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Mariano Narodowski
Daniel Brailovsky
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en la actualidad –en cada actualidad- deviene crítica de la tradición: una remisión
circular e infinita en la que lo moderno está condenado a ser visto como tradicional.
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afirma Pierella, “fue tan eficaz en la definición de representaciones y prácticas
sociales que podemos hipotetizar acerca de que la variedad de problemáticas e
instituciones que se hicieron cargo de ellas surgidas con la Modernidad (...) guardan
relación con los diversos modos de gestionar su desarticulación” (2005:34). En otras
palabras, y anticipándonos a lo que se desarrollará más adelante, la autoridad
docente se tambalea a la par de la desacralización de algunas de sus violencias
fundantes, arraigadas en su declinante modernidad.
Una vez realizado el esfuerzo, una vez hecho el sacrificio, el futuro se vuelve
promisorio, pues el mérito tiene su premio. Y no sólo en el largo plazo en que el
estudio es inversión (hay que estudiar para ser alguien), sino también en lo próximo,
pues habrá una satisfacción inmediata asociada al deber cumplido, un mejor
posicionamiento respecto de los otros, una calificación sobresaliente, un mejor
promedio, un elegido abanderado y escolta, un primero en la fila.
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La escuela como experiencia indolora
Por sólidas que fueran sus premisas, por convincentes que hayan resultado sus
procedimientos, por hondo que haya llegado a tallarse su moralidad en nuestras
creencias, algunas de estas verdades pedagógicas comienzan a ser cuestionadas. No
es que haya una alternativa igual de sólida, igual de convincente, igual de eficaz, que
venga a proponerse en su reemplazo, no. No es tampoco que la promesa de esa
vieja escuela portadora de modernidad haya perdido completamente su atractivo, de
hecho hemos comenzado este texto partiendo de su evocación nostálgica. La
promesa, al contrario, parece haber crecido y ampliado sus ambiciones, y a la vez
impuesto una serie interminable de condiciones para su óptima, su verdadera
realización. Pero aunque se ha comenzado a sentir incómoda en una estructura
escolar, en un formato escolar, que parece ser garantía de irrealización, ha optado
por quedarse allí. Es más: las condiciones, cuidados y prevenciones que la escuela
debe comenzar a tomar en cuenta, la necesidad de tomar conciencia sobre sus
violencias ocultas, se apoya en la misma utopía: ¿Para qué, de lo contrario, tamaño
esfuerzo? ¿Qué sentido tendría tal revisionismo si no hubiera un destino en juego?.
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La otra cosmovisión, autoproclamada joven, audaz, atrevida, todavía (cada vez
menos) herética, lúcida, crítica, se constituye en oposición a la primera y se
encandila de sus propios hallazgos. Pues no es una nueva forma de escuela, de
pedagogía, de educación, surgida como la primera de la síntesis de aceitados
procesos prácticos de los que hacen uso unos poderosos motivos políticos
emergentes. Es otra cosa, un poco al revés: un movimiento teórico que se centra en
lo político, en la resistencia, en la crítica, que aún ante la magnitud de sus hallazgos,
que han seducido a buena parte de la mirada tradicional sobre la escuela, no sólo no
ha podido proponerse muy en serio la construcción de unos mecanismos prácticos
que den forma a una escuela alternativa, sino que predominantemente centra su
búsqueda en un escenario escolar lamentablemente invariante.
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conductista, quien pedía materia prima infantil para moldearla en la máquina de la
instrucción a gran escala. Imagen que solamente la película The Wall de Pink Floyd
ha logrado superar, pero en su caso a favor de una visión impostadamente crítica.
La pregunta que hemos ido dejando caer sobre la mesa (tranquilamente podríamos
haber titulado: “los desafíos de la escuela en el nuevo milenio”, o “los nuevos
sentidos para la escuela en nuestros días”, pero luego de desmenuzar las posiciones
ingenuas y demagógicamente optimistas que se cobijan bajo esos títulos, nos dio un
poco de vergüenza) puede finalmente formularse del modo que sigue: ¿qué aspectos
del “formato escolar”, qué geografías, qué certezas históricas, es aceptable (y
razonablemente practicable) comenzar a sacrificar, para poder conservar aquello que
define no ya a la escuela sino a la educación? Incluso podríamos llegar a
preguntarnos, junto al Ivan Illich de los setenta, si estamos dispuestos a sacrificar la
escuela para salvar la educación.
