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Esa tendencia tan enraizada que tenemos de explicar mediante teorías opuestas
un fenómeno se ve reflejada una vez más cuando se contrapone el papel que
tiene en la configuración y función de la etapa infancia los millones de años de
evolución que nos han precedido con esa reciente pero poderosa adquisición
humana que es la cultura. En esta “pugna” por el predominio explicativo, la
concepción filogénetica o historia evolutiva de la especie se apoya en el cúmulo
de información que proviene del paso del tiempo y que se transmite, en cierta
forma, genéticamente. Esa información se ha ido transmitiendo a través de las
generaciones de antepasados que han superado los cambios y acontecimientos
que han sucedido durante esos cerca de tres mil quinientos millones de años que
la vida se ha instaurado en la Tierra hasta llegar a los individuos de las especies
actualmente existentes.
“La constitución de los seres humanos hace que les sea preciso elaborar sus
propios productos culturales específicos para su sociedad. Su maduración
biológica le exige el complemento de un proceso de aprendizaje social. Si no
tienen ninguna oportunidad social de aprender un lenguaje, la predisposición
biológica a aprenderlo permanece sin su uso. En el caso humano, los procesos
biológicos y sociales, en vez de ser opuestos polares, deben entrelazarse para
ser eficaces” (Elias, N., 1994, pp. 38-39).
Estos dos párrafos anteriores son ejemplos de cómo desde las ciencias sociales
y el evolucionismo también se ve no sólo la necesidad sino la exigencia de no
prescindir de las aportaciones provenientes de la naturaleza o de la cultura para
comprender la formación del ser humano.
Los psicólogos rusos parecen seguir esta misma línea de razonamiento pero los
escritos de Vygotsky muestran una cierta confusión. Por un lado, este autor
mantiene que hay dos procesos que han intervenido en la emergencia de las
funciones psíquicas: la filogénesis y la historia cultural. Y que existe una
decisiva “falla” entre la dimensión natural del hombre y su dimensión cultural.
Filogenéticamente, este salto es el que lleva del antropoide al homo. Ahí está la
gran factura histórica. También el niño pasa por una especie de
“recapitulación”: primero dominan las funciones psíquicas elementales,
expresión de la historia evolutiva humana; luego pasa a un plano de
organización psíquica superior. Si en nuestra historia filogenética la fuerza que
nos permitió dar el salto hacia la dimensión humana fueron los útiles, en el
plano ontogenético es el signo (como veremos en el último capítulo) el
elemento mediador que permite el desarrollo de la psique hacia formas de
funcionamiento superior. Estas ideas quedan reflejadas en el párrafo de
Vygotsky y Luria citado en Michael Cole (1996, pp. 150-151):
Los datos con que contaban los científicos sociales de la primera mitad del siglo
XX para hacer deducciones sobre los orígenes de la humanidad eran muy
limitados. Hoy día las técnicas paleontológicas para el estudio de los fósiles han
hecho un avance importante y los sistemas audiovisuales permiten disponer de
una gran colección de registros para realizar investigaciones comparativas entre
humanos y otras especies de animales. Además, la perspectiva evolucionista se
ha ido introduciendo en otras áreas del conocimiento ya no tan estrictamente
biológicas entre las que se encuentran la antropología y la psicología.
Aunque los resultados fruto de estos avances todavía requieran altos niveles de
inferencia como para disponer de un modelo del desarrollo infantil que integre
de manera coherente los factores filogenéticos y culturales, sí que al menos
están dando lugar a una amplia riqueza de teorías, al acercamiento entre
disciplinas hasta ahora separadas y a la constatación de que es necesario seguir
objetivos convergentes si queremos progresar hacia el entendimiento del origen
y función del periodo infantil.
