Professional Documents
Culture Documents
INDELEBLE
Y OTROS RELATOS
DEL MILITARISMO GENOCIDA
Y LA ESCLAVIZACIÓN
LATINOAMERICANA
INDELEBLE
Cae como gotas de fuego, sobre el alma del que la vierte. José
Hernández.
NOCTILUCA
Se presentaba durante una noche cálida de verano. . Debía haber una
tenue brisa desde el mar, para que ella descanse sobre este cabo que
guarda la gran panza de la bahía. Nunca dejamos de visitarla, aunque era
esquiva, si teníamos suerte cada año. Si no, cada dos. ..Éramos muchos
primos, gran ventaja de las familias italianas. Demasiados primos para
querernos y para pelearnos. Para golpearnos fuerte, si era necesario. Es
bueno resistir, cuando se es niño, porque de grande la vida parece fácil. En
una noche cualquiera, algún primo te tapaba la boca, mientras dormías.
“Despertate, boludo”, te susurraban al oído. “Ya llegó…”. Nos juntábamos
en la esquina, descalzos, cuchicheando los secretos de nuestro placer
clandestino. Corríamos como desaforados las tres cuadras que nos
separaban de la playa. Ella nos esperaba impaciente, como una virgen
seductora de niños. Sabía que vendríamos, y podría acariciarnos las
tersas pieles, y adherirse a nosotros, y correr por la playa, y rodar por los
médanos. Una cuadra antes de la costa ya veíamos el mar brillante. Si,
allí estaba, y jugaba con las olas. Nos esperaba con su manto de plata,
para regalarnos todas las estrellas en esas noches sin luna. Aullando
como demonios nos quitábamos las mayas y nos adentrábamos en el mar,
hasta el primer banco de arena. Éramos muy buenos nadadores,
seguiríamos hasta el segundo. Volvíamos a la orilla bendecidos por su
milagro, nuestros cuerpos refulgentes saltaban en la arena mojada de la
ribera. “A los médanos”, ordenaba alguno, yo ó cualquiera. Entre alaridos
rodábamos feroces como demonios, complacientes como querubines,
intolerantes como adultos. Desde el mar, nos impelía, suplicante, y
volvíamos a zambullirnos entre las olas. Ella era nuestra, de nuestra
exclusiva familia, de nuestro exclusivo secreto. Luego nos tendíamos, en
la costa, a recibir mantos de sombras, con los cuerpos cubiertos por
miríadas de algas fluorescentes. Éramos semidioses que brillaban en la
oscuridad. Sabíamos que estaban formadas por organismos
microscópicos, que eran plural, pero siempre le decíamos “ella”. Por las
mañanas, nuestras primas, envidiosas y resentidas, reclamaban “¿por qué
no nos avisaron?”. “Porque a ustedes no las dejan bañarse desnudas”. “A
ustedes tampoco… ¿Por qué lo hacen?”. “Fácil, porque queremos”
¿Cómo explicarles que nuestros rituales, forzosamente, las excluían?
“Siesta de ovejas” decía algún depredador, y salíamos al campo a pillar
alguna. No cualquiera, debía ser grande y gorda. Y corríamos durante
horas por los fachinales, hasta atrapar a “la elegida”. Entonces, en un
10
ritual digno de los salvajes más feroces, uno por uno le orinábamos la
cabeza. “Bautizada” la oveja, seguro que era hora de honrar una buena
merienda, con pastelitos de dulce de membrillo. El dueño de las ovejas se
quejó a la policía, llegó la denuncia y algún tío tuvo que recibirla, y
presentarse a declarar Cuando volvía y contaba, las carcajadas de los
viejos recorría la bahía “¿Qué podía responderme cuando le preguntaba
qué delito era mear a las ovejas?”. Noctiluca era el alga, nuestra hermosa
niñez perdida, el mar y los médanos. Cosas de chicos.
PIENSO…¿LUEGO EXISTO?
EL SECUESTRO
tanta confusión me hizo reír “Cállate hijo, que todos protestamos por lo
mismo pero, cuando podemos disfrutamos sus beneficios…” Sunché con
liga sintética las manos de Marcos hacia delante y a los otros dos (chicos
de menos de veinte años) les puse esposas regulando sus cronómetros de
apertura en cinco horas, tiempo más que suficiente para la huída. Mi
vehículo había quedado en nuestro cuartel general, ahora en poder de los
negros malos, el Jeep corroboré tenía GPS blindado, por lo que siempre
traicionaría mi posición. Debía, entonces huir a pié. Introduje a los dos
jóvenes en su vehículo, calcé unos botines trekking y emprendimos con
Marcos, encadenado a mi cintura, nuestro raid al burgo. Portada una
discreta automática 11,25, telemétrica-infrarroja, trescientos tiros en
bandolera, seis granadas de cesio, un transmisor-receptor audiovisual
GPS (con localización de contactos) y un morral con alimentos y agua.
Instintivamente me dirigí a la selva gris burocrática, no porque pudiera
recabar apoyo de sus jerarcas (debían estar todos bajo la cama) sino
porque en Lacroze tenía un bunker secreto desde donde podía comenzar a
tirar los hilos de esta descontrolada madeja. Debía atravesar todo el
territorio de la OES, que, por nuestra propia seguridad, estaba poblado por
desconocidos totales, compartimientos estancos, sólo conectados a la
cima de la pirámide a través de complejas redes celulares. No había
peatones, y los escasos automotores pasaban raudos e indiferentes. No
podía esperar ayuda posible. Ignoraba las raíces del complot, quien lo
promovía, contra quien era, si me quedaban amigos, donde estaban mis
noveles oponentes. Alguien dispuso guardarme inactivo en mi casa,
entonces, inicialmente, no tenían intención de matarme, pero estas
circunstancias son tan dinámicas y cambiantes que nunca se sabe.
Analizando un poco las cosas, deduje que el gordo puso balas truchas en
las armas de mi custodio. Los negros malos querían que me salve, cómo
averiguar el por qué…Tampoco sabía quienes de mi estructura fueron
suprimidos, los que quedaban y cuales, eventualmente, me serían
leales. .En una esquina nos topamos, de improviso con un burócrata, en su
típico traje gris, quien alzó sus brazos y quedó inmóvil al verme. Tenía un
pase, colgando del cuello, que lo habilitaba, hasta las 20.00 horas, para
estar en nuestro territorio, lo revisé, concienzudamente, y portaba un
trasmisor, que terminó aplastado por mis botines. Sudaba copiosamente,
seguro que su vida no valía, en ese instante, ni un mísero centavo. “Mátelo
maestro” me dijo Marcos al oído, “es lo más seguro...”. Le hice abrazar un
árbol, sunché juntas sus manos, y, descubriéndole su brazo le inyecté
concentrado de LSD con morfina. Cuando despertara, en unas 12 horas,
habría tenido tantos delirios que jamás recordaría qué había pasado.
“Probable que era un buchón, maestro, siempre es mejor matarlos”. “No
importa, Marquitos, ahora su cerebro está en un pedo sinfónico…” En la
OES no hay transporte público, debía caminar hasta la selva gris para
acceder a uno que me lleve a Lacroze. También podía matar a alguien,
para quitarle el vehículo, pero todos eran blindados. Más probable era
caminar quince kilómetros hasta la General Paz, y tener conductas un
poco más ciudadanas. Nuestra marcha forzada nos llevaría a destino en
un par de horas, y la campiña estaba fantástica, en un día templado y
luminoso, que me recordaba cuán bello es nuestro paraje. Llegamos al
linde cuando el crepúsculo teñía de índigo y naranja el cielo. Al silencio del
17
cadenas por todos lados, mientras que el negro malo traía sólo las
reglamentarias. El gordo lloriqueba como un boludo espasmódico “Callate,
estúpido”, le grité “seguro que te reías cuando trituraste a Roberto” “No,
maestro, sólo los entregué a un grupo de tareas de la autoridad” “Vos
rubito, ¿estuviste cuando los mataron?” “No tuve nada que ver con nada,
no sé que hago aquí detenido, te arrepentirás por todo este abuso…” “Ya
veremos” dije. Me acerqué a Javier, fundiéndonos en un fuerte abrazo, le
agradecí su acostumbrada eficacia, murmurándole al oído “Hay que limpiar
al presidente y al vice, después vemos, de acuerdo a las circunstancias...”
Se retiró, presto y silencioso, venerable ángel de la muerte. Senté al gordo
y Hans en sendos sillones, apretando el tercer botón (dolor permanente sin
daño corporal, decía el código). Preparé un cocktail de LSD, cafeína y
suero de la verdad y los inyecté, estarían delirantes, eufóricos y deseosos
de narrar, hasta en cantonés, cuanto sabían. Mientras lo drogaba el gordo
me dijo “Perdoname, hermano” “Pedíselo a los tres mil negros malos que
hiciste matar con tu imbecilidad, hermano querido, ya pasamos la barrera
del bien y del mal, todos nosotros entramos a un verdadero infierno en
vida, nada nos absolverá de las culpas por tanta desgracia. En la guerra
no hay triunfadores ni derrotados, sólo dolor, muerte y una enorme
tristeza, ofendimos la vida, tronchamos historia, privamos de futuro…
¿Acaso tenemos un perdón posible?
