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PERIODISTAS Y DECISIONES MORALES

Por JESÚS URBINA SERJANT

Cada día, los periodistas y los medios de información tomamos


decisiones que constituyen serios desafíos morales. La elección de un título,
el balance entre dos versiones contradictorias de una noticia, la reserva de
identidad de una fuente controversial, el tratamiento informativo de
personajes afectos a quien comunica. En todos estos casos hay una constante:
el delicado equilibrio entre lo deontológicamente aceptable y lo que conviene
a los intereses particulares de la dupla periodista/empresa informativa.
Sin querer pontificar sobre una inmaculada moralidad mediática y
profesional, es preciso advertir que el reto mayor de la función informativa
contemporánea se deriva de sus múltiples implicaciones éticas. Es fácil
convencerse de esto si se considera la tensión que produce el rechazo a la
regulación estatal de la prensa y de la labor periodística. Cuando se contesta
sonoramente con un firme “no” a las tentativas de control legal por parte de
los poderes públicos, hay que estar listos para proponer alguna alternativa de
ponderación de las conductas de periodistas y medios, con frecuencia
acusados, como somos, de graves excesos y de cultivar cierta impunidad
comunicacional.
No resulta nada cómodo responder a los llamados a nuestra
responsabilidad, porque el arreglo de la acción informativa según criterios de
justicia y de íntegra honestidad le agrega un esfuerzo inusitado a las
exigencias del deber de informar.
Hace bastante tiempo, sin embargo, que inventamos los mecanismos de
la autorregulación. Supimos rodearnos de códigos de honor, tribunales
disciplinarios y comités de Ética. Pero el momento clave sigue siendo un
asunto en extremo solitario y absolutamente individual: la escogencia entre
el beneficio propio y la lealtad a nuestros compromisos morales.

