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FILOGÉNESIS, CULTURA Y DESARROLLO

3.1. FILOGÉNESIS Y/O CULTURA EN EL DESARROLLO INFANTIL

Esa tendencia tan enraizada que tenemos de explicar mediante teorías opuestas
un fenómeno se ve reflejada una vez más cuando se contrapone el papel que
tiene en la configuración y función de la etapa infancia los millones de años de
evolución que nos han precedido con esa reciente pero poderosa adquisición
humana que es la cultura. En esta “pugna” por el predominio explicativo, la
concepción filogénetica o historia evolutiva de la especie se apoya en el cúmulo
de información que proviene del paso del tiempo y que se transmite, en cierta
forma, genéticamente. Esa información se ha ido transmitiendo a través de las
generaciones de antepasados que han superado los cambios y acontecimientos
que han sucedido durante esos cerca de tres mil quinientos millones de años que
la vida se ha instaurado en la Tierra hasta llegar a los individuos de las especies
actualmente existentes.

Dentro de las teorías del desarrollo humano que ponen el acento en la


importancia de la filogénesis nos encontramos con algunas posturas, en nuestro
punto de vista extremas, que ponen el acento exclusivamente en la importancia
que tiene la eficacia reproductiva. Es decir, para estos enfoques, la capacidad de
reproducirse uno mismo y sus descendientes es lo que garantiza que un
organismo continúe siendo heredero de los rasgos de los que le precedieron. Por
tanto, las características del desarrollo infantil, e incluso la cultura humana
reciben su sentido en la medida que nos hacen más aptos para la supervivencia
y la reproducción. Esta postura ha sido defendida por los sociobiólogos y
autores como Richard Dawkins (2000) quien ha popularizado el término “gen
egoísta” como seña de identidad de esta forma radical de ver la evolución de las
formas vivas.

Los autores que ponen énfasis en las explicaciones culturales parten de la


evidencia de que la persona humana es un ser social y, como tal, el proceso
fundamental del desarrollo es la socialización. Se argumenta que cuando el niño
nace lo acoge un entorno construido históricamente y culturalmente el cual
deberá interiorizar para formar parte de pleno derecho de su comunidad. Por
tanto, el desarrollo de los procesos psicológicos, la diversidad humana y sus
formas de organización han de explicarse a través de los mecanismos y
procedimientos sociales.

Una parte de los científicos sociales se han mostrado y se muestran antagónicos


con las ideas evolucionistas. Las razones las podemos encontrar ya cuando la
Teoría de la Evolución daba sus primeros pasos durante la segunda mitad del
siglo XIX y darvinistas sociales como Herbert Spencer la utilizaron para
justificar el orden establecido, vanagloriar la eugenesia o la supremacía racial.
La incorrección política del darwinismo social junto con la tendencia
reduccionista de los evolucionistas llevó a los científicos sociales a considerar
irrelevante el proceso evolutivo para explicar los asuntos humanos. En la época
actual esta concepción se ha mantenido con la irrupción del relativismo
cultural, cuya perspectiva considera que la visión del mundo que poseemos
depende del “paraguas simbólico” construido por la cultura. Esto nos parece
muy razonable, lo que no nos lo parece tanto es que se llegue al extremo de
poner bajo sospecha la existencia de una “realidad” externa a la propia
construcción simbólica de la cultura. Desde este punto de vista, la evolución no
deja de ser una narración más del devenir de la vida como otra cualquiera (por
ejemplo, el creacionismo). En la psicología del desarrollo, este relativismo nos
puede llevar a que los conocimientos científicos que adquirimos sean válidos,
en el mejor de los casos, para la cultura en que han sido generados. Esto ha
tenido su lado positivo al cuestionar que muchas de las teorías sugeridas sobre
el desarrollo sean de carácter universal y haya promovido el interés por las
investigaciones culturales. El lado negativo sería la postura extremista de que
los conocimientos generados en una cultura sólo nos digan algo sobre esa
cultura. ¿Significa esto que tendremos que tener tantas psicologías infantiles
como culturas existen?

No creemos que los caminos extremos de las concepciones filogenéticas y


culturales nos lleven a ninguna parte. En la medida que uno pretenda absorber
al otro y que el otro quiera distanciarse del primero mediante la indiferencia,
ambos divergirán cada vez más eludiendo plantearse cuestiones tan importantes
para el conocimiento como el origen y las funciones de las características
peculiares del desarrollo infantil humano. Para dar respuestas a los
interrogantes que se derivan de estas cuestiones necesitamos recurrir a la
filogénesis y a la cultura. En este capítulo, pretendemos mostrar una perspectiva
histórica de la etapa infantil en la cual el tiempo filogenético se entrecruza con
el cultural y social formando las vetas de una cuerda que se necesitan una a otra
para adquirir consistencia. Como indica Norbert Elias:

“La constitución de los seres humanos hace que les sea preciso elaborar sus
propios productos culturales específicos para su sociedad. Su maduración
biológica le exige el complemento de un proceso de aprendizaje social. Si no
tienen ninguna oportunidad social de aprender un lenguaje, la predisposición
biológica a aprenderlo permanece sin su uso. En el caso humano, los procesos
biológicos y sociales, en vez de ser opuestos polares, deben entrelazarse para
ser eficaces” (Elias, N., 1994, pp. 38-39).

Estas palabras de un historiador y sociólogo son completamente congruentes


con las que expuso, en esta ocasión, el gran biólogo evolucionista Theodozius
Dobshansky:

“La historia de la especie humana se ha producido por interacciones de


variables biológicas y culturales; es igual de inútil intentar comprender la
biología humana si no se hace caso de las influencias culturales que tratar de
comprender el origen y el desarrollo de la cultura si no se hace caso de la
naturaleza biológica humana. La biología humana y la cultura son parte de un
único sistema, singular y sin precedentes en la historia del mundo vivo” (1951,
p. 385).

Estos dos párrafos anteriores son ejemplos de cómo desde las ciencias sociales
y el evolucionismo también se ve no sólo la necesidad sino la exigencia de no
prescindir de las aportaciones provenientes de la naturaleza o de la cultura para
comprender la formación del ser humano.

Los primeros intentos de relacionar la filogénesis y la cultura ya lo dieron


algunos científicos sociales de principios del siglo XX. Michael Cole (1996)
señala que los psicólogos cultural-históricos rusos y algunos antropólogos
americanos trataron la cuestión, no obstante consideraron que la relación era
temporal y que entre ambos procesos existe una sucesión en la que en primer
lugar se sitúa la filogénesis y a continuación la historia cultural. Michael Cole
cita a Alfred Kroeber como el antropólogo que introdujo la idea de que en algún
momento de la filogénesis, cuando se alcanza un “punto crítico”, la cultura
“despega” para formar una realidad superorgánica independiente de la filogenia.

Los psicólogos rusos parecen seguir esta misma línea de razonamiento pero los
escritos de Vygotsky muestran una cierta confusión. Por un lado, este autor
mantiene que hay dos procesos que han intervenido en la emergencia de las
funciones psíquicas: la filogénesis y la historia cultural. Y que existe una
decisiva “falla” entre la dimensión natural del hombre y su dimensión cultural.
Filogenéticamente, este salto es el que lleva del antropoide al homo. Ahí está la
gran factura histórica. También el niño pasa por una especie de
“recapitulación”: primero dominan las funciones psíquicas elementales,
expresión de la historia evolutiva humana; luego pasa a un plano de
organización psíquica superior. Si en nuestra historia filogenética la fuerza que
nos permitió dar el salto hacia la dimensión humana fueron los útiles, en el
plano ontogenético es el signo (como veremos en el último capítulo) el
elemento mediador que permite el desarrollo de la psique hacia formas de
funcionamiento superior. Estas ideas quedan reflejadas en el párrafo de
Vygotsky y Luria citado en Michael Cole (1996, pp. 150-151):

“Un proceso de desarrollo prepara dialécticamente para el siguiente,


transformándose y combinándose en un nuevo tipo de desarrollo. No pensamos
que los tres procesos entren en una secuencia en línea recta. Creemos en su
lugar, que cada tipo superior de desarrollo comienza precisamente en el punto
en que el anterior llega a su fin, y sirve como continuación suya en una
dirección nueva”.

No obstante, también podemos encontrar en Vygotsky una postura en la que


mantiene que en la ontogenia los dos planos, el filogenético y el cultural, se
funde en uno:

“No sólo se desarrolla el empleo de herramientas, sino también el sistema de


los movimientos y de las percepciones, el cerebro y las manos, todo el
organismo del niño…El sistema de actividad del niño está determinado en cada
etapa dada por el grado de desarrollo orgánico y por el grado de su dominio
de herramientas… (Vygotsky, 1983/1995, pp. 38-39).

Este último párrafo, contrariamente al anterior, sugiere que durante el


desarrollo no existe sustitución de un plano genético inferior, el filogenético,
por otro plano superior, el cultural, sino que se funden para reorganizarse. De
acuerdo con Michael Cole (1996) encontramos mucho más prometedora esta
última línea de argumentación que la primera. En los párrafos que siguen
intentaremos presentar hipótesis y teorías que, aún siendo ampliamente
especulativas debido a las dificultades del objeto de estudio, abogan por un
punto de vista interactivo de ambos procesos en la constitución de las
características infantiles. Empezaremos por mostrar el papel que la filogénesis
ha tenido en el periodo infantil. Como veremos, esto no significa que los
contextos sociales y culturales no tengan un papel fundamental en su evolución.
Al contrario, los cambios culturales han introducido nuevas presiones selectivas
que probablemente han influido en los cambios que se han producido en nuestra
historia filogenética. Por tanto, la filogénesis y la cultura ya se encuentran
entrelazadas cuando en niño nace.

3.2. LAS CARACTERÍSTICAS FILOGENÉTICAS DEL PERIODO


INFANTIL HUMANO

Los datos con que contaban los científicos sociales de la primera mitad del siglo
XX para hacer deducciones sobre los orígenes de la humanidad eran muy
limitados. Hoy día las técnicas paleontológicas para el estudio de los fósiles han
hecho un avance importante y los sistemas audiovisuales permiten disponer de
una gran colección de registros para realizar investigaciones comparativas entre
humanos y otras especies de animales. Además, la perspectiva evolucionista se
ha ido introduciendo en otras áreas del conocimiento ya no tan estrictamente
biológicas entre las que se encuentran la antropología y la psicología.

