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Índice

Prólogo a la edición española 9

Prefacio 13

La expresividad del cuerpo

Primera parte: Maneras de tocar


Capítulo 1: Aprehender el lenguaje de la vida 25
Capítulo 2: La expresividad de las palabras 67

Segunda parte: Formas de ver


Capítulo 3: Muscularidad e identidad 119
Capítulo 4: La expresividad de los colores 159

Tercera parte: Estilos de ser


Capítulo 5: Sangre y vida 201
Capítulo 6: El viento y el sujeto 239

Epílogo 277

Notas 279

Noticia bibliográfica 329

Nombres y términos chinos y japoneses 331

Índice analítico 337


Prólogo a la edición española

Hace algún tiempo, los estudios magistrales sobre la historia médica dividían el mundo
en un espacio central de ilustración y en una salvaje periferia de confusiones. Estaban,
por un lado, Europa y Norteamérica, en donde las verdades positivas eran desveladas
con regularidad y, por otro lado, el resto del mundo, enfangado en la ignorancia y en
vanas especulaciones. Por supuesto, la historia de la medicina se concebía ante todo y
sobre todo como la historia de la medicina occidental. La del resto debía ser
mencionada para crear la impresión de una comprensión global y, también, para
exponer los malentendidos disipados por la ciencia de Occidente; pero bastaban para
ello las más escuetas observaciones. Así, la obra Introducción a la historia de la
medicina de Garrison, un imponente tomo de 760 páginas, sólo necesitaba un párrafo
para narrar la historia de la medicina en China. Después de todo, ¿qué se podría decir?
La literatura médica china, declara tajantemente Garrison, «consiste en un gran número
de obras de las que ninguna posee la más mínima relevancia científica»1. Sería inútil,
pues, persistir en fantasías. Los Esbozos de historia de la medicina de Bass ofrecen un
relato algo más extenso para concluir sin embargo que «gran parte de la medicina china
tiene la apariencia de una caricatura o una sátira de la nuestra»2.
Las tendencias de los eruditos favorecen hoy interpretaciones más pluralistas. Los
historiadores y los antropólogos insisten actual-mente en que las ideas ajenas de otras
tradiciones médicas deben ser comprendidas en sus propios términos como perspectivas
alter-nativas, antes que ridiculizadas como torpes fracasos por alcanzar el punto de vista
occidental. El rechazo hueco de la alteridad en tanto que error se nos antoja ahora miope
e insolente.
No obstante, si la alteridad no es necesariamente un error, ¿qué
9

es con exactitud? Si no es en términos de una dicotomía entre ver-dad e ilusión, ¿cómo


debemos interpretar entonces la desconcertante diversidad de perspectivas que se halla
en el interior de la medicina alrededor del mundo? ¿Cómo enfrentarse al hecho de que
pueblos de épocas y espacios diferentes conciban el «mismo» cuerpo humano de
maneras tan sorprendentemente dispares y aparentemente inconmensurables? Desde el
momento mismo en que nos tomamos el pluralismo en serio, la cuestión acerca de la
relación entre puntos de vista incongruentes se convierte en el enigma fundamental de la
historia médica.
Mi aproximación a este enigma se concentra en torno a dos te-mas.
El primero atañe al papel crucial de los estilos perceptivos. Considero que las
admirablemente distintas concepciones del cuerpo que se hallan en la medicina de
China y de Grecia implican algo más que formas diferentes de pensar, que meros
esquemas intelectuales alternativos. También reflejan modos distintos de sentir: los
médicos griegos y chinos aprehendieron y contemplaron el cuerpo de una manera
diferente —y no sólo metafóricamente sino literal-mente—, con sus manos y ojos. Sus
nociones opuestas a propósito del cuerpo están estrechamente entrelazadas con modos
opuestos de tocar y de ver.
El otro tema esencial es la influencia de los estilos de incorporación. La expresividad
del cuerpo argumenta que la historia de los modos en que el cuerpo es teorizado y
aprehendido desde el exterior, en tanto que objeto, se encuentra íntimamente ligada a la
historia de las maneras en que el cuerpo es subjetivamente incorporado des-de el
interior. Las percepciones diferentes del cuerpo deben ser comprendidas en relación con
las experiencias divergentes de la persona. Las concepciones del cuerpo dominantes en
la Grecia y en la China antiguas expresan, en especial, respuestas alternativas al si-
guiente problema: ¿qué es la identidad de una persona en un universo sujeto al incesante
flujo de cambio?
Huelga decir que se requieren muchos más estudios comparativos si se pretende trazar
una nueva geografía de la imaginación médica. Este trabajo representa sólo un modesto
comienzo. Quisiera
10