Si alguna cosa podemos decir que caracteriza al infante humano es el largo
periodo de inmadurez y el alto grado de dependencia que lo lleva a mantener un
vínculo afectivo con sus cuidadores que tendrá importantes consecuencias en su
desarrollo. Desde un punto de vista evolucionista, no parece muy adaptativo
que una especie tenga que invertir en un proceso tan costoso para poder
reproducirse. No obstante, es indudable que el esfuerzo tiene sus
compensaciones. Principalmente, en términos de capacidad de aprendizaje. El
mundo que hemos construido es tan complejo que necesitamos un largo periodo
de desarrollo para asimilarlo, pero también para innovarlo. Lo que podría
parecer un hándicap se convierte en una ventaja. Además, como veremos más
adelante, es posible que el ser humano no sólo haya expandido la etapa infantil
sino que también ha introducido cambios que han aumentado su eficacia
reproductiva con respecto a sus parientes primates más cercanos.
Pero, ¿hasta qué punto el periodo infantil humano es tan distinto de nuestros
parientes primates más cercanos? ¿Pueden estas diferencias explicar el origen,
significado y funciones de la infancia? Para responder estas cuestiones, vamos a
partir de algunas observaciones que nos aportan investigadores evolucionistas.
Las primeras se basan en datos sobre el retraso del desarrollo sintetizados por
Gould (1977) a partir de los trabajos de varios autores:
Madurez
Cubrimiento 1ª 2ª Periodo de sexual de
Gestación Esperanza
Primates completo del dentición dentición crecimiento las
(semanas) de vida
pelo (meses) (años) (años) hembras
(años)
Durante la
Macacos 24 0,6-5,9 1,6-6,8 7 25 -
gestación
Comienzo en
la gestación
Gibones 30 y completado 1,2-¿? ¿?-8,5 9 33 -
después del
nacimiento
Orangutanes 39 “ 4,0-13,0 3,5-9,8 11 30 -
chimpancés 34 “ 2,7-12,3 2,9-10,2 11 35 9
Gorilas 37 “ 3,0-13,0 3,0-10,5 11 35 6-7
Homo Nunca
40 6,0-24,0 6,0-20,0 20 70 13
sapiens completado
Tabla 3.1.
Retraso de varios aspectos del desarrollo en humanos (Gould, 1977, p.368)
No vamos a entrar a discutir la validez de los detalles concretos de la tabla
anterior. Algunos autores difieren de ellos. No obstante, los patrones generales
parecen bastante consistentes a través de distintos estudios y, como muestra la
tabla que hemos presentado, en todos los casos se observa la tendencia de un
retraso del desarrollo humano. Sin embargo, cabe comentar que respecto al
tiempo de gestación, la diferencia entre orangutanes, gorilas y en menor medida
los chimpancés no difieren de manera significativa del periodo embrionario de
los humanos. Más adelante, comentaremos este hecho.
Hay dos teorías que intentan explicar las heterocronías del desarrollo. La
primera fue propuesta por Stephen Jay Gould (1977) y sugiere que el
mecanismo mediante el cual la evolución altera la ontogenia es el
enlentecimiento de las etapas del desarrollo. Lo que se conoce con el nombre de
neotenia. Según esta teoría, las fases tempranas duran más, el individuo se
mantiene más tiempo en los estados juveniles y, lo que es más importante,
conserva las cualidades características del organismo en desarrollo que le
proporciona mucha plasticidad adaptativa. Un ejemplo ilustrativo de neotenia
que Gould presenta es el hecho de que las crías de chimpancé se parezcan más a
los adultos humanos que a los de su propia especie. Si comparamos una cría
chimpancé con un adulto podemos observar que el primero pierde la proporción
y la forma de la cabeza con respecto a la mandíbula y los dientes se hacen
mucho más prominentes a medida que el cuerpo crece. En cambio, los adultos
humanos mantenemos las proporciones craneales de la cría chimpancé y los
dientes y las mandíbulas reducidas.
