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Tema 6. El periodo de las Regencias (1833-1843).

El carlismo
y las guerras carlistas.

1.- El carlismo y la I Guerra Carlista


Tras la muerte de Fernando VII, su hermano don Carlos se niega a reconocer la
legitimidad de la princesa Isabel, y desde su exilio en Portugal proclama sus derechos
dinásticos en el Manifiesto de Abrantes (X/1833). A los pocos días es reconocido
como rey en Bilbao y Álava, se autoproclama Carlos V, mientras surgen partidas
carlistas por todo el país.

El carlismo es un fenómeno político y social en el que se oculta el enfrentamiento


entre dos conceptos distintos de organizar un Estado: la monarquía constitucional de
corte liberal, defendida por los partidarios de María Cristina (partido cristino), y la
monarquía tradicional absolutista que defendían los carlistas.

Detrás de los seguidores de don Carlos, que fueron a la guerra bajo el lema “Dios,
Patria, Rey y Fueros”, se alineaban los defensores del Antiguo Régimen: parte de la
nobleza y miembros ultraconservadores de la administración y el Ejército; sectores
importantes del clero (perjudicados por las expropiaciones que propugnaba el régimen
liberal); la mayoría del campesinado, reacio a cualquier cambio y bajo la influencia
ideológica de los curas rurales; importantes sectores del artesanado, temerosos de las
reformas liberales,... Así, el carlismo encontró sus principales apoyos sociales en las
zonas rurales, entre los pequeños propietarios, jornaleros y pequeños artesanos (a
quienes la construcción del sistema liberal condenaba a una proletarización
irremediable, por lo que también se piensa que el carlismo es una nueva edición de la
tradicional lucha entre el campo y la ciudad). La lucha dinástica no fue más que un
pretexto utilizado para un alzamiento que se hubiera producido más pronto o más tarde
por estos condicionantes.

Geográficamente, el carlismo triunfó sobre todo en las zonas rurales, especialmente


el País Vasco y Navarra, que temían que el triunfo del liberalismo implicara la
abolición de sus fueros históricos (exención de impuestos, autonomía de los municipios,
la exención del servicio militar y la existencia de tierras comunales para los campesinos
pobres sin tierras). También contaron con el apoyo de una buena parte del campesinado
del interior de Cataluña, Galicia y el Maestrazgo aragonés y valenciano. En el
exterior, Estados absolutistas como Rusia, Austria y Prusia apoyaron el movimiento
carlista, aunque más moralmente que otra cosa.

Por su parte, el bando cristino contaba con apoyos más variados. Se unieron a él los
sectores moderados y parcialmente reformistas del absolutismo, encabezados por el jefe
de gobierno, Cea Bermúdez; los liberales moderados, los progresistas e incluso los
revolucionarios, que veían en el apoyo a la regente la única posibilidad de transformar
el país. Socialmente contaban también con el apoyo de la mayor parte del Ejército y de
los altos cargos de la Administración, las altas jerarquías de la Iglesia, clases medias
urbanas, los escasos obreros industriales y los campesinos del Sur (menos influenciado
por la Iglesia). Exteriormente, el bando cristino contó desde el principio con el
reconocimiento y apoyo diplomático y militar de Portugal, Inglaterra y Francia.

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Militarmente, la I Guerra Carlista (1833-39) puede dividirse en tres fases:

• 1ª fase (1833-35): se abre con algunas victorias iniciales carlistas gracias a la


labor del general Zumalacárregui, y se cierra con el infructuoso asedio sobre
Bilbao, donde muere Zumalacárregui, lo que posteriormente se demostró como
una gran pérdida para la causa carlista.

• 2ª fase (1835-37): coincide con el momento más revolucionario y crítico en el


bando cristino. Los carlistas, concentrados en las zonas rurales vasco-navarras,
el Maestrazgo y la Cataluña central, deciden salir de su aislamiento organizando
varias expediciones militares hacia el Sur y el Oeste que recorrieron el territorio
cristino sin apenas encontrar adhesión popular, sobre todo en las ciudades,
mientras que el ejército cristino era incapaz de presentar una oposición eficaz.
La más importante de ellas fue la Expedición Real (1837), dirigida por el
propio don Carlos desde el Maestrazgo hasta Madrid, ciudad que no llegó a caer
a pesar de estar prácticamente desguarnecida porque don Carlos intentó pactar
con la regente y perdió un tiempo precioso, de tal forma que cuando se quiso
iniciar el ataque el ejército carlista, agotado, debió retirarse hacia el Norte. Lo
que si quedó claro era el escaso apoyo de la causa carlista al sur del Ebro.