Aunque los resultados fruto de estos avances todavía requieran altos niveles de
inferencia como para disponer de un modelo del desarrollo infantil que integre
de manera coherente los factores filogenéticos y culturales, sí que al menos
están dando lugar a una amplia riqueza de teorías, al acercamiento entre
disciplinas hasta ahora separadas y a la constatación de que es necesario seguir
objetivos convergentes si queremos progresar hacia el entendimiento del origen
y función del periodo infantil.
Si alguna cosa podemos decir que caracteriza al infante humano es el largo
periodo de inmadurez y el alto grado de dependencia que lo lleva a mantener un
vínculo afectivo con sus cuidadores que tendrá importantes consecuencias en su
desarrollo. Desde un punto de vista evolucionista, no parece muy adaptativo
que una especie tenga que invertir en un proceso tan costoso para poder
reproducirse. No obstante, es indudable que el esfuerzo tiene sus
compensaciones. Principalmente, en términos de capacidad de aprendizaje. El
mundo que hemos construido es tan complejo que necesitamos un largo periodo
de desarrollo para asimilarlo, pero también para innovarlo. Lo que podría
parecer un hándicap se convierte en una ventaja. Además, como veremos más
adelante, es posible que el ser humano no sólo haya expandido la etapa infantil
sino que también ha introducido cambios que han aumentado su eficacia
reproductiva con respecto a sus parientes primates más cercanos.

Desde el evolucionismo, se ha utilizado la distinción entre estrategias “K” y “r”


para distinguir las especies según la forma que tienen de reproducirse. El primer
tipo de estrategia incluye aquellas especies que tienen pocos descendientes, una
larga vida, un tamaño mayor y poblaciones y ambientes más estables. El
segundo tipo hace referencia a las especies que tienen tasas reproductivas altas,
un intervalo de vida muy corto, suelen ser de pequeño tamaño y las poblaciones
son inestables así como los ambientes en los que viven. Aunque no se pueden
atribuir una especie de una manera muy estricta a uno u otro tipo de estrategia,
en términos generales sí que podemos decir que los invertebrados utilizan una
estrategia reproductiva “r” y las aves y los mamíferos tienden a utilizar una
estrategia de tipo “K”. Y de entre los mamíferos, es evidente que los humanos
cumplimos ampliamente las características del tipo “K”, pues, respecto a otras
especies, tenemos pocos hijos, disfrutamos de una larga vida, tenemos un
tamaño considerable y nuestras poblaciones y ambientes son estables en buena
medida por virtud de la construcción cultural.

El hecho de que tengamos pocos hijos ha sido relacionado con la necesidad de


cuidarlos bien para que tengan más posibilidades de sobrevivir. Una estrategia
reproductiva que compartimos todos los mamíferos es la prolongada protección
de los embriones. Sin embargo, el conjunto de mamíferos nos diferenciamos en
el grado de inmadurez con que nacemos. Los filogenéticamente antiguos
(insectívoros, roedores y pequeños carnívoros) nacen más inmaduros –rasgo por
el que se les conoce con el nombre de altriciales–. Esto les confiere una
mortalidad más alta, un cerebro más pequeño y una vida más corta. Mientras
que los mamíferos más actuales, y de entre ellos los primates no humanos,
nacen relativamente bien desarrollados (precociales), lo que les proporciona
mayores posibilidades de nacer vivos, un cerebro más grande y disponer de una
vida más larga. Curiosamente los humanos somos altriciales. Es decir, nacemos
inmaduros como los mamíferos “primitivos”, pero, en nuestro caso, debido a la
implicación de los padres y otros adultos en la crianza lo que en esos mamíferos
representa una limitación en nosotros amplia las ventajas que les proporciona a
los precociales el nacer bien desarrollados.

Pero, ¿hasta qué punto el periodo infantil humano es tan distinto de nuestros
parientes primates más cercanos? ¿Pueden estas diferencias explicar el origen,
significado y funciones de la infancia? Para responder estas cuestiones, vamos a
partir de algunas observaciones que nos aportan investigadores evolucionistas.
Las primeras se basan en datos sobre el retraso del desarrollo sintetizados por
Gould (1977) a partir de los trabajos de varios autores:

Madurez
Cubrimiento 1ª 2ª Periodo de sexual de
Gestación Esperanza
Primates completo del dentición dentición crecimiento las
(semanas) de vida
pelo (meses) (años) (años) hembras
(años)
Durante la
Macacos 24 0,6-5,9 1,6-6,8 7 25 -
gestación
Comienzo en
la gestación
Gibones 30 y completado 1,2-¿? ¿?-8,5 9 33 -
después del
nacimiento
Orangutanes 39 “ 4,0-13,0 3,5-9,8 11 30 -
chimpancés 34 “ 2,7-12,3 2,9-10,2 11 35 9
Gorilas 37 “ 3,0-13,0 3,0-10,5 11 35 6-7
Homo Nunca
40 6,0-24,0 6,0-20,0 20 70 13
sapiens completado

Tabla 3.1.
Retraso de varios aspectos del desarrollo en humanos (Gould, 1977, p.368)
No vamos a entrar a discutir la validez de los detalles concretos de la tabla
anterior. Algunos autores difieren de ellos. No obstante, los patrones generales
parecen bastante consistentes a través de distintos estudios y, como muestra la
tabla que hemos presentado, en todos los casos se observa la tendencia de un
retraso del desarrollo humano. Sin embargo, cabe comentar que respecto al
tiempo de gestación, la diferencia entre orangutanes, gorilas y en menor medida
los chimpancés no difieren de manera significativa del periodo embrionario de
los humanos. Más adelante, comentaremos este hecho.

Otro estudio comparativo que encontramos interesante presentar es el realizado


por Weitz en el año 1979 citado en McKinney y McNamara (1991) y que
nosotros reproducimos en la figura 3.1. En este caso, lo que vemos que se
retrasa en los seres humanos son las etapas del desarrollo. Desde los lemures
hasta los humanos, pasando por macacos, gibones, orangutanes y chimpancés,
en términos generales, van incrementándose las fases de gestación, la infancia,
la juventud y la edad adulta. Así, pues, tanto las características humanas básicas
como las etapas de desarrollo parecen haber seguido un patrón general de
retraso a lo largo de la filogénesis de los primates hasta llegar a su máxima
expresión en nosotros los humanos. Pero, ¿cómo se pueden explicar estos
cambios?
Figura 3.1
Fases del desarrollo en distintos primates (MacKinney y McNamara, 1991)

3.3. LAS HETEROCRONIAS: NEOTENIA E HIPERMORFOSIS

Los cambios temporales que se han producido en el desarrollo han recibido el


nombre de heterocronías. Gould (1977) las define de la siguiente manera:

“Cambios en el tiempo relativos a la aparición y ritmo del desarrollo para


caracteres ya presentes en los ancestros…Que existe alguna relación (entre la
ontogenia y la filogenia) no se puede negar. Los cambios evolutivos se deben
expresar en la ontogenia, y la información filética debe residir en el desarrollo
de los individuos” (Gould, 1977, p. 2).

Hay dos teorías que intentan explicar las heterocronías del desarrollo. La
primera fue propuesta por Stephen Jay Gould (1977) y sugiere que el
mecanismo mediante el cual la evolución altera la ontogenia es el
enlentecimiento de las etapas del desarrollo. Lo que se conoce con el nombre de
neotenia. Según esta teoría, las fases tempranas duran más, el individuo se
mantiene más tiempo en los estados juveniles y, lo que es más importante,
conserva las cualidades características del organismo en desarrollo que le
proporciona mucha plasticidad adaptativa. Un ejemplo ilustrativo de neotenia
que Gould presenta es el hecho de que las crías de chimpancé se parezcan más a
los adultos humanos que a los de su propia especie. Si comparamos una cría
chimpancé con un adulto podemos observar que el primero pierde la proporción
y la forma de la cabeza con respecto a la mandíbula y los dientes se hacen
mucho más prominentes a medida que el cuerpo crece. En cambio, los adultos
humanos mantenemos las proporciones craneales de la cría chimpancé y los
dientes y las mandíbulas reducidas.

Anteriormente hemos hecho notar que, en comparación con los primates no


humanos, nosotros somos altriciales debido a que nacemos muy inmaduros.
Gould (1977) añade, basándose en el proceso neoténico, que en realidad somos
altriciales secundarios porque presupone que parte de nuestro desarrollo
embrionario lo realizamos extrauterinamente. Gould calculó que dadas las
características del ciclo vital humano deberíamos nacer ocho meses más tarde,
pero ninguna mujer con la anatomía actual podría soportar el parto de un niño
tan voluminoso. Esta sería la razón de que nazcamos prematuramente y
explicaría porqué nuestro periodo de gestación no difiere significativamente del
resto de los primates superiores como hemos podido observar en la tabla 3.2.

MacKinney y McNamara (1991) han criticado la hipótesis neoténica y han


propuesto la hipermorfosis como el mecanismo principal que explica las
heterocronías del desarrollo. Por hipermorfosis, estos autores entienden el cese
retardado de algún evento del desarrollo que puede ocurrir en cualquier nivel
del organismo desde el celular al individuo como un todo. Por tanto, no es que
el desarrollo se haga más lento y se permanezca más tiempo en una etapa
temprana sino que se da más desarrollo:

“El crecimiento humano no es más lento que el de los chimpancés (neotenia),


simplemente se ha expandido. Lo más crucial para el argumento de la
generalidad de la hipermorfosis no es solamente la medida corporal, sino el
tamaño cerebral y nuestro periodo de aprendizaje y el ciclo vital aumentado,
deberíamos verlos como productos directos del retraso del final del
crecimiento. Estas son las cosas que nos hacen los primeros animales
culturales” (MacKinney y McNamara, 1991, p. 296).
El desarrollo cerebral humano es un ejemplo que ilustra el fenómeno de la
hipermorfosis. Mientras que para Gould, el aumento del tamaño de nuestro
cerebro es debido a la prolongación del crecimiento fetal y al hecho de que las
suturas craneales tardan mucho más en cerrarse porque las etapas del desarrollo
son más lentas, para MacKinney y McNamara la razón reside en que nuestro
periodo de desarrollo cerebral se ha expandido. Por un lado, se ha ampliado el
proceso mitótico generando el 25% más de neuronas en el córtex que en los
primates que tienen un peso corporal parecido al nuestro. Por el otro, han
aumentado las conexiones sinápticas tanto de los axones como de las dendritas.
Además, dicha producción sináptica se ha extendido a lo largo del tiempo de
desarrollo en términos globales y, también, según las áreas cerebrales
específicamente localizadas. Como veremos en el capítulo cuarto, se ha
sugerido la hipótesis de que el proceso sinaptogenético del córtex cerebral
humano se produce en fases probablemente hasta entrada la edad adulta pero,
bajo este proceso global, las distintas zonas funcionales siguen patrones
temporales particulares. Esta hipótesis es especialmente interesante porque nos
podría ayudar a explicar los factores endógenos que intervienen en la
emergencia de las habilidades psicológicas a lo largo del desarrollo. En
resumen, estos autores sugieren que:

“Se deben haber producido alteraciones genéticas que controlan el tiempo y la


magnitud de la neurogénesis y la conectividad a una escala local. Como
discutíamos en otro lugar, la aplicación del concepto de heterocronía a los
cambios locales puede parecer innecesaria y de poca ayuda. Pero se sabe bien
que los cambios temporales y los ritmos de crecimiento son críticos en el
desarrollo del cerebro. Además, el córtex muestra dos claros gradientes
temporales de crecimiento, con una secuencia relacionada al desarrollo
general del cerebro y la segunda que concierne al orden de la localización
funcional”. (McKinney y McNamara, 1991, p. 304)

Sin embargo, no todos los cambios ocurridos tienen porque haber ido en
dirección de una hipermorfosis, también han habido regresiones como la
reducción de las áreas olfativas cerebrales. Nos parece evidente, en consonancia
con los autores anteriormente citados, que en esta área de investigación los
estudios genéticos y fisiológicos junto con los estudios anatómicos y
funcionales son imprescindibles para conocer la huella que la filogénesis ha
dejado en la forma que tiene el desarrollo infantil humano. Es probable que a
medida que se avance, el cuadro que vayamos vislumbrando sea mucho más
complejo que el dibujado por las teorías que ponen el acento exclusivo en la
neotenia o la hipermorfosis para explicar las heterocronías. Nosotros pensamos
que ambas teorías se complementan. A semejanza de una sinfonía, los avances,
retrocesos, aumentos y disminuciones, tanto locales como globales, pueden
haberse ido sincronizando a lo largo de la historia de la especie para configurar
un proceso de desarrollo que ha permitido la adaptación del niño a su medio, y
especialmente a su entorno cultural, el cual, como veremos más adelante, ha
contribuido de forma decisiva a la evolución del desarrollo infantil.

