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SULPONTICELLO
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issn: 1697-6886
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SULPONTICELLO
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Y en estas estamos, viéndolas venir y sin saber muy bien qué se puede hacer para “salvar” eso
que hemos venido en llamar “música contemporánea”, con todas sus ramificaciones, vínculos
y denominaciones. Sin embargo, lo primero que seguramente deberíamos hacer todos
aquellos que de una u otra forma trabajamos en el ámbito de la creación musical (y desde
luego, no sólo los compositores) es ser conscientes, de una vez por todas, de nuestras
evidentes debilidades y nuestras hipotéticas fortalezas. Y articular soluciones realistas,
huyendo de toda melancolía y añoranza hacia tiempos mejores (si alguna vez los hubo
realmente); pensar rápido y actuar, porque estamos en un tiempo que no admite reacciones
perezosas, ni sesudas disquisiciones. Pero, ¿qué postura puede tomarse en una situación en la
que cada vez cuenta menos el arte inconformista con los presupuestos que maneja el
mercado?
Para empezar, permanece intacto lo esencial, que en definitiva es lo que sabemos hacer: la
propia creación como eficaz vehículo demostrativo de la función social que el arte tiene. Si la
actividad de autores e intérpretes no logra mostrarse, estaremos haciendo fuerte la idea de
que no existe y de que no cumple ningún papel en el mundo, por lo que su existencia acabará
siendo realmente cuestionable. Pero la buena voluntad no es suficiente, hacen falta recursos y
altavoces. Y éstos se suponía que tenían que estar cubiertos por ese Estado equilibrador que
se nos presentaba como obligado a velar por los intereses que la a menudo miope visión de
lo estrictamente comercial no atiende o simplemente ignora. Sin embargo, todos sabemos y
reconocemos que en España esto nunca ha sido así. Sin embargo, el binomio
queja+resignación se imponía y así pasaban los días, las semanas, los meses, los años… Y la
casa sin barrer. Hay que reconocer -y debemos hacerlo si no queremos caer en una
autocomplacencia y autoengaño realmente peligrosos- que hemos planteado nuestra actividad
creativa en unos términos de acomodo individualista excesivos. Somos muchos, el reparto
siempre va a ser desigual y seguramente poco justo, pero incluso en condiciones de escasez
(más, si cabe), estrechar vínculos probablemente hubiera dado lugar a un terreno
mejor abonado para afrontar tiempos difíciles. Por el contrario, en nuestra situación
actual resulta harto complicado abordar un problema que trasciende el ámbito estético para
situarse en lo meramente existencial.
Ahora bien, no está todo perdido, ni mucho menos. Aunque no cabe duda de que si no
queremos caer en el abismo del silencio es vital que se produzca un cambio de mirada en el
que la obra empiece a superponerse a la autoría. Y seguramente no resultaría mala terapia
para el creador. Pero, además, es que estamos en una sociedad que cada vez consume y
desecha más velozmente, sin atender demasiado si el producto es de una mano u otra (salvo
que se le dé al autor como bocado incuestionable, que es otra de las fórmulas más
utilizadas). Y al margen de si nos gusta o no, o de si nos parece una auténtica aberración, la
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Si se quiere emprender este trayecto, en el que la obra se convierta en centro y sentido real
del quehacer creativo, un paso inexcusable será despojarnos de nuestro traje de prestigio y
comenzar a practicar una mínima modestia. Y aquí, seamos sinceros, se libran muy pocos. Es
más, es el propio mundo que vivimos, inflado de una necesidad ineludible de “hacer currículo”
el que nos conduce a casi todos a la recolecta de méritos, a la necesidad de sacar la cabeza a
través de prestigios reales o inventados. Pero tampoco es cuestión de hacer más grande la
herida, ni de tenerla abierta demasiado tiempo. Tendría poco sentido y corremos el riesgo de
desangrarnos. Tomar conciencia de nuestros actos pasados no quiere decir bloquear los
futuros. Entonces, quitémonos el traje y guardémoslo rápido en el armario, sin naftalina a
poder ser. Y a otra cosa, mariposa.
Otra cosa que tendría que tomar muy en cuenta -en el contexto de esa posición realista que
parece inevitable adoptar- que sólo podremos evitar la caída si articulamos nuestro trabajo en
el marco de lo colaborativo (terrible palabro, pero que se entiende bien hoy), y que éste de
produzca en una dimensión abarcable y manejable. Hablando en plata, esto quiere decir -por
ejemplo- que autores e intérpretes se unan para sacar adelante un proyecto determinado,
tanto en el plano estrictamente artístico como en el de su producción y puesta en escena. El
creador-productor no es una figura nueva. ¿Qué hacían si no Karl Friedrich Abel y Johann
Christian Bach a mediados del siglo XVIII organizando conciertos en Londres, con gran éxito por
cierto? ¿Qué pretendía en definitiva Schönberg, además de hacer posible una interpretación
de calidad de obras de su tiempo, al fundar la “Sociedad para Interpretaciones Musicales
Privadas” en 1919? Se trataba de verdaderas iniciativas privadas, sin apoyos de las
instituciones oficiales del momento, que -con mejor o peor suerte- lograron mostrar la obra
viva. Y ese empuje (ahora se llamaría “emprendimiento”) es el que probablemente debamos
recuperar, eso sí, con las adaptaciones necesarias que la hagan eficaz en nuestro tiempo.