por ello expresar mi gratitud a Albert Galvany Larrouquere por haber propuesto y
llevado a cabo esta traducción al castellano, una lengua honrada con una vigorosa y
vívida tradición de historiografía médica.
Le estoy especialmente agradecido dado que éste no es un trabajo sencillo de traducir.
La sutil interacción entre lenguaje y sensación define su núcleo mismo. La expresividad
del cuerpo plantea la hipótesis de que los diferentes estilos de percepción y de incorpo-
ración se encuentran estrechamente relacionados con los diferentes modos de hablar y
de escuchar, y que la manera en que la gen-te utiliza las palabras conforma
intensamente el modo en que aprehenden y habitan el cuerpo. Precisamente debido a esa
hipótesis, el libro mismo está compuesto en un estilo evocativo —a menudo difícil de
traducir, sin duda alguna— que pretende nutrir una percepción intuitiva de esos modos
de ser extraños.
El estudio de la vida en otros lugares y en otros tiempos nos ayuda a comprender que
nuestras vidas aquí y ahora son infinitamente más profundas que las superficies a las
que ordinariamente accedemos por una suerte de hábito autocomplaciente. La
comparación de la medicina griega y china nos permite vislumbrar el inesperado
misterio, las posibilidades latentes en las simples realidades mundanas aún sin explotar.
Es mi deseo que, tras leer La expresividad del cuerpo, los lectores nunca vuelvan ya a
sentir el pulso, contemplar los músculos, examinar el rostro, o incluso apreciar el viento
de la misma manera. Este libro es una investigación acerca de las creencias y las
prácticas de pueblos que viven en tierras remotas en una era pretérita; pero, al mismo
tiempo, tal y como se explica en el Epílogo, es ante todo una invitación a «reconsiderar
nuestros propios hábitos de percepción y de sensación, y a imaginar posibilidades
alternativas de ser, de experimentar el mundo de nuevo». Su propósito último es
promover en el lector una conciencia renovada de las profundidades insondables de la
vida.

Shigehisa Kuriyama Kyoto 2004


11

Prefacio

Las versiones de la verdad difieren a veces tan asombrosamente que la idea misma de
verdad se torna sospechosa. El sobrecogedor relato de Akutagawa Ryünosuke a
propósito de este misterio admite dos certezas: una mujer ha sido violada por un
bandido y su es-poso yace en una arboleda, mortalmente apuñalado.
El bandido capturado confiesa que mató al esposo, pero alega que la mujer lo había
incitado a ello. El asesinato no era su intención, pero la mujer habría insistido. Ella no
podía, no hubiera tolerado que dos testigos de su vergüenza caminaran sobre la tierra.
Mátese o mate a mi marido, le habría dicho. Bien, no tenía otra elección.
Sin embargo, la mujer confiesa que ella mató a su marido, a petición de este último.
Mientras permanecía en silencio, atado y humillado, los ojos de su esposo expresaban
con toda certeza desprecio y odio extremo. «Mátame», habrían ordenado. Entonces, se
percató de que ambos tenían que morir pues la desgracia era demasiado terrible. Pero,
tras hundir el cuchillo en él, ella se desmayó y finalmente no logró terminar con su
propia vida.
Finalmente, el hombre muerto testifica a través de un médium. «Me maté yo mismo»,
exclama su voz angustiada. El horror de con-templar, impotente, cómo su esposa había
sido violada por primera vez y cómo luego ésta quedaba extasiada, era intolerable:
«Mata a mi marido», habría instado su mujer al bandido. «Llévame contigo, a cualquier
parte.» La muerte es una opción fácil para un hombre cuya esposa pronuncia esas
palabras.
¿Qué ocurrió realmente? ¿Fue el marido asesinado por su mujer? ¿Fue el bandido? ¿O
se trató de un suicidio? ¿Acaso mintió el muerto? Akutagawa no nos dice qué versión
creer, o si alguna de ellas merece crédito.
13