Sin embargo, no todos los cambios ocurridos tienen porque haber ido en
dirección de una hipermorfosis, también han habido regresiones como la
reducción de las áreas olfativas cerebrales. Nos parece evidente, en consonancia
con los autores anteriormente citados, que en esta área de investigación los
estudios genéticos y fisiológicos junto con los estudios anatómicos y
funcionales son imprescindibles para conocer la huella que la filogénesis ha
dejado en la forma que tiene el desarrollo infantil humano. Es probable que a
medida que se avance, el cuadro que vayamos vislumbrando sea mucho más
complejo que el dibujado por las teorías que ponen el acento exclusivo en la
neotenia o la hipermorfosis para explicar las heterocronías. Nosotros pensamos
que ambas teorías se complementan. A semejanza de una sinfonía, los avances,
retrocesos, aumentos y disminuciones, tanto locales como globales, pueden
haberse ido sincronizando a lo largo de la historia de la especie para configurar
un proceso de desarrollo que ha permitido la adaptación del niño a su medio, y
especialmente a su entorno cultural, el cual, como veremos más adelante, ha
contribuido de forma decisiva a la evolución del desarrollo infantil.
El primer planteamiento parte de que el niño nace con unos mecanismos que
evolucionaron a partir de nuestros ancestros para resolver problemas
ambientales con los que se tenía que enfrentar. De aquí que sean mecanismos de
dominio específico (Cosmides y Tooby, 1992);es decir, operaciones cognitivas
concretas en lugar de generales como, por ejemplo, las que están detrás de la
producción lingüística o el manejo de las relaciones sociales. En el capítulo
sobre el desarrollo cognitivo volveremos a insistir en este tema, aquí sólo
introduciremos un breve comentario.
Algunos psicólogos evolucionistas como los anteriormente citados nos han
legado la imagen de una mente que al nacimiento ya está organizada en
módulos y órganos mentales, cada uno de los cuales ha sido especialmente
diseñado, a través de la selección, para interaccionar con diversos aspectos del
mundo. Esta forma de argumentar nos lleva a ver una mente encapsulada, rígida
en su diseño. Desde este ángulo, los módulos constriñen el tipo de información
que la mente procesa. Pero nosotros hemos ido defendiendo precisamente todo
lo contrario, que si algún significado tiene la infancia es la de aportar al
desarrollo humano un largo periodo de plasticidad que incluso se amplía en
nuestra especie hasta la edad adulta. Es por esta razón que estamos de acuerdo
con aquellos autores que ven estos constreñimientos como facilitadotes del
aprendizaje más que limitadores. Los aprendizajes no son equipotenciales y es
lógico pensar que ante la complejidad del mundo el recién nacido venga con
alguna idea de cómo está estructurado. Es decir, sus capacidades de procesar la
información estén sesgadas para que sea más rápida y eficaz. Además, a pesar
de que la mente sea modular, la modularidad se desarrolla (Karmiloff-Smith,
1992). Es un producto del desarrollo no de la herencia filogenética. En esta
línea de argumentación, recientemente, Paterson, Brown, Gsödl, Johnson y
Karmiloff-Smith (1999) presentan datos reveladores sobre el desarrollo mental
de sujetos con Síndrome de Williams. Al comparar las capacidades verbales y
numéricas que estos individuos exhiben en la infancia con las que muestran en
la edad adulta vieron que no hay un patrón de desarrollo estable ni lineal. Por
ejemplo, está bien documentado que los individuos con Síndrome de Williams
adultos tienen unas competencias lingüísticas aceptables mientras que las
numéricas son deficientes. Sin embargo, los sujetos de la investigación de
Paterson et. al. (1999) muestran en la infancia un vocabulario deficiente y las
capacidades numéricas pueden ser aceptables, lo contrario que en la edad
adulta. Este estudio indica que nacer con ciertas habilidades no garantiza que se
vayan a mantener a lo largo del ciclo vital, más bien, queda patente que las
capacidades mentales siguen unas trayectorias dinámicas desde los genes hasta
los resultados fenotípicos. Como decíamos en el capítulo primero, la epigénesis
es probabilística.
