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CELEBRACIONES EN HONOR DEL PODER

MONÁRQUICO EN LA NUEVA GRANADA


POR
ROGER PITA PICO*

Este tema de las fiestas públicas se inscribe en una tendencia historiográfica


de la Academia, reflejada a través de la publicación de algunos trabajos en
esta revista1 .
La aparente apacibilidad del ambiente parroquial que se respiraba en la
sociedad colonial era interrumpida frecuentemente por celebraciones públi-
cas de toda índole, algunas de las cuales solían conocerse como fiestas de
tabla2 .
En general, las que más abundaban eran las de tipo religioso pero el inte-
rés de este análisis va encauzado exclusivamente a las fiestas en honor al
poder monárquico, las cuales estaban cargadas de un alto contenido político.
Dentro de los eventos oficiales quizás el más trascendental era el congojo
por el fallecimiento de un Rey y la posterior asunción de un nuevo sucesor.
Adicionalmente, había otros relacionados con fechas especiales en el ciclo
de las vidas de los monarcas o de sus familiares como los cumpleaños, matri-
monios o nacimientos de herederos al trono español, y desde luego, la muer-
te de algunos de esos integrantes. Hechos políticos de relevancia como las
victorias militares o armisticios también eran motivo de alborozo.

* Politólogo de la Universidad de los Andes, Magíster en Estudios Políticos de la Universidad


Javeriana.
1 Véase por ejemplo: “Jura de Carlos IV en Cali”, BHA V (1907) 159-167; Raimundo Rivas:
“La Jura de Fernando VII”, BHA V (1907) 725-737; Constantino Bayle: “Nacimiento de
Luis Felipe”, BHA XXI (1934) 223-231; Luis Carlos Mantilla O.F.M., “Relación de las
fiestas públicas en San Gil, proclamación de Carlos IV en 1790”, BHA LXXXIII (1996)
545-552; Aída Martínez Carreño, “Crónica de bailes y banquetes”, BHA XCI (2004) 17-28.
2 Se llamaba así a las fiestas en que se armaba un proscenio en las plazas centrales desde donde las
autoridades civiles y eclesiásticas presidían los actos.
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De igual manera, se solía convocar a toda la población del Imperio con el


fin de dar gracias a Dios por el buen desempeño de la monarquía. Así lo
dispuso en 1776 una ley que institucionalizó el 4 de noviembre de cada año
como el día en que se celebraría en adelante una misa de acción de gracias
por los favores divinos recibidos, actos a los que tenían que asistir formal-
mente las principales autoridades3 . Cinco años más tarde, se celebró en San-
ta Fe un Te Deum y una misa de gratitud “por los muchos e inestables
beneficios que Dios nuestro Señor ha hecho a su persona [la del Rey]”4 .
Complementariamente, había ciertos rituales no necesariamente dirigidos
a las figuras monárquicas pero sí a algunos símbolos concernientes a su po-
der, como es el caso del sello real. Con la proclamación de un nuevo Rey
llegaba a territorio americano este instrumento que le otorgaba el carácter de
legalidad y validez a los documentos oficiales. Su arribo era objeto de públi-
cas atenciones y reverencias, de ello se dejó constancia en 1816 en Santa Fe:
Desde el atrio del convento de San Diego, entonces apartado de
la ciudad, se colocó la insignia Real en un trono y rodeado de la
guardia de alabarderos se le rindieron los honores debidos al
Rey. De allí se llevó por la calle larga de las Nieves y por la Real
a las casas de la Real Audiencia. Presidían la procesión el virrey
y los oidores, y asistieron los cabildos secular y eclesiástico, la
universidad Pontificia y los empleados con lujosos uniformes.
Para el paseo se colocó el sello sobre un almohadón de damasco
que servía de jaez a un caballo blanco, cuyas bridas llevaban las
manos de las golillas. Las tropas hacían calle de honor y la arti-
llería resonaba en cada momento5 .
Por su misma condición de capital, Santa Fe era el escenario en donde las
fiestas cívicas adquirían una mayor proporción y ostentación. Las demás
ciudades y villas neogranadinas también prepararon lo propio de acuerdo a
sus posibilidades socioeconómicas.
A medida que transcurría el período colonial se tornaron mucho más com-
plejas y suntuosas las celebraciones. Fue así como el aumento de los ejérci-
tos a raíz del temor de la revuelta de los Comuneros en 1781 favoreció un
mayor involucramiento de este estamento en las ceremonias, confiriéndoles
un toque adicional de lucimiento, elegancia y marcialidad. De esta forma, los
desfiles militares se convirtieron en un elemento cardinal dentro de los actos

3 Archivo General de la Nación –AGN, Reales Cédulas y Órdenes, tomo 212, sin foliar.
4 AGN, Real Audiencia de Cundinamarca, tomo 17, f. 482r.
5 Pedro María Ibáñez, Crónicas de Bogotá, tomo III, p. 454.
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Jura del Rey Fernando VII. Tomado de Morales, José Luis. Luis Paret: vida y obra.
Zaragoza, Editorial Aneto, 1997, pág. 73.
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teniendo además un claro propósito político e intimidatorio, cual era el de


exhibir y desplegar la fuerza del poder colonialista6 .
Esto se pudo constatar en la jura del Rey Fernando VII llevada a cabo en
la villa de Purificación cuando corría el año de 1808: “La impresión que hizo
en los ánimos de estos habitantes el espectáculo inesperado y nuevo de ver
tropas formadas de infantería y caballería aumentó en un grado extraordina-
rio la solemnidad de esta función”7 .
El mismo afrancesamiento de las costumbres de las capas altas de la so-
ciedad que empezó a experimentarse en el siglo XVIII le imprimió más pom-
pa a la parafernalia que giraba en torno a estas solemnidades, todo esto desde
luego traslucido en la vestimenta, los adornos, la alimentación, los modales,
los bailes, etc.
Sin embargo, vale la pena aclarar que en términos comparativos hubo
más exhibición y fastuosidad en los territorios del Perú y Nueva España en
razón a que contaron con un mejor panorama económico. Un ejemplo ilus-
trativo de ello lo ofrece el titular de este gobierno centroamericano quien
mandó hacia 1796 levantar una estatua ecuestre de Carlos IV para conme-
morar el día del natalicio de la Reina María Luisa de Borbón8 .
Dada la distancia trasatlántica que separaba a la metrópoli de las Colo-
nias, era normal esperar que las conmemoraciones se llevaran a cabo en sue-
lo americano varias semanas e incluso meses después de la fecha oficial.
Estas demoras eran inevitables muy a pesar de las advertencias que traían las
cédulas reales para que las instancias territoriales actuaran con “la prontitud
y eficacia” que exigía un acontecimiento de tal naturaleza. Otro factor agra-
vante en el retraso era la dispendiosa búsqueda de recursos.
Una muestra de la lentitud con que viajaba el correo monárquico desde
España a América fue que habiéndose posesionado el Rey Luis I el 9 de
febrero de 1724, en Santa Fe se vino a celebrar tardíamente la jura el día 5 de
agosto, a poco menos de un mes de registrarse su muerte a causa de una
viruela, lo que en términos concretos implicaba la inmediata preparación de
nuevos actos9 . En otras latitudes del Reino se dio el caso de jurar fidelidad
habiendo pasado ya este Rey a mejor vida.

6 Julián Vargas Lesmes, Historia de Bogotá, tomo IV, p. 56.


7 Biblioteca Nacional de Colombia, Fondo Pineda, tomo 164, pieza 2, p. 5.
8 Juan Pedro Viqueira Albán, ¿Relajados o reprimidos?, p. 1.
9 Ibáñez, op. cit., tomo I, p. 312.
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Era en realidad muy extenso y dispendioso el itinerario que llevaba cada


noticia hasta llegar a todos los rincones del Reino. La muerte de Carlos III
ocurrió el 14 de diciembre de 1788, el día de navidad se expidió una cédula
en Madrid informando al virrey Gil y Lemos sobre la necesidad de rendirle
honores póstumos y aclamar el ascenso del nuevo gobernante, el Rey Carlos
IV. El 28 de febrero del año siguiente el virrey notificó a las provincias, dos
semanas después se dictó el decreto para la capital y los preparativos duraron
casi dos meses ya que los actos comenzaron allí el 28 de mayo. A nivel
provincial, las demoras fueron más visibles ya que por ejemplo, en Guaduas
la proclamación no se hizo sino hasta el 12 de enero de 1790, en Popayán a
los ocho días, en la villa de San Gil el 3 de mayo y en la ciudad de Salazar de
las Palmas el 25 de junio. Es decir, hasta más de un año después de ocurridos
los actos oficiales en la sede del Imperio.
A veces, los rumores resultaban ser infundados lo cual dio lugar a mucha
confusión y pérdida de esfuerzos. El 19 de abril de 1809 se conoció en Santa
Fe la noticia sobre la derrota de Napoleón. En la noche como al punto de las
diez se mandó repicar las campanas de todas las iglesias, se iluminaron las
edificaciones y se quemaron más de quinientos voladores. Hubo cánticos de
militares en la plaza mayor y desfiles victoriosos por la calle real con tambo-
res y pitos que se prolongaron hasta las cuatro y media del amanecer bajo el
influjo de varias botijas de vino. Como muestra de regocijo, un provincial
arrojó bastante plata por la ventana de su casa. Los festejos siguieron su
curso por dos noches más pero paradójicamente a las pocas horas llegó una
noticia desmintiendo los hechos10 .
Fue también una costumbre el buscar coincidir este tipo de eventos con
otros de carácter cívico o religioso, entre otras cosas, para ahorrar energías y
gastos. En Santa Fe se planificó la jura de Carlos III para el 6 de agosto de
1761, justo en la fecha en que se solía evocar la fundación de la ciudad. Igual
se hizo cuatro décadas después en la villa de San Gil, cuando el cabildo pidió
permiso para aplazar la jura de Carlos IV hasta el 3 de mayo, día en el que
tradicionalmente se celebraba en ese lugar la exaltación de la Santa Cruz
como patrona titular11 .
Si se suman estas celebraciones cívicas con las de corte religioso, en rea-
lidad eran muchos los días de fiestas que ocupaban la atención de los
neogranadinos y eso en cierto sentido empezó a ser motivo de inquietud.

