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Carta Pastoral de

Mons. Ramón del Hoyo López,


Obispo de Jaén,
a las Cofradías y Hermandades

«DESDE LA VIVENCIA ÍNTIMA


CON EL SEÑOR»

Diócesis de Jaén
Jaén, 4 de Noviembre de 2007
Carta Pastoral de
Mons. Ramón del Hoyo López,
Obispo de Jaén,
a las Cofradías y Hermandades

«DESDE LA VIVENCIA ÍNTIMA


CON EL SEÑOR»
I. Introducción
II. ¿Qué es la oración?
III. Hacia una auténtica oración cristiana
IV. Algunas disposiciones para orar
De la dispersión al recogimiento
De la superficialidad a la autenticidad
De la evasión a la disponibilidad
V. La oración en la vida de las Cofradías y Hermandades
El día del Señor
Encuentros de oración
El santo Rosario
Actos institucionales de la Cofradía
IV. Conclusión
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I. INTRODUCCIÓN

Es para mí un motivo de profunda gratitud al Señor el poder


encontrarme de nuevo con vosotros en este XX Encuentro diocesano de
Cofradías y Hermandades. Gracias a todos por el esfuerzo realizado para
estar aquí en esta mañana. La realidad cofrade es para mí un motivo cons-
tante de atención y preocupación. Mi mayor deseo es que “vayáis creciendo
en la medida de Cristo hasta ver formado a Cristo en vosotros” (Gál. 4, 19)
Las Hermandades y Cofradías han contribuido grandemente al
florecimiento de la vida cristiana. Estas asociaciones religiosas han apor-
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tado un importante caudal a la vida espiritual de nuestro pueblo. Y actual-
mente continúan alimentando la vida cristiana de muchos católicos re-
partidos por toda nuestra geografía. Éstas –nos recordaban hace algunos
años los obispos del Sur de España- “son asociaciones de fieles cristianos cons-
cientes de su pertenencia a la Iglesia”. Vuestra presencia aquí esta mañana,
entorno al obispo, así lo confirma.
El Concilio Vaticano II, refiriéndose al apostolado de los laicos,
ha hecho unas observaciones que son pertinentes para vincular las Co-
fradías con la actividad pastoral diocesana. El documento conciliar
afirma: “Que tengan constantemente presente [los laicos] el sentido de la dióce-
sis” (Decreto del apostolado de los laicos, 10). Así pues, los laicos
asociados en Cofradías deben tener estas mismas actitudes, que se
manifestarán en la participación de la Cofradía en la pastoral de ámbi-
to parroquial, arciprestal, diocesano y supradiocesano según las nece-
sidades y posibilidades. Por este motivo quiero haceros partícipes en
este Encuentro de las ilusiones y proyectos de la diócesis de Jaén plas-
mados en el Plan Pastoral que aprobé el pasado 10 de agosto, y del
que ya imagino tenéis algún conocimiento.
Para el presente curso 2007/08, además de otros objetivos, figura
el siguiente, que quisiera presentar a vuestra particular consideración:
fomentar la vida de oración. La elección no es trivial. Recodáis como el
Papa Benedicto XVI, en su encíclica Dios es amor, nos decía que “no se
empieza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuen-
tro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida
y, de esta manera, la dirección definitiva” (nº1) Este encuentro personal y
comunitario con el Señor es totalmente imprescindible para hacer vida
lo que celebramos con tanto amor en los misterios de la vida del Se-
ñor, de la Santísima Virgen y de los Santos. El fundamento para una
amistad real, no sólo imaginada, con Cristo en la actualidad, es la resu-
rrección creída y confesada con todas sus consecuencias. Este encuentro
es posible para cada uno de nosotros en la oración animada y vivificada
por el Espíritu Santo.
A este respecto –nos dejó dicho Juan Pablo II: “A la contemplación
plena del rostro del Señor no llegamos sólo con nuestras fuerzas, sino dejándonos guiar
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por la gracia. Sólo la experiencia del silencio y de la oración ofrece el horizonte adecua-
do en el que puede madurar y desarrollarse el conocimiento más auténtico, fiel y cohe-
rente, de aquel misterio que tiene su expresión culminante en la solemne proclamación
del Evangelista Juan: “Y la Palabra se hizo carne, y puso su morada entre nosotros,
y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de
gracia y de verdad” (Jn. 1, 14)” (NMI. 20).
Vivimos en un mundo y en una sociedad donde todo va muy
rápido, en el que solamente se valora aquello que nos produce una
retribución y un beneficio inmediatos. Es quizás por ello, por lo que
la oración no está lo suficientemente valorada por el hombre de hoy.
También los cristianos nos hemos dejado contagiar por esa falta de
valoración, y la oración, hoy, ocupa un espacio y un tiempo muy redu-
cido en la vida del cristiano. Da la sensación que la oración no es
necesaria en la vida del creyente. Y sin embargo es algo absolutamen-
te indispensable. Quien cree sinceramente en Dios se comunica con
él. La oración es la expresión de la fe, su aliento. Por, eso, cuando la fe
entra en crisis, entra también en crisis la oración. Y cuando la oración
enmudece en una sociedad o en la vida de una persona, es señal de que la
vida religiosa se está apagando.
Jesús, nuestro Maestro, nos enseñó que había que “orar sin desfalle-
cer” (Lc. 18, 1) y Él mismo nos da ejemplo de ello. La Iglesia, en su fideli-
dad al Señor, no ha dejado, a lo largo de los siglos, de recomendar la
oración a todos sus hijos, y los grandes orantes hijos de la Iglesia no sólo
nos testimonian su santidad, sino que ésta es precisamente, fruto de una
vida fecunda de oración. Su testimonio nos invita a todos y nos anima a
vivir nuestra fe cristiana y nuestro compromiso con el mundo como ver-
daderos orantes, como verdaderos hombres y mujeres de oración.
El cofrade, es persona que hace pública manifestación de su fe,
pero es claro que la vitalidad de la fe cristiana depende en un grado alto
de nuestra vida de oración, de nuestro encuentro prolongado con Dios,
que siempre nos espera y siempre nos escucha.
Permitidme que siga ahondando en estas reflexiones que preten-
den ofreceros una ayuda para descubrir la belleza íntima de la vida de
oración.
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II. ¿QUÉ ES LA ORACIÓN?

