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Aníbal Romero
(2006)
Este año se cumplen treinta desde la publicación inicial del libro de Carlos Rangel,
Del buen salvaje al buen revolucionario. Releyéndole, me impacta la frescura de sus
ideas, y compruebo las razones de su prolongada vigencia. Con admirable lucidez
Rangel sometió a cirugía los mitos que tranquilizan las conciencias latinoamericanas.
Si asumimos que tales mitos son espacios sicológicos que ofrecen refugio para
orientarnos en la vida, es comprensible que la implacable crítica de Rangel haya
horadado una cultura política complaciente y extraviada en sus espejismos. Como
afirmó en el libro, los latinoamericanos "nos mentimos a nosotros mismos, y
aceptamos además fácilmente cualquier mentira ajena que nos alivie de nuestra
humillación". Al destruir los mitos, Rangel sacudió los espíritus.
Lo que más llama la atención cuando se regresa a este valiente libro es lo poco
que hemos aprendido. Rangel asevera, por ejemplo, que "la ambición secreta que
vive en el corazón de cada latinoamericano" consiste en "desafiar a los Estados
Unidos, romper con los Estados Unidos, como desquite no sólo por los atropellos y
las humillaciones particulares y concretos sufridos por los latinoamericanos colectiva
e individualmente a manos de los yanquis, sino sobre todo por la humillación y el
escándalo generales que significan el éxito norteamericano y el fracaso
latinoamericano". Al momento de escribir esas líneas Rangel tenía en mente a Fidel
Castro. Uno se pregunta: ¿Qué hubiese pensado de haber contemplado, tres
décadas más tarde, a Hugo Chávez y sus delirios mesiánicos, exhibidos sin pudor
alrededor del mundo?
Rangel fue claro al señalar que "el imperialismo norteamericano en América
Latina no es, desde luego, ningún mito. Sólo que es una consecuencia y no una
causa del poder norteamericano y de nuestra debilidad. Hasta el despojo más inicuo,
por reprobable que sea, no excusa de buscar una explicación racional para la fuerza
del ladrón y la debilidad de la víctima". En buena medida su libro es un intento de
explicar ese abismo, y aunque su extenso ensayo no elabora propuestas explícitas,
queda implícita la convicción por parte del autor de que sólo abandonando esos
mitos, reconfortantes pero falsos, asumiendo nuestras responsabilidades, y
superando el complejo de inferioridad que se escuda tras las fantasías del buen
salvaje y el buen revolucionario, seremos capaces los latinoamericanos de construir
naciones prósperas y estables, y una relación madura y mutuamente beneficiosa con
Estados Unidos.
¿Es esa meta factible? Quizás, pero los síntomas negativos son múltiples. A pesar
del descrédito del socialismo a nivel planetario, todavía se reivindican en nuestro
medio las fórmulas del fracaso, y algunos hasta sostienen que el socialismo es
"humanista". El antiyanquismo sigue siendo la moneda corriente entre buena parte
de la intelectualidad latinoamericana, cuya visión del mundo continúa ubicada a la
izquierda, y es tan profundo ese sentimiento que personas presuntamente
ponderadas terminan convertidas —a la manera de Chávez— en apologistas de
Noam Chomsky (el mismo que en su momento apoyó las matanzas de Pol Pot en
Camboya, y hoy respalda a Kim Jong-Il). El Ché Guevara, cruel símbolo de una
inmensa decepción, aún enciende las emociones de muchos en nuestras tierras. La
Presidenta chilena, confundida por los mitos, duda sobre su voto en la ONU por
temor a ser vista junto a Washington. Cuba permanece asfixiada de totalitarismo, y
los Jefes de Estado de Brasil, Argentina, Bolivia y Venezuela enarbolan la retórica
del buen salvaje mezclándola con la del buen revolucionario.