10 José María Caballero, Particularidades de Santafé, p. 68.


11 AGN, Milicias y Marina, tomo 117, f. 380r.
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Con la llegada de las administraciones borbónicas se tomaron medidas para


reducir la excesiva duración de estos festejos. Según se arguyó en esa oca-
sión, tantas jornadas de distracción eran causa del atraso en los procesos
adelantados por los tribunales de la Real Audiencia12 .

Dios y Rey
Tal como lo predican los manuales de teoría política, uno de los pilares
del régimen monárquico era la concentración del poder en donde la sobera-
nía era ejercida por un Rey siguiendo una lógica hereditaria. Esto podía ser
una virtud pero si se mira desde otra perspectiva se convertía en una causa de
fragilidad y amenaza latente. Allí radicaba el interés casi empecinado por
mantener activados esos complejos vínculos de lealtad, respeto y obediencia
entre el gobernante y sus súbditos.
La enorme distancia de Europa hacía mucho más imperioso el
reforzamiento de ese orden jerárquico y el sostenimiento de unos niveles
aceptables de legitimidad y pertenencia al sistema político que los regía. En
ese sentido, las fiestas le permitieron al Estado y a la Iglesia mantener el
dominio político sobre una sociedad que paulatinamente se insinuaba más
compleja tanto en lo social como en su composición étnica. Se aprovecha-
ban esos espacios para conjugar estratégicamente lo sagrado y lo profano en
torno a la egregia figura del poder monárquico.
Esa imbricación entre lo civil y lo divino también se veía renovada con
ocasión de los enfrentamientos militares con otras naciones. En el informe
suministrado por las autoridades de Santa Marta sobre las plegarias por el
triunfo de las armas españolas, se les tildaba a los ingleses como “enemigos
de la santa religión y cristiana monarquía”13 .
No es un hecho fortuito entonces que la misa haya sido un acto capital en
prácticamente todas estas celebraciones, ya fuera por motivos que inspiraban
alborozo como un triunfo bélico o de aflicción como la desaparición de un
miembro de la familia Real. En esos rituales la Iglesia desplegaba toda su
capacidad de influencia desde la mística de los adornos hasta la llamativa
vestimenta de sus representantes. Como un componente central de estas ce-
remonias religiosas se destacaban los sermones que además de romper con la
monotonía del latín –ininteligible por cierto para la inmensa mayoría–, signi-
ficaba una descarga de densa oratoria alimentada con rebuscadas metáforas

12 AGN, Historia Civil, tomo 16, f. 425r.


13 AGN, Milicias y Marina, tomo 115, ff. 537r-542v.
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y alegorías que solo guardaban como propósito penetrar en la conciencia del


común de las gentes la devoción al poder de la monarquía.
Era esencial además representar al máximo la presencia del Rey allende
los mares. Para ello, quizás el mecanismo más práctico para lograrlo era a
través de su retrato14 que por lo general presidía los actos más sublimes,
expuesto con excepcional decoro y celosamente custodiado por una guardia
militar. En las celebraciones llevadas a cabo en la parroquia de Puente Real
en abril de 1809, con motivo de la plausible noticia sobre el éxito de las
armas españolas sobre las francesas se colocó un cuadro de Fernando VII en
un lugar decente e iluminado con la formalidad exigida “...para que este
vecindario tenga la halagüeña complacencia de conocerle, si quiera de este
modo”15 .

Los preparativos
Las autoridades de las ciudades y villas se encargaban de persuadir a los
mandatarios de las parroquias sufragáneas a su jurisdicción para que la con-
vocatoria fuera un verdadero éxito. Con miras a asegurarse que todos los
vecinos cumplieran con su deber de vasallos, se pensaba que uno de los
canales más audaces para llegar a los más recónditos lugares era a través de
la publicación de bandos el día de mercado a donde se movilizaban morado-
res de la provincia a abastecerse semanalmente de sus víveres.
Otro medio era aprovechando la inmensa influencia que irradiaba en esa
época el estamento religioso. Por eso, era apenas comprensible que los alcal-
des y cabildos apelaran a los buenos oficios de los curas quienes con sus
pláticas dominicales podían –sin excesivos esfuerzos– congregar devotamente
a la horda de gentes irrigadas por las vastas áreas rurales. Era sin duda una
alternativa precisa para exhortarlos a remozar la lealtad a la monarquía y
reforzar simultáneamente el estrecho vínculo entre este poder y el divino. A
medida que fueron apareciendo, los periódicos se convirtieron en una opción
adicional de divulgación aunque con un alcance muy reducido.
Pero si se tiene en cuenta un poco el contexto de la época, ineludiblemente
habrá que pensar en lo dispendioso que podía resultar el llevar ágilmente la

14 Una prueba elocuente en la que se puso de relieve la reverencia y el poder intimidatorio que giraba
en torno a la imagen Real, le ocurrió a un vecino santafereño que fue sentenciado a horca y
expuesta su mano derecha en Villa de Leiva por el hecho de haber cortado la cabeza a un retrato
de Carlos II. En: AGN, Justicia, tomo 26, f. 325r.
15 Biblioteca Nacional de Colombia, Manuscritos, libro 185, ff. 229r y v.
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información a los intersticios más distantes de aquellos anchurosos domi-


nios, tarea que de entrada requería acciones inmediatas y expeditas. Una de
esas fórmulas fue utilizada en 1708 por el alférez real de Villa de Leiva,
quien una vez enterado de su compromiso en la celebración del nacimiento
del príncipe Luis Filipo, comisionó a don Sebastián de Pastrana y Bernabé
Páez Delgado para que recorrieran el valle de Suta y de Ráquira pregonando
la buena nueva e invitando a todos a sumarse a los actos. El mismo encargo
se le hizo al corregidor de naturales para que transmitiera el mensaje a los
resguardos comarcanos16 .
Con frecuencia, esas convocatorias venían aprontadas con serias medidas
sancionatorias. A efectos de garantizar la participación incondicional en las
actividades que se llevaron a cabo en 1712 en Zaragoza para festejar el naci-
miento del príncipe Filipo V, las autoridades preceptuaron que durante los
días de la celebración nadie podía salir del perímetro de la ciudad so pena de
doce pesos. Por su parte, la institucionalidad eclesiástica bajo el mando del
vicario fray Francisco Pereira de Castro, fue muy enfática en advertir que
excomulgaría a los vecinos que sabiendo de este compromiso dejaran de
asistir sin justa causa, además de lo cual serían considerados inobedientes a
las orientaciones de la Iglesia y se harían acreedores a una multa de ocho
pesos17 .
Desde luego, esa responsabilidad de asistir adquiría en los funcionarios
una dimensión superior. A don Sebastián de Castañeda, contador más anti-
guo del Tribunal de Cuentas, se le fustigó drásticamente por no vincularse
en 1733 al desfile de acompañamiento del pendón real el día en que se
llevaron a cabo en la capital las vísperas de la conmemoración de la con-
quista del Nuevo Reino. Por consiguiente, se le compelió a no fallar en los
actos restantes18 .
Hacia 1747 el cabildo de Honda negó la licencia solicitada por el procu-
rador don Sebastián de Miranda para viajar a Cartagena por estar próximo el
día de la aclamación del Rey Fernando VI. La orden perentoria era que “to-
dos debían concurrir” de manera que bajo ningún pretexto se podía abando-
nar la villa en esos días solemnes y mucho menos él por ser miembro de la
sala capitular, mas sin embargo se le dio la posibilidad de ausentarse una vez
transcurrida la función.

