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JOSE GRAU ¿HA HABLADO DIOS? EDICIONES EVANGELICAS EUROPEAS. BARCELONA –


1973 © COPYRIGHT BY JOSÉ GRAU
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Editorial CLIE y EDICIONES EVANGÉLICAS EUROPEAS
(EEE) han ultimado un acuerdo para la adquisición por
parte de CLIE del fondo editorial completo de
EDICIONES EVANGÉLICAS EUROPEAS. La editorial
EDICIONES EVANGÉLICAS EUROPEAS fue fundada en el
año 1958 en Barcelona (España), por el conocido
teólogo y escritor José Grau, para la publicación de sus
propios libros así como de otros importantes teólogos y
pensadores cristianos europeos. Tras unos años de persecución durante la dictadura de
Franco, en los que sus publicaciones fueron confiscadas y el propio José Grau procesado y
condenado a un mes y un día de cárcel por imprimir “literatura clandestina” (1961),
EDICIONES EVANGÉLICAS EUROPEAS se expandió a principios de los años setenta y sus
libros fueron ampliamente conocidas y apreciados por los Institutos Bíblicos y Seminarios
Teológicos en todo Hispanoamérica. Con esta adquisición, la extensa línea editorial de
CLIE se amplía y refuerza con obras de importantes autores como el propio José Grau,
Francis A. Schaeffer, G.C. Berkouwer, John Stott, Anthony A. Hoekema, León Morris,
Ernest Kevan, Pedro Arana, Hans Burki, John Murray, Derek Bigg y otros.

JOSE GRAU ¿HA HABLADO DIOS? EDICIONES EVANGELICAS EUROPEAS. BARCELONA –


1973 © COPYRIGHT BY JOSÉ GRAU. Hecho el depósito previo a la difusión, exigido por el
artículo 12 de la vigente Ley de Prensa e Imprenta. Responsable de la edición: El autor
José Grau, Murcia, 33. Barcelona-13 (España). Depósito Legal: B. 12.542 – 1973. Impreso en
VIMASA INDUSTRIAS GRÁFICAS. Moragas y Barret, 113-115 - TARRASA (Barcelona) 1ª
edición digital: 2009, por Abel R. Tec K. Compra el libro impreso en: http://www.clie.es

http://www.clie.es

Editorial Clie Ferrocarril, 8 08232 Viladecavalls (BCN) España Tel: (34) 93 788 4262 • Fax:
(34) 93 780 0514 • e-mail: libros@clie.es
PROLOGO

Las pruebas metafísicas de la existencia de Dios están tan alejadas de la comprensión de


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los hombres que impresionan poco, y aunque sirvieran a algunos, sólo sería por un
instante, para olvidarse de ellas poco después (…) No conocemos a Dios más que por
Jesucristo. Sin este Mediador no hay comunicación con Dios, mientras que por él
conocemos a Dios.

Los que han pretendido conocer a Dios sin Jesús, sólo tenían pruebas sin peso. Pero para
probar a Jesucristo tenemos las profecías, que son pruebas sólidas y palpables. Y
cumplidas esas profecías por su advenimiento, marcan la prueba de la Divinidad de
Jesucristo. En él y por él conocemos a Dios. Fuera de él y de la Escritura no hay modo de
probar.

No sólo no conocemos a Dios más que por Jesús, sino que no nos conocemos a nosotros
mismos más que por él. Sólo por medio de Cristo conocemos la vida y la muerte. Fuera de
él no sabemos qué es la vida ni qué es la muerte, ni qué Dios, ni qué nosotros mismos. Sin
la Escritura, que tiene a Cristo como objeto, no conoceríamos nada y sólo veríamos
confusión en la naturaleza de Dios y en la propia naturaleza.

PASCAL.

Muchos se preguntarán, sin embargo, si es posible en 1973 dejar que esta brújula marque
el rumbo de toda nuestra vida, haciendo de la lealtad al Jesús de los Evangelios el
principio regulador para el pensamiento y la acción. Si me hacen esta pregunta
directamente, mi respuesta es que sí es posible. Así lo he comprobado en mi experiencia y
no tendría dificultad en señalar cien casos más como el mío, entre los cuales hay la más
diversa variedad de vocaciones, razas y circunstancias económicas, y que dirían lo mismo
que yo.

Para el cristiano, el primer valor de la Biblia es el testimonio que da de Jesucristo, nuestro


Señor. Nos dice cómo se preparó el camino para su venida. Nos habla de su venida, su
ministerio, su muerte y su exaltación. Nos habla del nuevo poder que se desplegó por el
mundo cuando sus seguidores recibieron su Espíritu.

F. F. BRUCE.

CAPITULO 1: ¿HA HABLADO DIOS?

¿Existe Dios? La Biblia, desde la primera a la última de sus páginas, habla de Dios; pero no
se preocupa de demostrar su existencia. La Biblia nos plantea el problema de Dios de
manera distinta.

Nos hace saber que a Dios no se le descubre por ningún procedimiento filosófico,
científico o esotérico; no, a Dios no se le descubre de ninguna manera porque es él mismo
quien se descubre en un proceso de autor revelación, cuyo relato —y su consiguiente
interpretación— ha quedado registrado en las páginas del libro que llamamos la Biblia.
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¿Ha hablado, pues, Dios? Una y otra vez, a lo largo de las páginas de la Sagrada Escritura,
desfilan hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, abrumados por los mismos problemas
que nosotros tenemos que afrontar, sometidos a las mismas miserias y sufriendo las
mismas frustraciones; estos hombres y estas mujeres se sienten abocados a preguntar,
no si existe Dios, sino: « ¿Tenemos alguna palabra de parte de Dios?» Y, repetidamente,
los profetas y los apóstoles responden con sorprendente seguridad y convicción: «Así
dice el Señor...»

La religión, en la perspectiva bíblica, no se reduce a una simple cuestión de filosofía, ni


siquiera a una natural inclinación por el misticismo. Se trata, fundamentalmente, de una
Revelación. Dios ha habla-do. Y es a partir de aquí, de esta Palabra divina, que hemos de
plantearnos todos los problemas para encontrar su verdadera, y única, solución.

La realidad, y la verdad, del mundo y de los hombres, de la vida y de Dios no la


encontraremos jamás si comenzamos per el hombre. Porque no parte de nosotros, no
arranca de nuestras especulaciones ni de nuestros esfuerzos, sino de Dios. De ahí que la
Biblia centre siempre la atención en la iniciativa divina: «Dios ha hablado.»
Resumiendo la historia de la Revelación divina, recogida en las páginas de la Sagrada
Escritura hebreo-cristiana, el autor inspirado afirma contundentemente: «Muchas veces y
en muchas maneras habló Dios en otro tiempo a nuestros padres por ministerio de los
profetas. Últimamente, en estos días, nos habló por su Hijo» (Hebreos 1:1). No se trata
aquí del Dios de los filósofos —como diría Pascal—, sino del Dios de Abraham, de Isaac y
de Jacob, el Dios manifestado en Jesucristo, quien es «el resplandor de su gloria y la
misma imagen de su sustancia». El Dios vivo que se ha introducido en nuestra historia y
vivió entre nosotros. El Dios que hoy quiere meterse en tu vida y, por su Espíritu, vivir en
ti.

La palabra divina la tenemos ya siempre con nosotros en las páginas del libro de Dios: la
Biblia. El Espíritu divino puede también ser posesión tuya para siempre, si abres tu
corazón a Cristo y le recibes para que sea tu Salvador y tu eterno Señor.

Cuando comprendemos que la Biblia no es la palabra de unos hombres que nos hablan de
Dios, sino más bien la Palabra de Dios hablando a los hombres, entonces comenzamos a
percibir el verdadero acento y la verdadera autoridad de esta voz divina que el mismo
Espíritu Santo susurra en nuestro corazón por medio de la meditación del Sagrado Libro.

A través de las páginas de la Biblia, Dios nos habla por su Espíritu. Y la letra que, por sí
misma, sólo mata, por el Espíritu se convierte en algo vivo y vivificante.

La Biblia nos revela nuestro estado de ceguera y sordera espirituales. Pero hace más
todavía: abre nuestros ojos y nos hace ver lo que realmente somos (no lo que creemos
ser) y coloca ante nuestra con-sideración nuestro estado de frustración. Abre también
nuestros oídos y nos hace saber el veredicto de Dios. La Biblia nos habla de la justicia
divina que nos ha de condenar. Pero también nos revela el amor de Dios que quiere
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perdonarnos.

Así pues, la Biblia transmite no solamente la Re-velación, sino también la Salvación que
Dios ofrece en Cristo. Porque la Sagrada Escritura tiene por objeto no sólo informarnos
acerca de Dios y de nosotros mismos, sino, sobre todo, transformarnos, abriendo ante
nosotros el camino de la gran salvación que Cristo ha obrado en favor de los hombres.

Esta Salvación —nos enseña la Biblia— se funda-menta y se centra en Cristo. No se trata


de algo que hay que obtener o ganar. Es Alguien que viene hasta nosotros; es Cristo que
se nos da, se nos entrega para que seamos de él y vivamos por él. Cristo viene a ti no de
manera mecánica, impersonal, sino con el dulce acento de quien se hizo hombre para que
los hombres pudiéramos ser hechos hijos de Dios. Murió en la cruz para que nosotros
podamos nacer de nuevo. Resucitó y ascendió para que, cuantos estamos unidos a él por
una fe viva, le sigamos en novedad de vida, ya ahora aquí, y luego eternamente en su
gloriosa presencia.

La salvación que proclama la Biblia queda contenida y resumida en un solo nombre:


Jesucristo.

Tenía razón San Jerónimo: «Desconocer las Escrituras es desconocer a Cristo.» Y


desconocer a Cristo es perderse eternamente.

¿Conoces tú la palabra del Dios vivo? ¿Tienes a Cristo en tu corazón? ¿Es él el Señor de tu
vida, tu Amigo fiel y tu Maestro?

CAPITULO 2: CARTA A UN ATEO

Mí querido amigo:

Es muy posible que yo tampoco crea en la clase de «dios» cuya existencia niega usted: «El
Dios que el hombre se imagina nace... y muere igualmente en el hombre», me escribe
como réplica a mí artículo « ¿Ha hablado Dios?»

Desde luego, no creo en dioses que sean el fruto de nuestra imaginación o la proyección
de atávicas reminiscencias.

YO TAMPOCO CREO

Si usted no cree en un dios que parece haber renegado de su Creación, que condena la
muerte —obra de sus manos— y que odia el sexo, el cuerpo, la belleza y la vital explosión
de la vida del universo, le diré que yo tampoco creo en ese dios que nada tiene que ver
con la Divinidad revelada en las Sagradas Escrituras hebreo-cristianas.
Si usted no cree en un dios que haga meritorio el dolor de sus criaturas, que detesta la
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razón y que, sádicamente, se complace en la ignorancia y el servilismo, le diré que yo
tampoco creo en él.

Si usted no cree en un dios amigo de los poderosos solamente y celoso únicamente del
statu quo, enemigo de reformas y entorpecedor del progreso, le contestaré que yo
tampoco puedo creer en ese dios.

Pero le diré más: yo no podría creer tampoco en un dios cuya existencia debiera probarse
mediante silogismos, un dios que fuera el resultado de nuestra investigación, un dios, en
fin, que bien pudiera con-fundirse con nuestros mitos y nuestras ilusiones. Y no podría
creer en ese dios tampoco, porque todo lo que pueda nacer en nosotros, todo lo que
surge de nuestros reflejos o complejos, tanto como de nuestra en-evanecida razón, no
suele ser siempre lo más razonable y nos haría dudar en cualquier momento.

¿NO DEBE EXISTIR DIOS?

«Dios (hipotéticamente hablando) —me escribe en su carta— no solamente no existe,


sino que no DEBE existir, como imperativo moral del ser existente en el mundo, clavado
en su propia existencia. Me es más fácil demostrar que Dios no existe que admitirlo. Un
encadenamiento lógico e irrefutable me lleva a ello. La misma existencia humana como
voluntad libre en el mundo niega ontológicamente y de una vez para siempre la existencia
de un Ser Absoluto, infinito, omnipotente, etcétera.» ¿No le parece que hay mucha
temeridad en tales tajantes afirmaciones? ¿No convendría matizar más? En todo caso,
dígame: ¿no cree porque no puede, o porque no quiere? Todo esto del «encadenamiento
irrefutable» y del dios que «no DEBE existir», ¿no delata una carga de subjetivismo
excesivamente pesada para permitirle un estudio sereno de la cuestión?

De la misma manera que yo me niego a cualquier clase de fe basada simplemente en


suposiciones o imaginaciones, ¿no le parece aconsejable descargarse un poco de este
pesado fardo de emotividad atea?

EL LIBRO QUE REVELA A DIOS

Se escandaliza usted porque creo que la Biblia es la Palabra de Dios y porque, como
principal realidad y prueba de mi argumentación, presento la Biblia misma. Su conclusión
es tan tajante como las demás afirmaciones: «Así que el Libro en que se apoya la
Revelación cristiana es incapaz de demostrar que Dios existe, y ni siquiera revelarlo.»

Discrepo totalmente. Yo creo en Dios porque creo en la Biblia. Aún más: antes de conocer
la Biblia, mis ideas acerca de Dios no eran más que esto: ideas, imaginación, cuando no
mito o superstición. Hace gala usted de un gran desdén hacia la Sagrada Escritura, y de
ahí que considere todo argumento que se la tome en serio «un atrevimiento poco común
en el hombre medianamente sensato».
Mire lo que son las cosas, a mí me parece que la única sensatez estriba en no apoyarnos
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en nosotros mismos.

Seamos realistas, objetivos y hagámonos la pregunta: ¿Cómo podremos saber si hay Dios?
Y si le hubiere, ¿cómo llegar a conocerle? Estas preguntas tienen una sola respuesta: Si
algún día hemos de llegar a saber algo de Dios ello será posible en la medida en que Dios
mismo quiera decírnoslo.

Muchas personas plantean el problema de otra manera: se imaginan que el creer o el no


creer habrá de ser la consecuencia, el resultado de sus propios descubrimientos. Tal
suposición es errónea. Hipotéticamente hablando, dado que exista Dios, es, a todas luces,
improbable que nosotros, criaturas limitadas, débiles e imperfectas, podamos hacer el
gran descubrimiento de esta Realidad si Dios mismo no hace nada por darse a conocer o
no está interesado en revelarse. Lo menos que puede decirse del dios que algunos
pretenden negar y en el cual otros dicen creer, es que una tal divinidad, capaz de ser
descubierta o investigada por el hombre, es apenas digna de ser hallada. Un sujeto casi
pasivo de la investigación del hombre no es ciertamente un Dios vivo que pueda
satisfacer las ansias de nuestro ser. Un ser divino que pudiera ser descubierto por mis
propios esfuerzos, independientemente de su voluntad y de su gracia, o bien sería el
simple nombre de algún aspecto, o escondrijo, de la propia naturaleza humana —un dios
dentro de nosotros mismos, apto para el examen del psicoanalista—, o bien, en el mejor
de los casos, una «cosa» meramente pasiva, sujeta a mi investigación como las sustancias
que se analizan en un laboratorio.

EL DIOS QUE HA MUERTO Y EL DIOS VIVO

Aun a riesgo de escandalizarle nuevamente, debo insistir en que no podemos hablar de


ateísmo ni de fe «operando» con esas deformaciones de la divinidad. En este sentido bien
podemos afirmar: «Dios ha muerto.» Pero al Dios vivo no llegaremos jamás a conocerle si
no decide él mismo darse a conocer. Ahí está el quid de la cuestión: Dios se dio a conocer,
Dios se ha revelado en medio de la historia de los hombres. Esta revelación culmina en
Jesucristo, la Palabra de Dios hecha carne. Y su testimonio, para todas las generaciones, y
consiguientemente también para nuestro tiempo, ha quedado registrado en las páginas
de la Biblia, la Palabra escrita.
Cristo es el centro de la fe. Y su Palabra —la Biblia— el gran testimonio de esta fe. Un
testimonio histórico, objetivo.

