Professional Documents
Culture Documents
“Lewis Mumford” de Patricia Terrero y Christian Ferrer en Revista Artefacto, nro.2, Buenos Aires,
1997.
La historia y la ética fueron las dos armas intelectuales a las que recurrió Mumford para revelar el sentido
del desarrollo técnico de la humanidad y realizar una crítica de la relación entre técnica y cultura. Y este
proyecto lo llevó a cabo en pleno auge la epopeya tecnológica del S. XIX. Mumford tuvo la cualidad de
“profetismo” en tanto alertó a la comunidad respecto a la noción de progreso inevitablemente asociada a
prodigios técnicos. Sin embargo, nunca dejó de creer en la capacidad humana para reorientar la historia.
En la primera mitad del S. XX, la mecanización de la vida cotidiana y la creciente expansión de criterios
técnicos de la organización urbana transformaron a la técnica en tema de reflexión filosófica. Mumford
estudió la ciudad analizando sus lazos secretos entre edificios y barrios, calles y puentes analizando el
contexto ecológico de la ciudad. Una ciudad reúne, simboliza y expresa la experiencia vital de quienes la
habitan. Y es en base a esto que Mumford percibió la gestación de un modelo anti-ciudad sostenido en la
extrema estandarización y mecanización en sí mismos, en la destrucción de los vínculos con el pasado y
en la sobreconcentración de las poblaciones con el fin de intensificar las necesidades productivas del
capitalismo.
La principal contribución que realizó Mumford se encuentra en su obra clásica Técnica y civilización en
donde analiza el proceso de preparación ideológica que antecede a la mecanización total profundizando el
estudio del impacto de la tecnología en la vida social y cultural. Es la “preparación cultural”, de la cual
habla Mumford, que comienza en la Edad Media y se basa en la construcción del ambiente propicio para
la moderna maquinización.
En otra de sus obras, El mito de la máquina, se refiere a la “megamáquina” a la cual define como una
“rígida y jerárquica organización social” que organiza y moviliza a multitudes que pasan a conformar una
“máquina humana” de gran precisión.
Habitualmente, en cualquier debate que se produce, el principio de utilidad queda reducido a su aspecto
material en tanto adquisición y conservación de una parte y a la reproducción y conservación de las vidas
humanas, por otra. De esta manera, el placer –ya sea arte, juego o vicio tolerado– queda reducido a una
concesión o un descanso cuyo papel sería subsidiario. La parte más importante de la vida se considera
constituida por la actividad social productiva mientras que se excluye el gasto improductivo.
La actividad humana no es enteramente reducible a los procesos de producción y conservación, y la
consumición se divide en dos partes distintas. La primera reducible al uso del mínimo necesario a los
individuos de una sociedad para la conservación dela vida y la continuidad dela vida productiva. La
segunda, y la más importante, representada por los “gastos improductivos” (el lujo, los duelos, las guerras,
la construcción de monumentos y de santuarios, los juegos, el arte, los espectáculos, la actividad sexual
perversa, etc) que tienen su fin en sí mismos. Los gastos improductivos se caracterizan por poner el
énfasis en la pérdida.
Si bien la economía clásica creyó que el intercambio primitivo se producía bajo la forma de trueque, en
realidad, la antigua forma de intercambio ha sido identificada por Mauss con el nombre de potlatch. ¿En
qué consiste el potlatch? El potlatch excluye todo regateo y está constituido por un don considerable de
riquezas que se ofrecen ostensiblemente con el objeto de humillar, de desafiar y de obligar a un rival. El
carácter de intercambio del don resulta del hecho de que el donatario, para evitar la humillación y aceptar
el desafío, debe cumplir con la obligación contraída por él al aceptarlo respondiendo más tarde con un don
más importante; es decir, que debe devolver con usura. El potlatch es la constitución de una propiedad
positiva de la pérdida, de la cual emanan la nobleza, el honor, el rango en la jerarquía, la gloria, etc.
