado cada día, sin falta, con frío, lluvia y ahora nieve. Aunque él
no me lo decía, yo sabía que sentía impaciencia por que yo estuviera preparado. Empezó con
miradas de desconcierto y frunciendo el ceño mientras se mordía el labio inferior, luego les
seguirían profundos suspiros y finalmente noches sin dormir, con las tablas del suelo crujiendo
bajo sus pies mientras yo yacía en mi cama, despierto. De manera que así estábamos ahora, con
una desesperación inherente en la tensa voz de Henri.

Estábamos de pie en el patio trasero, separados por unos tres metros, uno enfrente al otro.

–De verdad que no estoy de humor hoy –lo avisé.

–Sé que no lo estás, pero tenemos que hacerlo de todas formas.

Suspiré y me miré el reloj. Eran las cuatro en punto.

–Sarah estará aquí a las seis –le recordé.

–Lo sé –dijo Henri–. Es por eso que debemos darnos prisa.

Él sostenía una pelota de tenis en cada mano.

–¿Estás listo? –preguntó.

–Más listo que nunca.

Lanzó la primera pelota al aire, y cuando alcanzó su cenit traté de convocar un profundo poder
dentro de mí para evitar que cayera. No sabía cómo se suponía que debía hacerlo, sólo que debía
ser capaz de hacerlo, con tiempo y con práctica, según decía Henri. Todo Guardián desarrollaba
la habilidad de mover objetos con la mente. Telequinesia. Y en vez de dejarme descubrirlo por
mí mismo –como hice con mis manos– Henri parecía empeñado en sacar el poder de la caverna
en la que fuera que estaba hibernando.
La pelota cayó al igual que lo habían hecho las más o menos mil precedentes, sin interrupción
alguna, rebotando dos veces, luego quedó inerte en el césped cubierto de nieve.

Dejé escapar un profundo suspiro.

–Hoy no lo estoy sintiendo.

–Otra vez –mandó Henri.

Él lanzó una segunda bola. Traté de moverla, de detenerla. Utilicé todas las fuerzas en mi interior
para hacer que la maldita cosa se moviera un solo centímetro a la derecha o a la izquierda, pero
no hubo suerte. Esta también golpeó el suelo. Bernie Kosar, que había estado observándonos,
salió corriendo hacia ella, la atrapó y se alejó.

–Llegará a su debido tiempo –señalé.

Henri negó con la cabeza y tensó los músculos de la mandíbula. Me estaba contagiando su
humor y su impaciencia. Observó a Bernie Kosar marcharse con la pelota, luego suspiró.

–¿Qué? –le pregunté.

Él volvió a negar con la cabeza.

–Sigamos intentándolo.

Se acercó y cogió otra pelota. Luego la lanzó por los aires. Intenté detenerla pero, por supuesto,
simplemente cayó.

–Tal vez mañana –dije.

Henri asintió y miró al suelo.

–Tal vez mañana.

Tras nuestro entrenamiento yo estaba cubierto de sudor, barro y nieve derretida. Henri me había
apretado más de lo normal ese día y había venido a mí con una agresividad que sólo podía
derivar del pánico. Más allá de las prácticas de telequinesia, la mayoría de nuestras sesiones las
pasábamos instruyéndome en técnicas de combate –lucha cuerpo a cuerpo, lucha libre, artes
marciales combinadas–, seguida de elementos de compostura –mantener la calma bajo presión,
control mental, cómo ver el miedo en los ojos de un oponente y luego saber la mejor manera de
sacarlo a la luz. No era el duro entrenamiento de Henri lo que me fastidiaba, sino su mirada. Una
mirada angustiada con un dejo de miedo, desesperación y decepción. No sabía si sólo estaba
preocupado por los progresos o si era por algo más profundo, pero aquellas sesiones se estaban
haciendo agotadoras, emocional y psicoló-gicamente.

Sarah llegó justo a tiempo. Salí afuera y la besé cuando se acercó al porche delantero. Le quité el
abrigo y lo colgué cuando estuvimos dentro. Estábamos a una semana de nuestro parcial de
Economía Doméstica, y fue idea suya que preparáramos la comida antes de que tuviéramos que
hacerlo en clase. Tan pronto como empezamos a cocinar Henri agarró su chaqueta y se fue de
paseo. Se llevó a Bernie Kosar con él y yo estuve agradecido por la intimidad. Preparamos
pechugas de pollo al horno con patatas y verduras al vapor, y todo salió mucho mejor de lo que
esperaba. Cuando todo estuvo listo los tres nos sentamos y comimos juntos. Henri estuvo en
silencio la mayor parte de la cena. Sarah y yo rompíamos el incómodo silencio con temas sin
importancia, como el instituto o las películas que íbamos a ir a ver el sábado siguiente. Henri rara
vez levantaba la mirada de su plato, sólo lo hizo para elogiar lo maravillosa que era la cena.

Cuando terminamos de cenar Sarah y yo lavamos los platos y nos retiramos al sofá. Sarah se
había traído una película y la vimos en nuestra pequeña televisión, pero Henri permaneció casi
todo el tiempo mirando abstraído por la ventana. A mitad de esta Henri se levantó con un suspiro
y se encaminó al exterior. Sarah y yo le observamos marcharse. Nos tomamos de la mano y ella
se echó contra mí, con la cabeza sobre mi hombro. Bernie Kosar estaba sentado a su lado con la
cabeza en su regazo, ambos cubiertos con una manta sobre ellos. Puede que afuera hiciera frío y
hubiera tormenta, pero en nuestro salón se estaba calentito y a gusto.

–¿Tu padre está bien? –preguntó Sarah.

–No lo sé. Está comportándose de forma extraña.

–Ha estado realmente silencioso durante la cena.

–Sí, voy a ver cómo está. Vengo enseguida. –Seguí a Henri al exterior. Él estaba de pie en el
porche, mirando hacia la oscuridad.

–Bueno, ¿qué pasa? –le pregunté.

Él alzó la mirada y contempló las estrellas.

–Hay algo que no va bien –dijo.

–¿A qué te refieres?

–No te va a gustar.

–Está bien. Suéltalo.

–No sé cuánto tiempo deberíamos quedarnos aquí. No me parece seguro.

Se me cayó el alma a los pies y me quedé en silencio.


–Están desesperados, y creo que se están acercando. Puedo sentirlo. No creo que estemos a salvo
aquí.

–No quiero marcharme.

–Sabía que no querrías.

–Nos hemos mantenido ocultos.

Henri me miró enarcando una ceja.

–No te ofendas, John, pero no pienso que te hayas mantenido a la sombra precisamente.

–Lo he hecho respecto a lo que importa.

Él asintió.

–Supongo que lo veremos.

Fue hasta el final del porche y colocó las manos sobre la barandilla. Yo estaba de pie junto a él.
Empezaron a caer nuevos copos de nieve, moteando de un resplandor blanco lo que por lo demás
era una noche oscura.

–Eso no es todo –continuó Henri.

–Sabía que no lo era.

Él suspiró.

–Ya deberías haber desarrollado la telequinesis. Casi siempre llega con el primer Legado. Muy
rara vez aparece después, y cuando lo hace, nunca tarda más de una semana después.

Lo miré atentamente. Su mirada estaba llena de inquietud y le atravesaban la frente arrugas de


preocupación.

–Tus Legados vienen de Lorien. Siempre ha sido así.

–¿Y? ¿Qué me estás diciendo?

–No sé lo que podemos esperar a partir de ahora –reconoció, e hizo una pausa–. Puesto que ya no
estamos en el planeta, no sé si el resto de tus Legados llegarán alguna vez. Y si eso es así, no
tenemos esperanza de luchar con los mogadorianos, mucho menos derrotarlos. Y si no podemos
derrotarlos, nunca seremos capaces de regresar.

Observé cómo nevaba, incapaz de decidir si debería estar preocupado o aliviado, aliviado puesto
que eso podría suponer el fin de nuestros traslados y podríamos asentarnos finalmente. Henri
señaló a las estrellas.

–Justo allí –señaló–. Justo allí es donde está Lorien.

Por supuesto yo sabía muy bien dónde estaba Lorien sin que me lo dijesen. Había una cierta
fuerza, una cierta tendencia a que mis ojos se desviaran siempre hacia el lugar donde, a billones
de kilómetros, se encontraba Lorien. Intenté alcanzar un copo de nieve con la punta de la lengua,
luego cerré los ojos e inspiré el aire frío. Cuando los abrí me di la vuelta y vi a Sarah a través de
la ventana. Estaba sentada sobre sus piernas, con la cabeza de Bernie Kosar aún en el regazo.

–¿Alguna vez has pensado en simplemente asentarte aquí, en decir al infierno con Lorien y hacer
una vida aquí en la Tierra? –le pregunté a Henri.

–Nos fuimos cuando eras bastante pequeño. No creo que te acuerdes mucho de aquello, ¿no?

–La verdad es que no –reconocí–. Me vienen cosas de vez en cuando. Aunque no es que pueda
decir si son cosas que recuerdo o que he visto durante nuestro entrenamiento.

–No creo que te sintieras así si pudieras acordarte.

–Pero no me acuerdo. ¿No es esa la cuestión?

–Tal vez –admitió–. Pero que quieras o no regresar no significa que los mogadorianos vayan a
dejar de buscarte. Y si nos descuidamos y nos establecemos, puedes estar seguro de que nos
encontrarán. Y tan pronto como lo hagan, nos matarán a los dos. No hay manera de cambiar eso.
Ninguna.

Sabía que tenía razón. De algún modo, yo podía, al igual que Henri, sentir todo eso, podía
sentirlo en plena noche cuando se me ponía el vello de punta en los brazos, mientras me subía un
pequeño escalofrío por la espalda aunque no tuviera frío.

–¿Alguna vez lamentas el haber estado conmigo durante tanto tiempo?

–¿Lamentarlo? ¿Por qué piensas que lo lamentaría?

–Porque no hay nada por lo que regresar. Tu familia está muerta. Como la mía. En Lorien sólo
espera una vida de reconstrucción. Si no fuera por mí tú podrías crear fácilmente una identidad
aquí y pasar el resto de tus días formando parte de algún lugar. Podrías tener amigos, incluso
puede que te enamoraras otra vez.

Henri se echó a reír.

–Ya estoy enamorado. Y continuaré estándolo hasta el día en que muera. No espero que lo
entiendas. Lorien es diferente de la Tierra.

Suspiré con exasperación.


–Pero aun así, podrías formar parte de algún lugar.

–Formo parte de algún lugar. Soy parte de Paradise, Ohio, ahora mismo, junto contigo.

Negué con la cabeza.

–Sabes a qué me refiero, Henri.

–¿Qué es lo que crees que me estoy perdiendo?

