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Argentina, día de un año.

Siempre llama la atención la capacidad de los seres humanos para enamorarse.


Convengamos: que dos personas, nacidas en familias diferentes, con distintos grupos de
amigos, de parientes, de compañeros de escuela, de experiencias vividas descubran, de
pronto, que son el uno para el otro y decidan celebrar ese momento y quieran ir por más,
aun rompiendo con todo su pasado, es un hecho extraño. Poco comprensible para
quienes no participan de su romance.

Ocurre, no obstante.

Todo el tiempo.

En el mundo entero, incluso: miles de millones de personas con memorias totalmente


distintas acerca del mundo, deciden que son parte de lo mismo.

Y no es que seamos mucho más que nuestra memoria, claro.

Ocurre también que, en estas fechas -24, 25 de marzo- la memoria parece reforzar su
sentido, su alcance, su condición de potencia de infinitudes.

En estas fechas, también, la memoria trae, de modo contundente, la figura de Rodolfo


Walsh.

Un Rodolfo Walsh que –al momento de su muerte- era considerado por el poder de
turno como, simplemente, un subversivo.

Pasando a ser, luego, un subversivo “desaparecido”.

Sin embargo, Walsh no es, rigurosamente hablando, un “desaparecido”: fue asesinado a


la luz del día un 25 de marzo de 1977 –testimonios de detenidos-desaparecidos aseguran
haber visto como ingresaban su cuerpo, ya cadáver, en la ESMA-. Lo que
desaparecieron, sí, fue su cuerpo y todo lo que pudieron secuestrar de su casa en San
Vicente.

La cantidad de argentinos secuestrados, desaparecidos, asesinados se cuenta, sabemos,


por decenas de miles. En tanto asesinado como consecuencia de la lucha contra el
régimen instaurado en marzo del ’76, no es, no debería ser Rodolfo Walsh ni un
paradigma ni un representante destacado o especialmente significativo. Ni cronológica
ni históricamente (no fue el primero, no fue el último, no fue el más importante).

¿Por qué, entonces, esta constante contigüidad entre el recuerdo de la figura de Rodolfo
Walsh y el recuerdo del comienzo de la última dictadura cívico-militar?

¿Se trata de una simple coincidencia por la vecindad de fechas en las efemérides?
Porque a la hora de la “vecindad de fechas”, pareciera más significativo, por ejemplo,
el asesinato del Teniente Coronel Bernardo Alberte[1], ocurrido en las primeras horas
del mismísimo 24 de marzo de 1976: era declaradamente peronista, se trataba de un
militar en actividad, no murió “en combate” con las fuerzas de la represión. Su muerte
sigue impune.

No es un desaparecido, es cierto. Pero tampoco Walsh lo es.

No obstante, la referencia inevitable, la memoria inmediata, sigue siendo Rodolfo


Walsh.

¿O, acaso, es una de esas “casualidades necesarias” –esos hechos fortuitos que
adquieren una significancia fundamental- que tanto entusiasmaban a Borges?

¿Por qué Walsh, siendo un creador de literatura, un investigador más bien policíaco, un
circunstancial periodista, un militante revolucionario, un miembro de la organización
Montoneros, sin ser un peronista declarado, sin ser realmente un desaparecido, aparece
como figura ineludible al pensar en ese nefasto período?

Del mismo modo podríamos preguntar: teniendo en cuenta que la dictadura iniciada en
1976 hizo añicos la estructura productiva de nuestro país, condenó a la miseria a cientos
de miles de personas, declaró una guerra imposible de sustentar, endeudó la nación a
niveles inéditos hasta el momento, desarticuló la organización social que llevaba
décadas de trabajosa concreción… ¿Por qué la referencia primera e inevitable de ese
período son “los desaparecidos”?

Alguien podría decir que se trata de la misma “operación” de des-información: ocultar


toda motivación real detrás de lo que “vende” más, de lo que resulta más impactante
para la sociedad, de lo que resulta menos “ideologizable”: la “desaparición” –secuestro,
tortura infinita y asesinato no declarados- de seres humanos, más allá de toda
pertenencia, actividad, lucha y/o pensamiento.

Tal era lo que muchos creíamos allá en los ’80, en la propaganda des-peronizadora, des-
malvinizadora, des-movilizadora del alfonsinato. O en su correlato feroz y aniquilante
de des-memoria colectiva, el del Lagerführer Carlos Saul encargado de recorrer el
campo, pistola en mano, para dar el tiro de gracia: los ’90, el mememato.

Y sin embargo…

Sin embargo, hoy todo es distinto.

Quien haya participado u observado de cerca las marchas por la Ley de Medios, la
movilización abrumadora ante el fallecimiento de Néstor Kirchner o, acá nomás, las
nutridísimas marchas ante este último 24 de marzo, habrá notado algunas
particularidades.

La confluencia de argentinos de todas las edades, es una.


La inmensa y entusiasta presencia de jóvenes –es decir: argentinos que NO vivieron
aquella dictadura- que coloreaban cantando, saltando y bailando cada una de esas
marchas, es otra.

Otra particularidad, sin duda, era la característica de las consignas. No eran contra una
política equis, eran a favor de la situación en que se encontraban. Es decir: que se
trataba de multitudes en la calle manifestándose para festejar las políticas del gobierno
que tienen.

