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INDELEBLE
Y OTROS RELATOS
DEL MILITARISMO GENOCIDA
Y LA ESCLAVIZACIÓN
LATINOAMERICANA

GUILLERMO AMILCAR VERGARA

LAS BÚSQUEDA DE LA VERDAD ES UN CAMINO


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EL TRIUNFO DE LA VERDAD, UNA ESTRATEGIA

Nuestra Argentina ha vivido, a través de su frondosa historia, holocaustos


de barbarie, donde los responsables, individual ó colectivamente, jamás se
arrepintieron, no tuvieron, atisbos de remordimiento, la mínima autocrítica,
ni una pizca de pena ó tristeza por tantas vidas tronchadas, en honor a la
nada. “Indeleble” es una falacia acerca del arrepentimiento de un conocido
general, defendiéndose de los embates de su propia conciencia.
“Noctiluca” es la añoranza de la lejana niñez, siempre tan grabada en lo
más recóndito de nosotros.
“Pienso, luego existo”, es una paradoja que intenta transitar los límites
sutiles, casi inexistentes, entre las presuntas realidades de nuestra
estancia.
Quizás el espíritu humano tiene sellos inmanentes que lo amalgaman a
realidades donde no se respetan las libertades individuales, y la
“democracia” (¿cuál democracia?) es un burdo disfraz que mimetiza la
megalomanía, las ambiciones, la fiebre del poder, por el poder mismo. “El
Secuestro” intenta narrar otro eventual camino, en la búsqueda de la
verdad.
“Mi alumno” es la incógnita del sentido de la vida al enfrentar el cataclismo,
inevitable, de la muerte. Sólo el conocimiento superador promoverá una
aproximación a la verdad.
“Francotirador” es un relato que concluye posibilidades de superación de
los dramas vivenciales y psicológicos que perturban nuestra vida
Trabajando en el desierto de La Rioja me detuve, muchas veces, en algún
ranchito, a pedir agua fresca, ó sentarme con los llanistos a tomar algún
matecito. Era tan mezquina y precaria la vida de estos viejitos, a los que
sus hijos, todos emigrados a las urbes, les traen sus nietos “para que los
críen”. “Larga sed de María” pretendió ser un cuento ortodoxo, con planteo,
trámite y desenlace, plagiando un poco la genial técnica de Horacio
Quiroga (con el universo de saber y dolor que nos separan). Pretendía ser
una fantasía, y terminó, graciosamente, esbozando un fiel correlato de la
vida de tantos riojanos pobres.
“Futuro imperfecto” es un ensayo sobre un mundo que se auto fagocita,
que ya no se soporta a sí mismo...Nuestro mundo.
“Cuchiyo del mishmo palo” es una fugaz ingresión a la marginalidad, su
antítesis de vida, y la carencia de salidas posibles ante la normalidad de la
barbarie. La existencia es un tormento, y la muerte, en espirales de
violencia, sólo un lógico desenlace.
Hurgando el arcón de los recuerdos surgió “Maikel”, uno de esos
incidentes de la incipiente juventud, tan remota que parece ajena, que, no
obstante, nos marcan para siempre. Un jovencito y un anciano conviven
parajes de ensueño y pesadilla.
“Ignota muerte de Ernesto Rojas, un montonero” un breve enfoque a la
derrota del Chacho, en Caucete, las desbandada y la muerte del aguerrido
ejército riojano.
“Caída libre” es un grotesco, pequeñas digresiones que ofrece la estancia.
“Los del 60” inicia una serie de relatos, con los tres siguientes, que permite
conocer, desde mi humilde punto de vista, la historia del calvario de una
generación, lúcida e irreverente, de nuestra, hoy, devaluada, Argentina.
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“Pérdida de la Santidad” relata una modesta experiencia, que señala un


rumbo eventual hacia una comunidad organizada.
“Juramento Hipocrático” intenta llevarnos a una situación límite, la relación
entre el torturador y su víctima. La necesidad de satisfacer patologías
sádicas El eventual triunfo de la fuerza, de quien se sabe carente de la
verdad, sobre quien la detenta.
“Contrainteligencia” relata la vida de los presos políticos, hostigados, hasta
el hartazgo, por los agentes encubiertos, de los servicios de inteligencia,
de la dictadura militar.
“Pedime la sangre, ¡pero no me pidas plata!” es una crónica del patético
mundo de los avaros. Muchas veces nos preguntamos cómo gente tan
despreciable pueden acuñar inmensas fortunas. Es sencillo: son
miserables.
Laberinto intenta descubrir las interacciones entra las culturas incaicas y
calchaquíes, la conquista de los metales, y la explotación imperialista para
la sóla satisfacción de poseer el oro. Todo ello en una realidad con la
barbarie al acecho.
Aurelio del Pehuén es una fantasía, casi real, de la zaga defensiva de la
Nación Araucana ante la autodenominada “conquista del desierto”.
“No hay enemigos pequeños” pretende interpretar la súbita desaparición
de los culturas militaristas genocidas (Mayas y Toltecas), precursoras de la
decadente barbarie Azteca.
Guillermo Amilcar Vergara/2010.
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INDELEBLE

Cae como gotas de fuego, sobre el alma del que la vierte. José
Hernández.

Siempre lo habían exasperado los preparativos para las fiestas de gala. Se


sumaban la lentitud crónica de su esposa, para acicalarse, a la ridiculez
que siempre sentía al vestir el atuendo militar ciudadano. La única
indumentaria digna y cómoda, para su concepto profesionalista, era el
equipo de sarga verde oliva – de combate - ; que le hacían sentir holgado,
cómodo, y con facilidad para cargar las armas y correajes de guerrero.
Afortunadamente, era un hombre meticuloso, ordenado hasta el hartazgo;
para satisfacción personal y engorro de quienes lo rodeaban. Tomó la
funda de cuerina, abrió el cierre, y extrajo con cuidado la chaqueta de hilo
blanco, con brillantes botones dorados. A pesar de haber superado – con
holgura – los sesenta, el entalle ceñía su cintura como veinte años atrás.
Buscó sus medallas en una caja de caoba y enfrentó el espejo para
acomodar sus distinciones laborales. ¡Tantos honores y ningún combate¡ -
comentó esa vocecita impertinente que, últimamente, opinaba con total
libertad sobre todos sus asuntos -. Repentinamente, con horror, advirtió
una impactante mancha bermellón en la pechera izquierda de la prenda.
Era un círculo rojizo, de aproximadamente cinco centímetros de diámetro,
de aspecto rezumante. Apoyó un dedo en la mancha y la percibió tibia y
mojada. Su índice quedó enrojecido.
No quiso indagar la causa de la anomalía, sólo le preocupaba, de
momento, tener una chaqueta en condiciones para concurrir al casamiento
de la hija de su camarada Pérez Battaglia. Con firmeza y precisión cepilló
la irregularidad, usando agua tibia y jabón. Por fin quedó sólo una tenue
aureola rosada, casi imperceptible. Llamó a la mucama, requiriendo que,
prestamente, la repase con la plancha. En contados minutos le fue
reintegrada, todavía humeante y con el agradable aroma a vapor y
aprestos.
Calzó la prenda con impaciencia, no exenta de una creciente dosis de
inexplicable angustia. Enfrentó, nuevamente, al espejo, sintiendo el
corazón galopar, descontrolado, en su pecho. Si, no era ilusión, la mancha
había reaparecido y parecía latir, sanguinolenta, burlona y desafiante, al
compás de su aterrado ritmo cardíaco. Cayó, derrumbado, sobre su amplio
sillón de pana verde; a los manotazos se arrancó la chaquetilla, y, con un
sordo ronquido, llamó a su mujer:
- Clara
- ¿Qué necesitas? Ingresó, presta, elegante en su largo vestido
negro, con esa distinción característica de las “mejores familias”. Recordó
el lejano diálogo con su difunto suegro: “Sos un triste hijo de inmigrantes,
con mi dinero y prestigio tendrás una brillante carrera militar. Una sola
condición te impongo, no quiero que hagas infeliz a mi hija, sé que sos
mujeriego, por lo tanto tu vida deberá ser en lo público, un ejemplo, o irás
a la ruina...”.
- No puedo concurrir al casamiento, hazlo en nombre de los dos, y
discúlpame por una indisposición pasajera.
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- Pero, realmente, ¿qué te sucede...?


- Mejor mañana conversamos...
Algunas noches parecen eternas, y ésta la fue. En meticulosa requisa
de su amplio placard comprobó que todos sus sacos, camisas, cardigan y
pulloveres habían adquirido la mancha roja. ¡Es sangre!, repetía en forma
monótona la vocecita punzante.
- Cállate, por favor, es imposible, no puede ser sangre...
- Está bien, seamos lógicos y busquemos una salida a este
problemita. Hagamos memoria y escarbemos en el pasado.
- De acuerdo, concedió, impotente de contradecir a este fantasma
engorroso y vocinglero.
- ¿Te acuerdas, en 1976, en el Batallón de Arsenales...?
- ¡Cómo no hacerlo!, era gobernador y jefe militar en la Provincia...
- ¿Recuerdas las órdenes del Comando del III Cuerpo, sobre
ejecución de detenidos, donde se estableció el código de sangre y
de silencio, por el cual, los jefes máximos siempre apretaban
primero el gatillo?
- Tengo todo presente, pero no sé, adonde pretendes llegar...
- Había una detenida, una rubita, estudiante del primer año de
Medicina.
- Si, recuerdo que le encontramos un póster del Che Guevara.
- Si, era peligrosísima...
- Bueno, no para tanto, era sólo una “zurdita” no encuadrada. Pero
con el tiempo llegarían a lavarle el cerebro a nuestra juventud.
- Seguro que vos serías mejor referente para los jóvenes. Al menos
el Che cayó en combate...
- No advierto que todo esto tenga alguna relación con mi problema.
- Veremos... ¿Recordás que esta chica, en una sesión de tortura, a la
que concurriste, rogaba por favor, que la maten, pero que no la
violen más...¿ y los comentarios que te hicieron los integrantes del
grupo de tareas? (“era una virgencita cuando llegó...”).
- Yo jamás violé a una detenida.
- Pero consentiste que lo hicieran, siendo el jefe máximo, da lo
mismo...
- Ahora te empeñas en transformarme en el Anticristo...
- Si no querés aclarar las cosas, irá sólo en tu perjuicio...
- Prosigamos, ya no me quedan alternativas; todos mis caminos, mal
o bien, ya fueron recorridos...
- Era una noche de otoño, había órdenes, del Comando, de ejecutar
a diecisiete detenidos; y, tal como era costumbre, tú debías iniciar el
ritual con el primer fusilamiento. Debes recordar, nítidamente,
cuando al inclinar hacia delante la nuca de la detenida, por el borde
trasero de la capucha asomaba su cabello rubio pajizo. Pensaste
unos segundos ¿por qué esta criatura? ¿qué hizo para que la
matemos...?. Pero debías dar el puntapié inicial, apoyaste el caño
de la 9 milímetro sobre la nuca, y apretaste el gatillo. Un buen
soldado no piensa, sólo obedece. Ingresó a tu mente la figura de su
madre, durante una audiencia que, a las cansadas, le otorgaste en
el Comando; “por favor General, devuélvame a mi hija” sollozaba la
pobre mujer de rodillas... Y tus respuestas eran los lugares
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comunes,”su hija jamás ha sido detenida por el Ejército”... “Quizás


se la llevaron sus compañeros de la subversión...” “Nada sé de su
hija...”. Te retirabas, tratando de disimular un incipiente malestar,
cuando te detuvo el Cabo Primero, el correntino...
- Mi general, ¿me permite?
- ¿Qué le pasa, Ramírez?
- Su chaqueta está manchada de sangre...
Y miraste, y tocaste, un enorme lamparón rojo en tu pechera izquierda.
Y te quitaste el blusón verde oliva y se lo entregaste al “zumbo”.
- Por favor, quémelo...
- Como usted ordene, mi General.
Mientras conducías el Falcon verde, recorriendo el breve tramo entre el
campo de detenidos y tu residencia, algo te carcomía el cerebro. Toda
tu experiencia en balística indicaba, que era imposible que la sangre
salpique, con tal intensidad, en contra del sentido del impacto del
plomo. Por la mañana, el Cabo Primero se presentó al comando,
solicitando verte. “¡Qué impertinencia!”, pensaste, ordenando que”no se
te moleste...”. Es que parecía retumbar en tu mente la explosión del
disparo y el seco crujido de los huesos del cráneo al reventar...”es mi
única hija... se lo ruego, General”. A primera hora de la tarde, tu
asistente, el Mayor Gruber, te informó:
- Se suicidó el correntino Ramírez, colgándose con su cinto de una
viga, y dejó una carta para usted, mi General. Depositó un sobre
blanco con tu nombre sobre el vidrio impecable, brillante, del escritorio.
Lo abriste a solas. Era un trozo de sarga, manchada con sangre, aún
fresca. Los bordes de la tela parecían chamuscados. Una breve
esquela decía: “Mi General, la tela manchada parece incombustible, la
impregné con kerosén, pero no se quiere quemar. Dios me perdone”.
Desde tu helicóptero personal, a una altitud de varios miles de metros
sobre la selva, arrojaste el trocito de tela manchada. Y todo quedó
olvidado, hasta hoy.
- ¿Por qué hoy? ¿Por qué ahora?
- Ignoro esas respuestas, son sólo patrimonios de Dios...
- Pero, acaso ¿tú no eres Dios?... ¿Quién eres, entonces...?
- Infeliz, ¿crees que Él se rebajaría hablando un instante con alguien
como tú?
Y las carcajadas, impertinentes, retumbaron en las paredes de su
alcoba.
El amanecer, en su claridad, parece alejarnos del dolor de las sombras
y el oprobio de tantos recuerdos horribles. Con delicadeza cortó un
trozo de tela enrojecida de una vieja, casi inservible, camisa blanca.
Buscó en la guía telefónica un laboratorio bioquímico, cualquiera, al
azar, y llevó la muestra, solicitando la analicen:
- ¿Qué quiere usted saber Señor...?
- González – mintió- por favor, necesito saber grupo sanguíneo y Rh,
le dejaré pagado por anticipado, así, simplemente, indago el
resultado telefónicamente.
- Llame después de las 18 horas, repuso el sorprendido facultativo.
No quiso regresar a su casa, era imposible ofrecer explicaciones sobre
lo insondable. Caminó toda la tarde por la ciudad, recorrió los bosques
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de Palermo, admirado y extasiado por el juego de los niños y el abrazo


amoroso de los adolescentes. Algunas chicas eran rubias “¿qué hizo
para que la matemos?”. Se hicieron las seis de la tarde, y del teléfono
público de un bar, llamó al Laboratorio. El bioquímico, estupefacto, lo
indagó:
- ¿Qué me trajo usted, Señor González?
- ¿Por qué me lo pregunta, acaso no es sangre...?
- Mejor diría son sangre, es una mezcla de todos los grupos
sanguíneos y Rh posibles. Cada vez que repito el análisis, da
resultados diferentes. Como broma, es de muy mal gusto.
Cortó la llamada, temeroso de dar explicaciones incoherentes,
impotente de penetrar, -aún más si cabe- en el tenebroso misterio que
invadía, abruptamente, su existencia. Regresó a su casa, e
inmediatamente se encerró, con doble cerrojo, en el estudio.
Monologaba.
- ¿Dónde estás,... por qué no vuelves? Por favor, necesito hablar
contigo...
Pero nada respondía a sus desesperadas súplicas. Repentinamente,
en un rincón del cielorraso fue surgiendo una mancha roja, y más allá
otra, y otra más... Y las gotas escarlatas caían sobre el parquet, sobre
los acolchados y los muebles. Las gotas de sangre también caían sobre
el rostro dolido y aterrado del General. Abrió el secreter en la consola
de su cómoda, y sacó su vieja nueve milímetros. Era una hermosa
Browning, cromada, con cachas de nácar. Una joya que muchos le
envidiaron. Una perla con triste historial. ...Remontó la pistola, introdujo
el caño en su boca, apoyó el extremo en su paladar, y, sin dudarlo,
disparó.
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NOCTILUCA
Se presentaba durante una noche cálida de verano. . Debía haber una
tenue brisa desde el mar, para que ella descanse sobre este cabo que
guarda la gran panza de la bahía. Nunca dejamos de visitarla, aunque era
esquiva, si teníamos suerte cada año. Si no, cada dos. ..Éramos muchos
primos, gran ventaja de las familias italianas. Demasiados primos para
querernos y para pelearnos. Para golpearnos fuerte, si era necesario. Es
bueno resistir, cuando se es niño, porque de grande la vida parece fácil. En
una noche cualquiera, algún primo te tapaba la boca, mientras dormías.
“Despertate, boludo”, te susurraban al oído. “Ya llegó…”. Nos juntábamos
en la esquina, descalzos, cuchicheando los secretos de nuestro placer
clandestino. Corríamos como desaforados las tres cuadras que nos
separaban de la playa. Ella nos esperaba impaciente, como una virgen
seductora de niños. Sabía que vendríamos, y podría acariciarnos las
tersas pieles, y adherirse a nosotros, y correr por la playa, y rodar por los
médanos. Una cuadra antes de la costa ya veíamos el mar brillante. Si,
allí estaba, y jugaba con las olas. Nos esperaba con su manto de plata,
para regalarnos todas las estrellas en esas noches sin luna. Aullando
como demonios nos quitábamos las mayas y nos adentrábamos en el mar,
hasta el primer banco de arena. Éramos muy buenos nadadores,
seguiríamos hasta el segundo. Volvíamos a la orilla bendecidos por su
milagro, nuestros cuerpos refulgentes saltaban en la arena mojada de la
ribera. “A los médanos”, ordenaba alguno, yo ó cualquiera. Entre alaridos
rodábamos feroces como demonios, complacientes como querubines,
intolerantes como adultos. Desde el mar, nos impelía, suplicante, y
volvíamos a zambullirnos entre las olas. Ella era nuestra, de nuestra
exclusiva familia, de nuestro exclusivo secreto. Luego nos tendíamos, en
la costa, a recibir mantos de sombras, con los cuerpos cubiertos por
miríadas de algas fluorescentes. Éramos semidioses que brillaban en la
oscuridad. Sabíamos que estaban formadas por organismos
microscópicos, que eran plural, pero siempre le decíamos “ella”. Por las
mañanas, nuestras primas, envidiosas y resentidas, reclamaban “¿por qué
no nos avisaron?”. “Porque a ustedes no las dejan bañarse desnudas”. “A
ustedes tampoco… ¿Por qué lo hacen?”. “Fácil, porque queremos”
¿Cómo explicarles que nuestros rituales, forzosamente, las excluían?
“Siesta de ovejas” decía algún depredador, y salíamos al campo a pillar
alguna. No cualquiera, debía ser grande y gorda. Y corríamos durante
horas por los fachinales, hasta atrapar a “la elegida”. Entonces, en un
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ritual digno de los salvajes más feroces, uno por uno le orinábamos la
cabeza. “Bautizada” la oveja, seguro que era hora de honrar una buena
merienda, con pastelitos de dulce de membrillo. El dueño de las ovejas se
quejó a la policía, llegó la denuncia y algún tío tuvo que recibirla, y
presentarse a declarar Cuando volvía y contaba, las carcajadas de los
viejos recorría la bahía “¿Qué podía responderme cuando le preguntaba
qué delito era mear a las ovejas?”. Noctiluca era el alga, nuestra hermosa
niñez perdida, el mar y los médanos. Cosas de chicos.

PIENSO…¿LUEGO EXISTO?

Conducir de noche ejerce, en mi, un magnetismo especial,. Esta


circunstancia se potencia si tiene lugar por carretera montañosa. Siempre
he observado, con insistencia, a otros conductores, así puedo clasificarlos
en dos grandes grupos: los estructurados y los instintivos. Los primeros
realizan la tarea de una forma “racional”, en la que hasta los mínimos
movimientos semejan una sesión ininterrumpida de actos “pensantes” en
relación a los estímulos “causa-efecto” que les plantea el problema.
Así establecen condiciones de prudencia esquemática sobre
velocidades, ángulos de giro, estado del pavimento, en fin, todas y cada
una de las variables que impone el sistema. En esa realidad la conducción
se realiza con el cerebro, las manos y los pies.
El segundo estilo de manejo es el “instintivo” donde el gobierno del
automotor esta sujeto al mandato de todo nuestro sistema orgánico y las
eventuales órdenes cerebrales son imperceptibles. Así, las condiciones de
gobernabilidad del rodado están monitoreadas por los músculos dorsales,
de acuerdo a su percepción de intensidad relativa de fuerzas centrífugas y
centrípetas. Esta sensación es transmitida a manos y pies con una fugaz,
casi indetectable, participación cerebral.
Bajo estas circunstancias, nuestro sistema nervioso central es, mas
un eslabón de tránsito, que un procesador de acciones.
Los instintivos jamás racionalizamos nuestra conducción, no nos
interesan los ángulos ni peraltes de las curvas. El cuerpo, sólo ira
resolviendo los problemas, mas, no obstante, un acto tan escasamente
intelectual abre un amplio abanico de dudas sobre su realismo, son tan
sutiles los límites entre paradoja y fantasía.
Bajábamos, transitando desde la Puna de Salta, cuando, a la altura
de Santa Rosa de Tastil, Enrique, mi ocasional copiloto, increpó.
-¿No te parece que tomaste demasiado rápido esa curva?
Mis sistemas ingresaron en una veloz disfunción ante lo inesperado
de la circunstancia, puesto que mi cerebro estaba profundamente
comprometido en dos tareas:
- Reflexionar sobre todos y cada uno de los pormenores del último
viaje, ordenando y sopesando la información recibida.
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- Conversar nimiedades con Enrique, reprimiendo las eventuales


disputas entre mis dos hijos menores, que ocupan el asiento
trasero.
En ese instante percibí, con horror, que mi yo consciente no estaba
participando en absoluto del control del automotor que, rugiendo raudo,
recorría, eufórico, la difícil cuesta.
Entonces ¿quien era el responsable de las vidas de los cuatro
ocupantes de esa cápsula de metales, plástico y cristal que,
eventualmente, nos trasladaba?
Respondí, cauto, “quédate tranquilo hermano, todo esta bajo
control...”
Comencé a reflexionar, si el patrón de velocidad-estabilidad del
rodado estaba gobernado por las masas musculares localizadas entre los
hombros y el hueco lumbar; y estas “ordenaban” las diversas acciones a
brazos y piernas... ¿no estaban, acaso, asumiendo un rol “cerebral”
oportunamente delegado por el contenido de nuestra caja craneana?
Después de todo, muchos dinosaurios tenían un hemicerebro por
ensanchamiento de la médula en la zona lumbar.
Pero este “cerebro alternativo” no tiene facultades intelectuales,
solo recibe estímulos y emite órdenes. Es inhábil para responderle a
Enrique que la velocidad imprimida era la adecuada. Imbuido del placer
lúdico de las circunstancias paradojales comencé a explicarle, a mi
circunstancial interlocutor, una nueva dimensión posible acerca de la
ambigua traslación por carretera entre dos puntos, eventualmente,
identificables del espacio.
Las luces del automóvil dibujan una cúpula luminosa en la negrura
ominosa de la noche. A través de esa mágica semiesfera fluye la cinta de
asfalto por nuestros ojos, invadiendo nuestro cerebro con sensaciones de
traslación y movilidad. Todo esto es ilusorio, porque, en realidad, estamos
inmóviles, en un grado de estanqueidad rotunda y absoluta. Los centros
neuronales, entonces, absorben esta emisión perpetua, transmitida por la
cúpula lumínica, donde transcurre la ondulada cinta asfáltica. Las sinapsis
sensitivas, entonces, generan nuestro sueño de traslación desde la Puna a
Salta. En realidad, jamás hemos estado en la altiplanicie, y nunca
llegaremos al Valle de Lerma. Estos lugares no existen, nosotros tampoco,
y nuestros cuerpos son meras falacias. Quizás sólo seamos ordenadores
interconectados, donde, los jugadores supremos, insertan discos
compactos de ilusiones, plagados de cúmulos de sensaciones que otorgan
credibilidad a estas fantasías...
Enrique, incapaz de soportar por mas tiempo tanto, aparente,
desatino, me interrumpió, esgrimió un trozo de lava basáltica y alegó.
“Tengo en mis manos la prueba de que estuvimos en el volcán,
puedes sentir su aspereza, su peso,...”
“Estimado colega”, le espeté, “quien puede crear la ilusión de vida
encontrará un juego de niños poner en tus manos pruebas que te
convenzan que eres algo mas que un disco rígido. Si tuviéramos, tan
pretendido albedrío ¿en qué consistiría el juego?”.
Así como ignoramos la esencia y propósito de la movilidad, las
razones de nuestra circunstancial esencia y la proximidad de nuestro
eventual fin, ¿podemos concebir, en tanto orden, la contingencia del azar?
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¿Podrá ser aleatorio el encuentro de dos “existencias” para promover un


resultado conjunto?
Mientras tanto, ante cada alternativa de eventual elección,
imaginemos, aunque solo sea un instante, qué respuesta será la
trascendente. Quizás, más allá de las semiesferas lumínicas y las cintas
asfálticas, nos dejen entrever algunos someros atisbos de realidad.

EL SECUESTRO

Era una reunión “muy importante” convocada por la plana mayor. Mi


hastío, aún antes de comenzar, ya era insostenible. Volver a escuchar las
mismas pavadas de las bocas de los figurones de turno, y reprimir mi
insana y patológica necesidad de interrumpirlos con mis, a veces
ingeniosos, sarcasmos. “No sé para que m… te invitamos, siempre salís
cargándonos a todos”. Debía ser porque me necesitaban, ¡que angustiante
percibir que tantos te necesitan, sin poder confiar en ninguno! Comenzó a
hablar Roberto, bueno, se hacía llamar Roberto, y mantenía la falacia, a
pesar de que sabíamos que era, simplemente, “el flaco Marcelo”. Una vez
le pregunté por qué su alias, y me dijo que era de apariencia formal; “peor
vos que nadie puede identificarte, ni nosotros, ni los negros malos, ni aún
las autoridades con quienes negociás…”. “Decime la verdad flaco, no será
que marcelito te parece algo afeminado para lo que querés representar en
esta comedia, de violento supermacho implacable”. Siempre terminaban
mal nuestras charlas, por exclusiva culpa mía, pero tengo la certidumbre
que ocupaba un lugar de privilegio en el rango de sus escasos afectos, lo
que, ciertamente, no era poco. Las palabras del dirigente me llegaban
como desde neblinosas penumbras, mientras distraía mi vista en la
detallada observación de los lujosos muebles, de madera tallada, que
ornamentaban el recinto. Eran de roble norteamericano, en un estilo eo-
escandinavo. Siempre me enorgulleció mi sapiencia sobre las maderas, a
pesar de no haberlas estudiado (mi vida fueron las rocas), disfrutaba
observando sus tonos, texturas, bandeado y nudos. El disertante describía
el malestar de los negros malos por nuestros supuestos abusos, apañando
las erróneas decisiones de la burocracia. Estábamos junto a un amplio
ventanal, en el primer piso, que daba un perfecto panorama del parque,
los canteros y las sofisticadas fuentes. Sólo el lejano alambrado olímpico,
electrificado, me recordaba el clima de beligerancia donde estábamos
inmersos. “Mirá, flaco”, le dije, “los negros de malos no tienen nada, hace
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años que soportan consumir lo que le damos, viviendo en condiciones de


“menores recursos”, viendo pasar nuestros BMW.”(Siempre disfruté con la
exageración de la falaz demagogia barata) Una mirada de reojo me hizo
percibir que, en el parque, se movían en carrera, ágil y zigzagueante,
varios centenares de negros malos. “Zás”, grité, “cagaron todas nuestra
defensas, redujeron nuestra guardia periférica de élite” No entendí cómo
superaron la cerca electrizada. Nada tenía sentido hasta que la palabra
“traición” aulló en mi cerebro. “Todos al suelo” vociferé, “no ofrezcan
resistencia”. Nada más oportuno, hubiera sido una verdadera masacre, y,
quizás el objetivo primigenio de la mejicaneada. Alguno de los nuestros, un
resentidito, seguramente, nos prefería muertos para ganar alguna
pulseada de poder interno. Son inescrutables los caminos del Señor.
Entraron al salón como una oleada oscura y abyecta, todos con sus Uzzi
moviéndose en abanico para derrumbar cualquier acto sospechoso.
Tenían el pasamontañas negro bajado, salvo el “comandante gordo” que
operaba a cara descubierta. Su sonrisa blanca e impecable desbordaba la
felicidad de tenernos, por única vez en su vida, a su merced. Se acercó y
me tocó con la punta de su botín, recién lustrado. Su blusón de combate,
verde oliva, regalo mío en su último cumpleaños, estaba impecable de tan
lavado y planchado, sin manchas de tuco ni de vino tinto. “Vos parate,
pelao”, me dijo. Señaló a seis de los participantes, integrantes de la mesa
chica, “espósenlos a esos, van con nosotros”. “Gordo” le dije débilmente,
“esto es grave, es como un golpe de Estado…”. Nuestra férrea
organización sociopolítica, estable en medio de su volatilidad, tenía un
parlamento donde, equitativamente estaban representados los negros
malos, dominantes territoriales y militares de los asentamientos de
emergencia, las autoridades, ejercidas por la burocracia política y la OES
(organización para el equilibrio social), representante de la clase media,
más ó menos ilustrada, con sólida conformación político-militar y
responsable de la seguridad, la justicia, la educación, la salud pública, la
organización productiva y el equilibrio entre las otras partes. Cada sector
tiene treinta representantes en el parlamento, elegidos democráticamente,
por sus pares, cada cuatro años, y, sin posibilidad alguna de reelección, ni
discontinua, ni alternadamente. La autoridad gobernaba a su antojo el
núcleo urbano (en la realidad, porque en los papeles regía a todo el
territorio) donde habitaba la burocracia y el comercio (interior y exterior).
Por su parte, los negros malos intercambiaban servicios y prestaciones con
los capitanes de la industria y los administradores de los fundos
agropecuarios. Nosotros proveíamos la convivencia, nos identificaba el
cóndor de oro bordado en la indumentaria y la desembozada ostentación
de armamento. Éramos inimputables hasta por la ejecución misma de
quien interpretáramos ponía en riesgo la paz social. La burocracia se
sustentaba con el comercio interior y exterior. Los negros malos de la
producción agroindustrial, hasta los niveles medios, aún cuando
subsistieron al fuego revolucionario grandes fundos agropecuarios y
multinacionales de la industria que empleaban como mano de obra negros
malos, en condiciones más ó menos decorosas. Estos capitanes de la
industria y el agro tributaban a la burocracia, y con ella entendían las
condiciones de comercialización y/o exportación del producido. En
numerosas ocasiones financiaban nuestros proyectos para autogestión de
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los negros malos. Nosotros vivíamos de la gran minería, la tecnología


nuclear y electrónica de punta, desde celulares hasta aviones de combate,
el petróleo y la generación energética. La pequeña y mediana minería
(materiales de construcción, refractarios, bentonita, baritina, etc.) era
potestad de los negros malos. La salud y educación de los negros malos
eran nuestra responsabilidad. La burocracia tenía su propio sistema
educativo, del que estaban excluidas la ciencia y la técnica. La
infraestructura vial y ferroviaria, y los medios de transporte eran
actividades consensuadas en el parlamento. La burocracia comprendía
entre el 20 y el 30% de la población, nosotros no podíamos exceder el 1%,
y los negros malos, que jamás aceptaron estas pautas, se reproducían
como conejos, para trastorno del conjunto. Nuestros cuadros se
seleccionaban de los negros malos, entre los mejores del ciclo primario,
empero se sometían a un duro aculturamiento, incluyendo capacitación
hasta posgrado, para insertarse, orgánicamente, luego de los 35 años.
“Estamos hartos, hermano”, dijo el gordo, “tus jerarcas y la burocracia
cada vez viven mejor, y nuestra gente, literalmente, come mierda…”.
Me llevaron a un Jeep negro blindado con tres guardias, cargando a
Roberto y los demás “responsables” en la caja de un furgón azul. Estaban
graciosos apilados como cigarrillos en un paquete…
Cuando llegamos a la portería el espectáculo era dantesco, todos nuestros
guardias férreamente atados con precintos de fibra y encapuchados. Allí
nos esperaba el gordo “¿Qué hacés, animal?” le recriminé, “si nos matás
rompés tu inserción al sistema, te convertís en un paria con graves
perjuicios para los tuyos”
El gordo rió, estruendosamente “la única vida que no tocaré es la tuya, si
pude tomar tu cuartel general, ¿qué no podría hacerle a la autoridad?”
“Una sola pregunta ¿cómo entraron?”. El gordo infeliz seguía riendo “con
gas paralizante que me vendió un ruso, ex KGB”. Indicó a los guardias
“llévenlo a su casa, y esperen con él, es nuestro garante” y luego,
dirigiéndose a mí “¿puedo contar con que no dañarás a mis muchachos?”.
“Los conozco desde que nacieron…”.
El Jeep vivoreaba en el intenso tráfico vespertino, era un excelente
conductor, acostumbrado a la difícil subsistencia de los asentamientos,
donde un celular vale más que una vida. Yo iba sentado atrás, entre los
nerviosos guardias. Llevaban al poder sobre todo, al padre que los
alimentaba, al único que velaba por sus derechos. Hay tabúes que no
pueden violarse, éste era uno de ellos. Desconecté cinco minutos las
alarmas, y transcurrimos la calzada de piedra que llevaba a la cima de la
colina, donde estaba mi refugio. Ningún negro malo, jamás, pisó mi
propiedad, sentía particular afecto por ellos, pero, cada quien en su lugar.
Cuando se abrió la puerta blindada, tras mi identificación retinal, el
ordenador vociferó “los tres extraños no deben entrar”. “Está bien madre,
los autorizo…” La máquina pensó casi diez segundos, y respondió “su
proceder es inusual… ¿no habrá ingerido algún tóxico?” “Estoy bien, es
largo de explicar, ya informaré cuanto corresponda”.
Mi habitáculo es un círculo de vidrio, blindado y polarizado, con
disimulados paneles corredizos que conectan con sanitarios, dormitorio y
cocina comedor. Una vivienda inteligente, funcional y segura, carente de
lujos innecesarios. Conecté el panel de la TV, en los canales de las
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noticias ocupábamos los primeros planos. Mis custodios guardaban un


tenaz silencio, apagué las noticias que nada nuevo aportarían para mí, me
senté al piano y los obsequié con las versiones de jazz moderno de Para
Elisa, Naranjo en Flor y Concierto de Aranjuez. Durante el, por mi
pergeñado, proceso de asimilación cultural de los negros malos corroboré
la importancia que tiene la música en sus vidas, y, persistentemente
exploté esa tendencia para desarrollarles un sentido artístico de la
existencia. Esta premisa los transmutó hacia un buen gusto global en la
arquitectura, el diseño urbano y la prevención permanente de todo tipo de
contaminación. Sus asentamientos eran fiel reflejo de una visión colorida y
dinámica de la vida, contrastando con los grises edificios de los burócratas
y las parquizadas residencias nuestras, donde cada quien tiene un diseño
arquetípico personal, regido por mimetización con los ancestros (colonial,
morisco, francés, etc.). Cuando terminé de tocar, copiosas lágrimas
brotaban de los ojos de mis guardianes, y empecé a hablar. “Nuestra
sociedad es justa, con resabios de privilegios, pero abiertamente
participativa. Hace pocas décadas ustedes eran parias, que comían poco y
mal, estaban desvastados por la droga y el alcohol. Hoy son hombres
libres, con salud, educación, y hasta los autorizamos a portar las armas,
para defenderse de los parias, las mismas con que hoy me amenazan. Sé
que toda obra humana es imperfecta, pero si hay alguna verdad es que
siempre tuve gran preferencia por los negros malos y notorio desprecio por
los políticos. Antes que Dios me castigara con esta horrorosa enfermedad
(diabetes) pasaba noches enteras, con tinto, gruyere y aceitunas,
coloquiando con el gordo para el mejoramiento de las condiciones de
subsistencia, la gestión de financiaciones de obras y el misterio mismo del
sentido de la existencia. Hoy los negros malos son quienes tiene vida más
saludable, vuestros asentamientos suburbanos y subrurales están entre
granjas modelo, trabajan en contacto directo con la naturaleza, consumen
los alimentos más sanos y frescos, producen en sistemas cooperativos de
autogestión, privilegiados con fenomenales impuestos que sustraemos al
bolsillo de los burócratas. Ustedes son transgresores, no controlan la
natalidad, y luego se quejan de falta de celeridad en la generación de
empleo. Siempre termino sacándoles las castañas del fuego. Hoy mis
hijos dilectos me apresan como un paria. Sé que muchos jerarcas de la
autoridad y la OES distan mucho de la perfección, pero ustedes saben que
el poder tiene un oculto accionar degradante. El gordo, sin ir más lejos,
vive como un jeque árabe”. Mi parloteo incesante los fue relajando, y,
consecuentemente, bajaron sus defensas. De un panel oculto, bajo el
teclado del piano, saqué mi espada de cromo-níquel, y arremetí contra
ellos. “Uydió”, se quejó el más joven, “ahora nos mata…” Marcos, el oficial
a cargo, cuyo padre era gran amigo personal mío, desenfundó veloz su
Browning 9 mm, me apuntó y gatilló. Hubo un chasquido seco de bala
fallada, y no tuvo más tiempo, de un planazo su arma voló por los aires.
Los tres se arrojaron al piso: “No nos mate maestro, sólo obedecimos
órdenes”. Marcos puteaba descontrolado contra el gordo y la corrupción
imperante que favorecía que los fondos de los recambio de balas terminen
en el bolsillo de sus jefes. Fue la única vez que salvé mi vida por acciones
ilícitas ajenas. “Las culpas las tienen ustedes y las autoridades, de quienes
copiamos tanto accionar indebido”, protestaba, El absurdo en medio de
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tanta confusión me hizo reír “Cállate hijo, que todos protestamos por lo
mismo pero, cuando podemos disfrutamos sus beneficios…” Sunché con
liga sintética las manos de Marcos hacia delante y a los otros dos (chicos
de menos de veinte años) les puse esposas regulando sus cronómetros de
apertura en cinco horas, tiempo más que suficiente para la huída. Mi
vehículo había quedado en nuestro cuartel general, ahora en poder de los
negros malos, el Jeep corroboré tenía GPS blindado, por lo que siempre
traicionaría mi posición. Debía, entonces huir a pié. Introduje a los dos
jóvenes en su vehículo, calcé unos botines trekking y emprendimos con
Marcos, encadenado a mi cintura, nuestro raid al burgo. Portada una
discreta automática 11,25, telemétrica-infrarroja, trescientos tiros en
bandolera, seis granadas de cesio, un transmisor-receptor audiovisual
GPS (con localización de contactos) y un morral con alimentos y agua.
Instintivamente me dirigí a la selva gris burocrática, no porque pudiera
recabar apoyo de sus jerarcas (debían estar todos bajo la cama) sino
porque en Lacroze tenía un bunker secreto desde donde podía comenzar a
tirar los hilos de esta descontrolada madeja. Debía atravesar todo el
territorio de la OES, que, por nuestra propia seguridad, estaba poblado por
desconocidos totales, compartimientos estancos, sólo conectados a la
cima de la pirámide a través de complejas redes celulares. No había
peatones, y los escasos automotores pasaban raudos e indiferentes. No
podía esperar ayuda posible. Ignoraba las raíces del complot, quien lo
promovía, contra quien era, si me quedaban amigos, donde estaban mis
noveles oponentes. Alguien dispuso guardarme inactivo en mi casa,
entonces, inicialmente, no tenían intención de matarme, pero estas
circunstancias son tan dinámicas y cambiantes que nunca se sabe.
Analizando un poco las cosas, deduje que el gordo puso balas truchas en
las armas de mi custodio. Los negros malos querían que me salve, cómo
averiguar el por qué…Tampoco sabía quienes de mi estructura fueron
suprimidos, los que quedaban y cuales, eventualmente, me serían
leales. .En una esquina nos topamos, de improviso con un burócrata, en su
típico traje gris, quien alzó sus brazos y quedó inmóvil al verme. Tenía un
pase, colgando del cuello, que lo habilitaba, hasta las 20.00 horas, para
estar en nuestro territorio, lo revisé, concienzudamente, y portaba un
trasmisor, que terminó aplastado por mis botines. Sudaba copiosamente,
seguro que su vida no valía, en ese instante, ni un mísero centavo. “Mátelo
maestro” me dijo Marcos al oído, “es lo más seguro...”. Le hice abrazar un
árbol, sunché juntas sus manos, y, descubriéndole su brazo le inyecté
concentrado de LSD con morfina. Cuando despertara, en unas 12 horas,
habría tenido tantos delirios que jamás recordaría qué había pasado.
“Probable que era un buchón, maestro, siempre es mejor matarlos”. “No
importa, Marquitos, ahora su cerebro está en un pedo sinfónico…” En la
OES no hay transporte público, debía caminar hasta la selva gris para
acceder a uno que me lleve a Lacroze. También podía matar a alguien,
para quitarle el vehículo, pero todos eran blindados. Más probable era
caminar quince kilómetros hasta la General Paz, y tener conductas un
poco más ciudadanas. Nuestra marcha forzada nos llevaría a destino en
un par de horas, y la campiña estaba fantástica, en un día templado y
luminoso, que me recordaba cuán bello es nuestro paraje. Llegamos al
linde cuando el crepúsculo teñía de índigo y naranja el cielo. Al silencio del
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territorio, el burgo oponía su bullicio enmarañado. Una pizzería llena de


comensales me tentó, tenía hambre y la ansiedad la potenciaba. Mis
raciones, si bien nutritivas, tenían un soberano gusto a bosta. Cuando
entramos se hizo un silencio sepulcral, presurosos todos nos abrieron
paso. “Una especial y dos cervezas, para llevar”, le pedí al cajero, quien se
negó a cobrarme y presto nos trajo el pedido. Mientras caminábamos,
estirando los hilos de la muzzarella, Marcos me recriminó “Maestro, está
jodiendo su dieta…”. “Callate huevón, que entre la adrenalina que me
hicieron segregar ustedes y la caminata, estoy realmente hipoglucémico”.
Consultamos qué nos llevaría a destino y un canillita nos dijo “el 23, para
en la esquina…” En pocos instantes ascendíamos al bus, para terror de su
conductor distraído, quien al verme, informó a los gritos “Este vehículo ha
sido interdicto por la OES, nadie puede bajarse hasta que se lo disponga”,
y, dirigiéndose a mí “¿adónde lo llevo, maestro?”. “A Lacroze, urgente”, fue
mi lacónica respuesta. Nos sentamos en el primer asiento, mientras los
burócratas se apretujaron, aterrorizados, en el tercio final del vehículo Giré
la cabeza, y entre todos los rostros blanquecinos y mustios por el encierro,
distinguí una rubita de ojos glaucos, con alguna chispa de perspicacia en la
mirada. La señalé “Señora, por favor, acérquese”.. El 23 bramaba
acelerado, esquivando vehículos, por lo que su paso fue tambaleante y
penoso, tomándose de los asientos en cada paso. Le indiqué que se
sentara frente mío, en un asiento pasillo por medio, y, apuntando su TV
portátil, sugerí: “Por favor, cuénteme las últimas noticias”. “¿No me hará
daño, maestro?” “¿Por qué debía hacerlo?”. “Se dicen tantas cosas…”
“Efectivamente, se dicen tantas cosas…ahora me cuenta las noticias”. Lo
único que difundían los canales, dijo, mientras llovían translúcidas trenzas
de lágrimas por sus mejillas, es la trágica muerte de seis jerarcas de la
OES en manos desconocidas, sus cuerpos habían sido tirados en la
Costanera, mutilados totalmente por la tortura. Le agradecí y le indiqué que
volviera con los suyos. Sentí gran dolor por el flaco, un payaso demagogo,
pero honesto y bien intencionado. La muerte era cosa de todos los días,
pero la tortura ¿para qué? ¿Qué necesitaba conocer el gordo de nosotros,
que ya no supiera? Era muy probable que la movida sea desmantelar
nuestra organización y apropiarse de nuestros bienes (Fábricas y Plantas
con Tecnología de Punta, electrónica, energética, nuclear y bélica).
Evidentemente, no conocían ¿cómo podrían? nuestros sistema de
anticuerpos. En el fondo era una pendejada insensata, los jefes
asesinados no sabían nada, nuestro patrimonio operativo eran los diez mil
mandos medios, estratégicamente distribuidos, con autoridad suficiente
para emerger en cada hipótesis de conflicto y masacrar todo a su paso.
Éramos los maestros de la muerte, erigidos en salvaguarda de la paz.
Poco tiempo después llegamos a Lacroze, el conductor nos abrió la puerta
delantera, y, antes de descender fotografié, ostensiblemente, su número
de identificación personal (impreso en la camisa) y le advertí “Nadie baja
antes de diez minutos”. “Si señor, así se hará”. Era ya noche oscura, y una
pertinaz llovizna protegió nuestro anonimato, en medio de una marejada de
peatones que volvían a sus casas. Envuelto en una capa negra para agua,
era como cualquier otro del rebaño. Recorrimos dos cuadras, y llegamos a
nuestro bunker, un edificio con frentes de granito negro y un solo portón de
acero blindado, donde brillaba, con luz verde el codificador de alarma.
18

Tranquilo, porque no había habido violaciones al sistema, marqué los


cuatro números y seis letras de mi código, y emergió un periscopio
identificador de retinas, mientras la máquina, por un oculto parlante, me
ordenaba someterme a la prueba. Luego la puerta se abrió sin ruido,
dejando salir un tenue haz de luz, cerrándose prestamente, tras nuestro.
“¿Quién es su prisionero?” Indagó el ordenador. “Un negro malo que debo
interrogar”. “Apoye su mano derecha en la pantalla”. Se abrió, entonces la
segunda puerta, y accedimos a un largo pasillo que finalizaba en una
rampa. Al fin de la misma había otra puerta, y, al pulsar el botón “open”, el
ordenador emitió nuevas instrucciones “Espose y engrille al detenido con
piezas de metal, para seguridad de todos”. Así lo hice, pues éstas emiten
una señal codificada que jamás le permitirán salir sólo, con vida, del
edificio. En el panel general de nuestro mega-ordenador pedí acceso a la
sala de interrogatorios. La máquina requirió motivo de la encuesta. Detallé,
sucintamente, referente a homicidio de seis agentes jerárquicos de nuestra
organización. La pantalla me ofreció información original, detallando
acciones de represalias preventivas. La primera fue en un enclave de los
negros malos, donde un misil térmico quemó un asentamiento industrial
completo, incluyendo urbanización periférica, destacando mortandad
efectiva superior a los tres mil individuos. En el burgo burocrático un
cohete transformó en cenizas al Ministerio del Interior, en su hora pico de
trabajo, con más de diez mil muertes. Los anticuerpos estaban ferozmente
activados. Indagué responsabilidades del ataque contra nosotros, y me
informó que “fueron negros malos con apoyo de burócratas”. A la pregunta
“¿Quiénes de los nuestros estaban en la conjura?” Sólo una insulsa “sin
información disponible”. Enfermo de impotencia, informé a Madre que
estaba a cargo y ordené suspender toda represalia hasta obtener
información detallada y objetiva, preventivamente sólo salvaguardar la vida
de parlamentarios e integrantes del ejecutivo. Como siempre, sería muy
difícil conocer quién tiró la piedra y escondió la mano. Pedí acceso a la
sala de interrogatorios, y me fue concedida, a través de un ascensor de
acero blindado, que me condujo hasta algún profundo subsuelo. Constaba
de una mesa redonda con sillas acolchadas a la vuelta, paneles corredizos
que comunicaban con sanitario y kitchenette, y un gran armario metálico
repleto de drogas de todos tipo y variados modelos de jeringas. Apretando
botones se desplegarían cómodas cuchetas. El habitáculo estaba
preparado para subsistir meses sin necesidad de comunicación al exterior.
El acceso al mismo también estaría vedado, hasta que yo decida retirarme.
“Bueno, Marquitos, lo primero es lo primero, debemos alimentarnos y
descansar, por lo menos, dos horas… ¿Te gustan las pastas?”. Calenté
una lasaña hipocalórica al microondas y abrí un jugo de frutas. Comimos
en silencio, cada uno absorto en sus dramas y ansiedades. “Maestro, si
me tiene que matar, hágalo, por más que me torture no voy a hablar, usted
me programó...” “Hijo, no te voy a matar ni mucho menos quemarte los
sesos con estas falopas demoníacas, vamos a conversar de qué nos
conviene, sólo te traje para poder circular tranquilo por vuestros
asentamientos…Tu seguridad será la mía, y viceversa…” Arrojé los
desechos al incinerador, e, instalados en nuestras mullidas adormideras,
nos dispusimos a descansar. Conecté los auriculares en alguna radio
burócrata, son tan aburridas e imbéciles sus mentiras, que enseguida
19

conseguí abrazar a Morfeo. Soñé con Roberto, mientras pescábamos


dorados en algún lugar del Paraná. Tenía puesto su raído panamá de paja
toquilla; y, como siempre, estaba enojado conmigo por alguna burla con
que lo victimaba. Freud se hubiera hecho un banquete con el significado
subconsciente de mis bromas. Bueno, somos lo que somos…A las dos
horas sonó la alarma (Para Elisa, ¡qué cursi que soy!), y noté las mejillas
todavía húmedas por las lágrimas; nunca pensé que pudiera sentir tanto
afecto por algunas personas…Claro está, él era mi imagen y semejanza,
buena parte de mi historia se fue con él, si es que vamos a algún lugar,
evento más que discutible. Cargué el termo en el dispenser, lo engañé con
ciclamato, y encendí, ansioso, un cigarrillo, que saboreé con deleite antes
de despertar a Marcos. Los primeros mates saben a gloria, y los sorbimos
en silencio. Mi interrogatorio no se hizo esperar: “¿Por qué no me
mataron?”. “Porque necesitábamos una garantía de continuidad de lo
bueno del sistema” “¿Qué tenían de malo los muchachos?” “Su
aburguesamiento era tal que ya no servían a nadie, más que a sus
estúpidos intereses, algunos tenían hasta tres amantes, cuentas en Suiza,
actuaban como autoridades, zafaron del mundo real…”. “¿Por qué
mataron a las dos compañeras del grupo de los seis? Eran personas
correctas…”Estaban en el lugar equivocado…” “¿Y Roberto?” grité, “¿Por
qué Roberto?”. “Para que entiendas que va en serio, que aquí no hay joda,
que no es un reclamo más”. “Entonces todo esto es para mí... ¿Qué
carajos es lo que debo entender?” “Que el sistema no da para más, que
alguna vez iba a reventar” “Tenemos un parlamento, donde ustedes tienen
participación igualitaria, las cosas se plantean allí, todo es perfectible” “No
tenemos mayoría propia, a pesar de representar el 70% de la población, y
las autoridades, a cambio de que se toleren sus corruptelas, votan
sistemáticamente por ustedes, los cagados somos siempre nosotros…”
“¿de qué te recibiste en la Universidad?” “Ciencias Políticas”. “Hijo, la
política es el arte del buen gobierno, no de los golpes de estado, aunque
ustedes, para masturbación mental lo disfracen de revolución ¿o no?”
“Bueno…si, algo de eso hay…” “Te voy a preguntar un solo nombre, nada
más, ¿Cuál de los míos está con esto?” Marcos me miró con cara de vaca
triste, y clavó los ojos en el piso brillante. Apreté un botón y gruesos flejes
de acero lo ciñeron a su asiento. Los dos sabíamos que un segundo botón
ajustaría más las sujeciones, y que el quinto era la muerte luego de
transformar su esqueleto en papilla de bebé, mediante un proceso lento de
hasta un día de duración. Caminé en silencio, como un tigre enjaulado.
Cada cinco minutos imprecaba, “el nombre, Marcos, el nombre…, sólo así
pararemos la masacre, nos pondremos a conversar,… todo va a salir bien,
si no tengo la salida no puedo parar la contrainsurgencia… ¡el nombre de
ese mal nacido!!!” Por fin, Marcos, musitó “¿Qué garantías tenemos de
poder negociar?”. “Te aseguro la vida del gordo y treinta días de
autocrítica conjunta para hallar la salida satisfactoria” “Seguramente los
negros malos pagaremos el pato por lo de Roberto” “La vida del traidor
será suficiente, aunque supondrás que no pienso matarlo…” Marcos no
pudo evitar un estremecimiento de horror de sólo pensar lo que pudiera
llegar a ser la subsistencia de ese infeliz en un programa de veinte años de
reeducación. En nuestra sociedad, casi sin crímenes, los OES éramos
policías y jueces. Ese poder sobre la vida y la muerte garantizaba la
20

subordinación a la condena, su carácter de inapelable y lo innecesario de


estructuras carcelarias. Robos, asesinatos y violaciones ameritaban la
muerte. Cualquier forma de corrupción ó sedición conllevaba procesos de
reeducación en campos auto sustentables de trabajos forzados. Daños
menores, lesiones en riña, infracciones de tránsito se penaban con
trabajos comunitarios. Los interrogatorios se ejecutaban en recintos con
ordenadores conectados a Madre, se investigaban los antecedentes
familiares, educacionales y la inserción social de los imputados Las
máquinas decidían sobre el valor de las pruebas y emitían la condena. Los
delitos flagrantes los reprimíamos según la coyuntura, si los reos estaban
armados, lo más probable es que terminen muertos. Los menores de 21
años siempre eran reeducados, circunstancia que, acorde a la severidad
del delito, se hacía extensiva a padres y hermanos. En nuestro modelo
estructuralista era prioritario detectar las fallas del sistema para promover
su investigación superadora. Si el trauma era familiar, tenía sus
tratamientos, si era social, también.”¿Que edad tenés, Marquitos?”.
“Treinta” “¿Hijos?” “Tres” “Decime la verdad, soberano pelotudo…
¿Pensás que nuestros archivos son en joda?” “Bueno, cinco”. “Sos
consciente que el número máximo sugerido son dos, óptimo uno, sos un
dirigente, un hombre culto, ¿ves la mierda que es lidiar con ustedes?
Son”Light”, hacen lo que se les ocurre. Naciste con la revolución, sos uno
de sus hijos dilectos, tus viejos eran de una villa de Matanza y vos sos
ahora un profesional calificado, especializado en La Sorbona, según veo…
Estuvimos seis meses para redactar los estatutos, dos mil representantes,
electos democráticamente, firmaron el acuerdo. Ustedes transgredieron
siempre el compromiso básico de estacionar la población para ponerla en
consonancia con la posibilidad productiva, como premisa básica para
derrotar a la miseria…” “Maestro, ¿cuantos hijos tuvo usted?” “Cinco”,
repuse, y un nudo en la garganta ahogó mis penas reprimidas ¿Dónde
estarían? ¿Cómo serían mis nietos? ¿Alguna vez cabalgarían en mis
rodillas? Tantas cosas quedaron en el camino de los sueños, en esta burla
grotesca que fue mi vida, mi delirio de un mundo mejor, para tener una
existencia alienada, sólo y sin poder confiar más que en mi sombra. Sin
saber quién es ni qué hace, ni tan siquiera mi vecino, un colorado
silencioso al que sorprendí, algunos atardeceres, sentado a la sombra de
un sauce, quizás escuchando el repique de algún jilguero. Una soledad
densa, pesada y viscosa, comparada a la de un monje benedictino, el que,
por lo menos, se hace pajas mentales creyendo haber encontrado el
camino a Dios. Nuestra jornada de doce horas de trabajo emitiendo y
recibiendo instrucciones de Madre, dos horas de interacción con los
contactos inferiores y superiores, dos horas de ejercicios y entrenamiento
con armas y el resto de esparcimiento solitario frente al panel (películas,
deportes, noticias); a veces los dioses me permitían dormir un poco. Madre
controlaba mi sueño, interrumpiéndolo en mis frecuentes pesadillas; por la
mañana me preguntaba “¿Qué pasó ahora?” “Los muertos no dejan de
molestarme”. Mi terapeuta, y única amiga confiable era una máquina.
“Marquitos”, volví a la carga “tenés que hablar, sólo un nombre y en un
mes estás en tu casa, no le debés fidelidad a un extraño que, ni siquiera
es de los tuyos. Pensá que el traidor es inconfiable, hoy me traiciona a mi,
mañana a vos…Me gustaría saber algo más, ¿ustedes lo apresaron y
21

torturaron?” “No Maestro, el concurrió espontáneamente a ofrecernos su


plan.”. Mil conjeturas se revolvían en mi cerebro:
- Era amigo de los negros malos y había mutua confianza.
- El Gordo le tenía tanto respeto que se jugó el culo en una patriada
muy difícil.
- Tenía contactos fluídos con la burocracia.
- Manejaba mucha información interna de la organización.
En medio de las nebulosas fue apareciendo claro el rostro de Hans –el
alemán- que, a pesar de nuestras reservas, insistió, pertinaz, y consiguió
autorización para radicar su refugio en un asentamiento de los negros
malos. De esto hacía más de diez años, una década de conspiración
ininterrumpida. Tenía un primo Secretario de Estado en la autoridad. Las
evidencias lo condenaban. Escarbé mis recuerdos sobre su origen…
ciertamente no era de la primera hora, fue de los muchos que se arrimaron
luego de que tomamos el poder. “Advenedizos” al decir de Roberto. Era
doctor en Física, especializado en energía nuclear. Tuvo dos proyectos en
que lo compliqué, el primero era una planta de Torio, energética, sobre el
Paraná, que mereció mi encarnizado repudio, a pesar de sus garantías de
diseño ultra-confiable.”Si, tan confiable como el de los rusos en Chernobyl”
comenté al auditorio en medio de las carcajadas unánimes. El segundo
fue, lo que ahora interpreto, configuró una agresión encubierta de su parte.
Sabiendo que estábamos desarrollando tecnología bélica efectiva, de bajo
costo, presentó un proyecto sobre Torio en bruto. Hacía dos años que
estudiábamos yacimientos de Cesio para fabricar “bombas blancas”, sin
productos radiactivos peligrosos para la vida. Su principio tan sencillo: el
Cs en contacto con el Oxígeno de la atmósfera arde espontáneamente,
con residuos alcalinos inocuos, le dio prioridad a nuestra ponencia, y
construimos centenares de misiles que vendimos con gran beneficio en
todo el planeta. Si, tenía algunos motivos para odiarme, yo también lo
odiaba, porque tengo la certidumbre que alemanes, eslavos y rusos se
creen los reyes de los bananas y sólo son unos giles esquemáticos,
carentes de humor y creatividad. Venía a las reuniones del consejo
tecnológico con su camisa planchada, el cabello bien peinado, y se
sentaba derecho en su silla. ¿A quién quería impresionar? ¿A los que
vivaqueábamos en las selvas, soportando el barro, las víboras y los
mosquitos? ¿A los que trepábamos el Ande, buscando minerales?
Presenté, cierta vez, un proyecto para radicar un secundario tecnológico
sobre usufructo de la piedra en La Toma, San Luis, aprovechando la
abundancia de ónix y mármoles de la zona. El bastardito pidió copia y tres
días para analizarlo, a fin de emitir dictamen. ¿Tres días para entender
cuarenta páginas de mierda, y, cuya factibilidad caía por su propio peso?
En la nueva reunión informó que nuestro proyecto pecaba de “muy
imaginativo”. “¿No será de lo que vos carecés, teutón, cuadrado y
soberano pelotudo?” Grité mientras, saltando entre los bancos, me
aproximé hasta ponerle la Browning en el cuello. Ríos de transpiración
corrían por sus sienes empalidecidas. Debí matarlo en ese momento, hoy
Roberto seguiría vivo…Fui severamente amonestado, y postergaron mi
proyecto por seis meses. Los pobres puntanos perdieron, gratuitamente,
por mi descontrolada torpeza. Javier, compañero de tantas lides, me
tranquilizó “No te calentés, hermano, por este pejerto ni vale la pena…”.
22

Introduje los códigos reservados en madre, y el rostro de Hans ocupó toda


la pantalla. Marcos estaba atónito, mirando con ojos desorbitados. “Si
sospechaba en forma fehaciente, ¿para qué me interrogó?”. “Necesitaba
saber si podía confiar en vos, ahora sé que no. ¿Qué les habrá prometido
esta rubia sanguijuela, que sea más importante que nuestra amistad, la
historia y toda una vida trabajando para ustedes? Necesito procesar, debo
llevarte a tu celda, la máquina te brindará comida y agua por varios meses.
Cuando envíe una señal de microonda se abrirá una puerta, hacia un
pasillo largo y oscuro, luego de días u horas de caminata, ¿Quién sabe?,
llegarás a un embarcadero a orillas del río color de león, habrá una lancha
a motor, con combustible suficiente para llegar a Montevideo, en la
guantera hallarás algunos dólares y un cuchillo. Si erraras el camino al
norte, morirás como un perro, en medio de la nada. Si intentas volver, tu
puta vida no valdría una mierda”. “Pero Maestro, es el exilio...” “Te dejo sin
patria, sin familia, sin amigos y sin pueblo, tu identidad ya no existe. Para
los tuyos habrás muerto, como un héroe, en combate, sólo madre y yo
sabremos la verdad. No estás muerto, simplemente, por el amor que me
inspira tu familia” “Prefiero la muerte, Maestro” “La muerte nos libera del
dolor y la culpa. Tendrás toda tu vida para reflexionar sobre la lealtad y la
traición. Nunca podrás saber cuánto tiempo estuviste recluído, sin noches
ni días. Varias horas por jornada Madre te leerá tratados de ética y moral.
Si hay un Dios, que él te perdone…” Madre abrió un panel hacia un
ascensor, donde introduje a Marcos. La máquina sabría cómo llevarlo a su
patético destino. “Madre” indagué “¿tendrá algún beneficio, videos, radio,
TV?” “Ninguno” respondió. Abrí el expediente de Hans, imprimiendo los
datos de sus contactos y sus movimientos de los últimos noventa días.
Entre tantos, morirían ciento veintisiete integrantes de la organización, sólo
por haber hablado, recientemente, con él. Contacté la guardia pretoriana
de los anticuerpos, mandé por mail la información con una posdata “A
Hans lo quiero vivo” Solicité a Madre actualizar información sobre el
conflicto, paradero del gordo y vinculación con personas en la última
semana, a excepción de su familia. “Acciones bélicas paralizadas según
instrucciones, gordo con ubicación desconocida”. Abrí la carpeta del gordo
y repliqué el pedido de informes, que reenvié a los anticuerpos, solicitando
eliminación de los contactos y detener al gordo totalmente ileso. El
ordenador informó “según lo pautado, en pocas horas habrá seiscientas
treinta y cuatro ejecuciones sumarias”. Abrí la carpeta del funcionario
pariente de Hans, Jesús Schoederer, seleccioné el listado de sus
subordinados, directores incluidos, y el del ministro que lo conducía, y
requerí su eliminación. Ni los peores psicópatas de la historia mataron
tantas personas, en menos de cuatro horas. Hasta el kiosquero donde el
gordo se proveía de cigarros, resultó ajusticiado. Nuestras cámaras y
archivo todo lo ven, conservan y procesan... Oprimí el botón que me abrió
una cucheta, encendí un cigarro mirando el oscuro cielorraso a través de
las azules volutas de humo, y me dormí pensando en los rostros difusos de
mis nietos desconocidos. Un par de horas después, Madre me despertó
con una grabación mía de Los mareados, informando: “Javier está en la
entrada, trae detenidos a Hans y el gordo, corroboré identidades por todos
los medios” “Que entre Javier con los insurrectos, y aloja a los milicianos
en un área de esparcimiento.” Madre se encarnizó con Hans, le hizo poner
23

cadenas por todos lados, mientras que el negro malo traía sólo las
reglamentarias. El gordo lloriqueba como un boludo espasmódico “Callate,
estúpido”, le grité “seguro que te reías cuando trituraste a Roberto” “No,
maestro, sólo los entregué a un grupo de tareas de la autoridad” “Vos
rubito, ¿estuviste cuando los mataron?” “No tuve nada que ver con nada,
no sé que hago aquí detenido, te arrepentirás por todo este abuso…” “Ya
veremos” dije. Me acerqué a Javier, fundiéndonos en un fuerte abrazo, le
agradecí su acostumbrada eficacia, murmurándole al oído “Hay que limpiar
al presidente y al vice, después vemos, de acuerdo a las circunstancias...”
Se retiró, presto y silencioso, venerable ángel de la muerte. Senté al gordo
y Hans en sendos sillones, apretando el tercer botón (dolor permanente sin
daño corporal, decía el código). Preparé un cocktail de LSD, cafeína y
suero de la verdad y los inyecté, estarían delirantes, eufóricos y deseosos
de narrar, hasta en cantonés, cuanto sabían. Mientras lo drogaba el gordo
me dijo “Perdoname, hermano” “Pedíselo a los tres mil negros malos que
hiciste matar con tu imbecilidad, hermano querido, ya pasamos la barrera
del bien y del mal, todos nosotros entramos a un verdadero infierno en
vida, nada nos absolverá de las culpas por tanta desgracia. En la guerra
no hay triunfadores ni derrotados, sólo dolor, muerte y una enorme
tristeza, ofendimos la vida, tronchamos historia, privamos de futuro…
¿Acaso tenemos un perdón posible?
Me cebé unos mates y fumé un par de cigarros, mientras surtían su efecto
las falopas. Hans se despachó con fuertes risotadas, “¿Acaso te creías
mejor que yo? ¿Eras el dueño de las verdades supremas? ¡Siempre con
tus sarcasmos, tus guarangadas, tu maldita viveza criolla, saliéndote con
la tuya!” “¿No era preferible que limes tus resentimientos conmigo
discutiéndolo personalmente ó, en todo caso matándome. ó muriendo en
el intento? Hubiera habido un solo muerto, no más de quince mil como
ahora. Dejate de joder, rubito, tengo las confesiones remitidas por los
anticuerpos, donde tus difuntos cómplices narraron en detalle toda la
planificación del golpe para adueñarse de la OES. Este es un problema de
ambiciones, de poder, si querés llamarlo, y no de las jodas imbéciles que a
veces puedan molestar a alguno. No analicemos los errores míos y de
Roberto, abundantes por cierto, sino tu real insatisfacción con vos mismo.
Comprendo que tu primo, y competidor en el ámbito familiar era exitoso en
la burocracia, pero vos ingresaste, a perpetuidad, entre los treinta hombres
que dirigirían el país de por vida. Schoederer vive en una mansión
edificada con sus coimisiones, vos sos profesor titular e investigador
principal en los claustros más prestigiosos del continente, has ido a cuanto
congreso y curso que quisiste, a través del globo. El tiene guita, vos
prestigio y honestidad ¿quién gana? No, querías más… ¿qué te ofreció el
presidente?” “El futuro Ministerio de Ciencia y Técnica”. Apreté el botón
“uno” de los sunchos, para aliviarlos, y, mirándolos comencé a llorar a los
gritos, durante largos minutos, por Roberto, por Marcos por Hans, el gordo,
y, fundamentalmente por mí, víctimas de tanta estupidez humana. Miré mis
manos, y las percibí rojas de tanta sangre, ¡cuántos hijos de Dios
inmolados por el absurdo!…Madre me ordenó acostarme en una litera,
sentí un pinchazo en el muslo, un fuego invadió mi cuerpo y me envió al
salvador país de los sueños.
24

MI ALUMNO

Todo fue idea de quien, en aquel entonces, oficiaba como mi novia.