3.4. FILOGÉNESIS Y NIÑEZ: LA IMPORTANCIA DEL GRUPO EN LA


CRIANZA

Anteriormente, siguiendo a Gould, hemos definido las heterocronías como los


cambios temporales en la aparición y ritmo del desarrollo para caracteres ya
presentes en los ancestros. Por tanto, según esta definición, las heterocronías no
contemplan la posibilidad de que aparezcan distintas características del
desarrollo a las ya existentes en nuestro pasado evolutivo. Cambian las pautas
temporales y los ritmos de crecimiento pero no aparece nada nuevo.

Bogin (1998) ha proporcionado argumentos que contradicen que la


heterocronía, en forma de neotenia o hipermorfosis, sea la única hipótesis
explicativa del desarrollo humano. Según este autor, una de las características
fundamentales de nuestra ontogenia es la aparición desde nuestro antepasado el
homo habilis de una etapa completamente nueva, la niñez. La etapa infantil que
en la figura anterior (Fig. 3.1) alcanzaba hasta alrededor de los siete años,
Bogin (Fig. 3.2) la divide en infantil y niñez. Un aspecto interesante de esta
hipótesis es que la niñez aparece aumentando la etapa de dependencia de los
adultos respecto a los chimpancés y los austrolopitecus. Esto puede haber
tenido implicaciones adaptativas importantes que más adelante comentaremos.
Figura 3.2
Gráfico comparativo de las fases de desarrollo en primates. En blanco la
infancia, en negro la niñez, rayado claro la etapa juvenil y rayado oscuro la
adolescencia (Bogin, 1998)

La niñez como una etapa diferenciada de la infancia se justifica por razones


cuantitativas y cualitativas. Las cuantitativas se basan en que la niñez se inicia
alrededor de los tres años cuando se frena la caída de la velocidad del
crecimiento humano y acaba en un pequeño aumento de la curva de crecimiento
que anuncia el inicio de la preadolescencia. Parece ser que este aumento se debe
a un evento hormonal no muy bien conocido que recibe el nombre de
adrenarquía. Sin embargo, las razones más importantes para incluir la niñez en
el desarrollo humano son de tipo cualitativo. Principalmente relacionadas con la
eficacia de las estrategias reproductivas y el aumento de la plasticidad. Aquí
vamos a comentar el beneficio que representa la niñez en la eficacia
reproductiva humana, lo cual está relacionado con la implicación de otros
miembros del grupo además de la madre en la crianza, y dejaremos para más
adelante explicar la importancia de la plasticidad a lo largo del desarrollo.

La forma de reproducirse de los primates superiores puede considerarse un


punto álgido de la estrategia K que anteriormente hemos comentado. En
general, se concibe una cría por parto. Este número mínimo de nacimientos se
compensa aumentando el periodo de dependencia infantil para proteger al recién
nacido de los peligros potenciales que se interponen en la vida que se acaba de
iniciar. Naturalmente, esta estrategia debe tener unos límites pues el tiempo de
crianza puede hacerse tan dilatado y consecuentemente reducirse tanto el
número de hijos de cada hembra a lo largo de su ciclo vital que ponga en
peligro la capacidad de regeneración de la especie. Precisamente parece ser que
ese límite es el alcanzado por los chimpancés y tal vez por el Australopitecus
Aferensis. La infancia de las crías de los chimpancés dura unos cinco años
durante los cuales se alimenta amamantándose de su madre. Esta larga
dependencia de las crías tiene como consecuencia que el periodo medio entre
nacimientos en hembras que viven en libertad sea de 5,6 años. Estudios de
campo con grupos de chimpancés que viven en condiciones naturales indican
que en sus medios ecológicos actuales la población básicamente se mantiene. Es
evidente, pues, que la infancia y las ventajas adaptativas que supone no podría
continuar expandiéndose si paralelamente no aparecían estrategias que
solucionaran el dilema demográfico que plantea.

Este dilema se puede solucionar si el intervalo entre los partos se reduce y,


naturalmente, si las hembras aumentan su ciclo vital reproductivo. Esto es,
precisamente, lo que parece ser que ocurre a partir del homo habilis. En
nosotros, los humanos, si observamos las costumbres de crianza de los pueblos
cazadores recolectores, vemos que el tiempo medio de amamantamiento de los
hijos es de alrededor de los tres años o menos, permitiendo a la madre estar en
condiciones para tener un nuevo hijo. En nuestras sociedades occidentales, los
avances técnicos y sociales aún proporcionan más posibilidades de que se pueda
tener hijos a intervalos más cortos; aunque también es cierto que los costos que
requiere un hijo hasta que alcanza su independencia ha provocado una
disminución abrupta de la natalidad. Sea como fuere, el destete en los humanos
es mucho anterior que en los chimpancés y probablemente tienen un origen tan
remoto como la aparición en el planeta de un antepasado con características
parecidas al homo hábiles.

El hecho de que el niño deje de amamantar antes no es la única condición para


que la madre adquiera una cierta libertad que le permita enfrascarse en la
aventura de tener un nuevo hijo; pues, no significa que a partir de ese momento
pueda comer de todo y alimentarse por sí mismo Su tracto digestivo aún está
muy poco desarrollado y no ha adquirido las primeras piezas bucales que le
permitan masticar como un adulto. Por tanto, aún requiere cuidados especiales
ya que los alimentos han de ser adecuados para que pueda consumirlos. Sin
embargo, este tipo de alimentación no tiene porque proporcionarla
exclusivamente la madre. En nuestro caso, los padres intervienen en la crianza y
también lo hacen abuelas, hermanos mayores, tíos y familia extensa. Incluso el
grupo juega un papel importante en aligerar el peso de la crianza que llevan las
madres. Un grupo ahora mucho más grande que en cualquier antepasado no
humano debido a la explosión de las potencialidades comunicativas que le
confiere la capacidad simbólica, como veremos en breve. Así, pues, por un
lado, la madre adquiere una cierta independencia del niño que al menos le
permite criar a otro retoño y, por otro, el niño entra ya a muy temprana edad en
el seno del grupo que lo acogerá. Lo que queremos subrayar es que sin la
solución del dilema demográfico en la cual lo social ha jugado un papel
importantísimo, la expansión de la inmadurez que caracteriza la infancia
humana no se hubiera podido dar

3.5. LOS “USOS” DE LA INMADUREZ

En el año 1972, J. Bruner escribió un artículo que bajo el título de “Naturaleza


y uso de la inmadurez” intentó con una gran maestría explicarnos la importancia
que tiene la inmadurez para llegar a adquirir las funciones típicamente
humanas. Unas funciones que acusan el enorme peso de lo social. Sin embargo,
esto no significa que la filogénesis deje de estar presente en la ontogénesis. La
selección natural no sólo ha ejercido su presión sobre la infancia para aumentar
la eficacia reproductiva de la especie como hemos mostrado anteriormente sino
también sobre los comportamientos y procesos psicológicos.

La Psicología Evolucionista actual es negligente con el periodo infantil y pone


énfasis en el comportamiento de los adultos porque se centra en la conducta
reproductiva propia de la edad madura al ser a través de ésta que se transmiten
los genes de generación en generación, el nudo gordiano del Neodawinismo que
sólo ve los genes como fuente de variabilidad para la selección natural. No
obstante, para llegar a adulto, uno tiene que desarrollarse y ese camino no es
fácil. Por ejemplo, una buena parte de los restos encontrados de Neandertales
corresponden a niños menores de seis años. Se calcula que el 50% de los
individuos de esta especie no superaban la adolescencia. No tenemos que ir tan
lejos para darnos cuenta que la población más vulnerable de los países pobres
de la actualidad son los niños. Por tanto, la selección natural ha actuado y actúa
a lo largo del desarrollo infantil influyendo en la configuración de sus
características estructurales y funcionales.

Algunas de las sugerencias hechas sobre los usos de la inmadurez hacen


referencia a que el medio en que nace el niño es extremadamente complejo y si
no es capaz de organizarlo, parcializándolo y simplificándolo, difícilmente
podrá llegar a aprehender el caos estimular que lo inunda debido a que sus
mecanismos de aprendizaje quedarían colapsados. Pensemos que el medio que
envuelve al niño no es tan sólo físico sino también social, con su intrincada
estructura de relaciones y un mundo semántico virtual construido a través de los
instrumentos simbólicos que le proporciona la cultura. Ante esta constatación,
se han propuesto dos procesos mediante los cuales los niños pueden organizar el
mundo en el que entran al nacer. El primero consiste en que ya ingresan con una
cierta estructuración de ese mundo, el segundo es que las habilidades se
desarrollan paulatinamente a partir de capacidades limitadas que permiten
asimilar gradualmente su complejidad.