Me cebé unos mates y fumé un par de cigarros, mientras surtían su efecto
las falopas. Hans se despachó con fuertes risotadas, “¿Acaso te creías
mejor que yo? ¿Eras el dueño de las verdades supremas? ¡Siempre con
tus sarcasmos, tus guarangadas, tu maldita viveza criolla, saliéndote con
la tuya!” “¿No era preferible que limes tus resentimientos conmigo
discutiéndolo personalmente ó, en todo caso matándome. ó muriendo en
el intento? Hubiera habido un solo muerto, no más de quince mil como
ahora. Dejate de joder, rubito, tengo las confesiones remitidas por los
anticuerpos, donde tus difuntos cómplices narraron en detalle toda la
planificación del golpe para adueñarse de la OES. Este es un problema de
ambiciones, de poder, si querés llamarlo, y no de las jodas imbéciles que a
veces puedan molestar a alguno. No analicemos los errores míos y de
Roberto, abundantes por cierto, sino tu real insatisfacción con vos mismo.
Comprendo que tu primo, y competidor en el ámbito familiar era exitoso en
la burocracia, pero vos ingresaste, a perpetuidad, entre los treinta hombres
que dirigirían el país de por vida. Schoederer vive en una mansión
edificada con sus coimisiones, vos sos profesor titular e investigador
principal en los claustros más prestigiosos del continente, has ido a cuanto
congreso y curso que quisiste, a través del globo. El tiene guita, vos
prestigio y honestidad ¿quién gana? No, querías más… ¿qué te ofreció el
presidente?” “El futuro Ministerio de Ciencia y Técnica”. Apreté el botón
“uno” de los sunchos, para aliviarlos, y, mirándolos comencé a llorar a los
gritos, durante largos minutos, por Roberto, por Marcos por Hans, el gordo,
y, fundamentalmente por mí, víctimas de tanta estupidez humana. Miré mis
manos, y las percibí rojas de tanta sangre, ¡cuántos hijos de Dios
inmolados por el absurdo!…Madre me ordenó acostarme en una litera,
sentí un pinchazo en el muslo, un fuego invadió mi cuerpo y me envió al
salvador país de los sueños.
24
MI ALUMNO
FRANCOTIRADOR
Fueron tantas las guerras, que no puedo enumerarlas, tantos los muertos,
que terminaron por serme indiferentes. Nunca conocí la paz, sólo este
tormento de matar, desde muy lejos, a quienes ni tan siquiera se enteraban
de su pérdida más preciada, la vida. Era un lobo estepario, jamás me
integré a ningún equipo. Mis jefes cambiaban, según los avatares de la
política, ó se retiraban, ó morían en algún asilo para dementes, ó eran
asesinados por alguien como yo. Que más daba. Me indicaban algún
blanco y lo eliminaba. A veces en ficticios períodos de paz, tan irreales
como muestra la historia. Somos belicosos e intolerantes. Siempre hay a
quien ejecutar para el poder, ó para que siempre esté en las mismas
manos. Fue preferible hacerlo durante una guerra formal, tenía menos
sabor a asesinato. Tuve un solo código: ni mujeres ni niños. A veces los
frenos morales son perjudiciales, ó al menos lo fueron para mí. Me negué a
un trabajo que involucraba a una activista. . Pagué con ciento veinte días
en un buzón luminoso y acolchado, insonorizado, sin tiempo ni espacio.
Bueno, ellos me dijeron que fueron ciento veinte, quizás la realidad eran
doce, ó doscientos, ¿cómo saberlo? Me drogaron el agua (estaba algo
dulzona) y desperté en mi cuarto. Por la mañana me presenté en mi
oficina. Mi jefe, sin poder disimular una sonrisa socarrona, preguntó:
¿Cómo estás?
Muy bien…Le respondí con forzada indiferencia, pensando “esta me la
pagás, infeliz…”. A los seis meses, una bala hueca rellena con 20
gramos de mercurio impactó su brazo. Disparé desde 800 metros,
podía haberle pegado en un ojo, pero ¿Quién me privaba de su agonía
de dos años, mientras el veneno le destruía pulmones, riñones,
hígado…?.
Teníamos un terapeuta, un flaco de cara bonachona, pero, sencillamente,
aburrido.
¿Te gusta tu trabajo?
¿Adónde quiere llegar?
Si disfrutas con lo que haces.
Jamás, de ninguna manera…odio matar.
¿Por qué lo haces?
Me reclutaron a los 18 años, en una guerra contra algunos árabes. Un
capitán dijo que tenía “aptitudes”, me hicieron hacer un curso intensivo,
y aquí estoy. No sé hacer otra cosa.
¿Qué te hubiera gustado hacer? ¿Soñaste con algo de chico?
Manejar un camión.
¿Por qué?
Me gusta estar solo…
27
demorado sólo siete horas para cubrir los peligrosos desfiladeros de hielo,
a más de cinco mil metros de altitud, entre los portezuelos. Los cálculos
mínimos previos de quienes diseñaron el sistema eran de diez horas, en
marcha rápida. Fueron verdaderos atletas, sorprendiéndome su notorio
espíritu de combate a pesar del caos funcional.de su propia existencia.
Arreciaron los sobrevuelos audaces de aviones, algunos pasaban muy
cerca, pero, al no impactarme ningún misil nuclear, supe que todo seguía
bien. Agradecí a los chinos por su delicada eficiencia, recordando las
prolongadas sesiones de entrenamiento a que me sometió un comandante
y su equipo, responsables del proyecto.
Los árabes sólo tienen tres pasos posibles para acceder a nuestro
territorio, dos de ellos aptos para invasiones masivas, el otro para el
acceso de grupos de guerrilla. Los primeros los guardaremos con
tropas de élite, el otro será su responsabilidad. Su gobierno, aliado
nuestro en estas circunstancias, nos facilitó sus tareas
especializadas, por su aptitud en el manejo de este armamento, su
habilidad para subsistencia solitaria y conocimiento fehaciente del
enemigo.
Tres meses trabajamos hasta que aprendí a realizar todas las
reparaciones y el mantenimiento necesario para que la torre pueda ser
operada con eficiencia.
Mis anfitriones eran gentiles y educados, y se labró una verdadera
amistad, fruto de mi necesidad de contacto con algo más humano que mis
jefes. En una práctica de tiro clavé cincuenta balazos en un círculo de 10
cm. El comandante, gratamente sorprendido, me dijo:
Cuando termine su misión, ¿no le gustaría quedarse con nosotros
para instructor de nuestros soldados?
Mi expectativa es muy distinta, yo no quisiera tener que ver más con
la muerte. Si sobrevivo, le rogaría me permitan vivir entre ustedes,
trabajar como camionero, estudiar matemáticas, ser un hombre
normal. Entre los míos jamás me permitirían serlo.
Délo por hecho, tiene mi palabra, lo informaremos desaparecido en
combate….
Decidí, de momento, archivar el vodka y seguir más concentrado en mi
trabajo. El enemigo, indudablemente, debía sospechar que había una red
organizada de francotiradores. Siguieron enviando comandos todo el
otoño, en grupos ó aislados. El máximo fue de cien hombres, de los que
llegaron cinco al tercer collado. Estuvieron agazapados tras del mismo más
de treinta horas, buscando algún descuido de mi parte. Escudado tras tres
termos de café los esperé, paciente. Corrían juntos, veloces como
antílopes, pero tenían la desventaja de la longitud que atravesaban en
descampado, superior a los trescientos metros. No habían hecho la tercera
parte cuando eran carbón. Dicen los expertos que ni tan siquiera llegan a
escuchar el silbido del cohete cortando el aire.
El invierno me brindó un esperado descanso, con tiempo para dormir, ver
películas, canales de noticias y aún deportes. La guerra no avanzaba, para
nada, a favor de los árabes. Ejecutaban aislados actos de terrorismo,
algunos atroces, por cierto, pero sin tener dominio territorial. La idea de su
nuevo Mesías (ó Dios de la Guerra, para el caso) era ocupar territorios
chinos con ejércitos regulares, y usarlos de cabeza de playa para ulteriores
30
FUTURO IMPERFECTO
FINAL PREDECIBLE
La tierra estaba superpoblada. El hombre no había decidido detener su
crecimiento reproductivo. Los recursos naturales para su vida, agua y
suelos, se agotaron y las hambrunas depredaron la población mundial.
África, ya destruida por el SIDA, y en agonía perpetua por la falta de
recursos naturales, tenía drásticamente reducida su población.
Europa, con tasa de crecimiento negativa por la falta de productos
primarios, tenía un brutal crecimiento poblacional por las emigraciones
desde todos los demás continentes.
Las guerras convencionales no hacían mella en la reproducción, casi
geométrica, de los humanos. Como agravante, cuanto más pobres eran
las comunidades más hijos nacían, incrementando el hambre y la
desnutrición.
Los líderes mundiales comenzaron a coordinar ideas, para frenar, si cabía
este futuro apocalíptico.
La única salida posible, para decrecer, drásticamente la población, era la
guerra. Todas las políticas de control de natalidad sucumbían ante la
prédica oscurantista de las religiones. El hombre no se resignaba a la
muerte, y quería seguir esperanzado en un más allá, esta vida tan atroz,
no podía ser la única e irrepetible causa de nuestra estancia.
34
LOS HEREDEROS
Los animales heredamos el planeta, los que quedamos. ..Y aquí comienza
mi historia, soy un león, nacido mucho después del fuego purificador. Los
hombres hablaron de la ira de Dios, ellos ignoraban que fueron sus propios
verdugos, e, históricamente, siempre prefirieron achacarle las peripecias
de sus patéticas vidas a los poderes supremos. Es más sencillo buscar
responsables foráneos, y, para eso, están los dioses. Los leones no
conocíamos a los dioses, ni, en realidad, nos interesaban. Tuvimos una
rápida evolución en un medio sin competencias. Desaparecido nuestro
principal depredador, nuestra vida se hizo sencilla, y tuvimos una notoria
expansión, sólo limitada al desarrollo de nuestro sustento, los mamíferos
herbívoros.