–Una vida.

–Tú eres mi vida, muchacho. Tú y mis recuerdos sois lo único que me unís al pasado. Sin ti no
tengo nada. Esa es la verdad.

Justo en ese instante la puerta se abrió detrás de nosotros. Bernie Kosar salía trotando delante de
Sarah, que estaba de pie en la entrada mitad dentro, mitad fuera.

–¿De verdad vais a hacer que vea toda la película yo sola? –nos preguntó.

Henri le sonrió.

–Ni soñarlo –contestó.

Después de la película Henri y yo llevamos a Sarah a casa. Cuando estuvimos allí la acompañé
hasta su puerta y nos quedamos cerca el uno del otro mirándonos y sonriendo. Le di un beso de
buenas noches, un beso prolongado mientras le tomaba con cuidado ambas manos con las mías.

–Te veré mañana –se despidió ella, dando un apretón a mis manos.

–Dulces sueños.

Me encaminé de nuevo a la camioneta. Henri salió del camino de entrada del porche de Sarah y
condujo de camino a casa. No pude evitar sentir una sensación de miedo mientras recordaba las
palabras de Henri el día que vino a recogerme ese horrible primer día de clase: “Simplemente ten
en cuenta que podríamos tener que marcharnos en lo que dura un telediario”. Tenía razón, y yo
lo sabía, pero nunca me había sentido así por nadie. Como si flotara en el aire cuando estábamos
juntos, y aterrado cuando estábamos separados, como en ese momento, a pesar de que acababa
de pasar las dos últimas horas con ella. Sarah daba un propósito a nuestros traslados, a nuestro
ocultarnos, una razón que iba más allá de la mera supervivencia. Una razón para ganar. Y el
saber que yo podía estar poniendo su vida en peligro por estar con ella… Bueno, eso me
aterrorizaba.
Cuando llegamos a casa, Henri se metió en su cuarto y salió cargando con el Cofre. Lo dejó
sobre la mesa de la cocina.

–¿En serio? –le pregunté.

Asintió con la cabeza en silencio.

–Hay algo en su interior que he querido mostrarte desde hace años.

Yo no podía esperar a ver qué más había en el cofre. Los dos juntos hicimos saltar la cerradura y
él levantó la tapa de tal manera que no pude echar ojo a su interior. Henri sacó una bolsa de
terciopelo, bajó la tapa y volvió a cerrar el Cofre.

–Esto no forma parte de tu Legado, pero la última vez que abrimos el Cofre lo metí dentro por el
mal presentimiento que he estado teniendo. Si nos atrapan los mogadorianos, nunca podrán abrir
esto –explicó, señalando con la mano el Cofre.

–Entonces, ¿qué hay en la bolsa?

–El sistema solar –contestó.

–Si no forma parte de mi Legado, ¿por qué no me lo has enseñado antes?

–Porque necesitabas desarrollar tu Legado para activarlo.

Apartó las cosas de la mesa de la cocina y luego se sentó enfrente de mí con la bolsa en el
regazo. Sonrió al sentir mi entusiasmo. Luego alargó la mano y sacó de la bolsa siete orbes de
cristal de distintos tamaños. Los sostuvo con las manos juntas frente a su cara y sopló sobre las
esferas de cristal. De su interior surgieron minúsculos destellos de luz, luego las tiró al aire y
todas a un tiempo cobraron vida, suspendidas sobre la mesa de la cocina. Las cristalinas bolas
eran una réplica de nuestro sistema solar. La mayor de ellas era del tamaño de una naranja –el sol
de Lorien– y se cernía en el centro emitiendo la misma cantidad de luz que una bombilla, puesto
que se parecía a una autosuficiente esfera de lava. Las demás bolas orbitaban a su alrededor. Las
que estaban más cerca del sol se movían con mayor rapidez, mientras aquellas más lejanas sólo
parecían arrastrarse junto a él. Todas ellas dando vueltas, comenzando y terminando días a
velocidad hipersónica. La cuarta esfera a partir del sol era Lorien. La observamos moverse,
vimos cómo su superficie empezaba a tomar forma. Era más o menos del tamaño de una pelota
de raquetbol. La réplica no debía de estar a escala porque en realidad Lorien era mucho más
pequeña que nuestro sol.

–Y bueno, ¿qué está sucediendo? –pregunté.

–La bola está tomando la forma exacta que tiene Lorien en este momento.

–¿Cómo es posible?
–Es un lugar especial, John. Existe una antigua magia en lo más profundo de su núcleo. De ahí es
de donde proceden tus Legados. Es lo que da vida y hace posible los objetos que constituyen tu
Herencia.

–Pero acabas de decir que esto no forma parte de mi Legado.

–No, pero viene del mismo lugar.

Se formaron profundas hendiduras montañosas cortando la superficie donde yo sabía que


corrieron ríos una vez. Y luego se detuvo. Busqué cualquier clase de color, cualquier
movimiento, cualquier viento que pudiera soplar sobre la tierra. Pero no había nada. Todo el
paisaje era un parche monocromático de gris y negro. No sé qué había albergado la esperanza de
ver, qué era lo que esperaba. Movimiento de algún tipo, alguna pista de fertilidad. Mis
esperanzas decayeron. Después la superficie se atenuó de tal manera que pudimos ver a través de
ella y en las profundidades del núcleo de la esfera comenzó a tomar forma un ligero resplandor.
Brillaba, luego se atenuaba, después volvía a brillar otra vez como si replicara el latido del
corazón de un animal dormido.

–¿Qué es eso? –pregunté.

–El planeta aún vive y respira. Se encuentra replegado sobre sí mismo, aguardando su momento.
Hibernando, si así lo prefieres. Pero despertará uno de estos días.

–¿Qué te hace estar tan seguro?

–Ese pequeño resplandor justo ahí –señaló–. Esa es la esperanza, John.

Lo observé. Encontré un extraño placer al verlo resplandecer. Habían tratado de borrar nuestra
civilización, el propio planeta, y aun así este seguía respirando. Sí, pensé, siempre había
esperanza, como Henri no paraba de repetir.

–Eso no es todo.

Henri alzó y chasqueó los dedos y los planetas dejaron de moverse. Acercó el rostro a sólo unos
centímetros de Lorien, luego rodeó su boca con las manos y volvió respirar sobre él. Resquicios
de verde y azul se propagaron sobre la superficie de la esfera y comenzó a desvanecerse casi de
inmediato cuando el vaho de la respiración de Henri se evaporó.

–¿Qué has hecho?

–Haz brillar tus manos sobre él –pidió.

Las hice brillar y cuando las sostuve sobre la esfera regresaron el verde y el azul, permaneciendo
sólo el tiempo que mis manos brillaron sobre ella.

–Ese era el aspecto de Lorien el día antes de la invasión. ¿Te gustaría ver lo bella que es toda
ella? A veces se me olvida incluso a mí.

Era bella. Toda verde y azul, rica y frondosa. La vegetación parecía titilar bajo las ráfagas de
viento que yo, de algún modo, podía sentir. Aparecieron leves ondas sobre el agua. El planeta
estaba verdaderamente vivo, floreciente. Pero entonces apagué mi resplandor y todo aquello se
desvaneció, de vuelta a las sombras de gris.

Henri señaló un punto sobre la superficie de la esfera.

–Justo de aquí –apuntó–, es de donde despegamos el día de la invasión. –Luego movió el dedo a
un centímetro de ese punto–. Y justo aquí es donde solía estar el Museo de Exploración de
Lorien.

Asentí y miré al punto que él señalaba. Más gris.

–¿Qué tienen que ver los museos con nada? –pregunté. Me volví a sentar en la silla. Era difícil
mirar aquello sin sentirse triste.

Él volvió la mirada hacia mí.

–He estado pensando mucho en lo que viste.

–Ajá –contesté, urgiéndolo a continuar.

–Era un museo enorme, dedicado por completo a la evolución del viaje espacial. Una de las alas
del edificio contenía antiguos cohetes que tenían miles de años. Cohetes que utilizaban para
propulsarse una especie de combustible conocido sólo en Lorien –expuso él y se detuvo, mirando
de nuevo a la pequeña esfera de cristal que se alzaba a casi un metro sobre la mesa de nuestra
cocina–. Ahora, si lo que viste de verdad sucedió, si una segunda nave consiguió despegar y
escapar de Lorien durante el fragor de la batalla, entonces esta tuvo que haber estado guardada
en el museo del espacio. No hay otra explicación para ello. Todavía me cuesta creer que eso
funcionara, e incluso si lo hizo, que consiguiera llegar muy lejos.

–Pero si no pudo llegar muy lejos, entonces ¿por qué aún estás pensando en ello?

Henri negó con la cabeza.

–Ya sabes, no estoy realmente seguro. Tal vez porque me he equivocado antes. Tal vez porque
espero estar equivocándome ahora. Y, bueno, si aquello llegó a alguna parte, entonces podría
haber llegado hasta aquí, el planeta con vida más cercano aparte de Mogador. Y eso suponiendo
que hubiera vida en él para empezar, que no estuviera lleno sólo de artefactos, o que no estuviera
simplemente vacío, con intención de engañar a los mogadorianos. Pero creo que tuvo que haber
al menos un loriano tripulando la nave porque, bueno, como estoy seguro que sabrás, las naves
de esa naturaleza no pueden tripularse por sí mismas.
Otra noche más de insomnio. Yo estaba de pie, sin camina, frente al espejo, mirándome en él con
ambas manos encendidas.

“No sé cuánto cabe esperar de aquí en adelante” había dicho Henry hoy. La luz del núcleo de
Lorien aún ardía, y los objetos que trajimos de allí aún funcionaban, así que ¿por qué debería
terminarse esa magia ahí? ¿Y qué pasaba con los demás? ¿Estaban pasando por los mismos
problemas? ¿Estaban sin sus Legados?

Saqué músculo frente al espejo y luego golpeé el aire, esperando que el espejo se rompiese, o se
oyera un ruido sordo en la puerta. Pero no pasó nada. Sólo yo allí plantado con cara de tonto y
sin camisa, peleándome solo mientras Bernie Kosar observaba desde la cama. Era casi
medianoche y no estaba cansado en lo más mínimo. Bernie Kosar saltó de la cama, se sentó a mi
lado y observó mi reflejo. Yo le sonreí y él meneó la cola.

–¿Y qué pasa contigo? –le pregunté a Bernie Kosar–. ¿Tienes algún poder especial? ¿Eres un
superperro? ¿Debería volverte a poner la capa para que puedas irte volando por los aires?

Siguió moviendo la colita y golpeó el suelo con la pata mientras me contemplaba alzando la
mirada. Lo levanté, me lo puse sobre la cabeza y lo hice volar por la habitación.