16 AGN, Virreyes, tomo 10, ff. 1002v-1003r.


17 AGN, Cabildos, tomo 4, f. 645 r.
18 AGN, Real Audiencia de Cundinamarca, tomo 6, ff. 923r y v.
ROGER PITA PICO: CELEBRACIONES EN HONOR AL PODER MONÁRQUICO. . . 129

Facsímil del informe presentado en 1808 en la villa de Purificación con motivo de la


jura del Rey Fernando VII. Tomado de: Biblioteca Nacional de Colombia, Fondo
Pineda, tomo 164, pieza 2.
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Entre tanto, el procurador siguió obstinado en su empeño sobre la base de


que el permiso ya se le había proveído desde el instante mismo de su pose-
sión y que su interés no era esquivar la trascendencia del acto sino atender
negocios inaplazables que ameritaban su estricta asistencia. A lo último, hizo
caso omiso a las advertencias y al no poder exhibir licencia alguna de la
instancia local ni de otra superior debió atenerse al pago de una abultada
sanción de 500 patacones19 .
En otro caso sucedido en 1769, el cabildo de Cartagena denunció al go-
bernador interino de la ciudad don Melchor de Aguilera por no asistir a las
funciones públicas y solemnidades de iglesia. Ante tal irregularidad, el go-
bierno virreinal lo conminó a hacerlo puntualmente en lo sucesivo a menos
que tuviere algún obstáculo forzoso que se lo impidiese. Al final, se supo que
la ausencia se debía a su negativa de encontrarse públicamente con los inte-
grantes de la sala capitular por intensas discrepancias que mantenía con ellos20.
Otra excusa posible era alguna dolencia crónica para lo cual era indispen-
sable allegar el dictamen del especialista. Para la celebración en Santa Fe de
la jura del Rey Carlos III hacia el año de 1760, aparecieron dos certificacio-
nes firmadas por el médico don Joseph Ruesta y Asnar en las que se excusa-
ba a dos oficiales de milicias de participar en los desfiles. La primera reconocía
que don Antonio Margallo estaba impedido para montar a caballo por una
hemorroides crónica mientras que la segunda eximía al capitán don Andrés
Ortiz, a quien después de diagnosticarle una fluxión reumática en los ojos se
habían intentado vanamente todos los remedios posibles ante lo cual se cre-
yó conveniente enviarlo a clima templado en procura de su mejoría21 .
La preocupación se hacía más notoria cuando se ausentaba alguno de los
funcionarios encargados de organizar los eventos. En 1789, el alférez real
don Antonio Chacón y el alcalde don Joseph de Neira y Castro fueron acu-
sados en Villa de Leiva por su supuesta negligencia al no asistir a la reunión
del ayuntamiento que había sido convocada de manera extraordinaria para
acordar las acciones conducentes a la celebración de las honras de Carlos III
y la exaltación de su sucesor. Los motivos aducidos por estos dos empleados
eran: la enfermedad, la avanzada edad y el fuerte invierno que azotaba esas
tierras. Otros cabildantes más se disculparon por estar ocupados en sus nego-
cios de campo.

19 AGN, Miscelánea, tomo 74, ff. 12r-17v.


20 AGN, Cabildos, tomo 4, ff. 10r-21v.
21 Daniel Samper Ortega, Don José Solís, p. 258.
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Se hizo forzosa entonces la intervención superior del corregidor de Tunja,


don Eustaquio Galavis, quien calificó como injustas las excusas viendo en ese
comportamiento una aleve falta a la causa pública y una afrenta “a ambas
Majestades”. En consecuencia, se compelió a los señalados a aportar pruebas
sólidas que sustentaran la ausencia y se instó a los miembros restantes de la sala
capitular a actuar diligentemente para que no quedaran suspendidas esas so-
lemnidades, un compromiso que bajo ninguna circunstancia podía eludirse 22 .
Hacia 1791, el gobernador Lucas de Herazo y Mendigaña contando con
el pleno respaldo del cabildo de Neiva solicitó al virrey Ezpeleta autoriza-
ción para aplazar por tres meses la proclamación del nuevo Soberano. Las
razones expuestas eran porque el cargo de alférez había estado vacante
delegándose entonces al alcalde ordinario don Joaquín Miguel de Herrera
para que levantara el pendón real pero este funcionario se trasladó inoportu-
namente a Santa Fe dejando en vilo las providencias dictadas. Hubo que
nombrar como nuevo alférez a don Bricio Tomás de Tovar pero calamidades
de tipo familiar lo sustrajeron de cumplir a tiempo con tan alta misión, por lo
cual se pidió diferir por unas cuantas semanas el evento mientras se adelanta-
ban los preparativos para asegurar el lucimiento de un fecha tan excepcional
como esta. El gobierno virreinal condescendió a este pedimento siempre y
cuando no aparecieran más argucias dilatorias 23 .
Una vez verificados los actos, era una obligación para los organizadores
y autoridades locales informar pormenorizadamente al gobierno virreinal sobre
la forma como se habían desenvuelto las ceremonias y festejos guardando
particular cuidado en describir gráficamente el significado del más mínimo
adorno o elemento. Siguiendo esa lógica en la jerarquía del poder adminis-
trativo, esta instancia central neogranadina se encargaba de notificar a la
metrópoli sobre todas las actuaciones.
Usualmente estos reportes –en especial para el caso de las juras– estaban
precedidos de extensas disertaciones teóricas e históricas que eran comple-
mentadas con expresiones en latín. De igual modo, este lenguaje solía estar
matizado con un tono lírico tendiente a vigorizar la lealtad y a ensalzar la
devoción del pueblo hacia el mando Real. Con ello, se buscaba también
exaltar el nombre de los funcionarios y personas que intervenían en esas
manifestaciones de afecto quienes por demás buscaban granjear reconoci-
mientos a sus esfuerzos. Incluso algunos informes alcanzaron a ser impresos
gracias a lo valioso de las reflexiones allí recogidas.

22 AGN, Colección Enrique Ortega Ricaurte, caja 192, carpeta 706, ff. 59r-70v.
23 AGN, Gobierno Civil, tomo 13, ff. 452r-456v.
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Otra manera de demostrar que se había cumplido con lo programado era


la elaboración de recordatorios que se remitían a los máximos gobernantes
como señal de renovación del aprecio por el Rey. Don Prudencio González,
escogido para levantar el pendón real en Cartagena para conmemorar en
1789 la jura de Carlos IV, informó con presteza a la autoridad virreinal sobre
sus gestiones y, como clara evidencia de haber correspondido escrupulosa-
mente con todos los requisitos demandados por un suceso de tanta relevan-
cia, tuvo la deferencia de adjuntar una de las monedas que fueron acuñadas
para la ocasión 24 .

Las preeminencias y los vericuetos del protocolo


Si había una ocasión en la que salía a flote todo el protocolo y etiqueta de
la época era justamente en las fiestas públicas. Era apenas comprensible que
en los azarosos primeros años cuando estaba en ciernes la estructuración del
sistema de gobierno y cuando la mayoría de los ánimos aún estaban cifrados
en la Conquista del territorio, primara no poca desorientación sobre el proce-
dimiento como se debía abordar este tipo de celebraciones.
Esa fue la incertidumbre que invadió a varios de los más distinguidos
vecinos de Santa Fe en 1558 al carecer de un protocolo que los guiase para
festejar el advenimiento de Felipe II al trono español: “...aunque no tuvimos
original de a dónde sacarlo, porque como estas partes de Indias son nuevas
tierras y ésta lo es más que otras, no tenemos memoria de pasados que nos
hayan dado la forma que se deben tener en semejantes autos” 25 . Básicamen-
te solo conservaban la referencia de lo obrado en las honras del príncipe
anterior pero por encima de estas adversidades anotaron que habían hecho lo
mejor posible y todo aquello que sus lógicas consideraron idóneo para hacer
explícito el contentamiento por el ascenso del nuevo monarca.
A medida que se fue asentando el régimen colonial, de manera paralela
fueron incorporándose los detalles característicos de los organismos de po-
der, y con ellos, toda la amalgama de sus simbologías e imágenes. Fue así
como gradualmente se intentaron reproducir los ritos y formalidades ten-
dientes a entronizar la autoridad monárquica en unos territorios ubicados a
cientos de millas marinas. Tal como era previsible, la adaptación de estos
complejos protocolos vinieron acompasados de una multiplicidad de obstá-

24 AGN, Miscelánea, tomo 138, ff. 611r-613r.


25 Juan Friede, Fuentes Documentales para la Historia del Nuevo Reino de Granada, tomo III,
pp. 228-229.
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culos derivados de las precariedades propias de las Colonias y de la falta de


consenso respecto a la minucia de lo sugerido por los manuales de etiqueta.
Era usual por ejemplo, encontrar matizados criterios en los procedimien-
tos que se debían seguir para cada evento. Unos se fijaban en los dictámenes
de la tradición, otros se apegaban a lo que rezaba la norma mientras que
algunos adherían al estilo que regía en la capital.
En Popayán de cara a la jura de Carlos IV en 1790, surgió una álgida
discusión sobre si se debía sacar o no el pendón real para el día de la misa de
acción de gracias. A pesar de los esfuerzos del alférez real Manuel Antonio
Tenorio para sopesar las opiniones y deliberaciones de los funcionarios se-
culares y eclesiásticos más antiguos del lugar, al final no se cristalizó ningún
acuerdo. Para zanjar las diferencias y procurar la armonía tan anhelada en un
momento como este, el fiscal de la Real Audiencia don Joseph Antonio Berrío
exhortó al cabildo para que en las proclamaciones venideras se ciñeran a los
patrones verificados en alguna otra ciudad del Reino. En atención a esta
directriz, se recomendó al ayuntamiento cartagenero asesorar en la materia a
sus homólogos payaneses 26 .
En otro caso sucedido en la ciudad de Santa Marta hacia 1724, el epicen-
tro de la crítica fue el obispo don Antonio de Monroy y Meneses por haber
entorpecido el feliz desarrollo de la misa de acción de gracias que se oficiaba
en la catedral en honor al cumpleaños del Rey Felipe V.
En medio de esta solemnidad, el alto jerarca reaccionó ante la decisión de
los regidores de colgar retratos de los Reyes en la pared del altar mayor, tal
como se había hecho costumbre. Delante del vecindario y demás dignatarios
asistentes, el religioso mandó quitarlos de inmediato para reubicarlos en el
púlpito aduciendo que aquel lugar sagrado no era el más acertado para rendir
culto a las figuras monárquicas, las cuales aún no estaban canonizadas como
para merecer tal sitial.
Don Juan Beltrán de Caicedo, gobernador de la ciudad, también se sintió
consternado ante el repentino gesto del prelado al que no vaciló en calificar
como escandaloso, tiránico y de gran irreverencia al máximo poder imperial.
En consecuencia, pidió al virrey adoptar las medidas pertinentes y como
señal inequívoca de protesta se rehusó a seguir concurriendo a las funciones
de iglesia 27 .

