You are on page 1of 1

El Vaticano II: ¿año cero de la Iglesia?

Por Serafino M. Lanzetta, FI

El Concilio Vaticano II fue el vigésimo primer concilio ecuménico de la Iglesia Católica, celebrado
desde 1962 hasta 1965. Fue uno de los más grandes concilios de la historia de la Iglesia, por la
participación tan numerosa de Padres, teólogos y observadores, y por su internacionalización; al
punto que K. Rahner lo calificó como un verdadero comienzo, «el comienzo del comienzo»,
fundacional de una nueva etapa de la Iglesia y de un nuevo paradigma: el de la «Iglesia mundial».
Otros, en esta línea, han saludado al Vaticano II como el «Concilio de la historia». Por ejemplo,
para M. D. Chenu el Vaticano II debe leerse sobre todo como un punto de inflexión (histórico): el
fin de la era constantiniana, que equivale al fin de la época de cristiandad.
Un Concilio, por tanto, que inauguraba una nueva época, principiante, a partir del Concilio mismo
devenido en el motor, y que se abría finalmente a la historia y al mundo, liberando a la Iglesia de
prejuicios y clausuras, en el nombre de un nuevo acercamiento a la modernidad. Esta perspectiva
fue la que se impuso pronto, ya desde la negativa en bloque respecto de los esquemas
preparatorios, acusados de manualismo e impedimento para el diálogo ecuménico con los
exponentes de la Reforma. La teología escolástica, de la cual aquellos esquemas estaban imbuidos,
habría marcado un endurecimiento. No se querían nuevas condenas, ni declaraciones dogmáticas,
ni acusaciones acerca de los errores que el modernismo teológico había dejado cristalizar en una
visión que en los años ´40 inauguraba la llamada «nouvelle théologie». Se deseaba el diálogo. Se
quería un Concilio que fuese pastoral y que diese inicio a una nueva manera de presentarse del
Magisterio solemne de la Iglesia. Este fue el discurso programático de Juan XXIII, en octubre de
1962: la Iglesia no debía temer a los acostumbrados «profetas de desgracias»; era ya adulta para
encontrar una vía de encuentro con el mundo moderno.
Aquí, sin embargo, se delineaba ya un problema: ¿cuál era el mundo moderno con el que la Iglesia
quería dialogar? ¿Con qué modernidad? ¿La que desde Descartes a Kant cerraría el acceso al
noúmeno (a Dios) para dar al hombre la plena ciudadanía sólo en el ámbito del fenómeno? Con el
hegelianismo, Dios, el incognoscible, se convertiría en una sola cosa con el pensamiento, a punto de
confundirse con el mundo. Rahner había tratado de dialogar con esta modernidad, pero llegando a
proponer «cristianos anónimos»: hombres que en cuanto tales hacían una pregunta a Dios y sobre
Dios; hombres que se sabían ya salvados porque eran hombres. La modernidad, de hecho, no era
un unicum.
Hubo mucho optimismo. Tantas previsiones sin embargo se precipitaron sobre los acantilados de
una realidad que no se consigue al precio de la verdad sobre Dios y el hombre. La Iglesia había
buscado dialogar con los hombres desde sus albores. Una corriente, que era entonces la más
influyente de alguna manera —de la cual surgieron de modo altisonante los sinsabores y los
abusos en el post-concilio—, quería que al Concilio mismo como forma de diálogo: no partir del
dogma para acercar, pastoralmente, a los hombres a Dios; sino partir de la práctica para
remontarse al dogma. A menudo, sin embargo, el dogma se extravió en los meandros de una
práctica frenética, que deseaba el cambio. Cambiar, actualizarse, «resourcemment»: estas fueron las
consignas que circularon y se escucharon de manera preponderante en el inmediato post-concilio.
Creció hasta lo inverosímil una «manía de hablar mal del pasado», como decía el Cardenal E.
Florit.
¿El Concilio quería emanciparse de una Iglesia anterior? Seguramente no, y tampoco podía: un
árbol sin raíces muere. Sin embargo, tantos se hicieron —y se hacen— paladines de una novitas
absoluta, hasta llegar a dar inicio a la Iglesia del Vaticano II. Aquí el aspecto mistérico se reemplaza
por el socio-político, que no responde, sin embargo, a lo propio de «Iglesia».
El regreso a las fuentes: la S. Escritura, los Padres, la Liturgia, era necesario. Pero en gran medida,
se quiso y se continuó andando hacia atrás sin tener demasiado en cuenta el desarrollo homogéneo
de la Tradición de la Iglesia. Una Iglesia sin Tradición no tiene forma, y extraviada, busca su Yo en
tantos sustitutos. El mundo fue uno de ellos. Pero, ¿a qué precio?

You might also like