El problema no estriba simplemente en indagar quién haya creado el universo o cómo ha


llegado a formarse. Lo que caracteriza al cristiano no es la premisa de que Dios creó el
mundo —Voltaire también creía en un Creador—, sino la aceptación del hecho de Cristo,
con todo su significado iluminador y redentor: el hecho de que Jesús de Nazaret,
aparecido en un momento dado de la Historia y el espacio de los hombres, nos reveló al
Padre, nos mostró a Dios. Dios no es una abstracción, la pieza inerte de un sistema. Dios
se ha manifestado como ser personal, soberano, libre y, sobre todo, con un amor que le
define y que caracteriza su acción en y por el mundo. Abraham, el padre de los creyentes
(como se le designa en las Escrituras), tuvo confianza en el amor de Dios. Este amor se ha
traducido para nosotros en la persona y la obra de Jesucristo no solamente mediante las
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palabras que Jesús pronunciara, sino por medio de toda su vida.

Como escribió E. Joly: «Nuestra fe no es ciega. Descansa sobre una base histórica.
Estamos al corriente de toda una serie de acontecimientos que, desde Abraham hasta
Jesucristo, nos revelan a Dios. Nuestro espíritu crítico tiene el campo libre para estudiar
científicamente estos hechos históricos. Al llegar a este punto, algunos de nuestros
contemporáneos protestarán y alegarán que la verdad no puede conseguirse más que
por la experimentación y el razonamiento científicos. Pero es menester denunciar tamaña
deformación del espíritu moderno y mantener firmemente que hay también certidumbres
históricas. El testimonio histórico conduce a una clase de certidumbre tan rigurosa como
cualquier otro medio de conocimiento. ¡La vida cotidiana misma sería imposible si
dudáramos de ello!»

O como asevera Alain Burnand: «No hablamos de fe sino cuando la realidad que se nos
ofrece sobre-pasa nuestras posibilidades de alcanzarla, y entonces nos vemos obligados a
fiarnos del testimonio de alguna persona competente... Dejaremos sin contestar la
cuestión de saber lo que la razón humana, dejada de sus propias fuerzas, puede decirnos
acerca de Dios. De todos modos, ese conocimiento sería siempre muy limitado. Lo que la
razón no puede decirnos de Dios vamos a preguntarlo a los "testigos de Dios" y al testigo
por excelencia: Jesucristo. Tener fe, creer, significa prestar confianza a los testigos de
Dios, sobre todo es confiar en Jesucristo y jugárselo todo por él. La fe, pues, no es algo
instintivo que se tiene o no se tiene. Es un acto de la "inteligencia" que exige, para poder
tener confianza en Jesucristo, el examen de las garantías sobre las cuales se apoya dicha
estima. Es, asimismo, un acto de la inteligencia que se esforzará en comprender el
mensaje de Jesús para captar toda su cohesión y su valor. Será también un acto de la
voluntad, ya que esta decisión será necesaria para conducir nuestra búsqueda. Ella será
tanto más indispensable para comprometer toda nuestra vida en la senda que Cristo
mismo nos señala, toda vez que la vida es imposible conocerla si no la vivimos... La
voluntad no resta lucidez a la inteligencia. Por el contrario, le ayuda a alcanzarla.
Solamente el esfuerzo del alpinista, su voluntad decidida que le impulsa a subir le
permitirá conocer la montaña.»

Una última advertencia: en la hipótesis de que Dios exista, el que los hombres no crean en
él no cambia en lo más mínimo la verdad y la realidad de su existir.

Y un último consejo: lejos de escandalizarle «el argumento de la Biblia», considere lo que


este Libro por sí mismo representa de milagro, de realidad sobrenatural por su contenido
—que se centra en Jesucristo—, por sus exigencias, por sus pretensiones y por su simple
existencia. El mero hecho de que haya un Libro que pretende ser la Revelación de Dios a
los hombres merece nuestra atención y nuestro estudio. Porque tan oscurantista es el
que rechaza sin examinar como el que cree sin investigar. ¿Ha leído usted la Biblia? ¿La ha
estudiado? ¿Conoce usted este fundamento bíblico que Jesucristo legó a la Humanidad
para su guía, instrucción y salvación? 9
BIBLIOGRAFÍA

Para una mayor inteligencia de los fundamentos históricos que avalan la fe cristiana
recomendamos la lectura de las siguientes obras:

1. ¿SON FIDEDIGNOS LOS DOCUMENTOS DEL NUEVO TESTAMENTO?, por F. F. Bruce.


Editorial Caribe, Costa Rica, 1957.
2. ¿QUIEN ES CRISTO HOY?, por Samuel Escobar, René Padilla y E. M. Yamauchi.
Ediciones Certeza, Buenos Aires, 1972.
3. ¿COMO SABEMOS QUE LA BIBLIA ES LA PALA-BRA DE DIOS?, por José Grau.
Ediciones Evangélicas Europeas, Barcelona, 1973.

CAPITULO 3: LAS CREDENCIALES DE DIOS

Un embajador ha de llevar consigo sus credenciales que lo acrediten como a tal. Del
mismo modo, si Dios ha hablado por medio de sus profetas y apóstoles (I Pedro 1:21),
deben éstos presentar las credenciales que los acrediten delante de los hombres como
mensajeros de Dios.

Los profetas y los apóstoles no sólo poseían el don de la inspiración para escribir los libros
sagrados del pueblo de Dios, registro y depósito de la voluntad divina para el hombre. Es
significativo que, al mismo tiempo, obraran grandes milagros. Aún más, hay una estrecha
relación entre los milagros y la Revelación de Dios al hombre. Todos los estudiantes de la
Biblia están de acuerdo en reconocer que se presentan en la misma tres grandes períodos
de milagros: 1) Con ocasión de la liberación del pueblo de Dios de la esclavitud de Egipto y
su posterior establecimiento en Canaán bajo Moisés. 2) En la época de los profetas. 3)
Cuando la aparición del Mesías y el establecimiento de su Iglesia. Los milagros son más
bien raros aparte estos períodos. Ahora bien, es precisamente en estas tres épocas que
se formaron la mayoría de libros de la Escritura, por lo que no es difícil llegar a la
conclusión de que estos milagros eran las credenciales que Dios otorgaba a sus siervos
para el mejor desempeño de sus funciones como mensajeros del Señor. Tenemos dos
textos en el Nuevo Testamento que corroboran este aserto: «Hizo además Jesús muchas
otras señales... pero éstas se han escrito para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de
Dios, y para que creyendo, tengáis vida en su nombre» (Juan 20:30, 31). «La cual
(salvación), habiendo sido primeramente anunciada por el Señor, nos fue confirmada por
los que oyeron, testificando Dios, juntamente con ellos, con señales y prodigios y diversos
milagros y repartimientos del Espíritu Santo según su voluntad» (Hebreos 2:4). La
Revelación de Dios y los milagros de los hombres inspirados por el Espíritu Santo para dar
a conocer esta revelación van íntimamente unidos. Los dones extraordinarios acompañan
a la misión extraordinaria que les ha sido confiada. Así, cuando el proceso de la
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Revelación se completó al dar el mensaje final el último de los apóstoles, también cesaron
los milagros. Una nueva era de milagros hubiera significado una nueva revelación. Pero el
canon de la Revelación del Nuevo Testamento ha sido cerrado y no hemos de esperar
más milagros hasta el fin del mundo.

Pero alguien dirá: Las credenciales milagrosas de los profetas y apóstoles servían bien a
su propósito en aquellos tiempos bíblicos, pero yo hoy no puedo ver las maravillas y
prodigios que acrediten para mí en el siglo XX aquel mensaje que se dice de Dios.

Hay una respuesta para esta objeción. Y es que Dios no otorgó solamente el don de
milagros como credencial profética, sino que además concedió a sus siervos el don de la
profecía en el sentido de pre-dicción del futuro. Esto es en realidad un milagro también,
sólo que en lugar de operar en el mundo de la naturaleza obra en el mundo del
conocimiento. De hecho, el propósito principal de los milagros realizados en el mundo
físico era acreditar la Revelación divina a los contemporáneos inmediatos del
acontecimiento revelador; mientras que el valor de la profecía estriba en que acredita
esta Revelación a las generaciones futuras. Solamente Dios puede declarar lo que
sucederá mañana y hacer saber las cosas que han de ser. Luego que la predicción se
cumple miramos atrás y nos damos cuenta de que solamente un Ser sobrenatural, con un
conocimiento sobrenatural, podía haber hecho tal predicción. Y, por consiguiente,
cuando vemos el cumplimiento de una profecía y nos cercioramos de su veracidad,
lógicamente aceptamos el resto del mensaje bíblico como verdadero y divinamente
inspirado.

¿Quién se atrevería a afirmar lo que ocurrirá en el mundo dentro de cinco, diez o veinte
años? ¿Quién podría siquiera asegurarnos lo que pasará mañana? Nadie se aventura a
formular predicciones tales. Y, sin embargo, esto es lo que hace una y otra vez el Antiguo
Testamento. Algunos de los acontecimientos descritos por los profetas habían de
cumplirse muchos siglos después de haber sido escritos. Y fueron narrados con tal
riqueza de detalles que, al cumplirse, no podemos menos que pensar en una revelación
sobrenatural.

Sabemos, por ejemplo, que las Escrituras del Antiguo Testamento fueron escritas siglos
antes del tiempo de Cristo. Consecuentemente, cuando encontramos profecías que
predicen la misma ciudad en que había de nacer, su nacimiento virginal, su estancia en
Egipto, numerosos pormenores acerca de su manera de vivir y su ministerio público,
además de alrededor de cincuenta profecías que fueron cumplidas perfectamente en su
crucifixión y resurrección, nos rendimos a la evidencia de que las Escrituras contienen en
sí mismas suficiente prueba de haber sido compuestas por inspiración del Espíritu Santo.
El Dr. Floyd E. Hamilton escribe: «Hay en el Antiguo Testamento 332 predicciones distintas
acerca del Mesías que fueron cumplidas completamente en Cristo.» El cumplimiento de
tan gran número de profecías acerca de un solo tema constituye la demostración más
palpable de que la Biblia es la Palabra de Dios.

Otros pueblos, y otras sectas, tienen también libros de naturaleza religiosa a los cuales
llaman «libros sagrados». Sin embargo, ni uno sólo de estos libros se atreve a predecir el
futuro con la amplitud y riqueza de datos que lo hace la Escritura hebreo-cristiana. En
medio de los miles de libros que hay en el mundo sólo la Biblia contiene profecías dignas
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de crédito y en tal manera que es esencialmente un libro profético. El cumplimiento de
algunas de estas profecías a lo largo de la Historia ha demostrado que este libro es una
Revelación divina.

Habiendo, pues, recibido el Evangelio, lo que el mundo necesita no son más milagros
porque no requiere más revelaciones, sino que lo único que precisa es llegar al
conocimiento de la Verdad revelada llegada hasta él y atestiguada por las credenciales de
la profecía. Esta Verdad se halla registrada en el libro que, en sí mismo, es un milagro, la
Biblia. Puede ser adquirido por cualquier persona de manera relativamente fácil. El lector
moderno hallará en él todas las revelaciones genuinas de Dios al hombre, las cuales en el
pasado fueron dadas a grupos dispersos en el tiempo y en el espacio. Pero ahora
tenemos nosotros todo este tesoro en un solo volumen.

Las credenciales de los milagros obrados en el mundo físico apelaban a una Humanidad
en su estado primitivo e infantil. Eran, como alguien ha dicho, «los pañales de la Iglesia
naciente». Parodiando a Pablo cuando habla de la Ley, diríamos que eran «el maestro que
nos trajo a Cristo». Así que los que hoy piden a Dios que obre según lo hizo en el pasado
primitivo no demuestran gran madurez ni intelectual ni espiritual.1 De hacerlo, Dios dejaría
de tratarnos como hombres y mujeres (a cuya madurez histórica apela la credencial
profética) para seguir considerándonos niños. Por otra parte, esta demanda pide, aunque
sea inconscientemente, nuevas revelaciones, exigiendo a Dios algo que ya ha dado y que
está a nuestro alcance en las Escrituras. Porque Dios no ha obrado ningún milagro con
fines meramente «exhibicionistas». Todos los milagros registrados en la Biblia tienen un
propósito restaurador y revelador que son la antítesis de la clase de milagros que
desearían ver algunos. La tragedia de Herodes (Lucas 23:6-12) pidiendo señales a aquel
que era la Serial por antonomasia, se repite desgraciadamente en muchas personas que,
teniendo el sol de las credenciales proféticas ante sí, piden todavía la pálida lumbre de las
credenciales milagrosas.

La Biblia, libro revelador y libro-milagro, es la credencial que Dios pone ante ti, querido
lector. Es la credencial más digna de Dios y la que mejor y más satisfactoriamente
responderá a tus exigencias, a tus inquietudes y, sobre todo, a tus necesidades
espirituales.

Veamos, ahora, más de cerca algunas de estas profecías bíblicas. Concretamente las
mesiánicas.

LAS PROFECÍAS MESIÁNICAS: UNA CREDENCIAL MARAVILLOSA

1
Sobre el tema de los milagros nos hemos extendido más en el cap. IV de nuestro libro Una respuesta
evangélica (Ediciones Evangélicas Europeas, Barcelona), titulado «Los milagros y su significado».
I. Las primeras promesas mesiánicas 12
Dadas entre el año 2000 y el 1000 antes de Cristo, es decir: en un período de mil años, con
excepción de las dos primeras, cuya fecha se pierde en los mismos albores de la
Humanidad.

1. El Proto-Evangelio Gén. 3:15 → La Salvación vendrá por la descendencia de


la mujer
2. La bendición de Noé Gén. 9:25-27 → Por los descendientes de Sem.
3. La promesa divina a Abram Gén. 12:1- Por el semita Abram.
3 (Gál. 3:16) P r o f e c í a r e v e l a d a
2000 años a. C. →
4. La bendición de Jacob Gén. 49:8-12 Por la tribu de Judá.
(Ap. 5:5) Profecía dada el siglo
xviii a. C. →
5. La profecía de Balaam Núm. 24:17- Por Silo (Soberano Príncipe de Paz),
19 Profecía dada en el siglo xiv a. Estrella de Jacob y Cetro de Israel.
C. →
6. El Gran Profeta Deut. 18:15-19 (He- Por el Gran Profeta fiel.
chos 3:22; 7:37) Profecía dada el
siglo xiv a. C. →
7. El Pacto de Dios con David. 2 Sam. Por el rey que se sentará en un trono
7:8-16, 21; 1.a Crón. 17:11 y ss.; eterno.
Salmo 89:3, 4 y 35-37 (Apoc. 3:7;
22:16) Profecía dada el año 1000 a. C.

8. El sacerdocio eterno de Por el Pontífice investido con un
Melquisedec Salmo 110:4 (Hebreos sacerdocio eterno.
5:6; 6:20; 7:17, 21) Profecía revelada
en el año 1000 a. C. →

Este es el núcleo básico de la esperanza de Israel para poder ser de bendición a todas las
familias de la tierra (Gén. 12:3). El Salvador será de la simiente de la mujer, de la
descendencia de Abraham —por Judá—, heredero de David con un trono eterno;
desempeñará además los oficios de sacerdote y profeta.

A partir de aquí —del año 1000 antes de Cristo—se seguirán una serie de maravillosas
profecías mesiánicas que nos dan toda clase de detalles sobre la Persona y Obra
redentoras del Mesías, profecías que se cumplieron en Jesucristo.