Y otra -last but not least- que esas consignas, coreadas, vociferadas, cantadas, saltadas
y bailadas por niños, jóvenes, adultos y ancianos, de uno y otro sexo, de muy distintos
orígenes ideológicos, de las más diversas actividades particulares, eran las mismas,
celebraban el momento en que vivían y se hablaban siempre de IR POR MÁS.

Casi, casi, como enamorarse, podría decirse.

Entonces.

Entonces, la anatema que desde varios lugares del campo popular se proyectaba sobre
aquellas diluídas banderas de los Derechos Humanos –con la APDH, el SERPAJ o el
CELS como usinas ideológicas- de los ’80 por la sospecha tal vez fundada del
vaciamiento de contenido ideológico, hoy han sido pensadas de modo diferente,
resignificadas.

Está cada vez más claro –se notaba en la calle- que “los desaparecidos” lo fueron como
único modo de poder destruir la estructura productiva de la Argentina. Es cada vez más
evidente que sin la instauración de aquel terror, jamás habrían logrado la transformación
económica neoliberal, con la supremacía de la timba financiera y el predominio de las
corporaciones trasnacionales. Que sin ese terror, sin aquel plan sistemático de
exterminio, jamás hubiera ocurrido, por ejemplo, Carlos Saul Ménem.

Y lo mismo ocurre con Rodolfo Walsh. Que, sin reunir las características esenciales de
un “desaparecido”, se convierte en emblema y paradigma de la resistencia a la represión
organizada. Más que por las propias cualidades –que no le faltan-, tal vez por ser
emblema y paradigma de las “operaciones” simbólicas sobre los desaparecidos. La
constante tergiversación, el vaciamiento de sus proyectos, esperanzas y objetivos.
Cuando se insiste, desde las viejas usinas ideológicas, en presentarlo como periodista –
oficio que sólo desempeñó lateralmente y siempre como militante-, como un
“intelectual comprometido” –rol que el mismo Walsh despreció explícitamente-, como
un “libre pensador no peronista”, obviando el hecho de que TODA su actividad en
Argentina –desde 1956 y hasta el momento de su asesinato- estuvo ligada a la
reivindicación del peronismo, cuando no a la militancia revolucionaria directa EN
organizaciones peronistas. Primero en las FAP (Fuerzas Armadas Peronistas),
finalmente en Montoneros.

Las actuales multitudes no suponen un Walsh limpio, idealista, intelectual o


librepensante: lo saben un militante. Lo sospechan uno de ellos. Un subversivo.
Como subversivo es el actual estado del alma de la patria. Una agitada, alborozada
subversión al acatamiento de las leyes del mercado, al cinismo político, al descreimiento
en el prójimo, a la imposible salvación individual. Saben que el alma es colectiva. Es
decir: subversiva.

Este cambio en el significado de algunos nombres, de algunos hombres, de algunas


banderas, no es inocente, ni casual, ni azaroso. Habla de una maduración, de una
sedimentación de ideas y de una reflexión profunda de la sociedad argentina. De un
separar la paja del trigo que fue creciendo aceleradamente de 2003 para aquí –crisis del
2001 mediante- consagrando el liderazgo político de dos personas. Dos personas que, en
tanto líderes, significan eso: la síntesis, “el espejo en que se reflejan, en dimensiones
colosales, las creencias, las necesidades, las preocupaciones y los hábitos de una
nación en una época histórica dada”, diría Sarmiento. Esta es una experiencia popular,
social, de masas, que ya ha dejado su huella en cada uno, que será el piso, el basamento,
el fondo mismo desde donde partir.

Porque –malas noticias para los amigos de la izquierda de la izquierda de la izquierda


que, tal vez por esas redondeces del mundo, terminan pensando parecido a los amigos
de la derecha de la derecha de la derecha-, cuando las multitudes inundan las calles de la
patria no se trata de imbéciles corderos sin norte, deslumbrados por demagógicos
presidentes, ni de módicos mercenarios del chori, ni de jóvenes ambiciosos de puestos
públicos, como prefieren creer. No: esas oleadas de argentinos que gritan su alegría y su
esperanza, frente a los prejuicios se ven hermosos y dicen que, al fin, nunca llegan
tarde, tan sólo siguen sus corazones.

La muchedumbres que mentan a Néstor, que proclaman a Cristina, que aman a Evita,
que vivan a Perón, no van a olvidar esta época. No van confundidos por engaños. No
compran espejitos de colores. Sólo siguen sus corazones. Y así dan cuenta de un buen
amor. De un gran amor. De un sólo amor.

[1] Edecán de Perón en 1954 y su delegado personal desde comienzos de 1967 hasta
marzo de 1968. Fue editor de Con Todo, órgano del peronismo revolucionario, y
defendió públicamente a los guerrilleros de las FAP (Fuerzas Armadas Peronistas)
apresados en Taco Ralo en septiembre de ese mismo año. En las primeras horas del 24
de marzo de 1976, un grupo de militares y policías uniformados violentó el
departamento del teniente coronel Bernardo Alberte, en el sexto piso del edificio de
Avenida del Libertador 1160. "Alberte, venimos a matarte", gritaron antes de
arrojarlo por una ventana hacia un patio interior.

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