Nuestro porte creció más del 50%, y se incrementó, consecuentemente,
nuestro desarrollo cerebral y el potencial de cazador, ya históricamente
notable.
Otro tanto ocurrió con los tigres en Asia y los pumas en América. Pero
nada sabíamos los unos de los otros. Insalvables masas de agua salada
separaban nuestras vidas paralelas.
Los leones no teníamos ética ni moral, carecíamos de sensibilidad ante la
belleza y de emociones que bastardearan nuestra existencia. Sólo
vivíamos porque estábamos, así de sencillo (ó de complejo).
35
cada cual por su rumbo. Quizás en unos milenios debieran competir por la
supremacía en el ecosistema. Pero quedaron tan escasos hombres, y se
reproducían tan poco...La principal ley escrita legada del pasado era una
pareja-un hijo, y, quienes la infringían se condenaban a muerte. Este
hombre era sólo un joven explorador que buscaba los confines del mundo,
en pos de aventuras que rompieran la monotonía de su vida pastoril.
Seguramente sería, tarde ó temprano, devorado por algún leopardo.
melena negra, y, el jaguar, que me espiaba, quería ser tan perspicaz como
yo.
Me dirigí al arroyo, y, en un recodo de la senda, fui atacado por tres jabalís.
Herido de poca gravedad, trepé un árbol, y esperé a que se fueran.
Comprendí que mi olor atemoriza a todos los herbívoros, y que eso no era
bueno, pero sí inevitable. No debemos esperar que el mundo cambie a
nuestro albedrío, las cosas son como son...
El TOQUE DE DIOS.
El hombre joven se sentía inquieto y desasosegado. Todos los días la
misma rutina de trabajo y perfeccionamiento. Tras de las colinas
vegetadas con frutales y los valles explotados para cereales, había un
mundo. Con la sutil belleza de lo desconocido. Fue armando, con
meticulosidad, un equipo de supervivencia, pedernal y yesca, para hacer
fuego, abrigo, soga, un gran cuchillo, muy bien afilado, y una punta de
acero duro para una lanza. Reforzó su calzado con planchas de caucho
duro, si quería conocer el mundo, sus pies eran fundamentales. No quiso
discutir con nadie qué ocultas razones lo impulsaban. Partió en las
sombras de la noche, hacia la nada ó hacia una nueva vida. La selva se
llenó con los ritmos bullangueros del amanecer. Los monos le gritaban
desde las altas copas de los árboles, las aves trinaban, melodiosas y la
grama, perlada de rocío, brillaba con intensidad bajo los primeros rayos del
sol. Descansó, un breve tiempo, sentado en una piedra, y pensó “soy
dueño de mí, de mis actos” y saboreó la hermosa quimera de la libertad.
Los primeros días se alimentó de frutos silvestres, que fueron insuficientes.
Cuando el hambre dificultó su descanso nocturno, comprendió que debía
cazar, que no era tan fácil sobrevivir en soledad. Disponía de tiempo y
estudió, agazapado en la fronda, las costumbres de los conejos.
Construyó una buena lanza, y, al segundo día de infructuosos intentos,
pudo cazar uno. Comprendió que buena parte de su tiempo se insumiría
en la supervivencia, pero ¿no era eso lo que estaba buscando?
Durante su transcurso con la naturaleza observaba los diversos
comportamientos de ese todo interconectado. Nada era perfecto, todo se
complementaba. En la comunidad había una palabra tabú: Dios. Una vez
le preguntó a su maestro el por qué de la negación de algo más allá de
nuestras estrechas vidas. El le respondió que los dioses eran los artilugios
de los antiguos para solucionar el temor a la muerte, y que ésta era sólo
un lógico desenlace. La muerte no nos debe dar pena ni alegría, es algo
natural, ocurre, está. El muchacho volvió a indagarlo ¿cuál es, entonces, el
sentido de nuestras vidas? El anciano replicó que una adecuada
subsistencia ¿acaso no te alcanza? No, es muy poca cosa...
En la comunidad se realizaron numerosas asambleas para debatir la
deserción del muchacho: Si la organización era perfecta ¿por qué había
ocurrido este hecho tan inesperado? ¿Qué sentido tenía huir del amparo y
la seguridad de la colonia, y buscar su propia desventura? Los ancianos se
preguntaban en qué estaban fallando. Otros, más necios, acotaban que
“una golondrina no hace verano”, que “ya volvería arrepentido”. El hombre
lleva en sus genes la vocación de cambio, el afán de aventura, por ello, los
“modelos perfectos” de sociedades tienden a abrumar sus pulsiones
naturales. Cuando le preguntaron al primer escalador del Monte Everest,
41
Sir Edmund Hillary, por qué asumió tanto riesgo y sacrificio para subir esa
difícil montaña, sólo contestó “porque estaba allí”. Ese particular
magnetismo que tiene lo desconocido es una herencia arquetípica
insoslayable para algunos humanos. Ese gen oculto en su ADN es la
mágica impronta que garantiza su vocación transgresora-transformadora.
Sus portadores, unos pocos en millones, vehiculizan el cambio, son los
iconoclastas que desconocen normas, tabúes, religiones ó verdades
indemostradas. Tienen el “toque de Dios”.
metros de la víctima. “La moto está nuevita, la quiero” dijo uno desde al
asiento trasero. “Caiate, pelotudo”, dijo el jefe, “lajugamo al truco y lishto”.
“Bueno, rematemo al güevón y carguemo la moto”.
La “víctima” estaba tensa, había parado una camioneta negra, en medio
de la ruta, pero nadie bajaba. “Tal vez estén indecisos”, pensó. De pronto
sintió la acelerada, y la realidad se hizo sombras, lo iban a embestir. Su
cuerpo estaba entumecido por la inmovilidad. Alcanzó a incorporarse a
medias, pero era tarde. Las defensas adicionales que protegían la parrilla,
gruesos caños de acero cromado, le impactaron de lleno en el pecho,
tirándolo unos diez metros más adelante. Debía tener casi todas las
costillas rotas, los pulmones colapsados, apenas podía respirar. Su mente
repetía monocorde “jos deputa… ¿por qué? ¿Por qué?.... ¿por una guacha
moto que ni siquiera era suya?”. Recordó que él había matado por ella,
bastante rápido lo estaba pagando…Fueron muchos, demasiados, los
infelices a quienes robó y mató, en su imbécil vida…Por el rabillo del ojo
vio que bajaban cuatro de la camioneta, mientras dos cargaban la moto,
los otros se le acercaron, lentamente. “Quitale la rinionera”, dijo el jefe,
mientras sacaba el 38 de su cintura. Entre suspiros ahogados por
bocanadas de sangre pedía, rogaba, imploraba “No, no, no…”. Vió el caño
apuntándole a la frente, y supo que era el fin. “Oi noes tu día de shuerte,
viejo”, dijo el jefe, y la explosión, y la oscuridad final. Tiraron su cuerpo en
la banquina, y, entre bromas y risotadas, siguieron la ruta de la plata fácil.
“Total eshos kajetudos tienen mushas vaquitas, y noshotroj shiempre, tan
pobres…”.
45
MAIKEL
CAÍDA LIBRE
Al realizar el trabajo final de licenciatura disponíamos un presupuesto para
las tareas de campaña. Estos fondos, exiguos, permitían solventar un
accionar de bajo perfil, por lo que, mi ayudante (José) y yo debíamos
pernoctar en carpa. El pueblo más cercano a la zona de trabajo era Villa
Mazán, en el noreste de La Rioja. Por seguridad de las pertenencias,
solicitamos autorización para acampar en la comisaría, y trabamos gran
amistad con el comisario. A este señor le gustaba el truco, y, para
mantener las buenas relaciones humanas, nos dejábamos ganar a fin de
conservar las cosas en un “empate técnico”. Yendo hacia el oeste por la
ruta, atravesando la quebrada de Mazán, nos quedaba un fácil acceso a la
zona de trabajo. La carretera era sinuosa, bordeando una profunda
quebrada. En una de sus curvas, sobre una delgada pirca, había una cruz
con una leyenda “Custodio Bazán – 16/03/1968”. Pensamos que había
ocurrido una muerte en un accidente de tránsito. Por la noche consultamos
al comisario “¿Cómo fue el accidente en la quebrada, el año pasado?”
“¿Cuál accidente?” indagó. “Ese, donde hay una cruz”. “Ah, ese, verán
muchachos, Custodio era un mamado incorregible. Venía desde Tinocán,
de un beberaje, un sábado por la noche. Aparentemente se sentó en la
pirca a descansar, y, por el mareo cayó hacia atrás. Habrán visto que el
murete que bordea el camino es angosto, y que la barranca es vertical, de
un centenar de metros. Bueno, literalmente, quedó apoltronado contra las
peñas del fondo de la quebrada. En la comisaría estaba de turno un oficial
jovencito, estudiante avanzado de derecho. Un muchacho muy culto.