–¡Mira! ¡Es Bernie Kosar, el magnífico superperro!

Se revolvía en mis manos así que lo bajé. Se dejó caer hacia un lado con la cola golpeteando
contra el colchón.

–Bueno, colega, uno de los dos debería tener superpoderes. Y no parece que vaya a ser yo. A no
ser que volvamos a los tiempos oscuros y yo pueda abastecer al mundo de luz. De otro modo, me
temo que soy inútil.

Bernie Kosar rodó colocándose sobre la espalda y mirándome fijamente con grandes ojos,
queriendo que le rascara la barriga.

Cap 16

SAM ESTABA EVITÁNDOME. EN EL INSTITUTO ÉL PARECÍA desaparecer cuando me


veía, o siempre se aseguraba de que estuviéramos en grupo. Instado por Henry –quien estaba
desesperado por ponerle la mano encima a la revista de Sam después de rebuscar todo lo que
salía en Internet y no encontrar nada parecido a la revista de Sam–, decidí simplemente pasarme
por su casa sin preaviso. Henri me dejó allí después de nuestro entrenamiento del día. Sam vivía
a las afueras de Paradise en una casa pequeña y humilde. No hubo respuesta cuando llamé a la
puerta, así que tenté la puerta. No estaba cerrada con llave y la abrí y pasé adentro.
El suelo estaba cubierto por una alfombra marrón de jarapa, y las fotografías familiares de
cuando Sam era muy pequeño colgaban de las paredes forradas de listones de madera. De él, de
su madre y de un hombre que supuse debía de ser su padre, que usaba unas gafas tan gruesas
como las de Sam. Entonces miré más de cerca. Parecían ser exactamente las mismas gafas.

Recorrí con sigilo el pasillo hasta que encontré la puerta que debía de ser la del cuarto de Sam;
un letrero que rezaba “ENTRA POR TU CUENTA Y RIESGO” colgaba de una chincheta. La
puerta estaba medio abierta y eché un vistazo al interior. La habitación estaba muy limpia, cada
cosa estaba meticulosamente colocada en su sitio. Su cama estaba hecha, tenía un edredón negro
con el planeta Saturno repetido sobre toda sus superficie, haciendo juego con la funda de la
almohada. Las pareces estaban cubiertas con pósters. Había dos de la NASA, el póster de la
película “Alien”, el de “La Guerra de las Galaxias” y uno que era fluorescente con la cabeza
verde de un extraterrestre rodeado por fieltro oscuro. En mitad de la habitación, pendiendo de
hilos transparentes, había un sistema solar, sus nueve planetas y el sol. Aquello me hizo pensar
en lo que Henry me había enseñado hacía poco esa semana. Pensé que Sam perdería la cabeza si
viese eso mismo. Y entonces vi a Sam, encorvado sobre un pequeño escritorio de roble, con los
auriculares puestos. Empujé la puerta para abrirla y él miró por encima del hombro. No llevaba
puestas sus gafas y sin ellas sus ojos parecían muy pequeños, redondos y brillantes, casi de
caricatura.

–¿Qué tal? –pregunté de manera informal, como si pasara por su casa cada día.

Él parecía estupefacto y horrorizado y, desesperado, se quitó los auriculares para alcanzar uno de
los cajones. Miré su escritorio y vi que estaba leyendo un ejemplar de “Caminan Entre
Nosotros”. Cuando volví a alzar la vista él estaba apuntándome con una pistola.

–¡Eh! –espeté, levantando instintivamente las manos frente a mí–. ¿Qué pasa?

Él se puso en pie. Le temblaban las manos. La pistola apuntaba a mi pecho. Pensé que había
perdido la cabeza.

–Dime qué eres –dijo.

–¿De qué estás hablando?

–Vi lo que hiciste en aquel bosque. No eres humano.

Me asusté con eso, él había visto más de lo pensaba.

–¡Sam, esto es una locura! Me metí en una pelea. Llevo años practicando artes marciales.

–Tus manos se iluminaron como linternas. Podías lanzar a la gente por ahí como si no fuesen
nada. Eso no es normal.

–No seas estúpido –le dije con las manos aún frente a mí–. Míralas. ¿Ves alguna luz? Ya te lo
dije, eran los guantes que llevaba Kevin.

–¡Le pregunté a Kevin! ¡Dijo que él no llevaba guantes!

–¿De verdad crees que él te diría la verdad después de lo que sucedió? Baja la pistola.

–¡Dímelo! ¿Qué eres?

Puse los ojos en blanco.

–Sí, Sam, soy un extraterrestre. Soy de un planeta de a cientos de millones de kilómetros. Tengo
superpoderes. ¿Es eso lo que quieres oír?

Él me miraba fijamente, con las manos todavía temblándole.

–¿Te das cuenta de lo estúpido que suena? Deja de comportarte como un loco y baja la pistola.

–¿Lo que acabas de decir es verdad?

–¿Que estás siendo un estúpido? Sí, es verdad. Estás demasiado obsesionado con esta cosa. En tu
vida ves alienígenas y conspiranoias por todas partes, incluyendo en tu único amigo. Ahora deja
de apuntarme con esa maldita pistola.

Me miró fijamente y pude ver que estaba pensando en lo que le había dicho. Dejé caer mis
manos. Entonces él suspiró y bajó la pistola.

–Lo siento –dijo.

Inspiré profundamente, nervioso.

–Deberías. ¿En qué demonios estabas pensando?

–En realidad no estaba cargada.

–Pues deberías habérmelo dicho antes –protesté–. ¿Por qué quieres creer tan desesperadamente
en esto?

Él negó con la cabeza y devolvió la pistola al cajón. Me llevó un minuto calmarme y tratar de
comportarme despreocupadamente, como si lo que acababa de suceder no fuera gran cosa.

–¿Qué estás leyendo? –le pregunté.

Se encogió de hombros.

–Sólo más cosas de alienígenas. Puede que deba dejarlo un poco.


–O simplemente leerlo como ficción en vez de como hechos reales –sugerí–. No obstante, el
asunto debe de ser bastante convincente. ¿Puedo verlo?

Él me tendió el último ejemplar de “Caminan Entre Nosotros” y yo me senté cautelosamente en


el borde de la cama. Pensaba que al menos se había calmado lo bastante para no volverme a
encañonar con la pistola. De nuevo era una mala fotocopia, las letras ligeramente desalineadas
con el papel. No era muy gruesa: ocho páginas, doce a lo sumo, impresas en folios. La fecha en
la parte de arriba rezaba DICIEMBRE. Debía de ser el número más reciente.

–Esto es una cosa rara, Sam Goode –afirmé.

Sonrió.

–A la gente rara le gusta las cosas raras.

–¿Dónde las consigues? –le pregunté.

–Estoy subscrito.

–Lo sé, ¿pero cómo?

Sam se encogió de hombros.

–No lo sé. Simplemente empezaron a llegar un día.

–¿Estás subscrito a alguna otra revista? Puede que tomaran tus datos de contacto de ahí.

–Una vez fui a una convención. Creo que me inscribí para algún concurso o algo así mientras
estuve allí. No me acuerdo. Siempre he supuesto que allí consiguieron mi dirección.

Eché un vistazo a la portada. No incluía una dirección web por ninguna parte, y no es que yo
esperase que la hubiese teniendo en cuenta que Henri ya había rastreado Internet a fondo. Leí el
titular del artículo de la parte superior:

¿ES TU VECINO UN ALIENÍGENA?


¡DIEZ MANERAS SEGURAS DE SABERLO!

En mitad del artículo había una foto de un hombre sosteniendo una bolsa de basura en una mano
y la tapadera del contenedor en la otra. Estaba de pie al final del porche de una casa y era de
suponer que estaba en el proceso de tirar la bolsa al bidón. Aunque toda la publicación estaba en
blanco y negro, había cierto resplandor en los ojos del hombre. Era una imagen horrorosa, como
si alguien hubiera tomado una foto del vecino desprevenido y luego le hubiera coloreado los ojos
con un lápiz de cera. Me daban ganas de reír.

–¿Qué? –preguntó Sam.


–Esta es una imagen malísima. Se parece a algo de Godzilla.

Sam lo miró y luego se encogió de hombros.

–No sé –repuso–. Podría ser real. Como tú has dicho, veo alienígenas por todas partes, y en todas
las cosas.

–Pero yo pensaba que los extraterrestres se parecían a eso –dije y señalé al póster fluorescente de
la pared.

–No me lo creo todo de ellos –señaló–. Como has dicho, tú eres un extraterrestre con
superpoderes y no te pareces a eso.

Los dos nos reímos, y yo me pregunté cómo iba a salir de aquella. Con un poco de suerte Sam
nunca descubriría que le estaba contando la verdad. Aunque una parte de mí quería contárselo…
Hablarle de mí, de Henri, sobre Lorien… Y me preguntaba cuál sería su reacción. ¿Me creería?

Abrí la publicación para buscar la página de la editorial que tiene todo periódico o revista. Allí
no la había, sólo más historias y teorías.

–No hay página de información editorial.

–¿A qué te refieres?

–Ya sabes, las revistas y periódicos siempre tienen esa página en la que aparece el equipo de
redacción, editores, escritores, donde ha sido impresa, y todo eso. Ya sabes, preguntas, contactos
y etcétera, etcétera. Todas las publicaciones lo tienen, pero esta no.

–Tienen que proteger su anonimato –replicó Sam.

–¿De qué?

–De los alienígenas –contestó, y sonrió como reconociendo lo absurdo del asunto.

–¿Tienes el número del último mes?

Lo tomó del armario. Lo hojeé rápidamente, esperando que el artículo de los mogadorianos
estuviera en este y no en meses anteriores. Y entonces lo encontré en la página cuatro.

LA RAZA MOGADORIANA TRATA DE APODERARSE DE LA TIERRA.

La raza alienígena mogadoriana, del planeta Mogador de la Novena Galaxia, llevaba en la Tierra
ya unos diez años. Eran una raza sanguinaria a la búsqueda de la dominación universal. Se
rumoreaba que habían aniquilado otro planeta no muy distinto a la Tierra, y estaban planeando
descubrir las debilidades de la Tierra en pos de que nuestro planeta fuera el siguiente en ser
colonizado.
(Más en el siguiente número.)

Leí el artículo tres veces. Esperaba que allí pudiera haber más de lo que Sam ya había contado,
pero no hubo suerte. Y no había Novena Galaxia. Me preguntaba de dónde habían sacado eso.
Hojeé el número nuevo dos veces. No se mencionaba a los mogadorianos. Lo primero que pensé
fue que no había nada más que contar, que no se había logrado presentar más noticias. Pero no
creí que ese fuera el caso. Luego pensé que los mogadorianos leerían el número y luego se
encargarían del problema, sea cual fuera este.