El primer planteamiento parte de que el niño nace con unos mecanismos que
evolucionaron a partir de nuestros ancestros para resolver problemas
ambientales con los que se tenía que enfrentar. De aquí que sean mecanismos de
dominio específico (Cosmides y Tooby, 1992);es decir, operaciones cognitivas
concretas en lugar de generales como, por ejemplo, las que están detrás de la
producción lingüística o el manejo de las relaciones sociales. En el capítulo
sobre el desarrollo cognitivo volveremos a insistir en este tema, aquí sólo
introduciremos un breve comentario.
Algunos psicólogos evolucionistas como los anteriormente citados nos han
legado la imagen de una mente que al nacimiento ya está organizada en
módulos y órganos mentales, cada uno de los cuales ha sido especialmente
diseñado, a través de la selección, para interaccionar con diversos aspectos del
mundo. Esta forma de argumentar nos lleva a ver una mente encapsulada, rígida
en su diseño. Desde este ángulo, los módulos constriñen el tipo de información
que la mente procesa. Pero nosotros hemos ido defendiendo precisamente todo
lo contrario, que si algún significado tiene la infancia es la de aportar al
desarrollo humano un largo periodo de plasticidad que incluso se amplía en
nuestra especie hasta la edad adulta. Es por esta razón que estamos de acuerdo
con aquellos autores que ven estos constreñimientos como facilitadotes del
aprendizaje más que limitadores. Los aprendizajes no son equipotenciales y es
lógico pensar que ante la complejidad del mundo el recién nacido venga con
alguna idea de cómo está estructurado. Es decir, sus capacidades de procesar la
información estén sesgadas para que sea más rápida y eficaz. Además, a pesar
de que la mente sea modular, la modularidad se desarrolla (Karmiloff-Smith,
1992). Es un producto del desarrollo no de la herencia filogenética. En esta
línea de argumentación, recientemente, Paterson, Brown, Gsödl, Johnson y
Karmiloff-Smith (1999) presentan datos reveladores sobre el desarrollo mental
de sujetos con Síndrome de Williams. Al comparar las capacidades verbales y
numéricas que estos individuos exhiben en la infancia con las que muestran en
la edad adulta vieron que no hay un patrón de desarrollo estable ni lineal. Por
ejemplo, está bien documentado que los individuos con Síndrome de Williams
adultos tienen unas competencias lingüísticas aceptables mientras que las
numéricas son deficientes. Sin embargo, los sujetos de la investigación de
Paterson et. al. (1999) muestran en la infancia un vocabulario deficiente y las
capacidades numéricas pueden ser aceptables, lo contrario que en la edad
adulta. Este estudio indica que nacer con ciertas habilidades no garantiza que se
vayan a mantener a lo largo del ciclo vital, más bien, queda patente que las
capacidades mentales siguen unas trayectorias dinámicas desde los genes hasta
los resultados fenotípicos. Como decíamos en el capítulo primero, la epigénesis
es probabilística.
La inmadurez cognitiva también puede tener un valor adaptativo. Las
capacidades limitadas de los niños facilitan la adquisición de ciertas
habilidades. Por ejemplo, Elman (1994) propuso que el desarrollo del lenguaje
se vería beneficiado si el niño inicialmente percibiera y almacenara partes de su
complejidad en un proceso en que paulatinamente fuera aprendiendo una mayor
cantidad de unidades y estructuras lingüísticas. Para demostrar esta hipótesis
construyó una simulación por ordenador en la cual introducía información
limitada temporalmente. La simulación mostró que el lenguaje se adquiere más
fácilmente cuando la información va entrando parcialmente dentro de una
secuencia temporal. Por tanto, es posible que la inmadurez cognitiva
simplifique el análisis de la complejidad estimular que recibe el organismo
haciendo su desarrollo más fácil. Esto es lo que se ha denominado un proceso
de aprendizaje en donde “menos es más”. Relacionado con el tiempo de
madurez cognitiva, un aspecto interesante del desarrollo es que las distintas
funciones psicológicas emerjan a ratios diferentes. Por ejemplo, centrándonos
en el desarrollo cerebral, las áreas somatosensoriales se desarrollan antes que
las de asociación. Consecuentemente, las capacidades sensoriales se desarrollan
antes que las cognitivas complejas como el lenguaje. A nivel comportamental,
no deja de ser curioso que los niños no empiecen a dar sus primeros pasos hasta
alrededor del primer año y no anden con soltura hasta los tres años cuando ya
han adquirido importantes capacidades cognitivas y comunicativas. Es posible
que el niño retrase su independencia motriz hasta que la influencia de los
adultos en su sistema cognitivo no le haya proporcionado un suficiente
desarrollo. Perinat (1993) lo expresa de la siguiente forma:

“Puestos a especular, añadiré una última conjetura no mucho más atrevida de


las que he avanzado. Si partimos a la búsqueda de las circunstancias que
concurrieron en el surgimiento del haz de motivaciones que incita a la criatura
humana a manipular objetos y a hacerlo en “conversación” con los adultos,
aparece como candidato un fenómeno aparentemente inocuo. Me refiero
concretamente al notable retraso (decalage) que, en los niños, presenta la
capacidad de desplazarse libremente respecto a la precocidad con que
maduran sus manos y su vista. Es un caso típico de heterocronía, o sea de un
reajuste de tempos madurativos (en comparación con los que se heredaron de
los ancestros primates). Imaginemos por un momento a un pequeño antropoide
incapaz de explorar materialmente su entorno porque no puede apenas
desplazarse, pero motivado (intrínsecamente) por “hacer cosas” y dotado de
unas manos y unos ojos aptos ya para coordinarse y atrapar, examinar,
manipular. Este antropoide está, por añadidura, inmerso en un ambiente cada
vez más poblado de instrumentos cuyo uso forma parte de la vida y de la
satisfacción de las necesidades más inmediatas. Hay un proceso de co-
evolución que engarza, en aquella “ralentización” de los procesos de
maduración motora, la disposición adulta a dedicar más tiempo a la
socialización de las criaturas, lo cual redunda en la aparición más frecuente de
formas de juego y de entretenimiento mutuo” (p. 179).

En este párrafo A. Perinat nos expone claramente la importancia de la


temporalidad relativa del desarrollo de las funciones motoras y cognitivas que
junto con otros cambios intrínsecos y contextuales constituyen las piezas de un
puzzle de cuyo encaje emerge la adaptación al entorno inmediato del pequeño y
el desarrollo de habilidades más elaboradas. Perinat nos advierte que el engarce
de todos estos factores debe haber sido producto de un proceso de co-evolución.
Nosotros dejaremos para el próximo párrafo tratar el tema de la co-evolución,
en este seguiremos buscando el significado evolutivo de la inmadurez a través
de un marco que parece que la evolución nos ha proporcionado, entre otras
cosas, para el desarrollo de las habilidades infantiles: el juego.

3.6. EL JUEGO

Una de las actividades típicas de la infancia es el juego. Si dejáramos a nuestros


hijos, indudablemente se pasarían el día jugando. El juego ha sido descrito en
muchos mamíferos. Principalmente se da entre aquellos que son sociales como
los lobos, los perros, los gatos, los primates no humanos y, naturalmente
nuestras criaturas. Por tanto, es una actividad que probablemente tuvo su origen
en algún momento remoto de la evolución.

Aunque es fácil reconocer un comportamiento de juego, no lo es tanto definirlo.


Dos aspectos centrales parecen caracterizarlo: las conductas que se practican no
persiguen un propósito determinado y dichas conductas también se utilizan en
otros contextos, tales como la agresión, la reproducción y la predación. La
importancia que tiene esta actividad en las edades tempranas ha llevado a
muchos investigadores a considerar que tiene un papel fundamental en el
desarrollo. Sin embargo, este papel parece un tanto misterioso pues, por
definición, el juego no tiene una función aparente ya que las criaturas no están
interesadas por la finalidad de sus acciones cuando juegan sino que son los
aspectos mediadores los que las tienen embelesadas. Sin embargo, el juego
tiene un valor adaptativo inmediato. El juego físico, por ejemplo, proporciona
la oportunidad de realizar un ejercicio muy importante para el desarrollo
esquelético y muscular (Bjorklund y Pellegrini, 2000) el juego social ofrece un
marco para el aprendizaje de las relaciones sociales y la resolución de
conflictos, principalmente cuando va acompañado de la necesidad de tener que
respetar ciertas reglas conveniadas entre los participantes.

El juego tiene un componente de flexibilidad que lo hace especialmente


interesante. Al no estar sujeto a la imperiosidad de tener que conseguir
resultados eficaces ya que el riesgo inherente a la actividad está reducido al
mínimo, permite ensayar posibilidades que en condiciones de necesidad no se
probarían. Quizá por ello el origen del juego haya requerido estructuras sociales
no excesivamente rígidas. Bruner (1972) considera que el juego entre los
primates inferiores es muy simple y limitado, de acuerdo con sus intercambios
sociales rígidos y lineales. Mientras que en los chimpancés, coincidiendo con el
aumento de la flexibilidad de la estructura social, es cuando podemos observar
un juego más complejo y la participación del adulto en los intercambios lúdicos
con su cría.

La flexibilidad hace del juego una fuente de creatividad. Incluso, en la edad


adulta, a menudo el juego es el mediador de la solución de un problema
largamente acarreado. De hecho, el niño tendrá que ir ensayando los pasos
simplificados que va adquiriendo paulatinamente para alcanzar la maestría de
una habilidad compleja. Esas capacidades limitadas fruto de la inmadurez a que
nos hemos referido anteriormente tienen un vehículo de desarrollo importante a
través del juego, principalmente cuando se comparte con los adultos. Este punto
de vista del juego como un medio para aprender habilidades ha sido criticado
por Bjorklund y Pellegrini (2000) los cuales son más partidarios de considerarlo
una forma de adaptación al medio inmediato del niño. Evidentemente que el
juego no es una versión incompleta del comportamiento adulto. Pero
difícilmente podemos entender que un niño siga insistentemente ensayando el
esbozo de un comportamiento, que en casos como el desarrollo de la marcha o
el juego de fricción pueden ser peligrosos, si no adoptamos una perspectiva
sincrónica junto con otra diacrónica. La primera implica que el juego está
adaptado a la situación inmediata, mientras que la perspectiva diacrónica se
basa en que a través del ejercicio un diseño no definitivo se va transformando
en una habilidad completa. Relacionándolo con lo que hemos expuesto en el
apartado anterior sobre las capacidades de dominio específico con los que el
niño nace, el juego deviene un marco lúdico trascendental para su desarrollo.
Así, pues, el juego tiene unos beneficios a corto plazo y otros a largo plazo.

Hemos dicho que las actividades del juego no aparentan la existencia de un


propósito, tal vez por eso están intrínsicamente motivadas. Los chimpancés, por
ejemplo, muestran una pasión por jugar con objetos. Bruner (1972) nos dice que
incluso en cautividad se puede observar a las crías de este primate intentado
encajar palos, apilonar cajas u otros artefactos de los que dispone en la jaula, y
no por aburrimiento ni porque de ello dependa su alimentación. Esto es
precisamente lo que también observamos en nuestros hijos cuando a los pocos
meses empezamos a jugar con ellos, ese interés intrínseco por manipular cosas.
Otra de las características de las criaturas de nuestros antepasados vivos más
cercanos es la capacidad de observación y emulación. Además, una emulación
que no es la simple reproducción de lo que el otro está haciendo, sino que
incluye la capacidad de introducir variaciones en las subrutinas de que consta el
formato de acciones que realiza el sujeto que emula. Los chimpancés parecen
muy inteligentes y creativos para entender los cambios ambientales que otros
producen mediante el uso de instrumentos e introducir las rutinas de
comportamientos observadas en su propio repertorio.

