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Los historiadores chilenos frente al bicentenario

Distorsiones de nuestra identidad:


sobre espej[ism]os culturales,
acumulación protésica
y olvidos etnocéntricos

Jaime Valenzuela
Pontificia Universidad Católica de Chile

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P ersonalmente, me parece sospechoso y cuestionable hacerme parte del


implacable y políticamente correcto aniversario que se nos viene en-
cima. Más todavía cuando –como siempre sucede en estos casos– se trata
de la construcción oficial de una “conmemoración”, levantada sin cuestio-
namiento en torno a la efímera, artificial y, sobre todo, ambigua fecha de
1810. Más sospechoso aún me parece la “celebración” de una supuesta
“independencia” que habrían conquistado unos lejanos héroes omnipo-
tentes, sacralizados por las historias oficiales, los manuales escolares y la
memoria colectiva. A mi juicio –y reconozco la tendenciosa orientación
de la parcela temporal a la que me dedico– puede ser más útil reflexionar
sobre un período más amplio, uno que abarque los grandes procesos que
han venido fraguando a este país y a sus habitantes desde hace más del
doble de tiempo que el mentado bicentenario, y frente a los cuales la Jun-
ta de Gobierno que en 1810 comenzó a empinar a la oligarquía criolla al
poder aparece como un hito fáctico; sin duda espectacular e inédito, pero,
en las secuencias y dinámicas que nos interesan, un simple hito.
Un proceso, en particular, nos parece relevante como centro motor de
nuestra reflexión, en la medida en que constituye, también, un eje neu-
rálgico de lo más trascendente y sustantivo que pudiese emerger como
producto de los múltiples análisis que rodearán a esta fecha: el proceso de
construcción histórica de la identidad, aquélla que reconocemos como “na-
cional” o “chilena”, con todas sus ambigüedades, contradicciones y mitos.
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Una identidad forjada, desde sus inicios, sobre la base de espejos ex-
ternos. O, quizá, convendría mejor hablar de “espejismos”. En efecto, ya
con los primeros hispanos que arribaron a las costas americanas inmigra-
ba también el afán por disfrazar la verdadera identidad, por aparentar ser
otro, por levantar falsos referentes y borrar los orígenes. Los modelos aris-
tocráticos del “Viejo Mundo” sirvieron para iluminar las formas y canalizar
los deseos. La invasión de los territorios y la dominación colonial sobre las
etnias locales, unidas a la distancia de los referentes metropolitanos, pro-
dujeron sistemas de convivencia y de explotación que ayudaron a consoli-
dar las prácticas “feudales” de los neoseñores; aunque, al mismo tiempo,
determinando adaptaciones regionales y deformaciones híbridas propias
de los procesos de reconfiguración mestiza de las geografías, de los hom-
bres y de las mentalidades.
En la periferia del imperio, limitada en recursos y desangrándose en
una eterna “guerra” –a veces real; en general, imaginaria– la sui generis oli-
garquía chilena se encargará de diseñar un velo ennoblecedor que cubrirá
sus modestas carnes. Lima y su aristocracia se levantarán como un paradig-
ma de las apariencias y de los comportamientos. Desde la importación de
arte hasta la de carruajes, pasando por vestimentas y libros, el espej[ism]o
limeño funcionará en forma permanente a lo largo de los siglos coloniales,
tanto en la cultura material como en el universo simbólico.
Para los hispanocriollos más modestos, por su parte, esta circulación
y copia de modelos culturales exógenos va a permitirles participar de una
lógica similar. Esta vez, serán las propias elites locales, mediatizadoras del
514 modelo, las que servirán como espej[ism]o, considerando que en una so-
ciedad que basaba los privilegios y posición social no sólo en el nivel de
riqueza sino, también, en la capacidad de aparentar una realidad, los “en-
gaños” de la apariencia podían funcionar como mecanismos de movilidad
social. Disfraces que, necesariamente, conllevaban una mutación de la au-
topercepción, así como de la relación con los otros, negación de los oríge-
nes y actitudes “arribistas” que, a estas alturas, se develaban transversales a
la sociedad colonial y, por ende, constitutivas de una identidad colectiva.
Esto último se confirma al observar comportamientos similares en in-
dividuos que no formaban parte de los segmentos hispanocriollos, no po-
seían su color de piel y, por lo tanto, no podían compartir automáticamen-
te las pretensiones de hacerse pasar por alguien superior. Indios, morenos
y, sobre todo, mestizos articulan su particular “juego de espej[ism]os” en
torno a la comunidad hispana pobre con la que comparten barrios y tra-
bajos, imitando vestimentas, falsificando su categoría étnica, aprendiendo
a hablar como los europeos, participando de sus espacios religiosos... Sin
ir más lejos, la piel oscura del mestizo podría quizá asimilarse a los pig-
mentos árabes que circulaban genéticamente por la epidermis del “bajo
pueblo” español.
Las “identidades chilenas” –así, en plural– se constituyen, entonces,
desde sus orígenes, sobre la base de al menos dos grandes ejes simbó-
licos: por un lado, el referente de modelos exógenos, que actúan como
espej[ism]os constructores de realidad, y, por otro, la capacidad de “enga-
ñar” con la apariencia externa, disfrazando el “yo” y, en consecuencia –co-
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mo apunta la Antropología– mutando la autorrepresentación identitaria;