En primer lugar: ¿qué es la oración? Para los cristianos orar signi-


fica dejarnos amar por Dios, siempre dispuestos a escucharle y a cumplir
su voluntad, presentándole el don de nuestra existencia con alabanza y
súplica, siempre con la libertad de los hijos de Dios, porque “no hemos
recibido un espíritu de esclavos para caer en el temor, sino que hemos recibido un
espíritu de hijos adoptivos” (Rom 8,15). Y donde está el espíritu está la liber-
tad (2Cor 3,17) manifestada en la apertura interior, la confianza, la since-
ridad y la ausencia de prejuicios al hablar con Dios. “La oración es un diálogo
con Dios y un bien sumo. Es, de hecho, una comunión íntima con Él. Como los ojos del
cuerpo viendo la luz, son iluminados, así también el alma que tiende hacia Dios, es
iluminada por la luz de la oración” (S. Juan Crisóstomo, Homilía VI sobre la
oración). Los miembros de la primitiva comunidad cristiana eran asiduos
en la oración (Hech 2,42). “Orar incesantemente no significa estar continuamente
de rodillas o con los brazos levantados. Existe otra forma de oración, aquella interior,
y es tu deseo. Si es continuo tu deseo, es también continua tu oración. Quien desea a
Dios y su descanso, aunque calle con la lengua, canta y reza con el corazón. Quien no
tiene este deseo de Dios, puede gritar lo que quiera, pero para Dios es mudo” (S.
Agustín, Enarrationes in psalmos).
Seguramente que nosotros tenemos que decirle también al Señor:
“Enséñanos a orar” (Lc 11,1). La oración es el espejo fiel de nuestra vida.
Sólo nos renovaremos si nos exponemos a la luz de Dios y fijamos en
nuestra alma la acción del Espíritu Santo, “que hace nuevas todas las cosas” y
“viene en ayuda de nuestra flaqueza porque nosotros no sabemos pedir lo que nos
conviene; más el mismo Espíritu aboga por nosotros con gemidos inenarrables” (Rom
8,26-27).
¡Qué bien entendió Santa Teresa de Jesús todo esto que venimos
comentando! Cuando se le preguntó qué entendía ella por oración, res-
pondió: “a mi parecer, no es otra cosa oración, sino tratar de amistad, estando
muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama” Se trata, pues, de un
coloquio, de un diálogo entre personas, y que se desarrolla en un nivel de
amistad, en clima de amor. En la oración la primacía absoluta la tiene el
amor. «No está la cosa en pensar mucho, sino en amar mucho».
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El corazón es el lugar de la oración. Las palabras de Jesús: “Ya no
os llamo siervos porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo
amigos porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer” (Jn. 15, 15)
son una realidad ya, ahora y aquí para nosotros si las queremos aceptar.
Es precisamente en la oración, en este trato de amistad, en este
coloquio –frecuentemente silencioso, muchas veces árido e incluso a ve-
ces casi imperceptible, pero siempre de amor- con Él, donde nos hará
descubrir qué, porqué, cómo, cuándo y cuánto nos separa de Él. Nos
hará descubrir la Vida que nos ofrece, su Amor y calidad de Padre-madre,
de hermano mayor, de esposo, de guía y compañero, de maestro, de ami-
go verdadero. Nos hará descubrir el camino, llegar y beber del Manantial
de Agua Viva capaz de saciar la enorme sed de Amor y de Vida que hay
en el interior de cada uno de nosotros.

III. HACIA UNA AUTÉNTICA


ORACIÓN CRISTIANA