A pesar de que el juego de las criaturas humanas comparta algunas


características esenciales con las de otros animales, especialmente los
chimpancés, difieren en aspectos esenciales. En primer lugar, a los niños les
gusta manipular objetos como a los chimpancés, pero con sus padres. Esta
convergencia de intereses entre el adulto y el niño es lo que llevará a ambos a
engarzarse en acciones conjuntas. Perinat (1993) llegó a esta conclusión
después de un estudio que se realizó con gorilas en el Zoo de Barcelona con los
cuales sus cuidadoras intentaron establecer formas de juego manipulativo.
Según este autor:

“lo que le falta a los antropoides es la motivación intrínseca para efectuar


acciones instrumentales en compañía de otro y en colaboración con él. Y sin
ella y sin una predisposición a cooperar que rebase generosamente los
estrechos límites de la satisfacción de necesidades vitales, no hay razón ni
oportunidad para que surja un código elaborado (simbólico) (pp. 179-180).

En el capítulo V veremos que Trevarthen denomina a esta capacidad


intersubjetividad secundaria y que Tomasello (1999) no opina de forma muy
distinta aunque ponga énfasis en la habilidad que tienen los niños de darse
cuenta que el adulto tiene intenciones como él mismo. Es por esta razón que,
según Tomasello, los chimpancés no pueden imitar y sólo emulan. La diferencia
reside en que las observaciones de un chimpancé en el comportamiento de un
conespecífico no se centran en los medios y los objetivos implícitos en sus
acciones sino en los cambios que producen en su entorno. El primate se quedará
a medio camino respecto a la criatura humana, será capaz de utilizar un
instrumento según la función para el que ha sido diseñado pero existen dudas
muy razonables de que podamos atribuirle la comprensión de las intenciones
que tiene el observado cuando lo usa. Por otro lado, se han documentado muy
pocos casos de que el adulto primate corrija la acción de una cría. Para algunos
autores como Tomasello (1999), la excepcionalidad de estas observaciones
permite considerar que no es un comportamiento típico de los chimpancés como
sí lo es entre los humanos. Para Bruner (1972, 1996), esa pedagogía que
tendemos los adultos a desplegar sobre nuestros pequeños es la que marca la
diferencia más importante entre nosotros y el resto de los primates vivos. El
impulso pedagógico de los adultos humanos se observa muy bien en las
situaciones de juego manipulativo que se establecen entre los padres y sus hijos
de tierna edad. El juego con los padres tiene un papel muy importante para el
niño. A través de ese engarce se deslizará gradualmente hacia la red de las
relaciones simbólicas que forman el tejido de nuestro mundo social y cultural.
Quizá por ello, la evolución ha seleccionado que en estas formas de juego sea
imprescindible la interacción entre padres e hijos o entre iguales en las que los
mayores proponen actividades en donde la capacidad simbólica se ensaya una y
otra vez

Los estudios de nuestros parientes primates son interesantes porque nos


muestran los requisitos para que nuestros pequeños lleguen a adquirir el juego
simbólico, algunos los compartimos, otros parecen que son los que han
permitido que seamos la única especie que lo tengamos como un rasgo
específico. Esto lo podremos observar en el capítulo V siguiendo desde el
principio los formatos de juego que comparten las madres con sus hijos hasta
llevarlos a ingresar en el mundo cultural de sus cuidadores.

3.7. LA COEVOLUCIÓN

En los párrafos anteriores hemos visto que el desarrollo infantil está influido
por la historia evolutiva de la especie humana. El pasado se hace presente en la
ontogénesis e incluso futuro, pues crea el marco sobre el cual interviene la
cultura. Con esto no queremos decir que la cultura sea un simple ropaje al
cuerpo desnudo de la naturaleza sino que, como ya hemos ido insistiendo,
ambos se entrecruzan en el proceso de construcción del nuevo ser. Si la infancia
humana hunde sus raíces en el tiempo evolutivo, debemos explicar cómo los
cambios filogenéticos han tenido lugar.

La teoría científica que mejor explica la evolución de las especies y como se


adaptan al mundo es la que propuso Darwin en su libro el Origen de las
especies por selección natural en el año 1859. Se suelen considerar que los
principios básicos del darwinismo son cinco, pero a nosotros nos interesan
principalmente dos: las características físicas y comportamentales de
individuos y las especies varían, y dichas variaciones son seleccionadas como
resultado de la interacción entre los individuos y su ambiente. De este segundo
principio se deriva que los organismos que se adaptan sobreviven y se
reproducen (eficacia reproductiva) y los que no se extinguen. Aunque Darwin
no conocía la fuente de variabilidad, los Neodarwinistas a la sazón del
desarrollo y descubrimientos de la genética propusieron que la fuente de
variación tanto de las diferencias físicas como comportamentales eran los
genes. El azar y la necesidad que diría Jacques Monod (1970).

Este punto de vista de la evolución de los organismos los reduce a simples seres
pasivos sujetos a los caprichos del azar y las presiones selectivas ambientales.
Pero los organismos, tanto los animales como las plantas, son seres activos que
seleccionan y modifican sus medios ambientes (Lewontin, Rose y Kamin,
1984). Construyen sus propios nichos ecológicos que, cuando son lo
suficientemente estables a lo largo del tiempo, pueden devenir nuevas presiones
selectivas sobre la variabilidad del organismo codirigiendo la evolución. Esto es
lo que se entiende por Coevolución (Laland, Holding-Smee, Feldman, 2000).
No se trata de que los aprendizajes que un animal realiza a lo largo de la vida
sean heredados por sus descendientes en un sentido lamarckiano, sino que su
participación en el proceso evolutivo es indirecta, a través de los cambios
ambientales. Además, una vez producidos dichos cambios y son heredados por
sus descendientes a través de largas generaciones pueden producir variaciones
comportamentales y fisiológicas estables temporalmente que también llegan a
forma parte del medio selectivo de su repertorio genético. En el reino animal y
vegetal existe gran cantidad de ejemplos de Coevolución (Thompson, 1994).

Si la Coevolución tiene lugar en los organismos simples con mayor razón será
un proceso importante en los más complejos, en aquellos cuyas capacidades de
transformación del medio ambiente en que viven adquieren especial relevancia.
Así lo entendió Mark Baldwin, un psicólogo americano de hace más de un siglo,
para quien el aprendizaje y la flexibilidad del comportamiento podía jugar un
papel en la selección natural. A esta variación de la Teoría de la Evolución de
Darwin se conoce como efecto Baldwin. Como en la Coevolución, Baldwin
propuso que los ajustes comportamentales y fisiológicos que cambian como
respuesta a las nuevas condiciones que los animales pueden producir en sus
nichos ecológicos generan cambios irreversibles en los contextos adaptativos de
las generaciones futuras. Estos cambios al principio no son genéticos pero si se
mantienen constantes en el tiempo predispondrán al organismo a las
subsiguientes modificaciones de sus genes. Otra idea próxima a la que estamos
exponiendo corresponde al concepto de neofenogénesis acuñado por Gottlieb
(1992):

“La vía neofenogenética para el cambio evolutivo se produce debido a (1) una
alteración del desarrollo que lleva a cambios importantes del comportamiento,
seguido de (2) un cambio en la morfología, y, eventualmente, posiblemente (3)
un cambio en la composición genética de la población.” (Gottlieb, 1992, p.
176).

Lo que es fundamental en todas estas hipótesis es que los genes dejan de ser la
única fuente de variabilidad sobre la cual actúa la selección. El desarrollo y los
cambios ambientales –entre los cuales la cultura juega un papel preponderante
en los humanos– serán medios fundamentales para la adaptación y evolución de
los organismos.

3.8. COEVOLUCIÓN E INFANCIA

La teoría de la Coevolución es un buen marco explicativo de los cambios que


acontecieron en la infancia a lo largo de la filogénesis humana. Las
heterocronías que han dado como resultado la expansión de la inmadurez
infantil se pueden explicar como una consecuencia de los cambios introducidos
en los nichos ecológicos de crianza que, a su vez, han sido predispuestas por los
cambios en la inmadurez. Entre ambos elementos se ha establecido un bucle
recursivo a través del cual se han ido afectando mutuamente a través del
tiempo.

Los cánones actuales sobre la crianza de los hijos tienden a resaltar los
cuidados maternos y paternos hacia su prole como algo lógico y natural. Para
nuestra cultura parece “normal” que las madres (y los padres, o cualquiera que
en aquel momento esté al cuidado del niño) respondan con cariño e intentando
por todos los medios estimulares a su alcance que el bebé vuelva a calmarse
cuando se altera e interrumpe incluso el descanso nocturno. Sin embargo, la
crianza infantil humana tiene un coste muy elevado para los cuidadores que sin
una buena predisposición para aceptarlo y asumirlo no se hubiera revelado
como una estrategia evolutiva viable.
Siguiendo el modelo de la coevolución, hemos de pensar que a medida que la
inmadurez se expandía las madres debieron adquirir a lo largo de la filogenia,
algunos rasgos que permitieran el ajuste con unos hijos cada vez más costosos.
Uno de tales rasgos, que probablemente jugó un papel importante, fue la
aparición de una mayor capacidad de inhibir las emociones que se originó en
los mamíferos al formarse en sus cerebros el sistema límbico (Papousek &
Papousek, 1995). A la aparición del sistema límbico le siguió la evolución del
córtex cerebral, la cual cosa permitió el control voluntario de las emociones.
Consecuentemente a la mayor capacidad de control emocional, la progenie se
pudo ir haciendo más “exigente”, tanto desde un punto de vista energético como
comportamental: el amamantamiento pudo ser más prolongado y aparecieron
nuevas formas de crianza tales como la construcción de nidos, cargar las crías,
etc. Ciertamente, en los primates no humanos, las madres cargan todo el día a
sus crías, incrementándose los periodos que éstas dependen de sus madres. En
los humanos, aunque las prácticas sociales han cambiado a lo largo de los
tiempos (por ejemplo, en ciertas culturas o clases sociales no se carga a los
recién nacidos e incluso podemos no amamantarlos), esto no implica un menor
gasto de energía debido a lo mucho que tardan en crecer y el largo tiempo que
viven como adultos en una sociedad basada en la familia.

Pryce (1995) y Foley (1995) han propuesto que entre los primates humanos y
no-humanos, el “costo” de las crías ha dado lugar a la selección de lo que han
denominado “buenas” madres. Según Pryce (opus cit.), el comportamiento
maternal “bueno” se caracteriza por la sensibilidad de la madre ante las
necesidades y comportamientos del niño, las respuestas indulgentes a las
conductas disruptivas o perturbadoras, la ausencia de castigos agresivos, la
proporción de la seguridad y la estimulación sensorial y afectiva muy a menudo
espontáneas. A través de los lloros y la expresión de malestar tanto las crías de
chimpancés como las humanas buscan y suelen conseguir la atención de unas
madres predispuestas filogenéticamente.