Yo debía trabajar, para “ahorrar para nuestro casamiento”.
Con mi carrera técnica avanzada, y muy jugado por los horarios de
prácticos y teóricas, era impensable alguna tarea con relación de
dependencia, por lo que lo único factible era la autogestión.
Entonces decidí dar clases particulares a alumnos primarios y
secundarios. A tal fin puse cartelitos en el almacén, la panadería y el
kiosco del barrio.
La decisión, para mi madre, era incongruente (hoy así también lo
reconozco), mi situación personal era de clase media acomodada,
teníamos renta de alquiler de propiedades y ella era modista de señoras
burguesas. Yo podía, tranquilamente, estudiar sin trabajar, mi vida era
razonablemente buena, tenía la carrera más que al día y mi promedio era
distinguido.
Al poco tiempo llamó a mi puerta el padre de mi alumno. “Necesito
que lo apuntale dos ó tres horas por día”... Convenimos una retribución.
Pensando que, por tratarse de un niño de primaria, si necesitaba tanto
apoyo, debía tener problemas de aprendizaje, mis aranceles superaron lo
razonable.
El educando resultó un niño de diez años, con ojos marrones,
expresivos, inteligentes y, a la vez, profundos. Me tomó media hora de
interrogatorio, con sus carpetas como patrón, para corroborar que el
jovencito no requería apoyo de ningún tipo. “¿Cómo son tus notas?” lo
indagué, sabiendo las respuesta de antemano. “Todas excelentes”. Fue su
respuesta. Telefoneé al padre, manifestándole que “estaba tirando su
dinero”. Me contestó que “su esposa estaba muriendo de cáncer, y
necesitaba al niño fuera de casa esas dos horas, porque los efectos del
tratamiento eran muy penosos”.
Media hora diaria dediqué a sus obligaciones escolares, otro tanto
a perfeccionar su estilo de lectura, y el resto a comentar textos. Al poco
tiempo comprobé que estaba en presencia de una mente privilegiada. La
fugaz lectura de un párrafo era suficiente, no sólo para su comprensión
sino para una síntesis conceptual que, por lejos, excedía la madurez
eventual de su corta edad.
Decidí, entonces, ingresarlo al mundo mágico de los iniciados.
Eludí a Poe y Quiroga, por su obstinada obsesión por la muerte, por
razones obvias. Recorrimos Dostoievski, Chejov, Borges, Bioy Casares,
Bradbury, Ballard, Asimov, Sábato, Marechal y Cortázar, cuento a cuento.
El párvulo comenzó a sentir una imperiosa necesidad de más y más
lectura, entonces modifiqué algunas pautas: leeríamos cuentos en
nuestras clases, reservando novelas para que lo haga en su casa.
En nuestro análisis no dejábamos temas sin discutir; en esas
instancias mis impresiones eran las de departir con un adulto, con mayor
ductilidad y aprehensión que la mayoría de mis conocidos.
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Su única ignorancia, lógica por cierto, eran la ciencia y la técnica.


Una vez me contó que a su madre le estaban aplicando “inyecciones de
oro”. ¿Será por el precio?, le pregunté. “No”, respondió, “son de oro”.
¿Quién lo dice? “Mi padre...”. Le contesté que era una obvia alusión a su
costo, y un comentario poco feliz hacia el sufrimiento de un ser querido.
Me llevó, graciosamente, hacia su terreno: “¿Usted piensa que la curarán a
mi madre?” Eludí, la comprometida respuesta con lugares comunes, “es
cosa de los médicos”...”por algo se las aplicarán...” etc. Él insistió “¿Usted,
qué piensa?” Pienso que me gustaría que se curase, a pesar de no
conocerla, pero que, por lo poco que sabía, era muy difícil. “Mamá es una
buena persona”... comenzó, “está sufriendo mucho, se le cayó todo el pelo,
y quedó piel y huesos... ¿Por qué?”, indagó. Me tomé mi tiempo para
intentar elaborar razones para lo ininteligible, expuse que quizás yo no
fuera el protagonista ideal para disquisiciones teológicas, por mi eventual
ateísmo, pero comencé a dar explicaciones que, aún hoy, ignoro de qué
recónditas fuentes de mi conciencia procedían. Muchas vidas son como
aerolitos, brillan mucho y perduran poco. En su corta estancia brindaron
amor, perfeccionismo, creación; tomemos como ejemplo Cristo, el “Che”,
Mozart. Interesa saber para qué vivimos, más que cuánto vivimos. Hay
tantas existencias prolongadas inútiles, dañinas y perniciosas, que
disfrutan éxitos rotundos en este sistema. Le expliqué que nuestro medio
premia a los mediocres, a los deshonestos, a los obsecuentes, y, de
cualquier forma, inexorablemente, castiga a los idealistas y creativos. En
síntesis, tener conciencia es una desgracia que permite descubrir, como
pústulas, las imperfecciones del universo. Ahora, meditemos un poco, si
Dios existiera, ¿sería tan grande su despropósito de brindarle una
existencia tan horrorosa a los trascendentes...?. Una reiterada explicación
de Sábato es que el universo (así como las cargas de un átomo) se divide
en mitades positivas y negativas. Unas manejadas por Dios y otras por el
demonio. Que la nuestra la maneja éste último que es tan astuto, que se
hace pasar por Dios, para desacreditarlo... ”Entonces, usted cree en Dios”,
dijo. En todo caso, no creo en las religiones, respondí. Transitamos juntos,
mi alumno y yo, durante varios meses, el áspero camino al conocimiento
cabal de cuántas y cuán difíciles de resolver eran nuestras dudas, de las
falacias, de la verdad, de la luz y las tinieblas. Dios, si existe, puso fin a las
agonías de su madre. Pocos días después vino a despedirse, su mano,
pequeña y firme, estrechó la mía, “quiero agradecerle todo lo que me
enseñó”. “Tal vez, algún día, me odies por eso”. “No lo creo”, afirmó,
“maneje quien maneje la cosa, no es lo mismo conocer que ignorar”. Me
quedé viendo como se marchaba, entre las oleadas doradas de las hojas
de plátanos, arremolinadas en la ventisca del otoño.
26

FRANCOTIRADOR

Fueron tantas las guerras, que no puedo enumerarlas, tantos los muertos,
que terminaron por serme indiferentes. Nunca conocí la paz, sólo este
tormento de matar, desde muy lejos, a quienes ni tan siquiera se enteraban
de su pérdida más preciada, la vida. Era un lobo estepario, jamás me
integré a ningún equipo. Mis jefes cambiaban, según los avatares de la
política, ó se retiraban, ó morían en algún asilo para dementes, ó eran
asesinados por alguien como yo. Que más daba. Me indicaban algún
blanco y lo eliminaba. A veces en ficticios períodos de paz, tan irreales
como muestra la historia. Somos belicosos e intolerantes. Siempre hay a
quien ejecutar para el poder, ó para que siempre esté en las mismas
manos. Fue preferible hacerlo durante una guerra formal, tenía menos
sabor a asesinato. Tuve un solo código: ni mujeres ni niños. A veces los
frenos morales son perjudiciales, ó al menos lo fueron para mí. Me negué a
un trabajo que involucraba a una activista. . Pagué con ciento veinte días
en un buzón luminoso y acolchado, insonorizado, sin tiempo ni espacio.
Bueno, ellos me dijeron que fueron ciento veinte, quizás la realidad eran
doce, ó doscientos, ¿cómo saberlo? Me drogaron el agua (estaba algo
dulzona) y desperté en mi cuarto. Por la mañana me presenté en mi
oficina. Mi jefe, sin poder disimular una sonrisa socarrona, preguntó:
¿Cómo estás?
Muy bien…Le respondí con forzada indiferencia, pensando “esta me la
pagás, infeliz…”. A los seis meses, una bala hueca rellena con 20
gramos de mercurio impactó su brazo. Disparé desde 800 metros,
podía haberle pegado en un ojo, pero ¿Quién me privaba de su agonía
de dos años, mientras el veneno le destruía pulmones, riñones,
hígado…?.
Teníamos un terapeuta, un flaco de cara bonachona, pero, sencillamente,
aburrido.
¿Te gusta tu trabajo?
¿Adónde quiere llegar?
Si disfrutas con lo que haces.
Jamás, de ninguna manera…odio matar.
¿Por qué lo haces?
Me reclutaron a los 18 años, en una guerra contra algunos árabes. Un
capitán dijo que tenía “aptitudes”, me hicieron hacer un curso intensivo,
y aquí estoy. No sé hacer otra cosa.
¿Qué te hubiera gustado hacer? ¿Soñaste con algo de chico?
Manejar un camión.
¿Por qué?
Me gusta estar solo…
27

Y aquí estaba, solo, en la punta de un peñón. Ubicación estratégica para


vigilar los tres pasos, en medio de aguzados paredones, por donde,
indefectiblemente, debía pasar el enemigo. El refugio era una torre
blindada, con cristales polarizados, resistentes al impacto de un obús. La
energía estaba provista por una turbina eólica y paneles solares, ambos
delicadamente encapsulados en acero blindado, inaccesibles desde el
exterior. La dotación de agua era un sofisticado sistema de captación de la
humedad atmosférica, por cierto abundante en esta escarpada ladera del
Himalaya. Los alimentos deshidratados me proveerían sustento por más
de dos años. Tenía, asimismo, cinco mil tiros de reserva y cien cohetes
teleguiados.
Háblame de tu niñez
Mi padre se fue de casa cuando tenía cinco años, a partir de allí nos
sustentábamos con el trabajo de mi madre, como modista, y mis
pequeñas colaboraciones vendiendo diarios, repartiendo pan en
bicileta. Con muchas limitaciones, subsistíamos.
¿Hasta donde llegaron tus estudios?
Terminé el secundario en una escuela técnica noctuna, en el tiempo
normal necesario para el caso.
¿Qué materia te gustaba?
Matemáticas, siempre tuve muy buenas notas, me resultaba fácil
encerrarme en las ecuaciones, jugar con las posibilidades,
resolverlas…
¿Qué pensás de tu padre?
Fue un desgraciado. Una vez me interpuse cuando le quiso pegar a mi
madre, y me reventó de una trompada contra la pared, luego la dejó
tirada en el piso, en un charco de sangre.
¿Qué opinás de los políticos?
Son una porquería mentirosa.
¿Por qué?
Se llenan la boca hablando de ética y moral, sin tener contemplaciones
en destruir, matar a quien sea, con tal de satisfacer sus ansias de poder
ó beneficios económicos.
¿Y tus jefes?
Para llegar a la cúspide de los servicios especiales hay que producir
tanta basura moral que no se concibe un infierno coherente para tanto
escarnio.
Mi misión era sencilla, tenía sensores infrarrojos cubriendo tres
portezuelos, pasos obligados para el enemigo. Éstos se ubicaban a 1.800,
1.050 y 600 metros de distancia. Si alguien pasaba el primero, lo bajaba en
el segundo. Si se rebasaba el tercero, estaba en problemas…Los rifles
eran ultra sofisticados, delicadas máquinas de matar, con miras GPS,
infrarrojas-telemétricas, y corrección automática al viento y la temperatura.
Los sensores térmicos estaban conectados a alarmas, que me
despertaban, si era el caso, y a monitores guiados por GPS, con precisión
(ó rango de error) de un centímetro, para los objetivos más distantes. Por
seguridad, las balas para los 1,8 Km. tenían una carga de 0,5 cm3 de
digitalina, en una microcápsula explosiva, puesto que, de no ser mortal la
herida, el blanco quedaba igual asegurado. Los árabes atacaban envueltos
en túnicas de lana rojinegras, y brindaban una visión privilegiada en la
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nieve y el hielo de los glaciares. Podía más su fanatismo que una


razonable mimetización. Quizás, en el fondo, creyeran ir al paraíso. Los
cohetes se reservaban para grupos de más de cinco.
¿Por qué no seguiste estudiando?, veo en el expediente que tus notas
eran muy buenas…
Mi madre enfermó de un cáncer fulminante durante mi último año del
secundario. Luego me enrolé en el ejército, y, aquí estoy.
Entonces podrías haber sido algo más que un camionero.
Y…si, algo en matemáticas, pero no tuve suerte.
El sistema tampoco te fue favorable.
Ni la fortuna, ni el sistema…
¿Cuál fue tu peor enemigo dentro del sistema?
Obvio, mi padre
No sé por qué la soledad, en esta torre aislada del mundo y la vida, me
removía todas las conversaciones con mi terapeuta del servicio. Quizás
este encuentro, conmigo mismo fuera conducente para el replanteo de una
vida poco satisfactoria, sólo matando ilustres desconocidos, en nombre de
la democracia, y quién sabe qué otros falaces valores…Tenía un cajón de
vodka entre mis pertenencias, no para el frío, pues mi habitáculo era
climatizado (afuera, el termómetro marcaba entre -15 y -24ºC) sino, como
me dijo un comandante, me serviría para matar algunos de los fantasmas,
inevitables, que irían apareciendo. Cuando maté mi víctima número 500,
en el primer portezuelo, abrí una botella, y me serví medio vaso. No para
brindar por tamaño estropicio, sino en honor a tantos valientes que
escalaron esta inexpugnable cordillera, sólo amparados en valores e
ideales. Nunca quise a los árabes, e influyó en ello la prédica de Louis, mi
instructor francés, veterano de Argelia. Las barbaridades que me contó de
su inhumanidad y ferocidad en guerra, las fui corroborando, poco a poco,
durante mi vida. Sólo en algunas tribus africanas advertí tan poco apego a
la vida, acompañado por execrable crueldad. Siempre tuve la certeza que
era mil veces preferible morir a caer en sus manos. No obstante les
envidiaba su irrestricta fe religiosa. Ni mi madre ni yo, jamás entramos a un
templo. Creo que la vida nos parecía tan dura y despiadada, como para
confiar en la bondad de un ser supremo. No obstante, morir por nada, ó
creer hacerlo siguiendo un mandato místico, lógicamente debe tener
alguna diferencia.
El paso del tiempo, y la terapia con alcohol, me condujeron al descuido, y,
una noche, pasaron doce indemnes el primer portezuelo (“collado”, según
los tibetanos). Por su movilidad y organización supe que ya no eran
cazadores solitarios, sino un grupo comando. Sus aviones espía
comenzaron a sobrevolar el área, buscando mi refugio, alentados por su
primer éxito eventual. El mimetismo con que fue concebido mi mangrullo,
excavado en la roca de una ladera escarpada, hizo fracasar esta tarea.
Pude bajar los aviones, tripulados ó no, de un cohetazo, pero sabía que
todo lo filmaban y retransmitían, con grave riesgo a mi seguridad. Esperé
paciente la llegada del pelotón al segundo paso. Venían en fila india,
separados por cinco metros entre sí. Me forzaron a gastar dos valiosos
cohetes en serie. Ninguno quedó para contarlo. No tenía a quien relatar la
proeza, por razones de indetección no había radio ni comunicaciones de
ninguna índole. Grabé con detalle el incidente, los árabes habían
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demorado sólo siete horas para cubrir los peligrosos desfiladeros de hielo,
a más de cinco mil metros de altitud, entre los portezuelos. Los cálculos
mínimos previos de quienes diseñaron el sistema eran de diez horas, en
marcha rápida. Fueron verdaderos atletas, sorprendiéndome su notorio
espíritu de combate a pesar del caos funcional.de su propia existencia.
Arreciaron los sobrevuelos audaces de aviones, algunos pasaban muy
cerca, pero, al no impactarme ningún misil nuclear, supe que todo seguía
bien. Agradecí a los chinos por su delicada eficiencia, recordando las
prolongadas sesiones de entrenamiento a que me sometió un comandante
y su equipo, responsables del proyecto.
Los árabes sólo tienen tres pasos posibles para acceder a nuestro
territorio, dos de ellos aptos para invasiones masivas, el otro para el
acceso de grupos de guerrilla. Los primeros los guardaremos con
tropas de élite, el otro será su responsabilidad. Su gobierno, aliado
nuestro en estas circunstancias, nos facilitó sus tareas
especializadas, por su aptitud en el manejo de este armamento, su
habilidad para subsistencia solitaria y conocimiento fehaciente del
enemigo.
Tres meses trabajamos hasta que aprendí a realizar todas las
reparaciones y el mantenimiento necesario para que la torre pueda ser
operada con eficiencia.
Mis anfitriones eran gentiles y educados, y se labró una verdadera
amistad, fruto de mi necesidad de contacto con algo más humano que mis
jefes. En una práctica de tiro clavé cincuenta balazos en un círculo de 10
cm. El comandante, gratamente sorprendido, me dijo:
Cuando termine su misión, ¿no le gustaría quedarse con nosotros
para instructor de nuestros soldados?
Mi expectativa es muy distinta, yo no quisiera tener que ver más con
la muerte. Si sobrevivo, le rogaría me permitan vivir entre ustedes,
trabajar como camionero, estudiar matemáticas, ser un hombre
normal. Entre los míos jamás me permitirían serlo.
Délo por hecho, tiene mi palabra, lo informaremos desaparecido en
combate….
Decidí, de momento, archivar el vodka y seguir más concentrado en mi
trabajo. El enemigo, indudablemente, debía sospechar que había una red
organizada de francotiradores. Siguieron enviando comandos todo el
otoño, en grupos ó aislados. El máximo fue de cien hombres, de los que
llegaron cinco al tercer collado. Estuvieron agazapados tras del mismo más
de treinta horas, buscando algún descuido de mi parte. Escudado tras tres
termos de café los esperé, paciente. Corrían juntos, veloces como
antílopes, pero tenían la desventaja de la longitud que atravesaban en
descampado, superior a los trescientos metros. No habían hecho la tercera
parte cuando eran carbón. Dicen los expertos que ni tan siquiera llegan a
escuchar el silbido del cohete cortando el aire.
El invierno me brindó un esperado descanso, con tiempo para dormir, ver
películas, canales de noticias y aún deportes. La guerra no avanzaba, para
nada, a favor de los árabes. Ejecutaban aislados actos de terrorismo,
algunos atroces, por cierto, pero sin tener dominio territorial. La idea de su
nuevo Mesías (ó Dios de la Guerra, para el caso) era ocupar territorios
chinos con ejércitos regulares, y usarlos de cabeza de playa para ulteriores
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desestabilizaciones. China tiene un problema (entre tantos) y es la


extensión de sus fronteras, que las transforma en áreas vulnerables. Es un
país difícil de defender, y, por ello procura buenas relaciones con sus
vecinos. El Tibet, por ser víctima de la invasión china, garantizó a los
árabes la neutralidad, ó secreto apoyo, de su población a cambio de la
futura libertad. Me divertía la ingenuidad de los tibetanos, pensando que
los árabes conquistarían las mayores reservas de agua dulce del planeta,
para luego cederlas, graciosamente. Nada menos que ellos, que han
pasado milenios sobreviviendo entre bocanadas de arena del desierto.
Las presas chinas en el Himalaya proveen agua para sustento (potable y
de riego) de más de cien millones de pobladores. Volarlas por el aire era el
sueño celestial del cualquier fundamentalista. Y los creía capaces de ello,
y mucho más. Louis me narraba que, durante su experiencia en Argelia,
primero como ingeniero en petróleo y luego como comandante del ejército
francés, los colonos sembraron naranjos a la vera de todos los caminos,
para proveer de frutos y sombra al viajero. Se regaban por goteo, con la
escasa agua disponible, muy bien administrada. Una vez se cruzó con un
beduino, que se detuvo ante un esbelto naranjo de diez años, con su
orgulloso tronco de cinco centímetros de diámetro. Sacó su cuchilla, y de
dos tajos lo cortó al ras y le eliminó la copa, “creando” un bastón.
Lo dejé alejarse unos diez metros, saqué mi pistola y le di un solo
tiro en la nuca… ¿entiendes por qué?
Para vos la vida de un árabe vale menos que un árbol en el
desierto.
No sólo eso, que es éticamente discutible, sino que se me hizo la luz sobre
que todo cuanto construyamos de buenas obras, ejemplos de vida y
trabajo, respeto entre los hombres, mejoría del medio ambiente, será,
inexorablemente, blanco de destrucción para estos dementes que quieren
vivir como hace quince siglos. Que dicen ser los elegidos de Alá para
conquistarnos, de cualquier forma y a cualquier precio. En Argel había un
solo hotel, y, en la mañana del domingo, las mujeres e hijos de colonos y
soldados franceses, luego de la misa, concurrían a tomar un refresco, en
su “café”, al filo del mediodía. Cercaron el establecimiento con gelamón, y
lo redujeron a escombros, matando, entre mujeres y niños, más de
doscientos. ¿Entiendes ahora por qué perdimos la guerra? No fue por
inferioridad militar, ni falta de valor. Simplemente por límites éticos.
Nosotros, cuna de la cultura de occidente, no podíamos hacer lo mismo
que estos salvajes…
Las lágrimas cubrían el rostro de mi amigo, mientras me mostraba la foto
de su hija, que, al morir, tenía sólo diez años.
Las nevadas fueron intensas, y más de cinco metros de espesor cubría las
ásperas laderas, impidiendo todo tránsito humano. Sólo cabras y antílopes
de la montaña, eran mis ocasionales vecinos; en tanto que un guepardo de
las nieves, intentaba, infructuosamente, cobrar alguna pieza para alimentar
a su cría. El invierno fue mi bien ganado descanso. Puede ver películas,
canales de noticias, algo de deportes; en fin, descargar mi agobiado
sistema biológico de todas las tensiones de los últimos siete meses. Entre
los archivos de la CPU los chinos grabaron un curso de matemáticas
completo, desde la elemental hasta especializaciones de posgrado. Ese
invierno fue el más provechoso de mi vida, puesto que avancé mis
31

conocimientos hasta el nivel medio habitual de un graduado universitario


en exactas. Algo me hacía feliz, en los últimos veinte años. Comprendí
que no podría seguir siendo un especialista en matar, si quería conservar
algún atisbo de lucidez, sólo un poco de humanidad, un mínimo acceso a
una vida, cuanto menos, razonable.
Con el deshielo de primavera comenzó mi trabajo. Las noticias no eran
demasiado explícitas, pero sugerían un notable estancamiento por parte de
las hordas invasoras. Hice un balance de mis reservas, conté treinta y
ocho cohetes y casi dos mil proyectiles. Debía modificar mi estrategia, por
lo que cambié mi rifle de larga distancia, de alta precisión, por un
automático de hasta tres tiros por segundo, reservando las balas
explosivas con veneno para el tercer, y último, collado. Nada más
oportuno, comenzaron a llegar en grupos de tres a doce, y, nuevamente,
ninguno superó el segundo portezuelo. Había alcanzado los mil blancos
en el verano, cuando, en los primeros fríos del otoño, enviaron una
compañía completa. Trescientos arremetieron el primer paso, setenta y
seis el segundo, donde gasté mis últimos misiles, y un comando solitario
sobrepasó el tercero. Desde la torre era invisible la abrupta ladera rocosa
adyacente que debía superar el enemigo, para alcanzar mi posición. Una
carga de explosivo plástico, colocada por expertos (y éste seguramente lo
era), destruiría, al menos funcionalmente, mi refugio. Debía salir a su
encuentro, y el terreno, tan irregular, impedía el uso razonable de rifles.
Cargué una browning 9 mm con doscientos proyectiles, mi cuchillo
especial de la I.M. y tres libras de chocolate, para mitigar el frío. Era él o
yo, en este último combate. Blindé el acceso al refugio con su codificación,
cargué en un bolsillo de la parca una cápsula de cianuro (no me tomaría
con vida) y comencé el lento y cauteloso descenso del peñascal que
revestía la empinada falda montañosa. Desde la punta de una roca estudié
con mis prismáticos, en detalle, todo al faldeo, durante horas, y no pude
ver nada. Era un experto, como yo, avanzaría lenta y despaciosamente,
arrastrándose cual una serpiente, por la nieve. Ambos sabíamos que la
única posibilidad de subsistencia era la invisibilidad total. Un mínimo
descuido marcará la diferencia entre la vida y la muerte. Esperé,
totalmente enterrado en la nieve, durante horas interminables. Sólo el lente
del anteojo cateando el terreno. El mordisco ardiente de un balazo me
atenazó el brazo izquierdo. Me había visto, seguramente el vapor
producido por la respiración, en el frío ambiental, había delatado mi
presencia. Lo ubiqué cien metros más abajo, y comenzó la balacera. Tuve
la buena fortuna de acertarle el hombro derecho, emparejando la partida.
Siguió disparando como endemoniado, hasta que quedó sin proyectiles.
Arrojó tres inútiles granadas que hicieron ruido, veinte metros más abajo
de mi posición. Gasté mis últimos tiros sin poder acertarle, y lo esperé, en
un pequeño plano entre las peñas. Llegó puntual a su cita, nos miramos
con curiosidad, no exenta de genuina admiración. En lugar de su rostro, vi
el detestado de mi padre. Portaba un temiblemente filoso sable corvo, yo
esgrimía mi gran cuchilla. Arremetí con furia suicida, y recibí un profundo
tajo en mi pierna, pero nada me detuvo, y levanté a mi oponente por el
aire, cuando lo ensarté en el estómago, en una herida fatal. Cayó al suelo
entre espasmos y estertores, y, piadosamente, lo degollé, para poner fin a
su agonía. Estaba a mis pies, en un charco de sangre, y volví a mirar sus
32

facciones, que ya no eran las de mi padre, sino un hombre delgado de tez


mate, de más ó menos mi edad. Supe, con inmensa tristeza, que había
matado el mal recuerdo de mi progenitor, y comprendí que ninguna
muerte, real ó ficticia, soluciona nada. Que a nadie debía culpar por el
despropósito de mi vida. Que había sido mi propio artífice, para bien ó
para mal. Regresé, en penoso ascenso, al refugio. Curé mis heridas. Por
fortuna el proyectil atravesó limpio el brazo, sin tocar el hueso. El tajo en el
muslo, si bien sangró en abundancia, no interesó la arteria femoral, y pude
restañar la hemorragia con compresas e inyecciones de coagulante. Cosí
la pierna, prolijamente, entre vómitos y mareos, ingerí una fuerte dosis de
antibióticos y morfina, y caí desmayado, no se durante cuántas horas ó
días. Al despertar estaba mejor, me animé con un jarro de café con
generosa ración de vodka, e impaciente, consulté el monitor. Nadie más
había ingresado al área bajo control, y habían pasado tres días. Un mes
después, sin novedades, un mensaje apareció en la pantalla: “abandone
su posición y regrese, todo bien”. Las noticias difundían la retirada de los
árabes del Tibet, y su rendición incondicional. Dos mil cuatrocientos treinta
y siete de ellos quedaron en mis portezuelos. Cargué mi mochila con
vituallas e introduje la codificación que permitió que gruesos paneles de
roca cubran totalmente el refugio. Comencé el difícil descenso en medio
de una ventisca, la primera del otoño. Todo era grato, exultante, aún en
medio del intenso frío imperante. Soñaba despierto que conducía mi
camión, por una verde campiña en una tarde soleada, o leía nuevos
tratados de álgebra, que me irían develando sus secretos. Si, había una
vida, que merecía ser vivida.

LARGA SED DE MARÍA

La oprobiosa sinrazón del hambre atenazaba sus huecas vísceras.


Nada ofrecía la vileza del desierto. Tierra roja, greda estéril cuarteada por
la sequía. Las chacras sólo un derrumbe parduzco crujiente, muerto sin
fructificar. Las pocas cabras, espectros huesudos que, por debilidad
abortaban, ó por falta de leche, dejaban morir de hambre, a sus crías. El
aire, hirviente, ascendía en terrosos remolinos; y las matas espinosas
rodaban, sin rumbo, por el mustio barreal, que otrora fue su huerta. Las
acequias de riego se colmaban de arena por el empuje de los médanos.
Las vertientes, lloronas de agua cantarina con dulce frescor, al fin callaron,
agotadas sus ignotas fuentes del enigmático subsuelo. El sol fundía plomo,
en un cielo azul rabioso, sin nubes; glauca tristeza de la seca, muerte azul,
sedienta...
Por años de hábito al trabajo, día tras día desobturaba los canales,
en muda súplica, ó críptico mensaje, al agua inexistente.
Desahuciado ó escéptico, su mirada jamás recorría el cielo,
que había olvidado al hombre.
Repentinamente, el viento se tornó más fresco,
más no quiso contemplar, ni ilusionarse,
con el gris crepuscular de los eventuales nubarrones.
Dios, al que tanto había rogado, seguramente,
era otra falacia del curita.
Pobre crédulo, en este universo, donde el amor no recala.
33

Un vendaval, ahora casi frío, levantó nubes de polvo.


Su mirada, indiferente, seguía clavada en el filo de la azada,
cavando zanjas de muertas esperanzas.
Un grueso goterón cayó en su cuello –ó así lo percibió-;
luego otro, y otro más...
Sus oídos se ocluyeron, para no captar
los truenos retumbantes en el extenso páramo del erial.
Nada era cierto, sólo demonios impostores,
jugando a ser dioses; una estafa más.
Hubo una última esperanza, que levantó su rostro,
y su piel, agrietada y polvorienta,
reía al ser surcada por la magia del agua.
¿Serían, tan sólo, sus lágrimas?
Corrió hasta la casa, gritando: “María... llueve,
mira mujer, por fin llueve...”
Y vio la cruz, en la loma, donde yacía María,
muerta tras troces privaciones.
Y recordó a sus hijos, emigrando.
“”Vamos, padre” -dijo el menor- “huyamos de aquí,
esta sequía no tiene fin...”
Evocó todos esos meses de oscura soledad,
y un puñal le aserró el pecho;
su débil corazón, colmado se sufrir, dijo basta…
Seguía impasible, el cielo azul, burlón,
y oleadas de tierra seca, fueron cubriendo,
al pardo sediento de sus ojos

FUTURO IMPERFECTO

FINAL PREDECIBLE
La tierra estaba superpoblada. El hombre no había decidido detener su
crecimiento reproductivo. Los recursos naturales para su vida, agua y
suelos, se agotaron y las hambrunas depredaron la población mundial.
África, ya destruida por el SIDA, y en agonía perpetua por la falta de
recursos naturales, tenía drásticamente reducida su población.
Europa, con tasa de crecimiento negativa por la falta de productos
primarios, tenía un brutal crecimiento poblacional por las emigraciones
desde todos los demás continentes.
Las guerras convencionales no hacían mella en la reproducción, casi
geométrica, de los humanos. Como agravante, cuanto más pobres eran
las comunidades más hijos nacían, incrementando el hambre y la
desnutrición.
Los líderes mundiales comenzaron a coordinar ideas, para frenar, si cabía
este futuro apocalíptico.
La única salida posible, para decrecer, drásticamente la población, era la
guerra. Todas las políticas de control de natalidad sucumbían ante la
prédica oscurantista de las religiones. El hombre no se resignaba a la
muerte, y quería seguir esperanzado en un más allá, esta vida tan atroz,
no podía ser la única e irrepetible causa de nuestra estancia.
34

La guerra era la alternativa perfecta para la agonía y el hambre.


La guerra, para ser eficiente, debía ser masiva. Había que destruir, cuanto
menos, el 75% de la población mundial. Pero la energía nuclear dejaría
residuos que harían imposible la continuidad de la vida en el planeta.
Un científico dudó mucho antes de brindar su sencilla solución. Toda su
formación ética frenó, casi un lustro, el esbozo de su propuesta. Sus
fantasmas interiores le decían que el se había preparado para mejorar la
vida del hombre, y no para ser ideólogo del holocausto. Al fin, decidió que
el hombre merecía (¿merecía?) una nueva oportunidad. Y desarrolló su
propuesta. El Cesio, en contacto con el oxígeno del aire, arde
explosivamente. No deja residuos radiactivos, sólo óxidos de litio, sodio y
potasio, inocuos para la continuidad de la vida. El Cesio era abundante en
una recóndita provincia (Tucumán) de un ignorado país bananero
(Argentina). Los argentinos sólo se destacaron por ser muy corruptos y, a
veces, jugar bien al fútbol. Una fuerza multinacional, sin dar mayores
explicaciones, ocupó las zonas mineralizadas, y, en tres años, juntaron y
purificaron más de dos mil toneladas de Cesio. Era suficiente para la lluvia
de fuego.
Murieron muchos chinos, porque, sencillamente, eran más. De cada raza
dejaron enclaves, empero, por consenso, decidieron extinguir a los árabes.
Era deseable un futuro sin personas tan belicosas, y su propia historia de
guerras santas recurrentes y barbarismo congénito, los condenó.
Obviamente, la quemazón se hizo intensa en las zonas urbanas, donde se
concentraba, además del monopolio delictivo del alcohol, la droga y la
promiscuidad absoluta, un poco de arte, cultura, y, la mayoría de la
ciencia.
El hombre retornaba a su vida pastoril de cincuenta mil años atrás.

LOS HEREDEROS
Los animales heredamos el planeta, los que quedamos. ..Y aquí comienza
mi historia, soy un león, nacido mucho después del fuego purificador. Los
hombres hablaron de la ira de Dios, ellos ignoraban que fueron sus propios
verdugos, e, históricamente, siempre prefirieron achacarle las peripecias
de sus patéticas vidas a los poderes supremos. Es más sencillo buscar
responsables foráneos, y, para eso, están los dioses. Los leones no
conocíamos a los dioses, ni, en realidad, nos interesaban. Tuvimos una
rápida evolución en un medio sin competencias. Desaparecido nuestro
principal depredador, nuestra vida se hizo sencilla, y tuvimos una notoria
expansión, sólo limitada al desarrollo de nuestro sustento, los mamíferos
herbívoros.
Nuestro porte creció más del 50%, y se incrementó, consecuentemente,
nuestro desarrollo cerebral y el potencial de cazador, ya históricamente
notable.
Otro tanto ocurrió con los tigres en Asia y los pumas en América. Pero
nada sabíamos los unos de los otros. Insalvables masas de agua salada
separaban nuestras vidas paralelas.
Los leones no teníamos ética ni moral, carecíamos de sensibilidad ante la
belleza y de emociones que bastardearan nuestra existencia. Sólo
vivíamos porque estábamos, así de sencillo (ó de complejo).
35

Nuestra manada era de estructura sencilla, un macho adulto, una decena


de leonas y casi veinte cachorros. El macho adulto, un irascible padre de
melena negra, protegía a la comunidad, de otros machos adultos... Las
leonas cazaban y los cachorros jugábamos a entrenarnos para la vida.
Tempranamente los machos éramos librados a nuestra suerte. Las
jóvenes hembras siempre tenían primacía, para la comida, el agua ó la
protección de los adultos. Sólo tenía seis meses, cuando fui, bestialmente,
atacado por melena negra, quien me impidió alimentarme de un búfalo
recién cazado. Trepé, ágilmente a un árbol de escaso porte, inaccesible
para los adultos, y estuve un día esperando que el sueño venza a mi
cobarde progenitor. Concluí que la manada era un lugar insano y peligroso
para mi futuro, y, cuando pude, bajé de mi refugio y huí a la soledad de la
sabana. Mi vida dependía de mí, y eso era bueno...
De muy temprana edad observé al leopardo, que cuando obtenía una
presa, la subía a un árbol, donde comía hasta hartarse. La necesidad hizo
que se potenciara mi habilidad cazadora, y adquiriera una notable facilidad
para trepar. Comprendí que era muy fácil defenderse en las alturas, y que
en el suelo, por mi corta edad, era vulnerable. Al principio mi dieta eran
conejos ó crías de antílopes. En pocos meses tuve una elevada velocidad
y una notable eficiencia para trepar, aún los árboles más altos de la selva.
Pude haber sido un cazador de monos, pero me gustaba observar las
inteligentes maniobras y la aceitada organización de sus tribus. Me
pareció insensato destruir seres tan interesantes, sólo para comerlos. Mi
alimentación no fue nunca un problema, por lo que mi vida tenía otros
sentidos ocultos. Observaba mi entorno, sacaba conclusiones y construía
una red de códigos.
El primero de ellos fue el respeto por la vida. Este absurdo, en la
supervivencia de un cazador, le dio trascendencia a mis actos. Nunca cacé
más que lo estricto para alimentarme. Aprendí que los frutos silvestres son
muy nutritivos, y diversifiqué mi dieta, mejorando mi óptima masa
muscular.
Protegí a los monos de los embates de los leopardos, y, cuando dormía en
alguna inaccesible horqueta del gigante de la selva, no me faltaba nunca
su bullanguera compañía.
Era una formidable ejemplar de mi especie, a los dos años pesaba más de
doscientos kilogramos.
Era el único macho superviviente de la paranoia de melena negra.
Hubo una intensa sequía, y tuve que ir a abrevar a una lejana laguna,
formada por un manantial.
Conocí, abruptamente al hombre. El espejo de agua tenía poco diámetro,
y, en despreocupado silencio, me incliné a beber, cuando lo vi, frente a mí.
Era poca distancia para la coexistencia de dos seres tan feroces. Lo miré,
fijamente, era oscuro y brillante, como un alto y delgado mono sin pelos.
En sus manos brillaban finas varillas, que supuse amenazaban mi
seguridad, y gruñí sordamente, amenazando, advirtiendo.
El hombre vio al león, y, aún armado de su ballesta de acero (reciclado de
las ruinas de las ciudades) tuvo miedo. El espectacular porte del felino
intimidaba, pero su serena mirada era más curiosa que agresiva. El
hombre no comía leones, y al león no parecía tentarlo el hombre. No
había ni odios ni simpatías entre ellos. Sólo saciaron su sed, y se fueron
36

cada cual por su rumbo. Quizás en unos milenios debieran competir por la
supremacía en el ecosistema. Pero quedaron tan escasos hombres, y se
reproducían tan poco...La principal ley escrita legada del pasado era una
pareja-un hijo, y, quienes la infringían se condenaban a muerte. Este
hombre era sólo un joven explorador que buscaba los confines del mundo,
en pos de aventuras que rompieran la monotonía de su vida pastoril.
Seguramente sería, tarde ó temprano, devorado por algún leopardo.

LOS HUMANOS ¿ANIMALES PENSANTES?


Programar la cuasi destrucción de la vida humana, fue objeto de múltiples
debates entre los responsables del planeta. Veinte hombres decidiendo el
futuro de seis mil millones es cosa ardua. Deberían sentirse semidioses, ó
semidemonios...No importa, pusieron su mejor voluntad en planificar qué
valía la pena salvar, hasta dónde penetraría el bisturí que dibujaría los
límites. Se debió decidir qué pautas heredarían los supervivientes, y cual
sería su legado tecnológico. En las áreas rurales dejaron cultivos básicos
(soja-trigo-maíz) con los mejores programas genéticos de productividad y
adaptabilidad a las condiciones climáticas y edafológicas más diversas
posibles. En los climas templados y fríos quedaron los frutales más
productivos y exitosos (manzanas, peras, uvas, nueces, almendras, etc.).
El ganado más resistente y rentable (la cabra) quedó, adaptado a la vida
silvestre, en híbridos multipropósito. Estos descendientes de la raza
Anglo-Nubean producían carne precoz, leche, pelo y cuero y no
rechazaban ningún alimento que provea el entorno. Depósitos de
herramientas, abundantes como para varios siglos de supervivencia,
permitirían las labores agrícolas manuales, no habría energías ni
combustibles para solventar otro confort que no sea la existencia. Con el
tiempo volvería a desarrollarse la minería, pero la experiencia pasada
serviría para planificar una vida más racional. Se prepararon conductores-
maestros que sabrían aconsejar a las comunidades en pautas de vida
acordes al no retorno a situaciones de barbarie. Se enseñaría una religión
única, “Dios no existe, tú eres tu propio destino”, consecuentemente se
educaría sobre el respeto fanático e irrestricto sobre toda forma de vida y
recurso natural. La segunda pauta insertada fue “un hombre, una mujer, un
hijo”, quienes la infringían eran criminales contra la humanidad.
Obviamente, no se empezaría de cero, pero sería arduo recuperar un
planeta hipercontaminado, hacer agrícolas suelos agotados, no obstante,
se disponía de todo el tiempo posible...

MI VIDA ENTRE LOS LEONES


Crecí aislado de mi especie, alimentándome la mitad del año con frutas y
bayas silvestres, hasta que pude matar al primer búfalo. Este animal
formidable era un verdadero depredador de los pastizales, su hábito lo
transformó en mi ideal de presa, voluminoso y abundante. Era un macho
joven, como yo, expulsado por el líder de la manada. Estudié sus
costumbres, y, cuando pasaba para el arroyo, salté sobre él desde una
rama baja. El impacto le partió el espinazo, esta muerte trajo consigo
muchas muertes inútiles, fruto de mi inexperiencia. Más de una veintena
de hienas y dos leopardos sucumbieron al intentar despojarme del botín.
37

Harto de la vigilia, advertí que debía trozar la presa, y llevarme sólo el


sustento para unos pocos días. Con paciencia desgarré un cuarto trasero
y lo subí a un árbol. Mientras me saciaba con la mejor carne observé a la
cadena de herederos (leopardos-hienas-buitres e insectos) dar cuenta de
los restos. Había para todos, eso era bueno. Cuando debía alejarme para
beber nadie se atrevió a tentarse con mi porción. La muerte era el castigo,
y, esto, también era bueno...Aprendí a coexistir con el entorno, y,
aprendieron a respetarme...
Mis contactos con congéneres eran fortuitos, en general indeseados.
Nuestro incremento de tamaño, la falta de dificultades para subsistir y la
carencia de competidores promovieron una notoria longevidad de la
especie, acompañada por una más tardía madurez sexual. Por ello, a los
tres años de edad, superando el cuarto de tonelada de peso, aún no sentía
las pulsiones reproductivas de un macho adulto. Las hembras me
resultaban indiferentes, y otro tanto los machos, en tanto no estorben mi
territorio,
Quiso la fatalidad, ó el infortunio ó los Dioses que me encontrara con
melena negra. Recordaba el terror que sufrí con su feroz persecución, un
día entero colgado en una rama temblando de sólo presentir que podía
caer en sus garras. Evoqué la insensata matanza de todos mis hermanos
machos de la camada. Acababa de cazar un gnu, y se presentó a cobrar
su tributo, rugiendo entre los matorrales. Las leonas, ignoro por qué
misterioso mandato, se detuvieron a contemplar. Yo era hijo de alguna de
ellas, y sobrino de la mayoría. Me quedé mirándolo con las zarpas
hundidas sobre mi presa, no pensaba cederle el fruto de mi trabajo... Era
más pequeño que él, no sólo en edad sino en porte. Pero melena negra
era un parásito que vivía del ocio ó rechazando algún eventual
pretendiente a las leonas de la manada. Yo tenía nuevas aptitudes, una
pasmosa agilidad y una inteligencia aportada por mi dificultad en la
supervivencia y adaptabilidad a las circunstancias. Tenía hambre, era un
invierno seco y hacía una semana que seguía, paciente, a mi comida. El
viejo león no entendía cómo me atrevía a hacerle frente, a él, superviviente
de decenas de luchas mortales. Su propia soberbia menoscabó mi
habilidad, y su riesgo real. Y ese fue su fin. Confió que, al menor amague,
yo cedería. Indiferente, yo lamía la sangre del gnu, brotando tibia de su
seccionada yugular. Todos mis músculos estaban tensos. El se acercó
lentamente y sin pausa, y la sorpresa lo desbarató. Cuando estaba a
menos de tres metros, mi cuerpo se extendió, flexible y eficiente, y caí
sobre su lomo. Con tres golpes certeros de mi zarpa derecha lo desnuqué.
Antes que pudiera tomar conciencia estaba muerto.
Con paciencia arranqué un cuarto trasero al herbívoro, motivo de esta
lucha parricida, y me alejé con ella. Cedí el resto de la comida a las
leonas y sus crías. Nada me vinculaba a ellas, ya muertas las fibras del
odio que, en mi lejano recuerdo vivieron los deleznables actos de mi padre.
Era bueno, yo jamás mataría a las crías, bastaba que, cuando tengan edad
para procrear, las expulse de la manada, que puedan elegir una vida.
Comencé a percibir que era bueno tener una vida, una vida buena para
todos. Aprendí que eran importantes los códigos, que las experiencias
dejaban mensajes, y éstos tenían un fin. Adquirí mandatos éticos,
38

producto de mi mutación, desde un salvaje sanguinario a un superviviente


racional.
El gnu me supo sabroso, porque supe cazarlo, defenderlo y compartirlo.
Me sacié con su carne sabrosa, en la copa frondosa de un gigante de la
selva, y me revolqué en la hojarasca, jugando con los monos. Desde un
árbol, no muy lejano, un leopardo observaba, estupefacto, mi extraña
conducta.

SOBREVIVIENDO, SOBRE ESTA TIERRA...


Éramos una cincuentena, hombres, mujeres y unos pocos niños, vagando
desesperados por las campiñas. Teníamos temor de entrar a cualquier
ciudad quemada, por los eventuales residuos nucleares. Nada sabíamos
de las causas de esta atroz guerra de exterminio, entre quienes se disputó,
quien ganó si hubo ganador, y qué armas desataron la horrenda lluvia de
fuego que destruyó todas las ciudades conocidas. Donde antes hubo
ciclópeos rascacielos había sólo terrones de carbón, sílice y hierro fundido.
Una avioneta tiraba volantes que convocaban “busca un refugio” con un
símbolo de identificación: un círculo atravesado por una cruz.
A los pocos meses de caminata, alimentándonos de animales del campo y
frutos silvestres (extrañamente abundantes) hallamos un refugio. Carteles
orientatorios indicaron, durante kilómetros, su ubicación. Nos recibió un
maestro, canoso y delgado, próximo a la cincuentena. Nos acomodaron en
un tinglado, con separaciones aptas para familias, hombres ó mujeres.
La instrucción permanente a que nos sometieron incluía diez horas diarias
de trabajo en la granja modelo, seis horas de estudios sobre actividad
agropecuaria intensiva, esparcimiento (juegos y deportes) y descanso.
Durante los primeros tiempos debimos cazar las cabras, dispersas en el
campo, que serían la base de nuestro rebaño.
Había almacenadas semillas de todo tipo, herramientas, fertilizantes,
plaguicidas y medicamentos para varios siglos. Una enciclopedia muy
frondosa sería la obra de consulta permanente sobre cómo subsistir en el
futuro. Cuando las granjas trabajen a plenitud, el guano y el desecho
orgánico humano reciclado servirían para activar generadores eléctricos a
metano. Mientras tanto usaríamos velas de sebo.
La décima parte de la población se transformó en guardias armados, para
proteger la colonia de los depredadores. Éstos eran grupúsculos de
inadaptados que pretendían vivir del saqueo. Pero su número era cada
vez menor, y las colonias crecieron notoriamente, con limitaciones de mil
habitantes cada una.
Los maestros evitaban hablar del gran fuego, alegando desconocer sus
causas. Muchos sospechábamos que sabían bastante más del tema.
La enciclopedia centraba su prédica en la labor solidaria. Unos pocos
maestros eran médicos, y comenzaron a formar sus sucesores.
La organización política interna, una vez cumplidos los horarios de trabajo
y capacitación, eran responsabilidad exclusiva de cada comunidad,
atendiendo a las normales diferencias de etnia, aptitudes, cultura
remanente e historia.
Las religiones fueron drásticamente prohibidas, la sola invocación de algún
Dios era severamente reprimida. Los planificadores del fuego estaban
convencidos que la esperanza de una vida eterna, ó el rol de
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dispensadores de paraísos de sus hechiceros, disminuían notablemente la


fuerza creativa del hombre. La vida era el objetivo. El respeto a los
demás seres vivos y al ambiente eran continentes esenciales para la vida.
La vida era un proceso controlable en su desarrollo y perfeccionamiento.
Los niños debían ser criados por la familia y educados por los maestros de
cada colonia. Del pasado había que recuperar aspectos positivos,
eliminando los que causaron el holocausto. La energía era un don escaso
de la naturaleza, y debía ser cuidada. No había bienes que acopiar, sólo
instrumentos para un razonable bienestar. Se diseñaron sistemas de
baterías de Cesio, de altísima duración, recargables con turbinas
accionadas por bicicletas. Si alguien quería leer de noche, debía pedalear
media hora para restituir su consumo.
Todos los códigos y leyes, ciencia y técnica, del planeta estaban copiados
en la enciclopedia, cuyas hojas, de acetato especial, eran indestructibles
por los agentes naturales y por el fuego. Los problemas legales eran
resueltos en consejos asesores, que mediaban en los conflictos.
Aquellos que se capacitaban en bien de la colonia tenían mejores
viviendas y raciones. Los administradores políticos trabajaban ad-
honorem, y no gozaban de ninguna prebenda.
Era un futuro imperfecto. En pos de la preservación de la especie se
sacrificaron la ciencia, las artes y la cultura. Pero había una nueva
oportunidad

CAMBIA, TODO CAMBIA...


Llegó la primavera, y me extasiaba comiendo frutos de los árboles, ó
aquellos que los monos dejaban caer para su amigo y protector.
Saboreaba una drupa jugosa, una diáfana mañana de la selva, cuando los
monos comenzaron a chillar, indicando peligro. Me puse alerta, y, a un
centenar de metros, había un leopardo sólo, comiendo frutos, indiferente a
los chillidos de los primates y a mi presencia amenazadora. No parecían
interesarle los monos ni el león, sólo gozar, con parsimonia, su nuevo
sustento. Lo vigilé todo el día, pero no manifestó inquietudes ajenas a sus
meras ocupaciones. Un grupo de monos jóvenes, atrevidos por la
novedad, se le acercaron peligrosamente y le arrojaron carozos. El gato
grande se erizó y bufó amenazador. “No molestar”, parecía la consigna,
“no soy enemigo, pero tampoco gozan de mi simpatía...”.
Se me ocurrió, por un momento, que, mis actos pudieran ser imitados, sino
por buenos, al menos por funcionales. Los felinos nada sabemos del bien
ó el mal, estamos más allá de todo. En realidad sobraba la fruta, y era
difícil atrapar algún mono. Evolucionamos para ser mejores, ni más
buenos ni más malos, sólo mejores. Si la vida tiene un sentido práctico,
eso era bueno.
Los monos comenzaron a dar señales de organización interna superadora
al “macho fuerte dominante”. Algunos usaron raspadores de piedra, como
herramientas, y ahuecaron un tronco seco, para dormir abrigados y
protegidos. En poco tiempo fueron imitados por toda la tribu. Un año
antes dormían en las ramas, y numerosas crías morían al caer, ó al ser
presas de los pequeños felinos.
Los leones ignoramos qué es la cultura, pero me pareció bueno que se
organicen los monos. Yo había probado ser más capaz y astuto que
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melena negra, y, el jaguar, que me espiaba, quería ser tan perspicaz como
yo.
Me dirigí al arroyo, y, en un recodo de la senda, fui atacado por tres jabalís.
Herido de poca gravedad, trepé un árbol, y esperé a que se fueran.
Comprendí que mi olor atemoriza a todos los herbívoros, y que eso no era
bueno, pero sí inevitable. No debemos esperar que el mundo cambie a
nuestro albedrío, las cosas son como son...