La oración ocupa un lugar central en toda religión. Ella es la pri-


mera manifestación de la actitud religiosa. Por eso está tan arraigada en el
corazón humano. En todas las religiones se ora a Dios. Vamos a describir
brevemente cómo hemos de orar los cristianos, es decir, qué respuesta
provoca en el creyente el misterio de Dios, encarnado y revelado en Jesu-
cristo.
Los cristianos oramos siempre «en el nombre de Jesús». No nos diri-
gimos hacia Dios a solas. No buscamos un acceso directo hasta él. Nues-
tro camino pasa siempre por Jesús, el Hijo, en el que Dios se nos ha
revelado como Padre bueno y cercano. Nuestra primera tarea es apren-
der a rezar «en el nombre de Jesús». Orar en nombre de Jesús es, antes de
nada, orar como discípulos de Jesús. La oración cristiana nace del seguimiento
fiel a Jesús. Sería una incongruencia separar la oración de la vida. Si que-
remos que el Padre Dios nos escuche hemos de recorrer la senda que el
Hijo nos ha mostrado.
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Podemos dar un paso más. La oración en nombre de Cristo es
una oración suscitada, movida y animada por el Espíritu de Cristo que
habita en nosotros. Cada uno podemos decir lo mismo que san Pablo:
«Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí» (Ga 2, 20). Es Cristo quien alienta y
sostiene nuestra oración: «Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en
vosotros, pedid lo que queráis, y lo conseguiréis... Como el Padre me amó, yo también
os he amado a vosotros; permaneced en mi amor» (Jn 15, 7. g). En cualquier
situación, en el momento de la súplica o del agradecimiento, a la hora de
pedir perdón o de alabar a Dios, nuestra oración nace de nuestra comu-
nión con Cristo. La fuente de nuestra oración es ese Cristo a quien ama-
mos sin haberle visto, y en quien creemos aunque de momento no lo
veamos (cf. 1 P 1, 8).
Hemos de orar como miembros del Cuerpo de Cristo. Precisa-
mente por esto, orar en nombre de Cristo es orar como miembros de
su Cuerpo que es la Iglesia. Ésta es la promesa de Jesús: «Yo os aseguro
que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, sea lo que
fuere, lo conseguirán de mi Padre que está en los cielos. Porque donde están dos o
tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18, 19-20). Los
cristianos oramos siempre en comunión con todos los que viven ani-
mados por el Espíritu de Cristo. Incluso la oración más personal, la
que hacemos a solas ante el Padre que está en lo secreto (cf. Mt 6 6),
es una oración que llega hasta el Padre por medio de Cristo y, por ello
mismo, una oración unida a cuantos forman su Cuerpo. Por eso, un
cristiano no puede orar si no es abriéndose fraternalmente a los de-
más. La oración en nombre de Jesús exige abrirse al perdón y a la
reconciliación: «Cuando os pongáis de pie para orar, perdonad si tenéis algo
contra alguno, para que también vuestro Padre que está en los cielos perdone vuestras
ofensas» (Mc 11, 25).
Lo que venimos diciendo tiene su raíz última en que Cristo es
nuestro único mediador ante el Padre. Él es el gran orante, el único y
verdadero orante. Resucitado, «está siempre vivo intercediendo» por toda la
humanidad (Hb 7, 25). En medio de nuestra mediocridad y a pesar de
nuestra fe débil y pequeña, sabemos que «tenemos a uno que intercede por
nosotros ante el Padre, Jesús, el justo» (1 Jn 2, l). Al rezar no hacemos sino