siendo ambos comportamientos conscientes y cotidianos.
Con la “independencia” surge la necesidad de edificar un nuevo paradig-
ma sociopolítico, el que debe basarse en la unificación territorial y simbólica
de los habitantes que calzan dentro de los límites artificiales del nuevo país.
Canciones, escudos y banderas comienzan a poblar las calles públicas y las
casas privadas. Leyes, reglamentos y discursos reorganizan lo correcto, le-
vantan los andamios políticos, promueven los ideales de las “nuevas” elites.
Todo ello conlleva, como sabemos, el despliegue de nuevos espej[ism]os fo-
ráneos: ideologías libertarias, nociones de nacionalidad y modelos de orga-
nización estatal; sin dejar de lado elementos mucho más cercanos, como los
mismos emblemas nacionales, que, en definitiva, no dejan de ser parches
de colores con estrellas franco-estadounidenses. Éstos y otros elementos se
adhieren acumulativamente a “nuestra” identidad, levantándose discursiva-
mente con una paradojal autenticidad, como si fuese parte de “lo chileno”;
y como si “lo chileno” estuviese anclado en la eternidad telúrica, inmemorial
e indiscutible que pregona el fundamentalismo atemporal e irracional de
aquello que denominamos patriotismo. Así lo presenta y lo proyecta la “cla-
se política” decimonónica y así lo aprende –hasta hoy– la masa escolar que
se nutre en los manuales patrioteros de los futuros ciudadanos.
Más tarde sería el turno de los siúticos burgueses mineros, los grandes
patrones hacendales y los ricos traficantes mercantiles, que importaron las
modas europeas para sus palacios y las plazas. Desde las sillas de sus caba-
llos y desde sus asientos parlamentarios, vivían su nuevo espej[ism]o de la
modernidad belle époque, distribuyendo vitrales, pisos de cedro, puentes 515
“eiffelianos”, colinas convertidas en paseos románticos... sin olvidar los es-
nobismos de todo tipo. En la otra sociedad, desde el medio y desde abajo,
funcionarios, comerciantes, artesanos, inquilinos y peones seguían los en-
tretelones y asumían la dinámica “nacional” que los importadores elitistas
estaban desplegando. Por cierto, no al mismo nivel ni con la misma sumi-
sión. En todo caso, a la hora de los discursos emotivos, de la irracionalidad
patriota y del nacionalismo sanguíneo, todos por igual se vestían con el
trapo tricolor y partían a degollar a peruanos y a bolivianos.
Nuestra identidad, pues, no sólo se ha ido conformado sobre la base
de aquellos espej[ism]os exógenos sino que ellos han ido fundiéndose –
intencionada o inconscientemente– como prótesis de nuestra identidad. A
decir verdad, la identidad chilena no existe sino como un cúmulo de pró-
tesis identitarias, que han terminado fundiéndose en lo que consideramos
“lo chileno”. Los ejemplos más sensibles y referentes obligados cuando se
habla de esa identidad son, también, ejemplos patentes de esta gran fala-
cia. En efecto, además de la bandera, que ya mencionamos, la vinculación
del cóndor con el escudo nacional implica la chilenización de un ave que
pertenece a todo el mundo andino; mundo al que, paradojalmente, el Es-
tado chileno y la identidad que reivindican sus ciudadanos le han dado la
espalda desde hace décadas: ¡los “ingleses de latinoamérica” no pueden
ser parte de un universo tan indígena!
Si nos vamos a otro plano, la empanada, erigida como signo manifiesto
de nuestra identidad gastronómica, no es sino un simple y modesto reme-
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do –aunque sabroso, por cierto– de un plato que se encuentra a lo largo