La inmadurez cognitiva también puede tener un valor adaptativo. Las
capacidades limitadas de los niños facilitan la adquisición de ciertas
habilidades. Por ejemplo, Elman (1994) propuso que el desarrollo del lenguaje
se vería beneficiado si el niño inicialmente percibiera y almacenara partes de su
complejidad en un proceso en que paulatinamente fuera aprendiendo una mayor
cantidad de unidades y estructuras lingüísticas. Para demostrar esta hipótesis
construyó una simulación por ordenador en la cual introducía información
limitada temporalmente. La simulación mostró que el lenguaje se adquiere más
fácilmente cuando la información va entrando parcialmente dentro de una
secuencia temporal. Por tanto, es posible que la inmadurez cognitiva
simplifique el análisis de la complejidad estimular que recibe el organismo
haciendo su desarrollo más fácil. Esto es lo que se ha denominado un proceso
de aprendizaje en donde “menos es más”. Relacionado con el tiempo de
madurez cognitiva, un aspecto interesante del desarrollo es que las distintas
funciones psicológicas emerjan a ratios diferentes. Por ejemplo, centrándonos
en el desarrollo cerebral, las áreas somatosensoriales se desarrollan antes que
las de asociación. Consecuentemente, las capacidades sensoriales se desarrollan
antes que las cognitivas complejas como el lenguaje. A nivel comportamental,
no deja de ser curioso que los niños no empiecen a dar sus primeros pasos hasta
alrededor del primer año y no anden con soltura hasta los tres años cuando ya
han adquirido importantes capacidades cognitivas y comunicativas. Es posible
que el niño retrase su independencia motriz hasta que la influencia de los
adultos en su sistema cognitivo no le haya proporcionado un suficiente
desarrollo. Perinat (1993) lo expresa de la siguiente forma:
3.6. EL JUEGO
3.7. LA COEVOLUCIÓN
En los párrafos anteriores hemos visto que el desarrollo infantil está influido
por la historia evolutiva de la especie humana. El pasado se hace presente en la
ontogénesis e incluso futuro, pues crea el marco sobre el cual interviene la
cultura. Con esto no queremos decir que la cultura sea un simple ropaje al
cuerpo desnudo de la naturaleza sino que, como ya hemos ido insistiendo,
ambos se entrecruzan en el proceso de construcción del nuevo ser. Si la infancia
humana hunde sus raíces en el tiempo evolutivo, debemos explicar cómo los
cambios filogenéticos han tenido lugar.
Este punto de vista de la evolución de los organismos los reduce a simples seres
pasivos sujetos a los caprichos del azar y las presiones selectivas ambientales.
Pero los organismos, tanto los animales como las plantas, son seres activos que
seleccionan y modifican sus medios ambientes (Lewontin, Rose y Kamin,
1984). Construyen sus propios nichos ecológicos que, cuando son lo
suficientemente estables a lo largo del tiempo, pueden devenir nuevas presiones
selectivas sobre la variabilidad del organismo codirigiendo la evolución. Esto es
lo que se entiende por Coevolución (Laland, Holding-Smee, Feldman, 2000).
No se trata de que los aprendizajes que un animal realiza a lo largo de la vida
sean heredados por sus descendientes en un sentido lamarckiano, sino que su
participación en el proceso evolutivo es indirecta, a través de los cambios
ambientales. Además, una vez producidos dichos cambios y son heredados por
sus descendientes a través de largas generaciones pueden producir variaciones
comportamentales y fisiológicas estables temporalmente que también llegan a
forma parte del medio selectivo de su repertorio genético. En el reino animal y
vegetal existe gran cantidad de ejemplos de Coevolución (Thompson, 1994).
Si la Coevolución tiene lugar en los organismos simples con mayor razón será
un proceso importante en los más complejos, en aquellos cuyas capacidades de
transformación del medio ambiente en que viven adquieren especial relevancia.
