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Jaime Valenzuela
Pontificia Universidad Católica de Chile
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Una identidad forjada, desde sus inicios, sobre la base de espejos ex-
ternos. O, quizá, convendría mejor hablar de “espejismos”. En efecto, ya
con los primeros hispanos que arribaron a las costas americanas inmigra-
ba también el afán por disfrazar la verdadera identidad, por aparentar ser
otro, por levantar falsos referentes y borrar los orígenes. Los modelos aris-
tocráticos del “Viejo Mundo” sirvieron para iluminar las formas y canalizar
los deseos. La invasión de los territorios y la dominación colonial sobre las
etnias locales, unidas a la distancia de los referentes metropolitanos, pro-
dujeron sistemas de convivencia y de explotación que ayudaron a consoli-
dar las prácticas “feudales” de los neoseñores; aunque, al mismo tiempo,
determinando adaptaciones regionales y deformaciones híbridas propias
de los procesos de reconfiguración mestiza de las geografías, de los hom-
bres y de las mentalidades.
En la periferia del imperio, limitada en recursos y desangrándose en
una eterna “guerra” –a veces real; en general, imaginaria– la sui generis oli-
garquía chilena se encargará de diseñar un velo ennoblecedor que cubrirá
sus modestas carnes. Lima y su aristocracia se levantarán como un paradig-
ma de las apariencias y de los comportamientos. Desde la importación de
arte hasta la de carruajes, pasando por vestimentas y libros, el espej[ism]o
limeño funcionará en forma permanente a lo largo de los siglos coloniales,
tanto en la cultura material como en el universo simbólico.
Para los hispanocriollos más modestos, por su parte, esta circulación
y copia de modelos culturales exógenos va a permitirles participar de una
lógica similar. Esta vez, serán las propias elites locales, mediatizadoras del
514 modelo, las que servirán como espej[ism]o, considerando que en una so-
ciedad que basaba los privilegios y posición social no sólo en el nivel de
riqueza sino, también, en la capacidad de aparentar una realidad, los “en-
gaños” de la apariencia podían funcionar como mecanismos de movilidad
social. Disfraces que, necesariamente, conllevaban una mutación de la au-
topercepción, así como de la relación con los otros, negación de los oríge-
nes y actitudes “arribistas” que, a estas alturas, se develaban transversales a
la sociedad colonial y, por ende, constitutivas de una identidad colectiva.
Esto último se confirma al observar comportamientos similares en in-
dividuos que no formaban parte de los segmentos hispanocriollos, no po-
seían su color de piel y, por lo tanto, no podían compartir automáticamen-
te las pretensiones de hacerse pasar por alguien superior. Indios, morenos
y, sobre todo, mestizos articulan su particular “juego de espej[ism]os” en
torno a la comunidad hispana pobre con la que comparten barrios y tra-
bajos, imitando vestimentas, falsificando su categoría étnica, aprendiendo
a hablar como los europeos, participando de sus espacios religiosos... Sin
ir más lejos, la piel oscura del mestizo podría quizá asimilarse a los pig-
mentos árabes que circulaban genéticamente por la epidermis del “bajo
pueblo” español.
Las “identidades chilenas” –así, en plural– se constituyen, entonces,
desde sus orígenes, sobre la base de al menos dos grandes ejes simbó-
licos: por un lado, el referente de modelos exógenos, que actúan como
espej[ism]os constructores de realidad, y, por otro, la capacidad de “enga-
ñar” con la apariencia externa, disfrazando el “yo” y, en consecuencia –co-
Los historiadores chilenos frente al bicentenario