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El carlismo
y las guerras carlistas.
Detrás de los seguidores de don Carlos, que fueron a la guerra bajo el lema “Dios,
Patria, Rey y Fueros”, se alineaban los defensores del Antiguo Régimen: parte de la
nobleza y miembros ultraconservadores de la administración y el Ejército; sectores
importantes del clero (perjudicados por las expropiaciones que propugnaba el régimen
liberal); la mayoría del campesinado, reacio a cualquier cambio y bajo la influencia
ideológica de los curas rurales; importantes sectores del artesanado, temerosos de las
reformas liberales,... Así, el carlismo encontró sus principales apoyos sociales en las
zonas rurales, entre los pequeños propietarios, jornaleros y pequeños artesanos (a
quienes la construcción del sistema liberal condenaba a una proletarización
irremediable, por lo que también se piensa que el carlismo es una nueva edición de la
tradicional lucha entre el campo y la ciudad). La lucha dinástica no fue más que un
pretexto utilizado para un alzamiento que se hubiera producido más pronto o más tarde
por estos condicionantes.
Por su parte, el bando cristino contaba con apoyos más variados. Se unieron a él los
sectores moderados y parcialmente reformistas del absolutismo, encabezados por el jefe
de gobierno, Cea Bermúdez; los liberales moderados, los progresistas e incluso los
revolucionarios, que veían en el apoyo a la regente la única posibilidad de transformar
el país. Socialmente contaban también con el apoyo de la mayor parte del Ejército y de
los altos cargos de la Administración, las altas jerarquías de la Iglesia, clases medias
urbanas, los escasos obreros industriales y los campesinos del Sur (menos influenciado
por la Iglesia). Exteriormente, el bando cristino contó desde el principio con el
reconocimiento y apoyo diplomático y militar de Portugal, Inglaterra y Francia.
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Militarmente, la I Guerra Carlista (1833-39) puede dividirse en tres fases:
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peligro la monarquía tradicional, y ello en un momento en que la guerra contra los
carlistas no iba nada bien y la regente necesitaba todos los apoyos posibles. Ante la
presión de sus consejeros, y para asegurarse el apoyo de los liberales, en 1834 la regente
sustituyó a Cea Bermúdez por el moderado Martínez de la Rosa, que fue designado
para elaborar un régimen constitucional que fuera aceptable para la corona.
A pesar de que se inicia una tímida evolución hacia la apertura política, ni Martínez
de la Rosa ni Toreno se decidieron a poner en práctica las drásticas reformas necesarias
para sanear la Hacienda, democratizar el régimen y poner fin a la guerra. El cambio más
importante fue la promulgación del Estatuto Real (1834), que sigue el modelo de la
Carta Otorgada francesa de 1814, aunque sin hacer referencia a soberanía nacional ni a
derechos. Con 50 artículos y cinco Títulos, dividía las Cortes en dos estamentos:
• Próceres: formado por altos cargos y dignidades tanto laicas como eclesiásticas,
con una renta superior a 60.000 reales y elegidos por la Corona de manera
vitalicia. Así, era una Cámara muy conservadora cuyo objetivo sería limitar las
reformas que pudieran plantearse.
• Procuradores: para todos los españoles mayores de 30 años, con renta anual de
al menos 12.000 reales y elegidos con voto muy censitario (apenas 16.000
personas tendrían derecho a voto).
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• Creación de la Guardia Nacional: formada a partir de la reorganización de las
milicias progresistas, lo que unido a un reclutamiento forzoso de 47.000
hombres permitió aumentar los efectivos del ejército en unos 100.000 hombres,
necesarios para hacer frente a la mala situación de las tropas cristinas en la
guerra carlista.