El TOQUE DE DIOS.
El hombre joven se sentía inquieto y desasosegado. Todos los días la
misma rutina de trabajo y perfeccionamiento. Tras de las colinas
vegetadas con frutales y los valles explotados para cereales, había un
mundo. Con la sutil belleza de lo desconocido. Fue armando, con
meticulosidad, un equipo de supervivencia, pedernal y yesca, para hacer
fuego, abrigo, soga, un gran cuchillo, muy bien afilado, y una punta de
acero duro para una lanza. Reforzó su calzado con planchas de caucho
duro, si quería conocer el mundo, sus pies eran fundamentales. No quiso
discutir con nadie qué ocultas razones lo impulsaban. Partió en las
sombras de la noche, hacia la nada ó hacia una nueva vida. La selva se
llenó con los ritmos bullangueros del amanecer. Los monos le gritaban
desde las altas copas de los árboles, las aves trinaban, melodiosas y la
grama, perlada de rocío, brillaba con intensidad bajo los primeros rayos del
sol. Descansó, un breve tiempo, sentado en una piedra, y pensó “soy
dueño de mí, de mis actos” y saboreó la hermosa quimera de la libertad.
Los primeros días se alimentó de frutos silvestres, que fueron insuficientes.
Cuando el hambre dificultó su descanso nocturno, comprendió que debía
cazar, que no era tan fácil sobrevivir en soledad. Disponía de tiempo y
estudió, agazapado en la fronda, las costumbres de los conejos.
Construyó una buena lanza, y, al segundo día de infructuosos intentos,
pudo cazar uno. Comprendió que buena parte de su tiempo se insumiría
en la supervivencia, pero ¿no era eso lo que estaba buscando?
Durante su transcurso con la naturaleza observaba los diversos
comportamientos de ese todo interconectado. Nada era perfecto, todo se
complementaba. En la comunidad había una palabra tabú: Dios. Una vez
le preguntó a su maestro el por qué de la negación de algo más allá de
nuestras estrechas vidas. El le respondió que los dioses eran los artilugios
de los antiguos para solucionar el temor a la muerte, y que ésta era sólo
un lógico desenlace. La muerte no nos debe dar pena ni alegría, es algo
natural, ocurre, está. El muchacho volvió a indagarlo ¿cuál es, entonces, el
sentido de nuestras vidas? El anciano replicó que una adecuada
subsistencia ¿acaso no te alcanza? No, es muy poca cosa...
En la comunidad se realizaron numerosas asambleas para debatir la
deserción del muchacho: Si la organización era perfecta ¿por qué había
ocurrido este hecho tan inesperado? ¿Qué sentido tenía huir del amparo y
la seguridad de la colonia, y buscar su propia desventura? Los ancianos se
preguntaban en qué estaban fallando. Otros, más necios, acotaban que
“una golondrina no hace verano”, que “ya volvería arrepentido”. El hombre
lleva en sus genes la vocación de cambio, el afán de aventura, por ello, los
“modelos perfectos” de sociedades tienden a abrumar sus pulsiones
naturales. Cuando le preguntaron al primer escalador del Monte Everest,
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Sir Edmund Hillary, por qué asumió tanto riesgo y sacrificio para subir esa
difícil montaña, sólo contestó “porque estaba allí”. Ese particular
magnetismo que tiene lo desconocido es una herencia arquetípica
insoslayable para algunos humanos. Ese gen oculto en su ADN es la
mágica impronta que garantiza su vocación transgresora-transformadora.
Sus portadores, unos pocos en millones, vehiculizan el cambio, son los
iconoclastas que desconocen normas, tabúes, religiones ó verdades
indemostradas. Tienen el “toque de Dios”.

EL JUEGO DEL DEMONIO


Las colonias humanas fueron expandiendo sus fronteras agrícolas. El
agua era un bien preciado, se captaba con ingenio y se conducía con
dificultad. En una instancia la expansión de una comunidad se hizo
tangente a una vecina. En el límite justo entre ambas quedó una vertiente.
El agua brotaba, gentil y bullanguera, por una grieta en las rocas, y llenaba
una depresión formando una cristalina laguna, donde hasta hacía poco
tiempo, abrevaban en paz los animales salvajes.
Se iniciaron arduas y complejas negociaciones entre las comunidades por
la propiedad de la fuente. La ubicación misma de la vertiente, en una
altura entre elevadas lomadas, la hacían apta para conducirla por
gravedad y distribuirla eficazmente.
En ambas comunidades fueron generándose tendencias internas, las
primeras, ó “palomas”, proponían compartir equitativamente el recurso,
otros (los “halcones”) promovían lograr el dominio exclusivo de la fuente.
El tiempo agudizó las diferencias, hasta que se interrumpieron todas las
negociaciones. Los halcones pregonaban la dignidad y la soberanía de la
posesión del agua. Las palomas, cada vez más debilitadas en número,
pregonaban los supremos beneficios de la paz.
El detonante pudo ser cualquiera, cuando los resortes sociales se
comprimen, un imperceptible evento los colapsa.
Un joven cazador perseguía un conejo, y la presa, despavorida, cruzó un
cerco; la siguió, pensando en el sabroso estofado, cuando una flecha de
ballesta, sagaz, brillante y plateada, le atravesó el cuello. Antes de
comprender qué ocurría, estaba muerto.
Fue encontrado junto a la cerca. Su viuda, desconsolada, pedía venganza
a los gritos. Los halcones, indetenibles, afilaron sus armas, mientras
sepultaban a su hombre.
La religión, cuestionada por tantos, inserta normas morales al sistema.
Establece códigos, pone límites, resguarda un marco de convivencia. La
negativa a aceptar siquiera un Dios favorece el caos y promueve
conductas gravemente transgresoras. El opio de los pueblos quizás sea,
en definitiva, un mal necesario. En última instancia quienes más fallan son
los intérpretes, sus falsas vocaciones de castidad, sus farsas e imposturas.
Entonces, si la palabra de Dios es buena, pierde sustento en la corrupta
boca de los hechiceros.
Las leyes convocan a la reflexión sobre “crimen y castigo”. Esta falta de
normas, en una sociedad pregonada “casi perfecta” por los tecnócratas
que las fundaron, no tuvo presente la agresividad natural del hombre.
Un grupo organizado de halcones cruzó, una noche, el cercado limítrofe
entre los pueblos y asaltó una granja, masacrando en forma horrenda un
42

grupo familiar numeroso. La matemática falló, por un muerto inicial


pagaron ocho, hombres, mujeres y niños.
Las matanzas se hicieron comunes, en forma cotidiana. En pocas
semanas sólo quedaban decenas de habitantes en cada pueblo. Cuando
asumieron la realidad era tarde, estaban indefensos, y fueron invadidos
por bandidos saqueadores, que esclavizaron a los supervivientes y se
apoderaron de las viviendas y los cultivos.
Estos bandoleros eran bárbaros, que sin orden social alguno, se
adueñaban por la fuerza de cuanto podían.
A partir de la ciudadela tomada, fueron invadiendo colonias vecinas,
esclavizando a los prisioneros.
Algún oportunista vendió sus presuntas videncias y creó una religión, con
un Dios de la guerra, sediento de sacrificios humanos.
Y la barbarie se hizo imperio, y el hombre retrocedió a la edad de piedra.
Y todo volvió a empezar.

CUCHIYO DEL MISHMO PALO

Los efectos de la droga ingerida le dificultaban el control de la Honda


cross, robada pocas horas atrás... Si bien, en otras circunstancias, hubiera
disfrutado el manejo, la visión se le dificultaba por las alteraciones
43

sensoriales, y debió disminuir la velocidad porque casi vuela de la


calzada, en una curva. Transitaba una ruta muy poco concurrida, que
conducía a un pueblo mayoritariamente habitado por ganaderos. El blanco
ideal era asaltar en la ruta, algún desprevenido. El método, cubrir con su
cuerpo una calzada de circulación vehicular, y con la moto la otra,
simulando un accidente. Si, algún alma piadosa se detenía a auxiliarlo,
amenazarlo con el revólver, secuestrarlo, y desvalijar sus cuentas
bancarias en varios cajeros automáticos. Hacía pocas semanas la “yuta”
había apresado a “Choco” su compañero de andanzas, quien era el
cerebro de sus depredaciones. Él era acompañante, cubría en los asaltos
y dejaba toda la inteligencia en manos de Choco, qué robar, dónde, los
reducidores, los precios… Era todo tan complejo para su cerebro destruido
por drogas y alcohol…No se le ocurría qué hacer. Lo del motociclista fue
un golpe de suerte, en medio de la desesperación. Sintió la moto
acercarse, mientras aspiraba de la bolsa. Pensó “revólver mucho ruido…”
tomó una baldosa suelta, y, cuando pasaba por el medio de la calle, arrojó
el proyectil, que acertó en la espalda. El joven cayó pesadamente,
rodando sobre si mismo, y la moto se deslizó, horizontal, casi media
cuadra. Se acercó é intentó desvalijarlo. El muchacho, aún totalmente
maltrecho se resistía, entonces sacó la navaja y de un solo tajo le cortó el
cuello (“láshtima por la camisa, tan linda…”, pensó). Le quitó riñonera,
vaqueros y zapatillas, corrió hacia la moto y emprendió la huída, enfilando
hacia la provincia…En medio de la neblina que ondulaba su mente,
recordó la narración de un “pesado” en el patio de la cárcel (no recordaba
cual, alguna de las tantas…) sobre la “ruta de los chacareros”, una vía
poco frecuentada por la “cana” por la que circulaban los ganaderos. Una
verdadera “mina de oro”. Claro que desde que le pasaron el dato habrían
pasado veinte años, ó más, pero, en sus neuronas depredadas, ya no se
atendía el tema “circunstancias”. Para él el tiempo no transcurría, la vida
no existía, todo estaba nublado y confuso. Buscó un lugar propicio, unos
cincuenta metros después de una curva, cuando deberían reducir su
velocidad. Pasaron cuatro vehículos, tres camionetas y un auto. Nadie se
detuvo. Simplemente lo esquivaban, a gran velocidad por la banquina. ¿Es
que ya no hay piedad? Pensaba. Un pobre infeliz, accidentado en la ruta, y
todos huían presurosos. Lo que su obtusidad le impedía racionalizar es
que la gente ya “estaba de vuelta” de tantos ardides para desvalijarla,
nadie creía en nada. Pero, ¿y si estuviera verdaderamente
accidentado?...Lo dejarían morir sin más.
Venían exultantes, eufóricos, cuatro asaltantes en una 4x4, nuevita,
flamante. Un nuevo “trabajo” exitoso, en San Isidro, dólares, pesos, joyas,
plasmas, computadoras, juntando con la venta de la camioneta,
dispondrían de más de cincuenta mil pesos. Y ningún problema, el dueño
de casa, con frialdad e inteligencia cedió todas sus armas y colaboró
entregando sus valores. Hasta abrió su caja fuerte. Quedó contento el
infeliz, porque no violaran a su mujer ó las niñas. Muy sencillo, eran
“choros”, no “violetas”, “locódigo shon locódigo, viejo”. Ahora venían a
aprovechar el domingo, asaltando las fincas de varios chacareros, luego
reducirían la camioneta, y derecho al aguantadero. Traían dos cajones de
champagne, entre el botín, y habían dado cuenta ya de cinco botellas.
Tomaron la curva y vieron al accidentado. Se detuvieron a escasos veinte
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metros de la víctima. “La moto está nuevita, la quiero” dijo uno desde al
asiento trasero. “Caiate, pelotudo”, dijo el jefe, “lajugamo al truco y lishto”.
“Bueno, rematemo al güevón y carguemo la moto”.
La “víctima” estaba tensa, había parado una camioneta negra, en medio
de la ruta, pero nadie bajaba. “Tal vez estén indecisos”, pensó. De pronto
sintió la acelerada, y la realidad se hizo sombras, lo iban a embestir. Su
cuerpo estaba entumecido por la inmovilidad. Alcanzó a incorporarse a
medias, pero era tarde. Las defensas adicionales que protegían la parrilla,
gruesos caños de acero cromado, le impactaron de lleno en el pecho,
tirándolo unos diez metros más adelante. Debía tener casi todas las
costillas rotas, los pulmones colapsados, apenas podía respirar. Su mente
repetía monocorde “jos deputa… ¿por qué? ¿Por qué?.... ¿por una guacha
moto que ni siquiera era suya?”. Recordó que él había matado por ella,
bastante rápido lo estaba pagando…Fueron muchos, demasiados, los
infelices a quienes robó y mató, en su imbécil vida…Por el rabillo del ojo
vio que bajaban cuatro de la camioneta, mientras dos cargaban la moto,
los otros se le acercaron, lentamente. “Quitale la rinionera”, dijo el jefe,
mientras sacaba el 38 de su cintura. Entre suspiros ahogados por
bocanadas de sangre pedía, rogaba, imploraba “No, no, no…”. Vió el caño
apuntándole a la frente, y supo que era el fin. “Oi noes tu día de shuerte,
viejo”, dijo el jefe, y la explosión, y la oscuridad final. Tiraron su cuerpo en
la banquina, y, entre bromas y risotadas, siguieron la ruta de la plata fácil.
“Total eshos kajetudos tienen mushas vaquitas, y noshotroj shiempre, tan
pobres…”.
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MAIKEL

El mar fue parte sustancial de mi niñez. Lo visitaba todos los años,


entre diciembre y marzo. Aprendí a nadar como a hablar, caminar, ò
entender el dialecto veneciano de mis tíos.
Adentrarse tras los rompientes era, para muchos una insensatez, por las
corrientes ocultas de la marejada, y los peligros desconocidos. Escurrirme
en el mar, aún más de mil metros, siempre fue mi secreta pasión e
ineludible obsesión. Nuestra playa era suburbana, no había bañeros ni
controles, por lo que esta transgresión se transformó en mi costumbre
cotidiana. Practicaba buceo, fuera de la incomodidad del oleaje, ayudado
por mis patas de rana y escafandra, lo que me permitía disfrutar la visión
próxima de grandes peces y delfines.
Un matrimonio de “gente grande” compró la casa vecina a la nuestra. Eran
vascos, el un marino retirado, ella artista plástica. Eran atractivos y
pintorescos, fríamente corteses ó elusivos distantes. Ella, menuda y
delgada se llamaba Maité (“querida” en vasco según supe más tarde). Iba
a la costa con un gran sombrero de paja y una larga túnica blanca suelta.
Clavaba y nivelaba cuidadosamente su caballete en la arena, y pintaba sus
acuarelas marinas, todas de colores suaves, todas diferentes, casi tan
hermosas como sus apacibles ojos turquesas. El viento jugaba con sus
cabellos blancos, mientras inmutable, deslizaba, hábilmente, el pincel por
la tela. Pintaba siempre desde el mismo lugar, pero todas sus obras eran
distintas, el amarillo intenso del sol naciente, el gris plomo del mediodía, el
rojo-naranja-índigo del ocaso y los varitonales en gris de las tormentas.
Nada escapaba de su visión inquisidora ó sus manos creadoras. Horas me
pasaba, sentado unos discretos metros por detrás, embelesado en los
juegos de colores surgidos de la nada.
Él era un hombre robusto, musculoso, dorado por mil soles. Su rostro
tosco parecía labrado en granito, y los cabellos cenicientos se adentraban
por una extraña calvicie, dejando una franja central pilosa parecida al jopo
de los mohicanos. Su rasgo distintivo era la mirada, irónica, juguetona,
burlesca, que acompañaba a una lengua mordaz, siempre dispuesta al
comentario agudo. Se llamaba Maikel.
Volvía con un balde lleno de mi trabajosa cosecha de almejas, y, buscando
el camino a casa, cruzaba la playa oblicuamente a una veintena de metros
de la pareja, cuando él me detuvo: “espérame, por favor”. Y se acercó
trotando en la arena blanda e hirviente del mediodía. “Pero ¡Qué
hermosas almejas!, son realmente enormes… ¿De dónde las sacas? ¡Aquí
todas son muy pequeñas!…”. Le dije mi nombre, extendiendo la mano, y el
la estrechó “Soy Maikel”, repuso. Así sellamos una amistad que duraría los
tres meses de ese verano. Un sexagenario y un jovencito de sólo doce
años. “Si querés mañana te llevo, pero, hay que salir muy temprano”.
“Hecho”, dijo, “nos encontramos aquí cuando amanezca…”
Con los primeros rayos del sol, me esperaba, traía una caña de grueso
bambú -de unos tres metros de largo-, un balde grande, una soga y una
palita “linneman” roja y amarilla, con los colores de “su España”. Durante la
prolongada marcha por la arena (más de diez kilómetros, según calculó),
insistió que camináramos por la blanda y dificultosa, no por la húmeda y
consistente de la playa mojada. “Hace bien a las piernas”, me dijo. Le
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manifesté que las mías no tenían problemas. Y riendo, me dijo “siempre


hace bien recordarles a los músculos para qué están”. Durante la hora y
media de marcha forzada le pregunté sobre España. “Yo no soy de
España, soy vasco…”. Cuando le dije que para mí era la misma cosa, que
mi padre también lo era, y de Guipúzcoa, me repuso “Para un vasco es un
insulto llamarlo español”
Y me contó toda la historia del “ijoeputa de Franco”, de la guerra civil, de
todos sus amigos muertos, y su huída, tras la derrota “republicana”
cruzando el mediterráneo en un viejo esquife que hacía agua por todos
lados.
Llegamos al barco hundido en plena marea alta. Los mástiles y parte del
casco del viejo navío se erguían amenazadores. Los viejos pescadores de
la zona dicen que no hay que acercarse al barco, porque grandes
tiburones acechan entre las ruinas de sus oscuros maderos. Siempre me
sumergí, a la vuelta del barco, y nunca vi ninguno. Quienes pescan en el
espinel, doscientos metros adentrados en el mar, sólo sacan tiburones de
menos de un metro, que, en realidad, a nadie espantan.
“Allá están, corra”, le indiqué. En una pequeña ensenada, la marea
arrojaba miles de grandes almejas. Juntamos medio balde en pocos
minutos. Y, nada más…” ¿Y ahora...?”, indagó. “Mire con atención”, le
indiqué. Una almeja solitaria fue llevada por el agua a la costa, y le mostré
como el bivalbo sacaba su pie musculoso y presto se enterraba en la
arena, cavando con rapidez. Excavé con la mano, la extraje y la abrí con
la navaja, mostrándole sus partes. “Ve este pie blanco, con él excava;
estos dos tubitos rojos son el aparato respiratorio. Cuando se entierran
comienzan a respirar aire, entonces arrojan agua a presión por los sifones,
quedando en la arena estos dos orificios juntos. Allí, abajo, a menos de
quince centímetros, hay una almeja. Cuanto más grandes los respiraderos,
mayor la almeja. …”
En poco tiempo llenamos el balde, era galvanizado, de doce litros, y estaba
muy pesado, hay que llevarlas con agua de mar y arena, para que no
mueran. Entonces tuvo sentido la caña y la soga que trajo, ubicó la manija
del balde en la mitad de la caña, y la ató, firmemente, con nudos de
marino. La carga no se deslizaría y el peso sería parejo. Apoyar la caña
en el hombro era reducir drásticamente el esfuerzo que significaba llevarlo,
como hacía yo, con la mano. Nunca supe cual era mi “negocio” de las
almejas. Los tíos me pagaban tres pesos por el balde, con ellos
solventaba, por la tarde, dos horas de alquiler de un caballo. Eran tres
horas de caminata, una hora de recolección, y la vuelta con los dos brazos,
alternadamente, acalambrados por el peso. Después, la vida me fue
enseñando, que los sacrificios pueden ser mayores y los placeres aún más
esporádicos. Durante el regreso le pedí que me contara sobre los países
que conoció. Fue marino de todos los mares, con gran capacidad narrativa
para transmitir imágenes destacables de Oslo y Bangcock, pintando los
colores y aromas de todos los puertos. Esta costa era su playa terminal,
su último hálito de espuma y sal.
Todos los días salíamos a nadar mar afuera, con el viejo. En ocasiones
dejábamos tan atrás la ribera, que llegaba a tornarse invisible, en
oportunidades de fuerte oleaje. Al retornar, agotados nos tendíamos en la
arena mojada, a compartir las vicisitudes vividas. Cómo variaban las
47

corrientes costeras, los juegos de los delfines, las corvinas negras


depredando los bancos de almejas. En algún buceo prolongado
descubrimos un depósito de conchillas. Colindaba, mar afuera, con el
segundo banco de arena, donde surcaban con más intensidad los flujos y
reflujos de las mareas. Era una media luna, convexa hacia el Atlántico, de
unos treinta metros de largo, con un espesor de medio metro. Las
conchillas estaban, mayoritariamente, rotas, pero no eran escasos los
especimenes sanos, coloridos y variados, de pectínidos, gasterópodos y
bivalbos. Tuvimos que perfeccionar un sistema de recolección, se
acopiaría en bolsas de redecilla plástica, atadas a la cintura. Al ser el
cascajo de bordes filosos y puntiagudos, debimos protegernos las manos
con guantes sintéticos de malla gruesa, usados por algunos conductores
de autos deportivos. Asimismo, cambiamos las patas de ranas
convencionales por otras de gran tamaño, que nos brindarían rapidez en el
movimiento. Nos sumergíamos durante un minuto y medio,
descansábamos el doble, flotando, y, vuelta a la tarea. Los delfines,
confianzudos, en oportunidades jugaban con nosotros, mientras se
alimentaban con el cardúmen de anchoitas. Una vez uno me seguía al
fondo y observaba, quizás atónito, mi extraña actividad.
Luego de diez días de trabajo, nuestra colección era, sencillamente,
sorprendente. No teníamos donde comercializarla, pero, vueltos a la
capital, al fin del verano, su venta nos compensaría con creces.
Un día calmo, a pleno sol, como cualquier otro, llegamos al segundo
atolón, y antes de sumergirnos, me sorprendió la ausencia de delfines,
transmitiéndole a Maikel: “Mire, viejo, no hay toninas… ¿raro no?”. El
marino quedó pensativo, desconfiado. “Es muy extraño”, dijo. Intranquilos
iniciamos la cosecha. Cada descanso miraba en torno con avidez, con
miedo…Recordé la máxima de un tío viejo “si algo se sale de lo común,
alguna razón habrá…”, convencido que, mis breves doce años de vida,
podrían abonarse con la experiencia ajena. Y vi la gran aleta negra
triangular, surcando rauda el mar, hacia nosotros. Me hundí y tiré a Maikel
de sus escasos cabellos. Emergió, y le señalé el tiburón, ya a escasos
diez metros de distancia. Rápidamente, como la última pulsión de la vida
(y, ciertamente, lo era), nadamos hacia el atolón contra el reflujo del
bajamar. Quedamos con el agua en las rodillas, cuando el gran escualo
impactó en la arena. Nunca vi uno tan grande, con la panza tan blanca.
Se revolcó, furioso, desbordando odio e impotencia, con medio cuerpo
fuera del agua, mirándonos con sus grandes ojos redondos, fríos e
inexpresivos como la misma muerte. Retrocedió y volvió a intentarlo, cinco
veces, y quedó nadando en círculos, buscando una pasada a la
hondonada, para cortarnos la huída. “Debemos ir a la costa”, dijo el
marino, “nuestra situación, si llega a pasar, será muy precaria…”. “Vamos,
con la próxima ola”. Y saltamos a su cresta, y nadamos con ímpetu y
desesperación, hasta que clavamos las uñas en el primer banco de arena,
y miré hacia atrás, y, allí venía, con su hambre y sed de desgarrar y
triturar. Maikel me apretó el cuello, y me gritó: “A la costa, muchacho, sin
parar”. Al caminar por la arena me temblaban las rodillas, faltaba el aire, y
todo giraba en derredor. Al abrir los ojos vi el rostro del viejo. Me señaló el
tiburón, rondando próximo a la orilla. Los bañistas, despavoridos, habían
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abandonado el agua. “Es de los blancos, inusual en estas latitudes, un


bicho grande, muchacho”, dijo, “más de cuatro metros…”
Al verano siguiente volví al mar, pero el viejo ya no estaba. Un matrimonio
joven, con dos hijos pequeños, ocupaba la casita. Cuando pregunté por él,
me dijeron “Creemos que falleció en julio, su viuda nos vendió la
propiedad, hace un par de meses, ella no quiere volver al mar…”
Imaginé a Maikel, muriendo en una cama seca, sin oleaje, ni sabor a
espuma salada, sin caracoles ni delfines… ¿Habrá tenido algún
pensamiento final, con este gran tiburón, que nos hermanó por siempre?

CAÍDA LIBRE
Al realizar el trabajo final de licenciatura disponíamos un presupuesto para
las tareas de campaña. Estos fondos, exiguos, permitían solventar un
accionar de bajo perfil, por lo que, mi ayudante (José) y yo debíamos
pernoctar en carpa. El pueblo más cercano a la zona de trabajo era Villa
Mazán, en el noreste de La Rioja. Por seguridad de las pertenencias,
solicitamos autorización para acampar en la comisaría, y trabamos gran
amistad con el comisario. A este señor le gustaba el truco, y, para
mantener las buenas relaciones humanas, nos dejábamos ganar a fin de
conservar las cosas en un “empate técnico”. Yendo hacia el oeste por la
ruta, atravesando la quebrada de Mazán, nos quedaba un fácil acceso a la
zona de trabajo. La carretera era sinuosa, bordeando una profunda
quebrada. En una de sus curvas, sobre una delgada pirca, había una cruz
con una leyenda “Custodio Bazán – 16/03/1968”. Pensamos que había
ocurrido una muerte en un accidente de tránsito. Por la noche consultamos
al comisario “¿Cómo fue el accidente en la quebrada, el año pasado?”
“¿Cuál accidente?” indagó. “Ese, donde hay una cruz”. “Ah, ese, verán
muchachos, Custodio era un mamado incorregible. Venía desde Tinocán,
de un beberaje, un sábado por la noche. Aparentemente se sentó en la
pirca a descansar, y, por el mareo cayó hacia atrás. Habrán visto que el
murete que bordea el camino es angosto, y que la barranca es vertical, de
un centenar de metros. Bueno, literalmente, quedó apoltronado contra las
peñas del fondo de la quebrada. En la comisaría estaba de turno un oficial
jovencito, estudiante avanzado de derecho. Un muchacho muy culto.
Cuando redactó los entretelones del incidente escribió: “causa del deceso:
caída libre…”
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LOS “DEL SESENTA”


Introducción
Los argentinos vivimos inmersos en un mar de falacias. No asumimos
nuestra realidad, ignoramos nuestra historia, y, consecuentemente,
carecemos de vocación de futuro. Internalizamos, como postulados reales,
mentiras degradantes, aceptando como cierto que “el incremento del PBI
producirá un derrame de riqueza hacia los pobres”. Y convalidamos como
normales las más infames corrupciones. Los políticos, sin distinciones de
banderías ó inclinaciones, tienen como único objeto de bienestar su
acelerado enriquecimiento. La carencia de ética y moral, en cada proyecto
de poder individual, genera desembozados saqueos del Estado, en la cosa
pública. Achacamos, entonces, a nuestros “políticos” el patrimonio de las
desgracias, intentando eludir nuestras culpas y responsabilidades reales.
Nada, de cuanto nos rodea, es recuperable, agravado por un vacío
científico, técnico y cultural, simplemente espeluznante. Sólo la ignorancia
conculca nuestra impotencia de adecuada lectura de la realidad: que el
presente es, certeramente perfectible, y el futuro es arcilla modelable a
nuestro exclusivo arbitrio. Nuestro pasado, aún el inmediato, es penumbra
tenebrosa deseando ser alcanzada por la luz. Creemos cuanto nos dicen,
impostores disfrazados de competentes informadores. Nos referenciamos
en personajes deleznables, masivamente promovidos por la acción
mediática, sin reflexionar en los menguados valores éticos y morales que
representan. Mientras tanto, nuestros héroes reales y cotidianos, como
René Favaloro, se vuelan los sesos en la impotencia de ser escuchados ó
sintonizados por un país, decididamente autista. Queremos creer, porque,
decisivamente lo necesitamos, que heredamos doctrinas lúcidas y
trascendentes de oportunistas que medraron con nuestra buena fe. Y
sustentaron ser creadores de una “tercera posición equidistante de yanquis
y marxistas”. Cuando jamás, los unos ni los otros nos tuvieron siquiera en
cuenta. Ó a lo sumo nos destinaban una tímida sonrisa de soslayo,
divertidos ante nuestra sobrevaluada soberbia y desenfrenada corruptela.
Así somos, la Argentina discepoliana, un desafinado coro de perdedores
con pretensiones de lucidez. Y donde un hartazgo de seudo sociólogos y
politicólogos desarrolla la parodia de investigar nuestros males endémicos,
en una farsa sadomasoquista que, sin aportar construcciones ni
propuestas, descubre lo que siempre supimos: Que somos un pueblo
mediocre y carente de valores ponderables. Pero si la verdad no surge de
estos pseudomesías, ni mucho menos de los políticos de turno, tampoco
es cierto que sea inexorable el imperio del horror. Nuestro voto ciudadano
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es el despilfarro de elegir el menos horrendo de los candidatos. Un canto


ingenuo a la esperanza “lo apoyo porque creo que es honesto”. Algo es
irrefutable: debemos conocernos a nosotros mismos, y entre nosotros
mismos, para superar nuestras limitaciones comunes. Y proveer las
confluencias fundadas en la amalgama de las sanas aspiraciones. Sólo
asi podremos construir un presente algo más digno, y un futuro, cuanto
menos coherente y decoroso. Y debemos explorar el pasado, para
capitalizar los errores, y rescatar sus aciertos.

El legado hispanoamericano
Latinoamérica es heredera de los usos y costumbres de sus colonizadores
procedentes de la península ibérica. Y su destino quedó, inevitablemente,
signado. Si analizamos la historia comparativa de la América anglosajona,
con nosotros, transcurridos cinco siglos de la conquista, las diferencias
entre economía, desarrollo y crecimiento son abismales. Y es esa suerte
de “mandato genético” que nos condenó a “ser como somos”. Los
españoles y lusitanos, eran poco afectos al trabajo y la producción,
centrando su vida en la renta del esfuerzo ajeno. Este “quebranto moral”,
no es atribuíble a los nativos, que demostraron, en forma fehaciente, su
vocación de trabajo en beneficio propio. Si tomamos como ejemplo el Valle
de Tafí (Tucumán) antes de la “conquista” surtía, en su nicho
agroecológico, fuentes de vida para más de 30.000 calchaquíes. Hoy, sus
escasos cinco mil pobladores permanentes, deben vivir de planes sociales
ó emigrar por trabajo a otros destinos. El Paraguay, con la gesta jesuita,
llegó a formar un milagro agroindustrial, que debió ser destruído por la
guerra de “La Triple Alianza”, a instancia de los intereses ingleses.
Paraguay “indigenista” competía, exitosamente, con las industrias
europeas.
Las claves de la tragedia latinoamericana la brinda Teresa Piossek
Prebisch, en “El Inca en Tucumán” (1976):

“En 1630, el cacique Chelemín, de los hualfines, fue quien elevó el grito de
guerra al cielo. El origen de esta guerra fue muy significativo: el
encomendero Juan de Urbina descubrió una mina de oro a la entrada de
calchaquí, por el lado del valle de Catamarca, y los indios temerosos de
que se los obligara a trabajarla, lo mataron junto con toda su familia. Los
españoles reaccionaron violentamente y esto desencadenó una lucha que
duró siete años, y costó la pérdida de dos ciudades más: Londres II,
ubicada cerca de la primera y Nuestra Señora de Guadalupe, en el
calchaquí. Para los calchaquíes significó la derrota total, con la ejecución
de Chelemín y el desarraigo de las tribus que, según la costumbre incaica,
fueron reducidas al yanaconazgo, arrancados de sus solares nativos y
repartidos por tierras lejanas”.

La tragicomedia resume la historia de Hispanoamérica, un hidalgo Juan de


Urbina, descubre oro, que pretende, producir en su beneficio, merced al
51

trabajo gratuito de los nativos. Concisamente, planificaba enriquecerse con


el fruto del esfuerzo ajeno. El calchaquí tenía una ética particular, prefería
la muerte a la esclavitud.
.Con el desarrollo poblacional, los descendientes de la “gloriosa conquista”
hegemonizaron el poder económico, en primera instancia a favor de la
feroz explotación de los indígenas, en sistemas de esclavitud (mita y
yanaconazgo) bestiales e inhumanos. Esta forma de vida, formando la
burocracia gobernante de la “ciudad puerto” y señores feudales en los
asentamientos agrícola-ganaderos, era posible, a favor de la inmensa
renta, producto de la plusvalía del trabajo, inicialmente de los nativos
conquistados, luego de los “criollos” descendientes de la cruza de éstos
con soldados y “peones” de estancias. Las emancipaciones
latinoamericanas cambiaron los “patrones”. Ya no eran explotados en
nombre del rey de España, sino por una “oligarquía” local que, igualmente,
los privaba de todos sus derechos elementales. Hacia mediados del siglo
XX éste era el statu quo vigente en Latinoamérica. Lógicamente variaban
los matices. En Ibero América los factores dominantes “negociaban” las
radicaciones de inversiones norteamericanas (United Fruit Company,
Standard Oil). Los gobernantes enajenaban, como propia, la riqueza de
los territorios, bajo su dominio político y militar: el estaño y plata en Bolivia,
el cobre en Chile, el Oro en Perú, Bolivia y Argentina, el petróleo en
Venezuela y Méjico, el plátano en Guatemala, el caucho en Brasil, el café
en Colombia, etc. etc. etc. Para poder “regalar impunemente” nuestras
riquezas y “alquilar” a bajo precio las manos de obra locales, las
oligarquías y las burocracias económicas organizaron fuerzas armadas,
siempre sobredimensionadas a las reales necesidades de la “defensa
nacional”. Éstas eran fieles custodios de los intereses Anglo-americanos y
los de las minorías cipayas locales. Lógicamente, debía asegurarse la
continuidad del modelo de explotación fundado en perpetuar “mano de
obra barata”. El país quedó en manos de un liberalismo proinglés, en su
primera instancia y pronorteamericano hasta el advenimiento del
peronismo. Custodia permanente de los intereses anglosajones, y su
oligarquía dependiente, en Argentina, fueron nuestras fuerzas armadas y
de seguridad. La cultura y la historia, totalmente tergiversadas por el
liberalismo dominante, lavaron, durante generaciones, los cerebros de todo
un pueblo. Actualmente, si a cualquier argentino de cultura “media” (nivel
secundario) le preguntamos quiénes fueron Manuel Dorrego, Ángel Vicente
Peñaloza, Severo Chumbita, Juan Facundo Quiroga ó Felipe Varela,
seguramente, no tendrán idea. Asi, la lucha, durante décadas, del interior
empobrecido contra el puerto exportador-explotador se disfrazó como
“federales” contra “unitarios”. Nada tan falaz, era la rebelión armada de
todo un pueblo contra el dominio inglés y sus cipayos oligárquicos locales.
Nuestros caudillos, tildados de “bárbaros” por los sarmientos, mitres y
rocas, emprendieron su gesta armada contra los “ricos” dominantes. Cien
años después, quienes tomamos las banderas de “independencia
económica, soberanía política y justicia social” éramos “subversivos”. Sólo
porque luchábamos contra la injusticia y sus privilegios. No necesitábamos
“ejemplos foráneos”, como proponían las patéticas “fuerzas del orden”.
Demasiados genocidios sufrió nuestra Argentina, ¡tantos próceres reales y
concretos abonaron nuestro suelo con su sangre generosa! La última
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dictadura nacional, por lejos, la más sanguinaria, tenía un ideólogo


admirador de la “generación del 80” (Díaz Bessone), con el sueño de la
“gran estancia” de José Alfredo Martínez de Hoz (lógicamente, gran
estancia de su propiedad).

Los orígenes: Nacionalismo Revisionista y Caudillismo Federal


Nos conocieron como la generación del ’70, pero, nuestras historias
individuales y colectivas surgen pocos años antes. Según comentaristas
legos actuales (poco versados, por cierto) éramos “iconoclastas, rebeldes y
violentos”. En medio de la anacrónica mediocridad presente, me permito
reconstruir vivencias personales, grupales y colectivas que, objetivamente,
aportarán datos certeros para una caracterización de la realidad, cuanto
menos, mínimamente aproximativa. Nuestras raíces ideológicas surgen
desde la adolescencia, cuando algunos profesores de historia (e
historiadores) difundieron la doctrina del “revisionismo histórico”. Este
movimiento de resistencia a la prédica de la “historia convencional” del
liberalismo mitrista en Argentina, reivindicaba y potenciaba la figura de
Juan Manuel de Rosas. Surgieron, entonces, movimientos “nacionalistas”,
entre ellos Tacuara y Guardia Restauradora Nacionalista. Sus idearios
reconocían una fuerte raigambre ultracatólica, influída por el Opus Dei, y
de estricto perfil Nazifascistafalangista. De allí se cimentaron fuertes
tendencias antisemitas, y de apoyo global a movimientos de ultraderecha
antipopulares, sustentados por importantes religiosos (Julio Menvielle) que,
a nivel internacional, por ejemplo, adherían a grupos paramilitares
franceses (OAS), quienes realizaron acciones espeluznantes, contra el
pueblo de Argelia. Los adherentes a este movimiento de derecha eran
jóvenes de clase media acomodada, muchos de ellos asesorados por el
agente de la CIA Guillermo Patricio Kelly (Tacuara) ó “servicios” locales,
como Juan Carlos Coria (GRN). Escasas repercusiones tenían grupos
pronorteamericanos (“Trinchera Anticomunista”) promovidos por el agente
estadounidense John Charles Jahnsson. Todos estos activistas
estudiantiles tenían un denominador común, el anticomunismo-
antisionismo. Ello motivó que, como autodefensa, muchos jóvenes
hebreos, con inquietudes intelectuales, se enrolaran en la Federación
Juvenil Comunista. Las discusiones internas referentes a la figura de
Rosas, y su relación con los caudillos del interior replantearon, en el seno
de los grupos nacionalistas, las verdaderas esencias del federalismo y el
ser nacional. Surgen, entonces, reivindicaciones a las epopeyas de los
caudillos genuinamente federales que, en sus derrotas, amalgamaron la
esencia del ideario de la “patria grande federal”. Lógicamente,
contrapuestos a los intereses que defendió Rosas., los de la oligarquía de
la pampa húmeda. La lucha y derrota de los caudillos del interior por parte
del puerto agroexportador signó el perfil de un país, donde los pobres
fueron excluidos

El rol tutelar de las Fuerzas Armadas


. Custodia permanente de los intereses foráneos, en Argentina, fueron
nuestras fuerzas armadas y de seguridad. En esa instancia, cualquier
53

intento de desviación ideológica de las miras del mitrismo liberal (Domingo


Faustino Sarmiento, Esteban Echeverría, Bartolomé Mitre, Juan Galo De
Lavalle, etc.) era interrumpido, por la fuerza, por las armas nacionales.

Luces y sombras del peronismo en nuestra historia contemporánea


El peronismo, como movimiento de masas, de neto corte bonapartista,
liquidó el dominio anarco-socialista, del gremialismo combativo, resabio de
los activistas de la década infame. Se crearon, entonces, estructuras
“dirigenciales” con cuadros dóciles y negociadores con el “establishment” y
obreros mansos y complacientes. Surge, dentro de este esquema de poder
una Burocracia Sindical, cuyo lema esencial era “ni yanquis ni marxistas,
peronistas”. En realidad, las inquietudes intelectuales de estos sindicalistas
era un irrestricto servilismo hacia el líder carismático, con el sólo objeto de
medrar con sus prebendas (Augusto Timoteo Vandor, Lorenzo Miguel,
Herminio Iglesias, Juan Carlos Calabró, José Ignacio Rucci). El peronismo,
por su esencia personalista, no comulgaba con el crecimiento intelectual
del pueblo, combatiendo los movimientos estudiantiles y segregando a
todo aquel que manifieste criterio propio. No obstante, modifica el modelo
social de factoría agro exportadora a incipiente país industrial. Instaura
avances irreductibles a favor de los sectores, hasta entonces,
desposeídos, otorgándoles una mayor participación en la renta nacional. El
proletariado comienza a percibir aguinaldo, jubilación, vacaciones pagas,
legítima representatividad gremial, posibilidad de discusión salarial en
reuniones paritarias, acceso a la salud, vivienda digna y educación. Por
primera vez en la historia argentina, hijos de trabajadores acceden a los
claustros universitarios. Uno de sus slogans fue “plena producción, plena
ocupación y pleno consumo”. En medio de tantos aciertos, cometió errores
que, la historia demostró, fueron irreparables. Radicaron las industrias en
los alrededores de la Capital Federal y de Rosario, cuando lo expectable
era un desarrollo regional argentino sin despoblar, comparativamente, el
interior. Se produjo, entonces, un importante flujo poblacional desde el
interior a la capital, del campo a la ciudad. Este fenómeno “vació” las áreas
rurales, y conculcó la posibilidad de radicaciones industriales en los
territorios donde se localizaba la producción, óptima deseabilidad de toda
planificación seria. Ratificó, entonces, el modelo de país centrípeto de la
mega-ciudad-puerto, auspiciada por los unitarios (Rivadavia), los
pesudofederales (Rosas) y la Generación del ’80. Se sindicalizó, casi
totalmente, al proletariado, formando una corporación que, ni las más
represoras dictaduras, pudo neutralizar. Los sindicatos adquirieron notable
poder económico, a favor de las cuotas sindicales y el manejo de las obras
sociales. A cambio, garantizaban, en las mesas de discusión salarial, la
presencia de “representantes dóciles al establishment”, circunstancia
vigente a la fecha. Fue tan notable su poder real que, a pesar de haber
estado el peronismo fuera del gobierno durante 18 años, la participación de
los trabajadores en el renta del país llegó a superar, en 1975, el 50%,
circunstancia que jamás hubo de repetirse, ni aún luego de los actuales 25
años ininterrumpidos de “democracia”.
Es innegable la importancia histórica del peronismo en nuestra historia
institucional. Junto con Paz Estenssoro en Bolivia y con Ahrbenz en
Guatemala caracterizó la trilogía latinoamericana de las “revoluciones
54

inconclusas”. No obstante, debe caracterizarse, debidamente, a estos


líderes populistas, en su real contexto. Ellos, ciertamente, fueron
“reformistas”, no “revolucionarios”.
El peronismo no fue “el hecho maldito de la sociedad argentina”, al decir de
Jorge Luis Borges, ni “el tránsito natural al socialismo nacional” como
citaba Hernández Arregui, el más lúcido intérprete de la “juventud
maravillosa”.
Perón fue un fiel ejecutor de la necesidad de “aggiornar” la situación de la
clase obrera argentina, procurando un orden social más justo. Intentó, y
logró introducir reformas irreversibles en la dignificación de los
menesterosos. Ello le valió el odio de sus camaradas de armas, más
consustanciados en consolidar el poder omnímodo de la oligarquía agro
exportadora, sin poder disimular sus notorias simpatías pro-inglesas y pro-
norteamericanas. Para las ultra conservadoras fuerzas armadas
argentinas, el fue, sencillamente, un traidor.

La clase media: Soporte del radicalismo y los movimientos


revolucionarios
La megalomanía y demagogia del líder carismático le valió el desprecio y
la ferviente oposición de la amplia mayoría de la clase media argentina y
de algunos sectores proletarios-estudiantiles ilustrados, neoanarquistas,
trotskistas y marxistas-leninistas. El único intelectual visible del peronismo
fue John William Cooke, quizás dos siglos avanzado a las ideas del líder
carismático. Es importante la evaluación sociológica de nuestra clase
media, formada mayoritariamente por hijos de inmigrantes, cuya siguiente
generación eran profesionales (M’hijo, el doctor…), pequeños y medianos
comerciantes, empresarios urbanos, artesanos, cuentapropistas y
productores agropecuarios. De allí surgieron y se nutrieron el Radicalismo,
la Juventud Peronista, y una miríada de pequeños movimientos
estudiantiles universitarios que abarcaban todas las gamas de la izquierda
(maoísmo, trotskismo, marxismo-leninismo, etc. etc. etc.).Párrafo aparte
merece el Socialismo cuya máxima expresión, Alfredo L. Palacios, fue uno
de los dirigentes políticos más queridos y admirados por la clase media
argentina. La pequeña burguesía argentina fue, es y será antiperonista, no
por capricho sino porque, para ella, desde siempre, la ocupación de un
lugar en el mundo debía ser fruto del trabajo, el sacrificio, el ahorro y la
ética. Los liderazgos bonapartistas compran al pueblo con la dádiva, sus
beneficiarios no se sacrificaron para tener esos ladrillos, los pagó todo el
pueblo con su esfuerzo y los regala el “general” con su natural generosidad
“Mi general, cuánto valés, Perón, Perón, ¡qué grande sos! Sos el primer
trabajador”.

Las Juventudes Revolucionarias: Diferenciación cultural con el


peronismo
Una característica distintiva de la “Juventud de los 60” fue su profunda
avidez intelectual. Éramos voraces lectores, en amplia mayoría
consumimos varios cientos de libros de historia, economía, política,
filosofía, ciencia y técnica. En ese entonces había varios cines-arte
(Lorraine, Lorca, Losuar, Arte) que cobraban un peso la entrada a
estudiantes, donde había ciclos completos de creadores realmente
55

insuperables. Disfrutamos, entre nuestros compañeros, a numerosos


profesionales, algunos de ellos doctorados en planeamiento en La
Sorbona, otros sociólogos de Berkeley, psicólogos estructuralistas de la
escuela de Pichón-Rivière, brillantes periodistas y lúcidos escritores. Una
sóla era nuestra búsqueda, la de un país mejor…La Juventud fue, a no
dudarlo, la élite política, cultural, intelectual y tecnológica encauzada a
aquellas transformaciones que conduzcan a la utilización plena y racional
de los recursos naturales, en un orden social justo, con igualdad de
oportunidades. Se anhelaban profundos enriquecimientos culturales y
tecnológicos en los usos y costumbres del pueblo argentino. Se pregonaba
el crecimiento y capacitación permanente de los sectores marginados a
través de la gestión cooperativa. Se extendía el rol del Estado a los
sectores estratégicos de la economía (comercio exterior, fortalecimiento de
la banca oficial, radicación de crédito interno real para Pymes, generación
energética, petróleo, gran minería, agua y comunicaciones). Se formulaba
la acción cooperativa en autogestión y cogestión. Se pregonaba el imperio
de la ética y la moral en la cosa pública, creando modelos de solidaridad y
justicia distributiva.
Sólo podrá haber transformaciones sociales valederas donde se vierta
generosa cultura e inclaudicable vocación superadora de sus intérpretes.

Surgimiento del movimiento revolucionario. El Che Guevara y la


Iglesia para el Tercer Mundo.
Quienes al filo de 1960 participaban de un activismo nacionalista fueron
viviendo la mutación que sufrió la juventud de todo el planeta. Los
franceses, influidos en los principios existencialistas de Jean Paul Sartre y
Simone de Beauvoir, y en la prédica de “cristianismo y revolución” de
Herbert Marcusse, iniciaron un viraje hacia la izquierda. En Latinoamérica,
con aún mayor raigambre católica, fueron decisivos la Encíclica Vaticano II
y el Concilio de Medellín. Considerables sectores de la iglesia pregonaban
el rol de los “pastores de los pobres” y promovieron la confluencia
ideológica al progresismo, de muchos militantes nacionalistas. Hubo una
amalgama, profunda y enriquecedora entre la “Iglesia del Tercer Mundo”
(De Nevares, Angelelli, Mugica y muchos cientos de sacerdotes de las
capillas más dispersas y perdidas del mapa nacional) con los sectores
progresistas de la juventud. La figura del “Che” Guevara, sutilmente
expulsado de cuba por el castrismo, y entregado a la CIA por el Partido
Comunista Boliviano, fue el eje paradigmático de los movimientos
revolucionarios de América Latina. El acceso al poder se lograría mediante
la lucha armada. La realidad argentina de concentración urbana de la
población transformaba el paisaje del territorio de batalla, ya no serían las
selvas cubanas sino las calles de las ciudades. Surge, entonces, la
“guerrilla urbana”. Dos grupos diferenciados se distinguen desde sus
inicios: el Partido Revolucionario de los Trabajadores (ERP-PRT) cuya
raigambre era trotskista-leninista, para quienes Perón era “un viejo político
burgués” y aquellas que, el líder carismático en el exilio, denominaba sus
“Formaciones Especiales”, luego, mayoritariamente, agrupadas en
Montoneros. Su órgano de difusión fue “El Descamisado”, dirigida por
Dardo Cabo, asesinado por las FFAA.
56

Apogeo de la “Tendencia Revolucionaria”


El líder populista, desde su forzoso retiro en Madrid, al haber sido
desplazado del poder, en 1955, por sus camaradas de armas, recibía en
su Mansión de “Puerta de Hierro” a cuanto político ambicioso intentara,
aún el más descabellado, proyecto de poder, para así cumplir su ansiado
retorno. Su desquite con esa Argentina que, durante 18 años, le privó
disfrutar el amor y la adulación de amplios sectores de la sociedad
argentina. Así alentó los escritos sobre peronismo y revolución de J.W.
Cooke, que hacían aparecer a Perón aún a la izquierda del mismísimo
Lenín. En el film “La Hora de los Hornos”, convoca, en forma explícita, a la
guerra revolucionaria para promover su retorno al gobierno.
La historia demostró que el líder bonapartista no quería retornar a su patria
para completar la revolución inconclusa, tal como era el sueño de su
“juventud maravillosa” sino para desquitar sus ansias de megalomanía, y
acceder, nuevamente, a la Presidencia de la República. “Le cueste a quien
le cueste, y caiga quien caiga” repetía incesante a quienes lo escuchaban.
Volver a gobernar Argentina era, evidentemente, su revancha personal.
Cuando la juventud se radicalizó, y estructuró como organización
guerrillera, se implantó la consigna “Perón o Muerte”. El viejo general los
alentaba, prometiéndoles, no sólo coparticipación en el poder, sino la
construcción del “socialismo nacional”. Sólo una sutil inversión de palabras
las separaban del “nacional socialismo”.que siempre anidó, explícito, en un
amplio rincón de su corazón.
Esta simbiosis entre quienes necesitaban un frente popular donde hacer
realidad sus ideas de avanzada, y quien requería desestabilización armada
para forzar su reintegro al poder, duró el tiempo necesario para cumplir los
deseos del líder carismático. En las numerosas reuniones que sostuvo con
los enviados del entonces Presidente de la Nación, Gral. Alejandro Agustín
Lanusse, asustaba a sus camaradas gobernantes diciéndoles “ya no
puedo contener más a los muchachos de las formaciones especiales”.
Convocadas en marzo de 1973 las elecciones en las que, después de 18
años, el peronismo no estaba proscrito, ganó por amplia mayoría la
presidencia el Dr. Héctor J. Cámpora, hombre afín a las ideas de la
juventud, quienes, afectuosamente, lo llamaban “el tío”. Cuando Cámpora
asumió su muy breve mandato, centenares de miles de jóvenes cantaban
por las calles, de todo el país: “socialismo nacional, como manda el
general…”. Desde ese mismo instante, el aceitado proceso
contrarrevolucionario estaba en marcha…

La escisión de la Juventud del peronismo


En un gabinete de ministros, mayoritariamente montonero, Perón impuso
su hombre en Bienestar Social, el ex-cabo de la Policía Federal José
López Rega. Desde allí organizó la Asociación Anticomunista Argentina
(triple A), organización paramilitar integrada por grupos de ultraderecha del
SIDE, la Policía Federal y demás fuerzas de seguridad. Por este canal se
amenazó y asesinó a cuanto militante de izquierda se pudiera detectar, de
gobernadores hacia abajo. Montoneros, en primera instancia culpaba al
“brujo” López Rega de estos desmanes, aún sabiendo que, el único
responsable real era el mismísimo “General”. La represión a los activistas
57

populares fue atribuida a un supuesto “entorno” de Perón, eventualmente


formado por López Rega, Isabelita, y otros personajes menores (Lastiri,
Osinde, Calabró, Rucci, etc.). No obstante, el nivel de planificación de los
grupos parapoliciales y la ejecución de sus atentados excede, en mucho, la
medianía intelectual de estos “personajes”. Es bastante más razonable
atribuirlos al genio maquiavélico del “líder carismático”, cuanto menos su
orquestación y puesta en marcha. No sería descartable la participación
directa de la CIA en la formulación y financiación de estos grupos de
asesinos mercenarios. .La Juventud no quería ver la traición que los
victimó, ó, cuando la palparon, ya era tarde. Probablemente, hubo cierta
“candidez” de su dirigencia, que evidenciaron credulidad, fruto de su
inexperiencia política. Se habían dormido con la serpiente de cascabel
entre las sábanas. Informaciones objetivas estiman en 1.500 los muertos
por la AAA, concretadas en múltiples atentados. Dentro de esta política,
abiertamente maccartista, se ordenó la intervención de todos los distritos
del Partido Justicialista, reemplazando los dirigentes naturales por agentes
de ultraderecha de los servicios de inteligencia. Su primera medida
“administrativa” fue la expulsión del PJ de los “infiltrados”, integrantes,
afines y aún simpatizantes de la “tendencia revolucionaria”. Se quemaron,
en el patio de las sedes del PJ, millares de fichas de afiliación partidaria,
cuyos maltrechos padrones, merced a esta caza de brujas, ya a nadie
representaban Poco tiempo después se remitieron “listas negras” a
gobiernos y municipios, ordenando la cesantía de los militantes de la
Juventud Peronista, con especial énfasis en sus cuadros graduados
universitarios. Meses antes de las elecciones de 1973, y, en acuerdo con
los gobernantes militares de la denominada “Revolución Argentina” (1966-
1973) se habían convocado expertos de todo el país designándolos en el
Estado. Formaron, con profesionales de las distintas provincias, “Consejos
Tecnológicos”. Se diseñaron, por primera vez en Argentina, planes de
gobierno con varias décadas de proyección. Estas verdaderas obras
maestras en planificación y desarrollo, fueron destruídas y olvidadas.
Perón usó bastardamente a la denominada “tendencia revolucionaria” para
retornar al gobierno. Autócrata por autonomacia, no compartía el poder con
nadie. El líder carismático, con su salud exangüe, designó (en elecciones
convocadas luego de desplazar del gobierno a Cámpora y a los
“muchachos”) como su candidata a Vicepresidente de la Nación a su
“compañera” de exilio, a quien había conocido en un cabaret de
Venezuela, María Estela Martínez (“Isabelita”). A su muerte, el viejo
general, dejó como Presidenta de los argentinos a una cabaretera. El líder
carismático ejecutó con minuciosidad su venganza, humillando y
degradando a todo el pueblo de la Nación Argentina. El “primer trabajador”
reiría a los gritos desde el infierno. Perón se sacó la careta, expulsando de
la plaza de mayo “a esos imberbes imbéciles que gritan”. El confusionismo
imperante en la “tendencia” era evidente con su masiva consigna “qué
pasa general, que está lleno de gorilas el gobierno popular…”, que hacen
aflorar las contradicciones de la falacia. En el gobierno de Perón había
sólo adictos incondicionales y obsecuentes al líder carismático. No sumaba
(¿por qué debería hacerlo?) auténticos representantes de los intereses del
pueblo argentino, ni mucho menos dirigentes proclives a mínimas
transformaciones del injusto statu quo social. Los caudillos bonapartistas,
58

reiteramos, sólo dejan crecer obsecuentes a su sombra, al ser su objetivo


“el poder, por el poder mismo”, siempre traicionarán toda alianza que
comprometa alguna mínima porción de su manejo autocrático. La
“juventud” chocó contra la verdad inclaudicable, el general los usó y
desechó, y montó un aparato parapolicial para procurar su exterminio. La
“tendencia” se tomó revancha con la ejecución del dirigente sindical José
Ignacio Rucci, hombre de total confianza y, en apariencia, de real afecto
por parte del “primer trabajador”.