• 3ª fase (1837-39): a pesar de mantenerse en las provincias vascas y obtener


algún éxito aislado en el Maestrazgo (donde destaca la actuación del general
Ramón Cabrera), los carlistas no cuentan con suficientes recursos para ganar la
guerra, ni tampoco los cristinos. El agotamiento de ambos bandos fuerza la
necesidad de negociar la paz. El 31/VIII/1839 los generales Espartero y
Maroto firman el Convenio de Vergara, donde los carlistas se rinden a
condición de que se mantuvieran los fueros vasco-navarros, integración de los
militares carlistas en el Ejército, ausencia de represalias posteriores,… El
pretendiente don Carlos se sintió traicionado por Maroto y no aceptó el acuerdo.
Sólo se mantuvo la resistencia carlista en el Maestrazgo a cargo del general
Cabrera (mayo de 1840). Finalmente don Carlos se exilió a Francia y renunció a
sus derechos a favor de su primogénito Carlos Luís. Este exilio no fue el final
del carlismo, pues a lo largo de la centuria se producirían dos alzamientos más,
aunque ninguno de ellos puso realmente en peligro al Estado liberal.

2.- La Regencia de María Cristina (1833-40)


Durante el periodo durante el cual la reina María Cristina va a ejercer la Regencia en
nombre de su hija se va a iniciar el tránsito político desde el absolutismo al liberalismo,
y ello a causa de la necesaria ayuda que la Regente necesitaba de los liberales para hacer
frente a las aspiraciones al trono de su cuñado Carlos, a pesar de que la reina no era
liberal (esta falta de sintonía entre los liberales y la regente explica en parte la
conflictividad de este periodo, con la aparición de posturas políticas cada vez más
radicales).

2.1- El Estatuto Real y la Constitución de 1837


La regencia de María Cristina se inicia con una corta fase de transición entre octubre de
1833 y enero de 1834 encabezada por el absolutista moderado Cea Bermúdez, que
desde un principio deja claro que no piensa realizar ninguna reforma que pusiera en

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peligro la monarquía tradicional, y ello en un momento en que la guerra contra los
carlistas no iba nada bien y la regente necesitaba todos los apoyos posibles. Ante la
presión de sus consejeros, y para asegurarse el apoyo de los liberales, en 1834 la regente
sustituyó a Cea Bermúdez por el moderado Martínez de la Rosa, que fue designado
para elaborar un régimen constitucional que fuera aceptable para la corona.

Del principio de la regencia destaca como hecho fundamental la división provincial


de España realizada en 1833 por Javier de Burgos, de carácter funcional y liberal, que
pretendía evitar la existencia de cualquier tipo de privilegio territorial que atentase
contra el principio de igualdad de todos los ciudadanos ante las leyes (su importancia es
tal que sigue siendo la base de la división provincial y autonómica actual).

A pesar de que se inicia una tímida evolución hacia la apertura política, ni Martínez
de la Rosa ni Toreno se decidieron a poner en práctica las drásticas reformas necesarias
para sanear la Hacienda, democratizar el régimen y poner fin a la guerra. El cambio más
importante fue la promulgación del Estatuto Real (1834), que sigue el modelo de la
Carta Otorgada francesa de 1814, aunque sin hacer referencia a soberanía nacional ni a
derechos. Con 50 artículos y cinco Títulos, dividía las Cortes en dos estamentos:

• Próceres: formado por altos cargos y dignidades tanto laicas como eclesiásticas,
con una renta superior a 60.000 reales y elegidos por la Corona de manera
vitalicia. Así, era una Cámara muy conservadora cuyo objetivo sería limitar las
reformas que pudieran plantearse.
• Procuradores: para todos los españoles mayores de 30 años, con renta anual de
al menos 12.000 reales y elegidos con voto muy censitario (apenas 16.000
personas tendrían derecho a voto).

La iniciativa legislativa quedaba reservada para la Corona. Las Cortes eran


convocadas exclusivamente por la Corona, sólo tenían poder para elaborar los
presupuestos y hacer peticiones al rey, y podían ser disueltas a voluntad del rey, por lo
que el principio de soberanía nacional quedaba relegado. El carácter conservador del
documento no satisfizo a nadie, a lo que hay que unir la tibieza de otras medidas
reformistas tomadas, lo que acabó por provocar levantamientos por todo el país (quema
de conventos y matanzas de frailes a manos de los milicianos progresistas, que acusaban
a aquellos de connivencia con los carlistas y de haber provocado una epidemia de cólera
en Madrid envenenando el agua), la destitución de Martínez de la Rosa y su sustitución
temporal por el también moderado conde de Toreno.