Cuando redactó los entretelones del incidente escribió: “causa del deceso:
caída libre…”
49
El legado hispanoamericano
Latinoamérica es heredera de los usos y costumbres de sus colonizadores
procedentes de la península ibérica. Y su destino quedó, inevitablemente,
signado. Si analizamos la historia comparativa de la América anglosajona,
con nosotros, transcurridos cinco siglos de la conquista, las diferencias
entre economía, desarrollo y crecimiento son abismales. Y es esa suerte
de “mandato genético” que nos condenó a “ser como somos”. Los
españoles y lusitanos, eran poco afectos al trabajo y la producción,
centrando su vida en la renta del esfuerzo ajeno. Este “quebranto moral”,
no es atribuíble a los nativos, que demostraron, en forma fehaciente, su
vocación de trabajo en beneficio propio. Si tomamos como ejemplo el Valle
de Tafí (Tucumán) antes de la “conquista” surtía, en su nicho
agroecológico, fuentes de vida para más de 30.000 calchaquíes. Hoy, sus
escasos cinco mil pobladores permanentes, deben vivir de planes sociales
ó emigrar por trabajo a otros destinos. El Paraguay, con la gesta jesuita,
llegó a formar un milagro agroindustrial, que debió ser destruído por la
guerra de “La Triple Alianza”, a instancia de los intereses ingleses.
Paraguay “indigenista” competía, exitosamente, con las industrias
europeas.
Las claves de la tragedia latinoamericana la brinda Teresa Piossek
Prebisch, en “El Inca en Tucumán” (1976):
“En 1630, el cacique Chelemín, de los hualfines, fue quien elevó el grito de
guerra al cielo. El origen de esta guerra fue muy significativo: el
encomendero Juan de Urbina descubrió una mina de oro a la entrada de
calchaquí, por el lado del valle de Catamarca, y los indios temerosos de
que se los obligara a trabajarla, lo mataron junto con toda su familia. Los
españoles reaccionaron violentamente y esto desencadenó una lucha que
duró siete años, y costó la pérdida de dos ciudades más: Londres II,
ubicada cerca de la primera y Nuestra Señora de Guadalupe, en el
calchaquí. Para los calchaquíes significó la derrota total, con la ejecución
de Chelemín y el desarraigo de las tribus que, según la costumbre incaica,
fueron reducidas al yanaconazgo, arrancados de sus solares nativos y
repartidos por tierras lejanas”.
En carácter de epílogo
Hemos sufrido pavorosas paranoias xenofóbicas. Siempre nos pareció
lógico achacar las culpas de nuestros males a los “intereses foráneos”.Hoy
pocos dudan que los principales enemigos de la Argentina, somos
nosotros mismos.
Analizar los hechos, treinta años después, tiene por único fin
comprenderlos, capitalizarlos y superarlos. ¿Fue Perón un traidor a las
Fuerzas Armadas argentinas y a la Juventud Peronista? Los indicios
apuntan, inexorables, en ese sentido. Cada cual buscará en su corazón las
respuestas. Muchos argentinos aún lloramos nuestros muertos. Una muy
valiosa juventud, sencillamente suprimida de la historia. Recordemos a
Ernest Hemingway “Cuando un hombre muere es como un pedazo de
Europa que devora el Mediterráneo….Por eso no preguntes ¿Por quién
doblan las campanas?...Lo están haciendo por ti.” Ó a Herman Hesse:
“Cada ser humano es un universo, único e irrepetible”.
En Argentina se exterminó una generación entera de dirigentes capaces,
honestos e idealistas, se torturó la vocación de justicia, se violó al sueño
de un mundo mejor, se asesinó la creatividad y el intelecto, se fusilaron
todos los anhelos de libertad, en el marco de una verdadera democracia.
Treinta mil jóvenes que soñaron una patria libre, justa y soberana,
murieron en honor a la nada. Porque es una infame y denigrante mentira
que “con la democracia se come y se educa”. Porque si estuvieran con
nosotros, todos aquellos, que, ni tan siquiera tienen una tumba, donde
poner una flor, no tendríamos tanta pobreza, desamparo y marginalidad, y
disfrutaríamos una Argentina más justa y solidaria. Porque, como dijera
nuestro insigne Padre de la Patria, Don José de San Martín, “SERÁS LO
QUE DEBAS SER, O SINO NO SERÁS NADA”.
PÉRDIDA DE LA SANTIDAD
hasta Aicuña, en la falda oeste del Famatina. Adelante iban las mujeres
rezando interminables rosarios, las seguíamos los varones cargando el
santo y las damajuanas de torrontés patero. Yo llevaba en mi morral casi
tres kilos de exquisitas pasas de higo blanco. La senda serpenteaba por
paredones de areniscas rojas, con paisajes indescriptibles por su belleza.
Nos fuimos distanciando en tres grupos, adelante las mujeres, en el medio
yo con los jóvenes, y atrás los viejitos con el santo y las damajuanas. En
un abra nos esperaban las rezadoras, y Felisa me increpó “¿dónde está el
santo?”. Miré hacia abajo y no se veía rastro de los viejos. Felisa se
persignó “¡Dios mío, hemos perdido la santidad!”. Señaló a media docena
de jóvenes y les ordenó “vayan a buscarlos del fondo de la quebrada”. A la
hora aparecieron, traían al santito y a los viejos, arreándolos entre risas.
Estaban borrachos perdidos. “Nos dio calor” dijo uno, “y el vinito estaba tan
sabroso”. Ayudé a cargar la angarilla en una difícil cuesta, e
inexplicablemente, no sentí su peso, de tan liviano que llevaba el espíritu.
Volvimos al atardecer, y, uno por uno, vino a abrazarme. Un viejito,
inesperadamente, se arrodilló y besó mi mano. Lo alcé de inmediato, y le
dije, “¡Qué hacés!, dejate de joder”. “No sé como pagarte lo que hiciste por
mis hijos…”
En la ruta del retorno, a cada rato lagrimeaba, de alegría por las cosas
buenas que pasan, de tristeza, porque algo me decía que jamás volvería a
ver a mis amigos. No sólo habían crecido para ser hombres, ¡eran
hombres libres!
JURAMENTO HIPOCRÁTICO
65
EL DESCONOCIDO
Durante la etapa del tormento, fui visitado, todas las noches, por un
gendarme ó militar, nunca lo supe. Lo reconocía por su murmullo suave, y
un sempiterno olor a limpio. Usaba lo que, después me contó, era una
colonia para después de afeitarse, que se distinguía, aún con mi escaso
olfato, de todos los olores horrendos del recinto de tortura.
Me aflojaba las ligaduras, me permitía hacer mis necesidades, me daba de
comer en la boca un sándwich de fiambre y queso, con un vaso de jugo, y
68
me dejaba fumar dos cigarrillos. Una vez le pregunté: “¿Le ordenan hacer
esto?”. “No, de ninguna manera, si se enteran son capaces de matarme”.
“¿Por qué lo hace, entonces?”. “Me causa mucha pena y dolor lo que está
pasando, lo conozco a usted de “afuera”, y sé que es buena persona, que
Dios nos perdone por lo que estamos haciendo…”. “Pero, ¿de dónde me
conoce?”. “Por favor, no pregunte más”. “Si hay un Dios, que él lo
bendiga”. “Seguro que lo hay, geólogo, seguro que lo hay…”.
CONTRAINTELIGENCIA
…en medio de todo, siempre estamos, indeciblemente solos. Rainier
Rilke
conductas: tres tirillas, perfecta, dos tirillas buena, una sóla regular, y,
carencia de insignia “rebelde”. La degradación en el régimen de tirillas se
hacía mediante el sistema de “castigos” donde, por lapsos de tiempo tan
variables como antojadizos, te llevaban al “chancho” (los calabozos), y
aplicaban, diariamente, feroces golpizas. Las faltas, simplemente, eran
transgresiones al sistema carcelario:
- Hacer gimnasia.
- Cantar en voz alta.
- No pararse en la puerta de la celda en los recuentos diarios.
- Tener miradas ó actitudes que interpreten como “desafiantes”, etc.
etc. etc.
Me propuse, fervientemente, no promoverme mayores problemas, a los ya
vividos, por lo que, sencillamente no los busqué.
Un antropólogo social, “el flaco” Alejandro Islas del Peronismo de Base, y
yo, fuimos elegidos, entre los de mejor conducta, para hacer de
“limpiezas”.Limpiábamos el pabellón, repartíamos la comida, celda por
celda, y, cuando el humor de la guardia lo permitía, hacíamos mandados
llevando diarios, revistas y libros, de celda en celda. Nuestro jefe de
guardia era un “pendejo” sádico, carnicero y verdugo apellidado Guerrero.
Entre su frondoso prontuario, ostentaba haber matado a golpes, a un
detenido, en los calabozos. Cualquier falta, por mínima que sea, equivalía
al castigo. Mi compañero de tareas interpretaba que nos pusieron en esos
menesteres por ser de los pocos profesionales universitarios del pabellón,
para humillarnos e intentar degradarnos, aún más, si cabe. “Mirá, flaquito”,
le dije, “estamos buena parte del día fuera de las celdas, hacemos
ejercicio, nos bañamos con agua caliente, y, por las noches, cansados,
dormimos mejor. ¿Y si miramos el lado bueno de las cosas?”. Lo pensó un
poco, sonrió, y dijo “claro, ¿por qué no?”. La guardia nos controlaba
férreamente sobre la equidad de las raciones, previendo detectar que, por
afinidad política, otorgáramos prebendas diferenciadas. El “puchero” de los
martes constaba de un pedazo de carne hervida (“tumba” en la jerga) con
dos papas. Estaban, según los guardias, rigurosamente contados. No se
podía dar más de un trozo de carne por compañero. Una vez, poco antes
de llegar al fin del pabellón, nos quedamos sin carne. Contamos y faltaban
diez raciones. Nos llevaron, con el “flaco”, a un cuartito cerrado, cerca de la
entrada. Nos dieron una paliza, pero, argumentando “en su propia ley” los
convencimos. “Oficial” le dijo Islas a Guerrero, “como los guardias
vigilaban, celosamente cada ración que repartíamos, es imposible que le
demos algo de más a cualquiera. Alguien contó mal, es
todo”.Afortunadamente, el guardia, que tampoco quería problemas, ratificó
sus dichos, trajeron más comida y todo terminó. Nos dolieron un par de
días los golpes, con la alegría de saber que “la pelota rozó el travesaño”, y
por poco no fue gol… Los mandados sólo podían hacerse en sentido
Norte-Sur, y cualquier alteración debía consultársele a la guardia,
quedando a su arbitrio el autorizarlo. No obstante, el equilibrio del sistema
era tan inestable, que era mejor no desafiar al demonio, porque,
inevitablemente, te calcina. Y llegó K. al pabellón. Era, según versiones
difundidas por los “buchones”, un “importante jefe montonero” de Mendoza.