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participar en esa oración que Cristo eleva al Padre por la creación entera.
De esa oración reciben todo su valor, significado y hondura nuestras
oraciones y súplicas. Por eso, la oración en nombre de Cristo es una
oración universal, abierta a todos los hombres y mujeres del mundo, in-
cluso a los que podemos sentir como enemigos. Esa fórmula con que
terminamos siempre las oraciones litúrgicas, «por nuestro Señor Jesucristo»,
no son palabras vacías que hemos de repetir de manera rutinaria. Las
hemos de pronunciar despacio, porque expresan el verdadero contenido
de nuestra oración cristiana.
El rasgo más original y gozoso de la oración cristiana proviene del
mismo Jesús, que nos ha enseñado a invocar a Dios como Padre, con la
confianza de hijos e hijas, pues realmente lo somos: «Vosotros, cuando oréis,
decid: Padre» (Lc 11, 2). Sería un error desfigurar esta oración o sustituirla
con elementos extraños, debilitando nuestro encuentro gozoso con el
Padre del cielo. Orar teniendo como horizonte a un Dios Padre es invo-
carle siempre con confianza filial. Jesús siempre se dirigió a Dios llamán-
dolo «¡Abba!», «¡Padre!» y, fieles a ese espíritu, también nosotros, sintién-
donos «hijos en el Hijo», nos atrevemos a decir lo mismo. Nos lo recuerda
san Pablo: «Mirad, no habéis recibido un espíritu que os haga esclavos para recaer en
el temor; habéis recibido un Espíritu que os hace hijos y que nos permite gritar:
«¡Abba!», ¡Padre! Ese mismo Espíritu le asegura a nuestro espíritu que somos hijos de
Dios» (Rm 8, 15-16). Por eso, el cristiano no reza a un Dios lejano, al que
hay que decirle muchas palabras para informarle y convencerle. Esa ora-
ción, según Jesús, no es propia de sus discípulos. Nosotros oramos a un
Padre que «sabe lo que necesitamos antes de pedírselo» (Mt 6, 8). Un Padre
bueno, que nos ama sin fin: «Si vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a
vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre del cielo dará cosas buenas a los que se las
pidan!» (Mt 7, 11). Los que sois padres y madres entendéis mejor que
nadie las palabras de Jesús.
Orar a un Dios Padre no infantiliza. Al contrario, nos hace más
responsables de nuestra vida. No rezamos a Dios para que nos resuelva
nuestros problemas. Oramos y vigilamos para fortalecer nuestra «carne
débil» y disponernos mejor a cumplir la voluntad del Padre (cf. Mt 26, 41).
No se trata de seducir a Dios y convencerle para que cambie y cumpla