26 AGN, Virreyes, tomo 16, ff. 196r-213v.


27 AGN, Curas y Obispos, tomo 21, ff. 389r-394v.
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Si se analiza desde una óptica general, en estos eventos imperaba la unidad


ya que plebeyos y nobles acudían juntos a las ceremonias. Pero si se entra en
detalles, se descubre que prevalecían unos patrones jerárquicos reflejados en la
fijación de un estricto orden de entrada a recintos según el cargo, institución,
dignidad o antigüedad. Esa milimétrica colocación debía guardarse también en
las procesiones, en la ubicación de palcos y tarimas especiales, en los actos
privados que tenían lugar en las sedes de gobierno y hasta en los asientos de las
iglesias. Esta parte ceremonial era una fiel demostración de jerarquía en la que
se escenificaba la estructura del poder monárquico conforme a la etiqueta dis-
puesta convencionalmente, una representación de orden integracionista en la
que cada uno ocupaba su lugar y desempeñaba su rol con sumo rigor.
Paralelamente, se acondicionaban para cierto tipo de dignidades una serie
de elementos de uso exclusivo como almohadas y sillas. Solía ponerse en
práctica una escala de gestos de cortesía como venias y saludos además de
un estilo peculiar para tratar a cada uno ya fuera con la palabra señoría, don,
doctor, merced o excelencia, según el caso. De acuerdo a su rango y oficio,
a determinado grupo de personalidades les estaba permitido utilizar símbolos
de poder como bastones, espadas o capas, los cuales debían exhibir en esta
clase de solemnidades.
La Recopilación de Leyes de Indias reunió en su libro III, título XV, una
muestra significativa del inmenso compendio normativo tendiente a aclarar
las precedencias sociales que debían aplicarse en estos eventos. Para citar
solo un ejemplo ilustrativo de ello, vale la pena observar el contenido de la
ley 37 incluida en ese manual con relación a los actos públicos: “...vaya el
cabildo delante e inmediato a la Real Audiencia, y solo se interponga el Tri-
bunal de Cuentas y el que sirviere de sello y registro, y en las procesiones
generales y juntas donde también concurriere el cabildo eclesiástico, prefiera
el cabildo eclesiástico al secular, y ambos vayan por esta orden, inmediatos a
la Real Audiencia” 28 .
Obviamente, a medida que se hizo más frondosa la estructura burocrática
colonial, del mismo modo empezaron a emerger confusiones sobre estas pre-
eminencias. Cualquier perjuicio personal en ello era percibido como una afren-
ta al honor alcanzado, y por supuesto, abría paso a una álgida discusión que
se llevaba hasta las últimas consecuencias con tal de ver restituida la digni-
dad. Fueron muchos los litigios y consultas que por esta causa se llevaron
hasta los altos tribunales.

28 Recopilación de Leyes de los Reynos de las Indias, tomo II, p. 68.


ROGER PITA PICO: CELEBRACIONES EN HONOR AL PODER MONÁRQUICO. . . 135

En 1647 Juan de Sologuren y demás jueces de la Real Hacienda entraron


en disputa con los regidores de la ciudad de Santa Fe sobre su preeminencia
de sitio en las fiestas de tabla y demás actos solemnes 29 . Dos décadas des-
pués, una cédula real entró a dirimir un conflicto disponiendo que el conta-
dor y el tesorero de las casas de la moneda debían ubicarse después de los
oficiales reales al momento de concurrir a las fiestas públicas 30 .
Hacia 1790 el virrey analizó una misiva rubricada por los miembros de la
Real Audiencia en la que estos hicieron sentir su indignación ante el hecho
de que en las recientes fiestas de tabla verificadas en la catedral de Santa Fe
no recibieron los respectivos honores de los guardas de la cárcel de Corte y
de los de las reales cajas, quienes ni se pararon para hacerles la venia ni se
quitaron el sombrero en señal de pleitesía. Con esa relajada conducta se ha-
bía trasgredido lo contemplado en las cédulas del 23 de agosto de 1786 y del
3 de julio de 1788, motivo por el cual a aquellos funcionarios “irrespetuo-
sos” se les impuso como medida de escarmiento a llevar colgados en su
cuerpo una tablilla con un mensaje alusivo al miramiento que debían tributar
hacia las personas de elevada categoría 31 .
En la conmemoración de la jura del Rey Fernando VII llevada a cabo en
la ciudad de Girón en noviembre de 1808 se suscitó una divergencia sobre
quién debía llevar el pendón Real: el alférez real don José María Salgar o el
corregidor de la provincia de Pamplona don Juan Bastus. El fiscal que terció
en el debate los persuadió a no dar más largas a esta discusión y le concedió
la razón a Salgar haciendo énfasis en que lo verdaderamente prioritario en
ese instante era el acto de jura y de demostración de amor y lealtad que se
debía profesar hacia el monarca.

El desarrollo de las celebraciones


Aunque para cada celebración había ciertos parámetros fijados por las
leyes y la tradición, de todas formas el desenvolvimiento de cada una de ellas
mantuvo sus aspectos particulares de acuerdo a las posibilidades sociales y
económicas de cada lugar. De una u otra manera todos los estamentos eran
emplazados a vincularse a los actos.
Desde muy temprano, hubo muestras de regocijo o solidaridad por los
acontecimientos militares. Con ocasión de las victorias españolas sobre la

29 AGN, Policía, tomo 3, ff. 598r-600v.


30 AGN, Reales Cédulas y Órdenes, tomo 17, ff. 328r y v.
31 AGN, Real Audiencia de Cundinamarca, tomo 2, ff. 879r-882v.
136 BOLETÍN DE HISTORIA Y ANTIGÜEDADES – VOL. XCIII No. 832 – MARZO 2006

armada de los turcos en 1572, el cabildo de Cartagena dio instrucciones a las


iglesias del obispado para que se realizaran misas de acción de gracias 32 .
No obstante, este tipo de celebraciones se incrementaron notablemente en
los siglos XVIII y XIX, tiempo en el cual España se vio enfrascada en suce-
sivos enfrentamientos bélicos y de poder. Siguiendo cabalmente las indica-
ciones de la autoridad virreinal, el obispo de Santa Marta don Nicolás Gil
Martínez Malo avisó en 1762 a todas las iglesias y conventos de la ciudad
sobre la declaratoria de guerra a Inglaterra. Por consiguiente, les dio instruc-
ciones para que se efectuara una rogativa por espacio de nueve días con misa
cantada para pedir a Dios por el buen desempeño de las armas ibéricas y el
logro de la victoria. En especial, se encomendó elevar oraciones a la Purísi-
ma Concepción de María, patrona del lugar, de quien por demás se había
recibido la protección divina en un anterior ataque militar de los ingleses a
ese puerto.
A fin de que llegara a todos esta noticia se escogió el día domingo en la
misa mayor y para que la pública plegaria fuera “con la mayor pompa y
autoridad” se oficiaron sendas invitaciones al gobernador don Gregorio Ro-
sales y a los integrantes del cabildo para que acudieran a las misas mañaneras
y procesiones. A los clérigos se les ordenó vestirse solemnemente portando
el bonete y se exhortó a todos los fieles para que asistieran al templo ya fuera
en las mañanas o en las noches, y de paso, se abstuvieran de bailes, convites
y toda serie de festines. Igual instrucción se impartió a los párrocos de las
poblaciones circunvecinas para que hicieran lo propio, invitando para ello a
los principales dirigentes locales e informando a la curia sobre lo actuado. 33 .
Para la celebración del tratado de paz suscrito al año siguiente en París
entre la Corona española y la francesa, estas mismas autoridades samarias
programaron el 1º de septiembre como el día perfecto para la publicación del
bando en el que compartirían este suceso a toda su jurisdicción instando a los
habitantes a colocar luminarias en las puertas y ventanas de sus casas como
prueba incontestable de júbilo. Como complemento, se mandó al cabildo y
conventos a que ofrecieran misas de acción de gratitud por este valioso acon-
tecimiento 34 .
El 22 de diciembre de 1796, el arzobispo de Santa Fe don Baltasar Jaime
ordenó a todos los sacerdotes y religiosos ofrecer misas cantadas y rezadas