El principio del fin


La organización Montoneros, vuelve entonces a la clandestinidad,
comenzando a transitar el difícil sendero del ocaso. Es destacable que, de
una forma u otra, su extirpación estaba decretada, porque la Triple A
asesinaba a mansalva a sus más conspicuos dirigentes. El retorno a las
sombras del anonimato era paradojal para quienes, durante más de un
año, trabajaron a cara descubierta. Eran personas públicas, la mayoría
fichadas por los servicios, en obvia situación de elevada vulnerabilidad.
Secretamente se proclamaron marxistas-leninistas. Se concretó una
escisión formal cuando unos pocos integrantes formaron la “JP-Lealtad”,
en su vocación utópica de seguir perteneciendo al PJ. El Peronismo de
Base, cuyo brazo clandestino eran las Fuerzas Armadas Peronistas, se
expresaba en la publicación “Militancia Peronista para la Liberación”, cuyos
directores eran Jorge Ortega Peña y Eduardo Luis Duhalde, el primero
asesinado por la Triple A. Este grupo pregonó, en esta instancia un
“peronismo sin Perón”. Todos los militantes populares del peronismo,
tenían una convicción “el viejo era el rey de los traidores”. Esta verdad a
gritos, sólo se susurraba en voz baja.
En la práctica, debieron abandonar un trabajo político de bases que le valió
la adhesión de más de dos millones de jóvenes argentinos. Ahora estaban
solos, quizás no más de veinte mil cuadros, enfrentando a un aparato de
más de doscientos cincuenta mil integrantes de las fuerzas de seguridad.
Intentar un demencial triunfo, en esas condiciones, fue, inexorablemente
suicida. Lógicamente, se repitió, en nuestra Argentina, la autoinmolación
del “Che” en Bolivia. La diferencia es que en Bolivia cayeron, solamente, el
referente y una treintena de milicianos. El foquismo revolucionario aisló a la
“Tendencia” de sus inserciones naturales, tenazmente construidas, dentro
del contexto del pueblo argentino. Los frentes sindicales y estudiantiles
murieron por inanición. Algunos operativos “militares” fracasaron por
infiltraciones de los “servicios” en la organización. La mayoría del pueblo
quedó aislada de los métodos y la doctrina de Montoneros. El mesianismo,
suicida en la práctica, no sólo se sustenta en pretender tener el patrimonio
de la verdad, sino en soñar con el triunfo de unos pocos militantes contra
un fenomenal aparato represivo, ante un pueblo no comprometido, en la
realidad, con nadie. La búsqueda de la verdad es un camino, el triunfo de
la verdad una estrategia. No todos acompañamos este sendero a la
autodestrucción. Numerosos compañeros pregonamos la organización de
un partido político fuera del peronismo, y trabajar, desde el llano, por un
59

país mejor. Los dirigentes de la “Tendencia Revolucionaria” cerraron sus


oídos a las sugerencias y las críticas, e hicieron la suya. Con ellos llevaron
a la muerte a algunas decenas de miles de argentinos.
Si analizamos las causales del genocidio, ingresamos a un oscuro universo
de psicopatologías. Las conducciones de Montoneros comprometidas a
una patética autoinmolación (con mucho de imbécil y nada de heroica)
combinadas con unas fuerzas armadas psicópatas, sádicas y criminales,
coherentizan un solo resultado: matanza, tras matanza… En ninguno de
ambos bandos en pugna primó la cordura ó la razón. Nadie se detuvo a
pensar, a buscar una salida racional, lógica. La muerte no es un fin, ni un
medio. No soluciona nada.
El Ejército Revolucionario del Pueblo tuvo un perfil más coherente, al
menos para ellos, Perón era sólo otro enemigo (“un viejo fascista”, decían).
Los “erpianos” se pusieron una sóla camiseta, con ella mataron y murieron
en su ley…Conversando mientras jugábamos al ajedrez, en el patio de la
prisión que, forzosamente, compartimos, uno de sus militantes, me dijo:
“Perón era una carta reservada por la CIA para volver a neutralizar los
movimientos revolucionarios en Argentina”. Muchos años después, esta
frase me sigue retumbando en el cerebro…

En carácter de epílogo
Hemos sufrido pavorosas paranoias xenofóbicas. Siempre nos pareció
lógico achacar las culpas de nuestros males a los “intereses foráneos”.Hoy
pocos dudan que los principales enemigos de la Argentina, somos
nosotros mismos.
Analizar los hechos, treinta años después, tiene por único fin
comprenderlos, capitalizarlos y superarlos. ¿Fue Perón un traidor a las
Fuerzas Armadas argentinas y a la Juventud Peronista? Los indicios
apuntan, inexorables, en ese sentido. Cada cual buscará en su corazón las
respuestas. Muchos argentinos aún lloramos nuestros muertos. Una muy
valiosa juventud, sencillamente suprimida de la historia. Recordemos a
Ernest Hemingway “Cuando un hombre muere es como un pedazo de
Europa que devora el Mediterráneo….Por eso no preguntes ¿Por quién
doblan las campanas?...Lo están haciendo por ti.” Ó a Herman Hesse:
“Cada ser humano es un universo, único e irrepetible”.
En Argentina se exterminó una generación entera de dirigentes capaces,
honestos e idealistas, se torturó la vocación de justicia, se violó al sueño
de un mundo mejor, se asesinó la creatividad y el intelecto, se fusilaron
todos los anhelos de libertad, en el marco de una verdadera democracia.
Treinta mil jóvenes que soñaron una patria libre, justa y soberana,
murieron en honor a la nada. Porque es una infame y denigrante mentira
que “con la democracia se come y se educa”. Porque si estuvieran con
nosotros, todos aquellos, que, ni tan siquiera tienen una tumba, donde
poner una flor, no tendríamos tanta pobreza, desamparo y marginalidad, y
disfrutaríamos una Argentina más justa y solidaria. Porque, como dijera
nuestro insigne Padre de la Patria, Don José de San Martín, “SERÁS LO
QUE DEBAS SER, O SINO NO SERÁS NADA”.

Hay otros caminos posibles.


60

Me tocó entablar diálogos, desde mediados de la década del ’90, con un


lúcido y conspicuo dirigente de un partido “militarista” en Tucumán, el Ing.
Franco Augusto Fogliata. Pudimos discutir y analizar, todos y cada uno de
los problemas nacionales, en un total marco de respeto y vocación
constructiva. Fui leyendo sus libros, minuciosos y detallados, donde
articula propuestas de estrategias de los países en desarrollo, para
neutralizar el proteccionismo del primer mundo. Coincidimos, totalmente,
en la necesidad de establecer fuertes contralores del Estado en el
funcionamiento más intimo de la economía. Recitamos el mismo verbo
referente al “combate a cualquier costo de la marginalidad y la pobreza en
Argentina”. Pregonamos juntos un orden social de “plena producción,
plena ocupación y pleno consumo”. En un momento del diálogo le pregunté
“Si usted piensa exactamente lo mismo que yo… ¿por qué nos
matábamos, hace veinte años?” Hay un solo camino para construir un
futuro coherente, el consenso y el diálogo, conducidos por el imperio de la
razón. Uno sólo es el escollo a superar, y es el logro del imperio de la ética
y la moral en la administración de la vida y la Patria de los argentinos. Sin
gobernantes honestos, jamás tendremos ni aún el esbozo de un país
posible. Los políticos son nuestro engendro, a nuestra imagen y
semejanza. La decisión de suprimir la pobreza, formar argentinos éticos,
fundar una sociedad sobre cimientos morales, es demasiado importante
para dejarla en manos de los autodenominados “dirigentes”. Es un sendero
que transcurre de lo individual a lo colectivo. Una conjunción de miríadas
de minúsculos vectores concurrentes a formar la fuerza superadora: “la
instrumentación del cambio necesario”.

PÉRDIDA DE LA SANTIDAD

Paso de San Isidro es un paraje ubicado al oeste de La Rioja, entre Villa


Unión y Pagancillo, a orillas del río Bermejo. Su población no llegaba a mil
habitantes, y vivían, exclusivamente, de la agricultura. La intensa
insolación y la tierra fértil eran propicias a tal fin, la carencia de agua era la
limitante. Producían, principalmente, uva torrontés, subsidiariamente
nueces, pasas de uva, pasas de higo, vinos “pateros”, y trigo-hortalizas
para el consumo propio. Cuando me fue asignada la “Zona Oeste” de la
61

provincia para atender las dotaciones de agua subterránea, el legislador


territorial, “Tito Garrot” me pidió “arrancá resolviendo el problema de El
Paso”, y eso hice.
Resolví encarar el tema a través de todas las aristas que conforman la
realidad productiva, de acuerdo a la problemática global que constataron
nuestros estudios de planeamiento de las formas y estilos de vida del
campesinado riojano:
- superficie cultivable
- disponibilidad y administración del agua
- sistema de tenencia y explotación de la tierra
- comercialización del producido
- forma de compra de proveeduría e insumos
La superficie de tierras disponibles para su explotación era suficiente para
una vida digna de sus pobladores. El agua era escasa para el método de
regadío empleado. Las parcelas eran de exigua superficie, constituyendo
un “parvifundio”.
Hable el tema con “Carlitos” (el gobernador) y le informé que tenía
solución, pero que había que invertir en obras de regadío y capacitación de
los pobladores. Éste me dijo “Hacé todo lo necesario, dispondrás de los
fondos. Contactá con la referente del pueblo, Felisa de Ormeño, y coordina
todo con ella, es muy buena persona…”.
Conocí a Felisa, una mujer delgada, de tez muy blanca, pero curtida y muy
arrugada por el clima del desierto. El entusiasmo la embargó, no podía
creer que alguien, se acordara de ella.
Traje un experto en riego, y me diagnosticó:
- Había que reparar la toma de agua de una vertiente, y sellar las
abundantes roturas de los canales.
- Debía construirse una represa para acopiar el agua.
- Era imprescindible modificar el sistema de riego, utilizando “goteo”
para las viñas y los frutales.
- Numerosas parras estaban envejecidas, y diseñamos un plan de
recambio en tres años, para no colapsar su economía.
- Se introducirían nuevos frutales de óptima productividad en la
comarca (damascos y duraznos) ocupando los potreros destinados
a trigo que, en la zona, era antieconómico.
Pedí a Felisa que reúna a todo el pueblo, eran “gente grande” (de más de
cuarenta y cinco años) o muy jóvenes. Los mayores de dieciocho años
emigraron todos en busca de trabajo, por la carencia de futuro del paraje.
Había un tronco de algarrobo, tallado a mano, de casi un metro de
diámetro, por dos de largo, que formaba una suerte de banco en la capilla
donde nos juntamos. “¿Quién es el más fuerte del pueblo?”, pregunté. Y un
denso silencio fue la respuesta. Elegí a un hombrón fornido y le pedí:
“Quiero que corra ese tronco sólo diez centímetros hacia atrás”. Me miró
sorprendido y contestó “No puedo, es muy pesado”. “Por favor, inténtelo”.
Apoyó su hombro inclinándose sobre el tronco, y a pesar de su denodado
esfuerzo, no lo movió un solo milímetro. Entonces le indiqué: “Elija los tres
hombres más fuertes del pueblo, y pruebe con su ayuda”. Así lo hicieron, y
corrieron el madero de inmediato. Comencé a arengarlos. “Como vieron,
sólo la unión hace la fuerza. Ustedes viven en la miseria por su
individualismo. Si se juntan y suman sus fuerzas, pueden hacer milagros.
62

El gobernador quiere para ustedes una vida digna, y me encomendó para


ayudarlos en la empresa. Es una tarea difícil pero posible, pero sólo
tendrán logros si empujan todos juntos”.Y recorrimos el sistema de riego,
estudiamos cómo limpiar y mejorar la toma, cómo reparar todas las roturas
del canal que drenaba el oro líquido en los médanos del desierto.
Aforamos la conducción, y comprobamos que el 55% del agua se perdía
en el camino. En dos días volví con quinientas bolsas de cemento.
Comenzamos con la limpieza y reparación de la toma, mientras mejoré el
rendimiento del manantial, excavándolo con algunas voladuras de las
rocas. Allí, no más, se duplicó al agua disponible. Limpiamos,
desmalezamos y sellamos todas las roturas del canal, y el agua obtenida
volvió a duplicarse. Teníamos ya cuatro veces más agua, en sólo un mes
de trabajo…Viajé a Buenos Aires y contacté con todos los proveedores de
riego presurizado. Seleccioné, en la compulsa de calidad y precio, una
empresa israelí. Me ofrecieron una suculenta “comisión” si les compraba
sus equipos. “No quiero plata, quiero precio”, les dije. No conforme con el
costo final telefoneé a “Carlitos”. Una llamada suya y tuvimos un 15%
adicional de descuento. Me dieron un instructivo detallado de la instalación
de los depósitos, conducciones, válvulas y goteros. Pero necesitábamos
un sistema de almacenaje, para la correcta distribución. La vertiente
afloraba en medio de compactas rocas del terciario, por lo que, excavarlas
manualmente era una tarea casi imposible. Contacté, entonces, con el
administrador de una mina de arcillas refractarias en Amaná (cerca de
Paganzo), y le pedí que, por favor, me acompañara, un día no laboral, para
asesorarme sobre un tema de excavación en roca. Fuimos al domingo
siguiente, y le mostré todas las obras de riego realizadas, describiendo los
resultados obtenidos. Le indiqué donde debíamos excavar una cisterna
para acopio del agua. Me explicó que se necesitaría un compresor, seis
martillos neumáticos y x cantidad de explosivos. Le pregunté si los
disponían. Respondió afirmativamente. “¿en cuánto tiempo se realiza?”
“En dos días con una cuadrilla de seis perforadores y diez ayudantes”. Le
informé que disponía de más de cien ayudantes, de la comida y
alojamiento para los perforadores, y le pagaría combustible y explosivos.
“¿Cuál es la ganancia de mi empresa?”, preguntó. “Hacer una obra de
bien, nada menos...”. Lo pensó unos minutos, y me dijo. “el fin de semana
que viene espéreme, con todo listo”. Mis campesinos trabajaron como
esclavos egipcios, barreteando pesados bloques de roca fuera de la
excavación, yo pujaba con ellos. A los diez días la represa se estaba
llenando, y era casi el doble volumen al previsto. Me abracé con el minero,
y le agradecí, desde el alma. “Sos geólogo”, contestó, “seguramente voy a
precisar algo de vos, hoy por ti, mañana por mi´…”. Y, así fue…En menos
de veinte días instalamos el sistema de riego. Era pleno invierno, y las
viñas estaban embriagadas de tanta agua. Con las primeras tibiezas del
aire, estaban henchidas de brotes. La cosecha triplicó los máximos que
recordaban los viejos. “¿A quién venden la uva?” pregunté a Felisa. “Al
Ñato Vergara, es el terrateniente, dueño de la bodega y caudillo
comarcano”. “¿Y cómo les paga?”. “En diez cuotas mensuales”. “¿Y cómo
acuerdan el precio?”. “No hay acuerdo, paga lo que él quiere”. Viajé a San
Juan, conocedor que, las torrontés del oeste riojano, son muy preciadas
por sus aromáticos y elevado contenido etílico (por la fuerte insolación del
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desierto). Conseguí, para la uva, el 40% más de lo que ofreció el “Ñato”. La


vendimos al contado, y los sanjuaninos se hicieron cargo de flete y
cosecha.”¿Cómo compran la proveeduría?”, indagué a la dirigente. “Le
entregamos pasas de uva, de higo y nueces al turco de ramos generales, y
nos paga con los víveres. Fui a averiguar al comerciante sus precios, y
eran el doble a los de La Rioja, que, a su vez, eran un 50% más que en
Córdoba. Pedí al gobierno un camión, nos encargamos del combustible y
viáticos del chofer, y compramos toda la mercadería, para un año, en un
mayorista cordobés. Con escasa inversión, y mucho trabajo, mis
campesinos tenían los bolsillos llenos. Las pasas y las nueces las
vendimos, ventajosamente, a un fuerte acopiador porteño. El gobierno
organizó, para todos los campesinos del interior, un curso de
cooperativismo. Al mes estaba constituida la “Cooperativa de Consumo,
Producción y Trabajo de Paso de San Isidro”.Mientras tanto, la política del
peronismo había rotado, desde una posición progresista al maccartismo
desembozado de los esbirros de López Rega. Fui denunciado, por el
“Ñato”, como “infiltrado”, me trasladaron a la Capital, y, al poco tiempo, me
declararon “prescindible”. Subsistí de la actividad privada. Hice un balance
de costos versus beneficios y dio:
- mil personas humildes beneficiadas por la organización y el
progreso.
- dos ricos “perjudicados” (el Ñato oligarca-explotador y el turco
usurero) que no pudieron seguir esquilmando a los pobres.
- Un dirigente “sacrificado” en la causa.
Concluí que no había qué lamentar, y mucho para congraciarse. Unos
meses después apareció Felisa, en la puerta de casa. Mientras
tomábamos un café que serví, me dijo: “El domingo festejamos al santo
patrono del pueblo (San Isidro Labrador) y me pidieron que te invite a la
procesión, que durará todo el día con los peregrinajes”. “Sabes bien que no
practico religión alguna, no me interesan los santos y los festejos, no
cuenten conmigo”. Las lágrimas corrían por la mejillas arrugadas de Felisa,
“El pueblo quiere agradecerte, en su día, él es nuestro patrono, vos,
nuestro benefactor...”. “Si querés agradecerme dame, simplemente, un
beso y decime gracias, para mí es suficiente…”. “Para nosotros no,
queremos que veas todo lo que construímos, más de cuarenta jóvenes han
vuelto a vivir en el pueblo, estamos recomponiendo nuestras familias
disgregadas, compramos tractor y arados, construímos un galpón grande
para acopiar la producción y proveeduría, tienes que venir. Nunca más te
molestaremos”. Accedí, y el sábado por la tarde estaba en “El Paso”.
Recorrimos con Felisa y sus hijos los viñedos, todos nuevos e impecables.
Un sinfín de hectáreas de frutales, con riego presurizado.Los nuevos
galpones, la capilla reconstruída a nuevo, el “santito” envuelto en flores,
con su mano extendida ofreciendo un ramillete de espigas de trigo. Los
jóvenes me invitaron a una peña, durante la noche, y cantamos chayas y
vidalitas, mientras los cabritos se doraban al fogón. Un sobrino de Felisa,
me dijo:”habrá visto que sacamos los alambrados, como usted quería, hoy
la tierra es de todos, somos una verdadera cooperativa”. Supe que algo
llegó, para quedarse, que mis campesinos crecieron para ser hombres. Por
la mañana iniciamos la peregrinación, cargando al santito en una angarilla,
y, uno por uno, recorreríamos, llevando la bendición, todos los puestos
64

hasta Aicuña, en la falda oeste del Famatina. Adelante iban las mujeres
rezando interminables rosarios, las seguíamos los varones cargando el
santo y las damajuanas de torrontés patero. Yo llevaba en mi morral casi
tres kilos de exquisitas pasas de higo blanco. La senda serpenteaba por
paredones de areniscas rojas, con paisajes indescriptibles por su belleza.
Nos fuimos distanciando en tres grupos, adelante las mujeres, en el medio
yo con los jóvenes, y atrás los viejitos con el santo y las damajuanas. En
un abra nos esperaban las rezadoras, y Felisa me increpó “¿dónde está el
santo?”. Miré hacia abajo y no se veía rastro de los viejos. Felisa se
persignó “¡Dios mío, hemos perdido la santidad!”. Señaló a media docena
de jóvenes y les ordenó “vayan a buscarlos del fondo de la quebrada”. A la
hora aparecieron, traían al santito y a los viejos, arreándolos entre risas.
Estaban borrachos perdidos. “Nos dio calor” dijo uno, “y el vinito estaba tan
sabroso”. Ayudé a cargar la angarilla en una difícil cuesta, e
inexplicablemente, no sentí su peso, de tan liviano que llevaba el espíritu.
Volvimos al atardecer, y, uno por uno, vino a abrazarme. Un viejito,
inesperadamente, se arrodilló y besó mi mano. Lo alcé de inmediato, y le
dije, “¡Qué hacés!, dejate de joder”. “No sé como pagarte lo que hiciste por
mis hijos…”
En la ruta del retorno, a cada rato lagrimeaba, de alegría por las cosas
buenas que pasan, de tristeza, porque algo me decía que jamás volvería a
ver a mis amigos. No sólo habían crecido para ser hombres, ¡eran
hombres libres!

JURAMENTO HIPOCRÁTICO
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Estaba en el fondo de un oscuro calabozo, esperando que me toque el


turno para los “hábiles interrogatorios”. El método era particular, nos
sacaban, los ojos vendados y los brazos atados a la espalda, nos metían
en la caja de una “Estanciera” vieja y nos hacían dar vueltas por un camino
interno de la cárcel. Después, cuando tuve algún equilibrio para discernir,
pensé que querían que nos pareciera que las torturas se concretaban fuera
del establecimiento (por problemas legales, qué delicadeza…). Nos
llevaban a una suerte de vestuario al lado de una cancha de fútbol,
construido para los detenidos “comunes” habituales. Allí, nos “pasaban” de
un recinto a otro. Este lugar fue, originalmente bautizado, por un
campesino del ERP, como el “Luna Park”. “¿Por qué?” le pregunté. “Allí te
hacen cagar”…
En una dependencia estaba el tratamiento “hídrico”, donde había un
tambor de 200 litros, casi lleno de agua, donde flotaban “soretes”. Del
techo colgaba una soga que pasaba por una roldana, cuyo extremo ataban
a nuestros pies. Nos izaban por el aire, y nos sumergían, el tiempo que
estimaban necesario para que la desesperación de la asfixia quebrara
nuestra reticencia al diálogo. Este “ingenioso” dispositivo se conocía como
“el submarino”.
Tenía grabadas a fuego las premisas de mis obligaciones ante la tortura,
que, pacientemente, me inculcó el “negro Rubén”, socio “fundador” de las
FAR
- Tu resistencia al dolor es infinita, sacá la mente de la angustia y
llevala a cualquier recuerdo divertido, por más banal que sea.
- Sos mucho más inteligente que cualquier “milico”. La tortura no es
más que un juego de inteligencia, como el ajedrez. Cada pregunta
de él es una movida, que pondrá en evidencia sus intenciones.
- Hay que estar muy atento al argumento, puesto que, de acuerdo al
tenor del interrogatorio, sabrás quiénes hablaron de vos.
- Ellos trabajan sólo ocho horas al día, tendrás, entonces, dieciséis
horas seguidas para reflexionar y reconstruir en detalle todas las
circunstancias, lugares, hechos, diálogos, etc., que tuviste con esas
personas.
- Prepararás, entonces las “minutas” que son tus respuestas no
comprometedoras referentes a cada pregunta posible. No dudes,
contesta siempre con frases claras, lógicas, seguras.
Por ser veterano nadador, el tratamiento con agua, más allá del asco a la
mierda, aparentemente, no les dió mayores resultados. Pasamos,
entonces, a la segunda etapa del suplicio: era una cama metálica, donde te
ataban, entendido, con brazos y piernas abiertos, luego de dejarte en
paños menores, y aplicaban la picana eléctrica. Este método de indagación
se conocía como “la parrilla” Probaban, concienzudamente, tus sectores
más sensibles y vulnerables. Como, siempre, hay que demostrar más
dolor que el real, aullaba como un demente, apenas me tocaban.
Cansados de tanto kilombo, me tocaron sin corriente. Grité como un
moribundo. “Está jodiendo” dijo el gordo Alfredo Eugenio Marcó (entonces
teniente del ejército), “dale con 220, así aprende…”. Y aplicaban un
“magiclik” (de esos para encender la cocina) y al tercer toque me desmayé.
Pasó el segundo día, y, honestamente, era más bien “difícil”, pero no
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imposible. Transcurrió una semana, sin avances notorios, y, lo que era


más importante, sin perceptible retroceso de mi parte. Fueron perdiendo la
paciencia, gritaban “Te voy a quemar los huevos” ó “No se te va a parar
más”. Después la emprendieron con la familia “vamos a reventar a tus
hijas”, ó “tiraremos a la bebé por un barranco”. Luego, recurriendo a lo que
podían, detuvieron a Felisa. Era, entonces, una viejita, de más de sesenta,
de un pueblito perdido en medio de la nada, donde organicé una
cooperativa rural. Me recomendaron escuchar en silencio y la interrogaron
“¿no es cierto que el geólogo es marxista?” “Nunca me habló de
marchismo”, dijo ella “¿Qué era entonces?” “Debe ser que era peronista,
porque una vez nos visitó con Carlitos Menem, pero nunca nos habló de
política”. “¿De qué hablaban, entonces?”. “Y.., de dónde sacar el agua
para regar, qué tipo de semillas comprar”. “Llévate a esta vieja de
mierda...”, dijo el gordo “no nos sirve para nada”.
Después trajeron a un “buchón”, un pendejo de la JP de apellido
Manganelli, y una mañana entera debí escuchar sus sartas de mentiras,
risibles de tan inauditas. Al final grité: “¡Saquen de aquí a este mentiroso
hijo de puta…!”. Se lo llevaron, y zapatearon tres malambos en mis
costillas. Cambiaron el método, comenzaron los golpes. A veces eran con
garrotes de goma, otras con un palo de escoba. El gordo Marcó se ponía a
un costado mío y me golpeaba, primero en el estómago, cuando me
agachaba impactaba la espalda, al enderezarte, vuelta a pegar en la
panza, y así, sucesivamente, hasta que caías al piso. Ése era el “Knock.-
out” de los boxeadores, cuando tu cerebro, piadosamente, cortaba el
martirio y te mandaba a otra dimensión. Una semana de este tratamiento, y
conocí al “galeno”, el Capitán Médico Moliné. Yo ya era una morcilla
ambulante, y él asesoraba cómo continuar la tortura, sin matarme en el
camino. Me revisaba concienzudamente, y, una vez le dije “Párelos,
doctor, ya no doy más…”. “Vamos, geólogo” contestó, “vos sos un tipo
fuerte y podés aguantar mucho más…”. “Pero doctor, usted al recibirse,
hizo un juramento hipocrático…”. “Yo no tengo la culpa de que estés
aquí.”.
Una noche (sabía que era de noche por el canto de los grillos), vino Marcó,
sólo, a visitarme. Estaba tirado de costado en el piso mojado de una
ducha. No me saludó, empezó a patearme, sin ton ni son: “parate, guacho
de mierda”, gritaba con su voz chillona (en el límite con lo afeminado). Me
incorporé, dificultosamente, en medio de la feroz paliza. Percibí, a través
de mi capucha, su fuerte hedor a vino. Y comenzó a garrotearme en
silencio. “¿Por qué me pega, si no pregunta nada?”. “¿Qué querés que
haga, basura, si cada vez que hablás, decís boludeces, y lo embarullás
todo?”. Me dejó tan estropeado, que, al día siguiente, no pudieron tocarme.
Cuando me revisó Moliné, sin ningún decoro, lo mandé en “cana”. “¿Qué te
pasó?”. “Anoche vino el infeliz, en un pedo atroz, y me hizo recagar, sin
comerla ni beberla, capaz que la señora no le prestó…”. Se putearon largo
rato, y, parece, que el gordo no sacó la mejor parte.
Tiempo después, en medio de tanto desatino, apareció un sacerdote, me
sacaron la capucha y me desataron las manos. Fue una sensación de
“Dios viene a mí, por fin...”. Nos abrazamos, y me puse a llorar (no sé por
qué, de alegría, ilusión, ¿quién sabe?). Se identificó como el padre
Pelanda, capellán del ejército, y me dijo “hablá hijo, te estás haciendo
67

matar…”. “Padre, yo no sé de qué me están hablando…”.Nunca más, en


toda mi vida, volví a entrar a una iglesia.
Un domingo (los torturadores descansan) tomé la decisión. Todo tiene un
punto final, entonces, debía armar una historia lógica, coherente, que no
joda a nadie que estuviera libre. El lunes, cuando llegó “la patota”, hablé
de un par que, antes del golpe, rajaron a Europa, (tenían la guita para
hacerlo), lo adorné con algunos condimentos, pajeros, pero creíbles. Total,
La Rioja, nunca sufrió actos violentos, sólo organizar cooperativas, para
que los pobres vivan mejor. Cuando, prolijo, recité el repertorio, el gordo
deliraba de contento, no analizaba verosimilitud ni lógica, sólo reía a
carcajadas, diciéndoles a sus perros falderos (gendarmes) “vieron,
muchachos, que, al final, lo íbamos a quebrar…”. Bajo mi capucha me
reía, y lo seguí haciendo en el fondo del calabozo donde me tiraron, No
había parte de mi cuerpo que no me doliera, ¡Y cómo! Moliné me traía
pastillas y pomadas. Cuando me pude parar, los gendarmes me afeitaron,
me pusieron una camisa limpia, sacaron fotos de frente y perfil, y me
pintaron los dedos: “Ahora estás a disposición del PEN, vas a vivir,
geólogo”, me dijeron. Allí supe que muchos, no sé cuántos, quedaron en
el camino.
Un año después girábamos caminando en círculos en el patio de recreos
de la Unidad 9, de La Plata. Había un petizo morrudo y narigón sentado en
un banco, que se miraba los dedos, y lagrimeaba. Era Néstor Pradeiro,
médico cirujano. Estaba de guardia en el hospital, y le trajeron una piba,
de no más de veinte años, con una bala en el estómago. Entraron al
quirófano con los fusiles en la mano. Córtele la hemorragia, pero no le
saque la bala, queremos que viva sólo para interrogarla (“Los argentinos
somos derechos y humanos”). “La operación fue difícil”, me contaba, “la
bala perforó intestinos y se alojó junto a la columna, pegada a los nervios
espinales. Tuve que sacarla, no había otra alternativa, clínicamente
aconsejable”. “Cuando vieron el proyectil en la bandeja, me llevaron
secuestrado con ella…”. “Te vamos a enseñar a obedecer, hijo de puta,
después de este tratamiento, no volverás a operar en tu perra vida…”... “Y
durante días me dieron corriente, en la punta de todos los dedos. Miralos,
apenas puedo doblarlos…” “Vamos, doctorcito”, le dije, “cuando salgas,
con fisioterapia y ejercicio, tus manos quedarán nuevas, y serás el gran
cirujano de siempre. Además, tenés, por sobre todo, una gran ventaja: sos
un buen tipo...y ¿quién te puede sacar eso?”. Todos los médicos, cuando
reciben su diploma, hacen el “juramento hipocrático” que los obliga a
proteger, por sobre todo, la salud de sus pacientes. Néstor Pradeiro lo
cumplió. ¿En qué recóndito horno del infierno se quemará Moliné?
Seguro que va a ser en el mismo que Marcó, y “a fuego lento…”

EL DESCONOCIDO
Durante la etapa del tormento, fui visitado, todas las noches, por un
gendarme ó militar, nunca lo supe. Lo reconocía por su murmullo suave, y
un sempiterno olor a limpio. Usaba lo que, después me contó, era una
colonia para después de afeitarse, que se distinguía, aún con mi escaso
olfato, de todos los olores horrendos del recinto de tortura.
Me aflojaba las ligaduras, me permitía hacer mis necesidades, me daba de
comer en la boca un sándwich de fiambre y queso, con un vaso de jugo, y
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me dejaba fumar dos cigarrillos. Una vez le pregunté: “¿Le ordenan hacer
esto?”. “No, de ninguna manera, si se enteran son capaces de matarme”.
“¿Por qué lo hace, entonces?”. “Me causa mucha pena y dolor lo que está
pasando, lo conozco a usted de “afuera”, y sé que es buena persona, que
Dios nos perdone por lo que estamos haciendo…”. “Pero, ¿de dónde me
conoce?”. “Por favor, no pregunte más”. “Si hay un Dios, que él lo
bendiga”. “Seguro que lo hay, geólogo, seguro que lo hay…”.

CONTRAINTELIGENCIA
…en medio de todo, siempre estamos, indeciblemente solos. Rainier
Rilke

La cárcel como instrumento de Justicia


El equilibrio del universo se concreta según normas teóricas que rezan
que, “a una fuerza determinada siempre se opone otra igual y de sentido
contrario”. El Estado se nutre de redes de información que forman sus
“servicios de inteligencia”. La cárcel, situación límite de despojo y
degradación a que puede someterse un ser humano (cual es la pérdida de
la libertad) ejerce diferentes acciones sobre la mente de las “víctimas”. Sin
entrar en delitos aberrantes, que seguramente son merecedores de
instituciones psiquiátricas, y muchos de sus casos insolubles jamás
deberían volver a medrar en el cuerpo social, es indiscutible que, todos
aquellos que son encarcelados son chivos expiatorios del “sistema”.
Aunque parezca un lugar común, debe citarse, es una verdad a gritos que,
cuando un pobre roba es encarcelado, y cuando lo hace un rico, ni tan
siquiera es apercibido. La vocación de justicia pareciera un condimento
inconcebible en el género humano. Es imposible, entonces esbozar
análisis serios de las problemáticas, que atentan contra la libertad
individual, sin cuestionar severamente todas y cada una de las severas
falencias que componen nuestras organizaciones sociales conocidas. No
son problemas de sistemas políticos, en todos los experimentados, hasta
ahora, hubo grupos que detentaron el poder, que, de una forma u otra,
victimaron a amplios estamentos del cuerpo social. Al ser, como dijimos,
situaciones extremas de ultraje, las instituciones “penitenciarias” vulneran
de diferente forma el psiquismo de los “penitentes”.

El delincuente “común” y su sistema carcelario


Aquel que denominamos “el preso común” conoce fehacientemente las
reglas del juego. Por mínima sea su dialéctica, afirmará con total
certidumbre “estoy aquí por ser pobre”. Los jueces sociales le
responderán “pudiste elegir otro camino”. ¿Qué otro camino pudo elegir, el
hijo de un ladrón y una prostituta, criado en la calle y soportando sus
desventuras con el consumo de drogas? Sin profundizar demasiado, el
sistema se vale de sus artimañas para dejar las cosas en claro, la primera
de ellas es “convencer” al delincuente de la necesidad de “reconocer su
culpa” como un objeto real y tangible. Es fundamental poder achacarle la
responsabilidad al pobre, para poder deslindar la de la sociedad. Luego, el
“reo” debe convocarse a un “arrepentimiento”, tener “místicas
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conversiones” religiosas, ser genuflexo con las autoridades, y llegar a


límites como ser informante (“buchón” en argot carcelario) de las mismas.
Todo ello a cambio de tener “beneficios” que concurran a una mejor
subsistencia durante su condena, y a un sustancial recorte de la misma.
Existen, lógicamente, sus riesgos, y, en las cárceles de “delincuentes
comunes”, muchos de estos alcahuetes, no llegan vivos a disfrutar de “los
beneficios de la libertad”.

Los detenidos por razones políticas


Los “presos políticos”, tal como nos autodenominábamos, teníamos claro
el por qué de nuestro confinamiento. Los militares, obviamente, no
compartían nuestras definiciones, para ellos éramos “delincuentes
subversivos”, “terroristas”, y una amplia gama de sinónimos con el que
ocultaban la realidad de nuestra prisión. Hasta llegaron a decir “que en la
Argentina no hay presos políticos”, cuando más de cincuenta mil
poblábamos sus cárceles y campos de concentración. Lógicamente,
cuanto más injusto, en términos sociales, sea el sistema que se quiera
imponer, más despiadado debe ser el ejercicio del poder. Para llevar a
cabo su propuesta de “factoría agroexportadora” y retrotraer nuestra
Argentina noventa años atrás en su evolución sociológica, debieron
concretar un “baño de sangre” que destruyó los líderes intelectuales de
toda una generación. Es convicción unánime que la injusticia social y
distributiva de todos los países latinoamericanos, en menor ó mayor
medida, alzó en armas sus sectores esclarecidos, con compromiso social,
contra las minorías oligárquicas, y sus fuerzas de seguridad, que oprimían
al pueblo en su beneficio. Estos movimientos contra dictaduras, la mayoría
represoras y sanguinarias, eran de liberación nacional. Cuando la
institucionalidad no representa los valores de Igualdad ante la Ley y
Democracia, la rebelión no es un hecho “subversivo”, es, simplemente
JUSTICIA.
Puestos en la cárcel, debíamos subsistir, y esa supervivencia dependía de
las “reglas del juego”. Conocer las pautas de un sistema desconocido,
hasta entonces, requirió, de todos nosotros, de paciencia, capacidad de
observación y un tácito bloqueo cerebral que ocluya nuestras angustias.
Los militares tenían un problema, (entre muchos), y era que, lo que
denominaban “la subversión”, en cuanto a su operatividad en hechos
“armados”, estaba realmente aniquilada hacia fines de 1975. Y ellos
dieron un golpe de estado el 24 de marzo de 1976. Ese accionar, que
fundaron en la necesidad del desmantelamiento de la guerrilla, no tenía, en
el plano de la lógica, verdadera dimensión de ser, carecía de convalidación
coherente. Por ello, la amplísima mayoría de los detenidos luego de la
asonada militar, fuimos apresados no por hechos penalmente
cuestionables, sino por nuestra forma de pensar. Porque nuestros
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cerebros sintonizaban una onda diferente a la de ellos. Porque


concebíamos que el planeta tenía una realidad distinta en 1976 a la que
imperaba en 1880. Ellos tenían vigente, en sus patéticos cerebros (por
llamarlos de alguna forma sin ofender la naturaleza humana) el sueño del
“patrón de estancia”, gobernando los destinos de todos sus siervos. Sus
megalomanías los amalgaman más con las figuras de los “señores
feudales”, por lo que retrocedían a los métodos “religiosos” (sanguinaria
tortura y asesinato ideológico) de la inquisición, y las estructuras políticas
del feudalismo. Nótese que, la perversidad de este mandato, castratorio
del intelecto, es tan atroz, que se pena no sólo escribir, difundir,
propagandizar ó adherir a tal ó cual doctrina. Se pretendió reprimir, un acto
inevitable del cerebro. Se conculcó el derecho a pensar libremente. Tal es
así que, luego de mi concienzuda tortura, los “hábiles interrogadores”, al no
poder probarme ningún delito que conlleve prisión, me acusaron de
“ideólogo”, Cuando le pregunté “adónde quería llegar”, respondió: “no me
gusta cómo pensás”. Tan abstracto y absurdo fue el cargo imputado, que,
cuando mi abogado ante la Cámara Federal en lo Penal de Córdoba
demostró, cabalmente, que en mi contra no sólo no había pruebas, sino
tampoco acusaciones, para “tranquilizarlo” un poco le volaron la mitad
delantera de su casa. Afortunadamente, sólo daños materiales.

La inteligencia del aparato militar y los presos políticos


Puestos los presos políticos en la cárcel, y sin mayores problemas para
contener una agónica guerrilla en las calles, el fenomenal aparato
represivo creado necesitaba tener, no sólo un justificativo, sino una mera
razón de ser. El sofisticado engendro de inteligencia, destinado a
perpetuar el Terrorismo de Estado debía permanecer, a cualquier costo,
activo, para justificar el “gran negocio” que implicaba administrar el sideral
presupuesto (y las consabidas ganancias) asignados al proyecto de “poder
indefinido” que enfebrecía las mentes de gusanos de estos psicópatas.
La “inteligencia interna” de las cárceles mereció un armado que se
sustentaba en el aporte de dos fuentes:
a) De presos políticos “quebrados”.
b) De presos comunes adiestrados al efecto.
En los primeros pude distinguir, sin mayores problemas, que las principales
fuentes se nutrían de los extremos, aquellos que tenían gravísimas
condenas por “Consejos de Guerra”, todos detenidos antes del golpe
militar, es decir, efectivos partícipes de actos de violencia, pero, con una
salvedad, la supervivencia. En este contexto es diferenciable que, si un
militante fue aprehendido “con las manos en la masa”, y permanece vivo,
hay una sóla respuesta posible: que “colaboró” con los militares, La única
forma viable de prestar ese “servicio” es entregando a sus compañeros.
Luego, para aliviar su “causa pesada”, debían servir, en el ámbito
carcelario, como “buchones”. No obstante, destaco que me tocó bregar, en
mis tres años de prisión, con sólo uno de ellos. La mayoría de los
informantes de los militares, nutridos del arco político, eran los conocidos,
en el léxico penitenciario, como “garrones”. Éstos son personajes que, en
honor a la verdad, era incomprensible estén detenidos por ningún sistema
político. Su “peligrosidad” era la de corderos y su “hombría” de cucarachas.
Tenían un denominador común, formaban una “izquierda institucional”,
71

genialmente pintada por Leopoldo Marechal en “El banquete de Severo


Arcángelo”. Integraban el Partido Comunista Revolucionario (maoísta), el
Partido Comunista (stalinista) y el Frente de Izquierda Popular (un
cachivache ideológico, poco comprensible, que pregonaba el “socialismo
criollo”). La amplísima mayoría de los detenidos por causas político-
ideológicas hizo la suya, sobrevivir, hablar huevadas en los recreos, muy
poco de política, y, absolutamente nada de por qué causa estaba
confinado.
Llevado a instancias porcentuales, aproximadamente sólo el diez por
ciento de los presos, por causales ideológicas, era “colaborador”.
En cuanto a los “detenidos por causas comunes”, mimetizados como
“políticos” eran “pesados”, indudablemente con condenas frondosas, que
intentaban alivianar a cualquier costo. Era una materia prima,
intelectualmente, muy limitada, mayoritariamente proveniente de villas de
emergencia. Indudablemente los servicios que prestaron, como veremos,
resultaron muy acotados. No obstante, se autoproclamaban integrantes de
causas “subversivas” muy publicitadas, tal como el asesinato del Gral.
Cáceres Monié. El por qué de las falencias de estos grupos de “comunes
políticos”, como los llamábamos, entre compañeros de estricta confianza,
los buceo en dos fundamentos principales:
a) Si los servicios de inteligencia “formales” son patéticamente
“analfabestias”, a pesar de su notable perfeccionamiento en
alcahueterías, qué nos queda para pobres ladrones de las villas.
Los ladrones “inteligentes” jamás caen presos.
b) Era tan contrastado su nivel de cultura con el del de un dirigente
nacional y popular, que saltaba a la vista que eran “sapos de otro
pozo”.
Concluyendo, ¿qué servicio de inteligencia puede esperarse de aquellos
que pregonaban un retorno a la edad media?
Hablemos ahora de “contrainteligencia”, intentando definirla, desde una
óptica pragmática, eran todas y cada una de las conductas utilizadas, por
los detenidos políticos, para subsistir, y pasar desapercibido, en un entorno
carcelario. Desde una mirada más ortodoxa, son métodos planificados
para detectar, identificar y neutralizar agentes encubiertos del enemigo.
Obviamente, esto sucede cuando los intérpretes son Estados. Para los
presos políticos, entidad caótica e inorgánica, eran, sencillamente, los
“anticuerpos psicológicos” diseñados sin ejemplos ni patrones, que
impelían una incomunicación forzosa, ante la realidad de no poder confiar
en nadie. Lindaba, concretamente, con actos instintivos, más ligados a la
pulsión primaria de preservación. Y no nos preocupaba lo que cualquier
preso pudo ó no confesar, bajo el apremio de la tortura. Algo es seguro,
siempre fue un mínimo que le permitió “zafar”, vale decir terminar con el
tormento y seguir con vida. El nudo del problema eran los secretos,
sutilmente guardados, en general con meritorio esfuerzo, que permitieron a
muchos compañeros salvarse de la depredación. Si algunos, ó numerosos
militantes pudieron guardar información, que, de hecho, me consta…
¿sería tan imbécil como para transmitirle, a un “buchón”, sus
confidencias?

Los dirigentes “quebrados”.


72

G., La Rioja, ERP.


Pido perdón a Dios, por juzgar a alguno de sus hijos, sin ser Juez. Busco
alcanzar la piedad de la comprensión, en este infierno árido que es la vida.
Si cuento estas historias, con su nombre, no es con afán de denigrar ó
vilipendiar. Todos tenemos algo por qué arrepentirnos. Si estas pobres
letras dispersas alguna vez me trascienden, les pido a estos “equivocados”
que intenten perdonarse a sí mismos, y que mueran pudiéndose mirar al
espejo.
Quienes fuimos detenidos en La Rioja, y alojados en su cárcel, tuvimos
una breve etapa de transición, entre la tortura y la incomunicación, total de
las primeras instancias, y nuestro traslado a la Unidad 9 de La Plata.
Durante el transcurso de esos escasos tres meses (de diciembre de 1976
a marzo de 1977) tuvimos el beneficio de poder hablar entre nosotros, por
el milagro de dos horas diarias de recreo. Yo ocupaba una celda en el
extremo NE del pabellón, frente a un corto pasillo ciego que daba a una
ventilación, diseñada como un panal de abejas en la pared. Por allí veía
pedacitos de campo. A mi izquierda vivía un muchacho pecoso, de ojos
saltones, con la piel profusamente manchada por falta de melanina, cuyo
apellido era G. Por el calor tórrido de La Rioja, las celdas tenían, en sus
puertas, ventilaciones inferiores. En la calma de las siestas era posible
hablar, con voz queda con el vecino, sin ser descubierto. Allí me enteré
que era, según él, una pieza importante del ERP en la provincia. Los
militares lo habían convencido que, merced a su “peligrosidad”, purgaría
una prolongada pena en prisión. Su humor era muy ciclotímico, a veces
quería conversar, a veces no. Una siesta lo escuché llorar despacito, y lo
llamé, repetidas veces: “¿qué te pasa?”, “contestame”, sin conseguir
respuesta. Al poco tiempo, por una rendija, vi un charco de sangre que se
extendía por el pasillo. Llamé a la guardia, a los gritos, urgente lo llevaron
y lo cosieron. El jefe de nuestra custodia, un gendarme rubio que se hacía
llamar “el alférez Brito” (quien me tenía de hijo “verdugueándome” a cada
rato) anunció con gritos destemplados que, por la cagada que se mandó
G., permaneceríamos una semana sin recreos. En medio de tantas
“psicopatologías”… ¿qué le hacía una mancha más al tigre? Al día
siguiente, y al otro, y al otro, se llevaron a G., para seguir, según él,
“torturándolo”. Como nos bañábamos juntos, en grupos de cuatro (había
cuatro duchas), todos los días lo veía desnudo, y jamás advertí en él
ninguna marquita, ni hematoma. Recuerdo que pensé:
a) Éste se quebró para llamar la atención de los milicos, porque quería
seguir hablando, para “colaborar” y morigerar su difícil causa.
b) Si se hubiera querido matar “en serio” lo hace de noche, no una
siesta, una hora antes del recreo, donde, inevitablemente, lo
hubieran descubierto, como, efectivamente, sucedió.
A las dos semanas, día más ó día menos, trajeron, “comunicados” (habían
finalizado sus “interrogatorios”), a quienes llamamos “los hijos de G.”. Eran
como quince, con edades variables entre catorce y sesenta años.

K., La Plata, Montoneros.


Al poco tiempo de estar en la cárcel de La Plata, instalados en el pabellón
16 “A”, instauraron un sistema de “galones”, que eran tirillas que, como
grados militares, se cosían en el brazo de las casacas. Éstas definían las
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conductas: tres tirillas, perfecta, dos tirillas buena, una sóla regular, y,
carencia de insignia “rebelde”. La degradación en el régimen de tirillas se
hacía mediante el sistema de “castigos” donde, por lapsos de tiempo tan
variables como antojadizos, te llevaban al “chancho” (los calabozos), y
aplicaban, diariamente, feroces golpizas. Las faltas, simplemente, eran
transgresiones al sistema carcelario:
- Hacer gimnasia.
- Cantar en voz alta.
- No pararse en la puerta de la celda en los recuentos diarios.
- Tener miradas ó actitudes que interpreten como “desafiantes”, etc.
etc. etc.
Me propuse, fervientemente, no promoverme mayores problemas, a los ya
vividos, por lo que, sencillamente no los busqué.
Un antropólogo social, “el flaco” Alejandro Islas del Peronismo de Base, y
yo, fuimos elegidos, entre los de mejor conducta, para hacer de
“limpiezas”.Limpiábamos el pabellón, repartíamos la comida, celda por
celda, y, cuando el humor de la guardia lo permitía, hacíamos mandados
llevando diarios, revistas y libros, de celda en celda. Nuestro jefe de
guardia era un “pendejo” sádico, carnicero y verdugo apellidado Guerrero.
Entre su frondoso prontuario, ostentaba haber matado a golpes, a un
detenido, en los calabozos. Cualquier falta, por mínima que sea, equivalía
al castigo. Mi compañero de tareas interpretaba que nos pusieron en esos
menesteres por ser de los pocos profesionales universitarios del pabellón,
para humillarnos e intentar degradarnos, aún más, si cabe. “Mirá, flaquito”,
le dije, “estamos buena parte del día fuera de las celdas, hacemos
ejercicio, nos bañamos con agua caliente, y, por las noches, cansados,
dormimos mejor. ¿Y si miramos el lado bueno de las cosas?”. Lo pensó un
poco, sonrió, y dijo “claro, ¿por qué no?”. La guardia nos controlaba
férreamente sobre la equidad de las raciones, previendo detectar que, por
afinidad política, otorgáramos prebendas diferenciadas. El “puchero” de los
martes constaba de un pedazo de carne hervida (“tumba” en la jerga) con
dos papas. Estaban, según los guardias, rigurosamente contados. No se
podía dar más de un trozo de carne por compañero. Una vez, poco antes
de llegar al fin del pabellón, nos quedamos sin carne. Contamos y faltaban
diez raciones. Nos llevaron, con el “flaco”, a un cuartito cerrado, cerca de la
entrada. Nos dieron una paliza, pero, argumentando “en su propia ley” los
convencimos. “Oficial” le dijo Islas a Guerrero, “como los guardias
vigilaban, celosamente cada ración que repartíamos, es imposible que le
demos algo de más a cualquiera. Alguien contó mal, es
todo”.Afortunadamente, el guardia, que tampoco quería problemas, ratificó
sus dichos, trajeron más comida y todo terminó. Nos dolieron un par de
días los golpes, con la alegría de saber que “la pelota rozó el travesaño”, y
por poco no fue gol… Los mandados sólo podían hacerse en sentido
Norte-Sur, y cualquier alteración debía consultársele a la guardia,
quedando a su arbitrio el autorizarlo. No obstante, el equilibrio del sistema
era tan inestable, que era mejor no desafiar al demonio, porque,
inevitablemente, te calcina. Y llegó K. al pabellón. Era, según versiones
difundidas por los “buchones”, un “importante jefe montonero” de Mendoza.
Payo, flaco y alto, era estudiante de medicina. Tenía un aire de
perdonavidas, de “supremo”, y nos miraba a todos como si fuéramos
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basura. Un día, durante el recreo, me llamó, para conversar,


diciéndome:”Mirá, vos sos de los míos, y el diario que me compro es con
plata de la “orga” (organización, en el argot militante), y debés llevarlo en el
día a las celdas número tal y cual” (casualmente donde vivían los por mí
sospechados de buchones). Obviamente, su imprudencia erizó mis
sistemas defensivos:
a) ¿Por qué medios conocía mi presunta “pertenencia política”?.
b) ¿Cómo podía él, confiar temas tan reservados, con un olímpico
desconocido, cual era mi persona?
Presto, le contesté, “Pibe, no me interesa que sos, ni vos ni nadie, ni quien
mierda paga tu diario, el mío la paga mi vieja. Los mandados los voy a
seguir haciendo en el sentido que indican las normas, y cualquier problema
hablalo con la guardia”. En los recreos, en los pocos cruces que tuve con
él, escuché que le hablaba, a cualquiera, de “la orga”. Los boludos no le
sirven a nadie, y este imbécil ni para buchón servía. Junto con él vino un
gordito, morocho, petizón, con cabello entrecano, parado como púas, de
apellido Salinas. Vivía hablando macanas, y, tenía un excelente sentido del
humor, mordaz y chispeante, conversaba de cualquier cosa, hasta del
Kama Sutra, menos de política. Una mañana el “Clarín” (oficialista durante
la infame dictadura) difundió las condenas emitidas por un Consejo de
Guerra, y le habían dado 9 años (reconociéndole los tres cumplidos). En el
patio tuvimos una breve charla:”Parece que te quisieron cagar, viejo”, le
dije. Sonriendo, contestó:”Me pillaron con 12.000 proyectiles, si hubiera
sido un año de cárcel por cada mil balas, eran doce años. Gracias a Dios
fueron piadosos, y me descontaron tres, menos tres que tengo adentro, me
quedan sólo seis. ¿Vos pensás que estos hijos de puta durarán más de
seis años en el poder?” “No más de cuatro, papá”, aseguré, y, no sé cómo,
acerté. Salinas fue un preso ejemplar, un buen compañero, que soportó
con hidalguía y entereza los avatares de su, seguramente, muy difícil
experiencia.

Alderete, La Rioja, un “común político” “poco común”.


Durante el breve lapso de “presos comunicados” en La Rioja, trajeron a
nuestro pabellón a un detenido común. Se apellidaba Alderete, y, en los
recreos, caminaba sólo por el patio, porque nadie confiaba en él. Una vez
lo invité a caminar conmigo. Y conversé con él de temas comunes, el calor
insoportable en ese terrible verano 1976-1977. De pronto me pregunta
“¿Sabés por qué estoy aquí, con ustedes?”. “Ni idea”, respondí. “Yo me
estaba rajando, de un trabajo pesado, desde Rosario. Acorralado, caí en
esta mierda de La Rioja. Aquí, en esta cárcel son todos “perejiles”, y la
yuta me hace la vida imposible, todas las semanas en al “chancho”, y meta
hacerme cagar. Me ofrecieron que, a cambio de dejarme en paz y darme
buena comida, trabaje de “buchón”, para ellos. Acepté, enseguida, como
ves, todos los días me dan bifecito con puré y me tratan como una
señorita. El único favor que te pido es que, de vez en cuando, camines
conmigo, y me cuentes boludeces no comprometidas de tu vida. Qué sos,
qué hacés, cualquier huevada es bienvenida. Lógico, no me hablarás, ni te
preguntaré de tu causa…Y todos contentos”. Poco a poco me contó la
historia de sus 35 años de vida, la mitad en cárceles y reformatorios, el
resto, robos a mano armada. Me describió en detalle su infancia, la vida
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en las cárceles, las tipologías de delincuencia, los códigos y las dificultades


en la supervivencia. Me abrió la mente a un nuevo universo, desconocido
para mí, enriqueciéndolo con sus vivos matices. Su cuerpo era una trama
de cicatrices de riñas y balazos. Ambos cumplimos el pacto, y jamás
tuvimos problemas. Yo aprendí mucho de él, y, a la vez, contribuí a su
precario bienestar. Alderete, sólo un delincuente común, condenado, por la
vida, a una muerte “a plazo fijo”.

“Patilla”, un “común político”


Me trasladaron al pabellón 16 “B”, donde perdí un montón de beneficios.
Ya no nos autorizaban leer diarios, sólo la revista Esquiú, de la
ultraderecha católica, oficialista y antipopular a ultranza. Estaba en un
“pabellón de la muerte”, así designado porque, si había algún atentado en
“la calle”, sacaban a cualquiera y lo asesinaban, en represalia. En el ala de
enfrente, que salía al recreo separada de nosotros, estaba Adolfo Pérez
Esquivel, Premio Nóbel de la Paz con el advenimiento de la democracia.
Las cosas se pusieron mal para mí, cuando me metieron en una celda con
un buchón. Le decían “patilla”, y, su apellido ni tan siquiera vale la pena
intentar recordarlo, porque, seguramente, era “trucho”. Se autoadjudicaba
pertenencia a Montoneros y formar parte de los imputados por volar por los
aires a Cáceres Monié. Sólo dejándole hablar, en pocos minutos comprobé
que provenía de una villa de emergencia próxima a Santa Fe. Su
preocupación medular era el equipo de fútbol Unión de Santa Fe, y se
definía como “tatengue”. Viendo las cosas en perspectiva no tenía
psiquismo ni tan siquiera para preparar un buen asalto. “Hermano”, le dije,
“vas a tener que cambiar de profesión cuando salgas” “¿Por qué?” dijo,
confundido, “Porque no tenés pasta de choro, para eso hay que tener
huevos e inteligencia, y vos parecés un flancito con dulce de leche”. “En
La Rioja”, le conté, “pude conocer a un “pesado” de verdad, que si te
agarra a vos te come en el desayuno…”. Con argumentaciones concretas
le demostré mi firme convicción que no era un preso político. Pero igual, de
la noche a la mañana, me interrogaba, no podía leer ni escribir, ni practicar
aperturas de ajedrez, que eran mis divertimentos solitarios, con que
pasaba los días. Comenzaban sus preguntas imbéciles, salidas del mismo
repertorio grotesco al de mi torturador. “Vos sos inteligente, seguro que
eras un jefe”. Al poco rato, superando mi impaciencia, lo llevaba adonde
quería, por las técnicas del silogismo y el absurdo “¿qué problema hay en
ser inteligente?”. “Y, los jefes son los más inteligentes” “¿Estás seguro?, yo
creo que no, siempre mis jefes, en el laburo, eran unos giles de cuarta”. Le
conté el refrancito “el que sabe trabaja, el que no es jefe”. Y se quedaba
pensando toda la tarde, y podía leer un rato, hasta que, intempestivamente
preguntaba “y si sos más inteligente ¿por qué no eras jefe?”. “Primero no
te dije que fuera más inteligente que nadie, segundo que te expliqué que
los inteligentes, raramente son jefes, concluyendo, yo no era jefe de nadie,
ni más inteligente, ¡ni un reverendo carajo! Decime, boludo, por qué no me
atendés cuando te hablo. A ver, comencemos de nuevo… jefe es el que te
da el repertorio para que me preguntes si soy jefe. El, como no es
inteligente, es jefe, pero, como no la ve ni cuadrada, te dice que yo
también soy jefe. Como yo no soy jefe, sólo te confunde con consignas
equivocadas. Y, mirate la cara de angustia que tenés, se te van a quemar
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los sesos ¿no querés que te cuente cuando crucé la cordillera?, es muy
divertido”. “Bueno, mientras tanto hago un budín de pan, con el que sobró
de ayer”. Y le hablaba de los glaciares y los flamencos, del vuelo pausado
del cóndor, el galope de las vicuñas. Escuchaba con los ojos muy abiertos,
con la curiosidad de un niño, con el candor de los inocentes… ” ¿Y cómo
son las vicuñas?”, preguntaba. Y se las describía, la suavidad de su vellón,
que con cien gramos hacen un poncho más abrigado que cualquier
campera, aún las más acolchadas”. “Con cien gramos, ¿nada más?, me
estás jodiendo…”·”Te juro por lo que más quieras, aparte, vos sabés que
no miento…”. Ya en la cama, en el silencio sepulcral de la noche
carcelaria, se quejaba: “Nunca voy a saber si sos jefe…”. “Tranquilizate,
viejo, ¿cómo podés saber de mí, lo que ni siquiera yo sé?”. Y le costaba
dormirse, oprimido por una dialéctica falaz e incomprensible. La lógica es
un engendro mutante que te lleva a cualquier lado, raramente a la
verdad…Por la mañana se juntaba todo el recreo a conversar con su “jefe”,
quien, en medio de tanto despelote, debía tratar de darle alguna consigna.
Pero yo tenía mis angustias, y no estaba dispuesto a conversar, era un
“día malo”, entre los muchos que pasamos en prisión. Cuando quiso
empezar a parlotear, le inmovilicé los brazos y oprimí su cuello con fuerza,
cada tanto lo dejaba respirar un poco, mientras le murmuraba al oído “hoy
los presos no hablan, sólo descansan, esta es la colonia de vacaciones,
donde venimos a pensar… ¿estás de acuerdo?”.Sacudió la cabeza
afirmativamente y estuvo callado toda la tarde, hizo un budín de chocolate
y trepó hasta la lejana banderola, para que el viento del invierno lo enfríe
bien. A la noche, en prenda de paz, me sirvió más de la mitad, y, siempre
en silencio, se acostó. En la oscura quietud del infierno lo sentí llorar,
quedamente, largo rato. Me dio impotencia mi barbarie, pues casi lo mato.
Me dio pena por él, porque no cumplía sus mandatos, y, por poco, no la
cuenta más. Comprendí que la tomé con el instrumento, y no con la
cobarde mano que lo maneja, cuyo objetivo inequívoco era cagarme la
vida (¿más todavía?). Por la mañana le hablé “perdoname, viejo, hace
varios meses que no veo a mis hijas, y, con todos mis kilombos de cárcel,
mi vieja anda jodida de salud”. Sonrió, y quedó aliviado, entreviendo la
posibilidad de obtener alguna información valiosa, y no los comentarios
polifacéticos que le enredaban las neuronas. Y siguieron sus
interrogatorios, y mis laberintos sin salida. Un día, enfermo de impotencia,
me dijo “Digas lo que digas, no nos importa, sabemos que no podés ser
otra cosa, que ser jefe”. Reí, para mis adentros, patilla estaba hablando mi
lenguaje, su cerebro estaba amasado a los antojos de mi perversidad.
Pero yo estaba cansado, la cárcel va minando, sin pausa, las fibras de tu
equilibrio emocional. Entonces decidí tomar la iniciativa, y, en un
sorpresivo gambito de caballo, comencé a hablar. “Mirá, patilla, vamos a
comunicarnos con claridad, tengo que contarte que, en realidad, sí soy
jefe, pero no de lo que vos creés, yo soy un patriota, soy capitán del
ejército, estoy aquí, trabajando encubierto, ejecutando verdaderas tareas
de inteligencia. Y vos, lo único que estás haciendo es entorpecerme el
laburo, sin darte cuenta te ponés en peligro vos y tu familia. ¿Querés que,
para demostrarte que es cierto, haga matar un familiar tuyo? ¿Tu vieja ó
algún hijo? Avisame nomás, y le metemos” Patilla estaba despavorido “¿Y
cómo pasás la información?, no te veo hablar con nadie…” “A mi madre,
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durante las visitas, y ella le traslada todo a un Coronel…”. “Jaque al rey”


me murmuré entre carcajadas, para mis adentros.
Pasaron dos días y Patilla estaba silencioso como una tumba. En los
recreos se turnaba para poder conversar con todos y cada uno de los
integrantes de la “pandilla de Cáceres Monié”. La confusión reinaba por
doquier, mientras yo jugaba al ajedrez, con un viejo zorro, afecto a las
celadas. Intempestivamente me buscó un guardia, “póngase la chaqueta y
venga conmigo…”. Comenzamos a cruzar rejas, para mí, desconocidas,
hasta que llegamos a un “hall” de mármol blanco, a su izquierda había una
puerta lustrada, imponente, con un letrero (“Dirección”) en letras doradas.
Al frente, tras una reja, se veía la calle, tan cerca, pero tan lejos. Me
hicieron pasar y me recibió un general de brigada, en uniforme de calle. Me
tendió la mano, y, se la estreché, me indicó un mullido sillón,
diciendo:”Siéntese por favor, licenciado”, lo hice, agradeciendo, (de pronto
era de nuevo licenciado, no el guacho terrorista de estos tres años).
“¿Gusta un café?” “¿Si no es molestia?” “¡Por favor!”, y lo ordenó por un
intercomunicador. “Quiero pedirle dos gauchadas… ¿Cree que podrá
ayudarme?” “Espero que sí”, contesté, con severas dudas para mis
adentros. “La primera es que le diga a su madre que deje de joder por
todas las embajadas. No lo vamos a dejar irse del país. Ustedes salen y no
se cansan de tirarnos mierda por todo el planeta. Va a ser liberado en
Argentina, y no falta mucho”. El corazón me retumbaba en el pecho. Sacó
un atado, y me invitó un “Parisienne” “Éstos le gustan ¿no?” “Si, gracias”
“Bueno, le regalo el paquete” Lo recibí, mirándolo expectante. “Se cometen
graves errores, a veces” prosiguió “el suyo fue uno de ellos… ¿Siente
algún rencor hacia nosotros?” Lo contemplé pensativo “¿No sería una
pérdida de tiempo y de esfuerzo, mientras intento recomponer mi vida?”
“Y…creo que sí…” “Entonces, mejor, cada uno en lo suyo, ¿verdad?”
“Ahora le pido el segundo favor, no hable con nadie, pero, absolutamente
con nadie, de política, de aquí en más…” “Si, señor, tiene mi palabra”, dije,
mientras tendía mi diestra, que estrechó sonriente.
Al poco tiempo vino la inspección de la Cruz Roja Internacional, que nos
entrevistaba uno por uno. Allí tuve la última oportunidad, insoslayable, de
rematar al “jefe”, si, al jefe, de Patilla. Cuando el suizo me preguntó cómo
estaba, le dije “Mire, señor, si uno no se busca problemas no los tiene,
comida hay, médico también, pero, ya llevo tres años, soporté terribles
tormentos, ahora ya estoy en la cárcel. Pero me siguen molestando, han
puesto un informante de los servicios en mi celda, y me interroga todo el
día. No puedo leer, ni estudiar ajedrez, nada. ¿Usted no podría gestionar
para que me metan en otra celda con alguno que no hable? ¿Acaso sería
mucha molestia?” “Eso ¿nada más?” indagó el pelirrojo. “Nada más, por el
amor de Dios”. Se paró, me abrazó y dijo “Vaya tranquilo…”. “Dama-siete-
torre-rey-mate” repetía mi imbécil cerebro, mientras retornaba al pabellón.
Me esperaban para trasladarme. Fui a parar con un pibe que era genial. Le
expliqué mis códigos “mis provisiones son tuyas, mis cigarros, libros y
revistas también, sólo me gusta el silencio, soy medio loco y quiero
escucharme a mi mismo ¿Te molesta?” “Para nada, no hay problema”. Y
mis últimos tres meses de cárcel los pasé en paz, con la mejor compañía,
Dante Alighieri contándome “La Divina Comedia” y Howard Phyllis
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Lovecraft haciendo lo mismo con “Los mitos de Ctulhu”. Un poco con Dios
y otro con el diablo, para romper la monotonía.
Cuando comencé a escribir esta crónica, injustamente, tenía recuerdos
odiosos de Patilla. En estas últimas palabras, lo evoco con sincera pena.
Odio, sin dudas, al cabrón que lo usaba, sin contemplaciones, para lograr
sus bastardos fines La infamia de la manipulación transformó, al pobre
ladronzuelo, en el peón “sacrificable” en un terrorífico partido de ajedrez,
donde el demonio, teniendo todas las chances a su favor mordió el polvo
de la derrota, por el inesperado “gambito de caballo”. Treinta años
después, no logro ponerme de acuerdo referente a si fui, ó no, jefe de
algo…pero, ahora, ¿a quién le importa?