El “don” es una forma de potlatch debe ser considerado como una pérdida y también como una
destrucción parcial, siendo el deseo de destruir transferido, en parte, al donatario. Sin embrago, hay otras
formas de potlatch en que se desafía a los rivales por medio de destrucciones espectaculares de riqueza
incorporándose, así, el “sacrificio religiosos”, siendo las destrucciones teóricamente ofrecidas a los
ancestros míticos de los donatarios. La “fiesta” sería una forma de potlatch ya que su propio delirio se
asocia lo mismo a las hecatombes de patrimonio que a los dones acumulados con la intención de
maravillar y sobresalir. El “juego” también es una manera de potlatch en tanto opuesto al principio de
conservación que pone fin a la estabilidad de las fortunas. Los jugadores nunca pueden retirarse una vez
que han hecho la fortuna, deben permanecer expuestos a la provocación. La fortuna no tiene, pues, en
ningún caso, aislar al individuo de las necesidades sino que, al contrario, sitúa al poseedor de la fortuna
expuesto a la necesidad de la pérdida desmesurada.
En las sociedades de a partir del S. XVII, la aversión al gasto improductivo es la razón de ser y la
justificación de la burguesía y, al mismo tiempo, su hipocresía que se da coherentemente con la razón
propia del cálculo. De esta manera, la sociedad burguesa ha desarrollado la mezquindad universal ya que
los modos de gasto tradicional (donaciones, por ejemplo) se han atrofiado. Los gastos realizados por los
capitalistas para socorrer a los proletarios y darles la oportunidad de elevarse en la escala humana no
testimonian más que la impotencia para llevar hasta el fin un proceso suntuario. Una vez que tiene lugar la
pérdida del pobre, el placer del rico se encuentra vaciado de su contenido y neutralizado. Así, puede ser
útil compensar una parte del gasto que engendra la abyección con un gasto nuevo tendiente a atenuar los
resultados de la primera.
“La génesis ideológica de las necesidades” de Jean Baudrillard en Crítica de la economía política del
signo.
Son los procesos y el trabajo de la lógica social inconsciente lo que hay que encontrar bajo la ideología
consagrada del consumo.
El Objeto en tanto aquel que tiene status de nombre propio y de equivalente proyectivo del sujeto, con
quien establece una relación simbólica, se diferencia del objeto, con minúscula, que tiene status de nombre
común y de utensilio a partir de una relación operatoria con el mundo. Sin embargo, estas dos categorías
de objeto se diferencia de una tercera que es la de objetos en tanto objetos de consumo. Estos se
caracterizan por adquirir el sentido en la diferencia con otros objetos según u código de significaciones
jerarquizadas. Por ejemplo, el anillo de matrimonio entraría en la categoría de Objetos mientras que un
anillo común dentro de la categoría de objetos de consumo. Lo que percibimos en estos último, en tanto
mercancías, es la opacidad de las relaciones sociales de producción y la realidad de la división del trabajo.
En la lógica de la mercancía, todos los objetos son universalmente sustituibles. Su práctica económica
pasa por su precio; no existe relación ni con el sujeto, ni con el mundo sino únicamente con el mercado.
Todo aquello que habla en términos de necesidad es un pensamiento mágico que establece al sujeto y al
objeto como entidades autónomas y funda la relación entre ambos bajo el concepto mágico de necesidad.