32 Friede, op. cit., tomo VI, p. 180.


33 AGN, Milicias y Marina, tomo 115, ff. 537r-542v.
34 AGN, Milicias y Marina, tomo 112, ff. 706r-711v.
ROGER PITA PICO: CELEBRACIONES EN HONOR AL PODER MONÁRQUICO. . . 137

por el buen desempeño de las fuerzas españolas tras la declaratoria de guerra


hecha por Carlos IV a Inglaterra. Dentro de las compensaciones divinas por
estos ruegos estaba la concesión de ochenta días de indulgencia por cada
oración o ejercicio de piedad 35 .
En noviembre de 1806 se recibió en esta capital la noticia sobre la de-
rrota que habían sufrido los ingleses en Buenos Aires a manos de las mili-
cias españolas, lo que de inmediato provocó amplia complacencia. En la
tarde del día 20 sonó un repique general de campanas y al caer la noche se
organizaron fuegos artificiales. A la mañana siguiente tuvo lugar una misa
de acción de gracias con puntual presencia del virrey, oidores, cabildantes
y demás miembros de corporaciones religiosas y militares. El canónigo
don Andrés María Rosillo fue designado para predicar el sermón
enalteciendo el triunfo alcanzado. La celebración se cerró el último día de
ese mes a través de un simulacro de guerra recreado en el sitio de San
Diego y bajo la organización del batallón auxiliar y de artillería, acto al
cual se volcó nutridamente el pueblo llano resguardado en toldos especia-
les mientras que las más destacadas autoridades precedidas por la figura
del virrey y su esposa se acomodaron en casas finamente decoradas con
enramadas llenas de laureles y cortinas de damasco 36 .
Los acontecimientos más significativos en la vida de la familia Real ocu-
paban una buena parte de la agenda de las celebraciones. Cada nacimiento
era motivo de alegría en todo el Imperio. A raíz del parto de la Reina Marga-
rita en 1601, el Rey expidió una cédula mediante la cual participaba a los
religiosos franciscanos de esta feliz noticia. Por lo tanto, se pidió a los mo-
nasterios de esa orden programar actos en los que se dieran gracias a Dios
por la llegada del nuevo miembro de la familia Real y se expresaran muestras
de regocijo 37 .
En el homenaje por el nacimiento del príncipe Carlos José hacia 1663, las
autoridades de Tunja prepararon un singular certamen literario que convocó al
ingenio de los virtuosos de la poesía. El concurso consistía en la composición
de sonetos y décimas laudatorias dedicadas al célebre infante. Para los seis
ganadores se dispusieron diversos premios dentro de los cuales se incluyó una
sortija de amatista, una rosa de esmeraldas, un espejo argentado, un pañuelo de
olán, un tintero de marfil y hasta un limpiadientes de oro con su colonia 38 .

35 Papel Periódico de la ciudad de Santa Fe de Bogotá -1791-1797, tomo IV, pp. 1619-1620.
36 José Manuel Groot, Historia Eclesiástica y Civil de Nueva Granada, tomo II, pp. 142-143.
37 AGN, Miscelánea, tomo 136, f. 891r.
38 Manuel Briceño, Tunja: desde su fundación hasta la época presente, pp. 87-102.
138 BOLETÍN DE HISTORIA Y ANTIGÜEDADES – VOL. XCIII No. 832 – MARZO 2006

Para el nacimiento del príncipe Luis Filipo en 1708 en Villa de Leiva se


mandó a los tratantes prender luces en sus casas así como en las iglesias y
conventos de San Francisco, San Agustín, San Juan de Dios y Nuestra Seño-
ra del Carmen. Se organizó una misa con las principales personalidades ilu-
minando el altar con doscientas luces de cera. Seguidamente se exhortó a
cada comunidad religiosa para que se celebraran misas solemnes al interior
de sus recintos. Hubo repiques de campanas y algunos vecinos excitados
salieron a sus ventanas a descargar al aire sus armas de fuego. Como señal
adicional de reverencia, se colocó un retrato del Monarca en la puerta del
cabildo y se dio paso a un desfile encabezado por el estandarte real 39 .
Cuatro años más tarde en la ciudad de Zaragoza con motivo del alumbra-
miento de la Reina de España María Luisa Gabriela, se despacharon órdenes
a los distintos sitios de la jurisdicción para que ningún vasallo dejara de asis-
tir a los festejos. Se proyectó un novenario con misas cantadas, se iluminaron
cuatro cuadras a la redonda y se dispararon tiros con arcabuces cada tres
horas mientras duraba el tañido de campanas. Como complemento, hubo
máscaras, entremeses y desfiles que engalanaron la ciudad exclamándose
constantes loas en honor al nuevo heredero 40 .
En 1773 se instituyó en la ciudad de Santa Fe la celebración anual del
cumpleaños del Rey Carlos III. Para estas efemérides fueron convocados
todos los vecinos principales. Se programó misa y Te Deum, se mandó ilu-
minar el altar mayor con 56 luces, se consiguió el incienso necesario y cuatro
libras de pólvora para lanzar fuegos artificiales 41 .
Los matrimonios de algunos de los integrantes de la familia Real también
se incluyeron en la lista de celebraciones. Mediante cédula del 29 de sep-
tiembre de 1765 el Rey ordenó a las autoridades civiles y eclesiásticas del
Nuevo Reino publicar la unión sacramental del príncipe de Asturias don
Carlos con la princesa Luisa, hija del duque de Parma. Esto con el fin de que
se ejecutaran las demostraciones de agradecimiento a Dios por este suceso y
se ofrecieran los regocijos acostumbrados para semejantes ocasiones 42 . Se
avisó al público con repique de campanas de la catedral seguida por las de-
más iglesias y se pudo disfrutar de tres días de luminarias, toros, comedias y
otros esparcimientos más.

39 AGN, Virreyes, tomo 10, ff. 1001r-1009v.


40 AGN, Cabildos, tomo 4, ff. 637r-647v.
41 AGN, Cabildos, tomo 11, f. 448r.
42 AGN, Milicias y Marina, tomo 112, ff. 67r y v.
ROGER PITA PICO: CELEBRACIONES EN HONOR AL PODER MONÁRQUICO. . . 139

El corregidor de Neiva don Anastasio Ladrón de Guevara informó en


junio de 1817 que en obsequio a los desposorios de los Infantes se habían
llevado a cabo en la ciudad tres días de fiesta, una misa cantada y Te Deum,
actos a los que se convidó a todo el clero y los sujetos de más distinción.
Como feliz complemento se desarrollaron tres corridas de toros y en cada día
el cabildo ofreció un refresco y bailes en las noches 43 .
La muerte de los Reyes o de algunos de sus hijos era el hecho que causa-
ba la más sentida congoja. Para imprimirle un toque de mayor realismo se
construía un sepulcro que simbolizaba la presencia del personaje fallecido.
En 1556 se dio instrucciones para la conmemoración del fallecimiento de la
Reina Juana, hija de los reyes católicos Fernando e Isabel. Se ordenó por
cuenta de la Real Audiencia hacer las honras y el novenario en la iglesia
mayor de Santa Fe. Fue estipulado un luto riguroso por espacio de treinta
días para las figuras prominentes de ese tribunal, cuyo vestido incluía: “…lobas
con capirotes e caperuzas” 44 .
Tres años después con motivo de la muerte del Rey Carlos V, los oidores
mandaron dar noticia al obispo del Reino, al deán y cabildo de la iglesia
y al regimiento de la capital para que se hicieran las honras acostumbra-
das para estos casos. Asimismo, se ordenó notificar a las ciudades, villas
y lugares para que todos los habitantes se vincularan a los actos y se
pidió aprontar la cera, el vino, el paño para el cadalso y la tumba, y lo
demás que fuere necesario, todo a costa de “gastos de justicia” de la Real
Audiencia 4 5 .
En las exequias de Felipe II llevadas a cabo en 1599 se enviaron comisio-
nados a las ciudades de Tunja y Mariquita para comprar la tela, la cera y
demás elementos que no era posible conseguir en Santa Fe. Le fueron entre-
gados al sastre 224 varas de paño de luto para confeccionar las vestimentas
especiales de los oidores y demás oficiales de la Real Audiencia. Se avisó al
arzobispo, al cabildo eclesiástico y a los prelados de las órdenes para que
coordinaran todo al interior de sus comunidades 46 .
Una de las honras mejor documentadas fue la de Fernando VI hacia 1761.
En la víspera se reunió el virrey junto a los religiosos, oidores, tribunales y
ayuntamientos. Adicionalmente, se mandó a todos los vecinos traer luto ri-