ALGUNAS PROFECÍAS MESIÁNICAS

Dadas entre el siglo x antes de Cristo y el siglo xv en que se cerró la Revelación del A.T.
con Malaquías.
1. Manera y lugar de nacimiento
a. Nacerá de una virgen (Is. 7:14)
b. Nacerá en Belén (Miqueas 5:2; Mat. 2:1). Ambas profecías son del siglo mí
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antes de Cristo.
2. El Mesías sufriente y salvador
a. El Mesías traicionado (Sal. 41:9 y ss.; cf. Juan 13: 18).
b. El Mesías sufrido y digno (Is. 53:7; Mat. 27: 14; Hech. 8:32).
c. El Mesías crucificado (Sal. 22:16; Zac. 12:10; Juan 19:18, 37) El Salmo 22 es del
siglo x a. C., y Zacarías, del siglo v a. C., en que no se conocía la crucifixión
como máxima pena en Palestina. Compárese con Gál. 3:13 (Deut. 21:23).
d. El Mesías escarnecido (Salmo 22:7, 8; Mateo 27:39-43).
e. El Mesías vendido por 30 piezas plata (Zacarías 11:12-13; Mat. 27:9-10).
f. El Mesías cuyos vestidos serían partidos y sobre los que echarían suertes
(Salmo 22:18; Juan 19:23).
g. El Mesías que gritaría el abandono del Padre (Salmo 22:1; Mat. 27:46).
h. El Mesías como «Siervo de Jehová», o «Siervo Sufriente», del libro de Isaías
(esp. capítulos 42:1-4; 49:1-6; 50:4-9; 52:13 y ss.; 53:1-12). Los judíos antiguos
identificaban este «Siervo» con el Mesías. Esto prepara el camino para ver
en el Mesías al «Cordero de Dios» (Éxodo 12:3 comp. con Juan 1:29), cuya
sangre sella el pacto (Ex. 24:8 comp. con Lucas 22:20) y que al hacer
entrega de su vida en la cruz cumple con todos los sacrificios de la Ley
(Hebr. 10:4-9).
3. El Renuevo. Is. 4:2, en el siglo viii a. C. Jerem. 23:5 y 33:15, en el siglo vi a. C. Zac. 3:8;
6:12, en el siglo v a. C. «Renuevo» viene de una raíz hebrea que significa «brotar».
Este título mesiánico fue revelado en varias épocas en que parecía que Israel iba a
ser borrado de la historia y así no podrían hallar cumplimiento las profecías
mesiánicas.
4. La Piedra del Angulo Salmo 118:22, 23 (1.a Pedro 2:4-7)
5. El Hijo del Hombre. Daniel 7:13.
6. El Mesías divino
a. «Dios Fuerte» (Is. 9:6-7).
b. «Emanuel-Dios con nosotros» (Is. 7:14).
c. «Señor cuyos orígenes son eternos» (Miqueas 5:2).
d. Jehová mismo salvará (Is. 48:16, 17).
e. Por la lectura del N.T. vemos que un gran número de atributos y hechos
que en el A.T. se aplican únicamente a Jehová se le atribuyen a Jesucristo,
con lo que ciertos pasajes del A.T. adquieren un carácter mesiánico
irrefutable. (Véase folleto Así dice Jehová tu Redentor.)

Pero Cristo no sólo fue profetizado, sino que estuvo activo también en los tiempos del
A.T. Tal es el testimonio de la enigmática figura denominada «El Ángel de Jehová» (que no
hemos de confundir con la expresión «un ángel de Dios»).

Apareció a Agar, a Abraham, a Josué, a Gedeón, etcétera; fue llamado Jehová mismo y
fue adorado como Dios (Gén. 16:9-14; Jueces 13:20-22), estableciendo ya en los albores de
la Revelación la verdad de que dentro de la unidad de Dios se da una pluralidad de
Personas divinas. (Véase también Is. 48:16, 17 y 63:9, 10.)
14
JESUCRISTO es el centro de la Revelación, la clave de la interpretación de la Biblia. El es el
JEHOVA —Sujeto activo y constante del A.T. — y él es, asimismo, el Redentor del N.T. El
ESPIRITU de CRISTO es el que habló por los profetas y el que hoy mora en nosotros (1.a
Pedro 1:10-12). El DIOS del Sinaí es el mismo DIOS del Calvario. ¡Es maravilloso comprobar
la UNIDAD y la CONTINUIDAD de la verdad revelada, a lo largo de los siglos, en medio de
muy diversas culturas y por la instrumentalidad de los más variados hombres!

LOS HOMBRES HABLARON SIENDO INSPIRADOS

Desde que Moisés recibiera la orden divina de poner por escrito lo que vendría a ser
conocido como el Pentateuco —es decir: los primeros cinco libros de la Biblia— hasta que
el apóstol Juan fue llamado también por Dios para que escribiera el último libro de la
Escritura sagrada —el Apocalipsis—, desde Moisés a Juan transcurrieron catorce siglos.
Más de cuarenta autores distintos y dispares participaron en la empresa; hombres de la
más variada condición social: unos, reyes, ministros y letrados; otros, tan sólo pescadores,
campesinos o pastores; éstos, rudos y de palabra llana corno el pueblo bajo; aquéllos,
refinados y alcanzando en sus escritos las más altas cimas de la belleza literaria. Muy
pocos se conocieron entre sí. Vivieron en épocas distintas, bajo condiciones políticas y
económicas muy diferentes, desde la esclavitud hasta la prosperidad; testigos de
desastres, derrotas y apostasías, o de avivamientos y progreso y grandeza. Y, no
obstante, el producto final de todos sus escritos encierra una maravillosa y milagrosa
unidad de propósito que contrasta con la diversidad de estilos. Sea Amós que baje de las
montañas, o Isaías saliendo de palacio; bien se trate del irónico maestro del Eclesiastés o
del estadista Nehemías o del exaltado Zacarías, todos viven de una misma esperanza —el
Mesías que ha de venir y cuya venida es anunciada cada vez con mayor lujo de detalles—,
todos adoran a un mismo Dios y proclaman la misma verdad que va progresando en
amplitud y profundidad a medida que crece la Revelación que les ha sido confiada por el
Señor mismo. Una serie de temas, y subtemas, como el Pacto, el Reino, la soberanía
divina, la Ley, la gracia, etc., van siendo hilvanados con el paso de los siglos mediante los
mensajes de estos hombres, sin contradicciones, sin oponerse los unos a los otros,
aunque en lucha constante con el medio ambiente, la mediocridad y la idolatría o la
apostasía más escandalosa. ¿Podemos sentir indiferencia ante este milagro histórico?

Es como si una parte de nuestra literatura castellana, desde El Cantar de Mío Cid hasta
nuestros días, guardara una idéntica estructura temática, un mismo plan y alentara una
misma esperanza, con igualdad de propósitos y reflejando similares vivencias y conceptos
espirituales, morales y religiosos. ¿No tendríamos por milagrosa tal cosa?

La Biblia, aunque escrita por tantos y tan distintos autores, a lo largo de más de mil
cuatrocientos años y en condiciones sociales, históricas y políticas tan dispares, parece la
obra de un solo autor. Y en un sentido lo es. Porque detrás de los instrumentos humanos
se halla la acción de Dios: «La profecía no fue en los tiempos pasados traída por voluntad
humana, sino los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu
Santo» (2.' Pedro 1:21).
15
Las Escrituras hebreo-cristianas afirman ser la Palabra de Dios a los hombres. Y luego
confirman serlo. Basta considerar cuanto llevamos dicho para llegar a la convicción de
que, efectivamente, la Biblia es Palabra de Dios. Pero para ello es menester humildad,
sinceridad y honestidad delante del Señor. Se precisa el sentido de receptividad y pureza
mental que caracterizan al niño —de ahí las palabras de Jesús: «Si no os volvéis como
niños no entraréis en el Reino de Dios»; o aquellas otras: «El que quisiere hacer la
voluntad de mi Padre, sabrá...»—; hemos de someternos al Espíritu Santo, autor, en
último término, del Libro de Dios. El que lo inspiró nos lo hará inteligible y deleitoso al
mismo tiempo. Será para nosotros luz y salvación. Ya que, como dijera el salmista —y por
él sigue el Espíritu hablándonos a nosotros—:

La Palabra de Dios es perfecta, que convierte el alma. El testimonio del Señor es fiel, que hace
sabio al sencillo. La Palabra de Dios es recta, que alegra el corazón. La Palabra de Dios es
pura, que alumbra los ojos. El temor del Señor es limpio, que permanece para siempre. Los
juicios de Dios son verdad, todos justos. Deseables más que el oro... y dulces más que miel.
(Salmo 19)

ESTAS COSAS SE HAN ESCRITO PARA

Hagámonos ahora una pregunta: ¿Qué finalidad tenía Dios al tomarse la molestia de
revelarse a sí mismo y entregarnos el contenido de esta Revelación en la Biblia? «Estas
cosas —nos dice el apóstol Juan— se han escrito para que creáis que Jesús es el Cristo, el
Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre» (Juan 20:31).

«Sin embargo —señala el eminente erudito F. F. Bruce de la Universidad de Manchester—


, yo no puedo recibir el máximo beneficio de la lectura de los Evangelios ni lograr el
propósito para el cual fueron escritos, a menos que arregle mi situación con Aquel de
quien estos documentos hablan... Porque el Jesús de la historia es más que el Jesús de la
historia: es el Señor que vive por siempre y para siempre. Sin embargo, el fundamento
firme de esta fe radica en un hecho: el hecho de que el Señor que vive por siempre y para
siempre es el verdadero Jesús histórico.»

Si, pues, «estas cosas —el testimonio histórico de la Revelación divina— se han escrito»
con un propósito claro y concreto («para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios
y para que, creyendo, tengáis vida»), entonces cada uno de nosotros debe tomarlas muy
seriamente y considerarlas como algo de suma importancia y trascendencia. Es así —
debe ser así— porque la fe, en términos bíblicos, adquiere la dimensión de una vivencia
personal que nos compromete totalmente delante de Dios:

1. Dios ha enviado su mensaje «estas cosas se han escrito». Dios me ha informado; ha


provisto de la base histórica, objetiva, que hará de mi no algo irracional, sino la
respuesta inteligente a la verdad divina que se me comunica. Pero hay más.
mensaje; Dios se comunicó con la Humanidad por medio de su Hijo, Jesucristo, la
Palabra encarnada, la verdad hecha Hombre, concretada en un tiempo y en un
16
2. Dios envió a su Hijo «para que creáis que Jesús es el Cristo». No sólo me entregó su

lugar determinados de la historia y la geografía. La Palabra hecha carne vino a


morir por mí; asumiendo mis yerros y pecados y dándome así la posibilidad de ser
perdonado, salvado, transformado y elevado a la condición de hijo de Dios.
3. Dios me llama. Me invita a la fe en Cristo para que, creyendo en él, tenga vida
eterna. El mensaje de la Palabra de Dios, pues, no es una simple asignatura, sino el
poder divino para iluminar y salvar. Exige de mí una decisión existencial. ¿Qué
haré?

CAPITULO 4: NUESTRA COMUNIÓN (EL MINISTERIO ÚNICO DE LOS APÓSTOLES)

«Para que también vosotros tengáis comunión con nosotros: y nuestra comunión
verdaderamente es con el Padre y con su Hijo Jesucristo.» (1.a Juan 1:3)
El apostolado, o ministerio de los apóstoles, es una función única en la Iglesia que revela
una obra extraordinaria del Espíritu Santo. En la historia de la Iglesia, y del mundo, los
apóstoles ocupan una posición singular y tienen un significado peculiar y único. El
apostolado es un ministerio distinto del de todos los demás ministerios instituidos en la
Iglesia cristiana.

En el prólogo de la Primera epístola del apóstol San Juan se hace patente esta plenitud
especial del apostolado. Empieza su escrito declarando que ellos, los apóstoles, ocupan
una posición excepcional en relación con el milagro de la encarnación del Verbo. Dice: «La
vida fue manifestada, y vimos, y testificamos, y os anunciamos aquella vida eterna, la cual
estaba con el Padre y nos ha aparecido. Lo que era desde el principio, lo que hemos oído,
lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos mirado, y palparon nuestras manos
tocante al Verbo de vida...» (1.8 Juan 1:1, 2). ¿A qué manos se refiere, a qué ojos? ¿A los de
todo el mundo? No, sino exclusivamente a los de los apóstoles. Cierto que otras personas
en la Palestina de aquel tiempo habían sido testigos, en parte, de la manifestación del Hijo
de Dios, pero este testimonio sólo adquiría un valor «oficial» (por así decirlo) y universal al
ser incorporado al ministerio apostólico. Y, por otra parte, este haber sido testigo de la
vida, muerte y resurrección de Cristo constituía la condición básica y el requisito
indispensable (Marcos 3:14) para poder ser apóstol de Jesucristo (Hechos 1:20-22). El
apóstol Pablo, que no podía reunir dichas condiciones, tuvo que recibir una revelación
especial del Cristo crucificado y sobre esta revelación directa del Señor pudo basar su
apostolado (Gálatas 1:1, 11 y 12).

¿Cuál es el propósito de las palabras citadas del apóstol Juan? El propósito de la


declaración de Juan es traer a los miembros de la Iglesia a un estrecho contacto con el
apostolado. Clara y enfáticamente, dice el apóstol: «Eso os anunciamos, para que también
vosotros tengáis comunión con nosotros» (1.a Juan 1:3). Y sólo después que este lazo de
comunión con los apóstoles se verifica, sólo entonces puede decir: «Y nuestra comunión
verdaderamente es con el Padre y con su Hijo Jesucristo.»
El razonamiento del apóstol es diáfano. La Vida fue manifestada de manera tal que pudo
ser objeto de nuestra vista y hasta, incluso, tocada con nuestras manos. Los apóstoles
17
vieron y tocaron esta vida; y a ellos encargó Cristo el anunciar a los demás hombres el
poder salvador de la misma. Mediante esta declaración se establece un lazo de comunión
entre los creyentes y el apostolado. Y, por consiguiente, como resultado de esta
comunión con los apóstoles, los creyentes también pueden tener comunión con el Padre
y con el Hijo.

Por supuesto, estas palabras de Juan no deben entenderse como limitadas a su tiempo
solamente. No creemos que nadie se atreva a decir que esta declaración hace referencia
sólo a los cristianos del primer siglo y no alcanza en alguna manera a las sucesivas
generaciones. En realidad, nosotros, en quienes los fines de los siglos se han parado,
debemos mantener una comunión vital con los apóstoles de Nuestro Señor Jesucristo,
porque dicha comunión es la condición de la comunión que anhelamos tener con Dios.

El error de Roma consiste (según nuestro honesto entender) en hacer a los obispos
sucesores de los apóstoles, enseñando que la comunión con el apostolado depende de la
comunión con el episcopado. Pero San Juan expresa enfáticamente que el apostolado
está constituido por hombres que han visto, oído y tocado la Palabra de Vida encarnada;
algo que nadie después ha podido experimentar. Además, el apóstol dice que esta
comunión con el apostolado se produce como resultado del anuncio de la Palabra de Vida
hecho por los mismos apóstoles.

Sin embargo, no se sigue de esto que Roma yerre en el principio fundamental, es decir:
que todo hijo de Dios debe obtener la comunión con el Padre y el Hijo, gracias a la ayuda
que le prestan los apóstoles. Esta es la enseñanza de Juan, en armonía perfecta con
aquellas palabras de Jesús en la última cena: «No ruego solamente por éstos (los
apóstoles), sino también por los que han de creer en Mí por la palabra de ellos (la palabra
apostólica)» (Juan 17:20). Cristo no dice que las futuras generaciones creerán en El por la
palabra de los sucesores de los apóstoles, sino directamente por la palabra de los mismos
apóstoles, «por la palabra de ellos». ¿Y cómo es esto posible? Creemos que Roma se
equivoca al hacer depender la comunión del apostolado con la comunión del obispado,
toda vez que no hay ni un solo texto bíblico que una estos dos ministerios distintos, y por
otro lado es evidente que el apostolado es una función única que por su misma
naturaleza no puede tener sucesores. La solución del problema que aparentemente
hemos planteado nos la ofrece el hecho de que los apóstoles no sólo hablaron sino que
también escribieron. En otras palabras, su anuncio de la Palabra de Vida no se limitó al
pequeño círculo de hombres que les escucharon; por el contrario, mediante sus escritos
pusieron su predicación y enseñanza en forma escrita, es decir: en forma duradera. Estos
escritos pronto se esparcieron por todo el mundo. Así, los apóstoles genuinos pudieron
llevar el testimonio de la Vida que les había sido manifestada, a todos los hijos de Dios de
todas las naciones y todas las épocas, hasta el fin del mundo. Incluso hoy día, los
apóstoles están predicando al Cristo resucitado y poderoso para salvar en las iglesias.
Cierto que su presencia física hace ya diecinueve siglos que nos dejó, pero su testimonio
personal permanece. Y este testimonio, que en forma de documento apostólico ha
llegado hasta nosotros en el Nuevo Testamento, se ha esparcido por todas partes corno
instrumento idóneo en las manos del Espíritu Santo para llevar a las almas a una
18
comunión efectiva con el Padre y el Hijo. Una iglesia es apostólica solamente en la medida
en que su magisterio se centra en el mensaje de los apóstoles, pues es por la palabra de
ellos que el mundo ha de creer.