Payo, flaco y alto, era estudiante de medicina. Tenía un aire de
perdonavidas, de “supremo”, y nos miraba a todos como si fuéramos
74
los sesos ¿no querés que te cuente cuando crucé la cordillera?, es muy
divertido”. “Bueno, mientras tanto hago un budín de pan, con el que sobró
de ayer”. Y le hablaba de los glaciares y los flamencos, del vuelo pausado
del cóndor, el galope de las vicuñas. Escuchaba con los ojos muy abiertos,
con la curiosidad de un niño, con el candor de los inocentes… ” ¿Y cómo
son las vicuñas?”, preguntaba. Y se las describía, la suavidad de su vellón,
que con cien gramos hacen un poncho más abrigado que cualquier
campera, aún las más acolchadas”. “Con cien gramos, ¿nada más?, me
estás jodiendo…”·”Te juro por lo que más quieras, aparte, vos sabés que
no miento…”. Ya en la cama, en el silencio sepulcral de la noche
carcelaria, se quejaba: “Nunca voy a saber si sos jefe…”. “Tranquilizate,
viejo, ¿cómo podés saber de mí, lo que ni siquiera yo sé?”. Y le costaba
dormirse, oprimido por una dialéctica falaz e incomprensible. La lógica es
un engendro mutante que te lleva a cualquier lado, raramente a la
verdad…Por la mañana se juntaba todo el recreo a conversar con su “jefe”,
quien, en medio de tanto despelote, debía tratar de darle alguna consigna.
Pero yo tenía mis angustias, y no estaba dispuesto a conversar, era un
“día malo”, entre los muchos que pasamos en prisión. Cuando quiso
empezar a parlotear, le inmovilicé los brazos y oprimí su cuello con fuerza,
cada tanto lo dejaba respirar un poco, mientras le murmuraba al oído “hoy
los presos no hablan, sólo descansan, esta es la colonia de vacaciones,
donde venimos a pensar… ¿estás de acuerdo?”.Sacudió la cabeza
afirmativamente y estuvo callado toda la tarde, hizo un budín de chocolate
y trepó hasta la lejana banderola, para que el viento del invierno lo enfríe
bien. A la noche, en prenda de paz, me sirvió más de la mitad, y, siempre
en silencio, se acostó. En la oscura quietud del infierno lo sentí llorar,
quedamente, largo rato. Me dio impotencia mi barbarie, pues casi lo mato.
Me dio pena por él, porque no cumplía sus mandatos, y, por poco, no la
cuenta más. Comprendí que la tomé con el instrumento, y no con la
cobarde mano que lo maneja, cuyo objetivo inequívoco era cagarme la
vida (¿más todavía?). Por la mañana le hablé “perdoname, viejo, hace
varios meses que no veo a mis hijas, y, con todos mis kilombos de cárcel,
mi vieja anda jodida de salud”. Sonrió, y quedó aliviado, entreviendo la
posibilidad de obtener alguna información valiosa, y no los comentarios
polifacéticos que le enredaban las neuronas. Y siguieron sus
interrogatorios, y mis laberintos sin salida. Un día, enfermo de impotencia,
me dijo “Digas lo que digas, no nos importa, sabemos que no podés ser
otra cosa, que ser jefe”. Reí, para mis adentros, patilla estaba hablando mi
lenguaje, su cerebro estaba amasado a los antojos de mi perversidad.
Pero yo estaba cansado, la cárcel va minando, sin pausa, las fibras de tu
equilibrio emocional. Entonces decidí tomar la iniciativa, y, en un
sorpresivo gambito de caballo, comencé a hablar. “Mirá, patilla, vamos a
comunicarnos con claridad, tengo que contarte que, en realidad, sí soy
jefe, pero no de lo que vos creés, yo soy un patriota, soy capitán del
ejército, estoy aquí, trabajando encubierto, ejecutando verdaderas tareas
de inteligencia. Y vos, lo único que estás haciendo es entorpecerme el
laburo, sin darte cuenta te ponés en peligro vos y tu familia. ¿Querés que,
para demostrarte que es cierto, haga matar un familiar tuyo? ¿Tu vieja ó
algún hijo? Avisame nomás, y le metemos” Patilla estaba despavorido “¿Y
cómo pasás la información?, no te veo hablar con nadie…” “A mi madre,
77
Lovecraft haciendo lo mismo con “Los mitos de Ctulhu”. Un poco con Dios
y otro con el diablo, para romper la monotonía.
Cuando comencé a escribir esta crónica, injustamente, tenía recuerdos
odiosos de Patilla. En estas últimas palabras, lo evoco con sincera pena.
Odio, sin dudas, al cabrón que lo usaba, sin contemplaciones, para lograr
sus bastardos fines La infamia de la manipulación transformó, al pobre
ladronzuelo, en el peón “sacrificable” en un terrorífico partido de ajedrez,
donde el demonio, teniendo todas las chances a su favor mordió el polvo
de la derrota, por el inesperado “gambito de caballo”. Treinta años
después, no logro ponerme de acuerdo referente a si fui, ó no, jefe de
algo…pero, ahora, ¿a quién le importa?
Epílogo
El paso de los años nos da la sabiduría que nace del ejercicio pleno del
amor. Por él nos comprendemos a nosotros mismos, para empezar a
entender, cuanto menos un mínimo del universo. Tuve una vida plena, y no
me arrepiento de nada, porque volvería a cometer todos y cada uno de los
errores, que me enseñaron a lograr unos pocos aciertos. Aprendí la difícil
coexistencia del bien y el mal, no como hechos abstractos, sino como
entidades perfectamente discernibles, que nos brindan posibilidad de
elección. Sufrí, en nombre de la ética importantes retrocesos laborales y
económicos, disfrutando la alegría de ser “diferente”, sin que ello implique
ser mejor ni peor que nadie. Enfrenté a poderes demasiado consistentes,
para mí, y con perseverancia e ingenio logré éxitos que me solazan. Sé
que “nada es fútil ni inconsecuente, y nuestras vidas labran huellas en la
estepa sin fin del universo…”
que estaba asolando nuestro país. Luego entré al tema que me aquejaba.
“Estoy buscando trabajo, no consigo”. Pensó un rato. Discó el teléfono:
“Hola Domingo, mi viejo querido, tengo un compañero geólogo que busca
trabajo…Si, si sabe de perforaciones para agua…Bueno, allí va a
presentarse”. Colgó y me dijo: “Te esperan en dos días en Tucumán, en
esta dirección”. Nos despedimos con un fuerte abrazo. A pesar de nuestros
crónicos canibalismos, a veces los peronistas nos ayudamos. Era, en ese
entonces, una firma ponderable, entre las más importantes en el rubro. Me
hice cargo de una licitación en Güemes, Salta. La empresa estaba a punto
de ser echada de la obra, por su incumplimiento, en tanto que el gerente
regional y el jefe de obra robaban a manos llenas. Con tesón reencaucé
los trabajos, y, en poco tiempo era “el niño mimado” de Techint, contratista
administradora del consorcio. . A los tres meses ya facturaba, con los
quince obreros que me acompañaban, más de trescientos mil dólares de
ganancia mensual. Fui citado por el presidente a Mendoza. Hasta había un
pasacalle de bienvenida, dedicado a mí, en el acceso a la fábrica. Conocí a
Domingo Dúo (“Don Domingo”), el propietario. Era un sesentón de cabellos
blancos, con la piel ligeramente rojiza (por eventual afición alcohólica),
facciones enérgicas, y negros ojos duros que reflejaban su alma. Me
felicitó por la gestión y analizamos el futuro rumbo de la obra. Planteé mi
pretensión salarial, y, sin muchos regateos, nos pusimos de acuerdo.
Fuimos interrumpidos por su secretaria “Don Domingo, Roque Benegas
necesita verlo”. Después supe que era un tornero con 22 años trabajados
en la empresa. Entró, con su mameluco engrasado, tenía cabello
entrecano, mirada mansa y manos cubiertas de callos y cicatrices, de tanto
manipular caños de grandes diámetros. “Don Domingo” saludó, sin
atreverse a sentarse, “interné a mi señora grave y debe operarse, necesito
que me adelante unos pesos sobre la quincena que tengo para cobrar en
sólo dos días…”. “Hijo” contestó el potentado, “si a tu señora la operan
puedo darle mi sangre… Pedime la sangre, ¡pero no me pidas plata!”. El
operario se retiró, con los hombros derrumbados. Cuando me despedía,
Don Domingo me dijo: “Hijo, cuando quieras aumento, vení a hablar
conmigo a Mendoza, pero no me robés...”. Retiré de contaduría una “caja”
para gastos de la quincena, y averigüé dónde vivía Benegas. Concurrí a su
vivienda, humilde pero pulcra, con un jardincito desbordante de flores. Me
abrió la puerta, sorprendido “Licenciado ¿qué lo trae por aquí?, pase, por
favor, siéntese”. Y me invitó una copa de exquisito Jerez añejo. “¿Cuánto
necesita para su problema?”. Me dijo la cifra, saqué un fajo de billetes del
bolsillo y cubrí su requerimiento. “Por favor, déme su número de cuenta en
Tucumán, apenas cobro se lo giro”. “No me devuelva nada, Benegas, ni le
cuente a nadie, lo que importa es la salud de su señora”.