43 AGN, Gobierno Civil, tomo 32, f. 530r.


44 Enrique Ortega Ricaurte, Libro de Acuerdos de la Real Audiencia del Nuevo Reino de Granada,
tomo I, p. 266.
45 Ibíd., tomo II, pp. 126-127.
46 AGN, Miscelánea, tomo 138, f. 283r.
140 BOLETÍN DE HISTORIA Y ANTIGÜEDADES – VOL. XCIII No. 832 – MARZO 2006

guroso so pena de 200 pesos. En la construcción del túmulo se utilizaron


bayetas, paños, lienzos y tafetán, además de velas de cera e incienso. En los
preparativos intervinieron sastres, hojalateros, aserradores, carpinteros y sol-
dados mientras que para el servicio religioso se convocó al campanero, al
sacristán y al maestro de capilla encargado de la música 47 .
Al día siguiente se realizaron las honras en cabeza del arzobispo rodea-
do de los representantes de las órdenes religiosas que con sus discursos y
oraciones concluyeron el acto. Esta fue la vívida descripción de la tumba
ubicada en la catedral ataviada con 400 velas: “...en figura de ochavo, con
seis cuerpos vestidos de sedas negras y guarniciones de oro que remataban
en un solio de terciopelo negro y galones de oro, en que estaba la tumba
con colcha y cojines iguales, descansando en ella el cetro y corona, índice
del difunto Monarca” 48 . En total se pagaron 149 misas por el alma del
ilustre desaparecido.
Inevitablemente y conforme a las formalidades del poder monárquico,
después del dolor que giraba en torno al fallecimiento de un Rey habría que
disponer todo para erigir el heredero al trono. Entre exequias y jura había un
tiempo prudente que podía alcanzar hasta los cuatro meses, intervalo justo
mientras pasaba el luto y que a su vez era aprovechado para adelantar los
nuevos preparativos.
La jura sin lugar a dudas era la más pomposa y extendida de las fiestas. Su
organización era liderada por el alférez real. En las vísperas se organizaban
iluminaciones y quemas de fuegos artificiales, la oscuridad de las noches se
prestaba para dar mayor esplendor.
Las máximas autoridades eclesiásticas preparaban una misa de acción de
gracias. El día central de la aclamación los capitulares marchaban ataviados
a la casa del ayuntamiento y luego pasaban a la residencia del alférez real
quien esgrimiendo el pendón real se movilizaba a caballo hasta el tablado
que se ubicaba en medio de la plaza y allí se tomaban los juramentos de rigor.
En 1556 se recibió noticia sobre la decisión del Emperador Carlos V de
claudicar y ceder los Reinos hispánicos a Felipe II, quien en consecuencia
quedaba ungido como nuevo Rey. Este fue el testimonio de fidelidad pro-
nunciado por los insignes representantes neogranadinos: “...poniendo las ma-
nos en los sellos reales, dijeron que juraban e juraron por Dios e por Santa
María e por aquellas armas e sellos reales donde ponían sus manos, que de

47 Samper, op. cit., pp. 237-241, 261.


48 Ibíd., p. 261.
ROGER PITA PICO: CELEBRACIONES EN HONOR AL PODER MONÁRQUICO. . . 141

aquí adelante tienen y ternán [sic] a la majestad del Rey don Felipe, nuestro
Señor, por tal su Rey y señor natural” 49 .
Asimismo tenía lugar una procesión compuesta por las más eminentes
personalidades con estricto orden de preeminencia. En ese recorrido el alfé-
rez regaba monedas al pueblo en la plaza y en las esquinas de la ciudad. De
igual manera, se repartían medallas de oro y plata a las altas dignidades,
emulando la costumbre que se seguía en España. Para sellar felizmente esta
etapa protocolaria se organizaban cenas y bailes para lo más connotado de la
sociedad mientras que se daba inicio a las públicas diversiones para el pue-
blo en general.
En la exaltación de Carlos III en esa misma capital hacia 1761, primero se
publicó un bando por las calles a son de caja informando el suceso para que
nadie alegara ignorancia. Se dispuso alzar pendones en nombre del nuevo
monarca y se ordenó a todos los vasallos rendir obediencia. Durante tres días
la ciudad fue iluminada y se trabajó en la composición de las calles, especial-
mente por las 22 vías por donde habitualmente transitaba el pendón real.
Los más ilustres, entre quienes se contaban el virrey, el alférez real, el
diputado, el abogado de la Real Audiencia y el administrador de la Aduana,
sobresalieron en la forma de arreglar los balcones de sus residencias. Así se
describía con lujo de detalles el de este último funcionario, don Juan de Herrera:
...volando su balcón sobre seis pilares de lucida madera levan-
tando camarín en el centro y sacando de los colaterales dos pór-
ticos, vistiéndoles con simétrica igualdad de ricos tejidos y
galones llenaba el primer lugar un dosel de damasco guarnecido
de oro en el que se miraba un gran medallón de plata realzada,
en él la imagen de nuestro Rey y a su lado dos grandes espejos
que agregados a varios que en proporción distributiva había con
las muchas luces hacía un mogibelo (sic) tan agradable que por
lo estrellado se percibía la noche, y rematando con multitud de
banderas y trofeos, fue no menos especial motivo a la atención 50.
Las sedes de la orden de predicadores, la seráfica, el Colegio Mayor del
Rosario, el Colegio de la Compañía de Jesús y demás monasterios por donde
desfilaba el pendón, ornamentaron también sus pórticos con colgaduras, lá-
minas, delicadas pinturas y alfombrados. Tal como era costumbre, solían
contagiarse los ánimos con la declamación de emotivos versos:

49 Ortega, op. cit., tomo II, p. 21.


50 Samper, op. cit., p. 262.
142 BOLETÍN DE HISTORIA Y ANTIGÜEDADES – VOL. XCIII No. 832 – MARZO 2006

Pues de la fe la firmeza
en vuestras glorias estriba
ante la América alegre
que Carlos III viva!

Si es preciso que a sus triunfos


se destierren las fatigas
diga mil veces la América
que Carlos III viva!

Y si esta Corte entre todas


se precia de la más fina
con voz inmortal aclame
que Carlos III viva! 51

En esta ocasión, quedaron registros minuciosos sobre el adornado del


pendón real apostado en el balcón del alférez real don Jorge Lozano de Peralta:
“...bajo un dosel de terciopelo carmesí con igual almohada, y sus claros con-
tinuos de damasco carmesí con sobrepuestos de cornucopias cristalinas y
arañas de plata, que a distancia puestas, hacían preciosa simetría” 52 .
Ya era tradición que el juramento de fidelidad fuera llevado a cabo por
hombres y que tuviera lugar en ciudades y villas. Por eso, causó enorme
sorpresa lo sucedido en la parroquia de Yolombó hacia el año de 1809. Allí
una de las principales vecinas, doña Bárbara Caballero, tomó la iniciativa de
blandir el estandarte real y hacer la jura al Rey Fernando VII. Pese a lo inusi-
tado del hecho, el fiscal de la Real Audiencia aprobó las manifestaciones de
afecto hechas por esta pudiente mujer en un lugar tan reducido en donde
talvez no habría otro sujeto que pudiera haberlas efectuado con tanto luci-
miento y mérito como el observado.
El liderazgo de doña Bárbara le valió además el reconocimiento del cabil-
do de la ciudad de Santa Fe de Antioquia al tildarlo de “singular y digno del
mayor aprecio”. Pero fundamentalmente se exaltó esta actitud en momentos
en que ya se avizoraban serias amenazas al poder monárquico: “…este ejem-
plo desengañará completamente a los que procuran inquietar y perturbarnos
en el amor de nuestros legítimos soberanos, pues acabarán de conocer que el

51 Ibíd., p. 270.
52 Ibíd., p. 273.
ROGER PITA PICO: CELEBRACIONES EN HONOR AL PODER MONÁRQUICO. . . 143

mismo entusiasmo reina con un sexo débil que en un intrépido español, que
unos mismos vínculos nos unen y que sabemos disputar y defender nuestra
nación ofendida” 53 .
Adicionalmente, la prestante mujer llevó a cabo una recolección de 200
pesos como donativo para la guerra. Con estos diligentes actos, ella logró
renovar sus sentimientos de fidelidad y no desperdició la ocasión para recor-
dar los servicios prestados y los relevantes cargos desempeñados en esa pro-
vincia por su padre, esposo y hermanos.