Responsabilidad y autocontrol

En algunos de sus textos más conocidos sobre la Ética de la


información, el catedrático español Hugo Aznar1 se pregunta por la
titularidad de la regulación sobre el desempeño de medios y periodistas. La
interrogante ha surgido, incluso mucho antes que Aznar, a propósito de la
misión fiscalizadora que los informadores pretendemos cumplir, en nombre
de la sociedad entera, frente a los ejercicios políticos del Estado.
Parece válida la duda pues nada debería justificar que un solo sector de
la ciudadanía, por más legítimo que sea su interés, obtenga una patente de
corso para escudriñar en la vida y milagros de los demás sujetos, sin que
nadie pueda cuestionar la intencionalidad que le guía.
En un excelente artículo acerca de la dimensión ética del periodismo
actual, el colega boliviano José Luis Exeni2 apunta que si bien la regulación
de la actividad informativa es un riesgo caro para la prensa y la comunidad
misma, no regularla puede convertirse en un peligro —una similar amenaza,
agregamos nosotros.
Los periodistas y las empresas de noticias reclaman libertad para
informarse y luego informar al público. Esta premisa es de indiscutible
legitimidad. Pero también es odiosa, vista desde un ángulo estrictamente
ético, si no está cruzada por su valor gemelo en la deontología periodística y
mediática: la responsabilidad. Es éste último el que le da su principal virtud
a la libertad de información. Sin responsabilidad, el deber de informar se
convierte en una suerte de dictablanda incontestable y, a la larga, conduce al
peor de los destinos que puede esperar al periodismo y a la prensa libre: la
censura, única defensa posible de los enemigos de la libertad.
Está claro que al focalizar el desideratum del comportamiento
profesional de los periodistas y de las acciones de la prensa en el tema de la
responsabilidad, estamos proponiendo sin ambigüedades la vía del
autocontrol. Pero no exactamente como hasta ahora, según creemos, esto se
ha planteado. Es decir, poco vale que recojamos nuevamente la iniciativa
gremialista o corporativa como punto de arranque de la reflexión ética.
Ese plano grupalista en el que durante medio siglo se ha gestado la
búsqueda de soluciones normativas a los problemas morales de la prensa,
puede estar en proceso de agotamiento. Y no porque haya sido inútil; no nos
contamos nosotros entre los detractores de los códigos de conducta y las
otras figuras institucionales de la autorregulación.
Lo que sí criticamos es que el modelo deontológico convencional apela
básicamente a la potencia correctiva del gremio o de la asociación, como si
las faltas de un solo miembro del cuerpo las tuvieran que asumir sin
resistencia los demás. Eso no es muy realista.
Todos los meses tenemos noticias de nuevos códigos deontológicos,
nombramientos de defensores del público en medios impresos o
radioeléctricos, dictámenes ejemplarizantes de consejos de prensa y
publicaciones de novedosos estatutos de Redacción. Junto con ello y en
contraste, también recibimos mensajes claros de las audiencias que en todas
partes muestran preocupación por los abusos de muchos periodistas y no
pocos medios. Éste el penoso trabajo que suelen hacer los colegas de la
organización no gubernamental FAIR (Fairness & Accuracy In Reporting,
Equidad y Exactitud en el Reporterismo). En estos días, por cierto, ellos se
han dedicado a evaluar el patético espectáculo de los medios estadounidenses
ante la ejecución del terrorista Timothy McVeigh, responsable del bombazo
de Oklahoma City que mató a 168 personas en 1995.
El periodista Exeni, antes citado, se atreve a optar por una Ética de las
responsabilidades frente a la tradicional Ética de principios. Esto significa
que la práctica informativa ha de ser vista principalmente a través del prisma
de los compromisos deontológicos, más que desde una óptica basada en la
formalización teórica de postulados universales y estáticos. Hace mucho que
no se oye decir que la deontología es, en esencia, el sentido común aplicado
a un quehacer compartido. Hace mucho, ciertamente, la Ética dejó de ser un
apéndice de la Filosofía.
La independencia epistemológica de la Ética es algo que ya no se
discute, pero la naturaleza del juicio moral llano sigue siendo penetrada por
argumentaciones cuasi religiosas. Frecuentemente, esa interferencia
despersonaliza la asimilación de las normas de conducta y complica en alto
grado el entendimiento de la razón que subyace en los deberes profesionales.
La deontología informativa tiene que escapar de la trampa que, sin querer, le
ha tendido la Filosofía de la Moral. Una cosa es la acción virtuosa del
periodista o el justo proceder de la empresa noticiosa —además de sus
respectivas antítesis—; otra, la investigación profunda y desinteresada de
toda actividad relacionada con la función de informar. Aquél es el terreno
arado de la deontología; este último, el campo fértil de la Ética.
La introspección personal es el camino más largo, aunque
probablemente el único eficaz en la tarea de construir lo que Luka Brajnovic3
llamó “criterio ético” como estadio superior de la conciencia moral del
periodista. Está bien todo aquello de la invocación de las obligaciones
gremiales o corporativas asociadas al deber de informar, pero lo primero y
fundamental es que exista un convencimiento íntimo en cada profesional. El
compromiso es individual, el juramento es público. La base del edificio
moral del periodismo hunde sus pilotes en el sentido personal del deber,
reforzado, eso sí, por las instituciones gremiales que vigilan, en favor de la
profesión, el cumplimiento de las normas deontológicas.
Ésta es la escala apropiada hacia la responsabilidad efectiva. Perseguir
el mismo fin desde la trinchera de los formalismos, nos va a dejar sin
respuestas creíbles ante las demandas de honestidad e integridad que
expresan los ciudadanos.
En tiempos como éstos, cuando la prensa venezolana comienza a temer
que el gobierno de la Quinta República ceda a la tentación de la censura, nos
parece un mejor método —y en todo caso, más propio del talante libertario
original de la prensa y el periodismo— para defender la libertad de
información, el fortalecimiento de la proyección pública de los medios y los
periodistas con la revisión autocrítica y franca de su conducta.