Las revueltas no cesaron (a destacar las primeras manifestaciones, espontáneas, de


movimiento obrero en España con el incendio de la fábrica textil de la Bonaplata de
Barcelona), de tal forma que en muchos puntos del país se formaron Juntas
revolucionarias que pedían la derogación del Estatuto y la convocatoria de Cortes
constituyentes. La regente optó por destituir a Toreno y sustituirlo por un liberal
progresista, Juan Álvarez de Mendizábal, financiero progresista de prestigio que
contaba con el apoyo de sectores influyentes en las Bolsas europeas, y con quien se
puede decir que se inicia verdaderamente la revolución liberal. Pronto puso en marcha
una serie de medidas revolucionarias con el objetivo fundamental de poner punto final a
la guerra recurriendo a los recursos nacionales. A destacar:

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• Creación de la Guardia Nacional: formada a partir de la reorganización de las
milicias progresistas, lo que unido a un reclutamiento forzoso de 47.000
hombres permitió aumentar los efectivos del ejército en unos 100.000 hombres,
necesarios para hacer frente a la mala situación de las tropas cristinas en la
guerra carlista.

• Desamortización de los bienes eclesiásticos (1836): lo veremos en otro tema.

Estas medidas fueron muy eficaces para terminar la guerra, pero a la vez provocaron
fuertes resistencias, tanto por parte de la Regente como desde el Vaticano, lo que
provocó la dimisión de Mendizábal. El nombramiento como jefe de gobierno del
conservador Istúriz dividió definitivamente a moderados y progresistas. Entonces,
temiendo un nuevo retroceso en las reformas, los progresistas volvieron a recurrir a la
insurrección armada. En algunas ciudades se amotinaron las tropas de la Milicia
Nacional, mientras que en Zaragoza el general Evaristo San Miguel se sublevaba contra
el gobierno. La desobediencia al gobierno Iztúriz se generalizó en la mayoría de las
ciudades, lo que unido a los avances de los carlistas provocó que en VIII/1836 se
produjera el motín de los sargentos de la Guardia Real en La Granja, que obligaron
a la Regente a restablecer y a jurar la Constitución de 1812.

La Regente tuvo que encargar la formación de gobierno al progresista José María


Calatrava, con Mendizábal en la cartera de Hacienda. Se convocaron nuevas elecciones
según el modelo unicameral de Cádiz. El gobierno progresista, ante la presión popular,
inició un amplio programa de reformas con tres objetivos básicos: la instauración de un
verdadero régimen liberal; ganar la guerra; elaborar una nueva Constitución. Se
restableció la legislación de Cádiz y del Trienio, se abolió definitivamente el régimen
señorial, se estableció la libertad de imprenta,…

Era evidente que ni la Constitución de 1812, ya anticuada, ni el Estatuto Real,


servían para implantar el régimen liberal. Así, las nuevas Cortes iniciaron rápidamente
el debata para crear una nueva Constitución que actualizara a la de Cádiz y sirviera en el
futuro tanto a moderados como a progresistas. La nueva Constitución de 1837,
elaborada por Argüelles y Olózaga, fue aprobada por la mayoría progresista del
Parlamento. El texto estaba formado por un preámbulo, 13 Títulos desarrollados en 77
artículos y dos Títulos adicionales. La Constitución se creó con la idea de consolidar
el sistema liberal con la importante participación en el proceso de la monarquía, de ahí
que el concepto de soberanía nacional sólo aparezca en el preámbulo y se establezca el
principio de “soberanía compartida”. También presentaba una prolija declaración de
derechos individuales. Se aumentan las competencias del monarca. Así, el legislativo
recae en las Cortes con el rey, el cual recibe ahora el derecho al veto absoluto sobre las
decisiones parlamentarias. Será el monarca quien convoque, suspenda o disuelva las
Cortes, además de nombrar y deponer ministros (esta facultad provocará que los
ministros sean elegidos más por criterios personales que por sus apoyos parlamentarios,
aunque estos podían ser censurados por las Cortes). La Constitución crea un sistema
parlamentario bicameral, con un Congreso de los Diputados (uno por cada 50.000
habitantes) al que se le une un Senado con similares atribuciones legislativas excepto en
cuestiones tributarias (el número de senadores será igual a 3/5 de los diputados y serán
nombrados por el monarca, por lo que será una cámara básicamente conservadora). Los
ministros podrán a ser a su vez senadores o diputados. Se establecen también una serie
de derechos (como la libertad de expresión y de prensa) y se crea la Milicia Nacional.