Epílogo
El paso de los años nos da la sabiduría que nace del ejercicio pleno del
amor. Por él nos comprendemos a nosotros mismos, para empezar a
entender, cuanto menos un mínimo del universo. Tuve una vida plena, y no
me arrepiento de nada, porque volvería a cometer todos y cada uno de los
errores, que me enseñaron a lograr unos pocos aciertos. Aprendí la difícil
coexistencia del bien y el mal, no como hechos abstractos, sino como
entidades perfectamente discernibles, que nos brindan posibilidad de
elección. Sufrí, en nombre de la ética importantes retrocesos laborales y
económicos, disfrutando la alegría de ser “diferente”, sin que ello implique
ser mejor ni peor que nadie. Enfrenté a poderes demasiado consistentes,
para mí, y con perseverancia e ingenio logré éxitos que me solazan. Sé
que “nada es fútil ni inconsecuente, y nuestras vidas labran huellas en la
estepa sin fin del universo…”

PEDIME LA SANGRE, ¡PERO NO ME PIDAS PLATA!


Cuando salí de la cárcel, todo trabajo oficial me estaba vedado. Luego de
peregrinar por tantas puertas que se me cerraron, a pesar de mis
indudables aptitudes profesionales, concurrí a visitar a un conspicuo
dirigente peronista (ex gobernador en la última gestión). Nos conocimos
una década atrás en la casa de José Ber Gelbard, en reuniones donde
planificábamos la vuelta del general, y propuestas para la futura acción de
gobierno. Tenía la memoria del buen político “Hola, Guillermo, ¿cómo
estás? Gracias a Dios vivo para contarme...” “Bien, Don Antonio, gracias.”
Conversamos largo rato sobre la demencia de los militares, y la barbarie
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que estaba asolando nuestro país. Luego entré al tema que me aquejaba.
“Estoy buscando trabajo, no consigo”. Pensó un rato. Discó el teléfono:
“Hola Domingo, mi viejo querido, tengo un compañero geólogo que busca
trabajo…Si, si sabe de perforaciones para agua…Bueno, allí va a
presentarse”. Colgó y me dijo: “Te esperan en dos días en Tucumán, en
esta dirección”. Nos despedimos con un fuerte abrazo. A pesar de nuestros
crónicos canibalismos, a veces los peronistas nos ayudamos. Era, en ese
entonces, una firma ponderable, entre las más importantes en el rubro. Me
hice cargo de una licitación en Güemes, Salta. La empresa estaba a punto
de ser echada de la obra, por su incumplimiento, en tanto que el gerente
regional y el jefe de obra robaban a manos llenas. Con tesón reencaucé
los trabajos, y, en poco tiempo era “el niño mimado” de Techint, contratista
administradora del consorcio. . A los tres meses ya facturaba, con los
quince obreros que me acompañaban, más de trescientos mil dólares de
ganancia mensual. Fui citado por el presidente a Mendoza. Hasta había un
pasacalle de bienvenida, dedicado a mí, en el acceso a la fábrica. Conocí a
Domingo Dúo (“Don Domingo”), el propietario. Era un sesentón de cabellos
blancos, con la piel ligeramente rojiza (por eventual afición alcohólica),
facciones enérgicas, y negros ojos duros que reflejaban su alma. Me
felicitó por la gestión y analizamos el futuro rumbo de la obra. Planteé mi
pretensión salarial, y, sin muchos regateos, nos pusimos de acuerdo.
Fuimos interrumpidos por su secretaria “Don Domingo, Roque Benegas
necesita verlo”. Después supe que era un tornero con 22 años trabajados
en la empresa. Entró, con su mameluco engrasado, tenía cabello
entrecano, mirada mansa y manos cubiertas de callos y cicatrices, de tanto
manipular caños de grandes diámetros. “Don Domingo” saludó, sin
atreverse a sentarse, “interné a mi señora grave y debe operarse, necesito
que me adelante unos pesos sobre la quincena que tengo para cobrar en
sólo dos días…”. “Hijo” contestó el potentado, “si a tu señora la operan
puedo darle mi sangre… Pedime la sangre, ¡pero no me pidas plata!”. El
operario se retiró, con los hombros derrumbados. Cuando me despedía,
Don Domingo me dijo: “Hijo, cuando quieras aumento, vení a hablar
conmigo a Mendoza, pero no me robés...”. Retiré de contaduría una “caja”
para gastos de la quincena, y averigüé dónde vivía Benegas. Concurrí a su
vivienda, humilde pero pulcra, con un jardincito desbordante de flores. Me
abrió la puerta, sorprendido “Licenciado ¿qué lo trae por aquí?, pase, por
favor, siéntese”. Y me invitó una copa de exquisito Jerez añejo. “¿Cuánto
necesita para su problema?”. Me dijo la cifra, saqué un fajo de billetes del
bolsillo y cubrí su requerimiento. “Por favor, déme su número de cuenta en
Tucumán, apenas cobro se lo giro”. “No me devuelva nada, Benegas, ni le
cuente a nadie, lo que importa es la salud de su señora”.
Regresé a mi trabajo en Güemes un viernes por la tarde, todo andaba
sobre rieles. Subí a Salta, a ver un repuestero amigo, y conseguí una
factura por la reparación de una caja de transferencia original. Anoté en el
libro de novedades “rotura de caja de transferencia, equipo parado en
reparación”. El dinero “enajenado” sobrepasaba el “subsidio” otorgado a
Benegas, y, de inmediato, decidí en qué invertirlo. El sábado a la noche,
ordené que se pare el equipo, y que todos los trabajadores se pongan de
punta en blanco. “Esta noche vamos todos al prostíbulo, la empresa
paga…”. Al amanecer estábamos tomando un café con mis dos
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maquinistas, y uno de ellos preguntó “¿Es cierto que Don Domingo nos
pagó esta joda?”. Reí a carcajadas “¿ustedes creen que este viejo, avaro
del demonio, nos regalaría algo?, si se entera sufre un derrame…” Fue la
única vez que le robé a Don Domingo…

LABERINTO

Un repentino estadio de conciencia me fue invadiendo. Ignoraba qué era, ó


donde estaba, siéndome imposible discernir presencia de continente y
contenido. Supuse estar en un ámbito oscuro, pero desconocía mis
facultades eventuales para captar luz. . Cautamente, fui enumerando
breves acertijos, no tenía hambre, frío, sed ni calor. Era coherente suponer
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que carecía de cuerpo, ó manifestación física similar. Pero estaba


pensando, por ende “algo” cumplía esa misión. Mi prematuro esfuerzo me
agotaba, y me dejé caer en un pozo calmo, oscuro y silencioso...Mis
pensamientos emergieron de la nada, y percibí una pulsión, tan imperiosa
como inevitable: investigar mi entorno, para, eventualmente, poder deducir
mi esencia. .Sorprendentemente, desarrollé aptitudes que, sin ser táctiles
ni visuales, me permitieron descifrar, en dolorosos, fugaces y, cada vez
más nítidos enfoques de huesos humanos pulverulentos, ropaje de lana,
muy deteriorado por el paso del tiempo, un puñal de bronce y un medallón
con forma de astro. Salí del receptáculo que me envolvía, era una urna de
barro cocido, con criptogramas y dibujos en negro y rojo. Luego de un
denodado esfuerzo puede interpretar los ideogramas: Caán (“Luz del Sol”),
valeroso guerrero y hombre justo, descansa entre los filosos hielos del
Cachi, para que los vientos de los cuatro rumbos le aúllen y murmuren a
los hombres tu sacrificio para la unidad de la Nación Kalchakí.
Si, era yo, con mi nombre del Dios, sería recordado como mito en las
leyendas de generaciones de guerreros que vivieron en la falda del Ande.
Me perturbó comprender que estaba muerto, que era sólo un algo que fue
un alguien. Los recuerdos comenzaron a bullir en mí, emergiendo de una
fuente inagotable. Absorberlos, ordenarlos, procesarlos y asimilarlos me
generaron una sensación de plenitud y expansión, de fortaleza y bienestar.
Estaba en la cumbre de una altísima montaña, que reconocí era el Nevado
del Cachi, en cuyas extendidas faldas transcurrió buena parte de mi vida.
Quedé en suspenso contemplando la inmensidad de las cordilleras, la
gigantesca altillanura ondulante de la puna, la policromía de los volcanes.
Un mensaje de fuentes ignotas me imponía que había llegado a su fin la
yacencia en el frío sepulcro, y su quietud de la nada. Mis sensaciones
fueron tornándose cada vez más nítidas y agudas, más dulces y continuas.
Podía oír con claridad, el ulular incansable del fuerte viento, mientras
miríadas de evocaciones fluían como continuos filetes en mi memoria,
procediendo de ignotas fuentes. Por secuencias reconstruía lo que parecía
ser mi historia personal, otras las injustas y oprobiosas penurias de mi
pueblo, rebelándose, siempre con fuerzas disminuidas, contra sus
opresores. Otras voces eran pueblos más antiguos, cuya cultura se
remontaba al umbral de las eras. Las estrellas y el astro recorrieron los
numerosos días que permanecí, en mágica fusión con mis arquetipos, en
una sucesión de ráfagas de plenitud, a veces fugaces, otras incesantes.
Algún orden supremo dio fin a mis digresiones, entonces comencé a
vivenciar mi historia.
Fui un Kalchakí, y vivía con mis hermanos en los altivalles subandinos.
Siendo mi padre niño la tribu fue invadida por filosas falanges incas. El
número y la sorpresa dieron contundencia al ataque. Los jefes y los viejos
consejeros fueron ejecutados de inmediato, los demás esclavizados. La
larga caravana de derrotados fue llevada a la altiplanicie puneña, para
trabajar las minas de oro del Inca. Ascendieron empinados cerros
cargando pesados sacos de cuero, llenos de tierra fértil, hasta el
asentamiento, una extensa hollada rodeada de vertientes. Construyeron
las casas de piedra con argamasa, labraron las terrazas de cultivo y las
acequias de riego esculpiéndolas en la roca. Llenaron las cavidades con la
tierra orgánica, y sembraron unos extraños tubérculos, que serían la base
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alimentaria de la mina. Los niños cuidaban los rebaños, de llamas y


alpacas, junto con los viejos y enfermos, las mujeres atendían las tareas
agrícolas y los hombres se enterraban en la mina. Los capataces eran
kollas, serviles y obsecuentes de los guerreros incas. Su látigo capanga se
exacerbaba en la espalda de los mineros, el Inca tenía una insaciable sed
de oro. La ciudadela estaba gobernada por un administrador Inca, primo
hermano del rey-sol, enviado, casi al exilio, por las intrigas palaciegas.
Lejos de los lujos, los lechos suaves, la comida sabrosa y abundante. Ay,
los avatares de la política, dos años guardó la frontera norte del imperio,
peleando contra salvajes semidesnudos, en selvas inextricables repletas
de alimañas venenosas. Ahora esta `planicie irreverente, con su frío,
soroche y falta de alimentos. Más le rebelaba la situación de sus esclavos,
un pueblo de valientes y laboriosos degradados a juntar unos pocos
puñados de oro para la vanidad enferma del emperador.
¡Ay, Kalchakí, la negrura del eterno socavón! Sólo los trabajadores más
fuertes podían resistir este infierno, oscuro y eterno, excavando más y
más, sin ver el astro rey. ¡Cuantos quedaron sin fuerzas y murieron bajo el
látigo capanga! Otros, como mustia greda invernal, se secaban tosiendo
sangre por la enfermedad del polvo. Mi padre era un hombre fuerte, y
subsistía alimentando un odio sordo al invasor.
Dos veces por año las llamas viajaban hacia el norte, portando el oro para
el Dios-Sol, rojo por ser amasado con tanta sangre Kalchakí.
Mi padre desposó a mi madre, esclavizada de una tribu vecina, cuando
éramos la orgullosa etnia Kalchakí. Nací de esta unión. Cuando crecí mi
cabello tomó tintes rojizos, y los augures dijeron que era bueno, que
representaba la sangre y el dolor de mi pueblo, y sus irredentas ansias de
libertad. No tuve hermanos, todo el amor de mis padres fue mío, me
llamaron Caán (Luz del Sol). Disfruté la suave dulzura de mi madre, la
ternura de sus ojos de almendra, la calidez de su voz y el tibio refugio de
su regazo. Hice mío, también, el inagotable odio de mi padre por el
explotador Inca. Me enseñó a cazar guanacos, a manejar la honda, el arco,
la canana y la lanza. Tenía sólo ocho años cuando me llevó al cerro,
portando sólo un morral con charki. Caminamos sin cesar, noche y día sin
descanso. Era un ascenso interminable, y, mis pies sangrantes, calzados
con delgadas ushutas, se enterraban pesadamente en la nieve. Cada vez
que resbalaba por el hielo, y caía, mi padre me miraba severamente,
aguardando impaciente, sin tenderme una mano. Le pregunté dónde
íbamos, “a la cumbre del Cachi, la morada de nuestros Dioses”. El soroche
me hacía reventar de dolor, clavando agudas punzadas en mi frente, y el
viento helado me horadaba los flancos como filosas espinas. Sólo quería
echarme a dormir en el hielo, y terminar con todo ese suplicio...Mil lenguas
de fuego, desde las pupilas de mi padre, me empujaban sin pausas a la
lejana cima del coloso andino. Llegamos, al fin, todo me parecía irreal,
como si estuviera en la cúspide del mundo...En derredor todo era cielo azul
intenso y paisaje. Al naciente, lejanas selvas, el resto altivalles, ásperas
planicies y volcanes encapuchados de hielo.
Mi padre habló: “Cuanto ven tus ojos fue nuestro país, éstas eran tus
tierras, hasta que llegó el usurpador, eres un Kalchakí, nunca lo olvides...”
Luego abrió sus brazos en cruz, alzó su vista al cielo y gritó. Sus voces,
sin palabras, contaban a los dioses del dolor de nuestro pueblo, su injusta
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esclavitud, tantos golpes de látigo y muerte absurda, en el fondo del


socavón. Vibraba en su garganta el viento cumbrero del Ande, la verde
yareta, el remanso de las vegas y los puñales de hielo del glaciar.
Respondieron las interminables ondulaciones de la puna, en cuyas
apachetas, se retorcían, de vergüenza y furia, los huesos de nuestros
lejanos abuelos.
Bajamos la cumbre en silencio, ya no sentía ningún cansancio, mi cuerpo
estaba impregnado de una misteriosa energía, me sentía fuerte, exultante,
poderoso...Entonces supe que mis dioses me transmitieron la claridad y
templanza necesaria para cumplir con el cometido para el que me dieron
vida.
Mi padre entrenaba, con fiera constancia, todas las fibras de mi cuerpo.
Noches enteras, soporté en mis hombros, rocas tan pesadas como el
prolongado dolor de los míos. Cada vez que un Kalchakí era castigado,
debía contemplar su martirio desde la primera fila de espectadores. Desde
niño me hizo cargar, sobre la espalda, el aberrante tormento de mi pueblo.
Cada gota de nuestra sangre vertida, hervía como fuego en el fondo de
mis pupilas.
La exacerbada disciplina de mi padre me brindó, precozmente, una notoria
masa muscular. Mi altura era excesiva para el promedio de mi pueblo.
Madre afirmaba que era herencia de su abuelo, prisionero en una de las
tantas confrontaciones del Kalchakí con los Huarpes, belicosos aborígenes
del lejano sur.
Visto en perspectiva era lógico, el pie del Ande era compartido entre los
huárpidos (hombres muy altos de raza mapuche), al sur, y nosotros al
norte.
Mi padre y los augures preferían pensar que era un elegido. Es frecuente
canalizar las esperanzas hacia lo irreal, la “componente teológica” de la
vida, la bienamada esperanza, más aún, cuando el presente, nos abruma
sin posibilidades de un devenir mejor.
El Inca a cargo de la ciudadela informó estos menesteres al emperador,
quien, cuando cumplí diez años, ordenó llevarme al Cuzco, para brindarme
“educación”. Mi madre gemía, con dolor inconsolable, “déjenlo”, rogaba,
“es sólo un niño”. Con una calma, que aún se torna inexplicable, la abracé,
y me separé de ella, sin poder decirle cuanto la amaba. Me aproximé a mi
padre, con la cabeza gacha, quien me tomó el rostro, y lo elevó, para
permitirme mirarlo a los ojos. En los ocultos mensajes de sus pupilas,
comprendí que jamás volveríamos a vernos, con vida, en este mundo...
La corte del Inca me invadió de confusión y sorpresas, las ciclópeas
construcciones de piedra, las gigantescas acequias de regadío, y el prolijo
revestimiento de calzadas y pisos con distribuciones geométricas de las
lajas. Maravillaba el perfecto biselado en el corte de las rocas, resultando
un delicado y preciso ajuste. Todo sugería orden, armonía e intención. Fui
bañado, concienzuda y minuciosamente, y reemplazaron mi grueso
poncho de lana por una túnica de suave tela blanca, bordada con hilos de
oro y plata.
Tuve que esperar tres jornadas hasta que me recibiera el Inca. Mientras
tanto disfruté una impensada libertad, puesto que, con muy leves
restricciones, iba y venía a mi antojo, y comía cuanto quería de las
numerosas bandejas colmadas, distribuidas por doquier. Era un brusco
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contraste con mi pueblo, donde la alimentación era una austera necesidad,


a cubrir con moderación. Para el Kalchakí, cada mazorca de maíz era
producto de mucho sacrificio, y como tal debía valorarse. A pesar de mi
temprana edad, comencé a elaborar que esta vida dispendiosa sólo era
posible merced al tenaz trabajo de miles de esclavos que sustentaban el
imperio.
Me visitó un anciano delgado que se identificó como mi guía. Intentó
tocarme el rostro. Retrocedí, agazapado, esgrimiendo mi puñal de cuarzo.
El hombre reía, a carcajadas.
- ¿Qué te ocurre, niño?, indagó.
- Sólo mis padres pueden tocarme...
- Deberás adaptarte a nuestras costumbres; a pesar de ello, intentaré
respetar las tuyas. Vienes aquí a aprender, y eso harás. Exigiré tu
esfuerzo como recompensa, al tiempo que te daré. No obstante,
para aproximarse al saber es necesario ser dócil, abrir los sentidos y
brindar el corazón. Tienes la oportunidad de muy pocos; estudiar
bajo la tutela del Inca, pero aquí no hay lugar para fracasos.
- Quiero volver con los míos, repuse, lacónicamente.
- Es imposible, respondió las órdenes deben ser cumplidas; además,
queremos saber por qué tu tribu te llama “el elegido”. Dime, ¿acaso
eres mago? ¿tienes poderes...?
- Mi único poder es la fuerza.
- ¿Y de dónde procede esa fuerza?
- Me la otorgan los Dioses, y yo la cultivo con mi esfuerzo...
- Me sorprende tu humildad, acotó finalmente el preceptor.
Yo no me daba por aludido, pretendiendo ignorar su burla, que parecía
más emergente de una sincera sorpresa, que de real vocación por
humillarme.
Por fin, me llevaron al palacio del Inca. La fastuosidad era indescriptible, y
mis ojos no podían creer cuanto veían. El oro y la plata abundaban por
doquier, en bajorrelieves y murales, representando animales y seres
humanos en actitudes que, por mi niñez, sólo percibía remotamente.
El Inca, y la familia real que lo rodeaba, eran aún más extraños, para nada
semejantes a los dioses que decían representar. Eran seres pequeños,
delgados, con ojos grandes y mirada inquisidora. El guía tiraba mi codo,
hacia abajo, ordenándome en voz baja que me incline ante el Dios-Sol;
pero algo, dentro de mí, me mantenía erguido.
- Déjalo, ordenó el monarca; y, encarándome: ¿Así que tú eres el
elegido?; y dime... ¿qué Dios te envía y cual es tu misión?
- Desconozco el nombre de mis Dioses, si es que lo tienen, están de
mucho antes que nuestra llegada al Ande. Sus voces cantan y lloran
con el viento de la cumbre, y sólo me piden que te destruya, para
liberar a mi pueblo.
Un denso silencio siguió a mis palabras; el rey me miró muy serio, podía
verse un atisbo de pena en la cálida luz de sus ojos; al fin, repuso:
- Así será, si es la voluntad de los poderes. Mientras tanto tendrás
que aprender todos los secretos de nuestra ciencia. Entonces, si
liberas a tu pueblo, serás un buen rey, darás a los tuyos alegría y
trabajo, y sabrás proteger a tu tierra de la codicia de los bárbaros.
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Mi casa es tuya, y aquí vivirás hasta que tengas madurez y criterio


para elegir, por ti mismo, tu propio camino.
El Inca se aproximó, y apoyó su delgada mano en mi frente; y luces de
vívidos colores fluyeron por mis sentidos, y una grata sensación de paz y
alegría invadió todo mi ser.
El maestro vivía sólo para mí. El día se hacía corto para elaborar tantas
enseñanzas; más su paciencia y cordialidad no conocían límites. Era un
hombre muy sabio, y dominaba, desde complejas artes medicinales, hasta
estrategias bélicas. Aprendí que las palabras pueden registrarse y
guardarse. En poco tiempo los quipus no tenían secretos para mí, y pude
leer y compenetrarme de toda la historia del imperio. Sus orígenes me
resultaban de muy costosa interpretación. Indagaba, entonces, a mi guía:
- Dicen las crónicas que Manco Capac y Mama Oello descendieron
del Sol. Me enseñaste que el astro rey es una estrella
incandescente, que no alberga vida alguna. Todo es contradictorio...
- Toda doctrina alberga simbolismos; el sol es fuerte y poderoso, y a
él adscriben su origen los Incas. Debes comprender que nada es
rigurosamente cierto; son ideas, abstracciones, sugerencias; forman
parte de los mitos y las leyendas.
- Debo entender que todo cuanto dicen las leyendas son mentiras...
- La verdad, jovencito, no es pulsión absoluta ni concreta; es más, en
gran diversidad de circunstancias es enteramente subjetiva; vale
decir que cuanto es cierto para un individuo es falso para otro. A
título de ejemplo, tú piensas que el Inca esclaviza y trae dolor a tu
pueblo; más vosotros, antes de nuestra llegada, vivíais en la edad
de piedra. Gracias a nosotros conocéis los metales –y las técnicas
para su obtención-. La agricultura bajo riego en terrazas ya no tiene
secretos para el Kalchakí, que también elabora finos hilados y
manejas las tinturas minerales y vegetales. Hemos respetado
vuestra organización social, jamás tocamos ni maltratamos vuestras
mujeres. Sólo retiramos los metales y el diez por ciento de los
granos. Cuando vivas muchas lunas, comprenderás que gana más
tu pueblo que el Inca; para ello deberás asumir tu existencia sin
odios ni rencores, y escuchar la voz de los Dioses, que te enseñen a
ser mesurado y tolerante.
El Inca me recibía con mucha frecuencia, me hacía sentar a la vera de su
trono y pedía que hable de mi pueblo. Le interesaban nuestras
costumbres, y la figura de mi padre despertaba especial admiración al
monarca; cuando le narré nuestro ascenso al Nevado de los Dioses, acotó:
- Los Dioses hablan, pero pocos mortales perciben sus señales. Tu
padre es uno de ellos. Quizás no deba contarte, pero él ahora es
jefe de tu pueblo. Hemos construido una importante ciudad-pucará
en la mina donde naciste, y los calchaquíes comparten la custodia
con nuestros guerreros.
Acompañé al Rey en muchos viajes por el imperio, y juntos recorríamos las
ásperas laderas, buscando hierbas medicinales y prospectando minerales.
La guardia imperial nos custodiaba cerca; muchos no parecían entender la
amistad del Dios-Sol con el joven salvaje. Departíamos como viejos
amigos, y aprendí, de su fuente inagotable, muchos secretos de la
naturaleza y los hombres.
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El cuidado del cuerpo persistía, como obsesión, en mí. Dedicaba largas


horas por jornada al veloz ascenso de empinadas laderas. El maestro
estimulaba todas mis inquietudes, escuchando, con sumo interés, mis
narraciones de los viajes con el Inca. Le interesaba urdir elucubraciones de
cuanto fenómeno influyera mi existir. Siempre estaba presto a orientar
cualquier confusión que enturbiara las ideas. Explicaba todo en función del
amor, como síntesis integradora de la esencia universal. Así, interpretaba a
quienes destruían vida ó materia fútilmente como “pobres espíritus faltos
de amor”. En ese contexto, el odio, la envidia y la mentira eran continentes
vacuos que se transmutarían al ser colmados de afecto y comprensión.
Los consejos de este espíritu exquisito me conducían a profundas
reflexiones y sólidas comprensiones acerca de los sentidos y objetos
reales de la vida. “Tu mayor fortaleza será ser piadoso y solidario con los
más débiles –decía- crecerás, entonces con tu generosidad, y te harás
pequeño con tus bajezas”...
El hijo menor del Inca enfermó de gravedad. Mi maestro se abocó
totalmente a los cuidados del pequeño. Yo vagaba, perdido por el palacio,
sin saber qué hacer ó cómo ayudar. Pedí, entonces un grueso poncho y un
morral con tasajo, y, sin pensarlo más, ascendí las nevadas laderas del
Huáscar. Nada parecía oponerse a mi designio, las filosas lenguas de hielo
se allanaban a mi paso, y las paredes, de áspera roca, se doblegaban con
facilidad a mis dedos tenaces. Hice cumbre por la noche, y la cúpula
estrellada del universo me empequeñeció al punto de hacerme sentir un
insignificante insecto. Alcé, sobre mi cabeza, una pesada roca, y ofrendé a
los Dioses mi vida por al del pequeño. Una nieve tibia comenzó a caer
sobre la cumbre del gigante andino. Mi cuerpo no sentía frío, ni hambre ni
sed, y habían pasado dos días con sus noches...Y los Dioses hablaron...El
fiero viento blanco comenzó a aullar, izando hacia los cielos interminables
oleadas de nieve; los truenos bramaban haciendo temblar al Ande, con su
furia estremecedora. “Tu vida no te pertenece, nosotros daremos sentido y
oportunidad a tu ser, y elegiremos tu fin...” rugía la tormenta,...Una voz
suave fluyó en mis sentidos: “aceptamos tu sacrificio, como prueba de
amistad, puedes volver, el niño ha curado su dolor...”
Al llegar a palacio, todo era fiesta y alegría, y el pequeño, sonriente, estaba
en brazos de su padre. Nadie nunca preguntó dónde había estado, pero,
por la mañana siguiente, un grueso medallón de oro, que representaba a
Inti-Dios, me fue entregado por el rey.
Los estudios de las artes de la guerra, la agricultura bajo riego, la minería y
la metalurgia fueron cada vez más exigentes, “corren tiempos difíciles”, me
explicaban, “y debemos estar preparados”.
Por mis observaciones de la historia fui advirtiendo que la humanidad
alternaba ciclos de paz y prosperidad, con otros de guerra y atrasos. El
maestro explicaba que eran avances y retracciones en la aptitud de los
hombres para impulsar sus fuerzas creativas. Que el dolor, el odio y la
destrucción eran siempre consecuencia de la ignorancia. “Siempre verás –
explicaba-que los hombres sabios están muy por encima de estos
insignificantes menesteres”.
Cuando ingresé a la pubertad era casi un gigante, una pequeña mole de
músculos. Mi aspecto diferente me avergonzaba, y el maestro, conocedor
de mis conflictos, decía “debes estimar a tu cuerpo, él es tu instrumento y
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vehículo de este tránsito entre los hombres, sin ser mejor ó peor que el de
nadie, es bueno para ti”.
Me brindaron instrucción militar en una falange selecta, guardia personal
del Inca, Con prontitud me destaqué en la tarea. Las armas semejaban
prolongaciones naturales de mi cuerpo, y, para éste, parecían diseñadas
en forma exclusiva. La celeridad y certeza de mis golpes eran motivo de
elogios entre los jefes militares del imperio. Fui enviado, en una reducida
escuadra, a sofocar una revuelta en una levantisca tribu aymará. Los
rebeldes nos aguardaban en la boca de una estrecha quebrada; en
posición fácil de guardar y penosa de quebrar. Nuestra primera fila eran
lanceros con altos escudos de bronce. Me ubicaron en la segunda línea,
con hacha. Apenas chocaron las formaciones, salté sobre mi vanguardia,
cayendo sobre los oponentes cual un remolino de muerte, cortando brazos,
hundiendo cráneos y desgarrando pechos enemigos. Los incas me
seguían, como imparable aluvión, impelidos a protegerme y
desconcertados por mi temeridad. En poco tiempo, literalmente aplastamos
la rebelión, y los supervivientes huían a los montes en desbandada. Con
serenidad nos trasladamos a la aldea, y el general convocó al pueblo: “es
una jornada de dolor por nuestros muertos, en esta absurda pelea entre
hermanos...Por mi intermedio el Inca os hace llegar todo su amor y
comprensión, y llora con vosotros por los valientes aimaráes caídos en
combate. Como compensación, mi señor, el emperador, os exime por un
año del tributo de granos y oro”.
El pueblo, entre el desconsolado llanto por sus hermanos perdidos, y la
clemencia del rey, no salía de su estupor.
En la primera oportunidad que tuve, indagué a mi jefe:
- ¿Cuáles fueron las causas de esta revuelta?
- Obtener las concesiones que le hemos otorgado.
- Entonces... ¿por qué la guerra?
- Ellos no han querido dialogar, simplemente se rebelaron.
- Y si fueron derrotados, ¿por qué los beneficias?
- Sus reclamos son justos, han tenido mala cosecha, y nevó en
abundancia en los cerros donde están las minas, malogrando el
trabajo. La fuerza armada fue contra la rebelión, ellos eligieron la
violencia al diálogo. Por ello, aplastamos la sedición con la fuerza, y
atendemos los problemas con la razón.
- Pero, ¿acaso la victoria no te habilita para imponer las condiciones
más ventajosas a los intereses del Inca?
- Debemos diferenciar derrota de humillación. Es decoroso caer
frente a un gran oponente, pero el triunfo no habilita a pisotear a los
caídos. Como verás, nuestra acción es satisfactoria para las partes,
y estos pueblos, convencidos de nuestra vocación de justicia,
permanecerán como aliados del imperio.
Nuestro cirujano curó, con igual devoción, heridos incas y aimaráes, y
retornamos al Cuzco.
Mucho tiempo cavilé, cuánto tenía que aprender sobre los hombres, sus
guerras y la paz.
A partir de entonces he intervenido en numerosas escaramuzas, y fui
tomando conciencia que, un buen ejército, puede ser, también, garantía
para una tranquilidad duradera.
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Crecía continuamente mi amistad con el emperador, quien me instruía


sobre los hombres y el Estado. Yo le narraba mis experiencias en cada
combate y mis impresiones sobre los pueblos y sus costumbres, aún en
los más recónditos linderos del imperio.
Recuerdo, claramente, que una vez me comentó:
- Dicen que eres imbatible en la lucha...No quisiera ser tu enemigo.
- Jamás lo serás, te amo como el hermano que no tuve.
Poco tiempo después concurrimos a repeler una invasión en la frontera
con las grandes selvas del naciente. Una vez más retornábamos
victoriosos, decididos a transformar nuestro regreso en un largo paseo por
las ciudadelas del Ande, cuando un chaski, desfalleciendo por el
agotamiento detuvo la marcha de la columna, diciendo:
- Caan, el Dios-Sol te requiere con urgencia en el Cuzco.
- Que cuatro lo acompañen, ordenó el general, señalando con su
índice a otros tantos guerreros.
Con los pies despellejados por la feroz carrera, el cuerpo cubierto por la
roja greda del camino, y el ánimo ensombrecido por oscuros vaticinios;
ingresé al palacio imperial. El Inca, apenas me vio, corrió a abrazarme, y,
cuando pudo serenarse, habló:
- Ha caído en manos enemigas la ciudadela comandada por tu padre.
Salvajes de la llanura atacaron de improviso y masacraron a todos
los habitantes. No sabes cuánto lo siento...ordenaré de inmediato
una expedición punitiva.
- No, por favor –repuse- ya nada me devolverá a los míos.
Varios días lloré en soledad, por mis fuentes y raíces perdidas; y por el
destino fatal, encarnizado en quienes había visto sufrir tanta injusticia.
El maestro compartió mi dolor, y una tarde, manifestó:
- El Inca me había confidenciado, poco tiempo atrás, que era el
momento propicio para tu regreso con los tuyos, cuando nos ganó la
desgracia; debes pensar que otros designios estaban previstos.
- Parecen oscuros los caminos que me tienen trazados los Dioses,
pérdidas y muerte.
- Es menester que descanses y te serenes. Irás al palacio de
descanso del emperador, en la costa del mar. En unas semanas
volveremos a conversar.
Siempre había visto el mar como una franja azul, lejana. Una nueva
emoción me embargó al sumergirme en sus aguas claras, frescas y
bravías. Trepaba los acantilados y corría, durante horas, por la arena.
Comía sólo, apartado, eludiendo cualquier contacto humano..
Una tarde, mientras contemplaba el hundimiento del sol en las doradas
aguas, oí pasos, detrás de mí, entre las rocas de la escarpa. Giré, como
una fiera en acecho, y me sorprendió la visión de Mayllú, hermana menor
del Inca. Llevaba varios años de guerrear, y la última vez que la vi era
una dulce niña, ahora transformada en hermosa mujer.
- No temas, Caan, no vengo a hacerte daño, sonreía con gracia
burlona.
- No te temo, luz de otoño, no esperaba a nadie en este roquedal,
aislado de todo.
- En realidad te buscaba, el Inca ha llegado, y quiere verte.
- Pudo mandar un siervo, para avisarme.
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- Yo me ofrecí, te veo tan triste y solitario, hace tiempo que deseaba


hablar contigo. Hace un mes que estoy aquí, más no compartes
nuestra mesa. Todos te queremos bien, y tu dolor es nuestro...
Toda mi aspereza de guerrero se desarmó ante su lenguaje, simple y llano.
Su presencia me embargó de una nueva turbación, y bullían en mí
emociones desconocidas.
La llegada del rey resocializó mi vida, tuve que cumplir con todo el
protocolo de la corte, comer con el soberano, acompañarlo en prologados
paseos y extendidas tertulias.
- Tu aspecto mejora, Caan – decía el Inca – tendrás dos lunas más
de reposo y subirás al Cuzco.
Quise protestar, pero, en cordial y enérgico ademán, indicó que era
decisión incuestionable.
El emperador retornó a la metrópolis, y quedé con Mayllú. Días enteros
platicábamos, incansables, jugábamos en el mar y disfrutábamos el sereno
goce de contemplarnos. Las noches se hacían interminables, aguardando
el júbilo de verla, nuevamente, por la mañana. Los dos meses pasaron
como instantes fugaces., y la guardia estaba lista para acompañar mi
retorno al seno del gobierno. La despedida con Mayllú fue un feroz
tormento que atenazaba mis sentimientos. Nos abrazamos con
desesperación, y me fui, cabizbajo, hacia el Ande, dejando en la costa mi
corazón.
Mantuvimos permanentes reuniones con el Inca y el maestro, donde el
primero buscaba una confluencia de los problemas de administración del
Estado, con mis experiencias militares y conocimiento territorial del
imperio. El monarca estaba realmente preocupado por la endeble lealtad
de los cuatro apos –responsables provinciales- y decenas de tutrikuk y
curacas.
- Mi familia no es tan grande como para cubrir territorialmente; y, en
numerosas oportunidades, aún mis parientes más cercanos se
corrompen, roban ó mal-administran sus responsabilidades. Debo
mantener un costoso ejército bajo mi tutela, para intervenir,
permanentemente en la defensa territorial, por invasiones externas
ó insurrecciones, y, como si fuera poco, de los turbios manejos de
algunos curacas. Si, harto de los abusos relevo algún traidor, quizás
el nuevo funcionario resulte peor...
A pesar de mis sentimientos, ocupados en otros menesteres, aporté
cuanto estaba a mi alcance para proveer soluciones. Las discusiones eran,
para mí, muy esclarecedoras. Fui, así, aprendiendo muchos secretos del
arte del buen gobierno, de las justicias y lealtades, del cinismo y las
traiciones.
Apenas despuntada el alba, de un día, como cualquier otro; realizaba
intensos ejercicios matinales, me bañaba en las heladas aguas del río, y
me tendía a meditar en un suave cojín de grama, cuando los cascabeles
de una risa, bien conocida, atrajeron mi atención. Si, era Mayllú, lo más
importante para mi existencia, había vuelto...
- Desde temprano descansas, Caan...
- No descanso desde que te dejé en el mar. No tengo sosiego si no
estoy contigo.
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No estrechamos en un prolongado abrazo, una nueva paz me invadió, por


la sola magia de su proximidad. “Te quiero con todo mi ser” musitó, “le
conté al Inca sobre nosotros”... Y marchó con veloz carrera entre las
peñas, graciosa, tenue y veloz, como una corza.
Cuando ingresé a la sala de reuniones, ya todos trabajaban, y, el
emperador me espetó, severo:
- Pareciera que Caan elude sus responsabilidades; quizás necesite
más vacaciones marinas...
Avergonzado, como un niño en falta, farfullé una ininteligible excusa, y
ocupé mi lugar en la ronda. Luego de analizar y discutir, arduamente, todos
los conflictos, el monarca fue asignando responsabilidades a cada uno de
los presentes, quienes se iban retirando, a cumplir sus cometidos. Al final
quedé, extrañamente a solas, con el soberano. La ansiedad me
traicionaba, y cien tambores golpeaban al unísono dentro de mi pecho. El
Inca me contemplaba, con mirada severa y labios risueños. Debí tomar la
iniciativa, para romper el viscoso silencio.
- Luz del Impero, espero sepas ser tolerante con mi atrevimiento...
- Lo único que no seré capaz de tolerarte es que hagas infeliz a mi
hermana.
- Entonces apruebas mi unión con Mayllú.
- Más de diez años compartimos alegrías y sinsabores, te estimo
como un hermano, has sido más leal e incondicional que mis
propios parientes. Es un honor que nuestras sangres se unan, el
mejor premio a nuestra amistad.
Los festejos de los esponsales engalanaron al Cuzco por media luna. Nos
fue obsequiada una amplia estancia que colindaba al sur con el palacio; y,
cuando hice notar la coincidencia, el soberano, aclaró:
- Lo fortuito no existe, todo está previsto, tú sumas desde el sur a la
fuerza de nuestro imperio. Es mi voluntad que, a mi muerte, tú co-
gobiernes con mi hijo, como regente. Tu lealtad y rectitud nos serán
imprescindibles...
- Eres un hombre joven, señor –interrumpí- puedo morir aún antes
que vos.
- No es mi deseo morir, amo la vida, disfruto la magia de mi imperio,
desde el hielo del Ande al bullente fragor del océano. Vivo la
naturaleza con plenitud, me fascinan el etéreo vuelo del cóndor y la
inteligente laboriosidad de la hormiga. Alienta mi espíritu el suave
murmullo de la brisa jugando entre las hojas. Adoro a mi mujer y mis
hijos. Venero nuestra amistad. Pero también tengo la certeza de la
infalibilidad de nuestros sabios augures. Si Caan, mi fin se acerca,
moriré bajo el filo de un puñal traidor.
- Pero, Luz del Cielo, ¿cómo puedes estar seguro?. Las predicciones
son meras conjeturas...Eres un ser racional estudioso de las
ciencias, por favor, no creas estar charlatanerías de viejas
supersticiosas.
- Ellos me dijeron, antes que nacieras, que vendría un joven guerrero,
con cabellos de fuego que, al principio sería mi enemigo, luego mi
mejor aliado...Aquí estás, ¿Acaso no eres tú? Ojalá sea como
piensas, Caán, que los Dioses te escuchen...
91

El Inca me estrechó, con un fuerte abrazo, y se retiró, dejándome sumido


en profundas cavilaciones.
Mi vida con Mayllú era un dulce refugio, de amantes, amigos y confidentes.
Al año nació Illí, nuestra hija. Una dulce criatura con los ojos de miel y los
delicados labios rosados de su madre. El Inca estaba exultante con
nuestra pequeña, y gustaba tenerla en brazos, aún cuando atendía
problemas de Estado.
Mis tareas en el ejército crecían en jerarquía y responsabilidad, siempre
por mérito propio. Todo combate me hallaba en el frente, y mi cuerpo era
una red de cicatrices, ganadas peleando codo a codo con mis hombres.
Me gané el respeto y afecto de mis pares y jefes, y jamás usé mi
parentesco con el emperador para lograr algún beneficio personal. Cada
espacio ganado era con méritos y trabajo, no a favor de intrigas
palaciegas.. El Inca me recriminaba:
- Eres mi hermano político, deberías estar a cargo de los ejércitos.
- Soberano, tú sabes que hay hombres más capaces y
experimentados en esas funciones. De ellos tengo todavía, mucho
que aprender. Las circunstancias marcarán los tiempos precisos.
Las fronteras norte y este del imperio eran, por ese entonces, las más
inestables. Los pueblos de salvajes selváticos vivían del saqueo a
nuestras ciudadelas. Los cuatro años siguientes fueron mi escenario
casi cotidiano. En varias oportunidades el frente fue visitado por el Inca,
siempre acompañado por Mayllú y mi hija. Cada despedida de mi
familia me desgarraba en lo más íntimo. Quizás por la experiencia con
mis padres se acentuaron en mí los temores a las pérdidas.
Lentamente, me fui transformando en el hombre más prestigioso de los
ejércitos imperiales. Mi sagacidad y arrojo en las lides fueron harto
conocidas, por aliados y oponentes. Nadie comprendía cómo me era
tan esquiva la pesada sombra de la muerte, aún en medio de las más
riesgosas acciones. La soldadesca –y mis enemigos- comenzaron a
urdir leyendas sobre mi inmortalidad. Yo sólo respondía, sonriendo,
“¿acaso no sangran mis heridas? ¿No envejezco?...” Realidad o mito,
mi suerte también me parecía sobrenatural; y me horrorizaba ver a
nuestros contendientes huir despavorido, cuando acometía sus filas, sin
escudo y blandiendo el hacha.
Acampábamos a orillas del gran lago, en el país Aymará, cuando llegó
un chaski, con un mensaje para mí. Era del maestro, y decía: “Huye
rápido, y acompaña al mensajero. El Inca fue asesinado en una conjura
palaciega. Su primo asumió el poder y ordenó tu captura y ejecución,
afortunadamente pude ocultar a tu familia”. Cuando quise emprender la
marcha, advertí, tardíamente, que estaba rodeado por guerreros.
Empuñé el hacha, decidido a vender cara mi vida, cuando surgió el jefe
de los ejércitos, advirtiéndome:
- Ten calma, Caan, nadie entre nosotros te hará daño. Jamás
traicionaríamos un camarada de tantas batallas. Sabemos lo
ocurrido en el Cuzco, pero he hecho ejecutar al emisario. Tendrás
una guardia que te acompañe hasta la frontera.
Nos fundimos en un fuerte abrazo con el general; y, en ningún
momento dudé que este gran hombre arriesgara su vida por salvarme.
92

Seguimos a mi chaski, en compañía de veinte guerreros. En un abra


escarpada, a un día de marcha, me aguardaban el maestro y mi familia.
- Debes retornar a tu tierra, Caán, entre los incas hoy tu vida es
imposible.
- Todo esto es absurdo e incomprensible para mí, maestro. Sabes
bien que soy tan inca como cualquiera.
- Siempre lo has sido, nadie lo duda...
- ¿Y tú? Vendrás con nosotros, supongo...
- Soy muy viejo para huir; he visto nacer al Cuzco, he abonado el
germen de este imperio. Uno tras otro he moldeado emperadores,
pero tú, salvaje Kalchakí, eres mi hijo, y te he brindado cuanto
necesitas saber para ser un gran rey. Vuelve, entonces a tu pueblo,
y ayúdalos.
- Pero, maestro, te matarán –repuse con los ojos desbordando
lágrimas- y caí de rodillas abrazando sus delgadas piernas, mientras
brotaban de mi garganta gemidos incontenibles. El maestro apoyó
su mano en mi frente, y me transmitió la luz de su amor profundo,
generoso, interminable...Miramos nuestros rostros largos minutos,
en ésta, nuestra última despedida. En el silencio del adiós, mi
forjador me decía que viajaríamos juntos en el gran viento de las
cumbres, y flotaríamos entre los volcanes entre el vuelo de
pausados cóndores, y trotando con las tímidas vicuñas, para
reposar en la orgullosa cumbre del Ande, donde, otra vez juntos,
hablaríamos del hombre y su universo, buscando el amor que llene
el árido vacío de nuestros corazones.
Clavé mis ojos en el sur, dejando al Cuzco, maestro y quince años de
vida a mis espaldas.
Emprendimos la marcha, y, cada tanto, volvía la mirada sobre el
hombro, para grabar en mis retinas la quieta figura de mi guía; hasta
que, al fin, la distancia la empequeñeció como una minúscula mota de
polvo, ahogada en la inmensidad del Ande.
Un tercio de la guardia me acompañaba, el resto se repartía entre
vanguardia y retaguardia, casi en el límite de la visión, para evitar ser
descubiertos por ojos indiscretos. En siete días arribamos a la frontera.
La pequeña Illí tomaba todo como un juego, viajaba sobre mis hombros
ó en las llamas cargueras, donde portábamos las pertenencias. Mayllú
conversaba y hacía bromas sin cesar, aparentando no afligirla nuestro
incierto destino. Al fin, secamente, la interrumpí:
- Mujer, pareces no darte cuenta cabal de nuestras circunstancias.
- Estamos juntos, a salvo, y así compartiremos el devenir, nada más
puede preocuparme. Enfrentaremos la fortuna, si es buena, mejor,
si no, sabremos soportarlo.
Su practicidad contundente, común a la mayoría de las mujeres,
nuevamente me dejaba sin argumentos.
En la frontera los guerreros, de a uno, me abrazaron trasmitiéndome
sus buenos deseos, -“Larga vida a Caán, Dios guerrero de los Incas”.
Frente mío estaba la puna, desierto de nieve y sal, con aguas amargas
y distancias interminables, que aplastan y empequeñecen al hombre.
En una vertiente dulce, cargué con agua mis sacos de cuero, y los llevé
al hombro, puesto que las llamas estaban muy cargadas y sería larga la
93

travesía. En una luna, con suerte, estaría en los valles del pueblo
Kalchakí. La altiplanicie es un paisaje desnudo y feroz, donde las
distancias parecen estáticas, y todo es inmenso, lejano...En este seco
erial, olvidado por los Dioses, son grises las arenas, las andesitas de
los volcanes, las salinas y los ciénagos. Sólo muy de tanto en tanto,
una vega verde esmeralda, me permitía acampar, para pastaje de mi
exhausta tropilla. Era risible, de ser uno de los hombres más poderosos
del imperio, mis pertenencias se limitaban a ocho llamas cargadas con
víveres, abrigo y mis preciadas armas de bronce. Todo el oro que tenía
era el medallón que me obsequiara el Inca. En realidad, jamás me
había inquietado el acopio de bienes, a diferencia de muchos
cortesanos, vivía en forma austera, sin que nada me falte. Cuando
comencé a influir en la política exterior del Inca, acudí en defensa de
los pueblos conquistados, contra las costumbres esclavistas del
imperio. Con mis triunfos en tantas guerras, puede haber llenado mi
residencia de oro, con los premios del emperador; más, conocedor del
sufrimiento humano necesario para obtener cada brizna de metal,
siempre rechacé su posesión. Fui, entonces, un Inca pobre, pero, y
recién ahora lo comprendía, tuve una gran riqueza influyendo sobre el
emperador, para garantizar mejor vida a varios millones de
conquistados. Era hoy, en mi exilio, más menesteroso que cualquier
humilde pastor del Ande, pero el maestro, el Inca y los Dioses hicieron
posible crecer mi espíritu. Ahora, mientras meditaba durante mi marcha
lenta, por este techo sombrío del mundo, comencé a recordar a mi
padre, cuya mayor enseñanza fue hacerme odiar el dolor ajeno.
Gracias al maestro conocí la importancia sustancial que detenta el
amor en la vida del hombre. Con el Inca aprendí el valor de la amistad y
la lealtad. Volvía del imperio con una hermosa familia. Entonces
comprendí, que, a final de cuentas, era uno de los hombres más ricos,
entre tantos que había conocido.
El viento seco y helado de la altura nos cortajeaba la piel; los víveres
escaseaban, cada vez más, y la escasa agua dulce que teníamos era
un bien preciado, para humanos y bestias.
Tuve suerte al atravesar, con mi flecha, a una joven vicuña que pastaba
en una hondonada. Junté su sangre y le di de beber a Mayllú y a Illí,
mojando con suavidad sus labios resecos y partidos. La asé al fuego de
una yareta, y nos supo a gloria, luego de tanta privación.
Pasaba el tiempo y las distancias eran esquivas e insoportables. Tuve
que sacrificar dos llamas para comer, con el único consuelo que serían
dos bocas menos para compartir el agua. Mayllú se bamboleaba por los
médanos como un saco de huesos, y la niña, de tan desnutrida, dormía
todo el día en mis brazos. Una noche nos detuvimos a reponer fuerzas
en un áspero pedregal, cargueras y personas desfallecientes, de
hambre y sed. Por primera vez, en mi existencia, me sentí derrotado,
sin esperanzas. Subí a una alta peña, abrí mis brazos, y les rogué a los
Dioses por nuestras vidas... Nada respondía en el silencio, hueco e
inmensurable, de esa oscuridad densa y final. Sólo el viento silbaba,
burlón e incoherente. Por la mañana nos despertó el sol hirviente; las
llamas no estaban, y trepé una roca, para intentar avizorarlas. Las
cargueras comían y bebían en una extensa vega, a escasa distancia de
94

donde pernoctamos. En cristalinas lagunas nadaban centenares de


patos y flamencos, y tropillas de guanacos y vicuñas pululaban por
doquier. Comimos, bebimos y descansamos hasta saciarnos.
Hubiésemos querido permanecer por siempre en la fértil hollada. Más
yo sabía que, en el invierno, todo estaría congelado.
Cruzamos las últimas estribaciones de la Puna, y apareció el Cachi,
enhiesto y soberbio, en sus casquetes de hielo. Bajamos dos días,
siguiendo una profunda quebrada; el aire se hizo tibio, y los cerros
verdes.
Una mañana, al abrir los ojos, descubrí que estábamos rodeados de
guerreros calchaquíes, que nos apuntaban con sus flechas. Un hombre
robusto, de cabellos grises, se acercó para indagarme:
- ¿Quiénes son ustedes? ¿De dónde vienen?
- Soy Kalchakí, vengo del Cuzco.
- No hablas ni vistes como nosotros; y el Cuzco dista mucho de
nuestros dominios...
- Es una larga historia, quise argüir, pero me interrumpió secamente.
- Ya habrá tiempo para escucharla, mientras tanto vendrán a nuestra
aldea como prisioneros.
Antes de ingresar el sol al cenit arribamos al caserío. Acostumbrado a
nuestras ciudadelas, todo cuanto veía se me antojaba sucio y primitivo.
Las calles eran de tierra, barrosas por las aguas servidas, no había
cercas, aceras ni acequias de riego ó drenaje. Las chozas eran de
barro y paja, y los insectos pululaban por doquier. Con horror,
corroboré, cuánto me desagradaba la forma de vida de mi raza, puesto
que mi pueblo, en realidad, era el inca, así como mi cultura, educación,
vestimenta, armas, y los conceptos referentes a un modelo apropiado
de existencia.. Estos salvajes incultos eran mi sangre, las oscuras
raíces donde debía reinsertarme para volver a crecer.
Nos llevaron a la plaza del pueblo, manteniéndonos custodiados por
guerreros, mientras nos estudiaban con curiosidad, y, descaradamente,
hurgaban nuestras pocas pertenencias. Un guerrero quiso tocar mi
medallón, y esgrimí el hacha, mirándolo en silencio. No le agradó el
riesgo que debía asumir, y se alejó, insultándome en voz baja.
La aldea albergaba menos de tres mil nativos, y veía pocos guerreros, y
mal armados. Una pequeña invasión inca haría estragos en esta
chusma desorganizada.
Por fin, se reunió el consejo de ancianos, dispuestos a escuchar
nuestra historia. Hablé de los recuerdos de mi niñez, de mi padre,
nuestro pucará en la puna y mi vida entre los incas. Frecuentemente
era interrumpido, pidiendo aclaraciones, las que, inevitablemente,
arrancaban murmullos de admiración ó incredulidad. Cuando me
preguntaron sobre los ejércitos imperiales fui puesto en apuros por un
anciano tuerto, que preguntó:
- ¿Cuántos guerreros tienen los incas?
- La guardia imperial –ó ejército centralizado- tiene algo más de
cuarenta veces vuestra población, pero las provincias también
poseen fuerzas propias...Sumando la totalidad rondarían los
doscientos mil hombres.
- ¡Mientes! –replicó el viejo encolerizado- lo que dices es imposible...
95

Otro, más mesurado, indagó:


- ¿Cuál es la población total del imperio?
- Cerca de los doce millones, repuse.
El último interlocutor parecía ser muy influyente en la tribu, y,
aparentemente me creía –ó al menos más que los otros- por lo que
comenzó a concretar el tema.
- ¿Qué pretendes de nosotros?
- Que me permitan vivir aquí, con mi familia.
- Puedes retirarte, debemos deliberar.
Me reuní con los míos y me tranquilizó advertir que no estábamos
custodiados, pudiendo transitar sin dificultad. Illí jugaba con niños de su
edad, mientras Mayllú parloteaba, alborozada, intentando quebrar mi
pesimismo-
- Es un hermoso valle, alegaba, la tierra parece muy fértil.
Yo respondía con monosílabos elusivos; pero, íntimamente, agradecía
el temple de mi compañera, capaz de encontrar el aspecto más
positivo, a la circunstancia más difícil.
Por fin terminaron las charlatanerías y fui convocado al consejo.; quien
después supe era el cacique, habló:
- Podrás permanecer entre nosotros, trabajarás para tu consumo y
pagarás el tercio del tributo para la tribu. Se te asignará lugar para
construir tu vivienda y tierra para el cultivo. Podrás retener tus
llamas, pero el cuarto de las crías será para la comunidad.
- Agradezco al sabio consejo la oportunidad que me otorga-
respondí_, me incliné con respeto y fui a darle la nueva a Mayllú. Mi
mujer estaba eufórica, y no paraba de hablar un momento.
- - Acamparemos junto al río hasta que construyamos la casa. He
probado el agua, es dulcísima, regando bien nada nos faltará.
A diferencia de los incas, el tributo que me exigían los calchaquíes era
para el sustento de las viudas, huérfanos, enfermos ó ancianos sin
familia. Los jefes y consejeros subsistían de su trabajo, como cualquier
integrante de la comunidad.
Instalamos nuestro campamento en las afueras, nos bañamos y
retozamos en el río, como criaturas. Encendí fuego para cocinar
charke de guanaco, que traía en las alforjas del viaje. De pronto se
presentó un alto guerrero, de más ó menos mi edad, trayendo en sus
brazos un venado recién cazado, y una bolsa de maíz molido; y dijo:
- Aquí tienes comida fresca; quiero que sepas que puedes contar con
mi ayuda, mi nombre es Nahuán Ká –tigre feroz- y su rostro dibujó
una amplia y franca sonrisa.
- Te agradezco, hermano, tu hospitalidad me llena de alegría.
Me ayudó a desollar y cuerear la presa, luego se retiró, discretamente,
diciendo:
- Debes descansar, ya habrá tiempo para que hablemos y nos
conozcamos.
Me ayudó a desollar y cuerear la presa, luego se retiró
discretamente, diciendo:
- Debes descansar, ya habrá tiempo para que hablemos y nos
conozcamos.
96

La profundidad de la noche me encontró abrazado a Mayllú,


mirando las brasas y planeando el futuro. Promediaba la primavera, por lo
que urgía construir la vivienda, para desocuparme de ese menester,
encarar tranquilo la siembra y cosechar a término. Lamentaba haber
comido todas las papas en el viaje, pues eran variedades de alta
productividad, obtenidas, con esfuerzo, por los incas.
No obstante era indudable que debía asumir mi realidad, y en
ellas la opulencia inca era sólo parte del pasado.
Al amanecer recorrí las parcelas cultivadas. Tal como suponía,
las tierras fácilmente irrigables – localizadas a vera del río. – estaban en su
totalidad ocupadas. Recorrí los terrenos elevados, constatando su
excelente aptitud agrícola. Remonté la pendiente hasta una boscosa
quebrada que, al ingresar al cerro, estaba surcada por un hilo de agua. Mi
subsistencia, al menos en teoría, estaba resuelta.
Regresé al poblado, donde, Nahuán Ká me indicó la ubicación
de mi futura vivienda. Era la más lejana a la plaza, pero mi condición de
asilado me privaba de margen para protestas. Debía acatar cuanto se me
indique; luego iría labrando mi propio camino.
La vivienda tipo de la comarca era poliédrica – más
frecuentemente hexagonal – con una sola abertura para acceso y
ventilación central para salida del humo generado en la cocción de
alimentos y calefaccionado invernal del habitáculo. A pesar de ser un
diseño funcional, y que garantiza buena conservación de calor –
fundamental para el gélido clima – toda la familia compartía una sola
habitación, en un ámbito de total promiscuidad. A pesar de la conspicua
liberalización de los hábitos sexuales en la corte del Inca (podían tener
decenas de concubinas, amén de su esposa oficial), los contactos físicos
tenían lugar en estricta intimidad. Consecuentemente las viviendas tenían
habitaciones donde dormían separados el matrimonio de sus hijos.
Desmalecé y nivelé cuidadosamente el lote; construí una
escuadra de madera, una plomada y un nivel a péndulo. En la roja tosca
comenzamos a dibujar la distribución de la casa. Los curiosos comenzaron
a agolparse, y varios estallaron en incrédulas carcajadas ante las protestas
de Illí por la reducida dimensión asignada a su habitación. Las risas
comenzaron a disiparse cuando Mayllú comenzó a excavar los rectos
cimientos, y me veían cargar pesados bloques de arenisca roja, y
acopiarlos en el frente. Educado como noble en la corte imperial,
desconocía la verdadera magnitud del trabajo encarado, pero mi tenacidad
no tenía límites. El primer día mis manos se ampollaron por completo. El
brujo sonreía, sarcástico, mientras me aplicaba una compresa cicatrizante.
Luego, paulatinamente, donde hubo llagas crecieron callos. A pesar de
todas las penurias las rocas formaron una pequeña montaña. Armé una
maza y un hacha de cuarzo, pues no quería estropear mis preciadísima
armas de bronce en estas tareas. Con una paciencia digna de causas
mucho más nobles fui formatizando los bloques y pude suplir mi cabal
inexperiencia recordando un diálogo con maestro:
- ¿Cómo parte los constructores la piedra con tal facilidad?
- Todas las rocas son inhomogéneas, y en ellas coexisten direcciones de
mayor dureza relativa, con otras, donde la partición en planos paralelos es
97

preferencial. Es un problema de ensayo, hasta que el material descubre


sus íntimos secretos. . .
Los bloques que fui obteniendo, del cubo de un palmo, si bien no
eran perfectos, a mí me parecían bellísimos. Mayllú los retocaba con
fanática devoción hasta que sus caras tenían la suavidad del hielo. Illí aún
protestaba por su reducida alcoba. Las paredes comenzaron a crecer
notoriamente, y casi todo el pueblo asistía, estupefacto, ante mis
persistentes progresos. Un anciano del consejo intentó introducir una
delgada pluma de pato en las juntas de los bloques. Ante su impotencia
me indagó:
- ¿Qué clase de brujería es ésta?
Construí el techo con caída uniforme. Las vigas eran gruesos
troncos labrados a mano, colocados uno junto a otro, luego venía una capa
de argamasa de arcilla alivianada con guano de llama. La cubierta la hice
de laja gris, que traje de una quebrada cercana, y que demostró ser más
fácilmente trabajable que la arenisca. Las juntas las tomé con tosca,
previamente calcinada en caldero cerámico; adoptando idénticos
materiales para el revestimiento de pisos. Donde caía la inclinación
construí un gran depósito hermético. En esta circunstancia, la curiosidad
llegó al paroxismo, y Nahuán Ká preguntó:
-¿Para qué sirve este lugar? Es muy pequeño para ser habitado. . .
- Para juntar el agua de las lluvias, le indiqué, mostrándole el juego de
pendientes que recorrería el fluido hasta almacenarse en el aljibe.
Por fin, mi vivienda estuvo terminada; si bien distaba mucho de
la que tuve en mi vida con el Inca; ésta era fruto de mis manos e ingenio.
Su aspecto era tan bello que me llovían las ofertas.
- Te daré quince llamas si me hace una igual, propuso un jefe.
Por fin establecí una retribución de cuatro llamas por dirigir las
construcciones requeridas. Empero, la obtención del durísimo cemento a
partir de la calcinación de la tosca, lo mantuve secreto hasta que fui dueño
de la mayor majada de la aldea. Aquellos que imitaban todo, pero carecían
del ligante, sufrían al ver caer los techos y desprenderse los pisos.
Llegaba la época de la siembre, y reuní a Nahuán Ká y seis
jóvenes guerreros:
- Si me ayudan, al comenzar el invierno tendrán cuatro veces más maíz
que la cosecha habitual. Les ofrezco que cultivemos juntos una parcela, en
las tierras altas, cerca de la boca de la quebrada. “Allí no hay agua para
regar”, repitieron casi al unísono.
- La traeremos en cantidad adecuada – repuse -, si quieren mañana
recorremos el lugar, y todo se hará más comprensible.
El entusiasmo era tal que al amanecer estábamos en la
quebrada. Al ver el hilito de agua, un guerrero manifestó, burlón:
- Parece que nuestro inca milagroso no podrá obtener más de dos
mazorcas con este riego. . .
- Sacaré de aquí tanta agua, que nadie podrá creerlo. . .
- ¿De dónde vendrá el agua que ofreces?
- De debajo de la tierra.
- ¿Y cómo conoces su existencia?
Pude explicar mis conocimientos hidráulicos, pero preferí
alimentar el mito y mi creciente megalomanía.
98

- Los Dioses me dieron la visión; por esta quebrada corre un inmenso río
subterráneo, excavemos y veréis.
Comenzamos a labrar una zanja en el saturado subálveo, y el
agua afloraba a raudales incontenibles; mis socios aullaban de emoción.
Pusimos mano a la obra, un grupo se haría cargo de la captación y
conducción del agua, el otro desmontaría y nivelaría las parcelas,
siguiendo mis precisas instrucciones. Construimos una inmensa galería
filtrante, llenando la excavación con gravas permeables. El agua corría por
una ancha acequia, revestida con lajas y juntas tomadas por cemento. Al
mes nuestra colonia era un vergel, y las chacras tenían ya mayor altura y
robustez que cualquier otra sembrada hasta con tres semanas de
antelación.
Un atardecer llegó un cazador, exhausto por la carrera, avisando
a los gritos:
- Suben salvajes Lules, son centenares de guerreros, están a un día de
marcha. . .
Se reunió el consejo de ancianos, y un jefe propuso:
- Nos refugiamos en el pucará, y resistamos el asedio.
- Permíteme noble anciano – intervine – cuando se nos agote el agua
estaremos a su merced. . .
- ¿Qué propones, entonces. . .?
- Salgamos a su encuentro y los embosquemos; ¿acaso no vienen por
una quebrada?
- Así es, contestó el cacique.
- Entonces busquemos algún pasaje angosto; allí el peso del número tiene
poca consistencia; pondremos lanceros en el fondo de la quebrada,
arqueros en la falda y aún podremos llevar a las mujeres jóvenes que
ayuden con honda. Que el poblado quede sólo con niños pequeños y
ancianos.
Mi prestigio en la comunidad era ya contundente, por lo que fue
adoptado el plan. Amanecía y los invasores subían confiados por un
estrecho cañadón, cuando fueron aplastados por nubes de flechas y
cascadas de piedras. No se habían repuesto de la sorpresa cuando les
caímos encima formados en estrecha falange. Mi pesada y filosa hacha de
bronce hizo estragos; era el rojo Dios de la muerte, nuevamente sediento
de sangre enemiga. Al poco tiempo, los predadores huían en desbandada.
Matamos a todos los prisioneros, menos a uno que fue aterrado
espectador, y al que le dije:
- En este cerro hay sólo muerte para ustedes, sólo muerte. . .
Lo liberamos y huyó a la carrera, incrédulo aún de su propia suerte.
Un día entero duraron los festejos. Por la tarde siguiente, mientras
trabajábamos con Mayllú, con el riego de la chacra, fui, repentinamente,
visitado por el jefe:
- Están hermosos tus cultivos, Caan, saludó.
- Nada hubiera sido posible sin tu apoyo, señor; contesté.
- ¿Te molestaría responderme algunas preguntas?
- Lo haré con todo gusto.
-¿Quieres, acaso, ser jefe de esta tribu?
99

- Señor, tú me recibiste en mi exilio, gracias a tu hospitalidad estoy vivo y


tengo un hogar, jamás haré nada que ponga en tela de juicio tu jefatura.
Sin contar con que eres un hombre justo, mesurado y criterioso. . .
- No me adules, inca, interrumpió, todos conocemos el gran prestigio que
has ganado entre mi gente. Dime, pues, tus planes, si los tienes.
- La Nación Kalchakí debe unirse, todas las tribus deben ser una,
respetando las propiedades individuales, debemos hacer minería de cobre
y estaño para tener bronce para construir armas y útiles de labranza.
Además, no te engañes, señor, si los incas decidieran volver a
esclavizarnos, estamos totalmente indefensos ante cualquier ataque.
Debemos tener un importante ejército para defendernos y garantizar la
paz.
- ¿Cómo piensas unir a los Calchaquíes?
- Invitando a todas las tribus que envíen delegados, uno por cada poblado,
allí haremos la propuesta.
- ¿Quién gobernará a todas las tribus?
- Un consejo de representantes, del que tú formará parte.
- ¿Y cuáles son tus aspiraciones?
- Sólo el tiempo y las circunstancias lo dirán.
Las reuniones del consejo de representantes tribales fueron
arduas; había mucha desconfianza e individualismo. Cuando las
discusiones parecían encaminadas a destinos inciertos, el jefe de mi tribu
tuvo una intervención decisiva. Habló de los peligros de invasiones del
norte y del este, de nuestra indefensión –producto de la desunión-;
recalcando que las mezquindades personales podrán ser causa certera de
una inevitable ruina. Su alocución, a pesar de la sencillez de la forma fue
un canto a la unión y el progreso. También invitó a los presentes a visitar
las nuevas viviendas y las colonias del alto. Habló de los planes de repartir
agua para consumo y construir redes para expulsar desechos sanitarios y
pluviales. Al fin, levantó mi hacha y la clavó profundamente en un tocón de
algarrobo: “necesitamos metal” –gritó- “con él tendremos las mejores
armas y herramientas”, “así podremos defendernos y trabajar mejor” en
conclusión se designó un triunvirato con amplias facultades decisionales,
para organizar un gobierno centralizado, que respete la individualidad de
las tribu, propendiendo a formar un ejército estable y explotar metales. Mi
jefe tribal comandaba, de hecho, esta terna, y fui designado general de los
ejércitos Kalchakiés. Recluté, promedio, doscientos jóvenes solteros de
cada tribu, consolidando una fuerza de casi cinco mil hombres. Era poco,
pero bastaba para empezar. Construimos un pucará fortalecido en la
hoyada de la vega grande, donde acampé con mi familia luego de cruzar la
puna. Solicité – y me fue otorgado – se establezca un tributo del diez por
ciento para mantener al ejército. Nuestra acción de dominio territorial se
desplegó por patrullas, que rastrillaban, hacia el norte y poniente, toda la
puna y sierras aledañas. Pudimos así localizar explotaciones mineras de
los incas, por cobre en el borde occidental puneño, y por estaño en
grandes aluviones, a sólo cinco jornadas del pucará, al norte directo del
Cachi.
El ejército tenía un comando –donde se debatían los problemas
de importancia- en cuyo seno se analizaron dos alternativas. La primera
proponía tomar por la fuerza los yacimientos, degollar a los incas y
100

adueñarnos de las explotaciones. La otra proponía ofrecerle a los incas


carne y granos a cambio de metal. Se decidió adoptar una tesitura
intermedia, tomando un yacimiento por la fuerza, y luego negociando.
Luego de un año de feroz entrenamiento, nuestros jóvenes querían su
bautismo de sangre. En una rápida acción rodeamos la mina de estaño; la
sorpresa fue decisiva y no hubo que lamentar una sola baja, trasladamos
la guardia inca a nuestro pucará, donde podían ser fácilmente custodiados.
El jefe de la explotación era un kolla, que más sabía de minerales, que de
guerra y diplomacia; con el que tuve el siguiente diálogo:
- Como tú sabes, esta explotación se encuentra en territorio Calchaquí, y, a
partir de ahora, deberán pagar un tributo para explotar nuestros minerales.
- El Inca te hará degollar por esto, salvaje, respondió.
- No estás en condiciones de amenazar a nadie, menos a mí, pues tu vida
está en mis manos, pero seré magnánimo por respeto a tu ignorancia.
Seguiréis trabajando la mina normalmente, bajo nuestra supervisión; os
proveeremos de alimentos. La disciplina interna será resguardada por
nuestros guerreros. Estarán prohibidos los azotes y el tormento a los
esclavos.
Preparé un mensaje de quipus para el Inca, y designé un guerrero de mi
confianza para hacerlo llegar al Cuzco. La patrulla estaba formada por seis
hombres. La misiva decía:
“Noble señor, el Gobierno de la Nación Kalchakí ha decidido fijar un tributo
del veinte por ciento del producido en cada explotación minera realizada en
su territorio. En caso de reticencia de vuestra parte en cumplir la obligación
impuesta, deberemos, lógicamente, usar la fuerza para darle sustento al
reclamo. Inti alumbre tus actos para una sabia decisión. Encomiéndote
nuestros mensajeros, pues, de sufrir algún percance, nuestros rehenes
incas perderán sus cabezas. Te saluda Caan”
En menos de una luna retornaron nuestros chaskis, junto a un
emisario del emperador, al que taparon los ojos para que no pudiera
determinar la magnitud de nuestras fuerzas. En una tienda cerrada tuvo
lugar la reunión. Al quitarle la venda reconocí a un pariente cercano del
Inca, con gran formación en problemas de Estado, y, con quien tuve que
compartir largos debates en el seno del gobierno.
- Salve, Caan –saludó- ¿acaso quieres guerrear con el Imperio. . .?
- Salve, Haykín –respondí-; nada más lejos de nuestra intención que una
guerra, ocurre que necesitamos metales, y, como las minas están en
nuestro territorio, nos pareció razonable negociar con el Inca el
reconocimiento de un tributo, a cambio de poder trabajar tranquilo.
- ¿Qué porcentaje de metal pretendes?
- Sólo el veinte por ciento del estaño y el cobre.
- Pides demasiado, Caan, amén de ello tú sabes que es una falacia que el
débil pretenda tributo al más fuerte. . .
- Como contrapartida podríamos proveer sin cargo los alimentos
necesarios para las explotaciones y la custodia militar para su protección.
El Inca ahorraría costosísimo traslado de víveres. Es un acuerdo
beneficioso para las partes.
- ¿Y en caso contrario. . .?
- Guerra, muerte, desolación, nada en provecho del imperio. . .
101

- Tú hablas de una nación Kalchakí –que yo desconozco- ¿cuáles serían


sus límites precisos?
- Hacia el norte el linde sur del País Aymará.
- Tienes todo pensado, Caan, han de ser grandes tus fuerzas para avalar
tus pretensiones.
- No mayores que las vuestras, pero suficientes a nuestros fines. Piensa
que si destacas un ejército en este desierto descuidarás otras fronteras,
seguramente más hostiles. No tendrá garantía de triunfo, y, es más, te
auguro muchas pérdidas materiales. Nuestra presencia te da seguridad en
el linde sur del imperio; por allí jamás tendrán ingreso de salvajes
nómades, pues éstos serán nuestro problema.
- En términos generales estoy de acuerdo, sólo hay un punto que
propondría modificar.
- ¿Cuál es?
- Que las fuerzas que protejan los yacimientos sean mitad inca mitad
Kalchakí.
- No habrá problemas, siempre y cuando fijemos mínimos contingentes en
cada pucará.
- Así se hará, repuso Haykín, tendiéndome su mano en son de paz.
- Otra cosa quiero preguntarte; ¿qué sabe de mi maestro?
- Allí donde se despidió de ti, se sentó y dejó morir. Un chaskí lo encontró
media luna después. El Inca mandó una delegación para enterrarlo .Me
tocó integrar la comitiva para tan dolorosa tarea. Cuando llegamos, su
cuerpo sin vida tenía la espalda reclinada sobre una roca, y los ojos
abiertos mirando al sur. Su carne, ignoro por qué mágico designio, estaba
incorrupta; parecía un ser vivo. Lo sepultamos rindiéndole honores como a
un Dios.
No pude evitar lágrimas rebeldes fluyendo de mis ojos. Pedí
disculpas a Haykín, con la promesa que, en breves momentos,
seguiríamos el debate. Caminé por los alrededores del campamento, sin
poder resignarme a l muerte de maestro; a quien, en mi fuero íntimo,
siempre soñaba volver a ver. Me consolé deseando que, si hubiera un más
allá que trascienda el sufrimiento vano de la vida, quizás, desde allí
pudiera ver los progresos de mi pueblo, fruto exclusivo de sus enseñanzas.
Si así fuera, al fin de mi tiempo, estaríamos juntos en el blanco viento de
las cumbres.
En las conversaciones ulteriores con Haykín convenimos que las
fuerzas de guerra totales, en la puna, serían mil hombres, la mitad por
bando.
Nos dimos un plazo de una luna para implementar lo convenido;
y, al despedirnos, dijo:
- El Inca manda su saludo a su prima Mayllú. ¿Cómo se encuentra?
- Muy bien, repuse, ya es madre de dos hijos, el menor un varón. Le
transmitiré vuestro deseo.
Nos abrazamos con Haykín, ambos seguros de haber logrado un
excelente arreglo para los suyos. Mientras volvía a mi aldea, recordé un
pensamiento del maestro: “los hombres sabios están por encima de la
mezquindades”. Y me reconforté por el cauce de los acontecimientos, pues
los kalchakíes unidos, y con metal a disposición, veríamos con otros ojos el
devenir.
102

Nuestra población parecía más una ciudadela incaica que el


grupo de chozas de otrora; las calles estaban revestidas; el agua potable
se distribuía por cubiertas acequias impermeables y los desechos fluían,
subterráneamente a un pozo de vertido. Las viviendas eran totalmente de
piedra, y el perímetro del pucará estaba fortificado con un muro con torres
de vigilancia. Nuestra única dificultad eran las eventuales invasiones de los
salvajes de las selvas y llanuras del naciente. Considerando que mi ejército
estaba ocioso, decidimos encarar la campaña de erradicación de los
pueblos nómades –que vivían del pillaje- del pie oriental del Ande. Durante
seis lunas estudiamos sus movimientos con persistencia. Luego
concentramos nuestras fuerzas y comenzó el ataque a la tribu más
numerosa; que contaba con una población de casi diez mil personas y más
de mil guerreros. A pesar de la velocidad de nuestra acción, el enemigo
pudo alertarse a tiempo. Es difícil que una escuadra de más de cuatro mil
kalchakís, armados hasta los dientes, pueda pasar inadvertida. El choque
fue feroz, pues los salvajes defendían sus lares con uñas y dientes. Tuve
que luchar casi todo el combate con una flecha atravesando mi hombro,
pero mi hacha fue, otra vez, solvente. Ni un solo oponente se rindió,
pelearon como valientes, hasta morir. Las mujeres y los niños fueron
trasladados a nuestra ciudadela, necesitaríamos más fuerza de trabajo, y,
con el tiempo, se irían asimilando a formar familia con los nuestros.
Durante tres años luchamos para limpiar de salvajes la región.
Con herramientas de bronce nuestros cultivos ganaron
abruptamente en rendimiento.
Advirtiendo las ventajas de la alianza, comenzaron a sumarse
tribus del Ande meridional a nuestra nación. Para recorrer nuestro
territorio, de norte a sur, eran necesarias más de dos lunas; al oeste nos
guardaba el Ande, y al este ningún salvaje se atrevía a penetrar nuestros
dominios. Las relaciones con el Inca eran normales, ambas partes
respetaban el acuerdo, y nuestras fuerzas, que rondaban los diez mil
hombres, no eran presa fácil para ningún ambicioso.
Nahuán Ká era mi mejor amigo y consejero; el organizó la
escuela de agricultores, donde formábamos a los jóvenes en las técnicas
de regadío y del buen cultivo. Luego, éstos viajaban de aldea en aldea,
enseñando a sus congéneres.
Mi hijo varón, Inti Ahuacán – Sol de Invierno – unía las delicadas
facciones de Mayllú a mis duros rasgos, en un cuerpo fornido. Le transmití,
con desesperación, cuanto sabía. A diferencia de mi actitud permeable con
mis mayores, el pequeño era cuestionador, y disfrutaba poniendo en tela
de juicio cuanto le sugería. Cuando tuvo edad suficiente lo llevé, pese a las
protestas de Mayllú, a la cumbre del Cachi. Si se cansaba, su orgullo lo
ocultaba, y seguía, pertinaz, mis pasos por los abruptos hielos del alto
espolón rocoso. En un descanso, me indagó:
- Padre, ¿acaso me llevas para probar mi resistencia?
- No, quiero que conozcas a nuestros Dioses.
Accedimos, finalmente, a la enhiesta y dificultosa cumbre. Un
viento helado soplaba desde la puna, y el sol del mediodía yacía tibio en el
cenit. Alcé mis brazos, adorando a los Dioses. El cielo se puso tan azul
como una laguna de hielo, el tiempo se detuvo, acallando los vientos
fragorosos. Toda mi vida pasó, en instantes, ante mí; la amargura de los
103

dolores pasados se endulzó como miel al descubrirme útil. La Pequeña luz


de mi existencia, en su lucha pertinaz, había alumbrado la difícil historia de
mi pueblo.
El pequeño Ahuacán estaba extasiado.
- ¿Has hablado con los Dioses?, le indagué.
- Si, padre, repuso.
- Cuando muera, sería mi deseo descansar en esta cumbre.
- Haré cuanto esté a mi alcance por cumplirlo; me aseveró.
Sin más palabras, descendimos. Sabía que –como yo – mi hijo
tenía los caminos trazados. Debía darle la luz del conocimiento que le
permita forjarse con ideales constructivos y trascendentes, y tener la
fortaleza y ecuanimidad para transitar con entereza los oscuros laberintos
de los Dioses.
El Consejo decidió abrir una mina de cobre en el extremo sur de
nuestros dominios.
Me pidieron que analice dónde convenía localizar el pucará, su
provisión de agua y la factibilidad de cultivos en la zona. Pedí a Nahuán Ká
que me acompañe, e iniciamos la travesía con una patrulla de cinco
guerreros. A la media luna de viaje, en un boscoso vallecito, apresamos un
robusto venado. Por la noche hicimos fuego, y, mientras se doraba
lentamente la carne en las brasas, entonábamos, felices, las viejas
canciones de nuestro pueblo. De pronto, una nube de flechas surcó la
espesura. Dos jóvenes guerreros cayeron muertos al instante, y yo fui
atravesado totalmente en un pulmón. Nos arrastramos, cautelosos, por la
hierba, y arranqué una flecha clavada en un tronco, tenía punta de cuarzo.
Eran salvajes. Seguramente querrían matarnos para apropiarse de
nuestras valiosas armas de metal. La paradoja era risible; toda mi vida
trabajé para darle el bronce a mis hermanos; ahora, por poseerlo, estaba
herido de muerte. Los supervivientes pudimos agruparnos al abrigo de las
sombras. Nahuán Ká sugirió: “los rodeemos y cacemos por la grupa”.
Fuimos reptando por la maleza hasta que ubicamos la distribución del
enemigo. Eran sólo ocho guerreros, que se atrevieron a atacarnos por la
artera ventaja de la sorpresa. Caímos sobre ellos como un aluvión de
muerte; tres pude abatir, bajo el filo de mi hacha; cuando una flecha,
certera, me atravesó el cuello. Me sentí caer con lentitud; mi cuerpo,
agonizante, parecía flotar en el aire. Mis compañeros pronto dieron cuenta
del oponente; me cargaron hasta la vera del fuego, y Nahuán Ká me
hablaba, intentando tranquilizarme.
- Todo estará bien, Caan, pronto sanarás.
- No perdamos mi escaso tiempo hablando estupideces. Sabes bien que
cualquiera de mis dos heridas es mortal. Aferré con fuerza su mano,
intenté, con mi empobrecida visión mirar sus ojos, y pude decirle.
- Adiós, mi hermano, cuida a los míos. Su respuesta me llegó como a
través de una infinita distancia.
- Descansa tranquilo, Caan, tu familia es la mía.
Mi último pensamiento fue para Mayllú, me dió pena no poder
agradecerle la hermosa vida que me había dado, y su apoyo inclaudicable
en mis penosas circunstancias. Pero padre, maestro y el Inca me llevaban,
arrastrándome de mis carnes muertas, hacia un cono de luz, apacible y
silencioso.
104

Y aquí estoy, en esta cúspide donde me trajo mi hijo que, ahora


lo sé, cumplió así mi último deseo. Ignoro qué me envió de nuevo al Ande;
y ese misterioso calidoscopio que me hizo rever mi última existencia,
aseguraba que no era la única, ni tampoco la final. Ese hondo misterio que
latía en mí me hizo ver mi tránsito en Caan, para darme la certeza que la
vida no es un accidente inútil y fortuito. Por momentos latía, en mi seno
insustancial, la voz del maestro, indicándome que debía volver a dar amor
y solidaridad a los débiles, que sólo así crecería con rumbo trascendente.
Siento expandir la percepción, el microcosmo adquiere dimensiones
insondables, y, como sombra en el viento recorro las desvastadas ruinas
que fueron nuestros orgullosas ciudadelas. Y siento gran pena por este
tiempo implacable que destruye el hombre y sus obras; y devora
inexorable los sueños, el amor y el odio. Escucho voces, en mi sueño de
vigilia, que me repiten, en lento susurrar que no todo es fútil e
inconsecuente, que nuestros actos dejan impronta y nuestras vidas labran
huellas en la estepa sin fin del universo.

AURELIO DEL PEHUEN


105

Fui Aurelio Sayhueque, araucano, y mapuche como el piñón de los


bosques de araucarias. Indio como el frío viento de las bardas amarillas y el
magro pajonal de mi tierra.
Desde los remotos umbrales de los tiempos mi gente habitaba al sur del
Coleleuvú (Río Colorado), a ambos lados del Ande, en un extenso dominio
que llegaba a los hielos continentales. Nuestro poderío militar convocaba la
sumisión de hermanos que poblaban entre Carahué y las Salinas Grandes.
Éramos un pueblo esencialmente guerrero, estratégicamente belicoso, e
infundíamos respeto y temor en nuestros vecinos. Nos sustentábamos en
la ganadería, agricultura, caza y pesca; amen de ser hábiles hilanderos y
delicados orfebres del oro, la plata y el estaño. Valorábamos el honor y la
verdad, pero el respeto trascendente se ganaba con el valor, la destreza y
la astucia en combate. Entre araucanos no había lugar para cobardes,
prefiriendo, en cualquier caso, morir guerreando que ser humillados en la
derrota. En esa escala de valores, los dones de mando se ganaban por
mérito. Mucho antes de la llegada del cristiano, ensanchábamos y
soportábamos las fronteras de nuestra extensa nación con un delicado
balance entre fuerza y diplomacia. Los caciques comandaban nuestras
numerosas tribus, ramillete de pueblos que poblaban las extensas pampas,
estériles salinas ó fértiles valles peri cordilleranos.
Los territorios araucanos, con helados inviernos, no se comparaban a las
tibias, fértiles y extensas llanuras aledañas al mar dulce, donde concentró
sus dominios el hombre blanco. Amigos de lo ajeno, fijaron sus ansias
codiciosas en nuestro país. Enviaron como adelantados a sacerdotes que,
adentrados a la patria mapuche, fundaron pequeñas misiones que
toleramos con atenta desconfianza. Mi madre, Corza Veloz, me envió a
una de ellas, siendo niño, alegando a mi desconfiado progenitor -el
Cacique Painé Sayhueque – “que ningún daño me causaría entender la
lengua, religión y costumbres de otro pueblo”. El machí de la tribu insistía
que la relación del príncipe araucano con los huincás era "gualichú" y de
mal agüero para las gentes del pehuén.
El fraile Bertrán me tomó bajo su férula; y, en poco tiempo hablaba y
escribía castellano con fluidez. A pesar de mis breves siete años de vida
era un apasionado buceador de los misterios de la fe católica. Tan
considerables progresos indujeron al religioso al trasmitirle la nueva -en
una esquela- al Obispo de Buenos Aires; quien sugirió continúe mis
estudios en la metrópoli. El tema fue ampliamente debatido entre los míos.
Mi padre, feroz xenófobo, se oponía tenazmente, alegando que
"demasiado feliz debía estar el sacerdote por no haber sido, todavía,
degollado...". Madre, inflexible, astuta y persistente, le hizo tomar
conciencia que el mejor argumento defensivo era conocer al enemigo
"desde adentro". Un largo mes viajé desde mis tierras del Huechulaufquen
hasta la gran aldea de los argentinos. Debí superar numerosos contrastes
para adaptarme a su forma de vida. La vestimenta, ridículamente ajustada,
me agobiaba, coartando mi libertad de movimientos; y dormir en
plataformas separadas del suelo hasta se me ocurría peligroso. Largo e
inconducente, sería detallar mi crisis de adaptación, y puse lo mejor de mí
para no defraudar a madre. Estudiábamos historia, geografía, lenguas,
ciencias y teología, de todo lo que fui entusiasta partícipe. Los cristianos
106

eran ampliamente ignorantes de la realidad física, humana, y de la rica


historia de la Nación Araucana y sus extintos ancestros. Para ellos,
quienes habitábamos al Sur de Bahía Blanca éramos, simplemente,
"salvajes".
En mi estadía inicial de interno en el convento me empapé de los
complejos eventos de la extensísima historia del hombre blanco.
Sorprendía la riqueza de su cultura, aparejada a su inhumana barbarie e
incontrolable pulsión de apropiamiento y poder. La religión del Cristo me
emocionaba profundamente, despertándome admiración su generosa
existencia. Aprendí que los grandes de la historia terminaron casi todos
vilipendiados, torturados ó asesinados. Uno de mis compañeros era
Segundo Valdez, hijo de una acaudalada familia de hacendados, que
evidenciaba una férrea inclinación por la carrera militar. Narraba, durante
horas, sus viajes al viejo continente, en ciclópeas naves de guerra,
armadas con poderosos cañones. Y una creciente angustia me
embargaba, al tomar plena conciencia de cuan poderoso era el hombre
blanco, y la debilidad comparativa de mi raza. Otro estudiante del internado
era Fermín Álvarez, huérfano oriundo del Alto Perú, protegido por los
religiosos, y cuyo sueño más apreciado era poder servir a Dios, Fue mi
compinche de juegos y confidencias, y nuestra amistad hacia más
llevadera la hostilidad del medio, a Fermín por su orfandad y a mi por mi
etnia salvaje. Funcionábamos como parias y éramos objeto frecuente de
bromas pesadas a cargo de nuestros compañeros, la gran mayoría de
familias de abolengo. En una oportunidad Valdez ideó la parodia del
fusilamiento del salvaje, luego de hacerme objeto de un juicio sumarísimo.
Concluidas las clases regulares, hice conocer a Sayhueque la fecha en
que aguardaría la escolta, en la Posta de Dolores. Me apeé del carruaje,
cubierto del polvo del camino. Ocho conás me esperaban. En instantes me
despojé de la vestidura "civilizada", de un salto trepé al caballo que me
ofrecía uno de mis hermanos, y soltamos un sostenido galope por la
inmensidad de la pampa, en holladas rastrilladas de las picadas
meridionales trazadas por los arreos de nuestra sangrienta maloca.
Revivía mi nostalgia por los lejanos toldos sureños oliendo el sudor de mi
potro mezclado al fresco aroma de la gramilla arrancada por los cascos de
las bestias. El poncho rezumaba el humo nocturno del fogón familiar,
velando el asado de cordero, yeguarizo ó huanaco, entre bromas ó
cuentos narrados por los viejos a la rosácea luz de las brasas. En estas
leyendas se fundía el origen del universo, con zagas de diosas adúlteras y
dioses vengativos; lanzazos arquetípicos que abrían profundos surcos en
la tierra, donde brotaban ríos caudalosos, entre llantos interminables que
colmaban lagos adormecidos a la vera de los eternos hielos cordilleranos.
O, quizás, el rabioso golpeteo oceánico contra los acantilados del poniente,
tras la glauca y majestuosa fibra pétrea del Ande. Plana y burlona, la
esquiva distancia era devorada por mi briosa cabalgadura, entre el
ramillete de aguzados colihues de los lanceros, retumbando el ahogado
bombo de la llanura al rítmico son del sostenido galope. Sembrábamos
estelas de polvo,
e insondables ecos de nuestros desafiantes aullidos. Pampa interminable,
ombú y fachinal, médano y lomadas alternando con lagunas, bañados y
107

pardos cangrejales. Chajás y teros alertaban al desierto de nuestro curso


indiferente. En un bajo topamos un grupo de suris y charabones; clavé los
talones en los ijares del equino, arrancando veloz carrera. Desprendí las
bolas del cinto y las hice zumbar en cantarino remolineo; y elegí un macho
joven, dejando de existir el entorno, borrado tras la persistente imagen del
avestruz, huyendo desesperado entre ágiles gambetas, y abriendo sus
vistosas alas para girar en seco, intentando burlar la muerte. Volaron, al
fin, las piedras y cayó mi presa maneada. Quiso incorporarse, pero mi faca
le seccionó el cuello, y bebí, presuroso, la tibia sangre. El corazón
agonizante era una pulsátil arteria, latiendo al unísono con la esencia
animada de mi patria araucana, extenso país que cantaba con el viento en
las piñas de los pehuenes ó bramaba incoherente en los rumorosos
rápidos del Limay.
Transcurrían inconsistentes las jornadas, y nuestra marcha sólo se
interrumpía para dar resuello, abrevar ó alimentar la caballada, rotando la
monta entre los dos animales que usaba el guerrero mapuche en sus
largas travesías. Vadeamos el Cololeuvú, crecido y rabioso, nadando de la
brida, y junto a los hocicos emergentes, de nuestra aguerrida tropilla; en
trabajosa flotación, y lento avance, hacia la ribera sur, que se nos ocurría
lejana, inalcanzable.., El fuerte oleaje nos golpeaba con troncos y animales
muertos. El majestuoso drenaje del Ande, feroz e indómito, se lanzaba
hacia el este, marcando la linde de nuestra querida patria de las
manzanas- Al fin hicimos tierra, helados y trémulos, cuerpos y vestidos
teñidos con la roja greda arrastrada por las aguas. Lejos aún, el Auca
Mahuida emergía entre las bardas, y los primeros cóndores saludaban
nuestro arribo al país del pehuén. Las extensas mesetas bayas, coronadas
por negros basaltos, trazaban planos interminables hacia la aún lejana
cordillera. Nuestra ruta, ocasionalmente, cruzaban escuadras de guerreros,
en ida ó retomo del maloqueo. Todos saludaban, con reverencia, al joven
príncipe que tornaba a sus toldos. Los bosques de pinos y araucarias,
poco después de los vados del Neuquén y Limay, al poniente de Cutral-Có,
señalaban la llegada al valle habitado por mi pueblo, cerca de las eternas
nieves del volcán Lanín. Caía el sol, dorando la cúspide del bosque,
cuando arribamos a la toldería. Los perros, primero, y los niños después,
saltaban eufóricos, acompañando la marcha de cada coná hasta su
vivienda. Mi madre dejó caer un pesado leño, y corrió a estrujarme entre
sus brazos. "Ha vuelto el pequeño", gritaba entre sollozos. Me atiborró a
preguntas, sin darme tiempo siquiera a responderlas, encontrándome
"flacucho y pálido", que atribuyó a mi presunta mala alimentación, pero
"algo más alto", consecuencia indudable del tiempo transcurrido.
Posteriormente padre me indagó respecto a los blancos. Cuando describí
sus ejércitos y armamentos, quedó sumido en profundas cavilaciones.
Frescas aún estaban las derrotas sufridas por la Dinastía Piedras
(Callvucurá y Namuncurá) una década atrás. El cacique contemplaba
inmóvil el jugueteo de las lenguas de fuego entre los leños, en la gélida
quietud de la noche sureña; finalmente acotó: "Sólo esperarán el momento
oportuno para invadirnos debemos, pues, organizarnos reflotando la
confederación de tribus, y recabando apoyo de nuestros hermanos allende
el Ande..."
108

Poco después, en áspero consejo de caciques, se decidió, por enésima


vez, la expulsión de todos los religiosos de las misiones asentadas en la
nación araucana.
Fue una decisión desafortunada, y la historia es testigo que los sacerdotes
y obispos argentinos fueron los únicos amigos que tuvieron los mapuches
entre los blancos.
En los albores de la madurez, me .surgió inquietud por escudriñar mi
ancestro aborigen, conocer sus glorias y dolores, sus sueños, frustración y
muerte. En la azul ribera del Huechulaufquen evoqué las narraciones de
abuela Rosa Pura, hija del araucano Aurelio Sayhueque, jefe de conás
rebeldes alzados contra la dominación blanca argentina Apoltronando en
el suave cojín de musgo, a la sombra de los espesos arrayanes y las
enhiestas araucarias, huelo la acritud de mi sudor mezclando a la grasa de
los correajes de la mochila y las tenues fragancias de la hojarasca.
Contemplo, ensimismado, las pausadas ondulaciones que recorren las
truchas entre los rodados multicolores que tapizan el fondo del lago.
Quebraba cristales el flujo del agua cantarína, mientras el zumbido del
viento silbaba distantes letanías en las acículas de los pinares. Hay
instantes en que nuestro espíritu se anima de magia y misterio, en extraña
mezcla de despertar e inspiración En esos momentos comenzó, demente y
rabiosas, a rebullir la sangre mapuche en mis venas. Una nueva e
inexplicable conciencia se adueñó de mis actos, que así confluyeron a
laberintos sin retorno con una existencia estigmatizada por la suerte fatal
de mis arquetipos. .En consecuencia, jamás pude guerrear en el bando
blanco de los triunfadores, fui siempre un indio rebelde derrotado y huidizo,
aguerrido e indómito. Aquí, junto a este lago, abandonado por los
glaciares, mi gente nació y murió, suyo fue el valor y la barbarie, mía su
herencia mística, aullando al galope entre aguzados colihues, con la frente
orlada con la vincha roja del guerrero, impelidos a matar, por no morir.
Invadían, inflexibles, los recuerdos de abuela, última princesa de los
hombres del Pehuén describiendo las tratativas tenaces de Fray Beltrán y
Corza Veloz, ante el Cacique, promoviendo la continuidad de los estudios
de Aurelio en Buenos Aires. El sacerdote empeñó su palabra que la
estadía de! joven príncipe fuera de su territorio seria un secreto custodiado
por la iglesia.
Tras cuatro meses en la tierra de las manzanas retorné a la Capital
Argentina. Tres años continuos de exigentes estudios me colmaban de
congoja en la persistente evocación de las pampas abiertas que, cada día,
parecían convocarme con el susurro de la brisa entre las glicinas, y
secretos ecos de relinchos que invadían mis sueños en las tibias noches
del Plata. Los padrecitos me llevaron a un largo viaje a través de la
Amazonia. "Es importante que conozcas otros paisajes de nuestra extensa
América", argüían. La breve travesía marina, entre Buenos Aires y San
Salvador de Bahía, me colmó de sensaciones mágicas; hora tras hora. Me
embriagaba la singular belleza del mar... Contemplaba extasiado la
majestuosidad del oleaje, las piruetas de gaviotas, petreles y cormoranes y
el incesante jugueteo de los delfines. Esta nueva realidad catalizó mis
sueños de conocer el ancho mundo, apenas vislumbrado en las
prolongadas lecturas a que me habían acostumbrado los religiosos.
109

El lujuriante derrame vegetal de la selva me llenó de sorpresa y solaz, en


el lento viaje en barcazas por el río de aguas bayas donde descubrí
millares de especies de aves, de coloridos guacamayos a tímidos colibríes;
y también, numerosos monos chillando bullangueros en las espesas copas
de los gigantescos árboles.
Conocí otras etnias aborígenes, la mayoría viviendo en estado de
verdadero salvajismo, errando semidesnudos por la fronda, subsistiendo
de la caza y la pesca e ignorando las mínimas nociones de agricultura y
ganadería.
La misión que visitábamos, estaba enclavada a orillas de un río turbulento,
próximo a las fuentes del Amazonas. Las tareas de evangelización se me
ocurrían tan estériles como inoportunas. Los salvajes concurrían a misa
atraídos por obsequios de golosinas y baratijas que brindaban los
religiosos, se hincaban, dócilmente, toda vez que se lo indicaran, y, cual
más, cual menos, seguían los incidentes del ritual como sincero esfuerzo
para retribuir las ofrendas recibidas. Nada era perceptible en el plano de la
identificación con la creencia en el Dios de los blancos. Entre señas y
monosílabos me comunique con un joven de mi edad, quien me manifestó
que creían en el espíritu como una esencia que colmaba los dones de la
tierra, en los peces y el follaje, la timidez del gamo y la ferocidad del
nahuel. En síntesis, la buena cacería sería evidencia de satisfacción de los
supremos; y las circunstancias adversas sólo cólera de los Dioses, contra
la que nada podía hacerse. Tal fatalismo anacrónico era inaceptable entre
mis hermanos araucanos, que no titubean en morir esgrimiendo la lanza,
antes que aceptar imposiciones arbitrarias, a nuestros juicios humillantes.
Éramos una raza de valientes, temerarios que amábamos la compulsa; y,
como todos los héroes, signados por la fatalidad-Todas las alternativas del
viaje se grabaron en forma indeleble en mi memoria Bullían en mí deseos
de un futuro que permitiera conocer mundo, nuevas culturas y tierras
lejanas... Otros designios diferentes habrían de trazar las inextricables
voluntades de Ios Dioses. A poco de retornar del Brasil, los sacerdotes
manifestaron sus intenciones de integrarme a los servidores de la iglesia
de Roma, todo se me ocurrió como un suceso demasiado bueno para ser
cierto. Inesperadamente, un mensajero de mi padre informa que debía
retornar, prestamente, con los míos, más ahora viajando desde Cuyo, pues
la pampa era "tierra de nadie", con frecuentes actos de hostilidad entre
indio y blanco. Realicé un penoso viaje en carruajes y carretas hasta
Tunuyán, donde, ocultos en una misión, aguardaban dos bravos, mi exigua
escolta, con seis potros. Faldeamos el pie de la cordillera, entre Malargüe y
Buta Ranquil, concretando una penosa travesía invernal, con heladas
ventiscas y espesos mantos de nieve dificultando la marcha. Mi cuerpo
volvió a amalgamarse con los caballos, en sólida comunión de fuerza e
ingenio, que nos caracterizó como los mejores jinetes de la historia.
Los grandes bosques de pino y pehuén estaban cubiertos de hielo, y
gigantescas estalactitas translúcidas daban un aspecto irreal a la gélida
belleza del paisaje. La cacería se tornó escasa, sólo alguna descuidada
perdiz, ó algún corzo enflaquecido fueron el magro y esporádico sustento
que tuvimos por algunas semanas, tras agotar nuestras reservas de charki;
El hambre nos desesperaba, tenaz, insistente... Tanto desamparo motivó
110

que comiéramos crudos dos yeguarizos, por lo que, sin monta de refresco,
y con una sola carguera, la marcha se tornó mortíferamente lenta. Los
caballos fueron muriendo de hambre y frío. La travesía en la blanda nieve
era un tormento, manos, pies, y rostro semícongelados por el viento que
levantaba, enfurecido, espesas oleadas de nieve. Sólo nos motorizaba una
críptica e inexplicable pulsión de vivir, cuando, agotadas las últimas
reservas de energía, y más allá de la acción consciente e impelidos por la
fiereza instintiva, arribamos a los toldos.
La magia del fuego, y una hirviente sopa, bebida en escudilla de madera,
fueron volviéndome a la vida. Padre hablaba, con su voz grave y pausada,
mientras la luz pulsátil de las llamas le brindaban un aspecto sobrenatural:
Nuestras tribus, al Norte del Cololeuvú, han sucumbido a la invasión de los
blancos. Estos lagos, los bosques y las bardas que separan los grandes
ríos del Neuquén y el Limay, hasta su unión formando el Negro, son
nuestras tierras. Aquí nacimos nosotros, nuestros padres y abuelos, y sus
ancestros hasta donde alcanza la memoria y comienza el arbitrio de las
leyendas. No pretendemos otro territorio, pero defenderemos el nuestro. Si
el huincá ataca, pelearemos, con sangre y fuego defenderemos este suelo
que Dios nos ha brindado, y al que nos unen sentimientos más profundos
que el amor, el odio, ó la hueca e insensible ambición de algunos
argentinos que solventan con su oro esta barbarie... Nuestros hermanos de
Chile nos invitan para hacernos fuertes a su lado, tras el Ande. Yo no
abandonaré estos bosques, soy corteza de pehuén, y entre ellos tornaré a
ser parte de mi tierra La guerra es un hecho tan cierto como inevitable...
El cacique clavó en mí su mirada inquisidora.
- Padre -repuse- nada que no sepas podría decirte, pero muy
despareja será nuestra lucha, si no tienes rifles...
- Aquí entras tú, joven príncipe de los araucanos, conoces al blanco y
su lengua, sabrás desempeñarle y pasar desapercibido entre ellos.
Tenemos oro que lavamos en los placeres de Andakollo y Huitrín. Irás con
una discreta escolta, contactarás mercaderes confiables y comprarás rifles
modernos y municiones, en cantidad adecuada. El invierno impide el
ingreso de soldados, lo que te da tiempo hasta la primavera para cumplir el
mandato. Retornarás, entonces, por las nieves que te han traído. Los
Dioses protejan vuestra marcha, nuestra supervivencia depende de tu
éxito en la gestión...
- Sea como tú dices -repuse con voz trémula, impelido a sobrevivir
para colaborar en la defensa de mi pueblo-. Un día de descanso y
abundante ingesta, parecieron demasiado exiguo, para cuanto deseaba
contarle a mi madre. En mi conciencia iba gradualmente clarificando que
mi futuro, como ministro de Cristo, habíase tornado oscuro e incierto.
Con la suerte de nuestra parte, a comienzos de la primavera retorné a
Huechulaufquen encabezando una caravana de carros colmados con
flamantes Winchester y abundante munición. Me acompañaba el
proveedor, un árabe dueño de una importante pulpería y canteras de
mármol verde al norte de las Salinas Grandes.
111

La estación de la tibieza enciende de belleza al país de las manzanas,


tapizando de colores el bosque, y poblándolo de aromas salvajes. Los
abundantes huertos de frutales, traídos hacía más de un siglo por ¡os
sacerdotes, y que proliferaron en el alto valle mucho más exuberante que
en su Europa original, lucían totalmente floridos; blancas y rosadas las
lomas que cultivamos los mapuches con las directivas de los hombres de
la iglesia. Los jóvenes entrenábamos el cuerpo en la cacería del corzo, y
fogueábamos las cabalgaduras persiguiendo al huidizo y veloz huanaco.
En las tolderías araucanas todo era bullicio y movimiento; la vida brotaba
por doquier... Pero llegó la guerra... No había tiempo para iniciar nuevos
guerreros con pruebas, rituales y festejos; y mi frente púber se vio cubierta
por la ancha vincha roja de los hombres. Aún faltaba tiempo para que
pudiera conocer una mujer, con quien beber las mieles del amor. Antes
debía convivir con el oscuro y seco espectro de la muerte que, en
reluciente potro negro, comenzó a herir con cascos filosos nuestras
fecundas tierras. Venia el cristiano, desde las planicies del noroeste, del
mismo corazón del Carahué que fuera capital araucana en épocas de
Callvucurá. Iríamos a recibirlos en los confines mismos del dominio
mapuche. Nuestros bomberos seguían, paso a paso, la pesada marcha del
Ejército Argentino. Los informes nos llenaban de zozobra y sorpresa, la
columna traía más de veinte cañones, sacerdotes y cuarteleras
acompañaban a la nutrida tropa, impecable en su flamante uniforme y
moderno armamento. Los blancos, orientados por capangas baquianos
sometidos enfilaban el vado del Cololeuvú en Paso de tas Bardas.
Sayhueque diseñó la defensa para presentar combate antes que ingresen
a nuestras tierras. Mimetízamos con arena una barricada de troncos y
rocas, construida en la misma playa del Colorado. Allí se apostaron
aquellos conás que mayor ductilidad mostraron en el manejo del rifle; junto
a ellos trescientos arqueros tensaban sus armas, prestos a lanzar una
lluvia de saetas sobre quien ose pisar la ribera meridional. Tras los
médanos costeros, más de dos mil lanceros conformaban el más
formidable ejército indoamericano, desde la derrota de Namuncurá, padre
del infortunado Ceferino. No enviaban emisarios con banderas blancas y
regalos para comprar nuestra confianza; era una poderosa máquina bélica,
decidida a borrarnos de la faz de la tierra... El Coronel Mariano Echagüe
comandaba la brigada que tenia por objeto “limpiar de salvajes los valles
peri cordilleranos hasta el linde con Chubut. Estos pocos miles de nativos
ya no constituían un peligro militar para las fronteras realmente ocupadas
por el argentino, bastante al Norte del Cololeuvú, apenas diez leguas al sur
de la histórica línea de fronteras Azul - Tapalquén - San Rafael -. El alto
oficial era veterano de mil lides, desde la genocida guerra de la Triple
Alianza hasta los feroces combates contra la dinastía Curá; sentía intensa
desazón por el cruce del Colorado; la columna debía concentrar su
atención en el dificultoso vado y sería punible a cualquier hostigamiento
indígena. Mientras armaba, despaciosamente, un cigarro, transmitía su
inquietud al joven Teniente Gómez Fuertes, graduado de la primera
generación del Colegio Militar de la Nación, bisoño e inexperto en la sucia
guerra de la frontera. Los soldados inflaron grandes vejigas de cuero,
sobre las que amarraron, cuidadosamente, cañones y barriles de pólvora.
Comenzaron el cruce... mientras el Coronel oteaba la orilla opuesta con
112

sus prismáticos. La calma era "excesiva", no había patos ni otros animales


frecuentes en la desierta ribera sur. Previendo alguna eventualidad
engrosó la formación a un frente de doce hombres. Los soldados flotaban
siguiendo el pausado nadar de sus baquianas cabalgaduras, los rifles
sobre el cuello de los corceles. A pocos metros de ganar el objetivo y con
el río lleno de cristianos inertes, numerosas detonaciones y una lluvia de
flechas sembraron muerte y confusión en las filas del ejército. Los caballos
se hundían, alcanzados por los proyectiles, o aterrados por los relinchos de
las bestias heridas y los desesperados aullidos de los blancos, impotentes
para defenderse en las aguas correntosas que los cubrían en profundidad.
El reciente deshielo daba furia al imponente torrente patagónico. El
araucano atizó, a flecha y plomo, la vanguardia nacional, lejos, inaudible
desde el infinito de la segura orilla norte, el trompa tocaba retirada. Y
cargaron los lanceros, a feroz galope. La más bizarra y aguerrida
caballería de la historia de la humanidad, arribó al borde de las aguas, y
los conás treparon al anca de los potros, y haciendo gala de impecable
equilibrio, irrumpieron sobre la desmantelada columna, cazando huincás a
lanzazos.
Echagüe asistía impotente a la inexorable matanza de sus hombres, sin
poder siquiera disparar un sólo tiro, para no herir a sus fuerzas. Los restos
de la columna, en total desbande, retornaban desesperados... Numerosos
cadáveres derivaban río abajo, para hundirse al poco trecho. Pocos
minutos duró la refriega, y el recuento evidenció seiscientos veintiocho
muertos y más de mil heridos de la civilización. Formada quieta, frente al
río, con los enhiestos pendones de las chuzas flotando al viento, la
caballería araucana cubría, desafiante, medio kilómetro de ribera. Con las
manos atadas a la espalda estaba arrodillado un prisionero con anchas
charreteras de sargento. Echagüe bajó los prismáticos para espantar un
tábano encarnizado en su rostro. "Lo tienen al Correntino Jiménez, hijos de
mil puta..." murmuró ahogado por la rabia contenida.
Pincén "el zorro" Sayhueque apretó el nudo del coligue. Lucía un rojo
poncho federal, regalo personal del General Urquiza en aquella lejana
juventud en que los mapuches eran llamados "hermanos" por el cristiano,
que los usó de carne de cañón en todas las guerras civiles argentinas.
¿Hermanos? pensó el cacique- ¡hermanos para morir! El gran rey del país
de las manzanas clavó los talones en los ijares de su caballo, que partió a
raudo galope; lanceó al infortunado soldado, bajó de su monta, cortó la
cabeza del blanco y la ofreció a su tropa... Luego, mirando hacia el norte,
donde estaba el comando de la fuerza nacional, gritó:-"Vuelvan al Plata,
huincás, aquí sólo tendrán muerte en nuestras manos..."- El Yáyayáaa de
la indiada era sobrecogedor; y, en contados segundos y en total orden,
como habían atacado, los conás se esfumaron, y sólo las rubias dunas
costaneras acompañaban los restos macabros del desigual combate. Se
sucedieron las embocadas, en perpetuo tormento a las fuerzas de la
civilización, donde las caballerías de Sayhueque aterraban a las
desmoralizadas tropas de Echagüe. En un respiro de la retirada al norte de
Lihué Calel, el Coronel se confidenció con su joven subalterno, Gómez
Fuertes.
113

- Estoy pagando viejas culpas, que caen como brasas en mi dolida


conciencia. Mire, mi teniente, soy un convencido que nada es gratuito-.. La
luz rojiza del fuego remarcaba, tétricamente, las profundas arrugas del
veterano luchador, y relumbraba en los ojos vidriosos por lejanas penas y
eternos desencuentros. Con voz aguardentosa, prosiguió su relato
. -Habíamos rendido y ajusticiado al Chacho Peñaloza. Cortamos su
cabeza y durante dos semanas, como escarmiento la exhibimos en Olía
(su pueblo natal). La montonera federal estaba en plena desbandada por la
muerte del veterano caudillo. Sólo uno de sus laderos, Severo Chumbita
-nativo de Aimogasta-, con un puñado de hombres, nos emboscaba y huía
como relámpago en esos hirvientes arenales. Mi Jefe era el Mayor Pablo
Irrazábal, del que era asistente siendo más joven que usted. Todo parece
ahora una lejana e irreal pesadilla, un evento ocurrido en una dimensión
ajena a mi persona… pero tenaz e inflexible se reitera en mis sueños... El
Jefe me ordena que, con diez hombres, embosque -en el Bordo de
Talacán- el hogar del tal Chumbita, para apresarlo en cuanto visite a su
familia. Luego de diez días, de infructuoso espionaje, llegó Irrazábal con
cien hombres, indagando:
- ¿Y... pasó algo?
-Nadie ha venido, señor -respondí- sólo están la mujer y los siete hijos del
rebelde...
El mayor mitrista estaba verdaderamente exasperado.
-Rodeen el rancho- bramó, furioso. Un vallado humano cercó la humilde
tapera, y dos soldados trajeron a la joven mujer de Chumbita. Sus
pequeños hijos -la mayor de ocho años miraban con sus grandes ojos
despavoridos. Maniataron a la prisionera, colgándola de la horqueta de un
robusto olivo, y el jefe la apremiaba, quemándola con la brasa de un
cigarro. -¿Dónde está Severo, perra? -indagaba la fiera- decímelo y dejas
de sufrir... La infeliz aullaba de dolor, pero sus labios estaban sellados para
cualquier confidencia. Era casi de madrugada cuando la bajaron para
violarla, hasta el hartazgo, todos los cuadros de la compañía,
Fue, luego, encerrada, con sus hijos, en el rancho. El Jefe hizo tapiar
puertas y ventanas, e indicó que trajeran mucha leña, que fue, prolijamente
apilada sobre las paredes de la tapera de Chumbita. "Echagüe", ordenó mi
mayor, "prenda el fuego...". "Pero, señor..." intenté resistir, "cállese y
obedezca..." dijo el Jefe. Encendí la pira, y, en pocos minutos, las llamas
alcanzaron varios metros de altura. Los gritos de esa pobre mujer y sus
desventurados hijos, quemándose vivos, se mezclaron al crepitar del fuego
de esa bárbara ofrenda demoníaca... Los aullidos araucanos nos llegaban,
desafiantes y amenazadores.
"¿Escuchas, teniente...? ...Son las voces de la familia Chumbita, y tantas
otras que hemos exterminado sirviendo Dios sabe qué intereses... Porque
los amigos de Mitre, ingleses, mi teniente, sólo ingleses...
La voz del Coronel fue decayendo, y sólo los grillos y la cada vez más
lejana gritería indígena despertaban ecos espectrales en los extensos
medanales de la pampa y marcaban el ritmo de un país desmembrado. Por
fin, sólo los quejidos de los heridos y los aislados gritos de los centinelas
114

fueron bajando un telón silente al nuevo hito que se trazaba en la historia


de nuestra América, con poco brillo y mucha sangre...
Las columnas indo americanas siguieron emboscando -y haciendo
estragos- a la brigada Nacional. Ora el ala de Curú Nahuel -tigre negro-
vieja estirpe salinera con amplia experiencia en la frontera bajo el mando
de los Curá; o los picunches de Sayhueque, cuyas raíces estaban en Mulú
Mapú, el fértil país de la humedad al sur de Chile... El retomo del ejército
huincá dejó una estela de muertos, abandonando pertrechos en una huida
agónica hacia un norte lejano, a las inalcanzables riberas del Plata.
Dos años llevó a la legislatura argentina tramitar nuevos fondos para
solventar otra invasión a! lejano país de las manzanas. Estaba adentrada
la última década del siglo XIX. Las tropas indias debían seguir en pie de
guerra, para no bajar la guardia. Para ello asolaron el sur de Cuyo, La
Pampa y Buenos Aires. Volvieron arreando más de cien mil cabezas de
vacunos y yeguarizos, más un importante contingente de cautivos. Aurelio
mantuvo ásperas discusiones con su padre en relación al trato que debía
dársela a los cristianos, para los que solicitaba comprensión y deferencia.
El Vicha Loncó estaba estupefacto. "Pero hijo", alegaba, "son esclavos,
están en nuestras manos; ó acaso ignoras en que condiciones guarda el
huincá nuestros conás cautivos; los que no mueren, enfermos, terminan
locos de horror; nosotros, apenas los azotamos un poco para que no
duden de nuestra autoridad..."
- Padre, violas a sus mujeres y quemas sus pies para que no huyan,
tratas mejor tu tropilla que a estos infelices.
- Lógico, Aurelio, mi vida depende de los caballos, y estos cristianos -como
ellos se dicen- gustosos me enviarían a conversar con mis antepasados.
- Si quieres ser algo más que el caudillo de una turba feroz, actúa como
hombre, recuerda Sayhueque no hay justicia sin piedad.
Lo cierto es que jamás cautivos de mapuches han tenido trato más
humanizado que los custodiados por el rey de los pinares.
Aurelio desarrolló imponente humanidad, era excepcional jinete y su
cultura le dio beneficios en el campo de la política Con frecuencia cruzaba
el Ande y reuníase con sus hermanos de Chiloé, para mantener “vivo el
fuego de ¡a alianza”. Cambió armas y ganado por los servicios de mil
lanceros para no dejar de asolar los campos allende la línea de fortines. Ni
un sólo destacamento fronterizo salvó del degüello de las hordas que
comandaba Aurelio ("el curita" entre sus hermanos pampas). El rojo
poncho federal de Urquiza -cedido por su padre- era sinónimo de muerte y
desolación en la dilatada llanura pampeana El ala oeste -cuyana- de la
frontera era rastrillada por Curú Nahue! y Milla Leuvú -"Río de Oro"-, cuyos
ranculches eran centauros feroces que combatían a matar ó morir. Estaba
el ánima de Callvucurá en el filo de cada chuza en esta postrer vanguardia
de una guerra con mucho heroísmo y pocas esperanzas.
Yo contaba apenas seis años; estábamos en el viejo casco de nuestra
estancia de Pergamino, a la tenue luz de las brasas, en una quieta noche,
sólo sesgada por chistidos de las lechuzas y el apagado chillido de los
murciélagos. Escuchaba, atento, su interminable relato, extasiado de
115

miedo e indignación. "Yo soy Rosa Pura, hija de Aurelio y nieta de Painé
Sayhueque; tu sangre es el cuarto de la mía, y eres indio por derecho,
último varón de nuestra estirpe. Tu vida estará por siempre signada por el
fuego arrogante de tus antepasados, quienes jamás retrocedieron y
murieron dando combate. Me parece verlos, hombres y caballada, una
sola cosa, galopando en la suelta arena de los médanos, vadeando
fragorosos ríos del deshielo, al compás de los inexorables tambores de los
cambios que llegaban, donde era imposible la coexistencia de los dos
mundos. El nuestro, de honor y valentía, el huincá, prometiendo paz y
amor, bajo el signo de la cruz, pero degollando a pura espada a los
rendidos. Quiero que sepas, mi pichi, que los araucanos jamás torturamos
al soldado vencido...