Si el comportamiento maternal “bueno” pudo ser imprescindible para que la


infancia se expandiera, la implicación de otros elementos familiares y no
familiares en el proceso de crianza permitió la expansión extrema de la
dependencia infantil. Además, junto con la inclusión de la niñez, las madres
pudieron aligerarse de la dependencia de sus hijos para volverse a reproducir y
así encontrar una solución al dilema demográfico que se había planteado
probablemente con nuestros ancestros los chimpancés. Al respecto, Hawkes,
O’Connell y Blurton-Jones (1989) han propuesto la hipótesis que las mujeres
llegan a la menopausia alrededor de los cincuenta años, cuando aún podrían
criar algún otro hijo propio, porque ayudar a la hija aún joven a cuidar a sus
pequeños aumenta la propia eficacia reproductiva en comparación con la
aventura de volver a pasar por todo lo que representa el proceso reproductor y
de crianza a una edad cuyas posibilidades de éxito ya no son las mismas que
cuando se es joven.

Aunque los costos que representan la infancia forman parte de un bagaje


filogenético común a los primates no-humanos u otros mamíferos y nosotros,
creemos que la función de los mismos se ha complexificado a lo largo de
nuestra historia como especie. Para la criatura humana las perturbaciones que
recibe de su "alter" no sólo son algo necesario para su superviviencia sino que
además van a contribuir a configurarlo como persona dentro de un marco
histórico y cultural. Pero vamos a esperar hasta ver como pudo aparecer la
cultura para tratar este tema.

3.9. EL ORIGEN DE LA CULTURA Y LA CRIANZA INFANTIL

La cultura ya está presente en el entorno humano cuando el niño nace. Es


bastante común pensar que la cultura apareció de repente en algún momento del
pasado y aquí se quedó, para beneplácito de nosotros, los humanos. Pero lo más
probable es que tuviera un largo y tortuoso origen. La herencia cultural depende
del conocimiento aprendido socialmente, y esto requiere habilidades y procesos
cognitivos que tuvieron que evolucionar a lo largo de millones de años.

No vamos a ser nosotros quienes resolvamos el origen de la cultura, pero está


ampliamente asumido que, de todas las especies vivas, el Homo sapiens es la
única que tiene una capacidad extraordinaria de compartir información y
transmitirla socialmente entre sus miembros. Se puede considerar que otras
especies tienen cultura porque pueden transmitir conocimiento mediante el
aprendizaje social pero en ningún caso modifican y construyen sus nichos
ecológicos de manera tan espectacular y con consecuencias evolutivas tan
importantes como nosotros. Es evidente que los niveles culturales alcanzados
por los seres humanos no los encontramos en ninguna otra especie.

Sin embargo, podríamos preguntarnos por la exclusividad de la especie humana


como agentes culturales. En el centro de este debate se encuentra la
controversia sobre si los chimpancés, como parientes filogenéticos más
próximos, tienen cultura en algún sentido. Nosotros nos decantamos hacia
posturas como las mantenidas por autores como Tomasello (1994) para quien la
utilización de artefactos por parte de los chimpancés sólo puede considerarse
cultura de una manera distinta a lo que es la cultura humana. Los materiales que
estos primates utilizan son muy sencillos y limitados, y se han citado pocos
casos en que se haya observado que un chimpancé enseñara a otro o que
empleara un utensilio distinto para modificar una herramienta. Además, los
estudios que muestran avances en la comunicación simbólica, la imitación o la
utilización de herramientas complejas, se basan en trabajos de investigación
realizados con chimpancés que han compartido las condiciones culturales
humanas. Este hecho nos obliga a plantearnos la cuestión siguiente: ¿es posible
que no sean únicamente las capacidades mentales de los chimpancés, sino éstas
junto con un ambiente típicamente humano las responsables de que las
competencias de estos primates se canalicen hacia el desarrollo de las
características típicas de nuestra especie? Si la respuesta fuera afirmativa nos
encontraríamos ante un ejemplo de una de esas alteraciones del desarrollo que
lleva a importantes cambios del comportamiento que Gottlieb (1992)
consideraba como el primer paso del proceso neofenogenético. Por supuesto se
necesitaría que los entornos humanos devinieran el hábitat natural de los
chimpancés para poder responder con propiedad a este interrogante. Siguiendo
esta línea de razonamiento, las investigaciones con chimpancés en cautividad no
dejan de tener un denotado interés.
Si no podemos encontrar en las especies vivas el origen de la cultura
característicamente humana, ¿es posible que algún antepasado homínido extinto
pueda ofrecernos alguna pista? A pesar del problema que representa interpretar
los registros fósiles, varios autores (Donald, 1991; Bickerton, 1990) están de
acuerdo en que la aparición del Homo erectus produjo un cambio importante en
la trayectoria evolutiva que lleva al ser humano. Hace alrededor de un millón y
medio de años apareció este homínido cuyo cerebro era mucho más grande que
el sus predecesores (el 70% del cerebro humano actual), construían
herramientas más sofisticadas, utilizaban el fuego, tenían ciertas capacidades
vocales, formaba grupos sociales más complejos y fueron capaces de emigrar de
África hacia Europa. Un atributo importante que se le hace al homo erectus es
que tenía la facultad de la mimesis (Donald, 1991). Es decir, podía traducir las
percepciones sensoriales en respuestas motoras. La mimesis significó el
aumento dramático de la comunicación entre los congéneres a través del cuerpo,
la expresión facial y también de formas vocales. Consecuentemente, los grupos
se hicieran mayores y probablemente compartieran un medio semántico.
Además, a través de las habilidades miméticas pudieron transmitir de
generación en generación las estrategias para construir artefactos y copiar las
innovaciones culturales que se producían. Es decir, una pedagogía a través de la
imitación.

Pero el gran cambio evolutivo se produjo hace unos 200.000 años con la
aparición del homo sapiens arcaico. Con esta especie se vuelve a dar un
aumento del cerebro, pero lo más significativo es la emergencia del lenguaje
hablado. Donald (1991) califica la cultura que se inicia con esta especie como
mítica. La razón estriba en que la base cognitiva del lenguaje es el pensamiento
narrativo, cuyo uso social produce historias colectivas que generan versiones de
la realidad con aspectos del pasado, el presente y el futuro, dando lugar a
nuevos niveles de representaciones compartidas: los mitos. En este contexto, el
lenguaje adquiere su verdadera función en el mundo de lo relacional
contribuyendo a la formación de grupos más grandes y complejos y una
transmisión más refinada del conocimiento. Hace 40.000 años, con la aparición
del homo sapiens sapiens la variedad de instrumentos se amplia notablemente y
afloran otros tipos de artefactos como figuras de piedra y pinturas rupestres.
Bickerton (1990) apunta que el lenguaje y la creación de artefactos
transformaron radicalmente la relación que hasta ese momento evolutivo habían
tenido las especies con su ambiente. A través del lenguaje y las capacidades
simbólicas, los conocimientos que han proporcionado ventajas a una generación
pueden transmitirse a la siguiente. Si bien la idea de Lamarck de que los
aprendizajes pasan a los descendientes no era aplicable a la evolución de las
especies sí que lo es a la evolución de la cultura.

Podemos especular sobre cuándo apareció la capacidad simbólica y que


consecuencias tuvo; no obstante, aún falta por conocer cuáles fueron las
presiones selectivas que la favorecieron. Deacon (1997) nos proporciona una
teoría especialmente sugerente pues relaciona el origen de las capacidades
simbólicas con las formas de crianza. Para este autor, la organización social
humana presenta unos rasgos únicos en la naturaleza: se estructura alrededor de
núcleos familiares que se encuentran inmersos en grupos sociales amplios. Por
núcleo familiar entendemos la madre, el padre y los hijos. También es posible
que se den otros tipos como puede ser el caso en que un hombre conviva con
varias mujeres. Pero lo importante, en este marco hipotético, es que sea cual
fuere la tipología del núcleo familiar siempre existen unas relaciones sexuales
exclusivas y que el padre interviene en la crianza de los hijos. Este tipo de
organización social es muy ventajosa pues posibilita que la madre comparta con
el padre los costos que representa la crianza, ayudando a resolver el dilema
entre la eficacia reproductiva y la expansión de la dependencia infantil. Por otro
lado, la vida cooperativa en grupo permitió cosas tan importantes para la
supervivencia y el desarrollo infantil como defenderse mejor de los
depredadores, explotar con más eficacia los nichos ecológicos y acceder de
forma permanente a fuentes ricas de alimentos como la carne.

En otros grupos de mamíferos nos encontramos ambos patrones de organización


social pero por separado, nunca en conjunción. La razón que da Deacon para
explicar esta incompatibilidad es que cuando se vive en grupo difícilmente el
macho puede estar muy seguro de ser el padre de una criatura. A falta de
mecanismos que le den la seguridad de que su esfuerzo en la crianza no está
siendo aprovechado por otro “macho espabilado”, la mejor solución
reproductiva es la poliginia. Cuando existen vínculos entre el macho y la
hembra exclusivos y duraderos, la fidelidad se ve asegurada si el macho se
mantiene junto a la hembra y aleja de ella a cualquier posible competidor. Por
tanto, en los primates, los núcleos reproductivos estables se ven condenados a
la soledad. En cambio, los humanos formamos grupos amplios de
conespecíficos organizados en núcleos reproductivos exclusivos, cuyos
miembros, además, pasan buena parte del tiempo separados. En efecto, en
nuestros orígenes, los hombres y las mujeres ya pasaban la mayor parte del
tiempo cada uno por su lado. Los hombres recorrían largas distancias para cazar
y las mujeres recolectaban frutas y vegetales para completar la dieta por los
alrededores del campamento. En esas circunstancias los deslices sexuales con
miembros de otros grupos que merodearan por los alrededores no era cosa
difícil. En las condiciones actuales de vida, al menos en la cultura occidental,
existen muchas más posibilidades de engaño sexual. De hecho, un tema
recurrente en nuestras obras de arte son los dramas amorosos. ¿Cómo se pudo,
pues, resolver en nuestra especie el dilema de vivir en grupos sociales que
tienden a la poliginia y al mismo tiempo formar núcleos familiares que exigen
la exclusividad reproductiva?

Deacon propone que esta inusual forma de organización social en la naturaleza


fue posible por la evolución de las capacidades simbólicas. A través de ellas,
los hombres y mujeres pueden mantener la fidelidad de la relación y establecer
contratos de futuro. Además, la decisión de formar un núcleo reproductivo
estable se da a conocer al resto de la colectividad por medio de rituales
simbólicos y la colectividad establece reglas y normativas para que estas
decisiones sean respetadas y cumplidas. Así, sobre las capacidades simbólicas
se asientan las características más distintivas de los patrones reproductivos
humanos: los hombres y mujeres colaboran en la crianza de los hijos, los
vínculos familiares son largos y duraderos, las relaciones sexuales entre los
individuos son exclusivas en términos generales y el núcleo reproductivo vive
inmerso en grupos sociales extensos. Estas características hacen de la infancia
un fenómeno social desde incluso antes del nacimiento. Partiendo del abrazo
que el hombre le da a la mujer cuando ambos han decidido tener un hijo hasta el
largo camino del proceso de desarrollo, pasando por el momento del parto que
en nuestra especie difícilmente puede tener lugar sin la ayuda de un congénere,
la colectividad en su conjunto está implicada en el ser y devenir del niño, y esto
se hace posible por la emergencia de la capacidad simbólica.

