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22/1/2003
Robert Higgs
Desde la desaparición del ala Taft del Partido Republicano en los albores de 1950, los
conservadores de EE.UU., con pocas excepciones han creído y actuado en base a la creencia
de que podemos tener libre empresa y un estado de guerra al mismo tiempo. Se han
equivocado.
Este desorden económico no ha sido el peor aspecto de la operatoria del negocio de los
contratistas militares. Mucho más maligno ha sido el papel que estas firmas semi-
socializadas han jugado como poderosos conocedores en la elaboración de la política
estratégica y externa, ejerciendo constantemente fuertes presiones, directas e indirectas,
para mantener la postura imperial de los Estados Unidos en el mundo, para continuar el
veloz tranco de la carrera armamentística, y para incrementar el ya enorme volumen del
presupuesto de defensa. Trabajar para la paz, por no hablar de la libre empresa, nunca ha
sido su profesión, como puede atestiguarlo fácilmente cualquier persona que haya asistido a
sus conferencias de la asociación de comercio o leído sus anuncios en las revistas de la
industria de la defensa.
De haber tenido los conservadores de la posguerra alguna idea sobre lo que fue la
participación de los EE.UU. en las dos guerras mundiales se habrían dado cuenta enseguida
de la futilidad de intentar combinar a la libre empresa con la preparación para la guerra o su
incursión en ella.
En la Primer Guerra Mundial, el gobierno impuso una variedad de controles sin precedentes
sobre las empresas. Nacionalizó por completo las empresas en las industrias del ferrocarril,
el teléfono, y el telégrafo y, para todos los propósitos prácticos, también aquellas
involucradas en la industria de los fletes oceánicos. Fijó los precios de las materias primas
industriales, intervino extensamente en las relaciones entre los trabajadores y la conducción
gerencial, y promovió la sindicalización y la negociación colectiva. Subió los impuestos sobre
la rentas corporativas para disminuir su crecimiento y agregó un enorme impuesto a los
beneficios excesivos de las empresas. El resultado neto de todo lo establecido por el
gobierno-impuestos, toma de posesión, e intromisión versátil-se hizo conocido entre los
contemporáneos como “socialismo de guerra”.
Pese a que el gobierno aflojó su opresión sobre la empresa privada después de que la guerra
finalizara, las relaciones gobierno-empresas nunca volvieron a su estado de la preguerra.
Cuando el Congreso devolvió las compañías ferroviarias a sus dueños privados en 1920, por
ejemplo, lo hizo con tantas ataduras que de allí en adelante la gran industria del ferrocarril
de los EE.UU. se convirtió en poco más que en un cuasi servicio público. Las imposiciones
fiscales corporativas fueron disminuidas, pero nunca a sus niveles de preguerra.
Los legados ideológicos de la guerra aplicaron presiones aún más perniciosas sobre el
sistema de libre empresa. Los administradores económicos del gobierno, liderados por el
presidente de la Junta de las Industrias de Guerra, Bernard Baruch, emergieron de su
servicio del tiempo de guerra convencidos (contra el grueso de la evidencia) de que podrían,
y deberían, gobernar sobre la economía incluso en tiempos de paz. Como un historiador
escribió, ellos “meditaron con una especie de desprecio intelectual sobre la enorme confusión
de la industria en tiempos de paz”. Como el propio Baruch lo expresara, “Nuestra experiencia
nos enseñó que la dirección de la economía por parte del gobierno no precisa ser ineficiente
o no democrática, y nos sugirió que en épocas de peligro la misma era imprescindible”.
Imbuidos de este falso orgullo, los ex-planificadores centrales de los tiempos de guerra,
liderados durante los años 20 por el enérgico Secretario de Comercio Herbert Hoover,
intentaron “racionalizar” las prácticas industriales fomentando la estandardización de los
productos, la formación de asociaciones comerciales, y una más íntima “cooperación
empresas-gobierno”. Esta actividad cuasi-cartelizada ayudó a suprimir la competencia en el
mercado normal y ablandó a los hombres de negocios para una posterior aceptación de la
semi-fascista Ley de Recuperación de la Industria Nacional de 1933—la completa realización
de las ambiciones de la pandilla de Baruch y, con respecto a la recuperación ante la Gran
Depresión, poco menos que un desastre.
Durante la Segunda Guerra Mundial, el gobierno fue aún incluso más lejos en su intento por
imponer su voluntad sobre la libre empresa. Los planificadores centrales de los tiempos de
guerra implementaron amplios controles de salarios y precios, manipularon las tasas de
interés, racionaron el crédito, y pusieron topes a los alquileres. La Junta de Producción de la
Guerra asignó todas las materias primas escasas. Estableció qué industrias podían funcionar
y cuáles no—la gran industria civil del automóvil, por ejemplo, fue cerrada totalmente
durante más de tres años. Los impuestos sobre la renta corporativa eran altísimos y,
nuevamente gigantescos impuestos a los beneficios excesivos le añadieron un insulto al
daño. Las fuerzas armadas dominaron la asignación de recursos económicos tan
integralmente durante la guerra, que el volumen de capital en manos privadas se contrajo
porque, a excepción de las industrias de las municiones, los propietarios no podían obtener
fondos suficientes para invertir, ni materiales de repuesto para compensar el deterioro y
desgaste normales.
Una vez más, como lo hizo después de la Primera Guerra Mundial, el gobierno abandonó el
grueso (no todo) de sus controles empresariales de los tiempos de guerra cuando la misma
terminó. Las tasas impositivas sobre las rentas corporativas fueron reducidas de sus niveles
del tiempo de guerra, pese a lo cual a posteriori permanecieron en niveles
extraordinariamente altos durante décadas. El entremetimiento del gobierno en los asuntos
económicos internacionales, el cual había alcanzado masivas proporciones durante la guerra,
persistió bajo la forma de “ayuda externa”, un programa en gran medida de subsidios a las
empresas disfrazados, que comprometía a las firmas participantes con sus benefactores del
gobierno y dejaba a la gran mayoría de las firmas compartiendo sus costos pero sin recibir
ninguno de sus subsidios.
Para los conservadores que ahora demandan apoyar tanto a la libre empresa como a una
guerra de conquista de EE.UU. contra Irak, la lección debe ser clara: no pueden al mismo
tiempo fomentar la libre empresa y apoyar la guerra—el mayor de todos los
emprendimientos socialistas –.