La Nación envió un nuevo ejército al sur; cinco mil hombres, y abundantes


pertrecho era la fuerza aniquiladora ante la que no podríamos oponer
combate frontal. A galope tendido crucé a Chile, buscando el auxilio de
nuestros aliados; pero éstos estaban empeñados en feroz combate con los
santiaguinos, y cada coná se multiplicaba por diez, para no cederle tierras
al huincá. Abandonada, raudamente, el desierto, enfilando el testuz de mi
bestia hacia el globoso morro del Auca Mahuida Retumbaban en mi
conciencia las palabras del Pichí Laufquen, nieto de Carriel, custodio de
las fronteras nororientales: "Mi gente está cansada de luchas y muertes,
Aurelio, la Nación me ha ofrecido una paz ventajosa, muchas tierras con
buenos pastos en el país del Pehuén; todo ha terminado para nosotros.
Dile a tu padre que mantendremos una conducta neutral...". Harto conocía
la vocación guerrera de nuestra gente, para conformarme su respuesta.
"Muy torcida es tu lengua, salinero, como desviadas son tus intenciones"
-repuse- "sabes que nuestro es el país del Pehuén, y para tenerlo
cosecharás muerte, y serás, al fin, un cobarde más, traidor a tu gente..."
"Creerle al blanco será tu ruina; los hermanos de Chiloé nos apoyan, si no
estás con nosotros, tu ruca será la costa del Atlántico." El catrielino sonrió,
suficiente, y concluyó: "grandes son los problemas de nuestros parientes
de Chile, como para preocuparse por el futuro del Pehuén; sueñas en voz
alta, Aurelio, negocia cuando aún sea tiempo, estás llevando a tu gente a
la muerte segura" "Moriré como hombre antes que vivir como rata" le grité
descontrolado, la vista nublada por la rabia. Me encaramé de un salto en el
tordillo, y el grito de guerra brotó de mi garganta, vibrando desde cada poro
.de mi piel "Yáyayáaa..." respondían los fachinales de la costa del
Cololeuvú, mientras aferré la tacuara de mi chuza. De la quietud arrancó
mi dócil servidor en veloz carrera hacia el oeste, como sí enfilara a nuestro
reducto en Paso de las Bardas. A menos de una hora de marcha me
detuve, y trepé, a rastra sigilosa, un alto médano, para observar mi
retaguardia. Si, me seguían, cuatro conás avanzaban al trote largo tras mis
huellas. Sólo había dos alternativas, ó querían matarme fuera de los toldos
salineros -para que su gente no sea testigo de la infamia-, ó querían ubicar
nuestro lar, para congraciarse con la Nación. Decidí que mi vida valía
mucho menos que la segunda alternativa. Baje lentamente la falda
arenosa, y en un filo alto, bien visible a mis seguidores, esperé paciente.
Revisé la carga del bien aceitado "Smith y Wesson", y, acariciando sus
116

cachas nacaradas con mis manos evoqué la historia de mí arma.


Habíamos maloqueado estancias puntanas, y arrasando el Fortín de El
Morro; yo cerraba la marcha del arreo, cuando advertí que, lejano, a mis
espaldas, un uniformado nos seguía. Lo esperé sólo, como corresponde a
los hombres bien nacidos; y en su proximidad advertí debía tener más o
menos mi edad. Las estrellas de plata de su grado brillaban en la creciente
penumbra del ocaso.
Se detuvo a unos veinte metros de donde yo aguardaba, parado en el anca
del caballo y apoyado indiferente en mi lanza.
- Indio -gritó- han matado a toda mi familia y quiero venganza.
A más de una legua, la polvareda del malón señalaba el sur de la
rastrillada...
- Huincá -repuse- nada te devolverá más muerte, pero aquí estoy.
Empuñó el sable con lentitud amorosa, como si acariciara alguna mística
diosa de la muerte. Alcé las bolas aferrando el tiento oblicuamente a la
vertical, y las hice silbar amenazantes- Los caballos, criollos de baquía,
arremetiéndose raudos. Erré el bolazo, y el sable pasó lamiendo mi
parieta! derecho. En la segunda arremetida, boleadoras y acero eran un
inservible amasijo, inutilizados por la fuerza del impacto que quebró la hoja
y seccionó tientos. Salté a tierra, esgrimiendo el facón, mientras aullaba
yáyayáaa... Mi caballo trotó unos pocos metros, y se detuvo a contemplar
la suerte de su amo. El blanco saltó de su zaino malacara, envolvió su
brazo izquierdo con el poncho y desenvainó su puñal. Girábamos en
silencio, como fieras rabiosas, contemplándonos con violencia reprimida.
El corazón quería reventarme el pecho, y me costaba contener la
agitación, para poder respirar, con la pausa justa, que regulara mis reflejos.
Varias veces chocaron nuestros aceros, mezclándose los resuellos, no
hubo gritos ni insultos; éramos dos caballeros apostando sus vidas, en el
tapete del destino. En una topada hincó profundo mi hombro izquierdo, y
una lengua de fuego me inmovilizó el brazo. Se agrandó y menospreció el
rival. Imprudente, descuidó su guardia, y arremetió a fondo, para encontrar
mi cuchillo escarbando sus tripas. Cayó de rodillas, mirándome incrédulo...
-¡A la puta! -musitó calmo- me estoy muriendo...
-Que Jesús te guarde- dije degoyándolo para poner fin a su dolor. El cielo
era bermellón veteado en ocre, en un ocaso estival donde las chicharras
ensordecían con su despedida al día de polvo y fuego de las estériles
salinas. Como trofeo de guerra me apoderé de su revólver y cartuchera
Entonces advertí a Curú Nahuel que, junto a diez bravos, había
contemplado la lid desde la cúspide de un médano. Agité mi cabeza para
ahuyentar los recuerdos, y clavé la vista en los conás de Pichí Laufquén
("cobarde, nieto de valientes", pensé). Los catrielinos separaron sus
rumbos unos tres metros entre sí, para formar un abanico, y venían al paso
a cobrar su -en apariencia- fácil cometido. Apenas veinte metros nos
separaban, y hundí los talones en los ijares de mi caballo de guerra, que
arremetió hacia el enemigo. Esgrimí el revólver plateado, y, con tres tiros,
bajé otros tantos guerreros. El cuarto se espantó, y quiso huir, pero mi
envión cuesta abajo fue más veloz que la premura de su escape. Mi chuza
117

se hundió entre los omóplatos y salió, enrojecida, por e! pecho. Con rabia
lanceé al salinero hasta cansarme, y retorné a sacrificar a los agonizantes.
Reuní sus caballos por botín y enfilé hacia mi ruca de! pehuén, cuidando
en borrar las huellas, durante buen trecho de mi marcha, para prevenir
indiscreciones. Era noche cerrada, cuando comencé el faldeo del Auca
Mahuida, con laderas arenosas plagadas de alacranes. Los cuatro potros
de refuerzo me permitían viajar con rapidez hacia el territorio de los lagos,
para llevar mis novedades, demasiado malas como para demorarlas.
Nuestra frontera del este estaba abierta al paso de la Nación,
comprándose con traición y cobardía cuanto no se pudo doblegar en
combate. Nuestro país decrecía un tercio y la caballería perdía mil
lanceros. ¡Qué traidores y serviles pueden ser los hombres, buscando la
tibia luz del sol!!... ¿Ignoraban que los pensamientos profundos y
consistentes se presienten desde las tinieblas? Dios no está en las mesas
plagadas de manjares, sino en los helados cañadones donde se cobijan
los pobres.
Todo nuestro pueblo vivía para la guerra. Las tareas de los lanceros las
hacían las chinas y los niños. Investíamos guerreros de sólo doce años
para reemplazar a nuestros muertos, tantas veces abandonados en el
blanco desierto de salitre, para alimento de cuervos y caranchos. Hoy, la
última confederación araucana se debilitaba exangüe en agónico final.
Más, luego de un milenio de vida digna, nuestra estirpe no caería
indiferente, relegada a estos helados valles del pino y la araucaria.
Trescientos años luchamos contra el blanco invasor, y como cuña metida
en la pampa, fijamos nuestras fronteras hasta el río Cuarto. Desde las
Salinas Grandes, Capital de los Curá, dominamos todo el centro del cono
sur de América.
Las cerradas sombras del bosque, densas e hieráticas, nublaban mi visión,
imposibilitando la marcha. Maneé, entonces, las bestias, y dormí medía
noche sobre el lomo del tordillo. Jamás me había parecido más triste la
toldería de mi ruca. Mi agobiado corazón guardaba la certeza que pronto
debíamos abandonarlo todo. Las formas y colores que referenciaban mi
vida, los negros peñones, las lenguas de hielo y las gigantescas araucarias
del bosque colmado de misterio y murmullos. Mi niñez, ahumando panales
ó siguiendo incansable las huellas de algún venado inaccesible. Dejar la
tierra era abandonar los túmulos de la tumba del ancestro, toda esa
misteriosa confluencia de remotos pasados hacia futuros inexpugnables.
Mi padre escuchó mi relato con atenta gravedad. Contemplé las cenizas de
sus cabellos, aflorando, como verdad inapelable, que el envejecimiento del
cacique de la confederación me promovería a difíciles cometidos al corto
plazo. Sayhueque envió chasques a los confines de los dominios, y
patrullas de bomberos para tantear las novedades en las tierras enemigas.
Convocó al consejo de capitanejos y se evaluaron las posibilidades,
decidiéndose trasladar nuestros toldos al país de los alerces, en algún
lugar oculto entre Puelo y Futalaufquén para resguardar las familias de las
garras enemigas... Los conás en su totalidad saldrían al maloqueo, para
hostigamiento e inestabilidad de las fronteras al Norte del Colorado. Así
cortaríamos la conexión entre la Nación y nuestros hermanos proclives a
torcidas negociaciones. Sorprendimos, así, un arreo de treinta mil cabezas
118

que enviaba el ejército a los "catrieleros". La suerte y la sorpresa jugaron a


nuestro favor; de los doscientos soldados de la escolta no quedaron
sobrevivientes para contarlo.
Los frecuentes ataques de nuestros dos mil lanceros sembraron terror y
muerte, y en su devastación nos suplieron de alimentos para dos años.
Muchos italianos, recientemente asentados en la pampa como inmigrantes,
cayeron en la volteada, y huían, despavoridos ante cualquier polvareda
cargando solo minúsculos boyitos para correr veloces y no caer en
nuestras manos. En Tapalquén hicimos un cautivo con cabellos dorados y
ojos azules, los guerreros lo estaquearon para divertirse y el hombrón:
lloraba a gritos, berreando como una criatura: "Piachere”, aullaba,
“piachere..,".
Me le acerqué y lo miré a los ojos:
-¿Qué haces en nuestras tierras, infeliz?
-Ma, ío non sapo...
Curú, enardecido, me murmura al oído:
- "Te trata de sapo el pelotudo".
.- No, no es así, lo tranquilicé.
- Reza el padrenuestro y le vas, le dije, hundiendo apenas la chuza en su
pierna.
-lo non sapo, lo sono annarco, non voglio de dío.
Curú le pateó los huevos:
-"Seguí con el sapo, hijo de puta...”
-Si no crees en Dios, ¿en quién lo haces? le pregunté estupefacto y
confuso con esta nueva religión sin Dioses.
-lo credo en I 'huomo, repuso, mirándome suplicante.
Le hice desatar y entregar una yegua vieja.
-“Ándate”, le dije, “sos libre”...
Miró, sorprendido, el animal, y repuso.
-lo non sapo...
-“Sigue con el sapo, terco el infeliz”, dijo el tigre negro, mirándome con
mal simulada ferocidad.
-Bueno, ándate a pie entonces, antes que me arrepienta...
Los mapuches se abrieron dándole paso. No faltó quien de despedida le
diera un patadón en sus mullidas nalgas. Miré a mis hermanos de tantas
luchas, y reflexioné en voz alta:
-Con esta porquería nos quiere reemplazar el huincá argentino.
-Pero, si no sirve para nada, es blando y llorón ¿qué puede hacer un
hombre si no sabe cabalgar? acotó un bravo.
119

- Tienes toda la razón, pero son sumisos, obedientes, fáciles de gobernar,


obedecerán todo sin preguntar porqué.
A los pocos días, cuando rastrillábamos un arreo, descubrimos el cadáver
del gringo, en un bajo entre el medanal. Se había perdido y muerto de
hambre y sed, la pampa era dura e inflexible. Una extraña piedad me
embargó, y lo hice sepultar. Sobre la tumba puse una cruz.
"Ahora tenés Dios, sapo..." pensaba al pausado paso de mi tordillo hacia el
lejano sur de mi destino.
Fueron de tal virulencia nuestros malones que la Nación sobrevaluaba
nuestras reservas de guerreros y entorpecía la maraña burocrática de
quienes apostaban a nuestro exterminio. Los chasquis de Chile traían
noticias desalentadoras, nuestros hermanos eran, literalmente, aplastados
por el ejército, y se estaba negociando una capitulación honrosa. Nuestra
etnia, tras el Ande, estaba diezmada, ta! como había sucedido con
nosotros diez años antes. Sólo dos columnas, la de Curú Nahuel con mil
doscientos lanceros y la mía, de ochocientos eran la última fuerza
coherente de nuestro pueblo. Arribó un mensajero del país de los alerces,
mi padre requería mi urgente presencia en sus toldos. Partí con diez
lanceros y veinte caballos para recorrer las casi doscientas leguas que me
separaban del nuevo hogar mapuche. Acostumbrando a los espesos
bosques de Lanín, no debía sorprenderme la porfía vegetal; pero los
milenarios alerces del Chubut desafiaban, ciertamente, la imaginación. Sus
troncos de casi tres metros de diámetro, por un centenar de altura, más un
soto monte de tacuaras, musgos y helechos, tapizados por una hojarasca
de espesor cercano al medio metro; brindaban en conjunto una imagen de
irrealidad. La mayor parte del tiempo que atravesamos el país de los lagos
de siete colores (del verde esmeralda al gris plomo) transcurría bajo una
lluvia torrencial, y, lo áspero del terreno, el barro y la picada formando
verdaderos arroyuelos, obligaban a marchar a pie, llevando la caballada
por las bridas. ¡Qué país más confuso el nuestro!, entre desiertos salinos a
vergeles tan exuberantes como la Amazonia que conocí de niño. El clima
hacía de la suyas, y nuestras viviendas ya no eran toldos sino paredes de
piedra pircadas, tomadas con argamasa, y techos de paja y barro sobre
gruesos horcones y vigas.
Padre salió a recibirme, sus cabellos eran blancos de nieve, y estaba
empequeñecido de su colosal estatura, encorvado por la vejez y el dolor.
Nos fundimos en fuerte abrazo. "Te hice venir", dijo Sayhueque, “porque tu
madre se muere y quiere verte...”. La gelidez invernal, del Ande meridional,
quebraron la salud de la seca y fuerte mujercita, transformada en un
saquito de huesos que acariciaba mi rostro. "Aurelio, mi pichi... "-musitaba
con voz entrecortada - "ya eres hombre, no quería partir, sin decirte cuanto
te quiero...".
-"Calla, madre”, repuse, “te agitas por demás”. Corza Veloz sonrió,
apacible, una inmensa calma colmaba sus facciones, más allá de la agonía
de la muerte que invadía su ser con rapidez. -"Hubiese querido descansar
entre nuestros pehuenes de Huechulaufquén. Con sus primaveras tibias y
floridas, no en estos duros hielos que me quemaron los pulmones… pero,
estaba escrito que no conocería a mis nietos...toma, Aurelio, -dijo
120

colocando una gruesa cadena de plata con un crucifico en mi mano-


“dásela a la que sea tu esposa, y prométeme que harás a tus hijos
cristianos, como tú...” Quise replicarle que estaban masacrando nuestra
raza en el nombre de Cristo, pero me acalló con firme dulzura, apoyando
su dedo en mis labios. -"Debes irte, ahora tengo que descansar...". El
fuego que animaba su cuerpo partió en la noche, mientras madre dormía.
Se alejó en paz y silencio, trotando hacia sus amadas araucarias del
Neuquén, en el país de las manzanas que la vio nacer princesa araucana,
bella y altiva, dulce y piadosa. Era, por sobre todo, un guerrero duro y
despiadado, más, cuanto atesoro de respetuoso por el inútil dolor ajeno, es
herencia de madre. No elegí la guerra, menos pertenecer al bando más
débil, pero debía ser consecuente con mi responsabilidad de heredero del
reino, del último araucano libre, peleando contra el dominio blanco.
-"Aurelio, debes casarte"-dijo Sayhueque- es menester que tengas hijos
que continúen nuestra estirpe”.
-"Padre, repuse, para ello precisaría con quien...".
- Curú me manifestó lo gratificaría desposes a su hija menor, siente gran
afecto por ti, y ha sido, durante estos difíciles años, nuestro mejor aliado,
peleando codo a codo con sus lanceros, guardando nuestra extensa
frontera...".
No me dejó opción, pues, a pesar de no conocer a mi futura cónyuge, las
conveniencias políticas forzaban mi unión con Callvuhué -Lugar Azul- y
debí acceder, sin más trámite, a este enlace, por las ineludibles ventajas
que le ofrecía a mi padre. Sepultamos a Corza Veloz donde el Lago Verde
da sus aguas al Río Arrayanes, que a Sayhueque le sugería la
generosidad con que simbolizó la vida su compañera.
Los mapuches siempre referenciábamos nuestra caracterología a
fenómenos de la naturaleza que nos rodeaba. Un día acompañé su
sepulcro mientras le narraba las circunstancias vividas en los últimos
cuatro años que transcurrieron sin vernos. Evoqué sus sueños de verme
siguiendo la causa de Cristo, y la paradoja del destino que me forzó a la
servidumbre de los demonios de la muerte, abriéndome paso entre mi
conás, a sangre y fuego, en feroz maloca por nuestra frontera de sal y
arena. Entre quienes concurrieron, a presentarme sus condolencias,
conocí a Callvuhué, mi futura esposa. Era una joven agraciada con
grandes ojos, mirada expresiva y contrariando las costumbres de mi
pueblo, sostuvo, impasible, mi mirada, sonriendo abiertamente.
Cargaba cansinamente, mi pesada mochila, bajando sin prisa la ruta que
une Futalaufquén con Esquel, en el país de los alerces. Terminaban mis
tres meses de recorridas por las riberas de los lagos de siete colores,
viviendo de la pesca de “arco iris” que permutaba por comestibles con los
acampantes. De pronto se detiene una "Ford" blanca y me hace señas. Un
pelirrojo, cubierto de pecas (galés, sin duda) de más ó menos mi edad, me
ofrece:
-"¿Te llevo?".
-"No, gracias "-repuse-"estoy muy sucio”
121

-"Déjate de joder-agregó- yo vengo de esquilar y no me aguanto el tufo..."


Accedí, finalmente, acomodando la mochila en la caja y entrando a la
cabina
- Melchor Hughes, se presentó con franca sonrisa.
Me identifiqué, estrechando su diestra.
-Estudio veterinaria en La Plata, somos ovejeros.
-Yo geología en Buenos Aires.
--¿Adónde le diriges? –indagó
-No lo sé, repuse;
-Algo tendrás pensado- agregó inquisidor.
-Sí, respondí vagamente, estoy buscando los restos de mis bisabuelos.
-¿Quiénes eran?
-Sayhueque, aclaré.
- Puedo ayudarte más de lo que supones, pero deberás aceptar
compartir nuestra casa.
Farfullé un esbozo de protesta, que acalló, tajante.
-Necesitas un buen baño, buena cama y, ¿por qué no? una mesa bien
servida, los galeses somos gente divertida.
Los Hughes tenían siete hijos, y eran, en los albores del '70 una familia
expansiva y muy hospitalaria. Las dos hijas mayores ya eran casadas y
vivían en Esquel con sus familias, tres estaban rindiendo exámenes en sus
facultades, y en el hogar quedaban sólo Melchor y su hermanita menor, de
quince años, que, a pesar de un leve mogolismo, promediaba el
secundario con excelente rendimiento. Se llamaba Clarisse, y, luego de
cenar opíparamente, mientras degustábamos sabrosas tortas galesas, con
bien ganada fama, ella tocaba el piano y yo pretendía disimular mi escasa
afinación, cantando: " Manuelita vivía en Pehuajó" con fuerte voz de
barítono.
Compartí la habitación con Melchor, y, una vez acostados, mientras
pasábamos la petaca de ginebra de mano en mano, le pedí:
-Háblame de Sayhueque.
-El último vive en La Carlota, cerca de Tecka, camino a General
Sarmiento. Tiene varios hijos, pero creo que todos emigraron, no sé
donde, tal vez Comodoro, quizás Bahía Blanca. ¿Quién sabe?
Me indicó cómo llegar, y nos dormimos hablando de cosas de nuestra
edad, estudio, minas...
Por la mañana, antes de partir la señora Hughes me entregó un paraguas
y un papelito, donde, con letra redondita, escribió "Gastón" junto con un
número telefónico...Por favor, llévale a mi hijo, es que llueve tanto en
Buenos Aires, no sea cosa que se enfríe...". El mandado recorrió medio
país e infinidad de transportes, hasta que, un día ventoso de abril, me cité
con Gastón en un barcito bohemio de la Avenida Corrientes.
122

- "Madre hay una sola..." comentó acariciando el mango de caña del


paraguas.
Un camioncito destartalado accedió llevarme a Tecka, a orillas del Río
homónimo.
Mientras deglutía una cremosa torta de chocolate, cortesía galesa,
contemplaba a unos niños pescar salmones con cucharita, arrastrando la
tansa con latas vacías de duraznos. El método era singular, tiraban el cebo
a mitad del cauce y corrían río arriba por la orilla.
Un gurrumino de unos seis años me ofreció.
- ¿Quiere pescado, señó...?
Pactado el precio, envolví dos hermosos ejemplares, para presentarme a
Sayhueque con algo en las manos. La huella que lleva a La Carlota
recorre dos leguas, subiendo y bajando bardas, cruzando fértiles
vallecitos. Casi veinte bullangueros perritos pastores me salieron al
encuentro, y un gigante de casi un metro noventa hizo callar a los chocos,
y me autorizó con cierta reticencia a ingresar al predio. Le entregué los
salmones, comentándole la razón de mi visita.
-Soy Pastor Sayhueque- se presentó, tendiéndome la mano, vino usted al
lugar adecuado para aclarar sus dudas,
- Deje el bulto -dijo refiriéndose a la mochila- y acompáñeme.
Ingresamos a un corral cercado de maderos. Con tenue suavidad, acarició
un gordo cordero; y, con imperceptible deferencia, seccionó su aorta con
una filosa faca.
-No hay que hacerlos correr -aclaró- porque se ponen duros.
Mientras cuereaba el animalito, indagó.
-¿Cómo se llama nuestro pariente común?
-Rosa Pura Saihueque, mi abuela, hija de Aurelio, nieta de Painé.
El conocía, mucho más que yo, las ramas de nuestra parentela mapuche,
y, paciente, me fue explicando la historia de cada uno de los
compartimientos, mientras encendía el fuego, y, lentamente se iban
dorando los costillares al calor de las brasas. Su señora, alta, robusta y
conversadora me contaba que sus cinco hijos -tres mujeres- estaban todos
casados.
-"A ver, tengo.(mientras contaba con los dedos) dieciséis nietos, el menor
de días. Los chicos trabajaban en Comodoro – en petróleo y en la
construcción-, una de las nenas tiene el marido que gana bien, y las otras
dos son operarías en fábricas. El rojo titilante de las brasas alumbraba la
prolongada sobremesa de nuestra opípara cena. Pastor armó, prolijo,
nuestros lazos familiares, definiendo cómo mi abuela era prima hermana
de su padre. Su casa era de robustos muros de pircas, techada con
chapas que, junto con una radio a dos bandas, eran el único tributo a!
modernismo. Era puestero de una gran propiedad de Menéndez Behety.
Suponiendo las respuestas, indagué los orígenes de la propiedad.
Manifestó que cuanto rodeaba la estancia, y las colindantes, era una
123

pequeña porción del dominio de mis bisabuelos. Millones de hectáreas


despojadas en las primeras décadas de este siglo. Los araucanos
"dóciles", como los padres de Pastor fueron conchabados por los nuevos
propietarios. Los levantiscos fueron aniquilados sin misericordia por los
ejércitos nacionales,
Me dormí, arrebujado en mi bolsa de plumón, mientras e! fuerte viento
aullaba en las bardas, burlón y despiadado.
Galopaba, incesante, hacia el lejano norte de la frontera de nuestra patria
moribunda Debía encontrarme en Buta Ranquil con las fuerzas de Curú
Nahuel, quien estaba presto a cruzar un importante arreo a Chile. Llegué,
cerrada la noche, y, envuelto en mi poncho me tiré en la grama. Mi tordillo
y su tropa, abrevaban, pausados, las gélidas aguas del Cololeuvú. Aún no
despuntaba el alba, cuando me despertó el olor a humo de la hoguera.
Abrí los ojos y descubrí a mi futuro suegro cebando mate con una pava
ennegrecida por el tizne. Me dirigí a la ribera, enjuagué mi rostro y me
senté a matear con el cacique... Me preguntó del viaje, la familia, la
tribu...Lo interioricé de todas las nuevas, hasta que, al abordar el tema de
las nupcias lo indagué sobre la dote. Luego de muchos cabildeos
convenimos le cedería mi tordillo y su tropa de un pelo, más el pecto de
plata de mi madre, que las leyendas atribuían que había sido propiedad de
Caupolicán. Fijamos, como fecha tentativa para el evento, hacia comienzos
de noviembre, vale decir en medio año. Convenimos en que yo pasaría la
hacienda a Chile, mientras él regresaba a las salinas. El cruce del Ande,
áspero y helado, no deparó mayores dificultades a nuestros baquianos
guerreros. El volcán Caviahue, con laderas cubiertas de araucaria,
abundaba pasturas para el arreo. Bañarnos en sus lagunas termales, en
pleno invierno, nos daba un último aliento antes de los largos y penosos
días de lento avance por riesgosas faldas cubiertas de nieve. Al pie
occidental de la Cordillera nos esperaban quinientos conás con una
delegación del ejército chileno, que quería parlamentar con nosotros. Me
ofrecí a escucharlos, destacándoles que carecía de poder decisorio, que
estaba concentrado en el Consejo de Caciques, presidido por Painé.
Comenzarnos las discusiones, mientras una tambera se doraba en las
brasas. Los chilenos, habiendo obtenido un satisfactorio tratado de paz con
nuestros hermanos, tenían la intención de ofrecernos sus ejércitos, tres
mil, entre soldados y conás, para ayudarnos a resistir la poderosa
embestida argentina, en incipiente gestación. Las tierras serían
custodiadas por ejércitos conjuntos, bajo bandera chilena.
Esta condición me produjo severo desagrado, yo soñaba con la gran
nación araucana, en buenas relaciones con argentinos y chilenos. De
todas formas, prometí trasladar su inquietud a mi gente, y enviar respuesta
a la brevedad. Uzandivaras, e! Coronel chileno, me insistía,
recriminándome: - Aurelio, sos un hombre instruido, déjate de joder
hermano, no debes resistir el progreso, nuestra alianza respetará vuestras
costumbres, garantizará la seguridad de tu gente en igualdad de derechos
con los criollos chilenos. Los argentinos jamás te harán ofertas
semejantes. Sólo promesas vacías, que nunca cumplirán. La Nación
mapuche, como tal, está muerta, fue sólo un delirio de los Piedras,
Namuncurá y tu padre. Debes retornar a la realidad y entablar alianzas que
124

garanticen la paz en la región- Vuestra debilidad actual sólo servirá para


sembrar la avaricia de aventureros argentinos. Que movilizarán ejércitos
para robarte tus dominios. Cede un poco, antes de perderlo todo.
-Olvidas, Coronel, que el imperio de Callvucurá y los piedras, se cimentó
sobre la sangre de mis hermanos asesinados artera y cobardemente en el
Médano de Masallé. Y que, ese crimen para despojarnos de nuestras
tierras fue obra de conás chilenos, apoyados por vosotros. En realidad y no
puedes negarlo vuestro sueño no es la paz con los araucanos, sino las
grandes riquezas de nuestra Patagonia Chilenos y argentinos pretenden
usarnos a un sólo fin y postrer objetivo: apropiarse de nuestra Nación.
Retornando a mí tierra, atribulado por tantas presiones, sin aparente
solución, concluí que a pesar de la razonabilidad de la propuesta
transandina, seríamos igualmente deglutidos por la voracidad de los
cristianos; variarían las formas, pero jamás el desenlace. Malos vientos
soplaban en mi país de las manzanas, la columna de lanceros de Curú
Nahuel había sufrido una severa derrota a manos del entonces Teniente
Coronel Segundo Valdez, viejo conocido mío del internado porteño.
Nuestra fuerza se había debilitado, forzosamente, con el viaje a Chile del
imponente arreo. Perdimos cerca de cuatrocientos guerreros, y doscientos
conás estaban heridos, algunos de gravedad. Hicimos marchar en
vanguardia los heridos portando las provisiones traídas de occidente
(azúcar, arroz, fideos, yerba, y harina, truecadas por los vacunos), y nos
demoramos, haciendo tiempo para enfrentar al huincá. Así daríamos más
posibilidad de supervivencia a las bajas, y que las provisiones lleguen al
Futalaufquén, a nuestras familias. Adelantamos chasquis para poner en
conocimiento de Sayhueque cuanto ocurría en la conflagración. Desde una
alta barda de basalto, en los Chihuidos de la Sierra Negra, bombeaba
sobre las ancas de mi tordillo, a escasos quinientos metros de la columna
nacional, flameando mi poncho rojo al viento neuquino. Enfurecidos
disparaban sus rifles plomos que caían por doquier. Finalmente, la
columna se detuvo; y Valdez me contemplaba con sus prismáticos.
-"Es Aurelio en persona, -dijo a su lugarteniente- la suerte nos es
favorable...”. Ató un trapo blanco al cañón de su rifle, y galopó hacia mí,
solo, muy seguro de sí mismo. Detuvo su flete en seco, al estilo pampa, a
escasos diez pasos de distancia.
-Salud, Aurelio, mucho tiempo pasó.
-Salve. Valdez no puedo darte bienvenidas.
-No quiero que mueras, amigo, te ofrezco una rendición con todos los
honores y garantías para tu familia.
-Te esperaba para ofrecerte una retirada decorosa, ningún soldado saldrá
lastimado, en tanto abandonen nuestras tierras en menos de siete días.
-No estás en condiciones de imponer condiciones, y mucho menos,
provocarme, indio, éste es tu fin...
-Que así sea, le contesté, sonriendo. Dio media vuelta, y retorno con su
tropa, yo hice otro tanto, pues, tras el médano, las mejores quinientas
lanzas de la Nación araucaria, esperaban mis órdenes.
125

Partimos al galope hacia el norte, bordeando la fuerza cristiana fuera de su


visión, hasta colocarnos a su grupa.
Escasa distancia me separaba de mi amigo Aurelio, y lo veía inmóvil,
parlamentando con Valdez. Evoqué, cuando niños en el internado, ambos
soñábamos con ser sacerdotes. Mi sueño se cumplió, en parte, pues era
capellán del ejército, comisionado en esta bárbara guerra contra quien fue
mi amigo. El hermano araucano había ganado fama de feroz sanguinario,
en versiones cuya veracidad siempre puse en duda. Muchos trascendidos
eran pura cháchara, para justificar esta sangrienta invasión al Neuquén.
Tuve oportunidad de conversar con una cautiva, luego liberada, de
Sayhueque, y sólo alabanzas ofrecía de los "salvajes" dejando bien
sentado que, ni ella ni su bebé habían sufrido agravios de ninguna índole.
Empero, la administración había cuidado que su narración no se difunda
por la prensa.
-"Fermín", me decía cuando niños, "debes conocer mi país del piñón, los
corzos y los salmones"... "En ningún lugar el cielo es tan azul, el bosque
tan verde y frondoso ni tan glauco el hielo como en Huechulaufquen." La
vida ofrece muchas burlas, y el presente era una de ellas; yo conocería el
país de las manzanas actuando de sostén espiritual de aquellos con
cometido de destruir todo cuanto sea mapuche, en nombre de Dios y la
Patria: y unos cuantos picaros que se apropiarían del territorio para su
solaz y beneficio.
Era el atardecer de aquella jornada en que Aurelio conversara con nuestro
jefe militar y repentinamente, cuando atravesábamos un angosto cañón,
una lluvia de disparos y un violento ataque de lanceros a nuestra
retaguardia nos llenaron de confusión y terror. En pocos minutos concluyó
la emboscada, subrepticiamente como se originó. Perdimos casi mil
hombres, entre muertos y heridos graves; y Valdez blasfemaba como un
desaforado: -"Indio traidor, hijo de puta, ya vas a ver, cuando te tenga a
mano..." Ayudé a curar a numerosos heridos, y di los sacramentos a una
decena de agonizantes que no vieron el siguiente día.
Un par de horas antes del amanecer, una lluvia de flechas encendidas,
rezumando asfaltita, cayeron sobre nuestras carretas de comestibles y
municiones. Nuestros soldados ignoraban que el alquitrán se apagaba con
arena, no con agua. En minutos, e infructuosamente, consumieron todas
nuestras reservas de agua. La luz de las llamas como agravante, hacía
visibles nuestros hombres a los francotiradores indios. Los daños humanos
y físicos fueron cuantiosos, más de cien carretas destruidas, toneladas de
pólvora y munición explotaron, encendiendo la noche austral. Lo poco
salvado debía ser transportado sobre caballos. En síntesis, trescientos
cincuenta coraceros quedaron a pie, transformados en infantes.
Valdez reunió a los oficiales e inició un encendido debate para analizar la
situación.
- Señores, estamos prácticamente sin agua, con escasas carretas y
menguados sensiblemente víveres y municiones. Ignoro cuánto falta para
el próximo abrevadero, por lo que sugiero retomemos hasta la anterior
aguada, donde acamparemos para planificar la futura estrategia.
126

-Disculpe jefe, intervino un Sargento -veterano de la frontera- sugiero


enviemos una patrulla a Carriel y solicitarle a Pichi Laufquén -que se dice
nuestro aliado- trescientos lanceros que nos sirvan de guías, bomberos y
protección de los flancos de la columna.
-Excelente idea. Robles, paría de inmediato con una docena de hombres.
Pocas horas después, un coná se detuvo en nuestro sendero, dejando un
flete atado al pastizal, partiendo luego a la carrera. A! arribar al punto,
advertimos que era un caballo nuestro, con marca y montura "EA", en su
lomo cargaba dos voluminosos sacos de cuero. Al bajarlos y abrirlos
comprobamos que contenían las cabezas de nuestra patrulla a Carriel Los
salvajes, cuyo número era un quinto del nuestro, nos tenían virtualmente
cercados. Cuando arribamos al arroyuelo donde preveíamos acampar,
advertimos que había sido transformado en un barrial por la pisada de los
indios. La caballada y unos cuantos soldados desesperados lamían el
barro, o bebían con fruición de pequeños piletoncitos, donde el agua se
veía menos turbia. -"Está algo amarga, pero es tomable", comentaron
algunos hombres. A los pocos minutos, los infortunados que habían
saciado su sed corrían al pastizal, presas de fulminantes diarreas. Valdez
ascendió por la fuente aguas arriba, hasta encontrar sacos rotos, con
restos de polvo grisáceo. "Sulfatos" -comentó -"Estos mierdas nos
reventaron como a criaturas." Solo dos centenas de caballos, y unos pocos
vacunos, era cuanto quedaba del sideral apoyo logístico que movilizó la
Nación en esta campaña. Cuarenta y tres soldados fallecieron en atroz
agonía, deshidratados, sin que nuestro médico pudiera hacer nada para
impedirlo.
Emprendimos una veloz y desprolija retirada hacia el Norte, enloquecidos
de sed y fustigados por el terror permanente a las sangrientas emboscadas
que diezmaban nuestra retaguardia. Durante el cruce del Colorado, en
Rincón de los Sauces, Aurelio cargó furiosamente, la grupa de nuestra
columna, y sus lanceros, una vez más, hicieron estragos en nuestras filas.
Valdez se agrupó con sus hombres, y se batió como un valiente en medio
del río. Un bolazo le quebró el brazo derecho, y, colgado del cuello del
caballo, ganó, agónicamente la ribera norte. Menos de mil soldados, la
mayoría heridos y a pie, era cuanto quedaba de nuestra orgullosa brigada.
Aurelio juntó sus hombres en la ribera opuesta; magnífico centauro con su
poncho rojo en su tordillo blanco. Los pendones de las chuzas flameaban
al fuerte viento, y el yáyayáaa de la gritería desafiante era atronador.
Si cruzaban el río, nuestras vidas no valdrían un centavo, pero, en orden y
silencio, rumbearon hacia el sur, más allá del caudaloso Limay. Guardo la
certidumbre que Aurelio nos perdonó la vida, las razones estarán en su
conciencia. Los araucanos debían estar hartos de tanta muerte.
Nuestra abigarrada columna de lanceros galopaba hacia el lejano sur, los
ánimos exultantes por el triunfo, y muy pocas bajas que lamentar. Aún
ganancioso la razón me advertía que las fronteras del país araucano
descendieron desde las salinas hasta el Cololeuvú. La pampa era tierra de
nadie, que pronto ocuparían los huincás. El este de Neuquén pertenecía a
los Catrieleros -aliados del cristiano- y Chile tenía su propia realidad. Las
tierras mapuches se habían restringido a menos de un tercio de las
127

soportadas por Callvucurá. Subsistíamos merced a los agobiantes


maloqueos, que no podían eternizarse por nuestro exiguo número -puesto
que morían más hermanos que los que nacían-. Los guerreros necesitaban
una temporada en sus toldos, tras tantas luchas, sería bueno estar con la
familia. No obstante, el invierno se hizo extenso, por la impaciencia de
volver a las extensas rastrilladas del norte. La sed de aventura era parte
inalienable de la conformación psicológica mapuche; jamás fuimos un
pueblo pacífico.
Por fin, las nieves se derritieron, y el sotobosque de los gigantes alerces se
pobló de miríadas de florerillas multicolores, expandiendo la plena
sensualidad de la naturaleza. Llegaba el tiempo de mis esponsales, y
entregué el tordillo y su tropa a Curú Nahuel, aún convaleciente de las
heridas sufridas en combate. La noble bestia era un genuino caballo de
guerra que varias veces me salvó la vida. Corría boleado y era muy
baquiano en cerro, nieve ó médanos. Para sortear malos augurios
sacrifiqué un cordero negro a los Dioses, bebí su tibia sangre y con ella
pinté mi rostro, para evidenciar mi pena. Ninguna señal apareció, los
poderse parecían disgustados por mi desaprensión en la cesión del
caballo. El fiel animal, por mí adiestrado, no quiso dejarse montar por el
cacique, y, a pesar de los golpes, cual si tuviera conciencia de la situación,
se tiró al suelo y dejó morir. En su memoria elegí, para mi monta, un
oscuro moro azulejo, jurándome que, por respeto a mi servidor, jamás
tendría otro potro blanco.
Los festejos por mi enlace fueron motivo de una semana de comilonas y
borracheras. Luego de los últimos combates me había transformado en
una leyenda, y mi popularidad condujo a que concurrieran a los festejos
hermanos de allende el Ande y representantes del gobierno Chileno, que
no cejaban e su empeño de sumarnos a su férula. El Coronel Uzandivaras,
con abundante aguardiente encima, "para cortar el frío" alegaba, me
increpó.
-Aurelio, hermano, tú eres mejor soldado que los comandantes chilenos y
argentinos, mi presidente, sin dudarlo, te nombraría general de nuestras
fuerzas.
-Amigo Coronel no busco blasones, ni me interesa la guerra. Lucho por
una mezcla de necesidad y obligación, pero muy alejada está mi vocación
de la carrera de las armas.
-Nunca olvides, Aurelio, que nuestros brazos están abiertos...
Seis años pasaron de nuestra frustrada invasión al Neuquén; y yo atendía
la parroquia de San Nicolás, en el pueblo homónimo. El progreso
avanzaba como aluvión incontenible, jamás supe si para bien o para mal.
Una densa red de caminos y vías férreas confluían al puerto marcando un
diseño centrípeto que jamás habría de superarse. Largas horas de mi
soledad pensaba en Aurelio. Por un periódico chileno, que me acercó el
obispo, me anoticié del casamiento del "general araucano", como lo
nominaban los transandinos con admiración rayana en el mito.
Seguramente ya tendría hijos, y, quizás, a su manera, fuera feliz.
Contemplaba los puños raídos de mi túnica, triste como la insignificancia
de mi vida, gris e intrascendente. Sí, todos decían: -Que buen hombre el
128

padre Fermín..." -"Que belleza y fervor transmiten sus sermones..."


Empero, ¿era positiva mi naturaleza y esencia ó jamás tuve alternativas de
elegir aquellos senderos que, por menos complacientes ó convencionales,
todos rechacen con horror ó miedo? La voz de mi asistente me sacó de las
cavilaciones:
-Padre -murmuró, suavemente- lo busca un tal Coronel Valdez. -Que
pase, indiqué repentinamente, trémulo de ansiedad. Valdez vestía de
paisano, lucía casi igual que cuando nos despedimos en Buenos Aires.
Nos unimos en un fuerte abrazo.
-Padrecito Álvarez, me comisionó el Ministerio para conducir la próxima
campaña al Neuquén; llevaremos diez mil hombres. El presidente dice que
no se detendrá hasta liberar todos los territorios ocupados por los salvajes.
Quiero que me acompañes...
- Yo abandoné el ejército. Segundo...
- No importa, te haré reasignar y tendrás tus honorarios...
-No interesa el dinero, alegué secamente. Contempló mi lastimosa
vestimenta y murmuró.
-Sí, me han dicho que cuanto tienes lo entregas a los pobres, mis soldados
son todos humildes, necesitan tu apoyo, yo soy tu amigo, no puedes
negarte.
- Te prometo pensarlo, y consultar a mi obispo.
Y aquí estoy, cabalgando hacia el sur con Valdez Ignoro por qué razón
decidí, nuevamente, acompañar la expedición hacia el país de las
manzanas. Es probable que estén diseñados los destinos individuales, y el
mío fuera tan fatal como ineludible. Partimos a comienzos de la primavera,
con marcha tan lenta como penosa, Pocos pueden imaginar qué significa
movilizar un ejército de diez mil hombres, sus comestibles, pólvora. En fin,
un circo interminable, complejo y costosísimo. Reflexionaba en la
prolongada marcha de cada día. ¡Cuan poderosos serían los intereses que
desde las sombras, se movían tras nosotros!... ¿A quiénes se entregarán
los extensos territorios que se usurpen por la fuerza? Con seguridad no se
destinarán a estos soldados, muchos de ellos indigentes ó enganchados
por la fuerza, mientras bebían en una pulpería, otros "marcados" como
"opositores al gobierno" por algún Juez de Paz u otros caudillos
comarcanos, seres sin bienes ni destino, convocados "para servir a la
Patria"...
A los diez días de marcha, con poca suerte, desertaron tres hombres. A
las pocas horas fueron apresados, ginebreando en un boliche. Al
amanecer, Valdez los hizo fusilar ante la formación, informando en su
arenga que quienes intenten esa aventura correrán igual suerte.
Más de un mes de marcha, y arribamos a los toldos de Pichí Laufquén,
catrielero aliado de la Nación, que colaboraría sumisamente con el ejército.
Desde hacía tiempo, los indios "leales" vigilaban estrechamente los
movimientos de los lanceros de Sayhueque. Así descubrieron un grupito
de treinta conás, retornando de cuatrerear unos centenares de cabezas al
sur de Bahía Blanca. Sólo dejaron uno con vida, al que permitieron
129

escapar Siguieron su rastro con cautela, hasta descubrir la nueva capital


araucana, al oeste de Esquel. -Es un valle naturalmente fortificado, informó
el jefe de los renegados a Valdez- debemos hacerlos salir, sino costará
muchas bajas invadir su reducto. -
Los catrieleros se encargaron de provocar a los rebeldes, degollando
veinte pastores, para alzarse con una importante majada. Enterado Aurelio
del asunto, creyendo que eran un grupúsculo de forajidos, salió con
trescientas lanzas a perseguirlos. A tres días de marcha, cuando
atravesaban una hollada, fue sorprendido, viéndose rodeado por un
ejército huincá de varios miles de hombres. Agrupó a su gente, y, en una
embestida desesperada, enfiló hacia el oeste, topándose con los cristianos
en lucha feroz sin tregua ni claudicación. En medio del combate, el potro
de Aurelio pisó una cueva y se quebró una mano. El joven cacique, a pie,
tiró su inútil lanza, y, a bolazos y facón, siguió abriéndose paso en su
imaginario camino hacía el Ande. Desmontó un soldado, reventándole el
cráneo con las piedras, se encaramó al caballo, y siguió combatiendo con
rabia, y total desprecio por la muerte. Por fin los araucanos pudieron
quebrar la línea nacional, y unos cincuenta bravos sobrevivientes enfilaron
hacia los espesos bosques de pehuenes. Un grupo de soldados enfiló a
perseguirlos, pero jamás retornaron. Valdez ofreció mil pesos al que trajera
la cabeza de Aurelio -que había prometido al presidente-pero nadie se
atrevió a salir del cobijo de la columna.
Quedamos encerrados en el País de las Manzanas, sin poder regresar al
Futalaufquén -a morir con los nuestros-pues, el ejército de Valdez se
introdujo como cuña gigantesca entre nosotros y la ruca. Intentamos, por la
noche, romper el cerco, y fuimos descubiertos, muriendo otros nueve
guerreros en el intento. Éramos unos pocos, la mayoría, heridos,
hambrientos y desconcertados por el gigantesco poderío afectado a
nuestro exterminio. Enfilamos, pues, hacia la cordillera. Intentaríamos
volver con los nuestros siguiendo el abrupto y peligroso sendero de los
lagos.
El gigantesco ejército nacional se movió veloz y preciso. Llegaron como
una tromba imparable al caserío araucano. Paine Sayhueque pudo
agrupar unos conás, y se batió, incansable, para morir despedazado por
la metralla. Hasta el último bravo fue decapitado, y la chusma entró al
caserío. -"Esta es la mujer de Aurelio", dijo un renegado, entregando a
los soldados una joven ensangrentada, que traía arrastrando de los negros
cabellos. Entre cinco cristianos la estaquearon y violaron uno tras otro y de
pronto, un niño, de apenas seis años, aulló: -"No, mamá..."y, saltando
sobre quien vejaba a Callvuhué -como más tarde supe se llamaba- le clavó
un puñal en el cuello, un puntazo tras otro, desangrándolo totalmente.
Un soldado levantó al niño de un pie, y le reventó la cabeza de un
pistoletazo. Quise intervenir, pero me desvanecieron de un culatazo.
Desperté -ignoro cuánto después- y me acerque a la joven, que seguía
siendo forzada, ahora por otro grupo de argentinos. El mundo me daba
vueltas, y todo era confuso e irreal. Vi la mirada de la mujer, glauca y
vacía, advertí que estaba muerta, y que las bestias seguían violando un
cadáver. Me arrodillé, miré el cielo gris y lejano, con los ojos inundados de
lágrima de dolor, furia e impotencia. En mis dedos giraban las cuentas del
130

rosario, pidiéndole perdón a Dios, e indagándome si éste existiría y en qué


forma incidiría en los actos de los hombres... Pido perdón Señor, por dejar
morir sin más trámite, tu inmenso amor en el tórrido vacío de mi corazón.
Todo eran gritos, fuego, sangre y muerte. Madre nos tenía abrazados a
Curú Cauquen, mi hermano mayor, y a mí. De pronto un mapuche
desconocido nos golpeó, llevándose a Callvuhué a la rastra. Los ojos de
abuela Rosa Pura se humedecieron, y la voz se entrecortó. Pudimos
acercarnos escondiéndonos entre los cadáveres y vimos a los soldados
violando a madre. Cauquen, armado con el pequeño puñal que le
obsequiara abuelo Sayhueque, hirió de muerte a un soldado, pero otro,
alzándolo como un corderillo, le voló los sesos y tiró su cuerpecito al
fuego. El humo y el dolor nublaron mis ojos, con mis pies descalzos
quemados, sin sentirlos, (abuela se quitó un zapato para permitirme ver las
horrorosas cicatrices), anhelando que algo, no sé qué, interrumpiera el
sufrimiento de la dulce mujer que me dio vida. Un hombre alto y delgado,
vestido con una túnica marrón, me alzó, y tapándome la boca me llevó
hasta las afueras del caserío. -¿Quién eres...?, indagó. -Rosa Pura
Sayhueque, hija de Aurelio. -Si quieres vivir, jamás repitas a nadie tu
apellido.
Tomó dos caballos de monta y dos cargueros, a los que colmó de
provisiones. Con el corazón estrujado de temor, escondiéndonos de día y
viajando de noche, recorrimos una inmensidad hasta arribar a Pergamino,
donde estaba la estancia de su gran amigo Formisano.
-Quédese tranquilo padre -dijo el hacendado- la criaremos como hija, y le
daremos el apellido.
EPILOGO
Nadie conoció jamás el destino de Aurelio. Algunos dicen que cruzó a
Chile, donde murió de tristeza; otros que, junto con la treintena de bravos
que le acompañaban, fueron sepultados por los frecuentes aludes de hielo
del Ande. Valdez pidió el pase a retiro, y terminó su vida alcoholizado, lejos
de sus sueños de gloria, sin haber conocido lides heroicas donde inmolar
su existencia. A cuanto lo escuchara repetía -con voz pastosa de aliento
aguardentoso- "Yo conocí, y luché contra un valiente; se llamaba Aurelio..."
El sacerdote Fermín Álvarez dejó los hábitos, tras una secreta y
prolongada reunión con el obispo. Partió en tren hacia el andino noroeste y
sus huellas se dispersaron por los umbrales del tiempo. Rumores en la
dilatada familia eclesiástica traslucen que dejó el resto de su austera
existencia contribuyendo a paliar la miseria, en una lejana y aislada tribu
aymará, en su Alto Perú ancestral.
Rosa Pura Formisano estudió para maestra, y fue, también. Directora de
Escuela en Pergamino. Se recibió con medalla de oro al mejor promedio.
Por primera vez, en la Provincia de Buenos Aires, este alto honor recae en
una mujer. Fue desposada por mi abuelo, Teófilo, de cuya unión nació mi
padre. La Patagonia occidental, y los valles pedemontanos del Ande
pertenecen a unas pocas familias que, cuando él ovino recompensaba,
amasaron importantes fortunas. Los valles enclavados en la falda
cordillerana, donde vivieron y murieron mis lejanos abuelos, aun hoy
siguen deshabitados; el inútil genocidio de la Nación Araucana es otra
131

barbarie que nuestra historia suma a tantas otras cometidas en nombre de


Dios, la Patria y el Progreso.

NO HAY ENEMIGOS PEQUEÑOS

Detuvo su carrera con el aliento entrecortado. Los músculos de


sus piernas parecían a punto de estallar en espasmódicos latidos. Estaba
agotado, y la herida de su flanco hervía de dolor. Cayó en la grama
resollando como una bestia, con el cerebro obnubilado de terror.
Lentamente fue recuperando sus abotagados sentidos. Deslizó una mano
por su herida y comprobó que, si bien no era profunda, el afilado venablo
había surcado un largo tajo, por donde sangraba profusamente. Tanteando
entre las piedras, ocultas por la espesa oscuridad nocturna, encontró una
mata de musgo, con la que armó una compresa, que sujetó con tiras de su
desflecada túnica. Su cuerpo estaba enteramente rasguñado por las
filosas espinas de la selva; y la sal de la transpiración hacía hervir su
atormentada piel. . . Necesitaba descansar, alimento, agua fresca y tiempo
para meditar; pero lo seguían; nada parecía quebrar el viscoso silencia de
la noche, pero sabía que allí estaban, tras su rastro… Los mejores perros,
de la jauría tolteca debían apresarlo vivo, a cualquier costo. Debía ser
sacrificado en el templo del Quetzal, y los cuchillos de negra obsidiana le
aserrarían el pecho para ofrendar su corazón, todavía latente, a bárbaros
demonios del ritual de la muerte.
Tzinaho, el guerrero Mexahuan, se incorporó, y, tras consultar
su rumbo a los astros nocturnos, reinició la marcha. Sorbió unos helechos
para humedecer su boca, y comenzó a trotar. Su férrea determinación
hacía olvidar el dolor del cuerpo atormentado. Debía alejarse, pues la
claridad del día haría visibles sus huellas al perseguidor. Avanzaba como
rauda sombra en la espesura, mientras febriles pensamientos fluían como
vertientes en su torturado cerebro.