Pregunta Zizêk (1992) “qué hace a un objeto idéntico a él mismo aún cuando todas
sus propiedades han cambiado; en otras palabras, cómo concebir el correlato
objetivo del (…) nombre en la medida en que éste denota el mismo objeto en todos
los mundos posibles, en todas las situaciones que de hecho lo contradicen”. La
pregunta, aplicada a la escuela, conduce a imaginar un aula habitada por sujetos
portadores de nuevas identidades, producto de nuevas definiciones para al menos
algunos de los dispositivos que la conforman.
El fin de la utopía ¿es el fin de la escuela?. Para Marcuse el fin de la utopía, esto es,
“la refutación de aquellas ideas y teorías que pudieron servirse de la utopía para
exaltar ciertas posibilidades histórico-sociales, puede interpretarse también (...)
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como el fin de la historia” (1968:1). Menos leído y más criticado, Fukuyama (2001)
hace propia esta idea al fundamentar la misma proposición desde la conclusión de
que “en cierto sentido la revolución francesa y la americana y sus principios
subyacentes de libertad e igualdad, fueron el punto máximo de evolución posible
para la ideología”
II
Este tratamiento terapéutico que actúa sobre los síntomas, a la vez que se precave
de los efectos perversos de la propia utopía de la que es aún portadora la escuela,
sume en la inmovilidad, porque a ella se resigna en la medida que queda atrapada
en los propios dispositivos de la pedagogía que pretende demoler. Y la resignación es
renuncia en el peor sentido. Examinemos esta idea.
El horizonte utópico que declina con esta resignación es, creemos, una promesa. Es
decir que no hay carácter reflexivo alguno propenso a las justificaciones y las
místicas nostálgicas. El escenario de la resignación es más bien desolador, porque
supone dejar de esperar algo que – se suponía – llegaría desde un afuera, desde otro
lugar: en nuestro escenario, claramente el Estado4. Resignarse ya no es renunciar a
la subjetividad, sino a la alteridad. Es aceptar que no va a ser algo que podría haber
sido, pero que merced al desencantamiento, sabemos que en realidad nunca fue, y
que ya no importa evocar mediante místicas o justificaciones pues en realidad, nunca
estuvo al alcance. Saber que “el tren nunca va a llegar”, incluso que esta nunca ha
sido una estación por la que un tren fuera a pasar. Así, resignarse es renunciar a
esperar5. Como dice la canción de Joaquín Sabina: “no hay nostalgia peor que añorar
lo que nunca jamás sucedió”.
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lo intente disimular con frase fantasiosas de reivindicación de utopías en las que
nadie cree, la resignación sí duele, y aunque las imposiciones dolorosas de la vieja
escuela hayan sido aplacadas, la resignación habita el aire de la escuela
pareciéndose mucho a un nuevo dolor. Dolor de haber sido y no poder reproducir ese
ser y dolor de ya no ser; esto es, tiñendo de patetismo cualquier brote nostálgico
que intente rememorar el viejo orden y recomponerlo a la fuerza.
La voz adulta
En efecto, cada vez menos creemos en nuestra palabra – cada vez dudamos más
de ella - cuando nos dirigimos a los niños desde nuestra autoridad adulta, de padres
y especialmente de educadores. Cada vez juzgamos más severamente nuestras
recomendaciones, credos y observaciones sobre su vida y cada vez nos tomamos
más en serio sus opiniones, sus puntos de vista, sus caprichos y sus berrinches. Y
por eso, gradualmente, nuestra palabra autorizada se desplaza hacia un espacio más
ambiguo, impreciso, borroso. Basta de cargarnos esa responsabilidad.