Sin embargo, debajo de esta metáfora se encuentra el principio de un sistema de poder cuya finalidad es la
reproducción de un orden social y del orden de la producción. Así, a través de la legitimidad falsificada de
las necesidades y de las satisfacciones, se reprime toda la cuestión de la finalidad social y política de la
productividad. La “teoría de las necesidades”, en consecuente, no tiene sentido ya que no puede haber más
que una teoría del concepto ideológico de necesidad. De hecho, el “mínimo vital antropológico”, del que
habitualmente hablan los economistas y antropólogos, no existe sino que, en todas las sociedades, está
determinado residualmente por la urgencia fundamental de un excedente: la parte de Dios, la parte del
sacrificio, el gasto suntuario, el provecho económico. Es esta deducción de lujo la que determina
negativamente el nivel de supervivencia y no lo inverso (ficción idealista). Dicho de otro modo, no hay
necesidades sino porque el sistema las necesita. Bajo el par necesidad / goce se enmascara la realidad del
par necesidad / fuerza productiva. En nuestras sociedad el individuo queda funcionalizado en tanto fuerza
de consumo
El ocio no es función de una necesidad de ocio en el sentido corriente de goce del tiempo libre y de reposo
funcional. Su verdadera definición es la de un consumo de tiempo improductivo lo cual no significa, en
absoluto, pasividad. Por el contrario, el ocio en tanto tiempo improductivo, es una actividad. El tiempo en
el no es “libre” sino que está gastado, sacrificado. Su consumo todavía es un potlatch que, como en la
parte maldita de Bataille, adquiere valor en el intercambio mismo o en la destrucción. Aún hoy, lo que el
individuo medio reivindica a través de las vacaciones y el tiempo libre no es la libertad de “realizarse”, es
ante la demostración de la inutilidad de su tiempo, del excedente de tiempo como capital suntuario, como
riqueza. El tiempo improductivo no es aquí la dimensión de la supervivencia económica sino la salvación
social.
“Entre erotismo y economía general: Bataille” de Jürgen Habermas en El discurso filosófico de la
Modernidad, Taurus.
Bataille fue consciente de que el hombre es realmente hombre cuando busca su propia medida en la
desmesura. Para Bataille la subjetividad que se transgrede o rebasa a sí misma no queda destronada y
desposeída de su poder a favor de un superfunadamentalista destino del Ser –como en el caso de
Heidegger– sino restituida a la espontaneidad de sus pulsiones proscritas. La transgresión, el rebasamiento
de límites en dirección a lo sacro, no significa el sumiso autoabandono de la subjetividad sino su
liberación, la apertura a la verdadera soberanía.
Bataille ve inserta la modernidad en una historia de la razón, en que se pugnan entre sí las fuerzas de la
soberanía y del trabajo. La explicación que Bataille da de lo heterogéneo como la parte excluida y maldita
rompe con todas las figuras dialécticas de pensamiento. Para Bataille, los aspectos heterogéneos, tanto de
la vida social como de la vida psíquica y espiritual, se derivan del ámbito sacro y se oponen al mundo de
profano escapando a todo tipo de consideración homogeneizadora que asimila lo extraño a lo conocido.
Lo heterogéneo se comporta con el mundo profano como lo superfluo. Y, por otra parte, en la sociedad
capitalista, opera como fuerza homogeneizadora el trabajo abstractamente medido en tiempo y dinero, es
decir, el trabajo asalariado. Esta fuerza homogeneizadora del trabajo, según Bataille, aumenta al
combinarse con la ciencia y la técnica.
Bataille toma ala dominación fascista como una forma totalmente nueva de fundirse lo heterogéneo
(éxtasis de las masas, autoridad del caudillo) con lo homogéneo (disponibilidad al rendimiento, la
disciplina, el amor al orden).
Para Bataille, el consumo mismo comporta una profunda dualidad entre la reproducción de la fuerza de
trabajo, directamente necesaria para la vida, y un consumo de lujo que dispendiosamente sustrae los
productos del trabajo a la esfera de lo necesario para la vida y con ello al dictado del proceso de
intercambio material con la naturaleza. Sólo esta forma improductiva de gasto, que desde la perspectiva
empresarial de cada poseedor particular de mercancías representa una pérdida, puede posibilitar, y
confirmar, la soberanía del hombre su auténtica existencia. El gasto improductivo sitúa al sujeto
consumidor en una situación en la que se desembaraza de sí mismo.
