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LIBERALISMO Y COMUNITARISMO:
¿UN FALSO DEBATE?
Miguel González Madrid *
INTRODUCCIÓN
Hacer referencia al liberalismo hoy en día resulta una tarea con muchos sentidos
e implicaciones. Esto sugiere que a veces es mejor hablar de las diversas
corrientes liberales y de sus propios puntos de divergencia, más que de una
tendencia universalista liberal totalmente coherente que hoy parece dominar al
mundo. En el último medio siglo, específicamente, el liberalismo ha llegado a
ser, ciertamente, «un campo de ideas y posiciones sumamente diversificado»
(Merquior, 1993: 19).
Sin duda, la fortaleza y la debilidad que la burguesía mostró en cada
periodo a lo largo de su trayectoria histórica como clase social ascendente y
dominante, pueden ser tomadas como una muestra de las tensiones que anidan
en el pensamiento liberal: su fortaleza ante el poder político absoluto siempre
fue un buen pretexto para destacar las ventajas del individualismo, pero su
debilidad ante sus propias creaciones siempre fue una circunstancia para
reclamar la protección común del individuo, así como para denunciar y atacar la
amenaza de ideas colectivistas que más bien tendían a vaciar la individualidad
que a protegerla. El liberalismo apareció así estigmatizado como un tipo de
reduccionismo individualista, a pesar del reconocimiento de la pluralidad de
voluntades individuales, al mismo tiempo que delimitado por la imperiosa
necesidad de la asociación de éstas en una comunidad política, precisamente
para evitar la autodestrucción individual.
*
Profesor e investigador de la Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Iztapalapa.
corriente política contribuyó a la destrucción de los viejos órdenes de sociedad y
facilitó el ascenso de la incipiente burguesía al poder, durante los siglos XVII a
XVIII. Concretamente, se opuso primero abiertamente al sistema de privilegios,
lealtades y señoríos que fragmentaban, aislaban y constreñían la vida de las
2 personas, y luego emprendió una larga lucha por instaurar su propio modelo de
poder político.
Por ejemplo, en Inglaterra, la incipiente burguesía apoyó al principio la
centralización del poder en manos del rey como una estrategia orientada a
unificar la naciente estructura social y política, al mismo tiempo que a contener
la intromisión gubernamental en su vida «privada» mercantil; pero la
instrumentalidad de ese apoyo le permitió obtener concesiones que la
fortalecieron y prepararon para destruir las instituciones residuales
aristocráticas y la institución transitoria de la monarquía absoluta, puesto que
no eran compatibles con su lógica libertaria e individualista.
En el último tercio del siglo XVII habría de triunfar la revolución inglesa
creadora de instituciones representativas y protectoras de la libertad y la
propiedad individuales, con el doble sustento de una racionalidad jurídica civil y
mercantil y del uso directo de la violencia (cfr. Tigar y Levy, 1978: 213-251). El
status y la posición aristocrática, cedieron paso, por ejemplo, al poder del dinero
y al contrato; el derecho divino y el derecho natural fueron reemplazados por el
derecho positivo; y el poder del industrial, del banquero y del comerciante
sustituyeron al poder del terrateniente, del eclesiástico y del guerrero feudal
(Laski, 1994: 11).
Vendrían posteriormente los intentos de autojustificación de esas
instituciones como de la propia esfera mercantil en expansión, con Hume,
Smith, Ferguson, Hobbes y Locke a la cabeza. De modo que, como dice José
Guilherme Merquior, «en el siglo transcurrido entre la Revolución gloriosa y la
gran Revolución francesa de 1789-1799 [,] el liberalismo −o, más precisamente,
el protoliberalismo− se asoció constantemente con el "sistema inglés" −es decir,
con una policidad (polity) basada en un poder regio limitado y un grado
considerable de libertad civil y religiosa» (Merquior, 1993: 16). La figura del
ciudadano, sin embargo, no estaba colocada todavía en el centro del modelo
político liberal, y menos el reconocimiento de una ciudadanía amplia o extensa,
como sería el caso en las postrimerías del siglo XX. El mismo Hobbes, en su
Leviatán, no habla del ciudadano moderno, sino del «súbdito»: un tipo de
«ciudadano» sometido al poder común (monárquico) mediante un sistema de
derechos y obligaciones referido indefectiblemente a la protección de la vida y
los bienes de los individuos (burgueses), es decir, un ciudadano cuya riqueza
material es determinada como base necesaria de su condición política.
El Estado es, en esas circunstancias, la representación y la forma de
integración de los propietarios burgueses en un territorio determinado y
unificado por la lógica del mercado (cfr. al respecto el punto de vista de Mialle,
1985). Hobbes es quien describe esa relación funcional de manera paradójica,
pues al insistir en que el Estado existe por un pacto entre los individuos que le
ceden todos sus derechos naturales, menos el derecho a la vida, se vuelve un
poder común superior a la suma de los poderes individuales, pero con la
obligación de proteger y asegurar la vida y los bienes de esos individuos (Sabine,
1991: 345).
Hobbes aparece como un defensor del poder absoluto y se dice que sus
escritos estaban destinados a apoyar a la monarquía absoluta de su tiempo, pero
2 al mismo tiempo se le declara individualista y utilitarista completo (Sabine,
1991: 337 y 345). El Estado aparece, pues, en función del interés individual, a
pesar de su poder soberano. Para otros, sin embargo, Hobbes está lejos de ser un
individualista duro y sí, en cambio, un apologista de la centralización y la unidad
del Estado. En esta segunda perspectiva el Estado es una resultante del pacto
social de voluntades individuales, pero no de voluntades individuales separadas,
sino ligadas por la necesidad de sobrevivir socialmente y vueltas a ligar por un
poder que son ellos mismos en común, pero que a final de cuentas les es extraño
y en apariencia por encima incluso de todas ellas.
En la crítica política de Marx, por ejemplo en El manifiesto del partido
comunista, se describe al Estado como la junta que administra los negocios de la
burguesía. Marx proporciona ahí una imagen instrumental del Estado
precisamente porque la concepción dominante del nuevo orden social es una
concepción instrumental que presenta al Estado como un poder político común
limitado y en función de la propiedad privada y la libertad de concurrencia.
Hasta mediados del siglo XIX el Estado moderno es presentado impúdicamente
como el Estado que consagra los derechos y las libertades de los individuos con
intereses en la tierra y el capital. Hoy en día, sin embargo, tal imagen se ha
corrido hacia un individualismo menos materialista y posesivo, de modo que han
aparecido nuevos derechos de las personas denominados «derechos humanos»
y, en consecuencia, el «Estado de derecho» actual es mucho más complejo.
JUSTIFICACIÓN Y DESIGUALDAD
DESIGUALDAD E INJUSTICIA
FUENTES CONSULTADAS