Regresé a mi trabajo en Güemes un viernes por la tarde, todo andaba
sobre rieles. Subí a Salta, a ver un repuestero amigo, y conseguí una
factura por la reparación de una caja de transferencia original. Anoté en el
libro de novedades “rotura de caja de transferencia, equipo parado en
reparación”. El dinero “enajenado” sobrepasaba el “subsidio” otorgado a
Benegas, y, de inmediato, decidí en qué invertirlo. El sábado a la noche,
ordené que se pare el equipo, y que todos los trabajadores se pongan de
punta en blanco. “Esta noche vamos todos al prostíbulo, la empresa
paga…”. Al amanecer estábamos tomando un café con mis dos
80
maquinistas, y uno de ellos preguntó “¿Es cierto que Don Domingo nos
pagó esta joda?”. Reí a carcajadas “¿ustedes creen que este viejo, avaro
del demonio, nos regalaría algo?, si se entera sufre un derrame…” Fue la
única vez que le robé a Don Domingo…
LABERINTO
vehículo de este tránsito entre los hombres, sin ser mejor ó peor que el de
nadie, es bueno para ti”.
Me brindaron instrucción militar en una falange selecta, guardia personal
del Inca, Con prontitud me destaqué en la tarea. Las armas semejaban
prolongaciones naturales de mi cuerpo, y, para éste, parecían diseñadas
en forma exclusiva. La celeridad y certeza de mis golpes eran motivo de
elogios entre los jefes militares del imperio. Fui enviado, en una reducida
escuadra, a sofocar una revuelta en una levantisca tribu aymará. Los
rebeldes nos aguardaban en la boca de una estrecha quebrada; en
posición fácil de guardar y penosa de quebrar. Nuestra primera fila eran
lanceros con altos escudos de bronce. Me ubicaron en la segunda línea,
con hacha. Apenas chocaron las formaciones, salté sobre mi vanguardia,
cayendo sobre los oponentes cual un remolino de muerte, cortando brazos,
hundiendo cráneos y desgarrando pechos enemigos. Los incas me
seguían, como imparable aluvión, impelidos a protegerme y
desconcertados por mi temeridad. En poco tiempo, literalmente aplastamos
la rebelión, y los supervivientes huían a los montes en desbandada. Con
serenidad nos trasladamos a la aldea, y el general convocó al pueblo: “es
una jornada de dolor por nuestros muertos, en esta absurda pelea entre
hermanos...Por mi intermedio el Inca os hace llegar todo su amor y
comprensión, y llora con vosotros por los valientes aimaráes caídos en
combate. Como compensación, mi señor, el emperador, os exime por un
año del tributo de granos y oro”.
El pueblo, entre el desconsolado llanto por sus hermanos perdidos, y la
clemencia del rey, no salía de su estupor.
En la primera oportunidad que tuve, indagué a mi jefe:
- ¿Cuáles fueron las causas de esta revuelta?
- Obtener las concesiones que le hemos otorgado.
- Entonces... ¿por qué la guerra?
- Ellos no han querido dialogar, simplemente se rebelaron.
- Y si fueron derrotados, ¿por qué los beneficias?
- Sus reclamos son justos, han tenido mala cosecha, y nevó en
abundancia en los cerros donde están las minas, malogrando el
trabajo. La fuerza armada fue contra la rebelión, ellos eligieron la
violencia al diálogo. Por ello, aplastamos la sedición con la fuerza, y
atendemos los problemas con la razón.
- Pero, ¿acaso la victoria no te habilita para imponer las condiciones
más ventajosas a los intereses del Inca?
- Debemos diferenciar derrota de humillación. Es decoroso caer
frente a un gran oponente, pero el triunfo no habilita a pisotear a los
caídos. Como verás, nuestra acción es satisfactoria para las partes,
y estos pueblos, convencidos de nuestra vocación de justicia,
permanecerán como aliados del imperio.
Nuestro cirujano curó, con igual devoción, heridos incas y aimaráes, y
retornamos al Cuzco.
Mucho tiempo cavilé, cuánto tenía que aprender sobre los hombres, sus
guerras y la paz.
A partir de entonces he intervenido en numerosas escaramuzas, y fui
tomando conciencia que, un buen ejército, puede ser, también, garantía
para una tranquilidad duradera.
88
travesía. En una luna, con suerte, estaría en los valles del pueblo
Kalchakí. La altiplanicie es un paisaje desnudo y feroz, donde las
distancias parecen estáticas, y todo es inmenso, lejano...En este seco
erial, olvidado por los Dioses, son grises las arenas, las andesitas de
los volcanes, las salinas y los ciénagos. Sólo muy de tanto en tanto,
una vega verde esmeralda, me permitía acampar, para pastaje de mi
exhausta tropilla. Era risible, de ser uno de los hombres más poderosos
del imperio, mis pertenencias se limitaban a ocho llamas cargadas con
víveres, abrigo y mis preciadas armas de bronce. Todo el oro que tenía
era el medallón que me obsequiara el Inca. En realidad, jamás me
había inquietado el acopio de bienes, a diferencia de muchos
cortesanos, vivía en forma austera, sin que nada me falte. Cuando
comencé a influir en la política exterior del Inca, acudí en defensa de
los pueblos conquistados, contra las costumbres esclavistas del
imperio. Con mis triunfos en tantas guerras, puede haber llenado mi
residencia de oro, con los premios del emperador; más, conocedor del
sufrimiento humano necesario para obtener cada brizna de metal,
siempre rechacé su posesión. Fui, entonces, un Inca pobre, pero, y
recién ahora lo comprendía, tuve una gran riqueza influyendo sobre el
emperador, para garantizar mejor vida a varios millones de
conquistados. Era hoy, en mi exilio, más menesteroso que cualquier
humilde pastor del Ande, pero el maestro, el Inca y los Dioses hicieron
posible crecer mi espíritu. Ahora, mientras meditaba durante mi marcha
lenta, por este techo sombrío del mundo, comencé a recordar a mi
padre, cuya mayor enseñanza fue hacerme odiar el dolor ajeno.
Gracias al maestro conocí la importancia sustancial que detenta el
amor en la vida del hombre. Con el Inca aprendí el valor de la amistad y
la lealtad. Volvía del imperio con una hermosa familia. Entonces
comprendí, que, a final de cuentas, era uno de los hombres más ricos,
entre tantos que había conocido.
El viento seco y helado de la altura nos cortajeaba la piel; los víveres
escaseaban, cada vez más, y la escasa agua dulce que teníamos era
un bien preciado, para humanos y bestias.
Tuve suerte al atravesar, con mi flecha, a una joven vicuña que pastaba
en una hondonada. Junté su sangre y le di de beber a Mayllú y a Illí,
mojando con suavidad sus labios resecos y partidos. La asé al fuego de
una yareta, y nos supo a gloria, luego de tanta privación.
Pasaba el tiempo y las distancias eran esquivas e insoportables. Tuve
que sacrificar dos llamas para comer, con el único consuelo que serían
dos bocas menos para compartir el agua. Mayllú se bamboleaba por los
médanos como un saco de huesos, y la niña, de tan desnutrida, dormía
todo el día en mis brazos. Una noche nos detuvimos a reponer fuerzas
en un áspero pedregal, cargueras y personas desfallecientes, de
hambre y sed. Por primera vez, en mi existencia, me sentí derrotado,
sin esperanzas. Subí a una alta peña, abrí mis brazos, y les rogué a los
Dioses por nuestras vidas... Nada respondía en el silencio, hueco e
inmensurable, de esa oscuridad densa y final. Sólo el viento silbaba,
burlón e incoherente. Por la mañana nos despertó el sol hirviente; las
llamas no estaban, y trepé una roca, para intentar avizorarlas. Las
cargueras comían y bebían en una extensa vega, a escasa distancia de
94
- Los Dioses me dieron la visión; por esta quebrada corre un inmenso río
subterráneo, excavemos y veréis.
Comenzamos a labrar una zanja en el saturado subálveo, y el
agua afloraba a raudales incontenibles; mis socios aullaban de emoción.
Pusimos mano a la obra, un grupo se haría cargo de la captación y
conducción del agua, el otro desmontaría y nivelaría las parcelas,
siguiendo mis precisas instrucciones. Construimos una inmensa galería
filtrante, llenando la excavación con gravas permeables. El agua corría por
una ancha acequia, revestida con lajas y juntas tomadas por cemento. Al
mes nuestra colonia era un vergel, y las chacras tenían ya mayor altura y
robustez que cualquier otra sembrada hasta con tres semanas de
antelación.
Un atardecer llegó un cazador, exhausto por la carrera, avisando
a los gritos:
- Suben salvajes Lules, son centenares de guerreros, están a un día de
marcha. . .
Se reunió el consejo de ancianos, y un jefe propuso:
- Nos refugiamos en el pucará, y resistamos el asedio.