Para Bataille no se puede reducir la actividad humana a procesos de producción y reproducción ya que el
consumo se divide en dos partes distintas. La primera se reduce al consumo mínimo que los individuos de
una sociedad necesitan para conservar su vida y continuar la actividad productiva. La segunda comprende
los “gastos improductivos”: el lujo, los lutos, las guerras, los cultos, las construcciones monumentales, los
juegos, los espectáculos, las artes, la sexualidad pervertida; es decir, toda actividad que tiene su fin en sí
misma delata –para Bataille– algo de la soberanía originaria. La soberanía se opone al principio de la
razón cosificante, instrumental, que brota de la esfera del trabajo social y que en el mundo moderno
alcanza un omnímodo poder. Ser soberano significa no dejarse reducir, como sucede en le trabajo, al
estado de una cosa, sino desencadenar la subjetividad. La esencia de la soberanía consiste en aquello “que
me place”. Desde la posición del mundo de las cosas el hombre mismo se convirtió en una de las cosas de
este mundo, al menos durante el tiempo en que trabaja. En todas las épocas trató el hombre de escapar a
este destino. Se trata siempre de arrancar algo la orden real, a la pobreza de las cosas y de devolver algo al
orden divino. Así, la soberanía sólo puede recobrarse en los instantes de éxtasis.
Bataille ha dado el ejemplo del potlasch en las sociedades tribales. El potlasch eran fiestas de dilapidación
y derroche en las que los miembros de una tribu de indios norteamericanos abrumaban a sus rivales con
regalos para desafiarlos, humillarlos, y comprometerlos mediante el despilfarro ostentosos de la propia
riqueza. Bataille entiende el exceso como la transgresión de aquellos límites que vienen trazadas por la
individuación. La pretensión de validez de las normas se funda en la experiencia de la transgresión de la
norma, transgresión prohibida, más precisamente por ello seductora, es decir, en la experiencia del
sacrilegio, en el que los sentimientos de angustia, de asco y de espanto se funden con la fascinación y con
una dicha estupefacta.
A partir del pensamiento de Bataille podría invertirse el problema económico fundamental; el problema
clave ya no es la utilización de recursos escasos sin el gasto desinteresado de los recursos sobrantes. Pues
Bataille parte de la suposición biológica de que el organismo vivo acumula más energía que la que precisa
para la reproducción de su vida. La energía excedente se emplea para el crecimiento. Más cuando este
llega a su término, el excedente de energía absorbida tiene que gastarse improductivamente; es decir, la
energía ha de poder gastarse sin provecho ya sea en forma “gloriosa” como en forma “catastrófica”.
“El amor de un ser mortal” de Antonio Campillo en Georges Bataille, Lo que entiendo por
soberanía, Paidós, México, 1996.
A Bataille lo podemos ubicar en el “punto de ebullición” que es la tensión irreducible entre la ganancia y
la pérdida, entre la acumulación y la destrucción de energía, que en la vida humana se manifiesta como
una tensión entre el trabajo y el juego, entre el cálculo racional y el derroche irracional, entre la
conveniencia del bien y la atracción del mal, entre la comunicación interesada y la comunicación
desinteresada, entre la humanidad servil y la humanidad servil y la humanidad soberana.
¿Qué tengo que hacer aquí y ahora? Ésta es la cuestión moral por excelencia. Hay dos alternativas. Una
posible respuesta es la que afirma el aquí y ahora como un fon absoluto, es decir, conlleva la satisfacción
inmediata del deseo, sin reserva y sin demora. Por otra parte, está la respuesta que subordina el aquí y el
ahora a un allí y a un después lejanos y futuros, haciendo de la acción presente un mero medio para la
obtención de un bien o fin que se considera conveniente pero más allá del presente. Todo el pensamiento
de Bataille está destinado a mostrar que ambas respuestas, contradictorias entre sí son igualmente
imprescindibles para el hombre, ya que la humanidad consiste precisamente en esta contradicción
irresoluble.