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Con todo, la necesidad de consolidar el liberalismo llevó a los progresistas a renunciar a
parte de su ideario (bicameralismo, veto absoluto,…) para ceder importantes
concesiones a los moderados.

El radicalismo de Calatrava alarmó a las fuerzas conservadoras e incluso a los


moderados, organizándose una fuerte oposición que, unido al escándalo que supuso la
noticia de las negociaciones secretas del gobierno con los carlistas durante el asedio de
Madrid, acabaría llevando a los moderados de nuevo al poder a finales de 1837. En los
siguientes tres años se sucedieron una serie de gobiernos moderados que abandonaron la
política reformista, perdiendo gran parte del apoyo popular.

Dentro del partido progresista fue surgiendo la figura del general Espartero, el
vencedor de la guerra contra los carlistas. El deslizamiento del régimen hacia posturas
conservadoras (restricciones de prensa, control de los ayuntamientos por la Corona,
restricciones en el derecho de voto...) hizo que Espartero pidiera la dimisión del
gobierno y la derogación de la Ley de Ayuntamientos (cuya reforma permitiría la
elección de alcaldes por la Corona y establecer un sufragio más restringido, lo que iba
claramente en contra de los progresistas, que dominaban las elecciones municipales). La
aprobación de la reforma provocó la movilización de los progresistas, iniciándose una
ola de protestas en el verano de 1840. La Regente intentó formar un gobierno de
consenso junto a Espartero, pero al negarse éste la Regente contestó firmando el decreto
de Ayuntamientos, lo que provocó la insurrección de la Milicia Nacional y del
Ayuntamiento de Madrid a primeros de septiembre, extendiéndose rápidamente por todo
el país. La revolución estaba en marcha con el apoyo de amplios sectores sociales,
formándose juntas revolucionarias en todo el país. María Cristina no quiso aceptar el
programa revolucionario de gobierno que le presentó Espartero, por lo que abdicó
(12/X/1840) y se exilió a Francia.

3.- La Regencia de Espartero (1841-43)


Elegidas nuevas Cortes de mayoría progresista, la Regencia cayó en manos de
Espartero. Pronto tuvo que enfrentarse a la oposición de los moderados (intentos de
pronunciamiento militar en el País Vasco y Madrid en 1841, instigados al parecer
por María Cristina desde Francia. Espartero, como castigo, recortó los fueros vasco-
navarros, lo que molestó sobremanera a esas regiones) y también a la de muchos
progresistas, y es aquí donde radica su fracaso, puesto que el excesivo personalismo de
su gestión, la falta de una política de partido (división entre los más radicales,
partidarios de una mayor democratización del régimen y de acercarlo a los sectores
populares, y el resto del partido, que prefería consolidar el dominio de las clases medias
y de los propietarios) y la marginación de elementos valiosos del progresismo darían al
traste con sus esfuerzos.

Pero la oposición no tuvo sólo tintes políticos sino también económicos. Espartero
amplió la desamortización en beneficio de los propietarios (a partir de 1841, afectando
ahora a los bienes del clero secular. Los resultados no fueron tan importantes como en
la anterior desamortización, y además no fue muy aceptada, siendo derogada tras la
llegada de los moderados al poder en la etapa siguiente), lo que le alejó del apoyo
popular, e intentó llevar al país hacia el libre comercio, con lo que se enfrentó a los
industriales textiles y a los trabajadores.

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El personalismo de Espartero y su talante militarista fueron otros factores de su fracaso.
Ya en 1841 sofocó violentamente un intento de pronunciamiento moderado organizado
desde París por hombres afines a María Cristina, que terminó con la ejecución de varios
generales y un posterior recorte de los privilegios forales vascos (pues estas provincias
colaboraron en el intento de pronunciamiento). La política arancelaria, la creciente
división dentro del progresismo y los brotes de republicanismo se materializaron en los
movimientos revolucionarios de Cataluña (Barcelona, 1842), reprimidos brutalmente.
Fue el comienzo de su derrota política pues su imagen salió muy deteriorada de estos
acontecimientos. Las elecciones de 1843 dejaron a Espartero sin apoyos, pero el golpe
definitivo vino en verano cuando miembros del partido progresista iniciaron una serie
de movilizaciones en defensa de la Constitución y en contra de la tiranía de Espartero, a
los que se unieron los moderados con el apoyo del ejército, dirigido por el general
Narváez. Los levantamientos militares en Cataluña y Andalucía acabaron por rendir al
gobierno. Espartero, viéndose aislado y sin apoyos dentro de su partido, marchó hacia el
exilio en Inglaterra.

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