Professional Documents
Culture Documents
Hace veinticinco años, (o sea 1953) los antecesores de ustedes, aquellos que fueron llamados a formar parte del enton-
ces nuevo Comité de la Orientación Familiar del Sacerdocio, se reunieron en el viejo auditorio, situado en aquella época
en el tercer piso del Edificio de Administración de la Iglesia, para recibir instrucciones en cuanto a sus deberes.
Muchos de los que éramos miembros de ese comité habíamos trabajado por largo tiempo en la preparación del material
que se iba a presentar, mientras otros sólo sabían que estaba por comenzar un nuevo plan, mediante el cual el evan-
gelio llegaría más eficazmente a los hogares de los miembros. Todos los presentes estábamos sumamente ansiosos
por recibir más información, cuando el Pte. David O. McKay entró en el salón y se paró detrás del púlpito para hablar.
Comenzó su mensaje diciendo: “El hogar es el fundamento de la vida recta, y ninguna otra institución puede ocupar su
lugar ni cumplir con sus funciones esenciales”. Después de presentar el mensaje que había preparado, terminó pronun-
ciando las siguientes palabras: “Llevar el evangelio a nuestros hogares; ésa es nuestra mayor responsabilidad”.
El Pte. Marion G. Romney agregó: “El propósito del programa de la orientación familiar es un incentivo para que todos
los miembros de todas las familias cumplan con su deber”. Y el Pte. Harold B. Lee se hizo eco de un comentario que le
había hecho el Pte. McKay, quien al repasar los detalles del programa de orientación familiar había exclamado: “Este
programa no es simplemente un paso hacia adelante, sino un enorme salto. Mi alma se llena de gozo.”
Al escuchar los informes que se extraen de las visitas hechas a estacas y misiones, cada vez nos resultas más obvia la
necesidad de recalcar el tema de la orientación familiar. En la mayoría de los casos, los resultados esperados estarán
a nuestra disposición cuando sigamos el consejo que el Señor da en la sección 84 de Doctrina y Convenios, donde
dice:
“Y si de entre vosotros uno es fuerte en el Espíritu, lleve consigo al que es débil, a fin de que sea edificado con toda
mansedumbre para que se haga fuerte también.
“Llevad, pues con vosotros a los que son ordenados con el sacerdocio menor, y enviadlos delante de vosotros para fijar
citas, preparar la vía...” (DyC 84:105-106)
¿Estamos utilizando a los hombres y a los jóvenes del Sacerdocio Aarónico completamente en la orientación familiar?
Ellos deben salir con aquellos hermanos que sean fuertes en el espíritu, o sea, los sumo sacerdotes y los élderes.
Al prepararse para ir a los hogares, deben orar. El “compañero menor” o poseedor del Sacerdocio Aarónico, debe tomar
parte en la instrucción o en la enseñanza que se imparta en cada hogar.
Cuan el liderazgo de las estacas y de los barrios respalde plenamente este esfuerzo, se visitarán los hogares, se en-
señará el evangelio y se salvarán preciosas almas.
El Pte. John Taylor nos exhorta de la siguiente manera: “Si no magnificáis vuestro llamamiento, Dios os hará respon-
sables de aquellos a quienes hubierais podido salvar, de haber cumplido con vuestro deber. Y ¿quién de nosotros
puede darse el lujo de ser responsable de entorpecer la vida eterna de un alma humana? Si el sentir gran gozo es la
recompensa por salvar un alma, cuán terrible entonces debe ser el remordimiento de aquellos cuyos tímidos esfuerzos
hayan hecho que un hijo de Dios se viera privado de advertencias y de ayuda”.
En el caso de muchos hogares, la visita adquiere un significado muy especial cuando hay miembros de la familia que
requieren ayuda o atención particular. Me refiero a aquellos que están en el servicio militar. ¿Se acuerdan de ellos
los maestros orientadores? Estas personas se encuentran sujetas a la más difícil de las tentaciones. Una carta de
los maestros orientadores que los haga sentir cerca de la familia nunca se pasa por alto, nunca se deja de leer ni de
agradecer.
Otra parte de la familia la componen aquellos que son solteros. Necesitan nuestra ayuda y la atención de los maestros
orientadores. ¡La Iglesia necesita a cada uno de sus miembros!
Los líderes de la Iglesia y también los miembros necesitan incluir en su círculo y hermanar a los miembros solteros; a
todos ellos: los que nunca se han casado, los viudos y los divorciados. Necesitan que se les ayude a tener estimación
propia y a ser bien vistos por los demás. Es necesario que la Iglesia demuestre interés hacia ellos y les dé la debida
participación. Tengamos siempre presente que todos son miembros de una misma familia, aun cuando no todos estén
casados.