La Iglesia es el Cuerpo de Cristo y el templo del Espíritu Santo. Sólo Cristo es Cabeza única
y piedra Principal del «fundamento de los apóstoles y profetas» (Efesios 2:20). El
apostolado es el fundamento único y, por su misma naturaleza, no puede multiplicarse en
sucesiones interminables. El fundamento de un edificio es algo único que se coloca una
vez por todas. Que en el Templo espiritual del pueblo de Dios ocurre exactamente igual,
puede probarse por Apocalipsis 21:14, en donde se nos revela la Nueva Jerusalén
cimentada simbólicamente sobre doce fundamentos y en estos fundamentos se hallan
escritos los nombres de los doce apóstoles del Cordero. Como muy bien supieron
interpretar los Padres de la Iglesia antigua (aunque en muchas otras cosas se
contradijeran y erraran), la promesa hecha a Pedro vale por los demás apóstoles: «Tú eres
Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia.» Pedro, juntamente con los once, forma
parte del Fundamento inconmovible de la Iglesia, «siendo la principal Piedra del ángulo
Cristo mismo; en el cual, compaginado todo el edificio, va creciendo para ser un templo
santo en el Señor, en el cual vosotros también sois juntamente edificados, para morada
de Dios en Espíritu» (Efesios 2:20-22; cf. 1.a Pedro 2:4, 5). El cristiano es una piedra viva
que se añade a este edificio, pero el Fundamento único es el apostolado apoyado en la
principal Roca que es Jesucristo mismo.

Cuando los apóstoles Pedro, Pablo, Juan y todos los demás sanaron a enfermos, fundaron
iglesias y predicaron el Evangelio, hicieron una grande y gloriosa labor. Sin embargo, pese
a toda la grandeza de su vida y trabajos misioneros, el haberse puesto a escribir la
Epístola a los Romanos, por ejemplo, es un hecho de valor mucho mayor y de significado
mucho más alto en la vida de Pablo. Hoy día, cuando aquellas iglesias fundadas hace
diecinueve siglos o ya no existen o han apostatado de la fe de manera que apenas si
pueden ser reconocidas; cuando las gentes salvadas o sanadas por aquel maravilloso
poder apostólico yacen en el polvo de la muerte, hoy todavía el epistolario apostólico
gobierna a la Iglesia de Jesucristo. ¿Qué hubiera sido del Cristianismo sin los escritos
apostólicos?

Por cuanto estos escritos no son meras obras humanas, el ministerio apostólico estuvo
indisolublemente unido al don de la inspiración (Juan 14:26; 2.a Pedro 3:15, 16) y esto hace
que dichos escritos, por la gracia del Espíritu Santo, no sean mera «letra muerta» sino
Palabra de Dios, viva y eficaz. El que escucha a los apóstoles escucha a Dios mismo, pues
el Señor dio su Palabra a estos ministros escogidos. De ahí que el apóstol Pablo pudiera
decir a los tesalonicenses: «Por lo cual también nosotros sin cesar damos gracias a Dios,
de que cuando recibisteis la Palabra de Dios que oísteis de nosotros, la recibisteis no
como palabra de hombres, sino según es, en verdad, la Palabra de Dios, la cual actúa en
vosotros los creyentes» (I Tesal. 2:13).
Querido lector, « ¿actúa en ti esta Palabra divina?
19
BIBLIOGRAFÍA

1. CRISTO Y EL TIEMPO, por Oscar Cullman. Editorial Estela, Barcelona-


2. EL FUNDAMENTO APOSTÓLICO, por J. Grau. Ediciones Evangélicas Europeas,
Barcelona.

CAPITULO 5: AMOR SIN MEDIDA

«Dios es amor» (la Juan 4:8) «De tal manera amó Dios al mundo...» (Juan 3:16)

Leemos en la Biblia algo que no podemos acabar de comprender: que Dios nos ha amado,
que nos ama y que continuará amándonos hasta el fin (Romanos 8:35).

Decir: «Dios es amor» es muy fácil. Parece, incluso, que la mentalidad moderna no quiere
saber otra cosa acerca de Dios más que su amor. Pero ¿entendemos realmente lo que
significa para nosotros este amor divino?

La Biblia no dice simplemente que Dios es amor; afirma algo más: nos dice que somos el
objeto del amor de Dios. Más concretamente: Dios no sólo nos informa acerca de su amor
hacia nosotros, sino que nos forma a imagen de su Hijo y a impulsos de su afecto por
nosotros. Vemos, pues, que el amor de Dios no es sólo una frase bonita o una teoría que
podemos formular intelectualmente. El amor de Dios puede ser experimentado y vivido,
por cuanto ha sido declarado y proclamado en el mundo por la Palabra encarnada
(Jesucristo, Dios hecho Hombre) y porque sigue llegando hasta nosotros por la palabra
inspirada (la Biblia), dando testimonio el mismo Espíritu Santo a cuantos corazones se le
abren en fe y responden con amor al amor que les es manifestado (Romanos 8:11-17).

CRECIÓ EL PECADO PERO SOBREPUJÓ LA GRACIA

Fue el amor de Dios —es decir, el hecho de que fuéramos, desde el principio, el objeto del
amor divino— lo que hizo de nosotros seres humanos, lo que nos diferencia de las bestias
(Génesis 6). Ya en la creación fuimos moldeados con amor por Aquel que es amor. Pero
hay mucho más: luego de haber estropeado, desfigurándola y degradándola
bárbaramente (Génesis 3; Romanos 3), la primitiva imagen con la que fuimos creados,
Dios volvió a revelar su misericordia de manera todavía más maravillosa: a nuestro
pecado respondió con su gracia y su perdón; a nuestra rebelión, con su venida hasta
nosotros para levantarnos. Y toda vez que Dios nos amó de tal manera que dio a su Hijo
unigénito para que todo aquel que cree en El no se pierda, mas sea salvo, el cristiano —o
sea, el que vive de Cristo y en Cristo— sabe que ya no se pertenece, sino que se debe
amorosamente y apasionadamente a Aquel que se dio a sí mismo por nosotros. 20
EL PODER DE LA PALABRA DE DIOS

Este es el mensaje de la Biblia, la Palabra de Dios. ¿Qué clase de Palabra es, pues, ésta? O,
lo que es más importante: ¿De qué manera llega esta Palabra hasta nosotros? Con poder y
eficacia insondables, tan inefables como el amor que pronuncia esta Palabra. En efecto,
Dios ha pronunciado unas palabras de vida eterna, pero ¿cómo las ha pronunciado?
Sencillamente, haciendo lo que decía. Dios dice su Palabra a la par que obra la salvación
que promete. Dios ha hablado por medio de sus hechos portentosos que revelan su obrar
en favor nuestro y, al propio tiempo, ha pronunciado las palabras que interpretan estos
hechos; de manera que la intervención de Dios en la historia de los hombres ha sido
siempre reveladora y salvadora y, al mismo tiempo, la Palabra Divina dada a estos
hombres ha sido en todo momento causa eficaz de nuestra salvación si es recibida
sinceramente con una fe viva. Cuando algunos de los discípulos de Jesús le abandonaron,
preguntó a los doce: « ¿Queréis acaso iros también vosotros?» Le respondió Simón Pedro:
«Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna. Y nosotros hemos creído y
conocemos que Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo» (Juan 6:67-69). Dios apareció en
Cristo y obró en medio de nosotros como lo que era: Dios de amor que desea la salvación
del pecador. Estableció su pacto con nosotros en la Cruz. La palabra del perdón, la
palabra de la vida eterna —esta vida que comienza tan pronto el alma se abre a Jesús—
ha sido pronunciada y permanece como palabra obrada y hablada en los acontecimientos
que, a partir del pesebre, conducen al Calvario, a la tumba vacía de la Resurrección, a la
Ascensión y al derramamiento del Espíritu Santo. Palabra que el mismo Espíritu Santo
hizo conservar por escrito en los documentos bíblicos y así, hoy, toda Escritura inspirada
por Dios comunica al lector ávido de verdad y vida «la salvación por la fe que es en Cristo
Jesús» (2.a Timoteo 3:15-17).

Y esta palabra te alcanza, querido lector. ¿Qué vas a responder a ella? «Cerca de ti está la
Palabra, en tu boca y en tu corazón. Esta es la palabra de fe que predicamos: que si
confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le
levantó de los muertos, serás salvo... Pues la Escritura dice: «Todo aquel que en El
creyere, no será avergonzado» (Romanos 10: 8-11).

CAPITULO 6: LA IGLESIA: UNA COMUNIDAD DE FE Y AMOR

El cristiano no vive en solitario; desde el instante de su conversión es llamado a un Reino:


el Reino de Dios, y queda incorporado a un pueblo: el pueblo de Dios, la Iglesia. ¿Qué es la
Iglesia?

«La Escritura habla de la cristiandad de manera simple y sencilla. La cristiandad es el


conjunto de todos los cristianos que viven en la tierra, como oramos en la confesión de
fe: "Creo en el Espíritu Santo, en la comunión de los santos." Esta comunidad, o conjunto
21
de todos los cristianos, se compone de todos los que viven en la verdadera fe, como San
Pablo lo dejó escrito: "Un bautismo, una fe y un Señor" (Efesios 4:6). Y es por esto mismo
que, aunque vivan a mil leguas de distancia unos de otros, son, sin embargo, por el
Espíritu una sola comunidad, toda vez que cada uno ora, cree, ama y vive como los
demás. Del Espíritu Santo solemos cantar: «Tú reúnes toda suerte de lenguas en la unidad
de la fe.»

»Se trata, pues, de una unidad espiritual, en virtud de la cual los hombres se convierten en
una comunión de santos. Esta unidad es todo suficiente para constituir y formar la
verdadera cristiandad; fuera de ella, ninguna otra unidad, sea de lugar, de tiempo, de
personas o de imposición, o de cualquier otra cosa, consigue nada...

»Las señales por las que podemos reconocer exteriormente en donde se encuentra una
iglesia verdadera en el mundo son: el Evangelio y su pura predicación.

»La cristiandad es una comunión espiritual que no puede ser confundida con el mundo,
con las masas.

Como tampoco confundiremos el espíritu con el cuerpo, la fe con los bienes temporales.
Y, con todo, es bien cierto que así como el cuerpo es en un sentido la imagen del alma, así
también las asambleas visibles son prenda y señal de la comunidad espiritual que
pertenece a Cristo; y como la asamblea visible tiene un jefe visible, así también la
asamblea espiritual tiene al Supremo Jefe espiritual. De ahí que, en lo que se refiere al
alma, la cristiandad está unida en una misma fe, mientras que en lo que concierne a su
cuerpo visible, ella no puede estar reunida en un solo lugar.

»Es absolutamente imposible el querer imponer a nadie tal o cual creencia. Cada cual es
responsable ante su propia conciencia de creer o de dejar de creer. Y como que estas
decisiones espirituales no conciernen para nada al Estado, éste no debe preocuparse en
absoluto por las mismas. El Estado debe dejar libre a toda persona para creer lo que
quiera, sin ejercer ninguna presión sobre nadie. Ya que la fe es algo absolutamente libre.
No se puede forzar a nadie. La imposición, por más violenta que sea, sólo logrará una
sumisión de labios, aparente. A los corazones es imposible forzarlos.

» ¿Y qué diremos de la lucha contra la herejía? Es menester el empleo de otros medios que
no sean la espada del funcionario. Es la Palabra de Dios la que hay que esgrimir. Si ella no
consigue nada, la fuerza obtendrá mucho menos todavía aunque bañe en sangre a todo
el mundo. La herejía es una fuerza de signo espiritual; no puede ser golpeada con el
hierro, ni quemada con el fuego, ni ahogada en el agua. Hay que oponerle otra fuerza
espiritual superior. Tenemos para ello la Palabra de Dios. Ella es la que triunfará.»

Hasta aquí son palabras de Lutero (Manifiesto a la nobleza alemana, Cautividad


babilónica, De la libertad cristiana). Comentándolas, y resumiéndolas, podríamos decir
que frente a la iglesia romana, jerárquica, celosa de su orden, historia y estructura, los
Reformadores opusieron el concepto de Iglesia ante todo como una asamblea espiritual.
de la Iglesia, y no la sumisión a ningún jefe visible. Los verdaderos lazos de la unidad
genuina son espirituales e invisibles.
22
Lo que une a los cristianos entre sí es su común fe y consagración a Cristo, el Jefe invisible

Con todo, no podemos separar la realidad espiritual de su manifestación concreta e


institucional en ciertos lugares determinados y específicos. Se trata de algo muy sutil: no
se niega la institución, pero se la limita a la simple expresión de una realidad espiritual
superior y más verdadera; es el sitio donde la Iglesia del Señor se manifiesta. Lo que
importa, sobre todo, es que la realidad dinámica de la Iglesia espiritual pueda siempre
aparecer dentro del seno de la institución visible y que jamás ésta ahogue a aquélla. Y si la
mera institución expulsa de su seno a un cristiano verdadero, ¿qué importa? De la
verdadera Iglesia espiritual nadie puede arrancar a los verdaderos cristianos. Sólo la falta
de fe incapacita a las almas para formar parte del Cuerpo de Cristo que es su Iglesia. Si la
fe permanece, ser excomulgado por los hombres no impide ser salvo por Cristo.

La Iglesia no debería nunca disponer del poder temporal (esto es responsabilidad del
Estado, según los planes de Dios); la única arma de la Iglesia debería ser el Evangelio, que
obra sobre las conciencias y regenera los corazones.

La Iglesia, tal como la entendemos nosotros, es algo muy distinto de una organización
simplemente jerárquica. Debe de estar separada del Estado, siendo, no obstante, la
levadura que leude la masa y prestando servicio a la sociedad mediante la formación de
buenos cristianos que serán miembros ejemplares en la comunidad civil en la que hayan
de vivir.

Se ha dicho, a veces, que la eclesiología protestante se caracteriza por la oposición entre


iglesia visible e Iglesia invisible. Pera sería seguramente mucho más acertado definirla
como Iglesia dinámica, en oposición a Iglesia-institución. Importa que la dinámica del
Evangelio muestre todo su poder vital en, y a pesar, de la institución. Se trata de que lo
meramente organizacional ceda su sitio, o mejor dicho: se preste, conformándose a su
propia negación frente a Cristo, el Evangelio, la fe y la piedad cristianas. La Iglesia como
sierva humilde no ha de convertirse en centro de la fe; es preciso que Cristo ocupe el
primer lugar. La institución no ha de ser más que el instrumento en el seno del cual la
dinámica existencial del poder del Espíritu Santo se manifieste para salvación y
edificación, por la gracia de Dios.

En estos tiempos, cuando tantos hablan de la «Ecclesia», es menester volver a meditar las
grandes enseñanzas que la Escritura tiene que ofrecernos sobre el particular. Seamos
fieles a sus dictados. Este es, por lo menos, nuestro intento. Descubriremos que la Iglesia,
en términos bíblicos, es la comunidad creyente que proclama y enseña la Palabra de Dios,
de la cual vive y se sustenta. Es, asimismo, el ámbito de la relación fraternal y el punto de
partida de todo servicio en el que la fe obra por el amor. La Escritura nada sabe de
cristianismos individualistas, solitarios o misántropos. Cristo nos une a su Cuerpo —la
Iglesia— para acabar con nuestra soledad no sólo vertical (nuestra relación con Dios) sino
horizontal también (nuestra relación con el prójimo) y dar un sentido a nuestra vida en la
común participación de las tareas que conciernen al Reino de Dios.

CAPITULO 7: EL PROYECTO DE DIOS: SU REINO


23
«Jehová estableció en los cielos su trono, y su reino domina sobre todos.» (Salmo 103:19)

Dios es soberano en el cielo y en la tierra. El poder absoluto le pertenece solamente a él.


Todo otro poder es por delegación divina (Rom. 13:1).

Así como Dios no se halla sometido a las leyes que él mismo impuso a la Creación, ya que
es Señor sobre los órdenes y estructuras de todo lo creado, así tampoco se halla
maniatado por la historia; al contrario, ella constituye el escenario sobre el que despliega
su soberana voluntad salvífica. El es Señor de la historia y no contempla con indiferencia
el curso de los eventos (Is. 10:5; Dan. 2:21; Is. 40: 23, 24). Dios es soberano en el tiempo de
la historia como en el espacio de su creación: «su reino domina sobre todos».