Retos a la Ética informativa

El desafío primordial que encaran los periodistas y los medios


informativos, en el contexto de su responsabilidad social, se concentra en la
superación de un abultado conjunto de vicios.
La tarea es ardua, porque las faltas son numerosas y empiezan a lucir
patológicas. Pongamos en primer término el problema de los conflictos de
intereses. Ya es cosa común que sepamos de colegas, e incluso de empresas
periodísticas, que fácilmente sacrifican el postulado de la veracidad para no
comprometer prebendas particulares y las de sus allegados. El compadrazgo
y el clientelismo son los antivalores que pudieran desplazar, con descaro
pasmoso, a la honestidad y el equilibrio.
Cada vez es más frecuente, por otro lado, el ejercicio simultáneo del
periodismo diario y las asesorías de prensa para potenciales —o asiduas—
fuentes informativas. Quienes así obran y las empresas alcahuetas marcan
distancia del noble principio de la independencia profesional, apoyado en la
incompatibilidad de la práctica periodística con los servicios paralelos de
publicidad y relaciones públicas en cabeza de un mismo individuo.
Se resiente de igual modo el precepto del respeto a la dignidad humana
cuando medios y reporteros extienden un trato denigrante, violento o
indiferente a los derechos fundamentales de las personas que
eventualmente protagonizan hechos criminales o situaciones infortunadas.
El frágil balance entre lo público y lo privado —ámbito de derechos
protegidos por la ley— es desajustado en las arbitrarias invasiones a la
intimidad de los ciudadanos por parte de medios amarillistas y periodistas
amantes del escándalo.
A cualquier precio se busca y se obtiene una noticia, una “exclusiva”,
sin importar qué tan mal parado resulte el honor profesional de algunos
periodistas y la seriedad de ciertos medios. El periodismo, en oposición a la
política, es un arte en el que el fin nunca justifica los medios. Por ello es que
no se puede menos que abominar de recursos como el engaño, el empleo de
información privilegiada, el soborno, el acoso a la fuente, el
encubrimiento de la identidad del periodista y el uso de instrumentos para la
captura ilegal de información (cámaras y micrófonos ocultos, webcams
furtivas y otros pertrechos).
El principio de la presunción de inocencia es la primera víctima de los
excesos del llamado periodismo de denuncia. Periodistas que se
autoimponen de las funciones de policías, alguaciles y carceleros, atropellan
los beneficios procesales de los individuos sometidos a juicio e incluso se
arrogan la potestad de declarar culpabilidad y dictar sentencia.
La tentación amarillista es incontenible a la hora de cubrir tragedias
accidentales, catástrofes naturales o simples espectáculos de la miseria
social. Las personas involucradas se convierten en objetos sin derechos ni
dolientes para una jauría creciente de periodistas y medios con ávida pasión
por el morbo.
El discurso de la violencia, o el culto de ésta, se ha apoderado de la
función informativa. Los noticieros nacionales y locales de televisión abren
sus emisiones con hechos de ralea policial, mientras los portavoces
alternativos y las noticias que recogen acontecimientos edificantes son
discriminados, desplazados.

Libertad autocrítica

Hace poco se conmemoró una década de la Declaración de Windhoek,


manifiesto que sirvió a la Unesco para instituir el 3 de mayo como Día
Mundial de la Libertad de Prensa. Sigamos celebrando esa novísima
efemérides con ganas de mostrarle al planeta el sacrificio que muchos
periodistas hacen en nombre del derecho a la información. Pero guardemos
un momento, al menos, para pensar también en las bajas que los
informadores causamos entre quienes, por cierto, ni siquiera son nuestros
adversarios declarados: el testigo tantas veces acosado, el funcionario
señalado injustamente, el público irrespetado en sus derechos más
sustantivos.
Nos duele mucho la lista larga y trágica de periodistas asesinados o
ilegalmente encarcelados, y de medios de comunicación censurados,
clausurados o hasta dinamitados. ¿Y qué tal si sumamos, por puro ejercicio
autocrítico nada más, las víctimas de las noticias “montadas”, los presos
inocentes que ayudamos a mantener entre rejas por acción u omisión, las
reputaciones acribilladas por columnistas vengativos, las verdades inmoladas
a costa de la autocensura, los abusos mediáticos cometidos por órdenes del
rating? Se adivina una lista mucho más dramática que las estadísticas
publicadas cada 3 de mayo por Reporteros sin Fronteras y las oficinas de
comunicación de la Unesco.
El parte de guerra no resulta negativo sólo para la libertad de
infomación. Obviar esta verdad nos pondría irónicamente en el lugar que
ocupan esos a quienes tanto combatimos por sus mentiras y su hipocresía.

………………..
REFERENCIAS
1 AZNAR, Hugo. Comunicación responsable. Deontología y autorregulación de los medios.
Editorial Ariel. Barcelona (España), 1999. Y en Cuadernos Electrónicos de Filosofía del
Derecho (http://www.uv.es/~afd/CEFD/1/Aznar.html), La autorregulación de la
comunicación: entre el Estado y el mercado.

2 2EXENI, José Luis. Apuntes sobre autorregulación del Periodismo. En www.saladeprensa.org

3 BRAJNOVIC, Luka. Deontología periodística. Pamplona, 1978.

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