El surgimiento de la conciencia y el consiguiente tránsito de la inmanencia animal a la trascendencia
humana está estrechamente ligado a la aparición del trabajo de la actividad productiva, de la fabricación y
el uso de armas y herramientas para la obtención de bienes materiales. El trabajo hace igualmente posible
que le hombre se convierta en un objeto para sí mismo. El trabajo exige la negación de la satisfacción
inmediata del deseo y la subordinación de la acción presente a un fin lejano. Ese fin lejano no es otro que
la obtención de los bienes materiales necesarios para la subsistencia, de modo que estos bienes se
convierten a su vez en medios para ese otro fin que es renovar la energía del cuerpo.
El hombre trabaja para evitar la muerte y asegurar la perduración de la vida. Es el temor a la muerte el que
hace del hombre un trabajador, un ser que niega en sí mismo el presente para asegurarse el futuro. De
modo que la humanidad surge a un tiempo con el trabajo y con el miedo a la muerte.
La ley social prohíbe entregarse al amor y a la violencia de forma indiscriminada, sobre todo en el interior
del propio grupo y durante el tiempo de trabajo; en cambio, prescribe practicarlos en ciertas ocasiones,
con ciertas personas, sobre todo con personas ajenas al propio grupo, con las que cabe establecer
relaciones de alianza matrimonial o de guerra. Es decir, la ley social prohíbe el primado de la inmediatez
animal y lo condena como el mal por excelencia, como aquello que pone en peligro la supervivencia del
individuo y del grupo. Sin embargo, la humanidad no puede dejar de negarse a sí misma y evitar el retorno
de lo reprimido, de esa inmediatez que los animales mantienen en tanto relación de intimidad o
inmanencia con el mundo.
El trabajo y la ley, la relación del hombre con la naturaleza y las relaciones de los hombres entre sí, el
encadenamiento entre medios y fines y la subordinación de la parte al todo, del individuo a la sociedad,
responden a una misma lógica temporal, a una misma racionalidad calculadora, que subordina el presente
al futuro.
La satisfacción inmediata del deseo hace que los objetos externos dejen de ser útiles, dejen de ser medios
para un fin, y se conviertan en fines absolutos. Los objetos externos importan para consumir, no ya
productivamente, sino improductivamente. Lo que importa no es la mera perduración de la vida sino su
intensificación, su exaltación, su incandescencia, aun a riesgo de consumirla por completo, aun a riesgo de
perderla. Ya no el temor a la muerte sino el amor a la vida.
Bataille propone pasar de una “economía restringida”, que se limita al análisis de la producción y del
consumo productivo, a una “economía general”, que coloca en primer plano el gasto improductivo como
fin último de toda actividad humana. Dentro de esta economía. Lo que le cabe al hombre es elegir el modo
en que desea darle a su destino derrochador: festivo o bélico, pacífico o violento, gozoso o terrible.
La humanidad se afirma mediante la negación de la animalidad, y que esta negación tiene lugar a través
del trabajo y de la ley, a través de una racionalidad utilitaria que subordina todo objeto y toda acción
presentes a un fin o bien futuro. Sin embargo, la humanidad no puede dejar de negar esa negación y
reafirmar la animalidad, es decir, la inmediatez del presente y la inmanencia del mundo. Así, según
Bataille, la religión, el erotismo y el arte no hacen sino manifestar el retorno a la animalidad perdida,
ahora una animalidad transfigurada, divinizadas, en la que los hombres creen posible experimentar el
“milagro” de una comunicación íntima e inmediata con el resto de los seres.
El amor, en cualquiera de sus formas, pone al ser en cuestión, le alcanza en los más íntimo, y al tiempo
que le promete la felicidad le entrega al sufrimiento, pues promete una continuidad que no es accesible
más que con la muerte. El erotismo, como lo sagrado, como la creación artística, es o que arrastra
violentamente al ser separado hasta la negación de sí, pero precisamente por ello suscita en el hombre
reacciones encontradas de atracción y de repulsión, de entusiasmo y de tormento.
