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Desde el punto de vista salvífico, la Entrada en Jerusalén marca el último hito decisivo
del viaje de Jesús de Galilea a Jerusalén, especialmente de la última etapa desde Jericó, para la
celebración de la Pascua.
En el calendario festivo de Israel (cf. Lev. 23), tres veces al año ordenaba la Torah que
los varones guardaran las fiestas del Señor en Jerusalén. En Dt. 16, 16 se lee: “todos los varones
deberán presentarse tres veces al año ante el Señor, tu Dios, en el lugar elegido por Él: en la
fiesta de los panes sin levadura (Pascua), en la fiesta de las semanas (Shavuot o Pentecostés) y
en la fiesta de los tabernáculos (Sukot)”.
Sabemos, por los evangelios, que Jesús era un judío celoso cumplidor de la Ley. Seguía
en ello la enseñanza y el ejemplo de sus padres, pues nos transmite el evangelio de San Lucas
(2, 41-42), que al cumplir los doce años, la mayoría de edad, lo llevaron con ellos a Jerusalén
para la celebración de la Pascua, la fiesta principal del calendario judío.
Igualmente, por ejemplo, el evangelio de San Juan nos refiere que celebró en Jerusalén,
durante su vida pública, otra fiesta de Pascua al comienzo de su vida pública (2, 13-23), en la
que incluye este evangelista la expulsión de los mercaderes del Templo, y la Fiesta de los
Tabernáculos (7, 2. 37-38).
Jesús, el último año de su vida, decide celebrar la Pascua en Jerusalén. Al llegar a ella,
establece su cuartel general en Betania, localidad a la que Jesús solía retirarse, en la pendiente
sudeste del Monte de los Olivos, lugar, por otra parte en la que los galileos peregrinos solían
acampar para esta fiesta, hospedándose en el domicilio de los hermanos Lázaro, Marta y María.
Hoy es conocida por El-Azariyeh, por asociación con Lázaro.
Jesús, acompañado de los Apóstoles, al día siguiente de la unción en Betania (Mc. 14, 3
ss.), que fue seis días antes de la Pascua, según nos refiere San Juan, saldría muy de mañana de
allí, dejando en la casa a su Madre con las demás mujeres bajo la custodia de Lázaro, montando
en el asno en el cruce de Betfagé.
Resta decir algo del secreto mesiánico. Siguiendo con Mateo, en su exposición del
misterio del Reino de los Cielos, ésta se abre con una sección narrativa, articulada en torno a los
milagros, que manifiestan el poder de Jesús y su fuerza liberadora, ante la confabulación de los
fariseos para eliminarle (12, 14), y puesto que no había llegado su “hora”, se retiró y mandó a la
gente que “no le descubriesen” (12, 14-16).
Además, según Bauer, la causa de tal determinación “hay que buscarla en que Jesús no
quería dar a la masa la ocasión de ligar a su persona a falsas expectativas mesiánicas. Porque
sus compatriotas los judíos se imaginaban al Mesías conforme a las ideas de su tiempo, que
estaban totalmente llenas de expectación mesiánica, como rey terreno, como libertador del
yugo de la dominación extranjera [romana] y como autor de una prosperidad material”
Sin embargo, paso a paso, podemos constatar, en una lenta progresión, la revelación de
su identidad. Pedro exclamó: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente” (16, 16), aun sin
saber plenamente el significado de su confesión de fe, que en los Evangelios Sinópticos es la
piedra angular del reconocimiento de su mesianismo.
Ahora, una gran multitud le saluda como Hijo de David al entrar en Jerusalén. Mejor
dicho, como señala Hendriksen, del relato de los evangelistas se deduce que se encuentran dos
multitudes: una que lo venía siguiendo desde Jericó, testigo de la resurrección de Lázaro, y otra
de Jerusalén, que ya se había preguntado si Jesús vendría a la fiesta y que oía que llegaba.
La muchedumbre podía pasar por una reunión de caravanas de las que entonces estaban
subiendo a la fiesta pascual, y a la que salían gozosos a recibir otros peregrinos, ya de antes
llegados, sus compaisanos o amigos; esto justifica la falta de intervención de la autoridad
romana.
Que la entrada en Jerusalén finalice en una visita al Templo era algo normal para Jesús
y sus compañeros galileos peregrinos en Jerusalén. Sin embargo, en contraste con Mt. 21, 12 y
Lc. 19, 45, Marcos presenta un interludio nocturno entre la entrada de Jesús y la purificación del
Templo.
Pero aunque la iniciativa de Jesús para disponer su entrada mesiánica, así como la
purificación del Templo (Mc. 11, 15-18) y la parábola dirigida a sus adversarios (Mc. 12, 1-12),
son todo lo contrario de su acostumbrada cautela en cuanto a demostraciones mesiánicas, su
autorrevelación como Mesías sigue manteniendo el mismo tono parabólico que anteriormente,
que tendrá que ser “releído”, como señala San Juan, a la luz del misterio pascual (12, 16).
Por eso la tradición litúrgica, recogiendo la unión indisoluble del misterio de la sagrada
entrada en Jerusalén con la pasión, en la que se consuma el mesianismo de Jesús que aquí es
proclamado abiertamente, une la celebración de la sagrada entrada y la conmemoración de la
pasión en la eucaristía del Domingo de Ramos. Se señala la llegada de la “hora” de Jesús que se
consumará en otro monte: el Calvario.
Así lo señala el Papa Juan Pablo II Wojtyla en su homilía para dicha festividad del ocho
de abril de 2001: “¡Hosanna!, ¡crucifícale!. Con estas dos palabras, gritadas probablemente
por la misma multitud a pocos días de distancia, se podría resumir el significado de los dos
acontecimientos que recordamos en esta liturgia dominical.
Escrutando la voluntad del Padre, comprendió que había llegado la „hora‟, y la aceptó
con la obediencia libre del Hijo y con infinito amor a los hombres: „Sabiendo que había llegado
su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el
mundo, los amó hasta el extremo‟ (Jn. 13, 1).
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