- Permíteme noble anciano – intervine – cuando se nos agote el agua
estaremos a su merced. . .
- ¿Qué propones, entonces. . .?
- Salgamos a su encuentro y los embosquemos; ¿acaso no vienen por
una quebrada?
- Así es, contestó el cacique.
- Entonces busquemos algún pasaje angosto; allí el peso del número tiene
poca consistencia; pondremos lanceros en el fondo de la quebrada,
arqueros en la falda y aún podremos llevar a las mujeres jóvenes que
ayuden con honda. Que el poblado quede sólo con niños pequeños y
ancianos.
Mi prestigio en la comunidad era ya contundente, por lo que fue
adoptado el plan. Amanecía y los invasores subían confiados por un
estrecho cañadón, cuando fueron aplastados por nubes de flechas y
cascadas de piedras. No se habían repuesto de la sorpresa cuando les
caímos encima formados en estrecha falange. Mi pesada y filosa hacha de
bronce hizo estragos; era el rojo Dios de la muerte, nuevamente sediento
de sangre enemiga. Al poco tiempo, los predadores huían en desbandada.
Matamos a todos los prisioneros, menos a uno que fue aterrado
espectador, y al que le dije:
- En este cerro hay sólo muerte para ustedes, sólo muerte. . .
Lo liberamos y huyó a la carrera, incrédulo aún de su propia suerte.
Un día entero duraron los festejos. Por la tarde siguiente, mientras
trabajábamos con Mayllú, con el riego de la chacra, fui, repentinamente,
visitado por el jefe:
- Están hermosos tus cultivos, Caan, saludó.
- Nada hubiera sido posible sin tu apoyo, señor; contesté.
- ¿Te molestaría responderme algunas preguntas?
- Lo haré con todo gusto.
-¿Quieres, acaso, ser jefe de esta tribu?
99
que comiéramos crudos dos yeguarizos, por lo que, sin monta de refresco,
y con una sola carguera, la marcha se tornó mortíferamente lenta. Los
caballos fueron muriendo de hambre y frío. La travesía en la blanda nieve
era un tormento, manos, pies, y rostro semícongelados por el viento que
levantaba, enfurecido, espesas oleadas de nieve. Sólo nos motorizaba una
críptica e inexplicable pulsión de vivir, cuando, agotadas las últimas
reservas de energía, y más allá de la acción consciente e impelidos por la
fiereza instintiva, arribamos a los toldos.
La magia del fuego, y una hirviente sopa, bebida en escudilla de madera,
fueron volviéndome a la vida. Padre hablaba, con su voz grave y pausada,
mientras la luz pulsátil de las llamas le brindaban un aspecto sobrenatural:
Nuestras tribus, al Norte del Cololeuvú, han sucumbido a la invasión de los
blancos. Estos lagos, los bosques y las bardas que separan los grandes
ríos del Neuquén y el Limay, hasta su unión formando el Negro, son
nuestras tierras. Aquí nacimos nosotros, nuestros padres y abuelos, y sus
ancestros hasta donde alcanza la memoria y comienza el arbitrio de las
leyendas. No pretendemos otro territorio, pero defenderemos el nuestro. Si
el huincá ataca, pelearemos, con sangre y fuego defenderemos este suelo
que Dios nos ha brindado, y al que nos unen sentimientos más profundos
que el amor, el odio, ó la hueca e insensible ambición de algunos
argentinos que solventan con su oro esta barbarie... Nuestros hermanos de
Chile nos invitan para hacernos fuertes a su lado, tras el Ande. Yo no
abandonaré estos bosques, soy corteza de pehuén, y entre ellos tornaré a
ser parte de mi tierra La guerra es un hecho tan cierto como inevitable...
El cacique clavó en mí su mirada inquisidora.
- Padre -repuse- nada que no sepas podría decirte, pero muy
despareja será nuestra lucha, si no tienes rifles...
- Aquí entras tú, joven príncipe de los araucanos, conoces al blanco y
su lengua, sabrás desempeñarle y pasar desapercibido entre ellos.
Tenemos oro que lavamos en los placeres de Andakollo y Huitrín. Irás con
una discreta escolta, contactarás mercaderes confiables y comprarás rifles
modernos y municiones, en cantidad adecuada. El invierno impide el
ingreso de soldados, lo que te da tiempo hasta la primavera para cumplir el
mandato. Retornarás, entonces, por las nieves que te han traído. Los
Dioses protejan vuestra marcha, nuestra supervivencia depende de tu
éxito en la gestión...
- Sea como tú dices -repuse con voz trémula, impelido a sobrevivir
para colaborar en la defensa de mi pueblo-. Un día de descanso y
abundante ingesta, parecieron demasiado exiguo, para cuanto deseaba
contarle a mi madre. En mi conciencia iba gradualmente clarificando que
mi futuro, como ministro de Cristo, habíase tornado oscuro e incierto.
Con la suerte de nuestra parte, a comienzos de la primavera retorné a
Huechulaufquen encabezando una caravana de carros colmados con
flamantes Winchester y abundante munición. Me acompañaba el
proveedor, un árabe dueño de una importante pulpería y canteras de
mármol verde al norte de las Salinas Grandes.
111
miedo e indignación. "Yo soy Rosa Pura, hija de Aurelio y nieta de Painé
Sayhueque; tu sangre es el cuarto de la mía, y eres indio por derecho,
último varón de nuestra estirpe. Tu vida estará por siempre signada por el
fuego arrogante de tus antepasados, quienes jamás retrocedieron y
murieron dando combate. Me parece verlos, hombres y caballada, una
sola cosa, galopando en la suelta arena de los médanos, vadeando
fragorosos ríos del deshielo, al compás de los inexorables tambores de los
cambios que llegaban, donde era imposible la coexistencia de los dos
mundos. El nuestro, de honor y valentía, el huincá, prometiendo paz y
amor, bajo el signo de la cruz, pero degollando a pura espada a los
rendidos. Quiero que sepas, mi pichi, que los araucanos jamás torturamos
al soldado vencido...
se hundió entre los omóplatos y salió, enrojecida, por e! pecho. Con rabia
lanceé al salinero hasta cansarme, y retorné a sacrificar a los agonizantes.
Reuní sus caballos por botín y enfilé hacia mi ruca de! pehuén, cuidando
en borrar las huellas, durante buen trecho de mi marcha, para prevenir
indiscreciones. Era noche cerrada, cuando comencé el faldeo del Auca
Mahuida, con laderas arenosas plagadas de alacranes. Los cuatro potros
de refuerzo me permitían viajar con rapidez hacia el territorio de los lagos,
para llevar mis novedades, demasiado malas como para demorarlas.
Nuestra frontera del este estaba abierta al paso de la Nación,
comprándose con traición y cobardía cuanto no se pudo doblegar en
combate. Nuestro país decrecía un tercio y la caballería perdía mil
lanceros. ¡Qué traidores y serviles pueden ser los hombres, buscando la
tibia luz del sol!!... ¿Ignoraban que los pensamientos profundos y
consistentes se presienten desde las tinieblas? Dios no está en las mesas
plagadas de manjares, sino en los helados cañadones donde se cobijan
los pobres.
Todo nuestro pueblo vivía para la guerra. Las tareas de los lanceros las
hacían las chinas y los niños. Investíamos guerreros de sólo doce años
para reemplazar a nuestros muertos, tantas veces abandonados en el
blanco desierto de salitre, para alimento de cuervos y caranchos. Hoy, la
última confederación araucana se debilitaba exangüe en agónico final.
Más, luego de un milenio de vida digna, nuestra estirpe no caería
indiferente, relegada a estos helados valles del pino y la araucaria.
Trescientos años luchamos contra el blanco invasor, y como cuña metida
en la pampa, fijamos nuestras fronteras hasta el río Cuarto. Desde las
Salinas Grandes, Capital de los Curá, dominamos todo el centro del cono
sur de América.
Las cerradas sombras del bosque, densas e hieráticas, nublaban mi visión,
imposibilitando la marcha. Maneé, entonces, las bestias, y dormí medía
noche sobre el lomo del tordillo. Jamás me había parecido más triste la
toldería de mi ruca. Mi agobiado corazón guardaba la certeza que pronto
debíamos abandonarlo todo. Las formas y colores que referenciaban mi
vida, los negros peñones, las lenguas de hielo y las gigantescas araucarias
del bosque colmado de misterio y murmullos. Mi niñez, ahumando panales
ó siguiendo incansable las huellas de algún venado inaccesible. Dejar la
tierra era abandonar los túmulos de la tumba del ancestro, toda esa
misteriosa confluencia de remotos pasados hacia futuros inexpugnables.
Mi padre escuchó mi relato con atenta gravedad. Contemplé las cenizas de
sus cabellos, aflorando, como verdad inapelable, que el envejecimiento del
cacique de la confederación me promovería a difíciles cometidos al corto
plazo. Sayhueque envió chasques a los confines de los dominios, y
patrullas de bomberos para tantear las novedades en las tierras enemigas.
Convocó al consejo de capitanejos y se evaluaron las posibilidades,
decidiéndose trasladar nuestros toldos al país de los alerces, en algún
lugar oculto entre Puelo y Futalaufquén para resguardar las familias de las
garras enemigas... Los conás en su totalidad saldrían al maloqueo, para
hostigamiento e inestabilidad de las fronteras al Norte del Colorado. Así
cortaríamos la conexión entre la Nación y nuestros hermanos proclives a
torcidas negociaciones. Sorprendimos, así, un arreo de treinta mil cabezas
118
tolteca. El paso del tiempo fue restableciendo la calma entre los hombre de
la jungla. En cambio Anahuatl persistía en su fijación de exterminar a los
selváticos. Para ello contactó con los xontoníes, vecinos de mexahuan
pero vasallos del imperio, y cuyos exploradores ocultos detectaron,
finalmente, la nueva localización de la tribu de Xahuantzé.