–¿Te importa prestarme esta? –le pregunté, levantando el número del mes pasado.

Él asintió con la cabeza.

–Pero ten cuidado con ella.

Tres horas después, a las ocho en punto, la madre de Sam aún no había llegado a casa. Le
pregunté a Sam dónde estaba ella y él se encogió de hombros como si no lo supiera y su ausencia
no fuera nada nuevo. La mayor parte del tiempo simplemente jugamos a videojuegos y vimos la
tele, y para cenar tomamos comida de microondas. En todo el tiempo que estuve allí él no llevó
ni una sola vez sus gafas, lo que era raro puesto que nunca le había visto sin ellas antes. Incluso
cuando corrimos el kilómetro en clase de Educación Física se las dejó puestas. Las tomé de lo
alto de su mesa y me las puse. El mundo se volvió borroso en un instante y me empezó a doler la
cabeza casi de inmediato.

Miré a Sam. Estaba sentado en el suelo con las piernas cruzadas, con la espalda apoyada contra
la cama y un libro sobre extraterrestres en el regazo.

–¡Jesús! ¿De verdad tu visión es así de mala? –le pregunté.

–Eran de mi padre –apuntó, alzando la mirada hacia mí.

Me las quité.

–¿Alguna vez has necesitado gafas, Sam?

Él se encogió de hombros.

–En realidad no.

–Entonces, ¿por qué las llevas?

–Eran de mi padre.
Me las volví a poner.

–¡Guau! No sé cómo puedes siquiera andar en línea recta con ellas puestas.

–Tengo la vista acostumbrada a ellas.

–Sabes que eso se cargará tu vista si sigues llevándolas, ¿verdad?

–Para entonces veré lo que mi padre vio.

Me las quité y las volví a colocar donde las había encontrado. De verdad que no entendía por qué
Sam las usaba. ¿Por razones sentimentales? ¿De verdad pensaba que aquello merecía la pena?

–¿Dónde está tu padre, Sam?

Él levantó la cabeza para mirarme.

–No lo sé –contestó.

–¿A qué te refieres?

–Desapareció cuando yo tenía siete años.

–¿Sabes a dónde fue?

Suspiró, dejó caer la cabeza y reanudó la lectura. Era evidente que no quería hablar de ello.

–¿Crees en estas cosas? –me preguntó después de unos cuantos minutos de silencio.

–¿En los extraterrestres?

–Sí.

–Sí, creo en los extraterrestres.

–¿Crees que de verdad abducen a gente?

–No tengo ni idea. Supongo que no podemos descartarlo. ¿Tú crees que lo hacen?

Asintió.

–La mayor parte del tiempo. Aunque a veces la idea resulte simplemente estúpida.

–No entiendo eso.


Él alzó la cabeza para mirarme.

–Creo que mi padre fue abducido –dijo.

Se puso tenso cuando las palabras abandonaron su boca y la vulnerabilidad fue patente en su
cara. Lo que me hizo pensar que ya había compartido esa teoría antes, con alguien cuya respuesta
fue menos que amable.

–¿Por qué piensas eso?

–Porque él simplemente desapareció. Fue a la tienda a comprar leche y pan, y nunca más volvió.
Su camioneta estaba aparcada justo afuera de la tienda pero nadie de allí lo vio. Simplemente se
desvaneció, y sus gafas estaban sobre la acera al lado de la camioneta. –Hizo una pausa de un
segundo–. Tenía miedo de que estuvieras aquí para abducirme.

Era una teoría difícil de creer. ¿Cómo no pudo nadie haber visto a su padre ser abducido si el
incidente sucedió en mitad de la ciudad? Tal vez su padre tuviera razones para marcharse y
orquestó su propia desaparición. No es difícil desaparecer; Henri y yo lo habíamos hecho durante
diez años. Pero todo lo del repentino interés de Sam por los alienígenas tenía perfecto sentido.
Quizá Sam sólo quisiera ver el mundo como lo hizo su padre, pero puede que parte de él de
verdad creyera que la última visión de su padre estuviera apresada en aquellas gafas, grabada de
algún modo en sus cristales. Puede que pensara que con persistencia un día terminaría viéndolo
él también, y que la última visión de su padre confirmaría lo que ya estaba en su cabeza. O
quizás él creyera que si buscaba lo bastante finalmente encontraría un reportaje que probara que
su padre fue abducido, y no sólo eso, sino que además podía ser salvado.

¿Y quién era yo para decir que un día no encontraría esa prueba?

–Te creo –le dije–. Creo que las abducciones alienígenas son muy posibles.

Cap 17

AL DÍA SIGUIENTE ME DESPERTÉ ANTES DE LO NORMAL, salí de la cama y dejé mi


cuarto para encontrar a Henri sentado a la mesa, pasando revista a los periódicos con el portátil
abierto. El sol aún estaba oculto y la casa a oscuras, la única luz venía de la pantalla de su
ordenador.

–¿Alguna cosa?

–Nah, en realidad nada.

Encendí la luz de la cocina. Bernie Kosar daba con la pata en la puerta de la entrada. La abrí y
salió disparado al jardín e hizo la patrulla como hacía cada mañana, en la parte delantera,
rodeando al trote el perímetro y buscando algo sospechoso. Iba olisqueando al azar los lugares.
Una vez satisfecho por que todo estuviera como debía estar, se adentró corriendo en el bosque y
desapareció.

Había dos ejemplares de “Caminan Entre Nosotros” sobre la mesa de la cocina, el original y una
fotocopia que Henri había hecho para guardársela. Había una lupa sobre ellos.

–¿Algo excepcional en el original?

–No.

–¿Y ahora qué? –pregunté.

–Bueno, he tenido algo de suerte. He cotejado algunos de los otros reportajes del mes y he
encontrado algunas pistas, una de ellas me ha llevado a la web personal de un hombre. Le he
mandado un email.

Me quedé petrificado mirando a Henri.

–No te preocupes –dijo–. No pueden rastrear los emails. Al menos no de la manera que yo los
envío.

–¿Cómo los envías?

–Los desvío a través de varios servidores en ciudades de distintas partes del mundo, de forma
que la localización original se pierda por el camino.

–Impresionante.

Bernie Kosar arañó la puerta y le dejé entrar. En el reloj del microondas se leía las 5:59. Tenía
dos horas antes de tener que estar en clase.

–¿De verdad piensas que deberíamos revolver todo esto? –le pregunté–. Me refiero a que, ¿qué
pasa si todo esto es una trampa? ¿Qué pasa si sólo están tratando de sacarnos de nuestro
escondrijo?

Henri asintió.

–Ya sabes, si el artículo hubiera mencionado algo de nosotros, eso me habría frenado. Pero no
era así. Iba de su invasión de la Tierra, de modo muy parecido a como fue en Lorien. Hay tanto
al respecto que no entendemos... Tenías razón cuando dijiste hace unas semanas que fuimos
derrotados con mucha facilidad. Lo fuimos. Y eso no tiene sentido. Todo el asunto con la
desaparición de los Miembros del Consejo tampoco tiene sentido. Incluso el alejarte a ti y a los
demás niños de Lorien, lo que nunca cuestioné, parece extraño. Y aunque hayas visto lo que
sucedió, y yo haya tenido también las mismas visiones…, aún se nos escapa algo de la ecuación.
Si algún día regresamos, creo que es imprescindible entender qué fue lo que sucedió para
impedir que suceda de nuevo. Ya conoces el dicho: quien no conoce la historia está condenado a
repetirla. Y cuando se repita, será el doble lo que esté en juego.
–Está bien –dije–. Pero según lo que dijiste el sábado por la noche, la posibilidad de que
volvamos parece cada día más escasa. Así que, con eso, ¿crees que merece la pena?

Henry se encogió de hombros.

–Aún están los otros cinco ahí afuera. Puede que ellos hayan recibido sus Legados. Puede que el
tuyo simplemente se haya retrasado. Creo que lo mejor es pensar en todas las posibilidades.

–Bueno, ¿y qué planeas hacer?

–Sólo hacer una llamada de teléfono. Tengo curiosidad por oír lo que sabe esa persona. Me
pregunto qué fue lo que hizo que dejara de investigar. Una de dos: o no encontró más
información y perdió el interés en la historia, o alguien dio con él después de la publicación.

Suspiré.

–Bien, ten cuidado –le pedí.

Me puse un pantalón de chándal y una sudadera sobre dos camisetas, me anudé las botas de
deporte y me puse en pie y me desperecé. Metí en la mochila la ropa que planeaba ponerme en el
instituto, junto con una toalla, una pastilla de jabón y un bote de champú para poder ducharme
cuando llegara allí. Ahora iba corriendo cada mañana al instituto. Por lo visto Henri creía que el
ejercicio extra vendría bien a mi entrenamiento, pero la verdadera razón era que él esperaba que
ayudara a la transición de mi cuerpo y que sacara mis Legados de su letargo, si es que algún día
lo hacían.

Bajé la mirada a Bernie Kosar.

–¿Preparado para correr, chico? ¡Eh! ¿Te apetece una carrerita?

Comenzó a mover la cola y a dar vueltas en círculo.

–Te veo después de clase.

–Que hagas buena carrera –se despidió Henri–. Ten cuidado en la carretera.

Salimos por la puerta y nos encontramos con un viento frío y fuerte. Bernie Kosar ladró nervioso
unas cuantas veces. Empecé a correr suavemente, saliendo del sendero de grava, con el perro
trotando a mi lado como pensé que haría. El calentamiento me llevó medio kilómetro.

–¿Listo para batir la marca, chico?


Él no me prestaba atención, simplemente seguía trotando a mi lado con la lengua colgando y con
aspecto de total felicidad.

–Está bien, entonces allá vamos.

Me puse en marcha, metiéndome en la carrera y en un sprint de muerte al poco después, yendo


tan rápido como podía. Dejé en la estacada a Bernie Kosar. Miré detrás de mí y venía corriendo
tan rápido como podía, aunque yo le estaba tomando la delantera. El viento movía mi pelo, los
árboles pasaban borrosos. Todo se sentía genial. Entonces Bernie Kosar salió disparado hacia el
bosque y desapareció de mi vista. No estaba seguro de si debía parar y esperarlo. Entonces me
volví y Bernie Kosar salió del bosque de un salto a tres metros por delante de mí.

Bajé la mirada y él la alzaba para mirarme, con la lengua a un lado, con una sensación de júbilo
en los ojos.

–Eres un perro raro, ¿lo sabías?

