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Domingo III de Cuaresma (ciclo A)

La primera lectura de hoy nos habla de la sed que padece el pueblo de


Israel en el desierto. El tema de la sed es el tema del deseo y expresa la
situación existencial del hombre, que es un ser que lleva en su corazón una
profunda sed: sed de Verdad, de Bien, de Belleza; sed de todo ello junto y al
mismo tiempo, es decir, sed de Felicidad. El hombre desea la Felicidad.
El Señor inicia su diálogo con la samaritana arrancando de la sed física
que él tiene en ese momento, para conducir a esa mujer a la sed de su corazón
y hacerle caer en la cuenta de que esa sed del corazón es sed de Dios. Aquella
mujer era una mujer de deseos, como lo testimoniaban sus cinco maridos.
Deseaba amar y ser amada. Era una mujer fuerte, capaz de descartar maridos
y de encontrar otros; y al mismo tiempo era una mujer débil, porque a pesar de
tanto marido, no conseguía nunca apaciguar su corazón inquieto, saciar la sed
de su corazón.
Al encontrar a Jesús no va a encontrar su “6º marido”; va a encontrar al
Esposo -con mayúscula- a Aquel cuyo Amor es fuente de todo amor que
merezca este nombre, a Aquel que es el “Amor de los amores”, a Aquel que
nos hace capaces de amar de verdad, es decir, de dar, de donar, porque Él
nos colma interiormente con el don de su Espíritu Santo que nos hace capaces
de dar, de ser donadores.
“Fuerte es el amor como la Muerte” (Ct 8,6). Jesús va a enseñar a esta
mujer que el amor, la relación con Dios, no es un juego, que es algo muy serio,
algo que tiene que no debe ser planteado en términos extrínsecos y materiales
(“¿dónde se debe adorar, en Garizim o en Jerusalén?”), sino que tiene que ser
planteado en espíritu y en verdad, es decir, desde lo profundo del corazón (“en
espíritu”) y según la verdad: la verdad de Dios y la verdad del hombre, mi
propia verdad. Mi propia verdad es que he tenido cinco maridos y que el que
tengo ahora tampoco es mi marido. Mi propia verdad incluye el fracaso de mi
vida, mi límite, mi incapacidad, mi impotencia para saciar el deseo de mi
corazón. Y mientras yo no asuma esto y lo incluya en mi relación con Dios, mi
relación con Dios será falsa, estará falseada, porque se centrará en tonterías,
en cuestiones periféricas (Garizim o Jerusalén), en vez de centrarse en mi

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corazón: un corazón que está herido, que está humillado; un corazón al que
sólo el Corazón de Dios, que es el Corazón de Jesús, puede sanar y colmar.
El Señor promete a la samaritana que dentro de ella surgirá un
manantial de agua “que salta hasta la vida eterna”. Se trata del agua viva del
Espíritu Santo, que brotará del corazón de Cristo atravesado en la cruz por la
lanza del soldado: la sangre y el agua que brotarán de él, son el bautismo y la
eucaristía por los que recibimos el don del Espíritu Santo.
Me ha dicho todo lo que he hecho. ¿Será éste el Mesías? No se trata del
hecho material de que Jesús conozca lo que esa mujer ha vivido, sino del
hecho de que ella se siente comprendida por este hombre, entendida “desde
dentro” por él. Se trata de que Jesús conoce, no sólo lo que ha hecho, sino su
corazón y, por lo tanto, la dinámica interior de toda su vida. Y esto es lo que
sorprende a la samaritana y lo que le hace aparecer a sus ojos como verosímil
el que Jesús sea el Mesías. Pues nadie como Jesús entiende nuestro corazón
y por lo tanto comprende nuestra vida “desde dentro”.
El corazón, en efecto, es el centro de la persona, es el lugar donde se
anudan en nosotros todas las dimensiones de nuestro ser: la inteligencia, la
voluntad, la afectividad. El corazón es siempre la clave que explica nuestro
obrar. Pero esa clave es “un nudo” y por eso es tan difícil de conocer: El
corazón es lo más retorcido; no tiene arreglo: ¿Quién lo conoce? (Jr 17,9). La
gente ve nuestras obras, pero no ve nuestro corazón. Sólo Dios ve el corazón:
La mirada de Dios no es como la mirada del hombre, pues el hombre mira las
apariencias, pero el Señor mira el corazón (1S 16,7). Aquel hombre, Jesús,
veía el corazón de aquella mujer y por eso entendía su manera de obrar, y por
eso la comprendía sin juzgarla y era capaz de suscitar en ella la esperanza.
Cuando los samaritanos dicen “él es, en verdad, el Salvador del mundo” están
precisamente diciendo esto: por fin hay Alguien que nos entiende, y que en vez
de juzgarnos y condenarnos, suscita en nosotros la esperanza de una vida
nueva, de un nuevo corazón con el que poder vivir de otra manera, en
conformidad perfecta con la voluntad de Dios.
Jesús viene también hoy a cada uno de nosotros y nos encuentra junto
al pozo, es decir, junto a los deseos de nuestro corazón. Él conoce bien todos
nuestros fracasos y nuestras incapacidades, y viene a ofrecernos su amistad,
su amor, y el don del agua viva que es su Espíritu Santo. Basta que nosotros

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reconozcamos la verdad de nuestra vida y se la entreguemos a Él. El
sacramento de la confesión es una manera privilegiada de hacerlo.

Así vive Jesús, como lo revela Él mismo en el coloquio con los


discípulos: “mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a
término su obra”. Jesús no existe para sí mismo, para realizar un proyecto
suyo, diseñado por él, sino para realizar el proyecto de Otro, del Padre del
cielo, al que Él se entrega en cuerpo y alma. Por eso nos enseñó a rezar
pidiendo “que tu Nombre sea santificado, que venga tu Reino, que se haga tu
Voluntad”. La manera de orar de Jesús expresa este profundo convencimiento:
“para que yo sea, tienes que ser Tú (Padre del cielo)”; si Tú eres, yo soy
(porque todo mi ser es puro don tuyo). No hay en Él el más mínimo rastro de
disputa, o de “negociación” con el Padre, sino una entrega incondicional y
confiada a Él.

Rvdo. Fernando Colomer Ferrándiz

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