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nuestros deseos. Si oramos es precisamente para cambiar nosotros, escu-
chando los deseos de Dios. No le pedimos que cambie su voluntad para
hacer la nuestra. Pedimos que «se haga su voluntad», que es, en definitiva,
nuestro verdadero bien. Rezamos para escuchar y cumplir con más fide-
lidad la voluntad del Padre. Así oraba Jesús: «Padre,... no se haga mi voluntad,
sino la tuya» (Lc 22, 42).
Movido por ese espíritu de fidelidad al Padre, el discípulo de
Jesús se abre al amor universal. No es posible invocar a Dios como
Padre sin sentirse hermano de todos. La filiación fundamenta la fra-
ternidad. No le reza cada uno solo a «su Padre». Oramos a «nuestro
Padre», el Padre de todos, sin excluir a nadie. Así lo quería Jesús: «Amad
a vuestros enemigos y rogad por los que os persiguen, para que seáis hijos de
vuestro Padre del cielo, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y hace llover
sobre justos e injustos» (Mt 5, 44-45).
Nosotros no sabemos rezar bien. Nos falta experiencia; caemos
en la rutina. No sabemos qué hacer para orar como conviene. Es el
Espíritu el que puede orientar y transformar nuestra oración. «El Es-
píritu acude en auxilio de nuestra debilidad: nosotros no sabemos, a ciencia cierta,
lo que debemos pedir, pero el Espíritu en persona intercede por nosotros con gemi-
dos, sin palabras» (Rm 8, 26). Él nos ayuda a descubrir que Dios está en
nosotros. «Gracias al Espíritu que nos dio, conocemos que Dios está con noso-
tros» (1 Jn 3, 24). El nos enseña poco a poco la verdad de Dios. Nos
permite acoger e interiorizar su palabra. «El Espíritu de la verdad os irá
guiando en la verdad completa» (Jn 16, 13).
El cristiano no reza a cualquier divinidad. Eleva su corazón a
un Dios Padre que quiere hacer reinar entre los hombres su amor y su
justicia. El Dios a quien invoca es inseparable del Reino. Por eso, la
oración cristiana se resume en esta súplica: « ¡Venga a nosotros tu reino!».
El cristiano ora siempre buscando como última realidad el reinado de
Dios entre los hombres. Todo ha de quedar subordinado a la acogida
del reino de Dios en nosotros y en el mundo entero. Por eso, nos
hemos de preguntar a qué Dios oramos: ¿a un Dios apático e indife-
rente ante las injusticias y el dolor humano, o a un Dios que quiere la
justicia y el bien de todos? ¿En quién «pensamos» cuando nombramos a
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Dios? ¿De dónde arranca y hacia dónde nos conduce la oración? ¿Brota
de nuestro egoísmo y nos encierra todavía más en él? ¿Nace de la búsque-
da del reino de Dios y nos compromete más en su realización?
La oración es cristiana si es acogida del Dios de Jesús, y no un
contacto con la divinidad en general. Pero el Dios de Jesús es el «Dios de
los pobres», el defensor de los desvalidos, el que se ha encarnado en él para
«buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lc 19, 10). No cualquier contempla-
ción es cristiana. No cualquier búsqueda de Dios es fiel a Cristo, sino
aquella en la que se busca al Dios de los últimos. En el centro de esta
oración está siempre el Dios de los pobres. En su interior resuena siem-
pre la llamada de Cristo a encontrarlo entre ellos (cf. Mt 25, 40).
Toda oración verdadera comienza con un «heme aquí, Señor». Los
maestros de la vida espiritual lo llamaban «ponerse en presencia de Dios». Se
trata de «cambiar de nivel», dejar el mundo de la utilidad y de los intereses
para abrirse a la presencia de ese misterio que llamamos Dios. Son mu-
chas las actitudes que pueden obstaculizarnos el encuentro, pero ninguna
tanto como la actitud posesiva y el permanecer centrados en nosotros
mismos. Cuando la persona es el centro de su relación con Dios, todo lo
reduce y degrada a objeto, todo lo subordina a su provecho inmediato.
¿Cómo encontrarse con Dios desde esta actitud? Para entrar en relación
con él, la persona tiene que adoptar una postura de disponibilidad y des-
prendimiento. Con frecuencia, la oración está tan llena de nuestras peti-
ciones, necesidades e intereses que no permitimos entrar a Dios en nues-
tra existencia. Sólo escuchamos nuestras palabras y nuestro ruido; no
escuchamos la voz callada de Dios. Orar exige descentrarnos y abrirnos a
su amor.
La oración exige limpieza de corazón, sinceridad y transparen-
cia. Ninguna relación verdadera puede establecerse entre un yo falso y
Dios. Mucho menos, si también nuestra imagen de Dios es falsa. Para
adentrarse en la oración es necesario quitarnos las máscaras. ¿Cómo
vamos a ir disfrazados al encuentro con Dios? Ante él no necesitamos
ocultar nuestras heridas o nuestro desorden. Tampoco tenemos por
qué disculparnos de nuestros pecados ni justificar nuestra mediocri-
dad. «Él sabe de qué estamos hechos, se acuerda de que somos barro» (Sal 103,
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14). Desde esa verdad nos abrimos a él: «Señor, tú me sondeas y me
conoces» (Sal 139, 1).
Esta sinceridad exige buscar a Dios más allá de métodos, libros,
oraciones y fórmulas. Exige, además, buscar a Dios antes que buscar nues-
tra paz y consuelo. No buscar cosas, sino buscarle a Él. Es también esa
sinceridad la que nos puede conducir a decir interiormente un «sí» a Dios.
Un «si» pequeño, humilde, tal vez minúsculo, que aparentemente no cam-
bia todavía en nada nuestra vida, pero que nos adentra por el camino de
la docilidad a Dios: «Indícame el camino que he de seguir, pues levanto mi alma
hacia ti» (Sal 143, 8).