La filosofía de la historia elaborada por Bataille distingue tres grandes tipos de sociedades: las
“sociedades de consumición”, en las que predomina el gasto improductivo (el conjunto de las sociedades
primitivas); las “sociedades de empresa”, en donde el excedente es absorbido por la “empresa militar” y/o
por la “empresa religiosa” (es el momento de los imperios teocráticos, de las religiones dualistas y de las
sociedades estamentales); por último, la sociedad moderna, burguesa o capitalista, en donde la Reforma
religiosa cuestiona le gasto improductivo de la antigua aristocracia guerrera y sacerdotal, fomentando en
su lugar la inversión productiva del excedente en la “empresa industrial” y la acumulación incesante de
capital.
Sociedad primitiva: alternancia entre el tiempo profano (del trabajo y la ley) y el tiempo sagrado (la fiesta
y la transgresión). Había un reparto entre la humanidad profana o servil y la humanidad sagrada o
soberana que los llevaba a una ordenación cíclica del tiempo e igualitaria en el espacio.
Sociedad estamental: la contradicción entre servidumbre y soberanía se resolverá mediante la dependencia
funcional entre los esclavos y los amos. Los esclavos se dedican al trabajo y a cumplir la ley mientras que
los amos se reservan el privilegio del ocio, del derroche, de la transgresión, de la fiesta, de lo sagrado. A
esto Bataille lo llama “soberanía tradicional” en tanto es restrictiva. Por otra parte, es durante esta época
que se da el dualismo entre lo puro e impuro quedando el erotismo del lado de este último. El sacerdote es
aquel que se abstiene de os placeres del cuerpo, y en especial de los placeres sexuales. El erotismo
comienza a ser asociado con lo sagrado impuro, s decir, con lo diabólico, con lo bajo, con lo plebeyo, con
las clases miserables de la sociedad. El sexo dejará de ser sagrado y, en última instancia, se convertirá en
una trabajo/mercancía: la prostitución.
Así, la soberanía se vuelve inauténtica y servil pues no sólo se alía con su contrario (el poder, prestigio,
riqueza) sino que necesita del reconocimiento, sometimiento y mantenimiento que los siervos le ofrecen
para poder sustentarse como tal.
Sociedad moderna: es el resultado del triple proceso dado por el surgimiento del capitalismo, las
revoluciones políticas y el proceso de secularización religiosa.
El capitalismo hace que el excedente económico no sea destinado a derroche en gastos suntuarios sino
reinvertido con vistas a la expansión y al crecimiento ilimitado del propio sistema. De esta manera, se
opone a toda forma de ociosidad y de derroche exaltando las virtudes del trabajo y del ahorro.
Con las revolucione políticas, se instituye el estado democrático y la “soberanía tradicional” es
reemplazada por una soberanía idéntica para todos los seres humanos. Sin embargo, para Bataille, estos
individuos libres o autónomos no son sujetos soberanos ya que lo que hacen es renunciar a su libertad y
aceptar su sometimiento (por parte del patrón, del gobernante, etc). Ahora bien, la razón que los lleva a
someterse es el “miedo a la muerte” por lo cual lo único que buscan es la perduración o autoconservación
de la propia vida.
Por último, la secularización no sólo produjo el “desencantamiento del mundo”, es decir, la
desacralización de los objetos, de las personas y de las acciones externas, sino que abrió el camino a la
santificación del trabajo, de la “profesión”, de la acción profana. Los objetos, al perder su condición
sagrada, son valorados únicamente por el valor que les concede el mercado. El mundo físico y la propia
conducta humana son sometidos a la lógica instrumental del conocimiento científico.
Sólo la creación artística y literaria trasciende el orden de la racionalidad económica, política y científica.
El “hombre del arte soberano” es ese ser que se pone a sí mismo en juego en la operación soberana de
comunicación, pero precisamente por ello no puede aspirar a poseer un rango, un prestigio, una posición
social elevada en el orden económico y político.