Cinco minutos después el instituto estuvo a la vista. Hice un sprint en el último kilómetro,
empleándome, corriendo tan fuerte como podía porque era tan temprano que no había nadie allí
por ningún lado que pudiera verme. Entonces me quedé de pie con los dedos entrelazados detrás
de la cabeza, recuperando la respiración. Bernie Kosar llegó treinta segundos después y se sentó
a observarme. Yo me arrodillé y lo acaricié.

–Buen trabajo, colega. Creo que tenemos un nuevo ritual matutino.

Tiré de la mochila, abrí la cremallera y saqué un paquete con unas cuantas tiras de beicon y se las
di. Las engulló.

–Okey, chico. Yo voy dentro ahora. Vuelve a casa. Henri está esperando.

Me miró durante un segundo, y luego se fue trotando hacia casa. Me asombraba su total
comprensión. Entonces me volví, entré en el edificio y me dirigí a la ducha.

Yo era la segunda persona en entrar en Astronomía. Sam era el primero, ya sentado en su sitio
habitual en la parte de atrás de la clase.

–¡Eh! –exclamé–. ¡Sin gafas! ¿Qué sucede?

Él se encogió de hombros.

–Pensé en lo que dijiste. Es probable que sea estúpido que las lleve.

Me senté a su lado y sonreí. Era difícil de imaginar que alguna vez me acostumbrara a que sus
ojos se vieran tan redondos y brillantes. Le devolví el ejemplar de “Caminan Entre Nosotros”. Lo
metió en su mochila. Sostuve mis dedos como si fueran una pistola y le di un pequeño codazo.

–¡Bang! –dije.

Empezó a reírse. Luego yo también. Ninguno de los dos podía parar. Cada vez que uno de
nosotros miraba al otro empezaba a reír y todo comenzaba de nuevo. La gente se nos quedaba
mirando cuando entraba. Entonces llegó Sarah. Entró sola, acercándose despacio a nosotros con
cara de desconcierto y se sentó a mi lado.

–¿De qué os estáis riendo, chicos?

–No estoy realmente seguro –reconocí, y entonces me eché a reír un poco más.

Mark fue la última persona en entrar. Se sentó en su lugar habitual, pero hoy en vez de ser Sarah
la que se sentaba a su lado era otra chica. Creo que era de último curso. Sarah extendió la mano
bajo la mesa y me agarró la mano.

–Hay algo de lo que tengo que hablar contigo –me dijo.

–¿De qué?

–Sé que te lo digo a última hora, pero mis padres quieren que tú y tu padre vengáis mañana para
la cena de Acción de Gracias.

–¡Ah! Eso sería estupendo. Tengo que preguntarlo, pero sé que no tenemos planes, así que
supongo que la respuesta es sí.

Ella sonrió.

–¡Genial!

–Como sólo somos los dos, normalmente no celebramos Acción de Gracias.

–Bueno, nosotros somos realmente anticuados. Y mis hermanos vendrán de la universidad para
pasarlo en casa. Quieren conocerte.

–¿Cómo es que saben de mí?

–¿Cómo crees?

La profesora entró en clase y Sarah me guiñó un ojo, luego empezamos a tomar apuntes.
Henri estaba esperándome como era costumbre, con Bernie Kosar plantado en el asiento del
pasajero meneando la colita y golpeando la puerta de su lado en cuanto me vio. Me monté en la
camioneta.

–Athens –pronunció Henri.

–¿Athens?

–Athens, Ohio.

–¿Por qué?

–Allí es donde se escriben y se imprimen los números de “Caminan entre Nosotros”. Es desde
donde son enviados.

–¿Cómo lo has descubierto?

–Tengo mis métodos.

Me quedé mirándolo.

–Está bien, está bien. Mandé tres emails e hice cinco llamadas de teléfono, pero ya tengo el
número. –Me miró atentamente–. Es decir, no ha sido tan difícil de encontrar con un pequeño
esfuerzo.

Asentí. Sabía qué me estaba diciendo. Los mogadorianos lo habrían encontrado con tanta
facilidad como él. Lo que desde luego significaba que la balanza se inclinaba a favor de la
segunda suposición de Henri: que alguien dio con el editor antes de que la historia pudiera ser
más desarrollada.

–¿A cuánto está Athens de aquí?

–A dos horas en coche.

–¿Vas a ir?

–Espero no tener que hacerlo. Primero voy a llamar.

Cuando llegamos a casa, de inmediato Henri tomó el teléfono y se sentó a la mesa de la cocina.
Yo me senté frente a él y escuchaba.

–Sí, llamaba para preguntar por un artículo del número del mes pasado de “Caminan entre
Nosotros”.

Al otro lado respondió una voz profunda. No pude oír lo que dijo.
Henri sonrió.

–Sí –dijo, luego hizo una pausa.

–No, no estoy subscrito. Pero un amigo mío sí.

Otra pausa.

–No, gracias.

Él asintió con la cabeza.

–Bueno, siento curiosidad por el artículo sobre los mogadorianos. No hubo una continuación en
el número de este mes como había esperado.

Me eché hacia adelante y forcé el oído, con el cuerpo tenso y rígido. Cuando llegó la réplica la
voz sonó trémula y agitada. Después se cortó la comunicación.

–¿Hola?

Henri apartó el auricular del teléfono de su oído, lo miró y luego volvió a subirlo.

–¿Hola? –insistió otra vez.

Después de eso colgó el teléfono y lo puso sobre la mesa, mirándome.

–Ha dicho: “No vuelva a llamarme aquí otra vez”. Y me ha colgado sin más.

Cap 18

DESPUÉS DE DISCUTIRLO DURANTE VARIAS HORAS, Henri se levantó a la mañana


siguiente e imprimió las direcciones de puerta a puerta desde allí a Athens, Ohio. Me dijo que
estaría en casa lo bastante temprano para que pudiéramos ir a la cena de Acción de Gracias en
casa de Sarah, y me tendió una hoja con la dirección y el número de teléfono del lugar a donde
iba.

–¿Estás seguro de que esto merece la pena? –le pregunté.

–Tenemos que averiguar qué está pasando.

Suspiré.

–Creo que ambos sabemos qué está pasando.

–Tal vez –admitió, pero con toda la autoridad y nada de la incertidumbre que normalmente
acompaña al mundo.

–Te das cuenta de lo que me dirías tú a mí si los papeles estuvieran a la inversa, ¿verdad?

Henri sonrió.

–Sí, John. Sé lo que diría. Pero creo que esto nos ayudará. Quiero descubrir qué ha atemorizado
de tal manera a ese hombre. Quiero saber si se nos ha mencionado, si nos buscan a través de algo
en lo que aún no hemos pensado. Nos ayudará permanecer ocultos, ir por delante de ellos. Y si
este hombre los ha visto, sabremos qué aspecto tienen.

–Ya sabemos qué aspecto tienen.

–Conocíamos qué aspecto tenían cuando nos atacaron, hace unos diez años, pero pueden haber
cambiado. Ya llevan en la Tierra bastante tiempo. Quiero saber cómo se están camuflando.

–Aunque sepamos qué aspecto tienen, para cuando nos los encontremos en plena calle
probablemente ya sea demasiado tarde.

–Puede que sí, puede que no. Si veo uno, lo probaré y lo mataré. No hay garantías de que vaya a
ser capaz de matarme –señaló, con la incertidumbre y nada de la autoridad esta vez.

Lo dejé. No me gustaba ni un pelo que fuera a Athens mientras yo me quedaba sentado sin hacer
nada en casa. Pero sabía que haría oídos sordos a mis objeciones.

–¿Estás seguro de que volverás a tiempo? –le pregunté.

–Me voy ahora, lo que me pondrá allí sobre las nueve. Dudo que esté más de una hora, dos a lo
sumo. Debería estar de vuelta para la una.

–Entonces, ¿por qué tengo esto? –le pregunté, y levanté la hoja de papel con la dirección y el
número de teléfono.

Él se encogió de hombros.

–Bueno, nunca se sabe.

–Que es precisamente por lo que pienso que no deberías ir.

–Touché –dijo, poniendo fin a la discusión. Recogió sus papeles, se levantó de la mesa y se
apoyó en la silla–. Te veo esta tarde.

–Okey –contesté.

Salió encaminándose hacia la camioneta y se metió dentro. Bernie Kosar y yo salimos al porche
delantero y le vimos alejarse al volante. No sabía por qué, pero tenía un mal presentimiento.
Esperaba que regresara sin problemas.

Fue un largo día. Uno de aquellos en los que el tiempo se ralentizaba y cada minuto parecía que
eran diez, cada hora parecía que eran veinte. Jugué con la videoconsola y navegué por Internet.
Busqué noticias que pudieran estar relacionadas con alguno de los otros chicos. No encontré
nada, lo que me alegró. Eso significaba que estábamos volando por debajo del radar. Eludiendo a
nuestros enemigos.

Periódicamente comprobaba el teléfono. Mandé un mensaje de texto a Henri a mediodía. Él no


contestó. Almorcé y di de comer a Bernie, y luego envié otro. Ninguna respuesta. Se me formó
una sensación de nerviosismo y agitación en el estómago. Henri nunca había dejado de contestar
un mensaje de inmediato. Quizás su teléfono estuviera apagado. Quizás se había quedado sin
batería. Traté de convencerme a mí mismo de aquellas posibilidades, pero sabía que ninguna de
ellas era verdad.

A las dos en punto empecé a preocuparme. A preocuparme de verdad. Se suponía que estaríamos
en casa de los Hart en una hora. Henri sabía que la cena era importante para mí. Y él nunca se
escaquearía. Me metí en la ducha con la esperanza de que para cuando saliese, Henri estuviese
sentado a la mesa de la cocina bebiendo una taza de café. Abrí del todo el agua caliente y no me
preocupé por el agua fría en absoluto. No sentía nada. Todo mi cuerpo era inmune ahora al calor.
Se sentía como si agua tibia corriera por mi piel, y realmente echaba de menos la sensación de
calor. Solía encantarme darme duchas calientes. Me quedé bajo el agua caliente hasta que se
acabara, cerrando los ojos y disfrutando del agua golpeando mi cabeza y resbalando por mi
cuerpo. Hacía que me olvidara de mi vida. Me permitió olvidarme de quién y qué soy durante un
rato.

Cuando salí de la ducha, abrí el armario y busqué la mejor ropa que tenía, que no era nada
especial: unos pantalones caquis, una camisa de botones y un jersey. Como nos habíamos pasado
la vida corriendo, todo lo que tenía era zapatillas para correr, lo que era tan ridículo que me hizo
reír, la primera vez que me reía en todo el día… Fui a la habitación de Henri y miré en su
armario. Tenía un par de mocasines que me quedaban bien. Ver toda su ropa me hizo
preocuparme más, inquietarme más. Quería creer que simplemente le estaba llevando más
tiempo del debido, pero él se habría puesto en contacto conmigo. Algo iba mal.