3.10. LA TRANSMISIÓN DE LA CULTURA

Naturalmente, el símbolo ha ocupado todas las esferas de la cultura humana. A


través del intercambio de información acerca de las intenciones, reglas morales,
significados sociales y pautas de convivencia se ha convertido en el núcleo de
su estructura. Sin embargo, para que la cultura se mantenga y evolucione como
una característica de las sociedades debe transmitirse de generación en
generación. Es lo que Laland et.al.(2000) ha denominado una transmisión
vertical de padres a hijos y también oblicua entre otros adultos y el niño. La
mayor constancia y estabilidad de los ambientes producidos por la cultura
provocó un cambio desde la transmisión de la información entre iguales a la
transmisión transgeneracional. La cultura acumulada generación tras generación
es importante para la adaptación del futuro adulto a su nicho cultural y
ambiental autoconstruido por el grupo social a que el niño pertenece. Por tanto,
la transmisión de la información cultural de padres y adultos al niño en
desarrollo tiene importantes ventajas adaptativas. Tecnologías tales como la
construcción de instrumentos, la preparación de alimentos, conocimiento del
espacio, entidades simbólicas que aumentan la identidad del grupo y las
posibilidades de comunicación, no cambian tan radicalmente de una generación
a otra. Y, aunque esto ocurra en algún momento, la innovación requiere
asentarse sobre lo construido. Naturalmente, para que la transmisión de la
cultura sea posible, la comunicación entre el niño y los adultos tiene que
haberse desarrollado in extremis. En esta comunicación se inserta la
sensibilidad que los niños muestran a los estímulos, principalmente socio-
afectivos, que le brinda la madre. Esto nos lleva a pensar que las madres y los
adultos que interactúan con el niño no sólo son una importante fuente de
estímulos afectivos que ayudan al desarrollo físico infantil sino que al mismo
tiempo constituyen la matriz dialógica a través de la cual los niños adquieren y
comparten los significados que rigen la vida de su grupo comunitario
(Sadurní,1994). Esto también, formaría parte de una versión “actualizada” de la
“buena madre” que anteriormente hemos expuesto.

En el capítulo quinto veremos más ampliamente que la Psicología del


Desarrollo ha concedido especial atención a aquellos estudios que han puesto en
relieve las capacidades psicobiológicas que orientan al bebé humano hacia
formas de entendimiento y cooperación con los demás. Los trabajos de
Trevarthen son paradigmáticos al respecto. El hilo conductor de las ideas de
Trevarthen es que los cimientos de la cultura deben buscarse en los motivos que
sustentan los seres humanos para el mutuo entendimiento y cooperación. En una
perspectiva evolutiva, los niños manifiestan una competencia comunicativa
primordial a poco de nacer y la desarrollan exuberantemente con posterioridad.
Desde los primeros meses el niño percibe la expresividad emotiva auditiva y
visualmente. Trevarthen habla de una "innata sensibilidad a un código afectivo
primordial (intersubjetividad primaria)" (1984). A través del intercambio de
señales expresivas, adulto-niño tejen una red afectiva que los envuelve y que
dirige los primeros pasos infantiles hacia el conocimiento del mundo que los
rodea. Es este engarce de los sistemas motivacionales de la criatura y la madre
abriendo sus mentes a un primer nivel de entendimiento común las que sientan
las bases para un posterior marco cooperativo. En palabras del propio autor:

"El recién nacido busca la conversación con su interlocutor. Antes de adquirir


las capacidades para seguir y manipular objetos, el o ella se afana en
mantener juegos imitativos o expresiones, estimulando y atendiendo o
emocionándose con las respuestas paternas. Durante el primer año, antes de la
aparición del lenguaje, esos mismos juegos facilitarán el aprendizaje del
significado a través de la negociación intersubjetiva” (Trevarthen, 1995:375).

Parece evidente que el intercambio emocional entre adulto-niño propio de las


primeras edades infantiles constituye una primera matriz de desarrollo que abre
y propulsa la mente del niño hacia nuevas formas de conocimiento. En este
sentido, los niños se abren a la cultura, a los significados que rigen los
intercambios sociales de los miembros de su comunidad a través del diálogo e
interacción con sus semejantes.

También es desde esta perspectiva de la coevolución según la cual la cultura se


ha convertido en el mecanismo primordial para el cambio de las presiones
selectivas ambientales que podemos entender la educabilidad intencional, tan
propia de la especies humana (Bruner, 1972), que los adultos despliegan sobre
las predisposiciones atencionales del pequeño. En este sentido parece lógico
postular que evolutivamente ha sido necesario asegurar mecanismos que
predispongan a las criaturas humanas a entenderse unas con otras. En definitiva,
la evolución de la etapa infantil ha ido en paralelo (ha coevolucionado) con los
patrones de relación social, los nichos culturalmente construidos y los cambios
ambientales que ha través de los artefactos producimos.

3.11. LA IRRADIACIÓN DE LA HETEROGENEIDAD HUMANA

El lenguaje y las capacidades simbólicas dieron origen a otra característica


propia de los seres humanos: la aparición de formas culturales distintas. Tal
como lo revelan los estilos diferentes que tenían los primeros humanos de
elaborar herramientas (Toth y Schick, 1993) ya en sus orígenes la cultura
humana no era uniforme sino que como un Torre de Babel separó a la especie
en una infinidad de grupos distintos con sus rituales y formas particulares de
vestirse, construir útiles, hablar, y probablemente de entender el mundo. Esta
función es importante, pues junto al papel unificador que la cultura tiene entre
los miembros que la comparten introduce el papel heterogeneizador entre los
distintos grupos culturales. Las capacidades simbólicas nos han permitido vivir
en grupos mayores; incluso, colaborar con personas que no conocemos pero que
comparten con nosotros la cultura, pues sabemos que se rigen por los mismos
principios y reglas sociales (Chase, P. G., 1999). Sin embargo, también nos
hace distintos de otros grupos que se regulan socialmente mediante artefactos
culturales distintos.
Los psicólogos culturales han hecho importantes contribuciones para entender
que ha significado la heterogeneidad cultural para el desarrollo humano. Pero
antes de abordar este tema hemos de decir algunas palabras sobre lo que estos
psicólogos entienden por artefacto pues es el concepto central de sus
planteamientos teóricos.

Michael Cole (1996) define artefacto de la siguiente manera:

“un artefacto es un aspecto del mundo material que se ha modificado durante


la historia de su incorporación a la acción humana dirigida a metas. En virtud
de los cambios realizados en su proceso de creación y uso, los artefactos son
simultáneamente ideales (conceptuales) y materiales. Son ideales en la medida
que su forma material ha sido moldeada por su participación en las
interacciones de las que antes eran parte y que ellos median en el presente” (p.
114).

Según esta definición, tanto son artefactos una silla, una mesa y un cuchillo,
como el leguaje hablado o escrito. Además, los primeros no son materiales y los
últimos conceptuales sino que ambos tienen componentes conceptuales y
materiales. Por ejemplo, en la medida que la mesa ha sido creada para el
propósito de usarla en la vida cotidiana adquiere una significación. Al mismo
tiempo, el lenguaje tiene un soporte material sin el cual no sería posible su
producción. Además, los psicólogos culturales también consideran artefactos las
creencias, tradiciones, normas de la vida social e incluso los mundos que nos
podamos imaginar pues son útiles para cambiar las pautas de actuación de un
momento histórico determinado.

Tradicionalmente, la relación entre los artefactos, el sujeto y el mundo se ha


representado como un triángulo con uno de los elementos anteriores en cada
vértice. A la relación entre el sujeto y el mundo a través de los artefactos se han
denominado funciones culturales o mediadas. No obstante, nótese que los
artefactos no sustituyen completamente la relación del sujeto con el mundo
como se desprendería del presupuesto de que la cultura englobara por completo
nuestras vidas. En este gráfico, la relación directa (no mediada o natural) entre
el sujeto y el mundo se mantiene. Más adelante volveremos a este tema.
Artefacto

Sujeto Objeto
Fig. 4.1: Triángulo clásico que relaciona el sujeto, los artefactos y el objeto

Los psicólogos culturales rusos propusieron que el pensamiento humano se


desarrolla a través de los artefactos mediacionales. Como veremos más
ampliamente en el capítulo quinto, Vygotsky (1983) estableció dos tipos de
funciones: las inferiores y las superiores. Las superiores son las funciones
mentales mediadas por los artefactos que permiten la adaptación al medio, las
inferiores no están mediadas por artefactos y su control depende completamente
del medio. Esta misma forma de pensar la aplicó para explicar la
heterogeneidad de las formas de pensamiento de los miembros de la sociedad
industrial en función del nivel de educación. Consideraba que el uso de
artefactos mediacionales como la escritura y el aprendizaje numérico cambiaba
las formas de pensamiento espontáneas ancladas en lo concreto y cotidiano a
formas de pensamiento conceptual científico y abstracto. El tipo de
heterogeneidad que Vygotky concebía era de tipo vertical, jerárquica. Los
distintos grupos culturales divergían en sus procesos de pensamiento con
relación a la complejidad de los métodos mediacionales desarrollados
históricamente que utilizaban.

Los psicólogos culturales rusos vieron confirmadas sus hipótesis por los
estudios que a la cabeza de Luria se realizaron en Asia Central. Para sus
investigaciones aprovecharon el experimento natural que suponía el cambio en
la actividad económica y las formas de organización social que estaba
produciendo la transformación de las condiciones tradicionales de economía
agraria a las colectivizaciones y la expansión de la escolarización, ambas
auspiciadas por la Revolución. Las conclusiones de Luria y sus colaboradores
fueron que la escuela y las nuevas formas de actividad económica cambiaban
cualitativamente los procesos de percepción, categorización, razonamiento,
imaginación y autoanálisis (Cole, 1996). Luria encontró que los campesinos que
habían entrado en el ámbito educativo y asumido los nuevos aires de
modernización adquirían un pensamiento más abstracto.

“los progresos radicales en la actividad cognoscitiva y en la estructura de los


procesos psíquicos están estrechamente ligados a las nuevas formas de
experiencia social. Las formas fundamentales de la actividad cognoscitiva
empiezan a salir de los límites de la simple fijación y reproducción de la
experiencia práctica individual y dejan de caracterizarse por su carácter
puramente concreto, intuitivo-objetal. La actividad cognoscitiva de la persona
empieza a entrar en un sistema más amplio de la experiencia humana, formado
en el proceso de la historia social, y que se conserva en la lengua” (citado en
Cole, 1996/ 1999, p. 158).