Así lo entendió Mark Baldwin, un psicólogo americano de hace más de un siglo,
para quien el aprendizaje y la flexibilidad del comportamiento podía jugar un
papel en la selección natural. A esta variación de la Teoría de la Evolución de
Darwin se conoce como efecto Baldwin. Como en la Coevolución, Baldwin
propuso que los ajustes comportamentales y fisiológicos que cambian como
respuesta a las nuevas condiciones que los animales pueden producir en sus
nichos ecológicos generan cambios irreversibles en los contextos adaptativos de
las generaciones futuras. Estos cambios al principio no son genéticos pero si se
mantienen constantes en el tiempo predispondrán al organismo a las
subsiguientes modificaciones de sus genes. Otra idea próxima a la que estamos
exponiendo corresponde al concepto de neofenogénesis acuñado por Gottlieb
(1992):
“La vía neofenogenética para el cambio evolutivo se produce debido a (1) una
alteración del desarrollo que lleva a cambios importantes del comportamiento,
seguido de (2) un cambio en la morfología, y, eventualmente, posiblemente (3)
un cambio en la composición genética de la población.” (Gottlieb, 1992, p.
176).
Lo que es fundamental en todas estas hipótesis es que los genes dejan de ser la
única fuente de variabilidad sobre la cual actúa la selección. El desarrollo y los
cambios ambientales –entre los cuales la cultura juega un papel preponderante
en los humanos– serán medios fundamentales para la adaptación y evolución de
los organismos.
Los cánones actuales sobre la crianza de los hijos tienden a resaltar los
cuidados maternos y paternos hacia su prole como algo lógico y natural. Para
nuestra cultura parece “normal” que las madres (y los padres, o cualquiera que
en aquel momento esté al cuidado del niño) respondan con cariño e intentando
por todos los medios estimulares a su alcance que el bebé vuelva a calmarse
cuando se altera e interrumpe incluso el descanso nocturno. Sin embargo, la
crianza infantil humana tiene un coste muy elevado para los cuidadores que sin
una buena predisposición para aceptarlo y asumirlo no se hubiera revelado
como una estrategia evolutiva viable.
Siguiendo el modelo de la coevolución, hemos de pensar que a medida que la
inmadurez se expandía las madres debieron adquirir a lo largo de la filogenia,
algunos rasgos que permitieran el ajuste con unos hijos cada vez más costosos.
Uno de tales rasgos, que probablemente jugó un papel importante, fue la
aparición de una mayor capacidad de inhibir las emociones que se originó en
los mamíferos al formarse en sus cerebros el sistema límbico (Papousek &
Papousek, 1995). A la aparición del sistema límbico le siguió la evolución del
córtex cerebral, la cual cosa permitió el control voluntario de las emociones.
Consecuentemente a la mayor capacidad de control emocional, la progenie se
pudo ir haciendo más “exigente”, tanto desde un punto de vista energético como
comportamental: el amamantamiento pudo ser más prolongado y aparecieron
nuevas formas de crianza tales como la construcción de nidos, cargar las crías,
etc. Ciertamente, en los primates no humanos, las madres cargan todo el día a
sus crías, incrementándose los periodos que éstas dependen de sus madres. En
los humanos, aunque las prácticas sociales han cambiado a lo largo de los
tiempos (por ejemplo, en ciertas culturas o clases sociales no se carga a los
recién nacidos e incluso podemos no amamantarlos), esto no implica un menor
gasto de energía debido a lo mucho que tardan en crecer y el largo tiempo que
viven como adultos en una sociedad basada en la familia.
Pryce (1995) y Foley (1995) han propuesto que entre los primates humanos y
no-humanos, el “costo” de las crías ha dado lugar a la selección de lo que han
denominado “buenas” madres. Según Pryce (opus cit.), el comportamiento
maternal “bueno” se caracteriza por la sensibilidad de la madre ante las
necesidades y comportamientos del niño, las respuestas indulgentes a las
conductas disruptivas o perturbadoras, la ausencia de castigos agresivos, la
proporción de la seguridad y la estimulación sensorial y afectiva muy a menudo
espontáneas. A través de los lloros y la expresión de malestar tanto las crías de
chimpancés como las humanas buscan y suelen conseguir la atención de unas
madres predispuestas filogenéticamente.