Fui a la puerta principal, donde estaba sentado Bernie, mirando por la ventana. Alzó la mirada
hacia mí y lloriqueó. Le di unas palmaditas en la cabeza y regresé a mi habitación. Miré el reloj.
Acababan de dar las tres. Comprobé el móvil. Ningún mensaje, ningún aviso. Decidí ir a casa de
Sarah y si no sabía de Henri para las cinco, pensaría un plan. Podía decirles que Henri estaba
enfermo y que yo tampoco me sentía bien. Podía contarles que la camioneta de Henri se había
averiado y que tenía que ir a ayudarle. Con suerte él aparecería y podríamos pasar simplemente
una bonita cena de Acción de Gracias. En realidad sería la primera vez que pasáramos una. Si no
era así, les contaría algo. Tendría que hacerlo.

Sin la camioneta decidí que iría corriendo. Seguramente ni rompería a sudar y llegaría más
rápido que con la camioneta, puesto que las carreteras estarían atestadas por las fiestas. Me
despedí de Bernie diciéndole que volvería a casa más tarde, y me marché. Corrí por los márgenes
de los sembrados, atravesé el bosque. Sentaba bien quemar algo de energía. Esto calmó el filo de
mi ansiedad. Me puse un par de veces cerca del límite de mi velocidad, lo que probablemente
sería alrededor de los 100 o 110 kilómetros por hora. Era increíble sentir el aire frío azotándome
en la cara. El sonido era fabuloso, el mismo sonido que oía cuando sacaba la cabeza por la
ventanilla de la camioneta mientras íbamos en carretera. Me preguntaba a cuánta velocidad sería
capaz de correr cuando tuviera veinte o veinticinco años.

Me detuve a unos cien metros de la casa de Sarah. No me faltaba el aliento en absoluto. Cuando
me acercaba a la entrada vi que Sarah estaba mirando a hurtadillas por la ventana. Sonrió y me
saludó con la mano, abriendo la puerta justo cuando yo ponía un pie sobre su porche.

–¡Eh, guapo! –saludó ella.

Me volví y miré por encima del hombro para fingir que ella estaba hablando a otra persona.
Luego me volví de nuevo y le pregunté si estaba hablando conmigo. Ella se echó a reír.

–Qué tonto eres –dijo, y me dio con el puño en el brazo antes de tirar de mí para acercarme y
darme un beso prolongado. Inspiré profundamente y pude oler la comida: pavo relleno, patatas
dulces, coles de Bruselas y pastel de calabaza.

–Huele estupendamente –le dije.

–Mi madre ha estado cocinando todo el día.

–No puedo esperar a que llegue la hora de comer.

–¿Dónde está tu padre?

–Se retrasó. Debería estar aquí en un rato.

–¿Está él bien?

–¡Sí, no es para tanto!

Entramos y me enseñó su casa, era genial. La clásica casa familiar con los dormitorios en la
primera planta, un desván donde uno de sus hermanos tenía su cuarto y todas las estancias –la
sala de estar, el comedor, la cocina y la salita familiar– en la planta baja. Cuando llegamos a su
dormitorio, ella cerró la puerta y me besó. Estaba sorprendido, encantado.

–He estado deseando hacer esto todo el día –confesó ella en voz baja cuando se apartó. Cuando
fue hacia la puerta yo volví a tirar de ella hacia mí y la besé de nuevo.

–Y yo estoy deseando volver a besarte más tarde –le susurré. Ella me sonrió y volvió a darme
con el puño en el brazo otra vez.
Nos dirigimos escaleras abajo y me llevó a la salita, donde sus dos hermanos mayores, que
habían venido a casa desde la universidad para pasar el fin de semana, estaban viendo el rugby
junto a su padre. Me senté con ellos, mientras Sarah iba a la cocina a ayudar a su madre y a su
hermana pequeña con la cena. Yo nunca había estado muy metido en el rugby. Supongo que por
el modo en el que habíamos vivido Henri y yo, nunca me había metido realmente en nada aparte
de nuestra vida. Mi preocupación siempre había sido tratar de encajar allá donde estuviéramos, y
luego estar preparado para marcharnos a cualquier otro lugar. Sus hermanos, y su padre, todos
habían jugado a rugby en el instituto. Les encantaba. Y en el partido de ese día uno de sus
hermanos y su padre estaba con un equipo, mientras que su otro hermano estaba con el otro. Se
peleaban unos con otros, se picaban entre ellos, animando o gruñendo dependiendo de lo que
sucediera en el partido. Era evidente que llevaban años haciendo aquello, muy probablemente
durante toda su vida, y era evidente que se lo estaban pasando genial. Eso me hizo desear que
Henri y yo tuviéramos algo más, además de mis entrenamientos y nuestra vida de huir y
ocultarnos, que ambos compartiéramos una afición y que pudiéramos divertirnos juntos. Me
hacía desear tener un verdadero padre y hermanos con los que compartir la vida.

En el descanso la madre de Sarah nos llamó para cenar. Comprobé el móvil y aún nada. Antes de
que nos sentáramos fui al baño e intenté llamar a Henri, salió directamente el buzón de voz. Eran
casi las cinco en punto y estaba empezando a sentir pánico. Volví a la mesa, donde estaban todos
ya sentados. La mesa se veía increíble. Había flores en el centro, con salvamanteles individuales
y los servicios meticulosamente situados frente a cada una de las sillas. Los platos de comida se
desplegaban alrededor de la mesa, con el pavo situado frente al puesto del Sr. Hart. Justo después
de sentarme, la Sra. Hart entró en la habitación. Se había quitado el delantal y llevaba una bonita
falda y un suéter.

–¿Has sabido algo de tu padre? –me preguntó.

–Acabo de llamarle. Él, esto…, está tardando más de lo planeado y ha pedido que no le
esperemos. Siente mucho las molestias –mentí.

El Sr. Hart empezó a trinchar el pavo. Sarah me sonreía desde el otro lado de la mesa, lo que me
hizo sentir mejor durante medio segundo. Se empezó a pasar la comida y tomé una pequeña
ración de cada cosa. No creía que fuera capaz de comer mucho. Mantuve el teléfono cerca, sobre
el regazo, en modo vibración por si llegaba una llamada o un mensaje. Sin embargo, con cada
segundo que pasaba, dejaba de creer que fuera a llegar nada, o que volviera a ver a Henri nunca
más. La idea de vivir solo –con mis Legados desarrollándose, y sin nadie que me los explicara o
me entrenase, huyendo solo, ocultándome solo, de seguir solo adelante, de luchar contra los
mogadorianos, luchar con ellos hasta derrotarlos o que me ellos me mataran– me aterrorizaba.

La cena duró una eternidad. El tiempo pasaba lentamente otra vez. Toda la familia de Sarah me
acribillaba a preguntas. Nunca me había encontrado en una situación en la que tanta gente me
preguntara tantísimas cosas en tan corto periodo de tiempo. Me preguntaron acerca de mi pasado,
de los lugares en los que había vivido, acerca de Henri, de mi madre…, de quien dije, como
siempre había hecho, que había muerto cuando era muy pequeño. Esa fue la única respuesta de
las que di que era mínimamente un ápice de verdad. Ni siquiera tenía idea de si mis respuestas
tenían sentido. El teléfono sobre mis piernas parecía pesar una tonelada. No vibraba. Sólo
permanecía allí.

Después de la cena, y antes del postre, Sarah nos pidió a todos que saliéramos al jardín trasero
para que ella pudiera hacer algunas fotografías. Cuando salíamos, Sarah me preguntó si algo iba
mal. Le dije que estaba preocupado por Henri. Ella trató de calmarme diciéndome que todo
estaría bien, pero no funcionó. Si acaso, me hizo sentir peor. Intentaba imaginar dónde estaba y
qué estaba haciendo, y la única imagen que me venía era de él ante un mogadoriano, con aspecto
aterrado y sabiendo que estaba a punto de morir.

Mientras nos reuníamos para las fotografías, empecé a sentir pánico. ¿Cómo podía llegar hasta
Athens? Podía correr, pero podía ser difícil encontrar el camino, sobre todo porque tendría que
evitar el tráfico y mantenerme alejado de las carreteras principales. Podía tomar un autobús, pero
eso llevaría demasiado tiempo. Podía preguntarle a Sarah, pero eso implicaba una enorme
cantidad de explicaciones, incluido el contarle que yo era un alienígena y que creía que Henri
había sido capturado o asesinado por extraterrestres hostiles que estaban buscándome para poder
matarme. No era la mejor idea.

Mientras posábamos tuve el impulso desesperado de marcharme, pero tenía que hacerlo de tal
manera que no hiciese que Sarah o su familia se enfureciese. Me concentré en la cámara,
mirando directamente a esta mientras trataba de pensar en una excusa que despertara la menor
cantidad de preguntas. Ya estaba muerto por la desesperación. Me empezaron a temblar las
manos. Las sentía calientes. Bajé la mirada a ellas para asegurarme de que no estaban brillando.
No lo hacían, pero cuando volvía a alzar la mirada vi que la cámara estaba agitándose en las
manos de Sarah. Supe de algún modo que era yo quien estaba haciéndolo, pero no tenía ni idea
de cómo o qué podía hacer para detenerlo. Me subieron escalofríos por la espalda. La respiración
se me quedaba retenida en la garganta y en ese mismo instante la lente de la cámara se
resquebrajó haciéndose añicos. Sarah gritó, luego tiró la cámara y se quedó mirándola,
confundida. Tenía la boca abierta y se le llenaban los ojos de lágrimas.

Sus padres se apresuraron hacia ella para comprobar si estaba bien. Yo sólo me quedé allí parado
en estado de shock. No estaba seguro de qué hacer. Lo sentía por su cámara y por el susto que se
había llevado ella con aquello, pero también estaba entusiasmado porque era evidente que mi
telequinesis había llegado. ¿Sería capaz de controlarla? Henri estaría fuera de sí cuando se
enterara. Henri. El pánico regresó. Apreté los puños. Tenía que salir de allí. Tenía que
encontrarlo. Si lo tenían los mogadorianos, y esperaba que no fuera así, mataría a todos esos
malditos para hacer que regresara.

Pensándolo rápidamente, me acerqué a Sarah y la aparté de sus padres, que estaban


inspeccionando la cámara fotográfica para descubrir qué acababa de pasar.

–Acabo de recibir un mensaje de Henri. De verdad que lo siento, pero tengo que irme.

Ella estaba claramente distraída, paseando la mirada de mí a sus padres.

–¿Está bien?
–Sí, pero tengo que irme… Él me necesita. –Ella asintió y nos dimos un ligero beso. Esperaba
que no fuese la última vez.