de nuestro continente y en la propia Península, existiendo países, como
Perú y Argentina, donde la variedad de combinaciones y sabores es incom-
parable. No podemos dejar de mencionar, por cierto, las más de veinte va-
riedades que existen en Perú de nuestra modesta humita, ni la usurpación
histórica que sigue decorando nuestros aperitivos con un pisco sour que
debería provenir del valle de Ica.
El huaso, por su parte, personaje “típico” y otro símbolo nacional, es,
como sabemos sólo representativo del Valle Central; espacio que ha coop-
tado al resto de regionalismos (en concordancia con el centralismo que
aqueja estructuralmente al país). Pero, además, basta levantar un poco la
vista de nuestro ombligo etnocéntrico para darnos cuenta de que su ves-
timenta tiene aspecto parecido a otros “personajes típicos” de América
e, incluso, paseando por Andalucía durante sus fiestas locales, podemos
encontrar a numerosos “huasos” y “chinas” por las calles de Granada o
Córdoba.
Luego de esta necesaria disgresión, permítasenos volver al hilo con-
ductor del proceso que analizamos. Estábamos en el siglo de los aguerri-
dos peones chilenos y de los siúticos europeizantes. Por esa misma épo-
ca, estos últimos, encumbrados en la administración estatal, refrendaban
su lógica “nacional” al importar campesinos nórdicos que venían a hacer
producir y emblanquecer teutónicamente –y, por ende, positivamente–, a
aquellos espacios “pacificados” por sus soldados, “liberados” del control
“incivilizado” y moreno del mapuche y, por lo tanto, incorporados al man-
516 to material y simbólico de Chile.
Lo mapuche ingresa a la identidad chilena como una influencia genéti-
ca de su valor secular, como “lo autóctono”, lo verdaderamente “original”,
pero desprovisto asépticamente de sus dramas reales y en medio de una
generalizada y sistemática discriminación, vivida cotidianamente por todo
aquél cuya apariencia –¡una vez más, las apariencias! – delate el fenotipo
sureño.
Durante el siglo que pasó, sería el turno del American mirror, triun-
fante y hegemónico en la posguerra. Hasta el día de hoy, los anglicismos y
esnobismos estadounidenses pueblan los imaginarios colectivos, las prác-
ticas culturales y los ejes del consumo, siendo el modelo paradigmático
implícito y explícito de “nuestra” cultura. Un nuevo espej[ism]o se ha ad-
herido a la identidad chilena, tradicionalmente permeable a prótesis forá-
neas. Permeabilidad, insistimos, que constituye el motor esencial de cons-
titución y reconstitución permanente de identidad, en una lógica que sólo
ha incorporado “lo propio”, a lo largo de su historia, como caretas exóticas
y folclóricas.
“Lo propio”, finalmente, ha sido siempre “lo ajeno”. Pero no todo lo
foráneo ha sido incorporado de la misma manera. Desde la época colonial,
la discriminación de las apariencias y el racismo que obsesionaba las per-
cepciones, intentó marginar la riqueza cultural andina que migró junto a
cientos de indígenas y mestizos peruanos que llegaron a vivir a Chile. Algo
similar ocurrió con los miles de “negros” esclavos que pudieron aportar
su bagaje cultural desde las diversas regiones africanas desde donde eran
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deportados o desde aquellas provincias americanas donde los ladinos ha-