El interés de Dios por este mundo —y más concretamente: por la Humanidad— se


manifestó en el hecho de haber querido constituir un pueblo para él, consagrado a su
servicio (Éxodo 19:6). En medio de los reinos de este mundo, el Señor suscita su propio
Reino.

Según los Evangelios sinópticos, el primer mensaje de Jesús al comienzo de su ministerio


público tenía como tema «el Reino de Dios». Su Precursor, Juan el Bautista, había
proclamado también la inminencia del Reino. Mateo, que escribe para judíos, habla casi
siempre del «Reino de los cielos», mientras que Marcos y Lucas se refieren
preferentemente al «Reino de Dios», concepto más inteligible para los gentiles. Con toda
probabilidad, el uso de la expresión «Reino de los cielos» en Mateo se debe a la insistencia
del judaísmo del primer siglo en soslayar el uso directo del nombre de Dios. Ambos
términos —Reino de Dios y Reino de los cielos— son sinónimos; en cualquier caso, el
significado de ambos conceptos es el mismo (cf. Mat. 5:3 con Luc. 6:20).

En el A.T. el concepto del Reino iba unido a dos realidades distintas. Una de ellas
apuntaba a la soberanía divina en el gobierno de la creación. Esta idea del Reino no es
específicamente redentora (cf. Salmo 103:19). Se relaciona más bien con el orden, o
estructuras, de la creación y no con los órdenes de salvación. Pero, junto a este Reino
providente de Dios sobre la naturaleza, existe otra esfera de la soberanía divina que es
concretamente redentora y halla su expresión en la teocracia israelita. G. Vos señala que
la primera referencia explícita a este Reino soteriológico la hallamos en la época del
Éxodo (Ex. 19:6), cuando Jehová promete al pueblo que, si obedece, lo convertirá en una
nación de sacerdotes. Estas palabras de Dios miran al futuro —observa el citado autor—:
cuando la Ley sea promulgada en el Sinaí. Desde el punto de vista del hombre del A.T. se
refieren a un reino presente, un reino que comenzó al pie del Sinaí. Pero se trata, no sólo
de una realidad presente, sino de una esperanza también, la esperanza que sustenta a los
profetas, portavoces del Reino que ha de venir. Este Reino, presente y futuro a la vez,
halla su punto de partida histórico en Israel. El Reino debe ser la vocación del pueblo de
24
Dios; el Reino exige la realeza y ésta va íntimamente asociada a la realización de los
hechos salvadores de Dios en favor de su pueblo. Esta realeza ejerce, por voluntad divina
y de acuerdo con normas divinas (la Ley obliga por un igual al rey tanto como a los
súbditos del Reino), el gobierno sobre el pueblo de Dios; pero se trata de una realeza
frágil y pecadora. Constituye solamente una sombra de lo que debiera ser el Reino de
Dios, la nación santa y sacerdotal. Hubo épocas —demasiadas— en la historia de Israel en
que el Reino teocrático se hundió más y más y llegó a la más abierta apostasía, renegando
de su vocación. Dicho Reino no fue abrogado nunca sin embargo, y los creyentes se
mantenían a la expectativa, en la esperanza de una nueva y perfecta dimensión del Reino.
Hay, pues, un futuro para el Reino de Dios —se decían los creyentes del A.T., alentados
por las palabras de los profetas—, hay un futuro en el que el mismo Señor será Salvador y
Soberano en su pueblo.

El futuro se llenaba con perspectivas tan sublimes que el Reino, en su próxima


manifestación, tenía que ser forzosamente un nuevo Reino, de acuerdo con la presencia
del nuevo Rey. Saúl y David, y los demás descendientes de la casa davídica, representaron
el aspecto presente, pero los creyentes esperaban mucho más en el futuro. Así, la
renovación sería algo más que una mera reestructuración; podría hablarse con toda
propiedad de un nuevo Reino. El esperado Mesías habrá de ser el perfecto representante
de Jehová, el Rey ideal de todos los tiempos. Es a través de su Ungido que Dios llevará a
cabo todos sus propósitos escatológicos.

El Reino, para los judíos, iba asociado con la persona misma del Mesías, hijo de David. Era
una esperanza que les hacía mirar al futuro, pero que se nutría de las promesas y las
realidades entregadas a Israel desde el comienzo mismo de su historia.

El A.T. suele hablar de esta realidad del Reino como de una época sin fisuras o
distinciones de partes o etapas. No obstante, a medida que se va cumpliendo el Antiguo
Testamento en Cristo, se hace evidente que la esperanza escatológica de los profetas y
creyentes de Israel consta de dos partes. Jesús hará presente el futuro soñado por los
hebreos, pero en otro sentido queda todavía otra fase que es también futura para los
cristianos, incluso para el mismo Salvador. Por consiguiente, el fenómeno estudiado en el
pueblo del antiguo Pacto se repetirá otra vez en el pueblo cristiano.

EL REINO DE DIOS EN EL NUEVO TESTAMENTO

Antes que Cristo mismo, Juan el Bautista predica: «Arrepentíos, porque el Reino de los
cielos se ha acercado» (Mat. 3:2). Jesús, luego, se hace cargo de este mensaje (Mat. 4:17).

Evangelio y Reino no aparecen como cosas distintas en los relatos sinópticos, sino todo lo
contrario; forman parte de un solo y mismo anuncio: «Jesús vino a Galilea predicando el
Evangelio del Reino de Dios, diciendo: El tiempo se ha cumplido, y el Reino de Dios se ha
acercado; arrepentíos y creed en el Evangelio» (Marcos 1:14, 15).

La proclamación de que el Reino de Dios había llegado, fue algo que conmocionó a los
contemporáneos del Bautista y de Jesús. Era la proclamación de algo grandioso y decisivo
para la historia de la Humanidad. Hasta entonces, los judíos —y con ellos muchos
prosélitos— habían estado esperando aquel momento crucial de la historia (Lucas 1:68-
25
79; 2:25¬38). Fuere cual fuere la manera como unos y otros concebían ese momento
crucial, el hecho es que Juan, primero, y después Jesucristo mismo, les anuncian que ya
ha llegado, que «el tiempo se ha cumplido», que ya está aquí.

El juicio divino adquiere en el anuncio del Reino que hace el Bautista una importancia
especial. Su constante proclamación del « ¡Arrepentíos!» indica el juicio mediante el cual el
Reino ha de ser introducido. Este juicio divino adquiere un relieve destacado porque se da
por supuesto que se trata de algo cercano, inminente. El hacha ya está puesta en la raíz
de los árboles. La venida del Mesías es una venida que habrá de purificar y nadie podrá
escapar al juicio que vendrá. Tampoco servirán los privilegios, ni siquiera el pertenecer a la
raza de Abraham. En vista de la venida del Señor, el pueblo debería arrepentirse y evitar la
ira que está próxima a descargar. Sólo así las gentes podrán participar de la salvación que
el Reino trae en la persona del Rey y mediante el bautismo del Espíritu que él hace posible
(Mateo 3:1-12).

El aspecto presente del Reino

A diferencia de Juan el Bautista, Jesús anunció el Reino no como una realidad cercana
sino como una realidad presente. Esto es así porque el Reino viene con el Rey; Cristo ha
llegado y, por consiguiente, el Reino con él (Mat. 6:9, 10; 12:28 y paralelos; Marc. 1:14; Luc.
11:20). Toda la predicación y el ministerio de Jesús se caracterizan por la importancia
dominante que adquiere la idea del Reino presente por medio de él entre nosotros.

Toda la actividad milagrosa de Cristo es prueba contundente de que el Reino de Dios ha


llegado (Lucas 11:20; Mat. 12:29). Lo que los profetas desearon ver y no vieron, los
discípulos de Jesús están contemplando ante sus ojos (Mat. 13:16; Luc. 10:23). Cuando el
Bautista envía a sus discípulos para que pregunten al Señor si él es verdaderamente el
que tenía que venir, o si, por el contrario, debían esperar a otro, Jesús no contesta
directamente la pre-junta, sino que remite a los milagros que por doquier está
ejecutando, por medio de los cuales el Reino de Dios se ponía de manifiesto: ciegos que
veían, cojos que andaban, sordos que oían, leprosos que eran limpiados, muertos
resucitados y pobres a quienes les era anunciado el Evangelio (Mat. 11:2 y ss.; Lucas 7:18 y
ss.). En la última de estas manifestaciones —el Evangelio anunciado a los pobres— se
hace patente, de manera especial, la inauguración del Reino prometido por los profetas.
En efecto, la salvación se anuncia, y se ofrece, como un don que se halla al alcance de
todos los hombres: de los pobres, de los hambrientos, de los que anhelan paz y justicia,
etcétera. Y este mensaje les promete que el Reino es de ellos. Así se les concede el
perdón de los pecados —sin discriminaciones—, no como una realidad, o posibilidad,
futura para cuando estén en gloria, ni siquiera como una posibilidad presente, sino como
una certidumbre ahora y aquí, dado que el Reino invade ahora toda la tierra por el poder
del anuncio de Jesucristo, quien puede perdonar los pecados (Marc. 2:1-12).
Como se desprende del último pasaje citado, todo lo que está ocurriendo se apoya en el 26
hecho de que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios. El Reino ha venido con él y en él; como
afirma Ridderbos: Jesucristo es la autobasileia: la autor revelación del Reino, porque es, al
mismo tiempo, la autor revelación del Mesías, el Hijo del Hombre, el Siervo Sufriente de
Jehová (Is. 53).

Resulta imposible interpretar las palabras de Jesús, en los textos evangélicos


mencionados, como haciendo alusión al futuro, como si se refirieran al Hijo del Hombre
que un día lejano vendrá en las nubes. Si bien es verdad que existe un aspecto futuro por
cumplir todavía en la obra del Redentor, no podemos olvidar el hecho de que en los
Evangelios la mesianidad de Jesús aparece como algo presente aquí y ahora. Y con la
mesianidad, la realeza de Cristo. Investido con el poder del Espíritu Santo (Mat. 3:16) y
con la suprema y absoluta autoridad divina (Mat. 21:27), todos los Evangelios se hacen eco
de sus declaraciones y pretensiones de soberanía y autoridad absolutas. El es el enviado
del Padre, el que viene a cumplir todo lo que fue dicho por los profetas (Luc. 24:25-27, 44-
47). Vino para cumplir (Mat. 5:17), no para destruir; para anunciar la venida del Reino
(Marc. 1:38), para salvar a los perdidos (Luc. 190:1), mediante la entrega de su vida en
rescate por muchos (Marc. 10:45). El secreto para pertenecer al Reino es de aquellos que
le pertenecen (Mat. 7:23; 25:41).

La persona de Jesús como Mesías constituye el centro de todo lo que el Evangelio


anuncia concerniente al Reino. El Reino se concentra en Cristo mismo, tanto en su
aspecto presente como futuro.

El aspecto futuro del Reino

El Reino se manifiesta aquí, y ahora, por medio de la predicación y la vivencia evangélicas,


pero al mismo tiempo resulta evidente que el Reino —en su aspecto actual— se proyecta
sobre el mundo de manera provisional. El Reino vino con Cristo, pero queda todavía un
cumplimiento final del mismo que se halla igualmente ligado a la venida de Cristo otra
vez, en gloria. Vivimos ahora lo que Cullmann denomina «el ya y todavía no del Reino»,
dado que nos hallamos inmersos en la realidad del Reino, el Reino que vino, está viniendo
y vendrá para su consumación escatológica al final de los tiempos.

Nuestra oración, siguiendo el ejemplo dejado por Cristo, debe ser: «Venga tu Reino en los
corazones de los hombres y que desde allí irradie a todas las esferas, para que así pueda
cumplirse, más y más, tu voluntad...»

El Evangelio del Reino es como una simiente que se siembra. De ahí su fragilidad actual.
«Benditos los que no se escandalizan en mí» «Luc. 7:23; Mateo 11:6); ¿por qué habían de
escandalizarse? Por el carácter oculto del Reino en nuestra época de espera hasta que
llegue a su plenitud. Los milagros —las señales del Reino— son todavía para nosotros los
signos de otro orden de cosas muy distinto al de la realidad presente. Todavía no ha
llegado el tiempo en que los demonios sean arrojados definitivamente a las tinieblas de
fuera (Mat. 8:29). Sí, el Reino es como una simiente que se siembra; así nos lo explica el
cizaña, en el campo del mundo. El grano de mostaza y la levadura quieren ilustrar,
paralelamente, este aspecto escondido del Reino en tanto que realidad presente entre
27
Señor en la parábola del sembrador. La semilla crece en secreto, y al mismo tiempo que la

nosotros, realidad provisional que aguarda una más total y completa manifestación
futura.

Nos encontramos viviendo dentro de la realidad del Reino —como creyentes en Cristo—
pero esperando su manifestación plena. En comparación con los creyentes del A.T.,
nosotros palpamos las realidades —y no sus sombras tipológicas— del Reino. A
diferencia de ellos, nosotros no esperamos algo totalmente nuevo sino en lo externo,
pues interiormente las realidades del Reino son ya una experiencia en nuestros
corazones. Dicho de otra manera: como creyentes en Cristo, vivimos ya, dentro del
tiempo del Reino mesiánico, «los postreros días» anunciados por Joel (Hechos 2:17 y ss.),
pero todavía no conocemos los tiempos de su consumación total y su plena
manifestación universal y soberana.

La triple dimensión del Reino

A la pregunta: ¿Dónde está el Reino?, el Nuevo Testamento responde: Vino, está viniendo
y vendrá.

Con el objeto de enseñar a sus discípulos esta triple dimensión del Reino mesiánico, Jesús
explicó las varias parábolas del Reino en las cuales se advierte esta realidad oculta y
paradójica del Reino de Dios. Es el mismo Hijo de Dios —y esto hace de la presente
dispensación algo nuevo en relación con el A.T. — el que siembra la Palabra y el que envía
el Espíritu Santo a los corazones. Y será el mismo Hijo de Dios el que vendrá en su
segunda venida sobre las nubes del cielo. Entonces —a diferencia de lo que ocurre
ahora— «todo ojo le verá».

La paradoja del Reino se manifiesta también en otros aspectos de la enseñanza de Jesús.


Por ejemplo, el Reino es de un Rey que aparece en forma de esclavo y servidor; los
pájaros tienen nidos, pero el Rey no tiene donde reclinar su cabeza. Para obtener la
soberanía en todo, debe antes darse y darlo todo. Luego recuperará con creces lo que es
suyo, por derecho divino y por derecho de conquista (Filipenses 2:9-11). Pero antes tendrá
que entregar su vida en rescate por muchos, ya que el Rey es asimismo el Siervo Sufriente
de Jehová, profetizado en Isaías 53. Esto nos lleva a otra verdad capital: el Reino vino por
la cruz.

Antes de que la autoridad del Hijo del Hombre sea ejercida sin cortapisas sobre todos los
reinos del mundo (Mat. 4:8; 28:18), debe andar el camino de la obediencia al Padre con el
fin de cumplir con toda justicia (Mat. 3:15), lo que equivale a decir que tendrá que sufrir
toda humillación. La manifestación del Reino ha de ser llevada a toda criatura; como la
maravillosa simiente de la Palabra evangélica (Marc. 4:27); ahora bien, nadie sabe cómo
crecerá. El evangelista Juan nos dirá que «el viento —y el Espíritu— sopla donde quiere»
(Juan 3:8).
28
«El siervo no es mayor que su señor» (Juan 15:20), y si el mundo aborreció al Rey también
aborrecerá a los hijos del Reino (Juan 15:18, 19). Esta es la realidad que envuelve la actual
dispensación del Reino, en su historia presente dentro de la historia del mundo. Los
discípulos tenemos que percatarnos de esta naturaleza intrínseca del Reino en este
momento en que está viniendo: es humilde, silencioso, oculto, paradójico y eficaz al
mismo tiempo. Esta última nota no debe ser echada en olvido. Se trata de una fuerza
interior que se abre camino en medio de todos los obstáculos y los vence a todos; surgen
dificultades constantemente, porque el campo donde se siembra es el mundo (Mat. 13:38
y ss.). El Evangelio del Reino tiene que ser oído en todas partes, porque quiere hacer su
obra poderosa en muchos corazones. El Rey es también Señor del Espíritu; su
resurrección inauguró una nueva época en la que la proclamación del Reino y del Rey
abarcará la totalidad del orbe y habrá de extenderse dicho anuncio hasta los confines de
la tierra. Es el sueño de los profetas convertido en realidad. La decisión ha sido ya tomada
por el Señor de la historia, el Reino ha sido puesto en marcha por Cristo, y su
cumplimiento y clímax aguarda por algún tiempo. Las fronteras del Reino no son
paralelas con las fronteras de Israel, el Reino abraza —y más todavía abrazará en el
futuro—a todas las naciones y llenará todas las épocas hasta el fin del mundo.