Les di las gracias a sus padres y sus hermanos y me marché antes de que pudieran hacerme
demasiadas preguntas. Atravesé la casa y tan pronto como salí por la puerta, empecé a correr.
Tomé el mismo camino hacia casa que había tomado antes para ir a la de Sarah. Me mantuve
alejado de las carreteras principales, corriendo a través del bosque. Estuve de vuelta en pocos
minutos. Oí a Bernie Kosar arañando la puerta mientras yo subía a la carrera el camino de
entrada. Estaba claramente inquieto, como si también pudiera sentir que algo no iba bien.

Me fui directo a mi habitación. Saqué de la mochila el trozo de papel que contenía el número de
teléfono y la dirección que Henri me había dado antes de marcharse. Marqué el número. Saltó
una grabación: “Lo siento, el número al que está llamando ha sido desconectado o ya no está en
servicio.” Bajé la mirada al trozo de papel y marqué el número otra vez. La misma grabación.

–¡Mierda! –grité y le di una patada a una silla, que atravesó volando la cocina llegando hasta la
sala de estar.

Entré en mi habitación. Salí. Volví a entrar otra vez. Me miré en el espejo. Tenía los ojos
enrojecidos; habían aparecido lágrimas pero no derramaba ninguna. Me temblaban las manos.
Me consumían la ira, la rabia y un terrible miedo a que Henri estuviera muerto. Cerré los ojos
con fuerza y dirigí toda la rabia al fondo de mi estómago. En un repentino estallido proferí un
grito, abrí los ojos y extendí las manos con fuerza hacia el espejo, y el cristal se hizo pedazos
aunque yo estaba a tres metros. Me quedé mirándolo. La mayor parte del espejo aún seguía
sujeto a la pared. Lo que había sucedido en casa de Sarah no había sido una casualidad.

Miré los añicos de espejo sobre el suelo. Levanté una mano frente a mí y mientras me
concentraba en un fragmento en particular, intenté moverlo. Mi respiración estaba controlada,
pero todo el miedo y la furia permanecían en mí. Miedo era una palabra demasiado simple.
Terror, eso era lo que sentía.

El trozo de espejo no se movió al principio, pero después de quince segundos empezó a temblar.
Lentamente al principio, luego con rapidez. Y entonces me acordé. Henri había dicho que
normalmente eran las emociones las que desencadenaban los Legados. Seguramente era lo que
había sucedido en ese momento. Puse todas mis fuerzas en levantar el pedazo de cristal. Me
brotaron gotas de sudor de la frente. Me concentré con todo lo que tenía y con todo lo que era a
pesar de todo lo pasado. Me esforzaba por respirar. Con mucha lentitud el fragmento de espejo
comenzó a elevarse. Unos centímetros. Estaba a medio metro sobre el suelo, y seguía subiendo,
con mi brazo derecho extendido y moviéndose con él hasta que el trozo de cristal estuvo a la
altura de mis ojos. Lo sostuve allí. Pensé que ojalá Henri hubiera podido ver aquello. Y en un
abrir y cerrar de ojos, se extinguió el entusiasmo de mi recién descubierta felicidad, y regresaron
el pánico y el miedo. Miré el fragmento, la manera en la que reflejaba la pared recubierta de
paneles de madera con aspecto anticuado y destartalado sobre el cristal. Madera. Antigua y
destartalada. Y entonces mis ojos se abrieron más de lo que lo habían hecho en toda mi vida.
¡El Cofre!

Henri lo había dicho: “Sólo nosotros dos juntos podemos abrirlo. A menos que yo muera; en tal
caso podrás abrirlo tú solo.”

Tiré el trozo de cristal y salí a la carrera del cuarto para entrar en el de Henri. El Cofre estaba en
el suelo, junto a su cama. Me hice con él, corrí hacia la cocina y lo solté sobre la mesa. El cierre
con la forma del emblema de Lorien estaba devolviéndome la mirada.

Me senté a la mesa y me quedé mirando la cerradura. Me temblaba el labio. Traté de tranquilizar


mi respiración pero fue inútil; mi pecho subía y bajaba como si acabara de terminar los cien
metros lisos. Me daba miedo sentir el clic bajo mi mano. Inspiré profundamente y cerré los ojos.

–Por favor, no te abras –supliqué.

Agarré la cerradura. Apreté con tanta fuerza como pude, conteniendo la respiración, con la vista
borrosa y los músculos de mi antebrazo tensados. Esperando el clic. Sosteniendo el cierre y
esperando el chasquido seco.

Sólo que no hubo clic.

Lo solté, me dejé caer en la silla y me agarré la cabeza con las manos. Un pequeño atisbo de
esperanza. Me pasé las manos por el pelo y me enderecé. A un metro y medio había una cuchara
usada sobre la encimera. Me concentré en ella, extendí una mano por delante de mi cuerpo y la
cuchara salió volando. Henri habría estado tan contento. Henri, pensé, ¿dónde estás? En algún
lugar, y aún vivo. Y voy a ir a por ti.

Marqué el número de Sam, el único amigo además de Sarah que había hecho en Paradise, el
único amigo que había tenido, para ser sincero. Él contestó a la segunda señal.

–¿Diga?

Cerré los ojos y me pellizqué el puente de la nariz. Inspiré profundamente. El temblor había
regresado, si es que había desaparecido alguna vez.

–¿Diga…? –volvió a decir otra vez.

–Sam.

–¡Hey! –saludó entonces–. Suenas fatal. ¿Estás bien?

–No. Necesito tu ayuda.

–¿Qué? ¿Qué ha pasado?

–¿Hay alguna manera de que tu madre te acerque?


–Ella no está aquí. Está haciendo turno en el hospital porque le pagan el doble en festivos. ¿Qué
pasa?

–La cosa va mal, Sam. Y necesito ayuda.

Otro silencio, después:

–Llegaré allí tan rápido como pueda.

–¿Estás seguro?

–Te veo ahora.

Colgué el teléfono y dejé caer la cabeza sobre la mesa. Athens, Ohio. Era donde estaba Henri. De
alguna manera, de algún modo, era adonde yo tenía que ir.

Y tenía que llegar allí rápido.

Cap 19

MIENTRAS ESPERABA A SAM, DI VUELTAS POR TODA LA CASA levantando objetos


inanimados en el aire sin tocarlos: una manzana de la encimera de la cocina, un tenedor en el
fregadero, una pequeña maceta al lado de la ventana de la fachada... Sólo podía levantar las cosas
pequeñas, y estas se elevaban en el aire con cierta timidez. Cuando lo intentaba con algo más
pesado –una silla, una mesa– no sucedía nada.

Las tres pelotas de tenis que Henry y yo usábamos para entrenar estaban dentro de una cesta al
otro lado de la sala de estar. Atraje una de ellas hacia mí, y cuando cruzó su línea de visión,
Bernie Kosar se puso alerta. Entonces la lancé sin tocarla y él empezó a correr detrás de ella;
pero antes de que pudiera alcanzarla, la retiraba, o cuando sí conseguía atraparla, se la sacaba de
la boca, todo mientras estaba sentado en el sofá de la sala de estar. Aquello mantenía mi mente
apartada de Henri, del daño que podía estar sufriendo y de la culpabilidad por las mentiras que
había tenido que contarle a Sam.

Le tomó veinticinco minutos recorrer en bicicleta los seis kilómetros y medio que había hasta mi
casa. Le oí acercarse por el camino de entrada. Saltó de la bici y esta se estrelló contra el suelo
mientras él entraba corriendo por la puerta principal sin llamar, y sin aliento. Su rostro estaba
surcado de sudor. Miró a su alrededor y examinó el lugar.

–Entonces, ¿qué es lo que pasa? –preguntó.

–Esto va a sonarte absurdo –le advertí–. Pero tienes que prometerme que me tomarás en serio.

–¿De qué estás hablando?


¿De qué estaba hablando? Estaba hablando de Henri. Él había desaparecido debido a una
negligencia, la misma negligencia contra la que siempre había predicado. Estaba hablando del
hecho de que cuando Sam le apuntó con una pistola, le había dicho la verdad. Yo era un
alienígena. Henri y yo habíamos venido a la Tierra hacía diez años, y estábamos siendo cazados
por una malévola raza de alienígenas. Estaba hablando de Henri y de cómo él pensaba que podía
esquivarlos de alguna forma al entenderlos un poco más. Y ahora él se había ido. De eso es de lo
que estaba hablando a Sam. ¿Lo entendería? Pero no. No podía decirle a él nada de estas cosas.

–A mi padre lo han capturado, Sam. No estoy del todo seguro de quién, o qué es lo que le están
haciendo. Pero algo le ha ocurrido, y creo que lo mantienen prisionero. O peor.

En su rostro se desplegó una sonrisa.

–¡Venga ya! –dijo.

Negué con la cabeza y cerré los ojos. La gravedad de la situación hacía que de nuevo fuese
difícil respirar. Me volví y miré suplicante a Sam. Los ojos se me llenaban de lágrimas.

–No estoy bromeando.

El rostro de Sam se volvió desolado.

–¿Qué quieres decir? ¿Quién lo ha capturado? ¿Dónde está él?

–Él seguía la pista al escritor de uno de los artículos de tu revista y eso lo llevó a Athens, Ohio, y
fue allí hoy. Fue allí y no ha vuelto. Su teléfono está apagado. Algo le ha sucedido. Algo malo.

Sam pareció aún más confundido.

–¿Qué? ¿Por qué le interesa eso? Me estoy perdiendo algo. Es sólo una estúpida publicación.

–No sé, Sam. Él es como tú… Le encantan los extraterrestres, las teorías de conspiración y todo
eso –le contesté, pensando rápidamente–. Siempre ha sido una estúpida afición suya. Uno de los
artículos despertó su interés y supongo que quería saber más y eso lo impulsó a ir.

–¿Fue el artículo sobre los mogadorianos?

Asentí con la cabeza.

–¿Cómo lo sabes?

–Porque parecía que había visto un fantasma cuando se lo mencioné en Halloween –dijo y negó
con la cabeza–. Pero, ¿por qué habría de importarle a nadie que él pregunte por un estúpido
artículo?

–No lo sé. Es decir, me imagino que esa gente no es la más cuerda del mundo. Probablemente
sean paranoicos y delirantes. Tal vez hayan pensado que era un alienígena, la misma razón por la
que tú me apuntaste con una pistola. Se suponía que debía estar en casa para la una y su teléfono
está apagado. Eso es todo lo que puedo decir.

Me levanté y me encaminé a la mesa de la cocina. Tomé el trozo de papel con la dirección y el


número de teléfono de adonde había ido Henri.

–Aquí es donde ha ido hoy –le dije–. ¿Tienes alguna idea de dónde está?