Los museos, los teatros, las bibliotecas y las salas de conciertos se convierten en los templos de la
modernidad. Los artistas y escritores modernos heredan esa soberanía que era el privilegio de los antiguos
reyes y sacerdotes. Pero se trata de una soberanía que los aparta de la búsqueda del rango y la riqueza. Si
pretenden hacerse valer por medio de sus creaciones, si pretenden obtener por medio de ellas un prestigio
social y una ganancia económica, están sometiéndolas nuevamente al principio de la utilidad y están
convirtiéndose a sí mismos, una vez más, en siervos.
La soberanía, tal como la entiende Bataille y el mismo Nietzsche, es la indiferencia con respecto al futuro
y la renuncia a todo dominio, la afirmación del presente inmediato y la comunicación afectiva con los
otros, es decir, la apertura al juego incierto del azar y del amor, hasta el extremo del extravío y de la
impotencia, de la donación incondicional y de la pérdida de sí. Es decir, que la “soberanía auténtica” no
puede ser confundida con su contrario, que es el rango y la jerarquía social ni considerarse un privilegio de
unos pocos como o era la “soberanía tradicional”.
Si el poder es la adquisición, la ganancia, la acumulación de las propias fuerzas en la contienda económica
y política con el resto de los seres, la soberanía es la donación, la pérdida, la destrucción de las propias
fuerzas en la comunicación afectiva (festiva, erótica o estética) con ellos. Si el poder es algo, la soberanía
es nada; si el poderoso es alguien, el soberano es nadie.
Ahora bien, el hombre no puede afirmar su humanidad sin verse abocado a una contradicción. Porque para
Bataille, la modernidad y la existencia humana requiere de la tensión irrenunciable entre el orden de la
racionalidad profana y el orden de la irracionalidad sagrada, entre la ética y la estética, entre el trabajo y el
juego, entre la ley y la transgresión, entre la asociación contractual y la comunicación afectiva, entre la
humanidad servil y la humanidad soberana.
“Dos imágenes de la tecnología” y “La matriz social de la ecología” de Murria Bookchin Ecología de
la libertad, Altamira, Buenos Aires, 1993.
Schmucler
Foucault
A finales del S. XVIII, a partir de la reforma y reorganización del sistema judicial y penal en Europa y el
resto del mundo, surge la “sociedad disciplinaria”. Ahora bien estas reformas que afectaron al sistema
penal implicaron la revisión de ciertas nociones y la incorporación de nuevas.
El crimen o la infracción penal penal pasa a ser la ruptura con la ley, ley civil explícitamente establecida
en el seno de una sociedad por el lado legislativo del poder político. Antes de la existencia de la ley no
puede haber infracción. El crimen no es algo emparentado con el pecado y la falta, es algo que damnifica a
la sociedad, es un daños social, una perturbación, una incomodidad para el conjunto de la sociedad. Se
redefine la figura del criminal en tanto aquel que damnifica y/o perturba la sociedad. El criminal es el
enemigo social; en consecuencia, la ley penal define como reprimible lo que es nocivo, determinando así
negativamente lo que es útil. Así, la ley penal debe permitir que se repare el mal causado o impedir que se
cometan males semejantes contra el cuerpo social. En base a esto, teóricos como Beccaria, Bentham y
Brissot, postulan cuatro tipos posibles de castigos:
-la deportación: se expulsa, exilia, destina o deporta al criminal.
-la vergüenza/escándalo público: la exclusión se da aquí en el aspecto moral, psicológico y público. Se
somete al criminal al escándalo, la vergüenza y/o la humillación.
-trabajo forzado: el criminal es obligado a realizar un atarea útil para el Estado o la sociedad de tal manera
que el daño causado sea compensado.
-la pena del Talión: consiste en hacer que el daño no pueda ser cometido nuevamente: se mata a quien
mató, se confiscan los bienes a quien robó, etc.