IV. ALGUNAS DISPOSICIONES PARA ORAR

De la dispersión al recogimiento
Todo aquel que quiera orar ha de recogerse. Sólo la atención inte-
rior hace posible el encuentro con Dios. Ni siquiera Dios puede comuni-
carse con un hombre interiormente distraído. Las cosas tiran de nosotros
y las actividades reclaman sin cesar nuestra atención. Atraídos por mil
impresiones y dispersos por tanto hacer, podemos terminar viviendo se-
parados de nuestro «centro», sin capacidad de dejar a Dios hacerse presen-
te a nosotros. Sin embargo, nada de todo eso responde plenamente a
nuestras aspiraciones ni acalla nuestras preguntas últimas. Nada enciende
en nosotros una esperanza definitiva. La oración nos puede ir descu-
briendo aquello que sentía san Agustín: «Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro
corazón no hallará sosiego hasta que descanse en ti»

De la superficialidad a la autenticidad
Pocas veces dice la persona «yo» tan de verdad como cuando habla
con Dios. La oración exige presentarme ante Dios tal como soy en reali-
dad. Por eso, es necesario dejar a un lado el «personaje» que trato de ser
ante los demás. Liberarme de la superficialidad en la que me he instalado.
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Ahondar en mi propia verdad. Buscar lo esencial. Así ora el que busca a
Dios: «Envía tu luz y tu verdad: que ellas me guíen» (Sal 43, 3).