Pero el gran cambio evolutivo se produjo hace unos 200.000 años con la
aparición del homo sapiens arcaico. Con esta especie se vuelve a dar un
aumento del cerebro, pero lo más significativo es la emergencia del lenguaje
hablado. Donald (1991) califica la cultura que se inicia con esta especie como
mítica. La razón estriba en que la base cognitiva del lenguaje es el pensamiento
narrativo, cuyo uso social produce historias colectivas que generan versiones de
la realidad con aspectos del pasado, el presente y el futuro, dando lugar a
nuevos niveles de representaciones compartidas: los mitos. En este contexto, el
lenguaje adquiere su verdadera función en el mundo de lo relacional
contribuyendo a la formación de grupos más grandes y complejos y una
transmisión más refinada del conocimiento. Hace 40.000 años, con la aparición
del homo sapiens sapiens la variedad de instrumentos se amplia notablemente y
afloran otros tipos de artefactos como figuras de piedra y pinturas rupestres.
Bickerton (1990) apunta que el lenguaje y la creación de artefactos
transformaron radicalmente la relación que hasta ese momento evolutivo habían
tenido las especies con su ambiente. A través del lenguaje y las capacidades
simbólicas, los conocimientos que han proporcionado ventajas a una generación
pueden transmitirse a la siguiente. Si bien la idea de Lamarck de que los
aprendizajes pasan a los descendientes no era aplicable a la evolución de las
especies sí que lo es a la evolución de la cultura.
Según esta definición, tanto son artefactos una silla, una mesa y un cuchillo,
como el leguaje hablado o escrito. Además, los primeros no son materiales y los
últimos conceptuales sino que ambos tienen componentes conceptuales y
materiales. Por ejemplo, en la medida que la mesa ha sido creada para el
propósito de usarla en la vida cotidiana adquiere una significación. Al mismo
tiempo, el lenguaje tiene un soporte material sin el cual no sería posible su
producción. Además, los psicólogos culturales también consideran artefactos las
creencias, tradiciones, normas de la vida social e incluso los mundos que nos
podamos imaginar pues son útiles para cambiar las pautas de actuación de un
momento histórico determinado.
Sujeto Objeto
Fig. 4.1: Triángulo clásico que relaciona el sujeto, los artefactos y el objeto
Los psicólogos culturales rusos vieron confirmadas sus hipótesis por los
estudios que a la cabeza de Luria se realizaron en Asia Central. Para sus
investigaciones aprovecharon el experimento natural que suponía el cambio en
la actividad económica y las formas de organización social que estaba
produciendo la transformación de las condiciones tradicionales de economía
agraria a las colectivizaciones y la expansión de la escolarización, ambas
auspiciadas por la Revolución. Las conclusiones de Luria y sus colaboradores
fueron que la escuela y las nuevas formas de actividad económica cambiaban
cualitativamente los procesos de percepción, categorización, razonamiento,
imaginación y autoanálisis (Cole, 1996). Luria encontró que los campesinos que
habían entrado en el ámbito educativo y asumido los nuevos aires de
modernización adquirían un pensamiento más abstracto.
Estas formas generales de cambio del pensamiento mediante los artefactos han
llevado a los psicólogos culturales a la concepción de que la mente infantil se
desarrolla a través de distintos estratos en que los superiores constituyen formas
de pensamiento más avanzados que los anteriores. Para Vygotsky (1930/ xxxx)
los procesos psicológicos primitivos no desaparecen con la construcción de los
nuevos. Utiliza la metáfora de la mente geológica para indicar que las capas de
pensamiento recientes conviven con las más antiguas, pudiendo aparecer de
nuevo cuando se dan circunstancias regresivas. Por ejemplo, Leontiev (citado
en Kozoulin, 1990) observó que los niños retrasados reproducían menos
palabras cuando se les introducía tarjetas que mediaran la memorización que
cuando lo hacían de manera inmediata. También Luria (1979) observó que los
pacientes apráxicos como consecuencia de lesiones masivas del córtex frontal
realizan movimientos irracionales al no poder regularlos mediante el habla. En
este sentido, Vygotsky (op. cit.) consideraba fundamental el estudio de las
regresiones para entender el desarrollo humano.