Ahora bien, si observamos lo que realmente ocurrió, no es que la práctica haya desmentido a la teoría sino
que se desvió rápidamente de los principios teóricos enunciados por Beccaria y Bentham. Los proyectos
de penalidad, explicados previamente, fueron sustituidos por la pena del encarcelamiento conocida como
prisión. La prisión no pertenece al proyecto teórico de la reforma de la penalidad del S. XVIII, surge a
comienzos del S. XIX como una institución de hecho, casi sin justificación teórica.
La legislación penal se irá desviando de lo que podemos llamar utilidad social: no intentará señalar
aquello que es socialmente útil sino, por el contrario, se ajustará al individuo. Toda la penalidad del S.
XIX pasa a ser un control, no tanto sobre si lo que hacen los individuos está de acuerdo o no con la ley
sino más bien al nivel de lo que pueden hacer o están a punto de hacer. Así, la gran noción de criminología
y la penalidad de finales del siglo XIX fue el escandalosos concepto, en términos de teoría penal, de
peligrosidad. La noción de peligrosidad significa que el individuo debe ser considerado por la sociedad al
nivel de sus virtualidades y no de sus actos; no al nivel de las infracciones efectivas a una ley también
efectiva sino de las virtualidades de comportamiento que ellas representan.
Por otra parte, hasta el S. XVIII, el poder estaba centralizado en el poder judicial mientras que, siguiendo
la teoría de Beccaria, es a partir de esre siglo que surge la noción de “poderes laterales”, al margen de la
justicia, tales como la policía y toda una red de instituciones de vigilancia y corrección: la policía para la
vigilancia, las instituciones psicológicas, psiquiátricas, criminológicas, médicas y pedagógicas para la
corrección. La función pasa de ser de castigar las infracciones de los individuos a corregir sus
virtualidades. Foucault habla así de la “edad de la ortopedia social”, de la sociedad disciplinaria en donde
se da el control policial. Fue Bentham quien programó, definió y describió de manera precisa las formas
de poder, presentándo el célebre modelo de esta socideda de ortopedia en su famoso Panóptico. El
Panóptico era un sitio en forma de anillo en medio del cual había un patio con una torre en el centro. El
anillo estaba dividido en pequeñas celdas que daban al interior y al exterior y en cada una de esas
pequeñas celdas había, según los objetivos de la institución, un niño aprendiendo a escribir, un obrero
trabajandp, un prisionero expiando sis culpas, un loco actualizando su locura, etc. En la torre central había
un vigilante y como cada celda daba al mismo tiempo al exterior y al interior, la mirada del vigilante podía
atravesar toda la celda; en ella no había ningún punto de sombra y, por consiguiente, todo lo que el
individuo hacía estaba expuesto a la mirada de un vigilante que observaba de tal modo que podía ver, todo
sin que nadie, a su vez, pudiera verlo. Para Bentham, esta forma arquitectónica podía ser empleadaa como
recurso para toda una serie de instituciones: escuelas como hospitales, las prisiones, reformatoruis,
hospicios o fábricas. En el panóptico ya no hay más indagación sino examen, vogilancia permanenete
sobre los individuos por alguien que ejerce sobre ellos un poder ligado al saber. Este saber se caracteriza
por verificar si un individuo se conduce o no como debe, si cumple con las reglas, si prpgresa o no, etc. El
saber, de esta manera, se organiza alrededor de la norma estableciendo qué es lo normal y qué no lo es,
qué cosa es incorrecta y qué otra cosa es correcta, qué se debe o no hacer.
Ahora bien, ¿cuáles son, de dónde vienen y a qué responden estos mecanismo de control? En Inglaterra,
por ejemplo, desde la segunda mitad del S. XVIII se formaron, en los niveles bajos de la escala social,
grupos espontáneos de personas que se atribuían, sin ninguna delegación por parte de un poder superior, la
tarea de mantener el orden y crear para ellos mismos, nuevos instrumentos para asegurarlo. Estas
sociedades tenían la tarea de vigilar y de asistir.