Liberados no ya solamente del yugo pedagógico, sino también de toda una gama de
asimetrías propias de universos simbólicos hoy puestos en cuestión, los niños están
amenazados de verse despojados del universo adulto como otredad, como alteridad
fundante, como ley de otro que define, contiene, autoriza y habilita toda relación
pedagógica dándole sentido de existencia. Las infancias y adolescencias perennes
que se eternizan en cuerpos de todas las edades son recurrentemente citadas como
ejemplo de esta suerte de expulsión simbólica. Eternidad que es una reivindicación
circular y melancólica de un derecho a la autoridad paterna y magisterio que parece
definitivamente conculcado. Niños y adolescentes que claman por siempre (y por eso
la extensión de las infancias y las adolescencias) ser considerados como tales.
Detrás de la Ley
Así, cabe considerar en relación a este problema las nociones de violencia como
efecto perverso, temido, cuya ocurrencia procura evitar el discurso de la nueva
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escuela progresista, y de ley como aquello que es propio del adulto y cuya presencia
delimita el terreno de todo acto de transmisión.
Derrida (1997) a cuenta del análisis de un artículo de Walter Benjamín, “Zur Kritik
der Gewalt” (Critica a la violencia) de 1921, toma la expresión “to enforce the law”
para dar cuenta de la violencia o de la fuerza que demanda la ley nominal para ser
justicia, para ser ley efectiva. La propia idea de ley, afirma, no tiene sentido sin una
referencia más o menos explícita a una forma de violencia legítima, sin su capacidad
de ser potencialmente “enforced”.
La ley no es justa porque es ley, no se obedece porque sea justa, sino porque tiene
autoridad. “La palabra crédito [en el sentido de creer, de dar crédito] soporta todo el
peso de la proposición y justifica la alusión al carácter místico de la autoridad. La
autoridad de las leyes sólo reposa en el crédito que se les da. Se cree en ellas, ése
es su único fundamento” (Derrida, 1997:29). Así, toda ley sería en parte mística e
irracional, fundada en la violencia. Ésta, por su parte, sólo existe como tal en razón
de alguna forma de ley, de autoridad, que es quebrada o doblegada. No hay violencia
natural, ni hay violencia que obedezca al alboroto de otro orden que el de la ley:
“sólo cabe hablar figuradamente de violencia a propósito de un terremoto, o incluso
de un dolor físico. Pero se sabe que no se trata en esos casos de una Gewalt”,
término que asume las connotaciones de la violencia que remiten a “su pertenencia
al orden simbólico del derecho, de la política, de la moral, de todas las formas de
autoridad o autorización, o al menos de pretensión a la autoridad” (ob. cit.:83).
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autoridad ganada por el individuo en función de su desempeño, de su capacidad para
crear en torno a sus propias prácticas un marco de posibilidad, un marco de
estabilidad.
Violencias
Cual fruto prohibido, la realización adulta (el acceso a los términos, a la estética, a
los espacios de los adultos, al libre albedrío) fue históricamente negada a los niños,
cuyos días han estado signados por la espera. Más todavía, ser niño no era otra cosa
que esperar; ser un niño feliz era esperar felizmente. Esperar a crecer, esperar a ser
mayor, esperar para ingresar al mundo prohibido de los adultos, llegó incluso a ser
en occidente, una restricción fundante de derecho civil, y por lo tanto la delimitación
de una forma de violencia legítimamente ejercida sobre la infancia. La escuela
históricamente ha pertenecido a esa concepción de los tiempos de la acción y ha
contribuido a reforzarla con sus tempos lentos, sus ritmos monótonos, su policromía
uniforme.
Por otro lado, estas mutaciones en las relaciones de adultos con niños lo son
dentro del orden de la ley que el adulto representa para el niño, y es tal vez la
violencia propia de toda legalidad la que ha protagonizado, en este caso, estos
procesos de deslegitimación. En este contexto, la desresponsabilización del adulto
implica una nueva forma de violencia consistente en el abandono del uso legítimo de
la violencia y su denuncia en términos de terror, dominación, sumisión o
autoritarismo. Y en la escuela, como en todas las instituciones sociales que
reproducían asimetría en la relación de los adultos con los niños la
desresponsabilización del adulto encuentra en la desresponsabilización del Estado
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una yuxtaposición equivalente y aleccionadora, la imagen agigantada de su propio
microcosmos.