De la evasión a la disponibilidad
Desde todas las situaciones y en cualquier momento es posible
orar. Pero nuestras mejores intenciones se vienen abajo cuando nuestra
vida está totalmente desorganizada o es poco auténtica. Hay una manera
de vivir en la que Dios no puede entrar por ningún resquicio; faltan mo-
mentos de sosiego para pararse ante Dios. Otras veces, la vida está inerte
y como vacía. Falta el contacto con las personas, interés por lo que suce-
de en la vida, solicitud por los demás. Tampoco ahí puede nacer y, sobre
todo, crecer una auténtica oración.

V. LA ORACIÓN EN LA VIDA
DE LAS COFRADÍAS Y HERMANDADES

Mis queridos cofrades, según vuestros Estatutos a vosotros os


pertenece promover el culto público a nuestro Señor Jesucristo, a la Stma.
Virgen María y a los santos, según las características propias de cada Co-
fradía. El acto de culto, tanto litúrgico como devocional, debe ser la ora-
ción. Os compete, por tanto, promover estos actos animados por un
claro espíritu de oración. Sería deficiente que no incluyerais entre vues-
tras actividades otra forma de culto que el de la procesión anual.

El día del Señor


Por eso, y como lo más importante, quiero recordaros la centralidad
que ha de tener la participación en la Eucaristía dominical en la espiritua-
lidad cofrade. Ella, como fuente y cumbre de la vida cristiana (LG, 11)
propicia ese encuentro con el Señor del que venimos hablando a lo largo
de estas páginas. Se decía de los primeros cristianos que no podían vivir
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sin la Eucaristía. En efecto: “Cuantas veces se celebra en el altar el sacrificio de la
cruz, en el que Cristo, nuestra Pascua, fue inmolado (1 Cor. 5,7), se realiza la obra de
nuestra redención. El Sacramento del Pan eucarístico significa y al mismo tiempo
realiza la unidad de los creyentes, que forman un sólo cuerpo en Cristo (cf. 1 Cor.
10,17)” (E in E. 21).
Respecto del domingo, hago mías las palabras de Juan Pablo II:
“Renuevo, por tanto, la invitación a recuperar el sentido más profundo del día del
Señor, para que sea santificado con la participación en la Eucaristía y con un descanso
lleno de fraternidad y de regocijo cristiano. Que se celebre como centro de todo el culto”
(E in E 82). Siendo las Cofradías unas asociaciones de fieles que tienen
entre sus fines la promoción del culto cristiano, es necesario que los co-
frades hagan del Domingo el centro de su vida y de todas sus realizacio-
nes.
Es de alabar la iniciativa existente en no pocas Cofradías de parti-
cipar y animar como tales alguna de las Eucaristías de la parroquia a la que
pertenecen. Quiera el Señor que, animados por los propios Consiliarios,
el ejemplo crezca entre los cofrades jienneses.

Encuentros de oración
El Siervo de Dios Juan Pablo II, en su exhortación postsinodal
“Ecclesia in Europa” nos dejó escrito algo que sigue estando de total actua-
lidad para los fieles cofrades: “Nunca se descuide la oración personal, que es como
el aire que respira el cristiano. Y se eduque también a descubrir la relación entre ésta
última y la oración litúrgica”.
Sería muy útil que con cierta periodicidad se programen momen-
tos de oración, actos de piedad popular y celebraciones litúrgicas. Con
ello se potencia el auténtico sentido cofrade y se estimula la vida cristiana
en los miembros de las Cofradías. En el presente curso sería de alabar que
incluyerais en vuestras programaciones la creación de una Escuela de
oración donde poder aprender o profundizar en el encuentro personal
con el Señor. Para ello os sería de gran utilidad contar con el párroco o
con el consiliario, quienes podrán señalaros los pormenores en torno a
los actos a que me estoy refiriendo. Lo que importa es que la Cofradía

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apoye a los cofrades en el proceso ordinario de su vida cristiana poten-
ciando aquellas ayudas que puedan serle más propicias.