bían residido con anterioridad.
La presencia de lo indígena foráneo y de lo africano, si bien era con-
tundente en términos cuantitativos y cualitativos –baste recordar el papel
representado por el artesanado andino que vivía en la Chimba de la capi-
tal–, presencia que también llegará a ser un implícito fundamental de los
mestizajes que marcarán al país, no formará parte del discurso ni de la
construcción oficial de “nuestra” identidad. Ausencia tanto más flagrante
en la medida en que basta caminar por el centro de Santiago para darse
cuenta de los rasgos africanos que pueblan masivamente a sus habitantes.
Desde la independencia, por su parte, “lo latinoamericano”, aquello
que es también, en muchos sentidos, “lo propio”, se ha ido alejando pro-
gresivamente de nuestra identidad –al menos de nuestra identidad cons-
ciente–, hasta terminar en aquellos espacios reservados a lo folclórico.
Las preguntas del historiador surgen siempre desde el presente. Impo-
sible dejar de lado la clásica reflexión de Marc Bloch, reencarnada perma-
nentemente en la tradicional –y no menos cierta– frase de que “la historia
es presente”. La reflexión que proponemos también arranca de procesos
contemporáneos, de problemas del “tiempo presente”, aún en curso de
desarrollo. En efecto, en los últimos años se ha ido concretando una cre-
ciente e importante inmigración de personas provenientes del mundo an-
dino, especialmente de Perú. Desde el trabajo doméstico hasta la Medi-
cina, el espacio laboral chileno se ha ido enriqueciendo con la presencia
de mujeres y hombres que, en aras de mejorar sus condiciones de vida,
deciden vivir el complejo proceso de migración y de inserción en una nue- 517
va sociedad. Proceso muchas veces traumático, toda vez que esta realidad
ha despertado en la sociedad chilena aquellos ancestrales racismos que,
siguiendo la temporalidad de las representaciones mentales, han pervivi-
do en los espacios de la memoria colectiva a través de los siglos. Pareciera
que aquella mentada solidaridad y acogida que majaderamente repetimos
en discursos y canciones (“Si vas para Chile...”) no fuese sino una más de
aquellas representaciones que pueblan la mitología nacional. Como aquel
otro mito, anclado en el imaginario colectivo y realimentado en los textos
de formación escolar, de que el mestizaje chileno, cristalizado en la época
colonial, se habría dado exclusivamente entre españoles y mapuches.
Nuestra [artificial] identidad, construida sobre apariencias y sobre
permanentes espej[ism]os protésicos, acostumbrada, pues, a fusionar ele-
mentos nuevos, modelos y paradigmas diversos, debería permitirse tam-
bién enriquecerse con estos nuevos aportes. En vez de aplicar la xenofo-
bia racista que nos caracteriza cuando nos referimos a vecinos con fuerte
componente indígena, podríamos copiar también aquellas formas de inte-
gración del otro que practican otros países, que basan su riqueza cultural
justamente en el cosmopolitismo y la diversidad de su pueblo. Y no basta
sólo el respeto por el otro diferente; es necesario positivizar esa diferencia,
positivizar la diversidad, hacerla consciente en los discursos políticos y en
los textos escolares. Allí se encuentra, creo yo, uno de los grandes –e his-
tóricos– desafíos para la construcción de una sociedad más democrática...
más allá de la celebración de un hito cronológico.

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