Con tiempo y cautela preparó el monarca la expedición punitiva. Sus
tropas irían acompañadas por guías expertos – que supieran moverse por
la selva- para avanza en forma veloz y silenciosa.
Sólo el tardío ladrido de algún perro alertó a los mexahuan que tres
nutridas columnas toltecas se abatían sobre la aldea. Cercados entre el río
plagado de pirañas, y la furia incontenible de los invasores, poco guerreros
pudieron superar la sorpresa y vender caras sus vidas. Todo el pueblo fue
arrasado sin tomar prisioneros; mujeres y niños fueron también degollados
sin misericordia. Anahuatl., en persona, comandó el ataque. En su furia
vengadora daba muerte, con sus propias manos, a los aprendidos con vida
El cuerpo y la túnica del emperador estaban tintos y rezumantes de sangre
mexahuan. Terminada la masacre, hizo quemar las chozas, para luego
emprender el retorno a las lejanas montañas.
Tzinaho retornaba, con otros seis guerreros, de una partida de caza.
Habían cobrado numerosas piezas, y marchaban exultantes, a pesar de la
voluminosa carga. Detuvieron su marcha para un breve descanso junto al
río, cuando la brisa les trajo un fuerte olor a humo. Dejaron su carga, y
emprendieron veloz carrera hasta sus lares. El espectáculo los dejó sin
habla. Ni un sólo hijo de la selva quedó con vida. El cacique Xahuantzé, y
varios bravos colgaban cabeza abajo, totalmente desollados, seguramente
muertos bajo feroz tormento.
Hicieron un rápido conciliábulo, y Tzinaho tomó la palabra:
- Nada nos queda, no sé si hay venganza que pueda lavar tanto daño;
tampoco tendrán objeto más muertes. Lo cierto es que nuestras vidas no
tienen más sentido
.- Muerte a los toltecas, repitieron uno a uno los últimos mexahuan.
Xahanaví era un robusto cuarentón de sienes blanquecinas, y tomó la
palabra:
- Soy el más viejo, y tomare el mando. No podemos perder tiempo si
queremos alcanzar al enemigo todavía en la selva. Será imposible enterrar
a tantos muertos.
-Los quemaremos entonces –dijo Tzinaho- no quiero que a mi gente la
coma la carroña de la selva.
Los demás asintieron y pusieron manos a la obra, juntaron abundante
leña y armaron una pira voluminosa, donde fueron apilando los
cadáveres. No había tiempo para pensar ni sufrir, sólo quemar y
quemar tantos cuerpos amados.
Tzinaho golpeó con una vara los despojos de su padre, para espantar
la nube de moscas verdosas agolpadas en sus colgantes vísceras. El
pecho del viejo jefe había sido abierto y su corazón no estaba ya en él;
seguramente había sido engullido por los toltecas. Descolgó el cuerpo
de Xahuantzé y, con respeto –no carente de afecto- lavó los restos,
guardando en el hueco del abdomen las entrañas arrancadas en vida
por el demencial tormento.
143
Dos huecos quedaron donde brillaban los ojos, por donde su hacedor le
enseñara muchos misterios y paradojas de la vida. Cerró los párpados,
y el sólo contacto lo inundó de recuerdos.
Una mañana, lo despertó su padre:
- Junta tus armas, y acompáñame.
- ¿Vamos de cacería, padre?
- No, recorreremos parajes lejanos, quiero que conozcas a nuestros
enemigos.
En prolongada e incesante marcha de varios días, atravesaron las
selvas hacia el naciente, cazando, solamente, pequeñas presas para el
viaje, y alimentándose, principalmente, de frutos y bayas silvestres.
Habiendo ascendido la cima de una escarpada loma, Xahuantzé indicó:
- Mira, hijo, el agua grande. . .
El jovencito quedó maravillado por la contemplación de esta
interminable extensión verde translúcida, que rompía, rugiente, en la
escabrosa ribera.
- Tras estas aguas hay otras tierras, donde viven los caribes, nuestros
enemigos. Ellos recorren todas estas tierras, cazando a nuestra gente ó
a los pueblos vecinos.
Varias jornadas recorrieron la costa marina. Una noche,
mientras descansaban en la quieta calma de la fronda, fueron alertados
por aullidos cercanos. Ocultos desde el borde de un claro observaron
casi dos decenas de salvajes desnudos, bailando y gritando como
posesos alrededor de una gran hoguera, junto a la que estaban
maniatados tres prisioneros. Los caribes tenían su cuerpo pintado de
blanco, dándole tétrica apariencia de espectros infernales. Los cautivos
eran un hombre, una mujer joven, y un niño que rondaba los seis años.
Los caníbales violaban a la mujer, entre risotadas ante los aullidos de
furia de quien, seguramente, era su compañero.
- Las presas son pescadores costeños – díjole quedamente
Xahuantzé-, gente inofensiva. . .
A instancia de su padre, treparon un árbol próximo al calvero, y
esperaron silenciosos.
Primero sacrificaron a la mujer, después al hombre. Luego de
desollarlos, concienzudamente, los doraron al fuego y engulleron con
delectante fruición. Saciadas y agotadas las bestias, fueron quedando
dormidos al calor de las brasas. Confiados en el terror que inspiraban
no dejaron guardias. Los mexahuan rodearon el campamento hasta el
sector más próximo a donde dormía el pequeño cautivo. Callados,
certeros y mortíferos, degollaron seis salvajes que dormían próximos al
prisionero. Su padre tapó la boca del niño, lo cargó, y lentamente,
salieron del claro y se adentraron en lo profundo de la selva. Ataron
cuidadosamente la criatura en un grueso tronco y retornaron al
campamento caribe.
- Sube un alto árbol al otro extremo del descampado – dijo Xahuantzé –
y cuando escuches el primer grito tira dardos envenenados hacia los
que tenga más próximos.
Mientras aguardaba, temblando de ansiedad, sólo atinó a pensar cuál
sería su futuro, si era descubierto y apresado. Un salvaje dejó escapar
un alarido de dolor, y Tzinaho acertó su primera presa. . . Cuatro
144
qué debía morir este hombre joven y sano? Para satisfacer la ambición
de un necio reyezuelo? Acaso, ¿no era único, irrepetible e
irremplazable para quienes lo amaban? El mexahuan lavó su cuchillo y
sus manos, se sentía sucio, culpable y frustrado por esta matanza que
lo iba vaciando más y más. Nada le devolvería el amor de su mujer, la
ternura de sus hijos ni el bullicioso alboroto de su aldea. Todo estaba
perdido.
Sabía, con certeza, que lo mejor de sí murió con la masacre
de su pueblo. Sólo había supervivido su fibra más sórdida, su instinto
de bestia; un demonio vil y sanguinario, para nada superior a los
toltecas. Cerró los ojos del –circunstancial- enemigo, quitó el silbato de
su mano, y reinició su guerra privada. Nueve toltecas dejaron la vida
durante esa jornada; y sólo al caer la noche advirtieron, sus
compañeros, las bajas. El terror fue ganando a los perseguidores. Los
guías xontoníes afirmaban que el mexahuan no era humano, sino el
mismo demonio, silencioso y mortífero; y que, seguramente, los
devoraría a todos al ampara de la noche.
- Son ridiculeces –acotó el oficial del imperio- es sólo un hombre; ó
¿acaso no vimos sus rastros de sangre en la maleza?
Por la mañana la situación no mejoró; los xontoníes habían
desertado y la moral de la tropa era insostenible. El jefe reunió a sus
hombres, advirtiendo:
- Cazaremos a este salvaje, aunque dejemos la vida en la empresa, la
deserción se pagará con la muerte, si es que antes no los encuentra el
mexahuan.
Se diseñó una nueva estrategia; irían en parejas y se
reagruparían al mediodía para evaluar la marcha de los
acontecimientos.
Estaba el sol en el cenit cuando se reunieron los restos de la
patrulla, incluyendo al jefe quedaban ocho guerreros. Imposible
determinar si las bajas eran por muerte ó deserción; ¿qué más daba?
Tampoco era consecuente indagarlo. Comieron en silencio, con los
ojos despavoridos auscultando la jungla impenetrable, tratando de
advertir la oscura muerte acechando desde la imponente copa de los
gigantes de la selva. Repentinamente, una saeta envenenada hincó el
dorso de un bravo, que cayó entre quejidos y sollozos, retorciéndose
de dolor. . .
- No quiero morir. . gemía, renegando ante lo inevitable.
Pero el curare fue, una vez más, certero, y la muerte,
piadosa, llevó prontamente al agonizante. Cinco toltecas se
dispersaron en la maleza, aullando de terror.
- Deténganse, imbéciles. . . Bramaba el oficial; más fue inútil.
Al poco tiempo sólo se oían los gritos de los guacamayos y
los chillidos de los monos en los altos árboles circundantes.
Los dos toltecas se miraron en silencio; el jefe, sentado en la
grama, clavaba su lanza jugando con la corteza de un grueso tronco,
por fin, musitó:
- No podemos volver; seríamos ejecutados; nuestra única alternativa
sería asilarnos en algún pueblo de la costa.
148
EPÍLOGO