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¿Por qué llenó Dios el mundo de sus propios hijos, si sabía que iba a
destruirlos con el diluvio? ¿Y por qué me dice este mismo Dios cómo debo
criar a mis hijos cuándo él ahogó los suyos?
¿Cómo pudo ser que el Creador del cielo y de la tierra (así pensamos
los creyentes), que con tanto cuidado dispuso las condiciones
necesarias para que la vida se abriera camino (la de los seres
humanos, animales y vegetales), estuviese detrás de la aniquilación
casi masiva de los seres vivientes, así como de la devastación que
ahora se produce con cada terremoto que de ese suceso proviene, o
del agresivo cambio climático consiguiente? Aquél que, según Jesús
dijo de forma hiperbólica, nos quiere tanto a todos que tiene contados
cada uno de nuestros cabellos, ¿cómo pudo ser capaz de arrasar de
aquella forma la casi totalidad de su creación?
El relato del Génesis explica lo que ocurrió al final. Pero esta visión de
la mayor catástrofe que nuestro planeta haya sufrido (al menos hasta
ahora) se sujeta mejor al Dios de amor que Jesús nos propone,
siempre preocupado por sus criaturas y continuamente dispuesto a
advertirles de los peligros que conlleva su locura depredadora. Un
Dios que no destruye, sino que anuncia la destrucción que están
gestando los seres humanos, para que puedan tener la oportunidad
de salvarse de sus consecuencias. Pero un Dios, al fin, al que el don
sagrado de la libertad que ha otorgado a los hombres no le permite
cogerlos por la pechera y meterlos en un arca, en contra de su
voluntad.