Nosotros, que vivimos entre la primera y segunda venidas de Cristo, no hemos de olvidar
que el Reino que vino —y que vendrá en su eclosión final— es ahora una realidad
misteriosa. El «eskaton» ha llegado ya en Cristo; en él el futuro se hizo presente y sólo
aguarda la fase final, el «eskaton» que queda por cumplirse.

En su estado presente, provisional, el Reino participa de las características que Jesús


señaló en sus parábolas: vive en una tensión paradójica entre la revelación y el misterio;
¿qué hacen las parábolas si no es explicar y ocultar al mismo tiempo los misterios del
Reino? Es la tensión entre la grandeza escatológica, que ya hizo su irrupción con Cristo en
el mundo, y la humana debilidad. Como señala Ridderbos, lo primero pertenece a la
«exousia» (la autoridad) con la cual él habla, por ejemplo en el Sermón del Monte, y
cuando hace las más radicales demandas al ser humano, así como cuando perdona
pecados y hace milagros («señales» como indica Juan). Pero lo segundo forma parte de su
manera de introducir el Reino también: no quiere precipitaciones y su mesianidad gusta
del secreto y la prudencia porque desea hacer su entrada en los corazones de manera
distinta al triunfalismo y la aparatosidad. Esta paradoja de la Revelación y el misterio, la
grandeza y la debilidad, la divinidad y la humanidad del Rey se concentran, quizá como en
ningún otro título, en el que fue su preferido: el Hijo del Hombre.

La resurrección nos enseña a distinguir entre lo que ha acaecido y lo que va a suceder,


entre el punto de partida de la manifestación del Reino en la tierra, es decir: la
dispensación que comenzó con la venida de Cristo, y la meta escatológica a la que nos
dirigimos. Nosotros somos la «generación» que vive inmersa en las realidades del Reino y
espera el futuro de plenitud del mismo.
EL REINO DE DIOS EN LA HISTORIA 29
La irrupción del Reino de Dios no significa el final de la historia. La parábola del sembrador
sigue siendo crucial para la recta comprensión del tema. La semilla se echa en el
transcurso de la historia humana, con todas las limitaciones que ello representa. No
puede, pues, seguirse de ello el abandono de las realidades presentes para ocuparse
únicamente en las últimas cosas de la esperanza escatológica. Por lo menos, no debería
ser así.

El Reino de Dios que ha entrado en la historia se ha asentado en esta creación. Dios es


soberano en ambas esferas: la de la creación y la de la historia. El espacio y el tiempo le
pertenecen. Ya hemos señalado que la soberanía del Señor sobre la creación y sobre el
devenir histórico constituyen sendas manifestaciones del gobierno que ejerce en el
universo, según la enseñanza del A.T. que recoge el Nuevo.

Pero la creación fue sujeta a vanidad (Rom. 8:20 y ss.) y la historia es también el tiempo
en que se lleva a cabo la rebelión del hombre caído. Ahora bien, «habiendo entrado el
Reino de Dios en este mundo —escribe Ridderbos—, hemos de confesar que el mismo ha
sido asaltado por el poder redentor de Dios». ¿Cómo? Mediante una serie de factores
nuevos que precisamente el Reino —o mejor dicho: el Rey— ha introducido entre los
hombres: la acción continuada del Espíritu, la predicación del Evangelio por el mismo
Espíritu, la presencia del pueblo de Dios, el uso que la Providencia amorosamente hace de
todos estos actos de presencia en el mundo, etc.

El Reino llegó con el Rey a esta tierra; la cruz fue levantada sobre este mundo, no en
ninguna otra parte; Cristo fue enterrado aquí y resucitó de una tumba terrena. El poder
de Dios se ha puesto de manifiesto en medio de la historia de los hombres y es este
poder, real y efectivo, lo que constituye la temática de las parábolas del grano de mostaza
y de la levadura. La primera tiene que ver con el poder expansivo del Reino; el grano es
muy pequeño al principio, pero luego crece y se convierte en árbol frondoso; da cobijo y
las gentes buscan su sombra bien-hechora. El Reino, por lo tanto, no se mantiene alejado
del mundo; todo lo contrario: hace su obra en medio de él, intentando iluminarlo y
redimirlo. Busca a todas las gentes y trata de encontrarlas. Sin embargo, el Reino es
también como la levadura que penetra todo y trata de condicionar el conjunto por su
acción penetrante. Esto tiene que ver con la intensidad del Reino: penetra todos los
campos de la vida, se introduce en todas las relaciones. Ahora bien, la historia de esta
penetración tiene sus momentos altos y sus momentos bajos y también puede
comprobarse cómo en unas culturas ha penetrado más y en otras apenas si ha llegado a
dejar sentir su anuncio verbal. En unas esferas ha producido más impacto que en otras y,
como siempre ocurre cuando se proclama el Evangelio, unos le han dado mayor acogida
que otros. Esto vale en el plano individual y en el colectivo, en la vida de los individuos y
en la de los pueblos. No es éste el lugar para hacer historia y aportar ejemplos de lo que
ha hecho el Reino al dejar sentir su influencia. Digamos solamente que la ciencia moderna
—y su secuela: la tecnología— sería inconcebible sin la irrupción de la comunidad
cristiana en el mundo, portadora del mensaje y de la presencia del Reino; digamos,
asimismo, que conceptos como democracia y libertad fueron transformados desde su
pobre origen griego al que en la actualidad les concedemos. Derechos del hombre,
justicia social, emancipación de la mujer, etcétera. Todo ello constituye algo de lo mucho
30
que el Reino ha venido haciendo posible durante los últimos veinte siglos en el plano
secular. Como lo expresa John Howard Yoder: «eso es lo nuevo: la presencia misma de
esta comunidad (cristiana), que tiene las características que señale antes, una manera
nueva de actuar con el dinero, el poder, las distinciones sociales. ¡La misma presencia de
esta comunidad es el cambio! Una civilización que tiene en su seno una comunidad así es
una sociedad cambiada, aunque no lo sienta o no se dé cuenta de ello. Es la presencia de
una alternativa. Aun en los contextos de otras ideologías se reconoce que el elemento
más básico en el cambio social es la presencia de una nueva conciencia, la capacidad de
pensar una nueva alternativa. La presencia del pueblo de Jesús dentro de la sociedad
palestinense, y en seguida dentro del Imperio Romano, es en sí misma una nueva
situación social, y es la contestación más profunda a largo plazo y más eficaz a la
preocupación por el cambio social rápido, básico; cambio con caracterización social».2

Ahora bien, esta presencia del Reino en medio de nosotros ahora, se halla asimismo
condicionada por el futuro. Todavía más, la presencia del Reino se hace sentir con
intensidad y eficacia solamente en la medida en que es impulsada y orientada por la
esperanza escatológica. Es aquí donde la fe cristiana debe salvar el escollo de una
secularización radical —como propugna el humanismo liberal y la teología radical— que
conduciría a identificar el Reino con ciertas ideologías, filosofías, movimientos, modas,
etc. El cristiano puede sentir la misma tentación que los hebreos del tiempo de Samuel:
«querer ser como las demás naciones» (1.a Samuel 8:5, 20) e identificar los deseos de Dios
de que fuera constituida una monarquía (1.a Sam. 8:22) según la Tora con sus propios
deseos de tener un rey como los que tienen los vecinos, sin darse cuenta de que la
voluntad de Dios ponía el énfasis más en el hecho de que el rey fuera leal a la Ley que no
al hecho en sí de la institución monárquica.

Por otra parte, hemos de evitar la confusión de identificar los instrumentos de que Dios
se sirve, a veces, para hacer adelantar su Reino y el Reino mismo. Incluso los efectos de la
presencia del Reino en el mundo no deben siempre confundirse con la presencia misma
del Reino. Ello es así porque tanto el concepto bíblico de la soberanía de Dios como el del
Reino de Dios acaban con todo absoluto meramente humano, sea en el plano ideológico,
político, etc.; el mensaje bíblico desmitifica todos los absolutos y queda como único válido
el del Evangelio del Reino. El cristiano no deberá, pues, jamás prestarse a servir como
instrumento de otros cuyos móviles no son el adelantamiento del Reino, aunque en un
momento dado pudiera parecernos que sus propósitos y los nuestros concuerdan en
algún punto. El estudio, por ejemplo, de la época de Cromwell nos lleva, casi
irresistiblemente, a pensar que todo lo que significó aquel puritano para su país sirvió en
gran medida a la promoción del Reino de Dios entre los pueblos anglosajones; pero ello,

2
John Howard Yoder, artículo «Revolución y ética evangélica», en la revista Certeza, núm. 44, 1971, pp. 104 y
ss. Cf. Progreso, técnica y hombre, por P. Arana (Ediciones Evangélicas Europeas, Barcelona, 1967), en
donde se estudian las aportaciones cristianas —principalmente las reformadas—hechas a la ciencia, la
cultura, las artes, etc,
al mismo tiempo, no nos quita el derecho a la crítica de todo cuanto fue inconsistente en
Cromwell, como no nos autoriza a identificar —de manera absoluta— su gestión con la
del mismo adelanto del Reino en las tierras de habla inglesa. Por otra parte, como escribe
31
Samuel Escobar, «resulta evidente, sin embargo, que una mirada a los 4.000 años
recientes de historia humana y una comparación de las culturas, tratando de seguir el hilo
de la presencia del mensaje bíblico, nos permite ver hasta qué punto ciertos cambios
políticos, determinados por un cambio profundo de mentalidad, han estado vinculados a
la Palabra de Dios».3 He ahí el impacto del Reino.

El mejor antídoto para prevenir las tentaciones de confundir el Reino con cualquier
ideología se halla en la conciencia escatológica del Reino, gobernada por la visión
teocéntrica de un Dios soberano en todas las esferas de la vida y que en las Escrituras
aparece de manera grandiosa e impresionante: «Varones galileos, ¿por qué estáis mirando
al cielo? Este mismo Jesús, que ha sido tomado de vosotros al cielo, así vendrá como le
habéis visto ir al cielo» (Hechos 1:11).

El Reino que inauguró Jesús de Nazaret es el mismo Reino que ha de venir y que está
viniendo. Aquello no fue más que el anuncio, la primera proclamación de lo que en el «Día
del Señor» definitivamente hallará pleno cumplimiento.

El Reino, pues, no puede ser identificado con ninguna ideología. Porque las trasciende a
todas, y en la medida que representa una constante crítica y un perenne acicate de
reforma, en esta medida les hace un servicio.

EL REINO DE DIOS Y LA IGLESIA

La Iglesia es la congregación de todos los que, salidos de las tinieblas, han aceptado el
Evangelio del Reino con fe salvadora; es la asamblea de los que participan en las
bendiciones que el Reino brinda. Lo que el Reino de Dios intenta ser para el mundo, éste
debiera verlo ya en la Iglesia. A las iglesias locales podríamos llamarlas «guerrillas del
Reino», pues ellas confiesan al Rey y desean aprender constantemente de él (Mat. 11:28-
30); han tomado sobre sí el yugo del Reino y tienen que ser la luz del mundo y la sal de la
tierra. La Iglesia es, asimismo, la comunidad de los que esperan la venida del Señor pero
que, en tanto dura la espera, saben tienen que negociar unos «talentos» recibidos con
vistas a su utilización inmediata y cara al futuro al mismo tiempo. La Iglesia recibe su
inspiración del Reino. En todos sentidos se siente orientada por la Revelación y el
progreso del Reino y la esperanza de su venida final en gloria. Pero en ningún momento la
Iglesia puede identificarse totalmente con el Reino. El Reino abarca más que la Iglesia.

El señorío de Cristo abarca todas las esferas de la creación; todo es suyo, todo le
pertenece; de ahí que sea cabeza del universo y cabeza de la Iglesia (Col. 2:20 y 1:18; Apoc.
1:22-27), pero como señala Hans Bürki, «el mundo nunca ha sido llamado cuerpo de Cristo,

3
Samuel Escobar, artículo «La Biblia, fermento de transformación», en la revista Certeza, núm. 43, 1971, pp.
66 y ss.
privilegio que pertenece solamente a la Iglesia (Ef. 1:23)». Si la Iglesia fuera idéntica al
Reino, podría exigir, en el nombre del Rey, el gobierno de todos los aspectos visibles de la
vida social, económica, político, etc. Este fue el punto de vista prevaleciente entre los
32
teólogos católico-romanos en la Edad Media y sirvió de acicate para las pretensiones de
Inocencio III y Bonifacio VIII.

«La enseñanza bíblica es, sin duda, la siguiente —escribe Ridderbos—: Que el Reino de
Dios es el propósito dominante; y el papel de la Iglesia sólo aparece claro a la luz del
Reino de Dios. Podría compararse a dos círculos concéntricos, de los cuales la Iglesia es el
interior, que se halla incluido, gobernado y definido por el círculo más amplio que es el
Reino. La Iglesia tiene su lugar propio en esta economía del Reino de Dios. Es la
representante del Reino de una manera específica y ejemplar. Lo que el Reino de Dios
significa para todo el mundo debe ser visto en la Iglesia. Esta es la distinción y relación
entre la Iglesia y el mundo, entre el círculo más reducido y las más amplias esferas del
Reino.» Y Hans Bürki, comentando estas palabras, añade: «La Iglesia no es el mundo,
porque el Reino de Dios ya está presente en ella. Tampoco es el Reino, porque el Reino no
ha alcanzado todavía en ella su plenitud.»4

El Reino de Dios no se limita a las fronteras de la Iglesia, porque abarca la creación entera.
Por otro 'lado, dentro del mismo pueblo creyente no ha alcanzado todavía su plenitud.
Pero dondequiera que el Evangelio es proclamado y las almas son salvadas, allí Cristo
quiere ser reconocido como supremo sobre todo y sobre todos. Allí, después de la
salvación, los individuos hallan dignidad y libertad y el modo o los modos de existencia
van siendo gradualmente transformados; desaparecen la maldición y el temor de las
fuerzas demoníacas hostiles. Es así como el Reino sigue viniendo hasta nosotros.

El ya citado Hans Bürki resume así la relación entre Iglesia y Reino: «El concepto del Reino
de Dios se desarrolló dentro de la esperanza escatológica judía de que Dios destruiría un
día todos los poderes nocivos, tanto en el cielo como en la tierra, y redimiría a su pueblo,
dentro de un mundo redimido. Jesús hizo de la proclamación del Reino de Dios el punto
central de su predicación, pero la diferencia esencial entre ésta y la escatología judía
estriba en que Jesús enseñó que el Reino había venido juntamente con él, que se hallaba
cercano y que ya estaba empezando.» Ridderbos distingue entre una dimensión intensiva
y otra extensiva del Reino. El elemento intensivo tiene que ser visto en la salvación
presente, o sea: el perdón y la reconciliación del ser humano, que no es asunto del futuro,
sino «una realidad escatológica del presente». El Hijo del Hombre perdona pecados en la
tierra (Marc. 2:10; Luc. 5:24). Doquiera en el mundo donde tenga lugar el perdón de los
pecados, allí está el Reino de Dios, presente sobre esta tierra. Allí la voluntad de Dios es
implantada en el corazón humano por el Espíritu Santo. Pero la dimensión extensiva del
Reino ha de ser vista en su advenimiento futuro. La venida del Reino no es algo sin
relación con el presente. Es un futuro que ya en el presente avanza continuamente hacia
nosotros. Es la realidad de Dios que era, que es y que ha de venir (Apocalipsis 1:8) y su
Reino tiene las mismas características. «En la venida y obra de Cristo —como señala
Ridderbos— los poderes del futuro han entrado en el tiempo presente y están todavía
4
Citado por Hans Bürki, El cristiano y el mundo. Ediciones Evangélicas Europeas, Barcelona, 1971, pp. 38 y ss.
33
entrando.» Cristo es el Señor, el Rey, la vida y el centro del Reino. La amante obediencia a
Cristo es lo que llena a los cristianos de esta adorable seguridad de que los poderes de la
edad futura están ya fluyendo en este mundo de muerte y de pecado como torrentes de
vida, de luz y de salvación. Las aguas vivificantes fluirán de esta manera de lo más íntimo
de cada cristiano y de cada manifestación visible de la Iglesia; esto es una señal presente
del avance del Reino.» 5

El Reino, pues, abarca la totalidad de la acción de Dios en el mundo, mientras que la


Iglesia es la asamblea de los que ya son de Cristo. Vivimos en el «ínterin», entre las dos
grandes épocas de la manifestación del Reino. La resurrección de Cristo arroja luz a
ambos lados, al pasado y al futuro. Es la prueba de lo que ha ocurrido ya y la garantía de lo
que acontecerá en el futuro. Aquí tenemos la explicación de que se alternen los tiempos
«presente» y «futuro» en el lenguaje evangélico del Reino, para expresar la presente
situación paradójica del «ya y todavía no del Reino». Vivimos, como Iglesia, con los
talentos que Dios nos ha dado para ser usados aquí y ahora; tenemos la responsabilidad
de ser sal y luz del mundo, pero vivimos también cara al futuro, esperando la
manifestación plena del Señor y preguntándonos: « ¿Me hallará fiel el Señor cuando
venga? ¿Se agradará de mi trabajo realizado con sus dones?