Incluso si las condiciones económicas no son favorables, el creador debería plantearse como
responsabilidad ética la difusión de su obra (siempre que el grosor del bolsillo lo permita,
claro). Partiendo de esta premisa, ¿por qué se mantiene ese halo de “cutrería” en el hecho de
que el artista, asumiendo parcial o incluso totalmente los costes, haga posible la muestra
pública de su obra? ¿Es acaso menos vergonzoso mendigar un encargo o pedir la inclusión de
una obra en tal o cual evento con brillo mediático? Es cierto que el sistema promotor-artista,
tiene una lógica: si el primero se interesa por el segundo, es porque se supone que será
interesante. Se produce la retroalimentación de los prestigios y el receptor queda convencido
(?) de que el producto vale la pena (”si fulanito se arriesga a programar a menganito, será
porque es bueno…”). Pero esto cae rápido en el absurdo cuando observamos que no se
produce bajo criterios de calidad, sino que la elección suele responder a un cúmulo de razones
que pasan por los amiguismos, el relumbrón (ganado en ocasiones no se sabe en base a qué)
o simplemente la posibilidad de “racionalizar gastos”.
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Por otra parte, esta nueva definición, en la que los artistas asumieran plenamente el papel de
la producción, sólo podría funcionar si existen espacios disponibles para llevar a cabo los
proyectos en unas condiciones mínimas. Y esto es una demanda que debería hacerse presente,
anteayer mejor que hoy. La cantidad de espacios desaprovechados es inmensa. El curioso
podrá echar un vistazo, por ejemplo a través de la web REDESCENA, a las decenas de teatros
municipales de cualquier comunidad autónoma. Casi todos con un equipamiento decente,
cuando no notable. Y observar que en la mayor parte de los casos la programación no
contempla más de uno o dos espectáculos mensuales. ¿Por qué estas instituciones públicas no
ceden de forma sistemática y gratuita sus espacios a iniciativas que ofrezcan producciones
propias y autogestionadas (a taquilla, por ejemplo)? Seguro que más de un festival lo
agradecería… Y sin duda ayudaría a fomentar las colaboraciones entre artistas, que podrían ver
como sus proyectos se muestran al menos en condiciones dignas. De acuerdo, nadie se hará
rico de este modo, y es muy discutible que sólo con medidas de este tipo pueda mantenerse
un “sistema” en el que el honorario profesional haga posible la mera subsistencia. Pero
también es cierto que ya en las condiciones actuales (esas que tienden a desaparecer) son muy
pocos los que viven de una actividad en la que la creación contemporánea juegue un papel de
relieve, ya sean compositores o intérpretes. Entonces, no estaremos sumando un nuevo
problema, sino gestionándolo de otra manera (y quizá poniendo la base para que se revierta,
haciendo que la creación aflore al escenario público).
Pero es cierto que esta reivindicación de espacios no puede llevarse a cabo contactando con
un concejal para proponer un espectáculo concreto. Se trata de una acción que debería tener
la envergadura de la petición pública, mediante las voces adecuadas. Y aquí es una lástima que
esa falta de inercia comunitaria se manifieste en toda su crudeza. ¿No sería posible al menos la
unidad en torno a una petición de este tipo? ¿Qué nos impide articular algún tipo de foro, en
el que intérpretes, compositores y otros artistas que trabajen en torno a la creación musical
contemporánea, asociaciones y otros interesados, pudiéramos hacer fuerza para lograr -en un
plano municipal, autonómico y nacional- un compromiso de lo público en este asunto? Si esto
no es posible, si el miedo a perder el trozo de pastel que imaginamos nuestro nos impide
llamar a la puerta del colega o de la organización de turno para unirnos a una reivindicación
común, no habrá más soluciones que las particulares. No se trata de construir grandes
plataformas, ni tan siquiera de ver en estas acciones el germen de algo mayor (que tampoco
estaría mal), sino sencillamente de utilizar simples herramientas democráticas (como la
petición avalada por firmas) para intentar conseguir logros que -bien planteados- es posible
que llegaran a buen puerto. Mendigar la subvención ya sabemos que tiene poco futuro en el
momento actual. Probemos ahora a pedir bienes “en especie”, al fin y al cabo lo que se
demandaría no supone un coste de importancia, y para el cedente tendría la ventaja de
permitirle engordar su memoria anual sin apenas esfuerzo.
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a la vía racional el milagro de los panes y los peces, y conseguir solitos la multiplicación de
recursos que haga posible sacar la cabeza (y algo más, si es posible).
Referencias
POPA, Florian. El profesor de orquesta [online]. Madrid: Sul Ponticello, II época, n. 19, feb.
2011. Disponible en World Wide Web: <http://www.sulponticello.com/?p=2957>. ISSN: 1697-
6886