El santo Rosario
Hace pocas fechas os escribí con motivo del mes de octubre una
carta sobre el santo Rosario. Reitero aquí lo que allí afirmaba: El rosario
es el mejor ramo de rosas que podemos ofrecer a nuestra Madre y es, a la
vez, la oración contemplativa y cristocéntrica inseparable de la medita-
ción de la Sagrada Escritura. Tomemos en nuestras manos el Rosario.
Contemplemos a Cristo con María, para comprenderlo y configurarnos
con Él, para contemplar su rostro y anunciarlo junto con María a los
demás, para llevar su amor al hermano. Descubramos la riqueza tan pro-
funda de esta oración a la luz de la Escritura, en armonía con la liturgia y
en el contexto de la vida cristiana. Hermosa plegaria la del Rosario en el
marco de la familia, en los labios del enfermo y del joven, del sacerdote,
consagrados y en las comunidades cristianas. No estaría de más que esta-
blezcáis unos días para uniros al rezo parroquial del Rosario. Podríais
solemnizarlo adecuadamente en algún día, de acuerdo con el Párroco.

Actos institucionales de la Cofradía


El cofrade ha de cuidar con todo interés la preparación y el desa-
rrollo de los actos institucionales de la Cofradía como son: la Misa de
apertura de curso, las celebraciones festivas propias de su titularidad, los
novenarios, quinarios o triduos preparatorios a la celebración de la fiesta
de cada cofradía o a la procesión durante la Semana Santa. Con el mismo
interés y con renovadas formas en función de la eficacia, los responsables
de las Cofradías y Hermandades han de cuidar la asistencia y la participa-
ción del mayor número de cofrades o hermanos a estos actos.
Entre las tareas concretas que destaca el Plan Pastoral diocesano
para el presente curso pastoral se propone a la Delegación de Cofradías y
Hermandades aportar pautas para la “renovación de los cultos
litúrgicos”. Les invito, por tanto, a reflexionar sobre esta propuesta y
llevarla a la práctica durante el recorrido de los próximos meses.

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IV. CONCLUSIÓN

Mis queridos Cofrades: si alguien, al leer esta Carta piensa que la


oración es una manera de evadirse o pretender salirse de las obligaciones
y deberes del mundo, se equivoca. La oración tiene una proyección social
inmensa. No podemos caer en un espiritualismo tal que, encerrándonos
en nuestro mundo interior de manera egoísta, no percibamos ya la reali-
dad que nos envuelve, y nos alejamos del compromiso inmediato, de la
entrega, de vivir el amor y acabamos por no orar ni vivir “en el espíritu de
Jesús”. Tampoco el activismo es la senda correcta porque nos
despersonaliza y acaba vaciando de contenido nuestras vidas. Su primer
móvil no es el amor, sino la acción al precio que sea, y su fruto una
desconexión vital con el motor único de nuestra existencia: el amor y la
entrega a la persona de Jesús en los demás.
Naturalmente que, en esta Carta, no he pretendido agotar el tema
de la oración. Será el mismo Espíritu Santo, por la maternal intercesión
de la Virgen María, quien, si somos fieles a la oración, nos irá llevando
por vías de contemplación e intimidad con El, con el Padre y con Cristo
cada vez más intensos y hermosos; y al mismo tiempo, esta experiencia
del Dios liberador nos enviará al mundo para llevar su presencia a todos
nuestros hermanos.
Para terminar, imploro el socorro y la bendición de la Madre del
Señor, Maestra de oración (Cf. Lc. 1, 26-38). A Ella le ruego que nos
consiga la gracia de descubrir la importancia de la oración y perseverar en
ella.

Os bendice, con todo afecto en el Señor

+ RAMÓN DEL HOYO LÓPEZ. OBISPO DE JAÉN

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Diócesis de Jaén

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