Recordaba su primera visita a la ciudadela tolteca; un niño de


apenas diez años, que contemplaba, maravillado, las ciclópeas
construcciones de piedra labrada. Acompañaba a su padre, portando
pieles y hojas de tabaco a la feria, donde las truequeaban por metales –
que los toltecas extraían de profundas excavaciones. Su inocente mirada
de selvático se extasiaba con los imponentes templos, los lujosos palacios.
Las aceras de lajas y el agua cristalina fluyendo por acequias
magníficamente revestidas.
La abigarrada multitud de la plaza era confluencia de
mercaderes de todos los poblados vecinos; y con prédica vocinglera
132

ofrecían telas multicolores, armas, útiles de labranza, hierbas medicinales


y variedad de atrayentes bocadillos. Era el tolteca, en aquellos tiempos, un
pueblo laborioso que vivía en armónico intercambio con la naturaleza y las
tribus colindantes.
Instruían a sus jóvenes en el arte de la guerra, más no había
ejército institucional. En caos de conflictos se reclutaban los cuadros
necesarios al efecto. Eran agricultores, mineros y hábiles constructores.
Tallaban la piedra, fundían ya aleaban metales, elaboraban minuciosas
orfebrerías y delicados hilados. Amén de su consumo, estos productos
eran permutados por café, cacao y alimentos que no prosperaban en los
frescos altivalles que configuraban su país.
Trascendía en corrillos callejeros que, en algunas mentes
enfebrecidas de la nación tolteca estaba germinando el sueño del imperio.
Grupos de jóvenes aleccionados por nobles militaristas – con ansias de
acrecentar su poder – se identificaban con un nuevo culto esotérico “de la
serpiente emplumada”. Políticamente proponían el derrocamiento del
consejo de ancianos, para reemplazarlo por una monarquía, de neta
raigambre belicista. Era primordial “ensanchar las fronteras” – argüían –
para solventar las necesidades de la creciente población. El movimiento se
sustentaba en pautas teosóficas; decían estar inspirados en Quetzacoatl,
un nuevo Dios de la Guerra, que los llevaría al triunfo, requiriendo,
solamente la ofrenda de sangre enemiga.
Los pueblos vecinos asistían, estupefactos, al proceso, puesto
que, hasta donde alcanzaba la memoria de los ancianos, los toltecas
jamás tuvieron enemigos en la región.
La secta conspirativa pregonaba la urgente necesidad de
organizar un ejército profesional estable, para “garantizar la tranquilidad de
las fronteras”. El gobierno tolteca era una asamblea formada por “viejos
sabios”; que arbitraba los conflictos, impartiendo justicia, legislaba, fijando
pautas de convivencia; y administraba el diezmo de tributo para ejecución
de obras públicas, sostén de educadores y médicos-brujos. Cada senador
representaba a diez clanes, por los que era electo con el voto de los
mayores de dieciséis años. Los clanes estaban formados por sesenta
familias –como mínimo-, y si el número se duplicaba podían escindirse y
formar un nuevo clan, eligiendo, al efecto, su propio referente. Los
senadores y los jefes de clan sólo podían ser relevados por incapacidad
física ó mental.

Tzinaho proseguía su veloz huída, inmerso en la fuente de sus


cavilaciones. Su espíritu parecía desdoblarse de la fibra y fuerza de su
cuerpo, y hurgaba los laberínticos recovecos de su memoria. Allí
emergían, lacerantes, las diáfanas imágenes de su gente masacrada y su
pueblo destruido por la demente ambición tolteca.

El prófugo mexahuan evocó su niñez en la aldea selvática; la


primera partida de caza, con su padre y otros guerreros, donde fue
severamente iniciado en la marcha forzada y silenciosa, en la
interpretación de las huellas, agudizar el olfato y atender las señales de la
presa; usar el arco y las flechas, la cerbatana, el venablo, el hacha y el
puñal. Conoció, en síntesis, la dura supervivencia en la hostilidad de la
133

selva salvaje. Su padre, Xahuantzé –“jaguar negro” en lengua mexahuan-


fue siempre su más severo educador. Cumplidos catorce años Tzinaho
debió iniciarse como guerrero. Para cumplir el ritual debía cazar un jaguar
armado, solamente, de su venablo. Ingresó a la selva faldeando profusas
laderas boscosas, oteando en la espesura señales que indique la
presencia del señor de la fronda. En la arena ribereña de un pequeño
arroyuelo, encontró huellas de una hembra y dos crías jóvenes, y las
desechó al instante. Remontando la corriente, un día después, vio rastros
– y venteó olor de orina- de un macho adulto; si, éste sería su
contendiente. Necesitaba un cebo y rastreó un bebedero de corzas, en un
boscoso remanso. En el estrecho sendero, armó la trampa con lazada,
aguardando, paciente y oculto, hasta cobrar su asustada presa. Maneó al
animalito en unos arbustos, y buscó reparo en la horqueta de un frondoso
árbol. Allí acechó, dos días con sus noches, inmóvil y alerta… Un sordo
bufido lo alertó; su agudo olfato percibió la presencia del tigre; cerca, muy
cerca… Ya debía hacerse visible, aún a la tenue luz de crepúsculo; pero
nada parecía alterar la espesa quietud del follaje. Los monos callaron sus
chillidos, y buscaron refugio en las altas copas de los gigantes de la selva;
las aves cesaron su trinar… La bestia estaba, pero no se hacía visible;
quizás lo había olido, o, tal vez, recelaba por la facilidad de su eventual
captura. La corzuela chillaba, aterrada, presintiendo su muerte inevitable,
mientras el mozuelo respiraba lento y pausado, en tensa e hierática vigilia.
Sabía que el hambre del jaguar crecería, inexorablemente, por la
proximidad del sustento. Hurgó en su morral un poco de tasajo y lo mascó
con lentitud, para aliviar su aguda tensión. El tambor de su corazón parecía
reventarle el pecho, en sentimientos que mezclaban temor y ansiedad.
Oscurecía, y la suave brisa le llegaba impregnada del olor a felino. Al fin,
oteando tras el rumbo del viento, localizó la presencia de su oponente, en
unos oscuros matorrales, al borde del calvero. Cayó el espeso manto de la
noche, y Tzinaho descendió, cautamente, de su precario refugio, y se
arrastró subrepticio a la proximidad del claro, donde berreaba, lastimera,
su carnada. Un suave destello de luna se filtró en la maraña boscosa;
permitiéndole ver al gran gato, rodeando sutilmente el descampado,
dirigiéndose rectamente hacia él. El terror licuó la sangre de sus venas; era
un animal enorme, que, fácilmente, le duplicaba en peso; sólo con la
sorpresa a su favor tendría mínimas posibilidades de vencerlo. Aferró con
fuerza su arma, y aguardó, inmóvil, hasta ver la piel moteada pasar a dos
pasos de su escondrijo… En veloz acción saltó y hundió profunda su lanza
en el costillar del tigre, para retroceder a la carrera y trepar –
desesperadamente- la horqueta del árbol donde había estado apostado.
La bestia, severamente herida en un pulmón, se revolcó furiosa,
bramando de rabia y dolor; para luego correr tras el cachorro humano.
Clavó sus filosas zarpas en la rugosa corteza del árbol, trepando con
facilidad. Próximo a la copa recibe, imprevistamente, un chuzaso en la pata
delantera. Tras cuatro vanos intentos, malherida y confusa, huyó
internándose en la apretada maleza. El joven aguardó, expectante, un
lapso prudencial, para quedar sumido inexorablemente, en un reparador
descanso. Con la primera luz del alba desayunó frugalmente y rastreó al
felino. Las huellas eran torpes y pesadas, y aislados lamparones rojos
evidenciaban la gravedad de la herida. Carcomido por la impaciencia apuró
134

el paso, cometiendo la imprudencia de ignorar la persistente brisa que,


soplando de sus espaldas, llevó su olor al delicado olfato del señor de la
selva. El jaguar, alertado, giró hacia un flanco, describiendo un largo y
veloz rodeo, ubicándose a la grupa del cazador. El dolor de su herida lo
tornaba irascible y agresivo. Desde cachorro mantuvo una distancia
prudencial con el hombre; lo había visto matar, certeramente y a distancia,
y lo respetaba, más no le temía en absoluto. Su ferocidad depredadora
desconocía el miedo. El muchacho, ajeno a todo, saciaba su sed en un
manantial, ignorando que la muerte lo contemplaba el flexible silencio. Lo
alertó un tenue crujido en la hojarasca, y, al girar la cabeza, sus ojos se
clavaron en la furia ambarina acechante en la mirada del tigre. Se
agazapó, aferrando con fuerza el venablo. Cruzaron ocultos mensajes con
promesa de muerte y sed de sangre, ambas bestias sabiéndose a punto de
morir ó de matar. El humano aullaba de miedo e impotencia; el felino rugía
de fuerza y coraje. Saltaron al unísono; el filo de la lanza desgarró un
corazón, y las garras, en agónicos manotazos, golpearon el hombro de
Tzinaho, arrojándolo a varios metros de distancia. Era noche cerrada
cuando recobró el conocimiento, y un dolor atroz inmovilizaba su brazo
izquierdo. Al intentar incorporarse las náuseas y el mareo le hicieron
vomitar sobre su cuerpo –cubierto de hojas secas-, flexurándolo en
interminables arcadas.

Fue recobrando, lentamente, la claridad de los sentidos, y,


agónicamente se arrastró hasta el agua, para sumergirse en la reanimante
corriente. Se palpó el brazo izquierdo, y comprobó que estaba quebrado
cerca del codo. Su hombro era un jirón sanguinolento. Debía entablillarse y
vendar sus heridas. Retiró su venablo del frío y crispado cuerpo del jaguar
y cortó una vara rígida que sujetó con juncos a su brazo, ayudándose con
los dientes y la mano derecha. Luego de lavar minuciosamente su herida la
vendó con una compresa de hierbas. Agotado, quedó dormido para
despertar bien entrada la mañana. Los loros parloteaban en las ramas, y
los monos le chillaban, burlones y curiosos, desde las cercanas copas de
los árboles. Un colibrí destelló multicolor bebiendo el néctar de las
orquídeas.
Cuereó la fiera, y, luego de lavar y descarnar cuidadosamente la
piel, la frotó con arena, para limpiarla y secarla, y la cargó, arrollada, sobre
su hombro. Dos jornadas, de marcha ininterrumpida, lo separaban de su
aldea. Comía escasos frutos que le ofrecía la foresta. La fiebre y el delirio
le hacían soñar con el calor del fuego y la hamaca de su choza. La
distancia y el tiempo eran pesadillas irreales, siendo llegar la única
consigna que le enviaba su abotagado cerebro. No hay descanso posible,
detenerse era dormir, y morir. . . Había una escasa posibilidad de
supervivencia y era la tortura inacabable de esta marcha forzada,
impulsada más por instinto que por razón. Si muero, pensaba, también
habrá ganado el jaguar. El mundo era un calidoscopio de pesadillas verdes
que lo apresaban con dedos zarzados. Las espinas trazaban telarañas
púrpuras en el cobre de su piel; los pardos tentáculos de las lianas lo
apresaban asfixiantes; y caminaba, caminaba. . . Impulsado por su hálito
salvaje e impelido por la incomprensible pulsión de vivir. Su cuerpo un
agónico quejido deseando el fin, una fugaz luciérnaga en la eterna noche
135

de los tiempos, un niño jugando a ser hombre añorando el tibio regazo de


su madre para llorar a gritos tanto dolor incomprensible. Percibió, en la
lejanía, la algarabía de los niños jugando en el arroyo, y, más hacia el fin
de su tormento lo invadió el aroma del fuego cociendo los calderos. Con un
último esfuerzo titánico ingresó a su aldea, para caer de bruces en la roja
greda. Despertó en la fresca sombra de su vivienda; vio, entre brumas la
suave sonrisa de su madre, refrescando al fuego de su frente con paños
húmedos. Volvió a sumirse en profundas pesadillas de infiernos verdes y
garras filosas.
Corría por la selva el último mexahuan. Las sombras de la noche
emergían los negros fantasmas del follaje. ¿No era él mismo otro espectro,
convocado al encuentro de su destino fatal e inexorable?. ¿Había arribado
al fin de sus sueños, ó estaba soñando su propio fin? ¿Qué artilugios del
destino diseñaron la absurda falacia de su minúscula vida? Sólo la
perpetuidad de su carrera, buscando la huída –imposible- del alba y la
muerte ó el burlesco e incongruente exilio, sin rumbo y sin destino.
Brincaba, impulsado por el miedo y el odio, cargando una tristeza, pesada
y absurda. Con la sola opción de morir sin sentido ó vivir sin esperanza. . .
Parecíale ver, con nitidez, a su padre convocando una reunión
de guerreros. “Ha estallado una encarnizada revuelta en la nación tolteca”,
narraba el anciano jefe, “y los adoradores de Quetzacoatl tomaron el poder
tras un baño de sangre”, añadiendo, “desollaron vivos a los integrantes del
consejo de ancianos y sus adeptos”. Prosiguió su relato el cacique
mexahuan, “han instaurado una monarquía, bajo el mando de Anahuatl, a
quien ungieron emperador”. “El monarca organizó un nutrido ejército, y
oficializó el culto de la serpiente emplumada; hacen sacrificios humanos y
se comen a las víctimas”; concluyó el jefe, ordenando se dispongan
guardias en los lindes con el nuevo imperio.
La embrionaria organización política generaba nuevos
problemas a los toltecas; pues, los integrantes de la milicia, amén de ser
ahora solventados por el erario público, ya no trabajaban en actividades
productivas. Para compensar, el déficit debían anexarse nuevas tierras y
mano de obra gratuita. Así comenzó un ciclo de expansión imperialista,
invadiendo pueblos vecinos y esclavizando a sus habitantes. Las acciones
preliminares, no obstante, tenían apariencia diplomática, y se enviaban
comitivas requiriendo, a las tribus visitadas, sumisión y pago de tributos al
emperador. Las cargas consistían en diezmos del producido y aporte de
doncellas para servir –ó ser sacrificadas- en el tempo de Quetzacoatl.
Cuando, pacíficos ó temerosos, accedían al pago, los toltecas variaban
permanentemente las condiciones, hasta tornarlas incumplibles. Luego
sobrevendría la consecuente agresión y sojuzgamiento por la vía expedita.
El país de mexahuan fue, también visitado por una delegación
imperial. Cien soldados, armados hasta los dientes, acompañaban al
canciller.
- Xahuantzé, vengo a ofrecerte te sumes a nuestro imperio y adores a
nuestro poderoso Dios Quetzacoatl.
El sol del trópico caía como plomo fundido; y la cerrada túnica hacía sudar
copiosamente la voluminosa humanidad del emisario. Las pesadas
cadenas de oro –que colgaban de su cuello- parecían asfixiarlo. Más que
todo lo incomodaba la fría y severa mirada del gigantesco guerrero, cuyo
136

cuerpo bronceado mostraba decenas de cicatrices, ganadas en guerras


con los caníbales caribes y las bestias de la selva.
- Con nuestros dioses nos basta, tolteca, puede retornar, entonces, por
donde has venido.
El embajador estaba estupefacto, jamás hubiera imaginado, de
un grupo de selváticos, la osadía de enfrentar la más poderosa maquinaria
bélica de los confines conocidos.
- No sabes lo que dices, insensato, tu rebeldía puede costarle muy cara a
tu gente.
El cacique hizo una seña, y centenares de guerreros apuntaron
con sus flechas a los toltecas, quienes, prestamente, soltaron sus armas.
- Tuya es la imprudencia de amenazarme en mi propia casa, por ello
volverán todos maniatados y desnudos; para que tu emperador sepa que
los hombre de la selva no le tememos, que no buscamos la guerra, pero,
que cada palmo de nuestra tierra que intenten apropiar será a costa de
vuestra propia sangre.
Los toltecas fueron desarmados y desprovistos de sus ropas.
Con las manos atadas a la espalda, marchaban con las cabezas gachas,
en patética columna, hacia los altos valles subandinos. Una breve escolta
mexahuan los acompañó hasta los linderos del imperio.

Detúvose Tzinaho a escuchar los murmullos portados por el


viento. Captó el lejano griterío de la manada tolteca. Estaban a su grupa,
no podían ver sus rastros, pero batían la fronda en un amplio abanico,
revisando hasta el más recóndito escondrijo. Estaba débil y mareado,
había perdido mucha sangre, y llevaba dos días sin probar bocado; pero
se necesitaría mucho más que eso para doblegar su fortaleza.

Latía en su sangre ese don de su madre, una pequeña mujercita


gris y callada que, con fuego en los ojos, más de una vez se interpuso en
el violento camino de su marido, para evitar algún castigo a sus pequeños.
Esa inmensa dosis de ternura y complicidad, de firmeza y compresión, que
bregaba a la sombra del silencio brindando amor incondicional. Los
toltecas sólo la apuñalaron, dejándola olvidada al borde de la aldea, para
encarnizar su diabólica tortura con el jefe Xahuantzé. Su anónima y
pequeña muerte fue como su triste vida, a la sombra de un déspota
autoritario, al que importaba más la justicia que el amor. El último
mexahuan, en especial y único homenaje, sepultó junto al río a la hacedora
de sus días, cubrió su tumba con flores de la jungla, y retornó a la pira para
continuar quemando a sus hermanos.

Buscó un árbol grande, y trepó, silencioso como una


serpiente;.su instinto predador le proveería sustento. No había monos en
las proximidades, pero percibía olor cercano de aves grandes. Sus dedos
se adherían como garras a la corteza rugosa; y la poderosa fibra de sus
músculos lo izaba con flexibilidad felina. En una alta rama vio varios
papagayos, recortándose contra el cielo nocturno. Avanzó, lento e
imperceptible, hasta tener el animal al alcance de sus manos. Se sujetó
con las piernas, en la gruesa rama, y, al tacto fue tentando el perfil de su
presa, hasta adivinar su cuello; al que apretó, certero, mientras que, con el
137

puñal, le seccionaba la cabeza. Bebió con fruición la sangre, caliente y


reconfortante. Luego evisceró su victima, comiendo ávidamente hígado y
corazón. Se descolgó, ágilmente al suelo; debía descansar, pero antes era
forzoso borrar sus huellas para confundir a los perseguidores. Descendió
la empinada ladera que estaba faldeando, hasta que el cantarino murmullo
del agua en las piedras le hizo apresurar la marcha. Bebió hasta saciarse;
y continuó por el cauce, aguas abajo, saltando en las rocas y caminando
por el agua durante más de una hora. Ahora el tolteca no tendría huellas
que seguir. En el hueco de la horqueta, de un gigante de la selva, se
dispuso a dormir.

El emperador tolteca estaba reclinado con los mullidos cojines


de pluma de su trono, meditando mientras eructaba ruidosamente su
opíparo almuerzo. Su ánimo rebasaba de satisfacción; la última revuelta de
opositores –adictos al senado depuesto- había sido aplastada con
celeridad y contundencia. Los sacerdotes trabajaban a pleno en el altar del
teocali, sacarificando enemigos del imperio. Sus nutridos ejércitos parecían
imbatibles y las fronteras del país se ensanchaban continuamente. Los
generales le prometían que, al corto plazo; los linderos toltecas serían las
grandes aguas del naciente y el poniente. Los graneros del castillo estaban
colmados. Anahuatl, el rey de reyes, se asomó al balcón del palacio,
intentando abarcar con su visión la infinitud de sus dominios, recorriendo
su mirada el verde varitonal de las parcelas cultivadas. Adivinaba el
ahogado resuello de sus esclavos, su quejido lastimero bajo la furia del
látigo, su sangre abonando las gruesas mazorcas y el sudor en riego
perpetuo a la grandeza de su imperio.
¿Sería éste el fin? ¿Concluiría su lucha? Recordaba las
nocturnas –y clandestinas- conspiraciones, donde, en cada reunión se
vertían anhelos de “gloria y bienestar”, mientras planeaban derrocar la
gerontocracia senatorial; siempre invocando el “bien de su pueblo”. Pero,
¿sería su gestión provechosa a los toltecas? A pesar de las afirmaciones,
equívocas y adulonas de su entorno, del “amor que inspiraba a su gente” y
“del consenso que motivaban sus acciones”, muchos compatriotas habían
muerto por oponérsele, y las revueltas parecían no tener fin. . .El desafío
mexahuan lo tenía desconcertaba, era inaudito humillar, de esa forma, una
misión de paz. Estaba reunido con sus consejeros, y Nahuancán, hombre
sabio de su confianza, alegó
- Extraña y perversa idea tienes de la paz, cuando tus pregoneros van
armados hasta los dientes. . .
Malihué, jefe de los ejércitos, furibundo, interrumpió.
- No hagas caso de esta vieja marica, han humillado a cien de mis mejores
hombres, y mis tropas quieren venganza. Además, tú sabes a la perfección
que el poder, para ser ejercido con solidez, no admite dudas ni temores.
Cuando un imperio deja crecer comienza su decadencia. ¿Qué pensarán
todos los pueblos bajo tu dominio si te dejas amedrentar por un puñado de
salvajes ignorantes; disponiendo los ejércitos más poderosos de todos los
tiempos? ¿Sabes qué pasará, supremo? Pues comenzarán a rebullir las
rebeliones en todos los confines del imperio, todos nuestros siervos
perderán el temor al saberse gobernados por un cobarde.
Anahuatl cruzó la cara de militar con un fuerte revés.
138

- Cállate, bastardo, si no me fueras necesario te haría desollar vivo para


cobrarte la impertinencia. Vete, antes que termines por enfurecerme.
El general enrojeció, humillado, y se retiró, frenético, sin poder
disimular una tenebrosa mirada de odio contenido.
Nahuancán, mirando gravemente a su rey, dijo:
- Cuídate, monarca de los toltecas, este hombre jamás perdonará lo que
has hecho. No obstante, no oigas sus estupideces. Piensa que tus
soldados son eficientes al descubierto, ó en tierra montañosa. Que no
están adaptados a al selva, sus fieras y alimañas, las enfermedades, el
calor insoportable y los pantanos plagados de serpientes y caimanes. El
mexahuan es hombre de la selva, en la foresta es sombra entre sombras,
mata y huye en silencio. De nada sirven nuestras filosas armas de bronce
ante una flecha, volando rauda y silenciosa entre las hojas. Además, mi
señor, ¿qué quieres conquistar en Mexahuan? ¿Qué valor tiene, para los
toltecas, esa maleza inextricable? No puedes cultivarla, no tiene metales.
¿Cuál es tu afán de poseer algo que no te sirva, aún al costo de verter
sangre inútilmente? Sé práctico, emperador, no desperdicies esfuerzos en
causas absurdas;… ignora, pues, el incidente. Hoy puedes comenzar a
disfrutar los beneficios de la paz para tu pueblo. No emprendas una
aventura que puede costarnos muy cara.
- Gracias, consejero, -respondió el gobernante- por favor, retírate, que
tengo demasiado en qué reflexionar.

El anciano cacique mexahuan supervisaba los últimos detalles


del éxodo de su pueblo, contemplando con melancolía las chozas
desmanteladas. En ese calvero habían nacido y muerto muchas
generaciones de su etnia. Los huecos labrados en rocas para mortero
parecían repetir el chismorreo de las mujeres, mientras molían maíz. El
remanso del arroyo guardaría el eco de los gritos y risotadas de los niños
bañándose en alegre chapoteo. Ya no jugaría más el cristalino murmullo
de la acequia cantarina entre los surcos de la chacra. Venían los toltecas,
marchando en abigarradas falanges, y los mexahuan debían mimetizarse,
internándose en la espesura para ocultarse en las verdes profundidades de
la jungla.
Malihué, en persona, comandaba las huestes de Anahuatl, junto
a él marchaba Hitzanet, el joven príncipe. El calor era tedioso, envolviendo
a la soldadesca con densas nubes de mosquitos y tábanos. El suelo
fangoso estaba plagado de sanguijuelas. Serpientes y arañas ponzoñosas
pululaban por doquier, y las fiebres de la selva hacían estragos entre los
toltecas. La horda conquistadora de todo el Yucatán, el orgulloso ejército
de metal, tocados de plumas y túnicas coloridas, más parecía ahora una
banda de mendigos harapientos. La vestimenta desgarrada por las espinas
y cubierta por el fango y las deposiciones de las diarreas desintéricas. Sólo
la muerte y el denso silencio de la selva los rodeaban. El general estaba
exasperado, confuso y abatido. Llevaban más de tres lunas vagando por la
espesura, sin encontrar un solo rastro de mexahuan. Todos los días,
flechas y dardos envenenados del enemigo caían sobre su tropa, en
silente zumbido de muerte. Las bajas, entre las enfermedades, las
alimañas y las emboscadas, habían diezmado su ejército. Más de la mitad
de sus hombres marchaba agónicamente, entre enfermos y heridos. Hasta
139

Hitzanet, el joven heredero del imperio, mostraba el rostro macilento por la


fiebre, y se bamboleaba, torpemente, por la senda.
La marcha tolteca estaba signada por una macabra estela de
muertos, devorados por la rapiña de la jungla. En el cerebro del general
Malihué retumbaba, persistentes, las palabras del emperador:
- Te doy la guerra que me pedías, pero te exijo volver victorioso; y te confío
a mi hijo, del que me responderás con tu vida. . .
Para colmo de males, este enemigo inconsistente, escurridizo e
invisible no ofrecía combate, solamente esas emboscadas arteras, y las
saetas con curare. Y los guerreros del imperio muriendo en agónicas
convulsiones, entre alaridos de dolor.
El pueblo mexahuan continuaba su ordenada fuga; mujeres,
niños y ancianos en la vanguardia, los jóvenes formaban partidas de caza
y los guerreros atacaban la escuadra tolteca. No podían detenerse un solo
día sin correr el riesgo de ser descubiertos. Los enfermos y parturientas
eran cargados en parihuelas. A pesar de no haber tenido una sola baja, el
cacique Xahuantzé, estaba desconcertado. El virtualmente diezmado
oponente continuaba la cacería con la misma tenacidad y temeraria
tozudez del primer día. Su gente debía comer carne cruda, para no
denunciar su presencia con el humo delator; y la prolongada marcha
también hacía sentir su efecto en los mexahuan. No había tiempo de
atrapar piezas mayores, y, frecuentemente, debían alimentarse con
serpientes, ratas, lagartijas, ó cualquier bestia que caiga en sus manos.
Eran prófugos en su propia tierras, perseguidos como fieras, con el sólo
objetivo de huir permanente, sin saber hasta dónde ó hasta cuando. Jamás
tuvieron otra ambición que capturar una buena presa ó cosechar los
magros productos de los claros, trabajosamente robados a la selva. Jamás
hubieran siquiera remotamente sospechado que alguien tratara de
privarlos de su pobreza. ¿Quién podría ambicionar esta jungla, salvaje e
indómita? ¿Qué oscura demencia se había abatido sobre los toltecas?
¿Cómo un pueblo pacífico y laborioso se transformó en una manada
sanguinaria y belicista?.

Tzinaho despertó, muy avanzado el día. Las aves trinaban,


ensordecedoras, en la fronda, y el sol dibujaba estelas doradas en la
sombría espesura verde varitonal. Se alimentó con bayas silvestres, y
buscó hierbas para curar su herida. El surco estaba enrojecido, ardiente, y
superaba en abundancia. Lo abrió con su puñal, y, luego de expulsar
abundante secreción, aplicó una compresa cicatrizante. El dolor cedía, y
comenzó a sentirse más optimista.
Tenía que urdir un plan, pero necesitaba armas, por haber
perdido las suyas en la violenta refriega con los toltecas. Hurgó, paciente,
la selva, hasta hallar un bambú recto y maduro, al que ahuecó
minuciosamente. Con varas de nogal silvestre talló numerosos dardos, y
una confiada ave del paraíso le brindó alimento y plumas para las saetas.
Más problemático resultó obtener raíces del escaso taniis, de cuya
reiterada maceración obtuvo el preciado curare. Ahora él cazaría toltecas.
Remontó el arroyo hasta un elevado filo, donde trepado a un
frondoso gomero, oteó las cercanías buscando al enemigo. Hacia el Norte
casi a media hora de marcha, advirtió los inconfundibles movimientos en la
140

espesura. Pretendían avanzar con cautela, pero eran torpes, casi


grotescos. El bravo mexahuan se sintió satisfecho, al advertir que los
invasores habían perdido totalmente sus huellas, y deambulaban al azar
por la selva impenetrable. Luego de atiborrarse de plátanos de un cacho
maduro y curar nuevamente su mejorada herida buscó refugio para pasar
la noche.
En la tenue vigilia, que precede al sueño, pensó: “quizás caiga,
pero varios perros emplumados me seguirán al oscuro umbral de la
muerte”… Evocó su familia masacrada, y la perla cristalina de una lágrima
rodó por su mejilla, para dormir la pena en alguna indiferente fronda de
helecho.

Hotillú, un joven guerrero mexahuan, mimetizado en el follaje de


una alta rama, aguardaba emboscado, inmóvil y silencioso como una
estatua. Su mirada penetrante auscultaba el hondo misterio del
apoltronado manto verde de su salvaje país.
Una nívea garza se posó en una rama próxima y le contemplaba,
entre curiosa y desconfiada. Bandadas de loros recorrían bullangueros el
coposo monte depredando cuanto fruto encontraban a su paso, mientras
los monos pelaban bayas maduras que juntaban en la hojarasca. La parda
boa estiraba, perezosa, sus largos anillos, buscando la tibieza de los
austeros rayos solares que apenas colaban a través de la cúpula vegetal
densa de la prieta jungla.
El seco chirrido de un copetudo carpintero dio la alarma, y un
sordo silencio suplantó a la armonía bulliciosa de la vida selvática.
“Hombres”, fue el breve mensaje que el cerebro envió al acechante vigía.
Sus pupilas, expectantes, se dilataron al máximo para captar la mínima
alteración del quieto paisaje. Repentinamente, apareció el general invasor
abriendo la marcha de la columna enemiga. El corazón del mozuelo
cabalgaba en su pecho. Cautamente extrajo del moral un dardo
envenenado y lo introdujo en la cerbatana; controló fuerza y dirección de la
brisa, hinchó los pulmones y envió su recado mortífero.
Malihué, supremo de los ejércitos toltecas, sufrió un fuego
penetrando su cuello, y el mundo que giraba, burlón, infame y absurdo. Se
desplomó, pesadamente, con todo el cuerpo surcado por insoportables
ramalazos de dolor. De su garganta brotó un agudo chillido, ahogándose
luego en sordo ronquido. Supo que era su muerte. Pensó un instante que
ya de nada le servían sus palacios ni riquezas. Miró el lejano sol, tras las
enhiestas copas de los frondosos árboles de esta trampa verde, lejana,
inconquistable. . . Luego sus ojos comenzaron a ver sombras grises,
difusas y finales; y cayó en un pozo profundo, oscuro y silencioso.
Los soldados toltecas estaban dispersos, ocultos, confundidos y
temerosos. Muerto el general, el mando de la tropa estaba a cargo del
príncipe Hitzanet; un oficial apremió al joven:
- ¿Cuáles son tus ordenes, señor?
La fiebre y el hambre habían causado estragos al heredero,
recordó los frescos muros de su palacio, las azules montañas soplando la
brisa fresca de la tarde y las escudillas llenas de carne asada y jugosos
frutos. Y tomó presta conciencia del calor infame de la jungla, la muerte
141

acosante en cada recodo del sendero y la indudable derrota sufrida en


manos de los huidizos selváticos.
Más que una orden, fue un ruego:
- Retirada, volvamos a casa. . .
Jamás olvidarían, los escasos sobrevivientes, la terrorífica huída por la
maleza. Una pesadilla de horror y muerte les pisaba los talones. Ya no
importaba la vergüenza de la derrota, el único objetivo de cada guerrero
era huir para sobrevivir la encarnizada matanza. No podían descansar, ni
alimentarse, para no ofrecer fácil blanco a las cerbatanas. Sólo roer, de
cuando en cuando, algún fruto silvestre que se ofreciera a su paso. Los
heridos y enfermos eran abandonados a su suerte; no cabían súplicas,
ruegos ni llantos. Era un “sálvese quien pueda” a cualquier costo. Como
agravante, la inexperiencia del joven Hitzanet privaba a los fugitivos de un
líder capaz de organizar una retirada coherente y decorosa. Unas pocas
decenas de famélicos desbandados era cuanto quedaba de la escuadra
invasora, descalzos, semidesnudos y aterrados, reingresaron a los
dominios del imperio.

Descansado y alimentado, con su herida en franca mejoría, el


guerrero mexahuan urdía su plan, tendido en el mullido lecho de grama. El
enemigo avanzaba disperso en un amplio arco, para batir la mayor
superficie posible. Debía detectar cómo se comunicaban, y disponiendo la
clave, atacar un flanco.
Las primeras luces del alba alertaron a Tzinaho que era tiempo
de comenzar su ataque. Hincado en tierra, comenzó a pintarse con los
colores rituales de guerra de su pueblo; luego habló con sus Dioses.
- Guardianes de la vida, pido perdón por cuento voy a hacer. Sé que fui
concebido para sumar al hombre, que jamás debo dañar a mis hermanos.
Que no hay justificativo posible a mi acción, ni el dolor ó la venganza me
habilitan a destruir. Pero soy sólo un muerto en vida, resignado a vagar por
la sombra para purgar mi dolor interminable. Nada puedo elegir, ya la
fatalidad me hundió en este lodazal sangriento, dadme pues una pronta
muerte que libere mi conciencia.
El palacio tolteca semejaba un páramo gris y hostil que oprimía
el alicaído ánimo del emperador. Apenas digerida la humillante derrota de
sus fuerzas, el corazón se le quebraba de dolor viendo a su hijo Hitzanet
vagar enajenado a la sombra de los muros en alucinado ocultamiento de
dardos inexistentes. Con mucha persistencia, los médicos-brujos
recuperaban la quebrada anatomía del heredero, pero su mente estaba
plagada de horrores verdes, y despertaba –agotado y delirante- de
pesadillas donde huía de muertes ocultas en la intrincada maleza. Más
frustraba al rey no poder inculpar a nadie del desastre. Muerto Malihué,
sólo él quedaba como exclusivo responsable del desatino. El pueblo
comentaba la huída de Hitzanet, calificándolo de “más cobarde que una
rata” . . Ya pagarían los salvajes esta insoportable afrenta.
Los mexahuan refundaron su pueblo en un extremo de la selva,
alejado de los límites con el imperio tolteca. Eran conscientes que la
precariedad de su triunfo era más consecuencia de la torpeza del oponente
que mérito propio. Sufrían ahora la incómoda proximidad de los caníbales
costeños y la venganza latente en las abrigarradas falanges del ejército
142

tolteca. El paso del tiempo fue restableciendo la calma entre los hombre de
la jungla. En cambio Anahuatl persistía en su fijación de exterminar a los
selváticos. Para ello contactó con los xontoníes, vecinos de mexahuan
pero vasallos del imperio, y cuyos exploradores ocultos detectaron,
finalmente, la nueva localización de la tribu de Xahuantzé.
Con tiempo y cautela preparó el monarca la expedición punitiva. Sus
tropas irían acompañadas por guías expertos – que supieran moverse por
la selva- para avanza en forma veloz y silenciosa.
Sólo el tardío ladrido de algún perro alertó a los mexahuan que tres
nutridas columnas toltecas se abatían sobre la aldea. Cercados entre el río
plagado de pirañas, y la furia incontenible de los invasores, poco guerreros
pudieron superar la sorpresa y vender caras sus vidas. Todo el pueblo fue
arrasado sin tomar prisioneros; mujeres y niños fueron también degollados
sin misericordia. Anahuatl., en persona, comandó el ataque. En su furia
vengadora daba muerte, con sus propias manos, a los aprendidos con vida
El cuerpo y la túnica del emperador estaban tintos y rezumantes de sangre
mexahuan. Terminada la masacre, hizo quemar las chozas, para luego
emprender el retorno a las lejanas montañas.
Tzinaho retornaba, con otros seis guerreros, de una partida de caza.
Habían cobrado numerosas piezas, y marchaban exultantes, a pesar de la
voluminosa carga. Detuvieron su marcha para un breve descanso junto al
río, cuando la brisa les trajo un fuerte olor a humo. Dejaron su carga, y
emprendieron veloz carrera hasta sus lares. El espectáculo los dejó sin
habla. Ni un sólo hijo de la selva quedó con vida. El cacique Xahuantzé, y
varios bravos colgaban cabeza abajo, totalmente desollados, seguramente
muertos bajo feroz tormento.
Hicieron un rápido conciliábulo, y Tzinaho tomó la palabra:
- Nada nos queda, no sé si hay venganza que pueda lavar tanto daño;
tampoco tendrán objeto más muertes. Lo cierto es que nuestras vidas no
tienen más sentido
.- Muerte a los toltecas, repitieron uno a uno los últimos mexahuan.
Xahanaví era un robusto cuarentón de sienes blanquecinas, y tomó la
palabra:
- Soy el más viejo, y tomare el mando. No podemos perder tiempo si
queremos alcanzar al enemigo todavía en la selva. Será imposible enterrar
a tantos muertos.
-Los quemaremos entonces –dijo Tzinaho- no quiero que a mi gente la
coma la carroña de la selva.
Los demás asintieron y pusieron manos a la obra, juntaron abundante
leña y armaron una pira voluminosa, donde fueron apilando los
cadáveres. No había tiempo para pensar ni sufrir, sólo quemar y
quemar tantos cuerpos amados.
Tzinaho golpeó con una vara los despojos de su padre, para espantar
la nube de moscas verdosas agolpadas en sus colgantes vísceras. El
pecho del viejo jefe había sido abierto y su corazón no estaba ya en él;
seguramente había sido engullido por los toltecas. Descolgó el cuerpo
de Xahuantzé y, con respeto –no carente de afecto- lavó los restos,
guardando en el hueco del abdomen las entrañas arrancadas en vida
por el demencial tormento.
143

Dos huecos quedaron donde brillaban los ojos, por donde su hacedor le
enseñara muchos misterios y paradojas de la vida. Cerró los párpados,
y el sólo contacto lo inundó de recuerdos.
Una mañana, lo despertó su padre:
- Junta tus armas, y acompáñame.
- ¿Vamos de cacería, padre?
- No, recorreremos parajes lejanos, quiero que conozcas a nuestros
enemigos.
En prolongada e incesante marcha de varios días, atravesaron las
selvas hacia el naciente, cazando, solamente, pequeñas presas para el
viaje, y alimentándose, principalmente, de frutos y bayas silvestres.
Habiendo ascendido la cima de una escarpada loma, Xahuantzé indicó:
- Mira, hijo, el agua grande. . .
El jovencito quedó maravillado por la contemplación de esta
interminable extensión verde translúcida, que rompía, rugiente, en la
escabrosa ribera.
- Tras estas aguas hay otras tierras, donde viven los caribes, nuestros
enemigos. Ellos recorren todas estas tierras, cazando a nuestra gente ó
a los pueblos vecinos.
Varias jornadas recorrieron la costa marina. Una noche,
mientras descansaban en la quieta calma de la fronda, fueron alertados
por aullidos cercanos. Ocultos desde el borde de un claro observaron
casi dos decenas de salvajes desnudos, bailando y gritando como
posesos alrededor de una gran hoguera, junto a la que estaban
maniatados tres prisioneros. Los caribes tenían su cuerpo pintado de
blanco, dándole tétrica apariencia de espectros infernales. Los cautivos
eran un hombre, una mujer joven, y un niño que rondaba los seis años.
Los caníbales violaban a la mujer, entre risotadas ante los aullidos de
furia de quien, seguramente, era su compañero.
- Las presas son pescadores costeños – díjole quedamente
Xahuantzé-, gente inofensiva. . .
A instancia de su padre, treparon un árbol próximo al calvero, y
esperaron silenciosos.
Primero sacrificaron a la mujer, después al hombre. Luego de
desollarlos, concienzudamente, los doraron al fuego y engulleron con
delectante fruición. Saciadas y agotadas las bestias, fueron quedando
dormidos al calor de las brasas. Confiados en el terror que inspiraban
no dejaron guardias. Los mexahuan rodearon el campamento hasta el
sector más próximo a donde dormía el pequeño cautivo. Callados,
certeros y mortíferos, degollaron seis salvajes que dormían próximos al
prisionero. Su padre tapó la boca del niño, lo cargó, y lentamente,
salieron del claro y se adentraron en lo profundo de la selva. Ataron
cuidadosamente la criatura en un grueso tronco y retornaron al
campamento caribe.
- Sube un alto árbol al otro extremo del descampado – dijo Xahuantzé –
y cuando escuches el primer grito tira dardos envenenados hacia los
que tenga más próximos.
Mientras aguardaba, temblando de ansiedad, sólo atinó a pensar cuál
sería su futuro, si era descubierto y apresado. Un salvaje dejó escapar
un alarido de dolor, y Tzinaho acertó su primera presa. . . Cuatro
144

caníbales quedaban con vida cuando atinaron a huir hacia el mar


cercano, adentrándose en la espesura. Los otros se revolvían
agonizantes bajo el rápido efecto del curare. Tzinaho guardó su
cerbatana y, cautamente, retornó donde quedara atado el joven
sobreviviente de la matanza. El huérfano los miraba con los ojos
desorbitados de terror, ignorando cuál sería su suerte final.
- Debemos criarlo entre nosotros – dijo su padre- ignoramos a qué
aldea pertenece, y los salvajes pueden retornar con refuerzos. . .
Tzinaho jamás había matado un hombre, y cruzaba la selva sumido en
profundas cavilaciones. Su padre, quizás presintiendo cuanto le ocurría,
le dijo:
- Toda vida humana es un don sagrado otorgado por los Dioses, y nada
autoriza su muerte inútil. Pero, debemos poner freno a estos perversos
para desalentar cualquier avance depredador hacia nuestras
vecindades. Solo debes empuñar armas contra hombres para defender
tu vida y la de los tuyos.
El cacique mexahuan era hombre de pocas palabras, pero más
predicaba con el ejemplo. En numerosas oportunidades, cuando debía
administrar justicia en su pueblo, las penas eran siempre demasiado
duras, en relación al delito.
Cierta vez, horrorizado ante un castigo, increpó a su padre, en la
privacidad del hogar.
- Ha sido demasiado dura la condena, padre.
- Hijo, el mayor oprobio para mis hombres es que un delito, que
ofendiendo las normas de nuestra comunidad, quede impune. La peor
desgracia que puede sufrir un pueblo es la falta de justicia, pues genera
una sensación general de indefensión. Si el crimen no paga no existen
garantías para la convivencia. Tú estás molesto por mi severidad con
un pariente cercano. Pero, si mi vara se inclina ante el afecto, mi actitud
se juzgaría preñada de favoritismo. Castigando con mayor dureza a
quienes quiero nadie dudará de mi equidad. Ningún guerrero me
acompañaría a la lucha, si no me vieran combatir en primera fila. La
autoridad surge del auténtico respeto, y éste de la rectitud en la acción.
Mientras lo quemaba en la hoguera, Tzinaho reflexionaba la total
coherencia de la conducta de su padre, quien había muerto con su
pueblo, antes que someterlo a la esclavitud del imperio tolteca.
Alzó, entre tantos cadáveres, el cuerpo de su mujer; y, con callada
ternura le quitó todas las manchas de sangre. Acarició, por última vez,
su piel fría, antes suave y cálida. Evocó su primera noche de amor, en
la tenue quietud de la selva, junto al murmurante arroyo; sus cuerpos
hirvientes de pasión, para luego reposar en apretada ternura. Tres
hermosos hijos le había dado; uno murió, picado por una serpiente, los
otros bajo el puñal tolteca. Juntos compartieron alegría y dolor, y jamás
hubiera imaginado asumir su pérdida; deseaba mil veces haber muerto,
antes que arrojar su cuerpo amado a las llamas. Mientras el calor
calcinaba la mejor parte de su vida, con los ojos anegados en lágrimas,
aullaba a los cielos su dolor y agonía. Con manos temblorosas deslizó
a las llamas el cuerpecito de su pequeño, aquel de la risa fácil y
grandes ojos de mirada profunda. No había vivido ni dos años.
145

En un día terminaron su horrorosa tarea, y se internaron en la maleza,


sin mirar atrás, pues no tenían pasado. Ni presente, ni futuro. Sólo
seguir las confiadas huellas del enemigo. Muerte al tolteca, muerte al
tolteca, muerte el tolteca retumbaba en sus cerebros, por cada zancada
de las veloz carrera. Era la muerte misma, encarnada en siete cuerpos
y en cada fibra de odio que surcaba la jungla. Siete gigantes de bronce
sedientos de sangre, como un hálito, feroz y temible, con la sola
intención de ser certeros y fugaces, como un rayo; matar y morir. No
habría un después; no tendría sentido que lo hubiera. Tras una jornada
de marcha forzada avistaron la retaguardia del nutrido ejército enemigo.
Xahanaví dijo:
- Lo rodearemos y alcanzaremos su vanguardia; allí viajan sus jefes. . .
Veloces como sombras, indiferentes a dos días sin probar bocado, sin
sufrir sed ni cansancio por la demencial persecución; como oscuros
espíritus del fin de los tiempos, sobrepasaron la extensa columna
tolteca, y detuvieron su marcha en un espeso bosquecillo de zarzas. Un
vengador ascendió la alta copa de un gigante árbol del trópico; para
luego descolgarse, flexible, informando:
- Pronto llegarán; vienen directo hacia aquí. El emperador viaja en una
hangarilla y dos filas de soldados lo protegen a cada lado.
Decidieron atacar por sorpresa un flanco de la guardia imperial;
armarían una cuña, con el jefe al frente, luego dos guerreros; Tzinaho
al medio;
- Tú eres el más fuerte, dijo Xahanaví, y, cuando rompamos la escolta,
matarás a su rey; con eso será suficiente.
Tres mexahuan cerraban la pequeña formación.
Anahuatl, emperador de los toltecas, rey de reyes, viajaba adormecido
en sus sueños de gloria; el fácil triunfo consolidaría su poder absoluto.
Sería casi imposible, para cualquier levantisco, ignorar el precio de la
rebeldía. Sus dominios crecerían y crecerían. . . Ya estaba urdiendo
maniobras políticas para capitalizar, en su beneficio, la aplastante
derrota mexahuan. Fuertes aullidos interrumpieron sus cavilaciones. La
fiera arremetida de Xahanaví costó la vida de dos toltecas; cuando la
guardia quiso reaccionar, los dos guerreros siguientes aplastaron, en
sangriento cuerpo a cuerpo, la segunda fila de custodios. Tzinaho saltó
sobre el cuerpo moribundo de Xahanaví, se encaramó a la litera,
repujada en oro, arrancó la colorida cortinilla y clavó sus ojos de fuego
y sangre en el emperador, gritándole:
- Muere, cerdo. . .
Una y otra vez, el afilado cuarzo blanquecino del venablo desgarró las
carnes mortales del “hijo del Dios”. Un fuerte lanzazo en el flanco le
hizo detener la carnicería, se revolvió como fiera rabiosa- y chuzó al
guerrero tolteca. En tres ágiles brincos ganó la espesura de la maleza,
y corrió hacia el Sur.
Estaba solo; sus seis compañeros yacían entre cadáveres enemigos,
pero el emperador estaba destrozado, y su pueblo de la selva
descansaba en la paz de la venganza.
La confusión ganó a la tropa tolteca: “el emperador ha muerto”, se
repetía de boca en boca. Por fin un oficial, en medio del caos, designó
146

tres docenas de guerreros para perseguir –y capturar con vida- al


homicida:
- Responderán con sus cabezas, si no traen esa fiera a nuestro altar de
sacrificios. . .

El último mexahuan comenzó su cacería. Durante dos


jornadas estudió a sus perseguidores. La vanguardia eran tres
rastreadores xoncotíes; debía estar siempre detrás de estos bravos
que, como él, sabían leer los ocultos mensajes de la jungla. Analizó el
funcionamiento de la formación enemiga. El amplia flanco armaba un
extenso arco, en cuyo foco, pretendían cercar al fugitivo. Por seis
veces, durante la jornada, los toltecas se comunicaban mediante dos
breves acordes de un agudo silbato. Se reunían sólo al anochecer
donde cenaban y descansaban bajo estricta guardia rotativa.
Tzinaho decidió atacar durante el día, e ir bajando a sus
oponentes cargando desde un flanco hacia el centro del abanico.
Avanzaba el tolteca, lento y cauteloso. Como a sus
compañeros, le preocupaba haber perdido el rastro del salvaje. Si éste
huía no podrían volver sin riesgo de ser ejecutados, pero más le
atemorizaba el formar un extremo de la escuadra, con selva
impenetrable a su alrededor y sólo a su derecha, a pocos centenares
de metros, marchaba oculto un compañero. Toda su vida había
transcurrido entre montañas, y le desazonaba esta búsqueda en la
selva. No tenía miedo, pero siempre había enfrentado enemigos
visibles. Iba a matar ó morir, y, muchas veces arrostro la muerte cara a
cara. Pero todo le resultaba imperceptible en esta masa vegetal
insondable. Sólo los claroscuros de esta densa maleza, las espesas
nubes de mosquitos, y los aguijones de los tábanos perforando su
túnica hasta el hastío. Su único sueño era el pronto retorno a la paz de
las montañas, sus amplios horizontes, y cualquier circunstancia que lo
aleje de la agresión fitofóbica de esta jungla salvaje. Anhelaba la
frescura de su choza de pirca, y la serena paz que le invadía arando la
tierra para sembrar maíz. Añoraba dormir junto al suave cuerpo de su
mujer, observando por su ventana un cielo azul negro orlado de
miríadas de brillantes estrellas. ¿Qué extraño país era éste?; sin cielos
ni lunas, sólo asfixiantes túneles espinosos, atravesando un follaje
denso y viscoso... Levantó la vista, y se encontró con un gigante
broncíneo, semidesnudo, totalmente pintado de rojo, blanco y negro.
Quiso gritar, pero un puñal, en raudo vuelo, destrozó su garganta.
Como entre sueños, oyó la voz lejana del mexahuan:
- Perdóname, tolteca, que los Dioses se apiaden de ti. . .
En el postrer hálito de su vida, le parecía ver la majestuosa
belleza de los brillantes casquetes de hielo de sus volcanes andinos.
Cuando extrajo su arma del oponente, miró, fijamente, su rostro
contraído por el dolor final. Era un hombre de aproximadamente su
edad; seguro tendría familia en sus lares. Odió tanta muerte
innecesaria. Jamás había matado sin estricta necesidad. Sabía la vida
era un conjunto interconectado, cuya esencia debía respetarse para no
alterar el delicado equilibrio impuesto por el supremo hacedor. ¿Por
147

qué debía morir este hombre joven y sano? Para satisfacer la ambición
de un necio reyezuelo? Acaso, ¿no era único, irrepetible e
irremplazable para quienes lo amaban? El mexahuan lavó su cuchillo y
sus manos, se sentía sucio, culpable y frustrado por esta matanza que
lo iba vaciando más y más. Nada le devolvería el amor de su mujer, la
ternura de sus hijos ni el bullicioso alboroto de su aldea. Todo estaba
perdido.
Sabía, con certeza, que lo mejor de sí murió con la masacre
de su pueblo. Sólo había supervivido su fibra más sórdida, su instinto
de bestia; un demonio vil y sanguinario, para nada superior a los
toltecas. Cerró los ojos del –circunstancial- enemigo, quitó el silbato de
su mano, y reinició su guerra privada. Nueve toltecas dejaron la vida
durante esa jornada; y sólo al caer la noche advirtieron, sus
compañeros, las bajas. El terror fue ganando a los perseguidores. Los
guías xontoníes afirmaban que el mexahuan no era humano, sino el
mismo demonio, silencioso y mortífero; y que, seguramente, los
devoraría a todos al ampara de la noche.
- Son ridiculeces –acotó el oficial del imperio- es sólo un hombre; ó
¿acaso no vimos sus rastros de sangre en la maleza?
Por la mañana la situación no mejoró; los xontoníes habían
desertado y la moral de la tropa era insostenible. El jefe reunió a sus
hombres, advirtiendo:
- Cazaremos a este salvaje, aunque dejemos la vida en la empresa, la
deserción se pagará con la muerte, si es que antes no los encuentra el
mexahuan.
Se diseñó una nueva estrategia; irían en parejas y se
reagruparían al mediodía para evaluar la marcha de los
acontecimientos.
Estaba el sol en el cenit cuando se reunieron los restos de la
patrulla, incluyendo al jefe quedaban ocho guerreros. Imposible
determinar si las bajas eran por muerte ó deserción; ¿qué más daba?
Tampoco era consecuente indagarlo. Comieron en silencio, con los
ojos despavoridos auscultando la jungla impenetrable, tratando de
advertir la oscura muerte acechando desde la imponente copa de los
gigantes de la selva. Repentinamente, una saeta envenenada hincó el
dorso de un bravo, que cayó entre quejidos y sollozos, retorciéndose
de dolor. . .
- No quiero morir. . gemía, renegando ante lo inevitable.
Pero el curare fue, una vez más, certero, y la muerte,
piadosa, llevó prontamente al agonizante. Cinco toltecas se
dispersaron en la maleza, aullando de terror.
- Deténganse, imbéciles. . . Bramaba el oficial; más fue inútil.
Al poco tiempo sólo se oían los gritos de los guacamayos y
los chillidos de los monos en los altos árboles circundantes.
Los dos toltecas se miraron en silencio; el jefe, sentado en la
grama, clavaba su lanza jugando con la corteza de un grueso tronco,
por fin, musitó:
- No podemos volver; seríamos ejecutados; nuestra única alternativa
sería asilarnos en algún pueblo de la costa.
148

Su compañero, un hombre bajo, robusto y nudoso, veterano


de cien guerras imperiales, asintió en silencio, acotando:
- Es cierto, lo penoso y burlesco es que, como el mexahuan, también
hemos perdido pueblo, hogar, familia. . .
Caía, lentamente, la noche en la espesura. El umbrío silencio
sólo era interrumpido por el chistido de las lechuzas y el zumbido del
vuelo rasante de los murciélagos. Los toltecas encendieron fuego para
ahuyentar las alimañas nocturnas, y, mirando la caprichosa danza de
las llamas entre los leños, meditarían, quizás, en sus lejanas familias,
en la áspera ladera del Ande amigo y en las misteriosas burlas de la
vida. Sus rostros, mustios e inmóviles, parecían tallas doradas brillando
en las sombras. Repentinamente, el oficial imperial levantó la vista;
frente a él, parado inmóvil, con un venado al hombro estaba el
mexahuan. Tzinaho depositó el gamo a los pies del tolteca, diciendo:
- Ha sido larga y dura la lucha; los hombres deben comer.
- Comamos, pues, hombre de los jaguares –contestó el jefe -.
En silencio, como viejos camaradas, cocieron a las brasas, la
ofrenda de paz de los dioses.
- Es absurda esta guerra, tolteca –afirmó el selvático -.
- Es cruel y demente como toda guerra, mexahuan, las disponen
cobardes para que mueran valientes. Triunfan los soldados para que se
enriquezcan reyes, nobles y sacerdotes. Yo era constructor, antes del
Imperio, cortaba certero la piedra a bisel, para trazar muros perfectos.
Amaba cada casa construida como a un hijo emergiendo del vientre de
mi compañera. Creaba de la nada; daba vida a rocas muertas y
maderos informes. Después vino la guerra, interminable; matar y ver
morir, amigos y enemigos, todo daba lo mismo. Siento que atrás, muy
lejos, quedó vagando perdido el hombre que hubo en mí. .
- Nada tengo contra ti, hombre de las montañas, ni nunca lo tuve. No
puedes volver a tu país, y las cenizas del mío quedaron junto al río.
Además, - acotó Tzinaho- tres hombres pueden más que dos. . .
- Sea, entonces, mexahuan, - afirmaron los toltecas -.
El amanecer iluminó tres hombres, adentrándose en la espesura,
marchando al sur – Nunca, nadie, jamás, supo de ellos.

EPÍLOGO

La muerte del emperador Anahuatl dejó acéfalos sus


dominios. Hitzanet, el príncipe, era un pobre demente, incapaz de
gobernar. Los diferentes clanes, aspirantes al poder, iniciaron una
guerra fratricida. Las luchas intestinas posibilitaron interminables
revueltas de todos los pueblos oprimidos por el yugo del imperio. Una a
una fueron desgranándose las piezas del reino del Quetzal. Los
toltecas se desperdigaron en numerosos feudos, formados por varios
clanes cada uno, y, subsistieron, en forma relativamente independiente,
hasta sucumbir al dominio Azteca.
En una lejana aldea, de la costa del caribe, los poblados
vecinos, observaban, con estupor, surgir de la tierra hermosas
viviendas de piedra, reemplazando las chozas de palma.
149

Entre los adolescentes de la comarca comenzaron a


practicarse extraños ritos de la cacería del jaguar.
Después llegaron los españoles, y los sueños de América
quedaron transformados en sombríos recuerdos.

Nació Guillermo Amilcar Vergara en Florida, provincia de Buenos Aires, el


22 de enero de 1948. Egresó como geólogo de la Universidad de Buenos
Aires. Trabajó en su profesión en entes públicos y privados, en geología
del petróleo, minería y aguas subterráneas. Publicó 63 trabajos de
investigación científica en eventos y revistas nacionales e internacionales,
incluyendo Francia y Cuba. Las inquietudes políticas ocuparon lugar
paralelo en su vida, siendo dirigente estudiantil en 1966, contra la dictadura
de Juan Carlos Onganía. Sus orígenes datan del nacionalismo católico,
que, a su ingreso a la universidad vira hacia posiciones de “cristianismo y
revolución”. En 1973 adhiere a la Organización Montoneros, trabajando en
proyectos de base para organización de cooperativas de trabajo rural. En
esas instancias adhirió a propuestas y trabajos realizados por los equipos
de sacerdotes y laicos que acompañaban a Monseñor Enrique .Angelelli, a
quien dedica este libro. Fue detenido en julio de 1976. Con el advenimiento
de la democracia se radica en Tucumán, donde con otros compañeros,
trabajamos juntos en la Renovación Peronista. Nuestra propuesta fue la
suplantación de modelos caudillistas anacrónicos por nuevas dirigencias
comprometidas con la planificación acabada de toda la acción política,
“aggiornada” al presente, con vocación de futuro. El presente libro de
cuentos cortos, relatos y ensayos tiene aristas de ficción y raíces reales
que ayudan a comprender nuestra América precolombina: los genocidios
imperialistas de incas y toltecas; la zaga de la Nación Araucana y la
mentalidad “pro-feudal” de la dictadura 1976/1983. En lenguaje llano y
frontal, Vergara dice, lo que siente… La Secretaría de Derechos Humanos
a pedido de la Asociación de Ex Presos Políticos de Tucumán, gestionó
esta impresión; en concordancia con la línea reivindicatoria de los DDHH,
impuesta en Argentina desde 2003, y, con idéntico compromiso, por parte
del Gobierno de Tucumán. Creo importante difundir “Indeleble y otros
relatos del militarismo genocida y la esclavización latinoamericana”. Es
otra, de las tantas facetas que tiene la verdad, en nuestra América, y la
militancia “Montonera” en Argentina.

C.P.N. José Vitar. Secretario de Estado de Relaciones Internacionales de


la Provincia de Tucumán. Argentina.

"Causas externas intervienen y se conjugan pergeñando esta obra. Pero lo


hacen por intermedio de las abstracciones internas, en la medida que
éstas últimas lo permiten. Carrusel de personajes con luces y sombras en
constante puja. En sus acciones el lector avizora cuál de ellas triunfa.”

Ester Gladis Pereira


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Portada: Guillermo Vergara (h)

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