Hace algunos años, mi esposa y yo nos encontrábamos en el gigantesco aeropuerto de Londres, Inglaterra, esperando
la partida de nuestro vuelo. Una joven, quizás en los últimos años de la adolescencia, se acercó a varias personas para
explicarles algo que obviamente parecía un problema personal. Poco después se acercó a nosotros y nos contó que
su pasaje de regreso a su hogar en Denver, Colorado, había sido emitido por una compañía que se había declarado
en quiebra, habiendo así dejado invalidado su pasaje. No contaba con el dinero suficiente para comprar un pasaje de
regreso al hogar. Le faltaban setenta y cinco dólares, y nos preguntó si le podíamos prestar esa cantidad.
Ahora bien, sabíamos que hay muchas personas inescrupulosas que a menudo piden dinero prestado sin intenciones
de devolverlo, pero pudimos percibir algo muy particular en aquella joven. Cruzó por mi mente la imagen de nuestra
propia hija y pensé en cuánto desearía que algún extraño acudiera a su rescate si ella alguna vez se viera enfrentada
a una situación similar. Mi esposa ni siquiera vaciló y me dijo al oído: “ ¡Ayúdale!”
Le proporcionamos el dinero; ella nos dejó su dirección y prometió que nos reembolsaría lo que le habíamos prestado
apenas llegara a Denver.
En una ocasión en que visité el Museo Victoria y Albert de Londres, me detuve frente a una magnífica pintura titulada
“Al rescate”. El cuadro mostraba un mar encrespado por una tormenta y a un grupo de hombres que remaba decidi-
damente contra la corriente, mar adentro, al rescate de un grupo de náufragos. En la costa aguardaban las esposas y
los hijos de esos arrojados hombres que, llenos de confianza en Dios y poniendo sus propias vidas en peligro, iban al
rescate de otras personas.
Lo mismo sucede con el sacerdocio de Dios. Tenemos el sagrado deber de lanzarnos al mar de la vida para poder
rescatar a aquellos que luchan en medio de las olas de la adversidad y batallan contra los pecados de la vida para no
perecer.
Quisiera contarles una experiencia que ilustra cómo un hombre se lanzó al rescate de aquellos que estaban a punto
de perecer. Kaspar J. Fetzer, miembro de la estaca Temple View, quien tenía responsabilidades especiales relaciona-
das con la orientación familiar, me llamó por teléfono un domingo de tarde. Su voz denotaba alegría al hablarme con
un marcado acento alemán. Me dijo: “Obispo, le agradezco el haber enviado a tiempo su informe de la orientación
familiar”. Yo sabía que eso era apenas el comienzo de nuestra conversación, ya que mi informe siempre lo entregaba
a tiempo. Entonces continuó diciendo: “Obispo, no entiendo la línea del informe en la que usted indica que hay doce
familias que son inaccesibles. ¿Qué significa esa palabra?”
Le expliqué que se trataba de personas que no deseaban recibir la visita de nuestros maestros orientadores, que no
querían saber nada con la Iglesia. “¿Qué?, respondió, “¿No quieren que el sacerdocio de Dios les visite?”
“Así es”, le respondí.
Entonces el Hno. Fetzer me preguntó: “Obispo, ¿podría pasar por su casa para que me diera los nombres de esas
personas para yo poder visitarlas en representación suya?”
Le dije que por supuesto que sí. Había sido obispo durante cinco años y había conocido a muchos miembros del sumo
consejo, pero ésa era la primera vez que uno de ellos se había ofrecido a hacer algo.
En menos de una hora el Hno. Fetzer llegó a mi casa y yo le proporcioné una lista con los nombres y las direcciones de
aquellas personas que yo había indicado que eran inaccesibles. La lista estaba encabezada por la familia más difícil,
ya que no deseaba que dudara de lo que indicaba mi informe.
Y así él se fue con la lista, visitando primero a la familia del hermano Reinhold Doelle, una familia que vivía en una
casa muy grande, tal vez la más hermosa de nuestro barrio. Estaba rodeada por un cerco blanco, el cual encerraba
un espacioso jardín cubierto de césped y flores y que era celosamente vigilado por un perro pastor alemán que ladra-
ba o gruñía ante la presencia de cualquier desconocido, haciéndole saber de inmediato que no era bienvenido en su
territorio.
El Hno, Fetzer confirmó la dirección, se bajó de su automóvil y caminó hacia el portón de la casa. Al estirar el brazo
para abrir el pestillo del portón, vio que el perro venía corriendo hacia él con no muy buenas intenciones. Instantánea-
mente el Hno. Fetzer le gritó algo al perro en alemán, lo cual hizo que el animal se detuviera. Acarició el lomo del perro
y le habló suavemente en alemán, idioma que el dueño empleaba para hablarle.
Hermanos, nuestros esfuerzos en esta causa son continuos. La obra nunca terminará hasta que nuestro Señor y Maes-
tro diga: “Ya es suficiente”. Hay vidas que iluminar; hay corazones que alcanzar; hay almas que salvar. Tenemos el
sagrado privilegio de iluminar, de alcanzar y de salvar a esas preciosas almas que nos han sido confiadas.