Michael Cole (1996) critica a Luria que cayera en el mismo error en que habían
caído los psicólogos occidentales y que en lugar de estudiar las actividades
diarias de los habitantes nativos de la Siberia Central para comprender la
organización de su mente utilizara instrumentos diseñados a partir de muestras
típicas de las poblaciones industrializadas de las ciudades europeas y
americanas. Este autor considera que los psicólogos culturales actuales deben
tener presente que el uso de herramientas es indisociable de las actividades
cotidianas que se realizan en contextos específicos. Este punto de vista rechaza
la idea de que los artefactos tengan algún valor y poder universal. Su eficacia
depende de las actividades que median el pensamiento, de las que los artefactos
constituyen un aspecto fundamental. Por tanto, aunque la mente humana se
desarrolle jerárquicamente, no hay formas de pensamiento mejores que otras,
pues depende del contexto del que uno tenga que formar parte. Además, las
actividades en las que tienen su origen los artefactos tienen una historia de la
que estos también son herederos. Así, pues, al estudio de cómo se organizan las
actividades en los contextos específicos en que se desarrollan los niños se debe
añadir las relaciones históricas que condicionan los contextos de desarrollo.
Para ilustrar este enfoque, M. Cole (1996) adopta el modelo de Engeström que
representa el triángulo mediacional entre el sujeto, los artefactos mediadores y
el objeto de los psicólogos culturales rusos que hemos mostrado en la figura
anterior, ampliándolo para conformar un sistema de actividad. Según esta
teoría, los contextos son sistemas de actividad.
Artefactos mediadores
Sujeto Objeto
Reglas
Hemos empezado este capítulo apostando por un modelo que concibe que la
filogénesis y la cultura configuran conjuntamente el desarrollo infantil. Hemos
visto que los rasgos más característicos de la infancia: la inmadurez y el lento
crecimiento, son una herencia filogenética de nuestra especie que
probablemente apareció por un proceso de coevolución con el ambiente,
principalmente el social. Estas dos características han permitido a su vez que el
cerebro se haya expandido de una forma única entre los seres vivos con el
consiguiente aumento de las capacidades intelectuales y cognoscitivas. Además,
estas capacidades se desarrollan paulatinamente para que el organismo humano
pueda integrar y adaptarse a los contextos ambientales más variables. En este
sentido, podemos decir que las personas heredamos unos rasgos que son
específicos de nuestra especie. Otra forma de decirlo es que son universales. El
juego, el vínculo afectivo, ciertas capacidades cognitivas y algunos aspectos
emocionales son comunes a todos los individuos de la especie. Sin embargo,
todos ellos se desarrollan en contextos culturales específicos, en una comunidad
con reglas sociales y artefactos compartidos, y con las personas y colectivos
jugando roles particulares dentro de la comunidad. Los seres humanos
heredamos filogenéticamente capacidades para organizar nuestro entorno pero
sin un ambiente cultural que le confiera una estructura el niño no conseguiría
desarrollar ninguna de las posibles capacidades mentales con que la evolución
lo pueda haber dotado. Como señala Clifford Geertz (1973) la constitución
orgánica no sólo le permite al hombre adquirir una cultura sino que le obliga a
hacerlo:
“Es probable que un ser humano sin cultura resultara ser no un mono dotado
de aptitudes intrínsecas, aunque no realizadas, sino una monstruosidad carente
por completo de mente y, en consecuencia, irrealizable” (p. 68).