Beneficios e inconvenientes
Estas fechas memorables eran aprovechadas además para otorgar algu-
nos beneficios adicionales, todo desde luego, iba dirigido a ganar el favori-
tismo y complacencia de los vasallos. Uno de los alivios recibidos con más
frecuencia era el indulto a los reos, tal como se concedió en 1780 con motivo
del nacimiento del hijo de los príncipes de Asturias, con lo cual se buscaba
absolver los delitos menores excepto a los que estuvieran condenados por
crímenes aleves, fabricación de moneda falsa, malversación de dineros pú-
blicos, blasfemia, sodomía, hurto, cohecho, falsedad y desafío a la justicia.
Igual favorecimiento ocurrió cuatro años después por el natalicio de los dos
hijos gemelos de los príncipes 54 .
Otra prebenda ofrecida en esas ocasiones era el otorgamiento de honores
nobiliarios. Así se hizo en 1771 cuando se dispuso distribuir varios títulos de
Castilla a aquellas personas que lo merecieran. Todo esto por el plausible
suceso del nacimiento de un nuevo infante de la casa Real 55 .
Finalmente, habría que mencionar algunas acciones de beneficencia asu-
midas voluntariamente por las autoridades locales y organizadores de los
eventos. Para conmemorar el matrimonio de los Infantes en la ciudad de
Neiva en 1817, se determinó en acto de caridad donar a los más menesterosos
tres de los toros sacrificados en lidia mientras que los presos recibieron bue-
nas raciones de comida 56 .
Por su parte, los funcionarios, organizadores y patrocinadores de estos
eventos esperaban granjearse algún reconocimiento a sus esfuerzos y contri-
buciones. De igual modo, para las ciudades y villas era una oportunidad para

53 AGN, Historia Civil, tomo 19, f. 928r.


54 AGN, Real Audiencia de Cundinamarca, tomo 17, ff. 372r-373r, 744r-745v.
55 AGN, Reales Cédulas y Órdenes, tomo 19, f. 228v.
56 AGN, Gobierno Civil, tomo 32, f. 530r.
144 BOLETÍN DE HISTORIA Y ANTIGÜEDADES – VOL. XCIII No. 832 – MARZO 2006

posicionarse mejor y ganar la complacencia de la metrópoli, también con la


esperanza de obtener beneficios y prerrogativas en la escala del poder políti-
co administrativo.
El español don Josef Acosta, corregidor de Guaduas, capitalizó en 1790
la entrega del informe detallado sobre las expresiones de júbilo verificadas
con ocasión de la jura del nuevo Rey Carlos IV, para solicitar ante el gobier-
no superior que por tales demostraciones ese poblado fuera congraciado con
el título de villa. Para ello, se pusieron de manifiesto los más de cien años de
existencia de ese sitio con gran cantidad de esmerados empleos. Se sacó a
relucir el esfuerzo que por décadas habían hecho sus vecinos para componer
el camino real que conectaba a Honda con Santa Fe, trecho nodal para el
activo movimiento comercial y para el tránsito de las altas dignidades del
Reino. El adelanto, el fomento de la agricultura y el “lustre” de su copioso
número de moradores se destacaron como factores adicionales que hacían
justa tal aspiración.
Pero esta no fue la única pretensión de Acosta. Con base en el desempeño
de sus cargos anteriores y abrigando la esperanza del otorgamiento del título
de villa, este servidor clamó para que se le confiriera cargo honorífico dentro
del futuro andamiaje burocrático:
Atrévome a continuar mi segunda rendida súplica solicitando
de V.M. la gracia del título de alférez real en ella, sin que me
acobarde la apariencia de que intentó el propio esplendor, por-
que solo me mueve el ardiente deseo de perpetuar en mi poste-
ridad este glorioso timbre y la feliz memoria de mi extraordinario
regocijo por haber sido aquí el primero a prestar el debido jura-
mento de fidelidad a V.M. y proclamar su soberano nombre 57 .
Don Bricio Juan Tomás de Tovar, regidor y alférez real de Neiva, expresó
en 1808 al virrey Amar y Borbón su interés por continuar sirviendo a la
Corona. Dentro de sus méritos para que se le confirmara el puesto de gober-
nador y corregidor de provincia estaba su labor ininterrumpida por más de
diecisiete años como alférez real y cinco veces como alcalde ordinario. Asi-
mismo, subrayó el hecho de haber “tenido el honor y la satisfacción de cele-
brar con decoro y la mayor solemnidad” la proclama del Rey Fernando VII y
la de su padre Carlos IV. Para ello, recogió el testimonio del alcalde de la
ciudad en el que se daba buena cuenta de su papel protagónico en esos magnos
eventos 58 .

57 AGN, Virreyes, tomo 1, ff. 3v y 4r.


58 AGN, Empleados Públicos-Miscelánea, tomo 13, ff. 858r-875v.
ROGER PITA PICO: CELEBRACIONES EN HONOR AL PODER MONÁRQUICO. . . 145

Ante la ausencia de alférez real para llevar a cabo en Santa Fe la jura del
Rey Fernando VII, el regidor Fernando de Benjumea había sido escogido
para asumir esa honrosa función, según dijo: “... erogando unos gastos de los
que solo me ha quedado el sentimiento de no haber sido mayores, sin que
jamás haya pretendido indemnizarme de ellos” 59 . Únicamente esperaba que
recayera en él el título vacante de alférez real como retribución por estos
servicios pecuniarios y personales. Para ello, debió persistir en su petición
toda vez que el favoritismo se inclinaba hacia su compañero de sala don
Bernardo Gutiérrez, de quien había serios cuestionamientos.
A pesar de las precauciones y controles dispuestos por las autoridades, no
dejaron de suscitarse circunstancias que atentaban contra el feliz desarrollo
de tan solemnes celebraciones. Hacia 1760 en Santa Marta corrieron rumo-
res de una sublevación que se proyectaba hacer el 6 de septiembre, justo el
día escogido para la jura del Rey Carlos III. El motín alcanzó a ser develado
gracias a la infidencia del soldado Felipe Martínez quien relató que los cons-
piradores querían aprovechar el sublime momento en que el protocolo con-
templaba el levantamiento del pendón real y toma de las armas por parte de
las tropas para promover entre el público la consigna de “viva el Rey y mue-
ra el mal gobierno”. Seguidamente marcharían y se apoderarían del castillo
de San Vicente en donde estaba resguardada la pólvora y demás municiones
de la plaza con el único fin de exigir desde allí el pago de los diez meses de
salarios atrasados.
El Comandante de Armas de la ciudad, don Andrés Pérez Ruiz, ordenó
adelantar las pesquisas y después de haber llamado a declarar a veinte milita-
res de distinto rango se acordó encarcelar a los dos cabecillas del plan iden-
tificados como Alonso Gallardo y Francisco de León. Finalmente, luego de
un año de proceso, el virrey José Solís los condenó por el delito de sedición
a cinco años de trabajo forzado en los castillos de Bocachica en Cartagena,
castigo ejemplarizante impuesto por perturbar la tranquilidad y demostrar
desobediencia para un día tan plausible como la jura. Simultáneamente, fue-
ron adoptadas una serie de medidas excepcionales conducentes a evitar cual-
quier imprevisto parecido 60 .
Todo estaba dispuesto para cumplir con la pompa en honor al Rey de tal
forma que cualquier desviación a ese propósito era inmediatamente repro-
chable. Según el testimonio personal dejado por el cronista santafereño José

59 AGN, Cabildos, tomo 11, f. 135r.


60 AGN, Milicias y Marina, tomo 76, ff. 698r-767v.
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María Caballero, quien estuvo de espectador en la proclamación de Fernan-


do VII en 1808, se pudo observar cómo el regidor Fernando Benjumea, en-
cargado de la jura, fue “silbado” por el público asistente tras haber regado
pocas monedas de plata presumiéndose incluso que había guardado en su
bolsillo una buena cantidad de ellas 61 .

Las diversiones populares


Después de la fecha central de celebración y una vez terminada la sección
protocolaria, las diversiones seguían su curso para el común de las gentes,
lógicamente cuando el motivo así lo permitía. Desde el punto de vista oficial,
la fiesta era una fórmula para mantener el orden y la estabilidad, un medio
expedito para ejercitar el poder. Se aplicaba en cierto sentido el antiguo ada-
gio romano de “al pueblo pan y circo”. Dentro de la perspectiva popular era
una oportunidad de subvertir el orden así fuera por pocos días, un espacio de
libertad en medio de una atmósfera casi ininterrumpida de represión. Allí se
exaltaba el placer, la risa y las pasiones humanas.
Había música, bebidas, bailes, fuegos artificiales, representaciones teatra-
les, juegos, etc. Casi nunca podían faltar las corridas de toros, una de las
reconocidas pasiones de raigambre español y que resultó siendo una diver-
sión predilecta en tierras americanas. Eran en últimas, expresiones innatas
del sentir popular que en el espacio cotidiano eran objeto de censuras, una
catarsis colectiva en la que salían a flote las emociones que se imponían
sobre el regular recato de la época.
En cada uno de estos entretenimientos, el modelo jerárquico era refrenda-
do de nuevo. Allí usualmente los diversos estamentos se involucraban de
manera simbólica marcando claras diferencias los unos con los otros. Así, a
la máxima figura virreinal solía destinársele un palco especial desde el cual
presidía los actos mientras que las demás autoridades y miembros del notablato
contaban también con un sitio de preferencia.
Las parroquias dependientes de la jurisdicción de las villas y ciudades se
unían también a los festejos tanto logística como económicamente. El cabil-
do de Neiva hizo la siguiente distribución de responsabilidades con miras a
la celebración de la jura de Carlos IV (Ver Cuadro No. 1). El número de
eventos se delegaban en virtud a las capacidades de cada lugar mientras que
a los artesanos se les encomendó la adecuación de la plaza para las corridas
y las comedias.

61 Caballero, op. cit., p. 63.


ROGER PITA PICO: CELEBRACIONES EN HONOR AL PODER MONÁRQUICO. . . 147

Cuadro No. 1
Distribución de diversiones en la jura de Carlos IV en la ciudad de Neiva

Jurisdicción Actividades
Mercaderes y demás sujetos de Dos noches de fuegos artificiales e iluminarias
la ciudad de Neiva
Parroquia de Yaguará Primer día de corridas con ocho toros, una comedia,
dos entremeses e iluminación de toda la plaza
Parroquia de Guaga Segundo día de corridas con ocho toros, una comedia,
dos entremeses e iluminación de la plaza
Parroquia de Carnicerías Por la decadencia de este lugar solo se le
responsabilizó de una comedia, dos entremeses e
iluminación de la plaza
Partido de Labranzagrande Una corrida de ocho toros, una comedia, dos
incluyendo la villa de Timaná entremeses e iluminación de la plaza
La región desde el río de Neiva Una corrida de ocho toros, una mojiganga e
hasta Arenoso iluminación de la plaza
Parroquia de Aipe Una corrida de ocho toros, una mojiganga e
iluminación de la plaza
Partido de Villavieja Tres días de toros, con sus mojigangas e iluminación
de la plaza
Fuente: AGN, Gobierno Civil, tomo 13, ff. 431v-434r.