Como las vírgenes prudentes de la parábola del Señor, hemos de tener las lámparas
encendidas, a punto siempre, para iluminar con su luz las realidades terrenas y también
para salir al encuentro de Jesucristo. De ahí que la Iglesia —nosotros— anticipa el Reino
en el mundo y su Evangelio es el Evangelio del Reino.

CAPITULO 8: EL ETERNO HA HABLADO

«Escuchad y oíd; no os envanezcáis, pues el Eterno ha hablado.» (Jer. 13:15) «Palabra de


Jehová que vino a Jeremías, diciendo: »Oíd las palabras de este pacto, y hablad a todo
varón de Judá, y a todo morador de Jerusalén. »Y les dirás tú: Así dijo Jehová Dios de
Israel: Maldito el varón que no obedeciere las palabras de este pacto, el cual mandé a
vuestros padres el día que los saqué de la tierra de Egipto, del horno de hierro,
diciéndoles: Oíd mi voz y cumplid mis palabras, conforme a todo lo que os he mandado; y
me seréis por pueblo y yo seré a vosotros por Dios; para que confirme el juramento que
hice a vuestros padres, que les daría la tierra que fluye leche y miel, como en este día.

»Y respondí y dije: Amén (así sea), oh Jehová. »Y Jehová me dijo: Pregona todas estas
palabras en las ciudades de Judá y en las calles de Jerusalén, diciendo: Oíd las palabras de
este pacto, y ponedlas por obra. Porque solemnemente protesté a vuestros padres el día
que les hice subir de la tierra de Egipto, amonestándoles desde temprano y sin cesar
hasta el día de hoy, diciendo: Oíd mi voz. Pero no oyeron, ni inclinaron su oído, antes se
fueron cada uno tras la imaginación de su malvado corazón; por tanto, traeré sobre ellos
todas las palabras de este pacto, el cual mandé que cumpliesen y no lo cumplieron.

5
Ibíd.
»Y me dijo Jehová: Conspiración se ha hallado entre los varones de Judá y entre los
moradores de Jerusalén. Se han vuelto a las maldades de sus primeros padres, los cuales
34
no quisieron escuchar mis palabras, y se fueron tras dioses ajenos para servirles; la casa
de Israel y la casa de Judá invalidaron mi pacto, el cual había yo concertado con sus
padres.

»Por tanto, así ha dicho Jehová: He aquí yo traigo sobre ellos mal del que no podrán salir,
y clamarán a mí y no los oiré. E irán las ciudades de Judá y los moradores de Jerusalén y
clamarán a los dioses a quienes queman ellos incienso, los cuales no los podrán salvar en
el tiempo de su mal. Porque según el número de tus ciudades fueron tus dioses, oh Judá;
y, según el número de tus calles, oh Jerusalén, pusiste los altares de ignominia, altares
para ofrecer incienso a Baal. Tú, pues, no ores por este pueblo, ni levantes por ellos
clamor ni oración; porque yo no oiré en el día que en su aflicción clamen a mí. ¿Qué
derecho tiene mi amada en mi casa, habiendo hecho muchas abominaciones? ¿Crees que
los sacrificios y las carnes santificadas de las víctimas pueden evitarte el castigo? ¿Puedes
gloriarte de esto? Olivo verde, hermoso en su fruto y en su parecer, llamó Jehová tu
nombre. A la voz de recio estrépito hizo encender fuego sobre él, y quebraron sus ramas.
Porque Jehová de los ejércitos que te plantó ha pronunciado mal contra ti, a causa de la
maldad que la casa de Israel y la casa de Judá han hecho, provocándome a ira con
incensar a Baal» (Jeremías 11: 1-17).

Ingrata tarea la del profeta Jeremías: predicar a un pueblo que estaba orgulloso de su
tradición religiosa y que, al mismo tiempo, hacía oídos sordos al claro mensaje de la
Palabra de Dios.

Israel y Judá, en las páginas del Antiguo Testamento, son como un espejo en el que
pueden mirarse todos los demás pueblos de la tierra. Porque la palabra que les vino de
parte de Jehová también va dirigida a los demás hombres y mujeres de todas las naciones
y de todos los tiempos.

Dios ha dejado oír su Palabra y nos invita, amorosamente, con paciencia infinita, a que nos
volvamos a él. Por medio del mismo profeta, la invitación del Señor viene con inequívocos
acentos:

LA INVITACIÓN DE DIOS (CF. JEREMÍAS 13:15-17, 23-28)

¿Qué características tiene esta invitación?

1. Es una invitación a escuchar la Palabra de Dios «Escuchad y oíd; no os envanezcáis,


pues Jehová ha hablado» (v. 15).
2. Es una invitación a buscar la luz de Dios en tanto queda tiempo para ello (v. 16),
«antes que haga venir tinieblas, y antes que vuestros pies tropiecen en montes de
oscuridad, y esperéis luz y os la vuelva en sombra de muerte».
3. Es una invitación a dejar la vanidad y la soberbia «Mas si no oyereis esto, en
«No os envanezcáis», porque:
a. La soberbia os llevará a la cautividad y a la esclavitud (v. 17).
35
secreto llorará mi alma a causa de vuestra soberbia» (v. 17; cf. versículos 23-28).

b. La soberbia y la vanidad de nuestra generación —viviendo, pensando y


sintiendo de espaldas a Dios— nos arrastra a múltiples esclavitudes y,
finalmente, a la perdición eterna.
c. La soberbia es impotente: « ¿Mudará el etíope su piel, y el leopardo sus
manchas? »Así también, ¿podréis vosotros hacer el bien, estando
habituados a hacer el mal?» (v. 23). El destino no está en nuestras manos.
No nos engañemos; sólo si nos entregamos a la voluntad divina podremos
albergar alguna esperanza para el futuro.
d. La soberbia conduce a la alienación más absoluta: «Esta es tu suerte, la
porción que yo he medido para ti —dice Jehová—, porque te olvidaste de
mí y confiaste en la mentira... y se manifestará tu ignominia, tus adulterios,
tus relinchos, la maldad de tu fornicación sobre los collados» (vs. 25-27).

¿Dónde están las promesas del siglo de las luces? ¿Qué se ha hecho de su optimismo? « ¡Ay
de ti, Jerusalén! ¿No serás al fin limpia? ¿Cuándo tardarás tú en purificarte?» (Versículo 28).

Este « ¡Ay!» del profeta podría ser dicho de cada nación y de cada individuo, hoy también.

LA RESPUESTA DEL PUEBLO (CF. JEREMÍAS 11:1-17)

Los primeros 17 versículos del capítulo 11 de Jeremías, reproducidos al comienzo del


capítulo, constituyen un ejemplo elocuente de la clase de respuesta que el hombre suele
dar a Dios —bien sea hace dos mil años o ahora mismo— en todas las latitudes. ¿Cuáles
son las características de esta respuesta?

1. Es una respuesta a la Palabra de Dios (vs. 2-8). Lo queramos o no, de buen grado o
de mal grado, el encuentro con Dios es inevitable. No podemos eludirlo. Vivimos
delante de Dios, tanto si lo re-conocemos como si nos empeñamos en negarlo.
Toda nuestra vida es una respuesta a Dios; res-puesta impía o respuesta de fe y
amor, respuesta creyente o blasfema, pero siempre respuesta dada a Dios.
2. Es una respuesta de incredulidad y de indiferencia (vs. 9-10) Así es en la mayoría de
los casos. O mejor dicho: siempre, a menos que la gracia divina intervenga y obre
en nuestra vida. Calvino tenía razón, «el corazón humano es una fábrica constante
de ídolos»: «se fueron cada uno tras la imaginación de su malvado corazón» (v. 8).
3. Es una respuesta idolátrica (vs. 11-13) «Según el número de tus ciudades fueron tus
dioses... y según el número de tus calles pusiste los altares...» (v. 13).
4. Es una respuesta presuntuosa (vs. 16, 17) ¿No somos muy religiosos? ¿No somos
mejores que los ateos y los impíos que blasfeman el nombre de Dios? ¿No nos
debe el Señor alguna recompensa en premio a nuestra religiosidad...? Así solemos
pensar nosotros. Pero la respuesta de Jehová es muy clara: « ¿Qué derecho
tiene...?» (v. 15).
En el versículo 17 —como en tantos otros textos bíblicos— resplandece la maravillosa 36
armonía del amor justo y la justicia misericordiosa de Dios: « ¿Qué derecho tiene mi amada
en mi casa...?» Todavía es su «amada», pese a «las muchas abominaciones» con que se ha
contaminado. Dios viene a buscarnos y a salvarnos en el mismísimo lugar, en la situación
peculiar y concreta, en que nos hallemos cada uno. Y, pese a nuestra indignidad, nos
llama sus amados. «De tal manera amó Dios al mundo...» (Juan 3:16).

«Olivo verde, hermoso en su fruto y en su parecer, llamó Jehová tu nombre» (v. 16). ¡Qué
bella descripción de los propósitos de Dios para el hombre!

Pero Dios no puede pasar por alto las exigencias de su justicia. No puede llamar blanco lo
que es negro.

La respuesta del pueblo incrédulo se hace acreedora de la justa condenación del Señor:
Porque el mismo Jehová que te plantó ha pronunciado mal contra la casa rebelde (v. 17).
Este es el sino de cuantos son indiferentes o se levantan contra la Palabra de Dios.

¿QUÉ RESPUESTA DA NUESTRO PUEBLO A LA PALABRA DE DIOS?

La mayoría de las veces, una respuesta folklórica que expresa toda la superficialidad de la
fe de las masas.

Religiosidad cómoda que se ha librado del escándalo de la cruz y de las exigencias de la


conversión y el «nuevo nacimiento» que hasta ignora en su sentido y alcance.

Religiosidad que no pasa de ser un «adorno» más para nuestras fiestas, para nuestras
celebraciones. Un poco de religión, la necesaria e inevitable para colorear con ribetes
«cristianos» nuestras modas y modos. Pero no pasamos de ahí.

¿Y la renovación bíblica? Se multiplican las ediciones, las traducciones y las versiones de la


Biblia. Todo el mundo tiene «idea» de lo que es la Sagrada Escritura. Muchos adquieren
una buena edición que venga a enriquecer sus estanterías, junto al Quijote. Pero ¿qué de
la mentalidad bíblica orientando nuestras creencias y nuestras vivencias?

¿Cuántos de los que compran ejemplares del Nuevo Testamento o de la Biblia los leen y
los meditan como alimento indispensable del espíritu?

¿Hasta dónde afecta la renovación —o lo que se tiene por tal— del cristianismo
contemporáneo, toda esta proliferación de textos bíblicos? ¿Arranca de la Palabra de
Dios, verdaderamente, todo lo que hoy se tiene por renovación cristiana? ¿Es la Palabra
de Dios el impulso de las pretendidas reformas o reformismos modernos, o una simple
referencia que, ocasionalmente, se cita cuando interesa a otras ideologías que se sirven
—sin servirlo— del mensaje evangélico?

Cristianismo folklórico, de decoración, de festividades y de rutina; cristianismo


sentimentalidad. Mas ¡qué poco cristianismo bíblico vemos a nuestro alrededor! 37
EL JUICIO Y LA GRACIA DE DIOS (CF. JEREMÍAS 16 Y 17)

No encontraremos el camino de la salvación si antes no estamos dispuestos a recorrer la


senda del juicio divino que nos lleva al arrepentimiento.
Tal es el mensaje de Dios por boca de Jeremías:

1. El juicio de Dios sobre el pecado (Jer. 16:10-12)


a. Sobre el pecado de la ceguera espiritual. ¿Cinismo? ¿Desfachatez? No,
ceguera espiritual que nos hace caer en los mayores absurdos e
inconsecuencias (v. 10-11 y v. 12: «vosotros habéis hecho peor que vuestros
padres... camináis cada uno tras la imaginación de su malvado corazón»).
b. Sobre el pecado de idolatría (v. 11). El hombre es capaz de seguir cualquier
sugerencia, por descabellada que sea, caer en la idolatría más grosera,
antes que escuchar la Palabra de Dios.
c. Sobre la incredulidad.
2. El juicio de Dios conlleva una gracia «No obstante...» (v. 16), esta expresión
introduce una dimensión de esperanza para cuantos acudan al nuevo llamamiento
del Señor con:
a. Verdadero arrepentimiento (vs. 19-21) y confesión del pecado.
b. Verdadero reconocimiento de la gran salvación de Dios (Jer. 17:1, 5-11) y su
derecho al señorío en nuestras vidas.
c. Verdadero clamor de conversión: « ¡Oh Jehová, esperanza de Israel!; todos
los que te dejan serán avergonzados; y los que se apartan de ti serán
escritos en el [polvo, porque dejaron a Jehová, manantial de aguas vivas.
Sáname, oh Jehová, y seré sano; sálvame y seré salvo; porque tú eres mi
alabanza... ¿Dónde está la Palabra de Jehová? ¡Que se cumpla ahora!» (Jer.
17:13-15)

Si tan sólo esta oración pudiera brotar de los labios del hombre moderno, habría
esperanza de salvación para nosotros. Entonces viviríamos la experiencia maravillosa del
profeta Jeremías:

«Fueron halladas tus palabras; y tu Palabra me fue por gozo y por alegría de mi corazón;
porque tu nombre se invocó sobre mí, oh Señor.» (Jer. 15:16)

Pero aunque nadie quiera responder con fe salvadora al mensaje del amor de Dios;
aunque —al igual que en tiempos de Jeremías— la mayoría rechace el amoroso
llamamiento de la Palabra divina, si tú y yo los aceptamos veremos transformadas
nuestras vidas; si nuestra generación —como la del gran profeta— no quiere salvarse con
nosotros, nosotros seremos salvos sin ella. En medio de la oscuridad reinante, tendremos
la luz; frente a la confusión y la frustración imperantes, la Palabra del Señor nos será por
gozo y por alegría del corazón.
CAPITULO 9: ¿QUE HAREMOS?

Sepa, pues, ciertísimamente toda la casa de Israel, que este Jesús que vosotros
38
crucificasteis, Dios ha hecho Señor Cristo. Entonces, oído esto, fueron compungidos de
corazón y dijeron a Pedro y a los otros apóstoles: Varones hermanos, ¿qué haremos? Y
Pedro les dice: Arrepentíos y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo
para perdón de los pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo. Porque para vosotros es
la promesa y para vuestros hijos y para todos los que están lejos; para cuantos el Señor
nuestro Dios llamare.» (Hechos 2:36-39)

Dios ha usado siempre la doctrina de Jesús crucificado para convertir a los pecadores.
Aún más: podemos decir que no se ha servido de ninguna otra doctrina para tal fin.