Ahora bien, si hay algo contra lo que las cápsulas progresistas prometen actuar,
esto es contra la violencia. Este supuesto presente en todas nuestras cabezas
bienpensantes merece, sin embargo, una indagación más profunda y honesta: cabe
preguntarse cuánta de la violencia que se procura erradicar proviene de unas
herencias pedagógicas despóticas, de una pedagogía normalizadora que convulsiona
y desestabiliza, de un autoritarismo propio de regímenes sociales y escolares
cruentos y cuánta de esa violencia es en realidad la cuota de ley que los educadores
como adultos debemos asumir, pues forma parte de la tarea misma de educar, de la
tarea de ser un otro que tiene algo distinto para ofrecer.
Bibliografía
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Narodowski, M.: Después de clase, Buenos Aires: Novedades Educativas, 1999
Narodowski, M. : Comenius e a educaçao, San Pablo, Autêntica, 2001
Narodowski, M.: El desorden de la educación. Ordenado alfabéticamente. Prometeo,
Buenos Aires, 2004
Pierella, M.P.: “La autoridad docente fuera de foco. Los límites de una ‘verdad
moral’”, en Serra, S. (comp.): Autoridad, violencia, tradición y alteridad. La
pedagogía y los imperativos de la época, Buenos Aires: Novedades Educativas, 2005
Tadeu da Silva, T.: Espacios de identidad. Nuevas visiones sobre el currículum.
Barcelona: Octaedro, 2001
Zizêk, S.: El sublime objeto de la ideología, México, SXXI, 1992
Zuga, K.: “Relating Technology Education Goals to Curriculum Planning”, Journal of
Technology Education, Vol. 1, Nro. 1, 1989
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1
En Narodowski, M. y D. Brailovsky (comps.): Dolor de escuela, Buenos Aires: Prometeo, 2006
2
Utilizamos el concepto de Estatalización en el sentido que le da Foucault, es decir concibiendo al Estado no
ya como fuente autónoma de poder, sino como instancia definida desde “transacciones incesantes que
modifican, desplazan, conmocionan o hacen desencantarse (…) las finanzas, las modalidades de inversión,
los centros de decisión, las formas y los tipos de control, las relaciones entre las autoridades locales y la
autoridad central” (Foucault, 1996). Así, objetos diversos como la locura, la sexualidad, etc. remiten de algún
modo a “la estatalización de un determinado número de prácticas, de formas de actuar y (…) de la
gubernamentalidad. Así pues el problema de la estatalización está en el corazón mismo [de estas]
cuestiones” (Ibíd.). Para un desarrollo amplio del proceso de estatalización del sistema escolar, véase
también: Narodowski, 2004.
3
“Por qué cantamos”, canción con letra de Mario Benedetti t música de Alberto Favero que popularizó la
cantante Nacha Guevara y es muy habitualmente interpretada por coros escolares en la Argentina.
4
No obsta aclarar el sentido de las referencias a la metáfora del “retiro” del Estado de la escena educativa,
que aunque tenga consecuencias económicas, no se refiere específicamente a un problema de políticas
educativas sino más bien a un fenómeno de naturaleza cultural vinculado a los soportes simbólicos de la
escuela en una etapa posmoderna.
5
De todos modos, tal vez definir la resignación como renuncia no sea una operación neutral: la renuncia
denota la operación de apartamiento, tiene una esencia burocrática y administrativa, pone el acento en el
acto de bifurcación de la acción, en el retroceso en un sentido casi exclusivamente físico. La resignación, en
cambio, es cambio de signo, sugiere un arraigo al terreno de lo representativo, remite en mayor medida al
sujeto y a la palidez espiritual que supone la renuncia.
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Para un análisis más exhaustivo de los rasgos que la escolaridad asume en este nivel de enseñanza (el
Nivel Inicial) remitimos al trabajo de Daniel Brailovsky, en este mismo volumen.