Para la organización de estos encuentros lúdicos también se buscó el con-


curso de los diferentes gremios. En Santa Fe para la proclamación de Carlos
III al trono, se estipularon días precisos en los que cada uno de estos conglo-
merados debían planear actividades especiales para el goce general. Así las
cosas, para el día séptimo los plateros tuvieron a su cargo una máscara bur-
lesca, una zarzuela y por último representaron una obra teatral. En las otras
dos jornadas divirtió a la ciudad el cuerpo de albañiles y carpinteros con
marchas y graciosas máscaras. En la fecha diez dispuso el comercio un cas-
tillo de fuegos artificiales. Los tres días posteriores hizo su aparición el gre-
mio de barberos, herreros, zapateros, talabarteros y sastres con variedad de
recorridos por las calles amenizados con máscaras y danzas. El día catorce le
correspondió a los pulperos que se lucieron con otro artificio de fuego 62 .
Si para la fase protocolaria el pueblo fungía por lo general como simple
espectador, para el caso de las diversiones asumieron un mayor protagonismo.

62 Samper, op. cit., p. 267.


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Variados oficios, edades, géneros y hasta castas se conjugaban al ritmo de las


entretenciones. Para la celebración del nacimiento del príncipe Luis Filipo
en 1708 en Villa de Leiva se organizaron tres días de toros en la plaza públi-
ca de la villa, paseos y máscaras. Allí los indios de los repartimientos ubica-
dos en esa jurisdicción recibieron la convocatoria del corregidor Pedro Vivanco
para que en calidad de vasallos se involucraran en el desarrollo de las fiestas.
En respuesta a este llamamiento, hicieron su arribo a la villa delegaciones de
siete resguardos preparados con sus ritmos autóctonos y demás invenciones
que fueron el principal motivo de atracción en esas jornadas de gozo.
El día de la víspera hicieron su aparición los indios principales de los
pueblos de Moniquirá y Ráquira montando unos bien ataviados caballos y
con un lucido acompañamiento musical de clarines, cajas y trompetas. Lle-
varon a cabo un recorrido por la plaza de la villa y por sus calles más centra-
les dando vítores al Reino. Seguidamente entraron los nativos de Suta, Sáchica,
Tinjacá, Chíquiza e Iguaque vestidos también a su usanza danzando al ritmo
de chirimías y representando otras ceremonias en halago al poder monárqui-
co. Todos estos grupos repitieron sus espectáculos en los días posteriores.
Para el año de 1766 en los festejos llevados a cabo en Santa Fe con oca-
sión del casamiento de Carlos III, el cabildo de la ciudad colocó en uno de
los balcones a dos indios que alegraron con sus chirimías las tres noches que
duró la iluminación 63 .
Integrantes de la población negra también se incorporaron a las celebra-
ciones. En Girón hacia 1708 en el segundo día de festejos con motivo del
nacimiento del príncipe Luis Felipe, se improvisó un vistoso desfile en el que
había una máscara de negros vestidos a lo gracioso y animados con sus mú-
sicas vernáculas 64 .
Por ser las fiestas cívicas unas actividades que congregaban a un crecido
número de personas, no dejaron de faltar los desbordamientos al orden pú-
blico. La tranquilidad que era corriente encontrar en días habituales difícil-
mente se podía lograr en el marco de estas jornadas especiales. Riñas,
pendencias, blasfemias, líos amorosos y otras manifestaciones atizadas por
el juego y la bebida ocuparon la atención de las autoridades civiles y ecle-
siásticas.
Los eventuales desmanes hacían que los gobernantes debieran asumir la
decisión de prohibir temporalmente ciertas actividades que se creían perjudi-

63 Biblioteca Nacional de Colombia, Manuscritos, libro 179, f. 22r.


64 José Manuel Rojas Rueda, Ciudades de Santander, p. 68.
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ciales. En las fiestas que tuvieron lugar en la ciudad de Zaragoza hacia 1712
con ocasión del nacimiento de un nuevo heredero al trono español, se optó
como parte de la aclamación disparar varios tiros con arcabuces por estar
prohibidos los fuegos artificiales 65 . Varias décadas después se proscribió la
diversión de máscara para tiempo de carnaval 66 .
Debido a los constantes inconvenientes y ofensas a Dios que causaban las
corridas de toros, la Real Audiencia mandó que solo se podrían realizar con
licencia expresa del virrey. En algún momento la Iglesia llegó a decretar la
excomunión para los que incurrieran en este tipo de faenas 67 pero al final, la
fuerza de esta tradición hizo que volviera a restituirse.
En 1789 el cabildo tunjano pidió autorización al virrey José de Ezpeleta
para incluir corridas de toros y otros juegos públicos como parte de la cele-
bración de la jura de Carlos IV. El superior gobierno asintió pero siempre y
cuando estas entretenciones se ejecutaran con las prudencias dictadas por las
reglas 68 .

El ocaso de las celebraciones


Tal como se sabe, estas celebraciones se vieron abruptamente interrumpi-
das entre 1810 y 1816, intervalo en el cual las fuerzas patriotas forjaron su
primer experimento republicano. Una vez reparado el orden español, volvie-
ron a restaurarse por otros tres años las fiestas tradicionales.
Se abrigaba la esperanza de que este tipo de actos coadyuvaran a recompo-
ner el poder que irradiaba otrora la monarquía. Para el casamiento del Rey
Fernando VII en 1816 se organizaron fiestas en Santa Fe, para cuya ocasión el
impreso “La Gaceta” anotó lo siguiente: “El gozo general de esta ciudad, la
más amable armonía entre todas las clases de la sociedad; el orden y la paz que
se han notado, nos anuncian que se restituirán establemente aquellos días feli-
ces que sólo pudo haber turbado el delirio de las pasadas circunstancias” 69 .
De todas formas los actos en honor al Rey seguían realizándose aún en
medio de la cruenta guerra que se libraba con las huestes patriotas. En este
ambiente de zozobra emergía el amedrentamiento y fue así como muchos

65 AGN, Cabildos, tomo 4, f. 643r.


66 AGN, Milicias y Marina, tomo 137, f. 45r.
67 AGN, Curas y Obispos, tomo 18, f. 845r.
68 AGN, Milicias y Marina, tomo 140, ff. 1007r y v.
69 Ibáñez, op. cit., tomo III, p. 381.
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asistían bajo el poder de la intimidación y la mirada escrutadora de los espa-


ñoles. No eran entonces manifestaciones meramente espontáneas.
Para celebrar en 1816 el onomástico del Rey, el 17 de octubre día de San
Calixto, el pacificador Pablo Morillo convidó a lo más connotado de la so-
ciedad santafereña para que participaran de un baile paradójicamente en la
misma edificación en donde funcionaba el temible consejo de guerra. Las
viudas de los patriotas condenados a muerte se vieron precisadas a hacerse
presentes ya que de no hacerlo serían acusadas de infidencia por no rendir la
debida alabanza al monarca. Igual requerimiento debieron atender las espo-
sas y deudos de los presos y desterrados, todo con tal de no ver agravada aún
más su ya estigmatizada situación 70 .
Los relatos indican que en marzo de 1817 hubo fiestas por los cinco me-
ses de embarazo de la Reina 71 . Pero de por sí, los avatares de la guerra y las
angustias económicas hacían prácticamente imposible el despliegue y la
parafernalia experimentada en tiempos anteriores. Así lo dan a entender las
parcas descripciones de estos postreros años de dominio español.
Asimismo, estas pomposas celebraciones podían resultar ya ridículas para
la creciente sociedad republicana que fundaba cada vez más su soberanía en
el poder popular y ya no tanto en la figura monárquica. El abanderamiento
de principios como la libertad y la igualdad, tan en boga por esos años, re-
ñían con una anquilosada estructura de poder absolutista afincado en una
estricta jerarquía y en unos derechos muy coartados.
Prontamente llegaría el día definitivo de la Independencia, y con él, un
novedoso estilo de fiestas dirigido a engrandecer esta vez la figura de ilustres
patriotas y el triunfo de la República. Sin embargo, no puede olvidarse que
aquellas fiestas Reales –aún con todas sus flaquezas y críticas– fueron espa-
cios de encuentro que en cierto sentido contribuyeron a articular lazos socia-
les en una sociedad tan cerrada y segmentada como la de esa época colonial.

Bibliografía
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BRICEÑO, MANUEL . Tunja: desde su fundación hasta la época presente, Bogotá, Imprenta Eléctrica,
1909.

70 Groot, op. cit., tomo II, p. 432.


71 Caballero, op. cit., p. 307.
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