El terror del monte Sinaí ha sido empleado —y debe serlo también en nuestros días—
para despertar a los hombres del sueño fatal en que duermen, indiferentes e insensibles
al estado de perdición en que se encuentran; pero es la gracia que fluye del monte
Calvario la que tiene poder único para atraer y cautivar a las almas. El trueno del Sinaí
abrirá nuestros ojos a la realidad de nuestra situación desesperada, pero sólo la sangre
que mana de la cruz podrá librarnos de nuestra situación y nuestra desesperación. Ya en
los tiempos del Antiguo Testamento, cuando estas verdades eran proclamadas por medio
de símbolos y ceremonias típicas, los creyentes se sobrecogían al considerar la gracia de
Dios y prorrumpían en exclamaciones de alabanza agradecida (Isaías 54:17; 57:12). Y tan
pronto como, por medio de los apóstoles de Cristo, el Evangelio de la gracia fue
anunciado en toda su plenitud en Jerusalén, muchos miles se sintieron cautivados por él y
rindieron sus vidas al Señor y Salvador Jesucristo.

Podemos ver la manera cómo obró el Evangelio en el texto de Hechos 2:36-39, arriba
citado. San Pedro había acusado a sus oyentes de deicidio: eran culpables del más
horrendo crimen que vieron los siglos, la crucifixión de Cristo. «A éste, entregado por el
determinado consejo y anticipado conocimiento de Dios, prendisteis y matasteis por
manos de inicuos, crucificándole» (v. 23). Pero «sepa ciertísimamente toda la casa de
Israel, que a este Jesús a quien vosotros crucificasteis, Dios le ha hecho Señor y Cristo», el
Mesías, el Ungido para ser Salvador del mundo (v. 36). Entonces, al término del mensaje
de Pedro, los que le escuchaban «se compungieron de corazón y dijeron a Pedro y a los
otros apóstoles: «Varones hermanos, ¿qué haremos?» (v. 37). Algo maravilloso ocurrió
entonces en toda aquella multitud y como respuesta a la Palabra de Dios que les había
sido anunciada.

Compungidos de corazón, con plena convicción de pecado, preguntaron qué tenían —o


mejor dicho: qué podían hacer—. Y por boca de Pedro, la respuesta divina fue veloz
portadora de su salvación.

LA PREGUNTA DEL PENITENTE

«Varones hermanos, ¿qué haremos?» (v. 37). En esta pregunta de los que tenían que ser
los primeros convertidos cabe destacar:
1. Una profunda contrición «Fueron compungidos de corazón», con un sincero
39
reconocimiento de su pecado por la horrible culpa de haber crucificado al Señor.
También nosotros debemos llegar al mismo punto de contrición y convicción de
pecado si de veras que-remos ser salvos, si de veras hemos de serlo. También
nosotros hemos de ver nuestros pecados aplastando a Cristo, nuestros pecados
como la causa y la explicación del porqué Jesús fue a la cruz (Isaías 53:4, 5).
Tenemos que admitir nuestra culpa por haber crucificado a Cristo una y mil veces
por nuestro apego al pecado y nuestra continua preferencia por los caminos de la
iniquidad (Heb. 6:4, 6). Vemos asimismo en la actitud de aquellos judíos:
2. Una extrema preocupación por su salvación Nada llenaba tanto sus corazones,
nada les preocupaba más, nada era más importante que el llegar a conocer el
camino de salvación. Todos tenían sus ocupaciones, sus deberes familiares y
sociales, y la vida no debía ser fácil para ellos; problemas económicos, dificultades
con las autoridades romanas; sin embargo, nada era tan urgente ni de tan extrema
necesidad como el conocimiento de su salvación. ¿De qué aprovechará al hombre
ganar el mundo si pierde su alma? Todo puede —y debe— ceder el lugar al
problema número uno de nuestra existencia: «¿Qué es menester que yo haga para
ser salvo?» «Varones hermanos, ¿qué haremos?» Tan sincera y real era esta
preocupación que, naturalmente, iba acompañada de: Una perfecta disposición
para aceptar las condiciones de Dios.
3. Esta es una de las señales inequívocas de la verdadera penitencia: estar dispuesto
a someterse a los planes de Dios, sean éstos los que sean. No querer inventar un
camino de salvación propio, a nuestro gusto, según nuestras preferencias. No
podemos discutir con Dios, no tenemos, por lo tanto, que disputar sobre sus
condiciones como si fueran demasiado humillantes o severas. El corazón
verdaderamente arrepentido está presto a dejarse salvar por Dios de la manera
que Dios quiera, como quiera y cuando quiera; es decir: está determinado a
aceptar las condiciones prescritas por el Evangelio.

La mejor manera de saber si tu interés por la verdad de Dios es sincero, es examinarlo a la


luz de esta reacción de los oyentes de Pedro. Muy superficial será tu anhelo de conocer a
Dios y ser salvo si en él no brillan estas señales del verdadero arrepentimiento que se
dieron entre la multitud que escuchaba a los apóstoles en Pentecostés. La prueba de la
penitencia y la contrición auténticas se echa de ver siempre por la manifestación de estas
señales inequívocas.

De ahí que la pregunta penitencial dirigida a Pedro tuvo una respuesta; la pregunta no fue
hecha en vano, surgió de lo más íntimo del corazón de los judíos congregados ante los
apóstoles, y Dios la respondió.

LA RESPUESTA DEL EVANGELIO

La contestación que por medio de su siervo Dios brindó a las almas «compungidas de
corazón», contritas y humilladas ante él, contiene una indicación precisa y una promesa
confortadora: 40
1. Una dirección precisa. «Arrepentíos» (v. 38), les dijo Pedro. El arrepentimiento
equivale a un cambio de mente. Hasta entonces, la mayoría de aquellas gentes
habían tenido a Cristo por un impostor y le habían crucificado como a tal. Mas a
partir de aquel momento se daban cuenta de que Jesús de Nazaret era su Mesías
verdadero; aún más: debían confiar en los méritos de su muerte expiatoria como
único camino de salvación, debiendo buscar el perdón de sus pecados en él,
solamente en él; además, debían bautizarse en su nombre, «en el nombre de
Jesucristo», antes tan despreciado y ultrajado, y tenían que pasar a ser sus fieles
discípulos. Esta es la dirección que el Evangelio nos ofrece también a nosotros.
También tú, querido lector, has tenido como poco interesante para llamar tu
atención todo lo que concierne a Cristo. Tal vez no le hayas despreciado de
palabra como habían hecho los verdugos del Señor, pero lo has despreciado con
tu actitud indiferente, con tus hechos, con toda tu vida ajena a los caminos de
Dios. Cuando el Evangelio te dice: «Arrepiéntete», también te dice que debes
cambiar de actitud; que tu vida debe dar un giro completo, una vuelta radical. El
Señor y Salvador debe «ser precioso para nosotros», «señalado entre diez mil»,
según expresión de Cantares. Tenemos que renunciar a todo sistema que
pretenda hacernos llegar a Dios por la vía de nuestras propias capacidades o
habilidades; hemos de someternos a las condiciones del Evangelio, a la dirección
tan llana y sencilla que formula Pedro aquí: «Arrepentíos.» Hemos de darnos al
Señor, tenemos que entregarnos a él sin reservas, mediante una fe viva y
profundamente sincera; hemos de hacer un pacto con él, aceptando toda su
misericordia, su perdón, su gracia y eterna bendición, y hemos de entregarle toda
nuestra vida, con sus imperfecciones, pecados y miserias, para que él la tome y la
transforme según su voluntad. Hemos de unirnos al pueblo de Dios, su Iglesia, y
hemos de confesarle tanto en ella como en el mundo mediante nuestras palabras
y nuestra conducta, en medio de un mundo hostil e impío. ¿Estás dispuesto a hacer
todo esto, querido amigo que lees? La respuesta del Evangelio, la contestación de
Dios a la preocupación del alma penitente encierra también:
2. Una promesa confortadora «Recibiréis el don del Espíritu Santo» (v. 38), les
asegura el apóstol. No creemos se trate aquí de los poderes maravillosos que el
Espíritu Santo repartía a los creyentes en aquellos primeros días de la Iglesia y que
eran necesarios para cimentar adecuadamente el fundamento apostólico de la
misma (Efesios 2:20). En realidad, como nos enseña Efesios 1:13, la promesa del
Espíritu Santo va dirigida a todos los creyentes de todos los tiempos. Aquí se nos
habla, pues, del don del Espíritu Santo prometido a todo cristiano como Agente
santificador de su vida. Todos los cristianos necesitamos igualmente al Espíritu del
Señor. Sin él no seríamos cristianos; lo necesitamos para que nos instruya y nos
guíe a toda verdad, para que nos fortalezca frente al mundo y nuestras propias
inclinaciones pecaminosas; lo necesitamos para que nos consuele en nuestras
aflicciones, para que renueve la imagen de Dios en nosotros —estropeada por el
pecado—, y para que nos haga aptos para toda bendición espiritual. La alta
vocación a la que es llamado todo cristiano es tan sublime, tan perfecta, que su
sola consideración puede desalentar al penitente sincero que sabe cuán débil y
cuán torpe es. De aquí que Pedro crea un deber el anunciarles que no van a estar
solos, que recibirán el Consolador (Juan 16), el mismo Espíritu de Cristo, como un
41
don, una gracia más de la misericordia infinita de Dios. No hay lugar al desaliento:
«Si Dios con nosotros —y en nosotros—, ¿quién contra nosotros?» La promesa del
Espíritu es también para ti, querido lector, si crees en Cristo. Es la promesa una
buena nueva también para todos cuantos acepten a Cristo como Salvador (Isaías
44:3); forma parte indisoluble del maravilloso plan de salvación ideado por el Dios
Trino para salvar a los pecadores (Isaías 59:21). Estaba contenida en la promesa
hecha a Abraham, fue adquirida por Cristo en favor de la simiente espiritual del
patriarca y es otorgada a todo aquél que cree, sin distinción (Juan 7:37-39; Gálatas
3:14). ¿Qué más necesitamos? ¿Qué mayor consuelo puede ofrecernos Dios? ¿Te
sientes culpable ante la santidad perfecta del Señor? La sangre de Cristo te limpia
de todo pecado. ¿Sientes la repugnancia de tu suciedad moral y espiritual? El
Espíritu Santo se halla presto a realizar en ti su obra purificadora y santificadora. El
Espíritu Santo viene a los creyentes para morar en ellos, escogiéndolos como
templos y perfeccionando en ellos la buena obra comenzada. Este Espíritu te es
también ofrecido a ti, la promesa es para ti. Y se cumplirá en ti si realmente buscas
misericordia en Cristo solamente.

¿QUÉ HAREMOS?

«¿Qué haremos?» Fue la pregunta de los oyentes del apóstol en Pentecostés. Acaso sea
también, por la gracia de Dios, tu pregunta ahora.

La respuesta apostólica es clara. No pienses que tú, al fin y al cabo, ya tienes tu religión y
siempre has creído de alguna manera en Cristo. También los judíos tenían su religión —
aún más: la suya era la religión verdadera en aquellos siglos, pues era la única que
esperaba al Mesías Salvador—; sin embargo, toda su religiosidad no les sirvió para nada.

Como ellos, tú también debes echar en olvido cualquier pretensión de religiosidad como
si la misma te excusara de contarte entre el número de penitentes que buscan salvación.
Tú eres pecador, estás perdido, y si no aceptas a Cristo en tu corazón, sometiéndote a su
Evangelio de manera incondicional, te condenarás eternamente.

«¿Qué haremos...? Arrepentíos... en el nombre de Jesucristo, para perdón de los pecados,


y recibiréis el don del Espíritu Santo» (Hechos 2:37, 38).

EXPOSICION DEL EVANGELIO. EL MENSAJE QUE PROCLAMA LA


CRISTIANDAD EVANGÉLICA

1. AQUI VA LA RESPUESTA, José Grau ¿Por qué existen tantas religiones? ¿Por qué
permite Dios el mal? ¿Qué es la Biblia? ¿Quién mató a Cristo? ¿Qué es el Evangelio?
2. BUENAS NOTICIAS, José Grau. Una serie de mensajes evangelisteros proyectados
sobre el fondo de la actualidad.
3. CONVERSION O PERDICION, José Grau. Un estudio bíblico de la verdadera
42
naturaleza de la conversión cristiana; sus causas, sus características, sus frutos y su
necesidad.
4. EL A B C DEL EVANGELIO. Selección de los mejores textos catequéticos, fiel
exponente de la fe cristiana protestante evangélica.
5. EL CRISTIANO, ESE DESCONOCIDO, José Grau. Más de 800 millones de
personas en el mundo declaran ser cristianas, pero ¿saben siquiera —la mayoría— lo
que significa ser cristiano?
6. LA BIBLIA DICE..., José M. Martínez. Una presentación vigorosa, amena y
profunda de las grandes doctrinas de la Biblia que muestra, al mismo tiempo, la clase
de mensaje que proclama la Cristiandad Evangélica española.
7. LA OTRA VIOLENCIA, José Grau. Nuestra época de violencias, de jóvenes airados,
de tumultos y protestas de toda índole, debe escuchar también el mensaje que sólo
"los valientes arrebatan" y sufrir el impacto de "la violencia de Dios". Un libro
profusamente ilustrado, ideal para testificar ante los jóvenes y las gentes de
mentalidad moderna.
8. QUE ES LA VERDAD, José Grau. La pregunta que un día formulara Pilato, centra
la problemática fundamental de la religión.
9. UNA RESPUESTA EVANGELICA, José Grau (¿Para qué el cristianismo? ¿Qué
creen los evangélicos? ¿Cuál es su actitud frente a María? ¿Son incompatibles la
ciencia y la Biblia? Etc.)
TABLA DE CONTENIDO 43
PROLOGO................................................................................................................................................ 3
CAPITULO 1: ¿HA HABLADO DIOS? ........................................................................................................ 3
CAPITULO 2: CARTA A UN ATEO............................................................................................................ 5
YO TAMPOCO CREO ........................................................................................................................... 5
¿NO DEBE EXISTIR DIOS?.................................................................................................................... 6
EL LIBRO QUE REVELA A DIOS .......................................................................................................... 6
EL DIOS QUE HA MUERTO Y EL DIOS VIVO ...................................................................................... 7
BIBLIOGRAFÍA .................................................................................................................................... 9
CAPITULO 3: LAS CREDENCIALES DE DIOS ........................................................................................... 9
LAS PROFECÍAS MESIÁNICAS: UNA CREDENCIAL MARAVILLOSA................................................ 11
ALGUNAS PROFECÍAS MESIÁNICAS................................................................................................ 12
LOS HOMBRES HABLARON SIENDO INSPIRADOS ......................................................................... 14
ESTAS COSAS SE HAN ESCRITO PARA ............................................................................................ 15
CAPITULO 4: NUESTRA COMUNIÓN (EL MINISTERIO ÚNICO DE LOS APÓSTOLES) ....................... 16
BIBLIOGRAFÍA .................................................................................................................................. 19
CAPITULO 5: AMOR SIN MEDIDA ........................................................................................................ 19
CRECIÓ EL PECADO PERO SOBREPUJÓ LA GRACIA ....................................................................... 19
EL PODER DE LA PALABRA DE DIOS ............................................................................................... 20
CAPITULO 6: LA IGLESIA: UNA COMUNIDAD DE FE Y AMOR ............................................................ 20
CAPITULO 7: EL PROYECTO DE DIOS: SU REINO ................................................................................ 23
EL REINO DE DIOS EN EL NUEVO TESTAMENTO ............................................................................ 24
El aspecto presente del Reino ..................................................................................................... 25
El aspecto futuro del Reino.......................................................................................................... 26
La triple dimensión del Reino ...................................................................................................... 27
EL REINO DE DIOS EN LA HISTORIA ................................................................................................ 29
EL REINO DE DIOS Y LA IGLESIA ...................................................................................................... 31
CAPITULO 8: EL ETERNO HA HABLADO .............................................................................................. 33
LA INVITACIÓN DE DIOS (CF. JEREMÍAS 13:15-17, 23-28) ................................................................ 34
LA RESPUESTA DEL PUEBLO (CF. JEREMÍAS 11:1-17) ...................................................................... 35
¿QUÉ RESPUESTA DA NUESTRO PUEBLO A LA PALABRA DE DIOS?............................................. 36
EL JUICIO Y LA GRACIA DE DIOS (CF. JEREMÍAS 16 Y 17) ............................................................... 37
CAPITULO 9: ¿QUE HAREMOS?............................................................................................................ 38
LA PREGUNTA DEL PENITENTE ....................................................................................................... 38
LA RESPUESTA DEL EVANGELIO ..................................................................................................... 39
44
¿QUÉ HAREMOS? .............................................................................................................................. 41

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