Estas formas generales de cambio del pensamiento mediante los artefactos han
llevado a los psicólogos culturales a la concepción de que la mente infantil se
desarrolla a través de distintos estratos en que los superiores constituyen formas
de pensamiento más avanzados que los anteriores. Para Vygotsky (1930/ xxxx)
los procesos psicológicos primitivos no desaparecen con la construcción de los
nuevos. Utiliza la metáfora de la mente geológica para indicar que las capas de
pensamiento recientes conviven con las más antiguas, pudiendo aparecer de
nuevo cuando se dan circunstancias regresivas. Por ejemplo, Leontiev (citado
en Kozoulin, 1990) observó que los niños retrasados reproducían menos
palabras cuando se les introducía tarjetas que mediaran la memorización que
cuando lo hacían de manera inmediata. También Luria (1979) observó que los
pacientes apráxicos como consecuencia de lesiones masivas del córtex frontal
realizan movimientos irracionales al no poder regularlos mediante el habla. En
este sentido, Vygotsky (op. cit.) consideraba fundamental el estudio de las
regresiones para entender el desarrollo humano.

Si asumimos el punto de vista que la mente mediada por artefactos se desarrolla


jerárquicamente fácilmente podemos caer en la tentación de considerar que las
formas posteriores son más efectivas y poderosas que las más antiguas y, a
partir de aquí, que hay culturas más avanzadas que otras porque utilizan
artefactos más poderosos en sus actividades. Sin embargo, este punto de vista
sólo es posible si no se tiene en cuenta que los artefactos culturales son
específicos del contexto.
3.12. LA ESPECIFICIDAD DEL CONTEXTO

Michael Cole (1996) critica a Luria que cayera en el mismo error en que habían
caído los psicólogos occidentales y que en lugar de estudiar las actividades
diarias de los habitantes nativos de la Siberia Central para comprender la
organización de su mente utilizara instrumentos diseñados a partir de muestras
típicas de las poblaciones industrializadas de las ciudades europeas y
americanas. Este autor considera que los psicólogos culturales actuales deben
tener presente que el uso de herramientas es indisociable de las actividades
cotidianas que se realizan en contextos específicos. Este punto de vista rechaza
la idea de que los artefactos tengan algún valor y poder universal. Su eficacia
depende de las actividades que median el pensamiento, de las que los artefactos
constituyen un aspecto fundamental. Por tanto, aunque la mente humana se
desarrolle jerárquicamente, no hay formas de pensamiento mejores que otras,
pues depende del contexto del que uno tenga que formar parte. Además, las
actividades en las que tienen su origen los artefactos tienen una historia de la
que estos también son herederos. Así, pues, al estudio de cómo se organizan las
actividades en los contextos específicos en que se desarrollan los niños se debe
añadir las relaciones históricas que condicionan los contextos de desarrollo.

Para ilustrar este enfoque, M. Cole (1996) adopta el modelo de Engeström que
representa el triángulo mediacional entre el sujeto, los artefactos mediadores y
el objeto de los psicólogos culturales rusos que hemos mostrado en la figura
anterior, ampliándolo para conformar un sistema de actividad. Según esta
teoría, los contextos son sistemas de actividad.

En el modelo representado en la figura 4.2, además del triángulo clásico, el


sistema de actividad consta de: las reglas encarnadas en las normas y
convenciones que constriñen al sistema, la división de la actividad sobre los
objetos que existe en la comunidad y el conjunto de individuos (la comunidad)
que comparten los objetos. La actividad del sujeto mediada por artefactos
depende de la relación con los elementos del sistema. Además, los elementos
del sistema están cambiando constantemente lo cual le proporciona un carácter
dinámico que cristaliza en la historia del sistema y sus componentes.

Artefactos mediadores

Sujeto Objeto

Reglas

División del trabajo


Comunidad
Figura 4.2. Triángulo mediacional entre el sujeto, los artefactos mediacionales
y el objeto (M. Cole, 1996/1998, p. 133)

3.13. LA CULTURA COMO PROMOTRA DEL DESARROLLO

Hemos empezado este capítulo apostando por un modelo que concibe que la
filogénesis y la cultura configuran conjuntamente el desarrollo infantil. Hemos
visto que los rasgos más característicos de la infancia: la inmadurez y el lento
crecimiento, son una herencia filogenética de nuestra especie que
probablemente apareció por un proceso de coevolución con el ambiente,
principalmente el social. Estas dos características han permitido a su vez que el
cerebro se haya expandido de una forma única entre los seres vivos con el
consiguiente aumento de las capacidades intelectuales y cognoscitivas. Además,
estas capacidades se desarrollan paulatinamente para que el organismo humano
pueda integrar y adaptarse a los contextos ambientales más variables. En este
sentido, podemos decir que las personas heredamos unos rasgos que son
específicos de nuestra especie. Otra forma de decirlo es que son universales. El
juego, el vínculo afectivo, ciertas capacidades cognitivas y algunos aspectos
emocionales son comunes a todos los individuos de la especie. Sin embargo,
todos ellos se desarrollan en contextos culturales específicos, en una comunidad
con reglas sociales y artefactos compartidos, y con las personas y colectivos
jugando roles particulares dentro de la comunidad. Los seres humanos
heredamos filogenéticamente capacidades para organizar nuestro entorno pero
sin un ambiente cultural que le confiera una estructura el niño no conseguiría
desarrollar ninguna de las posibles capacidades mentales con que la evolución
lo pueda haber dotado. Como señala Clifford Geertz (1973) la constitución
orgánica no sólo le permite al hombre adquirir una cultura sino que le obliga a
hacerlo:

“Es probable que un ser humano sin cultura resultara ser no un mono dotado
de aptitudes intrínsecas, aunque no realizadas, sino una monstruosidad carente
por completo de mente y, en consecuencia, irrealizable” (p. 68).

Tampoco debemos olvidar que el niño es un ser activo que selecciona y


transforma su entorno. En este sentido, el contexto se puede entender como
texto que el niño interpreta. Valsiner (1995, 2000) lo expone planteando que el
desarrollo humano está inmerso en un proceso de co-construcción del
significado y los patrones de conducta culturales. Es decir, tanto el individuo
como las personas con las que interactúa activamente son co-constructores de
los procesos psicológicos que se desarrollan. El yo agente debe negociar lo que
cada contexto permite y limita. Aunque algunos procesos del desarrollo
trascienden el contexto y son universales, la diversidad de la conducta humana
nos remite a la dialéctica que el organismo mantiene con los contextos
específicos en los que transcurre la vida cotidiana.

Este modelo en que la línea filogenética y cultural se encuentran entrelazadas


en el desarrollo tiene interesantes implicaciones prácticas. En efecto, bajo este
prisma, la cultura recupera su significado tradicional para ser considerada un
“proceso de cultivo”. Durante el desarrollo, los niños se “cultivan” más que
culturalizan. La cultura no es algo externo al sujeto sino que se encuentra
intrínsicamente unido a sus características como ser humano. La cuestión que
ahora se nos plantea es cómo los constituyentes internos del organismo, desde
los procesos fisiológicos a los cognitivos, emocionales y comportamentales se
relacionan con el contexto. Este punto de vista está de acuerdo con el concepto
de desarrollo saludable al que hacíamos referencia en el primer capítulo y con
el modelo bioecológico de Bronfenbrenner y Ceci (1994) que hemos expuesto
en el capítulo anterior. En el primer caso, porque la estructura social
determinada culturalmente juega un papel fundamental en la promoción del
desarrollo de la salud, entendida en un sentido que abarca todos los niveles del
organismo. En el modelo Bioecológico, porque el potencial genético del
individuo se manifestará en fenotipo en función de la calidad de los procesos
proximales. Y, dicha calidad está perfilada por los artefactos construidos y
mejorados culturalmente que los padres, maestros e instituciones utilizan y
proporcionan a los niños, actuando como organizadores supraindividuales de las
interacciones que se establecen entre ambos. Los modelos ecológicos son afines
a la concepción de que el niño se desarrolla en contextos específicos. Los
investigadores que asumen estos modelos centran sus estudios en los entornos
naturales en los que transcurre la vida cotidiana del niño. Se pueden construir
medios artificiales que lo protejan de las amenazas del medio y promuevan su
desarrollo pero en último término debemos conocer las condiciones
permanentes del mundo del niño que puedan cumplir la función optimizadora
de su crecimiento.

Una excelente línea de investigación que ilustra esta perspectiva es el trabajo


que está llevando a cabo Mariela Orozco con sus colaboradores en el Centro de
Investigaciones en Psicología, Cognición y Cultura de la Universidad del Valle
en Cali, Colombia. Este grupo de investigadores están interesados en promover
el desarrollo cognitivo, social y afectivo de los primeros años de vida de los
niños que están al cuidado de madres comunitarias que atienden alrededor de
quince niños mientras sus padres trabajan. Una práctica muy utilizada en las
poblaciones colombianas que ha sido institucionalizad por el Gobierno. Este
grupo de investigación e intervención, a partir de la recuperación de juegos,
rondas, danzas y relatos tradicionales de los grupos étnicos a que pertenecen
buscan desarrollar las competencias cognitivas, sociales y psicomotoras de los
niños. Parten del supuesto de que todos los niños comparten ciertas funciones
psicológicas como la clasificación, la inferencia de tipo lógico y mental, la
correspondencia, la seriación, el orden, las reglas y las normas a cumplir en la
interacción con el otro y, Mariela añadió en su conferencia (Conferencia
inaugural del curso de doctorado “Psicología de la comunicación: interacciones
educativas” de la Universidad Autónoma de Barcelona, 2002), “un gran
despliegue de alegría y vida”. Naturalmente, los contenidos difieren pero todos
los niños necesitan estas facultades para adaptarse a cualquier contexto cultural,
incluido el de la cultura occidental que los domina pero que dispone de las
escuelas que necesitan para recibir una educación que les permita avanzar hacia
formas de vida más dignas. Lo interesante de este trabajo es que se recuperan
contextos que habían sido cotidianos en estos colectivos y que las necesidades
actuales de supervivencia en la periferia de las grandes ciudades han degradado,
para que vuelvan a ejercer el papel formador que posiblemente tuvieron antaño.
Sin embargo, no se trata de que estas tradiciones ejerzan su influencia
espontáneamente. Para que sean eficaces como promotoras del desarrollo se
requiere la participación reflexiva de la madre comunitaria; la toma de
conciencia de los procesos psicológicos que cada una de esas actividades exige
que desarrolle el niño. Como muy bien expuso Mariela en su conferencia, este
tipo de trabajo aún plantea más interrogantes que respuestas. El estudio del niño
en sus contextos de desarrollo no ha sido el centro de interés de los
investigadores hasta la actualidad. No obstante, incluso las preguntas que este
enfoque genera son portadoras de una nueva forma de plantearse el desarrollo
que esperamos nos permita avanzar en su comprensión y pueda ser útil a los
millones de niños que las estructuras económicas de sus países han relegado a la
marginación social.

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