Estas medidas fueron muy eficaces para terminar la guerra, pero a la vez provocaron
fuertes resistencias, tanto por parte de la Regente como desde el Vaticano, lo que
provocó la dimisión de Mendizábal. El nombramiento como jefe de gobierno del
conservador Istúriz dividió definitivamente a moderados y progresistas. Entonces,
temiendo un nuevo retroceso en las reformas, los progresistas volvieron a recurrir a la
insurrección armada. En algunas ciudades se amotinaron las tropas de la Milicia
Nacional, mientras que en Zaragoza el general Evaristo San Miguel se sublevaba contra
el gobierno. La desobediencia al gobierno Iztúriz se generalizó en la mayoría de las
ciudades, lo que unido a los avances de los carlistas provocó que en VIII/1836 se
produjera el motín de los sargentos de la Guardia Real en La Granja, que obligaron
a la Regente a restablecer y a jurar la Constitución de 1812.
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Con todo, la necesidad de consolidar el liberalismo llevó a los progresistas a renunciar a
parte de su ideario (bicameralismo, veto absoluto,…) para ceder importantes
concesiones a los moderados.
Dentro del partido progresista fue surgiendo la figura del general Espartero, el
vencedor de la guerra contra los carlistas. El deslizamiento del régimen hacia posturas
conservadoras (restricciones de prensa, control de los ayuntamientos por la Corona,
restricciones en el derecho de voto...) hizo que Espartero pidiera la dimisión del
gobierno y la derogación de la Ley de Ayuntamientos (cuya reforma permitiría la
elección de alcaldes por la Corona y establecer un sufragio más restringido, lo que iba
claramente en contra de los progresistas, que dominaban las elecciones municipales). La
aprobación de la reforma provocó la movilización de los progresistas, iniciándose una
ola de protestas en el verano de 1840. La Regente intentó formar un gobierno de
consenso junto a Espartero, pero al negarse éste la Regente contestó firmando el decreto
de Ayuntamientos, lo que provocó la insurrección de la Milicia Nacional y del
Ayuntamiento de Madrid a primeros de septiembre, extendiéndose rápidamente por todo
el país. La revolución estaba en marcha con el apoyo de amplios sectores sociales,
formándose juntas revolucionarias en todo el país. María Cristina no quiso aceptar el
programa revolucionario de gobierno que le presentó Espartero, por lo que abdicó
(12/X/1840) y se exilió a Francia.
Pero la oposición no tuvo sólo tintes políticos sino también económicos. Espartero
amplió la desamortización en beneficio de los propietarios (a partir de 1841, afectando
ahora a los bienes del clero secular. Los resultados no fueron tan importantes como en
la anterior desamortización, y además no fue muy aceptada, siendo derogada tras la
llegada de los moderados al poder en la etapa siguiente), lo que le alejó del apoyo
popular, e intentó llevar al país hacia el libre comercio, con lo que se enfrentó a los
industriales textiles y a los trabajadores.
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El personalismo de Espartero y su talante militarista fueron otros factores de su fracaso.
Ya en 1841 sofocó violentamente un intento de pronunciamiento moderado organizado
desde París por hombres afines a María Cristina, que terminó con la ejecución de varios
generales y un posterior recorte de los privilegios forales vascos (pues estas provincias
colaboraron en el intento de pronunciamiento). La política arancelaria, la creciente
división dentro del progresismo y los brotes de republicanismo se materializaron en los
movimientos revolucionarios de Cataluña (Barcelona, 1842), reprimidos brutalmente.
Fue el comienzo de su derrota política pues su imagen salió muy deteriorada de estos
acontecimientos. Las elecciones de 1843 dejaron a Espartero sin apoyos, pero el golpe
definitivo vino en verano cuando miembros del partido progresista iniciaron una serie
de movilizaciones en defensa de la Constitución y en contra de la tiranía de Espartero, a
los que se unieron los moderados con el apoyo del ejército, dirigido por el general
Narváez. Los levantamientos militares en Cataluña y Andalucía acabaron por rendir al
gobierno. Espartero, viéndose aislado y sin apoyos dentro de su partido, marchó hacia el
exilio en Inglaterra.