Él miró el papel y luego a mí.

–¿Quieres ir allí?

–No sé qué otra cosa hacer.

–¿Y por qué no puedes llamar simplemente a la policía y contarles lo que ha pasado?

Me senté en el sofá pensando en la mejor manera de responderle. Ojalá hubiera podido decirle la
verdad, que en el mejor de los casos si la policía se veía envuelta eso significaría que Henri y yo
tendríamos que marcharnos. En el peor de los casos Henri sería interrogado, puede que le
tomaran las huellas dactilares, meterse en lenta burocracia, lo que daría a los mogadorianos la
oportunidad de moverse. Y una vez que nos encontraran, la muerte sería inminente.

–¿Llamar a qué policía? ¿Los de Paradise? ¿Qué crees que harían si les cuento la verdad?
Llevaría días que me tomaran en serio, y no tengo días.

Sam se encogió de hombros.

–Puede que te tomen en serio. Además, ¿qué pasa si simplemente se ha retrasado, o si su teléfono
se ha roto? Él podría estar de camino a casa ahora mismo.

–Tal vez, pero no lo creo. Aquí algo no va bien, y tengo que llegar allí lo antes posible. Se
suponía que estaría en casa hace horas.

–Tal vez se ha visto envuelto en un accidente.

Negué con la cabeza.

–Puede que tengas razón, pero no lo creo. Y si le están haciendo daño, entonces estamos
perdiendo el tiempo.

Sam miró la hoja de papel. Se mordió el labio y permaneció en silencio quince segundos.

–Bueno, sé vagamente cómo llegar a Athens. Sin embargo, no tengo ni idea de cómo llegar a esta
dirección una vez estemos allí.
–Puedo imprimir las direcciones de Internet. Eso no me preocupa. Lo que me preocupa es el
transporte. Tengo unos ciento veinte dólares en mi habitación. Puedo pagar a alguien para que
nos lleve, pero no tengo ni idea de a quién pedírselo. No es que haya un montón de taxis en
Paradise, Ohio.

–Podemos tomar nuestra camioneta.

–¿Qué camioneta?

–Me refiero a la camioneta de mi padre. Todavía la tenemos. Está en el garaje, no se ha tocado


desde que él desapareció.

Lo miré.

–¿Hablas en serio?

Él asintió con la cabeza.

–¿Cuánto tiempo ha estado allí? ¿Aún sigue funcionando?

–Ocho años. ¿Por qué no seguiría funcionando? Estaba casi nueva cuando la compró.

–Espera, déjame entenderlo bien. ¿Estás sugiriendo que conduzcamos nosotros mismos, tú y yo,
dos horas hasta Athens?

El rostro de Sam se torció con una sonrisa maliciosa.

–Eso es exactamente lo que estoy sugiriendo.

Me eché hacia adelante en el sofá. No pude evitar sonreír también.

–Sabes que vamos a meternos en un buen marrón si nos pillan, ¿verdad? Ninguno de los dos
tiene permiso de conducir.

Sam asintió con la cabeza.

–Mi madre va a matarme, y puede que te mate a ti también. Y luego está la ley. Pero ¡sí!, si
realmente crees que tu padre está metido en problemas, ¿qué otra opción tenemos? Si los papeles
se invirtieran y fuese mi padre el que estuviese en problemas, yo iría al segundo.

Miré a Sam. No había una pizca de vacilación en su rostro al sugerir que condujéramos
ilegalmente hasta una población a dos horas de allí, sin mencionar que ninguno de los dos sabía
conducir y no teníamos ni idea de qué esperar una vez llegáramos. Y sin embargo, Sam estaba
metido de lleno. De hecho era idea suya.

–Está bien, vayamos en la camioneta a Athens –dije.


Metí mi teléfono en la mochila y me aseguré de que todo estuviese cerrado y en orden. Luego
recorrí la casa, registrándolo todo como si fuera la última vez que lo fuera a ver. Era una idea
estúpida y sabía que estaba siendo un completo sentimental, pero estaba nervioso y aquello me
proporcionaba una sensación de calma. Tomaba cosas y después las volvía a dejar en su sitio.
Después de cinco minutos estaba listo.

–Vamos –le dije a Sam.

–¿Quieres ir detrás en la bicicleta?

–Monta tú, yo iré corriendo a tu lado.

–¿Qué pasa con tu asma?

–Creo que estaré bien.

Nos marchamos. Él se subió a su bicicleta y trató de pedalear tan rápido como pudo, pero no se
encontraba en muy buena forma. Yo corría unos metros por detrás y fingía estar sin aliento.
Bernie también nos seguía. Para cuando llegamos a su casa, Sam estaba empapado en sudor.
Entró corriendo en su cuarto y volvió a salir con una mochila. La puso sobre la encimera de la
cocina y se fue a cambiarse de ropa. Eché un vistazo dentro de ella. Había un crucifijo, unos
cuantos dientes de ajo, una estaca de madera, un martillo, una pella de Silly Putty* y una navaja.

* De la marca “Crayola”, es una clase de polímero de silicona. Hoy en día es un juguete para
niños, creado originalmente por accidente durante la investigación de potenciales sucedáneos
del caucho para su utilización en los Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial. A
simple vista es similar a la plastilina, pero tiene una consistencia más gelatinosa, pegajosa y
elástica.

–Te das cuenta de que esa gente no son vampiros, ¿verdad? –le advertí a Sam cuando regresó.

–Sí, pero nunca se sabe. Probablemente sean locos, como has dicho tú antes.

–Y aunque estuviéramos cazando vampiros, ¿para qué demonios es la Silly Putty?

Se encogió de hombros.

–Sólo quiero estar preparado.

Le eché agua en un cuenco a Bernie Kosar e inmediatamente este empezó a beber a lengüetazos.
Me cambé de ropa en el cuarto de baño y saqué de mi mochila las indicaciones para llegar al
sitio. Luego salí de la casa y entré en el garaje, que estaba oscuro y olía a gasolina y a seca hierba
cortada. Sam encendió la luz. De los tableros que había en la pared colgaban varias herramientas
oxidadas por la falta de uso. La camioneta se encontraba en el centro del garaje, cubierta con una
gran lona azul y una espesa capa de polvo.

–¿Cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que se quitó esta lona?

–No se quita desde que mi padre desapareció.

Tomé una de las esquinas y Sam la otra, y juntos la retiramos y la dejé en un rincón. Sam se
quedó mirando la camioneta, con los ojos muy abiertos y una sonrisa en la cara.

La camioneta era pequeña y de color azul oscuro, en el interior sólo había espacio para dos
personas, o puede que para un tercero en caso de no importarle viajar en el incómodo asiento del
centro. Sería perfecto para Bernie Kosar. Nada del polvo de los últimos ocho años había llegado
a la camioneta, de forma que brillaba como si la hubieran encerado recientemente. Tiré mi
mochila en la plataforma trasera.

–¡La camioneta de mi padre! –exclamó Sam con orgullo–. Después de todos estos años… sigue
exactamente igual.

–Nuestra carroza de oro –le dije–. ¿Tienes las llaves?

Él fue a un lado del garaje y cogió un juego de llaves de un gancho que había en la pared. Yo
abrí la puerta del garaje.

–¿Quieres jugar a papel, piedra o tijera para ver quién conduce? –le pregunté.

–Nop –respondió, y luego abrió la puerta del conductor y se puso al volante. El motor arrancó
con dificultad y finalmente se puso en marcha. Él bajó la ventanilla.

–Creo que mi padre estaría orgulloso de verme conducirla –dijo.

Sonreí.

–Yo también lo creo. Sácala y yo cierro la puerta.

Él inspiró profundamente y después, con lentitud puso la camioneta en movimiento,


tímidamente, centímetro a centímetro, hasta sacarla del garaje. Pisó el freno demasiado pronto y
la camioneta se detuvo bruscamente.

–Aún no estás completamente fuera –le avisé.

Levantó el pie del freno y entonces avanzó los centímetros que quedaban hasta salir totalmente.
Cerré la puerta del garaje detrás de él. Bernie Kosar se subió de un salto por su cuenta y yo me
senté a su lado. Sam tenía los nudillos blancos de apretar las manos sobre el volante en la
posición de las diez y diez.

–¿Nervioso? –le pregunté.

–¡Aterrorizado!

–Lo harás bien –le alenté–. Los dos hemos visto hacer esto miles de veces.

Él asintió con la cabeza.

–Está bien. ¿Qué camino tomo cuando salgamos del camino de entrada?

–¿De verdad vamos a hacer esto?

–Sí –confirmó.

–Entonces, giraremos a la derecha –le dije–, y luego de frente en dirección a la salida de la


ciudad.

Los dos nos abrochamos los cinturones de seguridad. Bajé la ventanilla lo suficiente para que
Bernie Kosar pudiera sacar la cabeza, lo que hizo de inmediato, con las patas traseras en mi
regazo.

–Estoy cagado de miedo –reconoció Sam.

–Yo también.

Él tomó aire profundamente, lo retuvo en los pulmones y después lo exhaló con lentitud.

–Y… ¡allá… vamos! –dijo, levantando el pie del freno cuando dijo la última palabra.

La camioneta salió del camino de entrada a trompicones. Él pisó el freno de golpe y nos paramos
con un bandazo. Luego se puso en marcha de nuevo y más lentamente esta vez condujo hasta
detenerse al final, entonces miró a ambos lados y giró tomando la carretera. Una vez más, lento
al principio y luego ganando velocidad. El chico estaba tenso e inclinado hacia adelante, pero
después de un kilómetro y medio comenzó a extenderse una sonrisa en su rostro y se echó hacia
atrás.

–Esto no es tan difícil.

–Te sale innato.

Mantuvo la camioneta cerca de la línea pintada en el lado derecho de la carretera. Se tensaba


cada vez que un vehículo pasaba en dirección opuesta, pero después de un rato se relajó y prestó
menos atención a los otros vehículos. Hizo un giro, luego otro y en veinticinco minutos nos
estábamos incorporando a la carretera interestatal.
–No puedo creer que estemos haciendo esto –dijo Sam finalmente–. Esto es lo más loco que he
hecho en mi vida.

–Y yo.

–¿Tienes algún plan para cuando lleguemos allí?

–Ninguno en absoluto. Espero que podamos echar un vistazo y a partir de ahí ya veremos. No
tengo ni idea de si se trata de una casa, un edificio de oficinas o qué. Ni siquiera sé si él está allí.

Él asintió con la cabeza.

–¿Crees que estará bien?

–No tengo ni idea –reconocí.

Inspiré profundamente. Nos quedaba una hora y media para llegar a Athens.

Y luego encontraríamos a Henri.

Cap 20 ¿??

You might also like