Un enigma similar reside en el seno de la historia de la medicina. La verdadera


estructura y el funcionamiento del cuerpo humano son, lo asumimos comúnmente,
iguales en cualquier parte, una realidad universal. Pero entonces investigamos la historia
y nuestro sentido de la realidad vacila. Como las confesiones del bandido, de la mujer y
del hombre fallecido, los relatos del cuerpo en diversas tradiciones médicas parecen
describir con frecuencia mundos aje-nos, casi desconectados.
Compárese la figura 1, procedente del Shisijing fahui (1341) de Hua Shou, con la figura
2, perteneciente a la Fabrica (1543) de Vesalio. Vistas la una al lado de la otra, las dos
figuras revelan lagunas. En Hua Shou, echamos de menos el detalle muscular del hom-
bre de Vesalio; y, de hecho, los médicos chinos carecían incluso de una palabra
específica para «músculo». La muscularidad ha sido una preocupación
característicamente occidental. Por otro lado, las vías y los puntos de acupuntura
escapan por completo a la visión anatómica occidental de la realidad. Así, cuando los
europeos comenzaron a estudiar las enseñanzas médicas chinas en los siglos XVII y
XVIII, las descripciones del cuerpo que encontraron les parecieron «fantásticas» y
«absurdas», como cuentos de una tierra imaginaria.
¿Cómo pueden las percepciones de algo tan básico e íntimo como el cuerpo diferir
tanto? En el caso de la muerte en la arboleda, podemos no estar muy seguros de quién
está mintiendo y quién no, y podemos desesperar desenmarañando todos los motivos
ocultos tras las mentiras de los mentirosos; pero disponemos de una idea justa de las
fuerzas en juego. Sabemos por nuestra propia experiencia hasta qué punto el tumulto de
sentimientos puede llegar a transfigurar las historias que contamos a otros, y a nosotros
mismos. Adivinamos en cada confesión caóticas mezclas de culpa y vanidad, temor,
furia y resentimiento.
Sin embargo, la separación de realidades en Hua Shou y Vesalio requiere
presumiblemente otras explicaciones. Más que culpar a deformantes pasiones, tendemos
a hablar vagamente de diferentes modos de pensamiento o, más astutamente, de
perspectivas alter-nativas: los testigos de un evento difieren a menudo, y no debido a
14

ninguna deshonestidad o juicio obcecado, sino sólo al lugar en el que se encuentran.


Con todo, ¿qué puede implicar «encontrarse en un lugar» en el contexto concreto de la
historia médica? Cuando decimos que los árbitros de primera y de última base poseen
diferentes visiones de un juego de béisbol, nos referimos específicamente a sus
posiciones físicas. Cada uno percibe aspectos que el otro no puede ver, porque ambos se
encuentran separados por veintisiete metros y dirigen diferentes ángulos de la acción.
Desde luego, este posicionamiento espacial no es al que nos referimos cuando hablamos
de las perspectivas dispares de Hua Shou y Vesalio.
Por tanto, ¿qué queremos decir exactamente? ¿Qué clases de distancias separan «los
lugares» en la geografía de la imaginación médica? ¿Cómo trazar un mapa de las
perspectivas sobre el cuerpo? Tales son las cuestiones que animan este libro.

La historia de la medicina en China y en Occidente abarca una rica variedad de


creencias y prácticas que se desarrollan en complejos modelos a lo largo de varios
milenios. En consecuencia, no podemos contemplar las figuras 1 y 2, o ningún otro par
de imágenes, como si representaran la perspectiva china y occidental sobre el cuerpo.
Ninguna tradición puede ser reducida a un único punto de vista.
No obstante, no se puede negar la extraordinaria influencia —y la distinción cultural—
de las perspectivas que se basan en los músculos en un caso y en las vías de acupuntura
en el otro. Sería del todo imposible narrar una historia de las ideas occidentales sobre la
estructura y el funcionamiento del cuerpo sin hacer referencia a los músculos y a la
acción muscular; y, a su vez, cualquier compendio de medicina china que no
mencionara las vías de acupuntura esta-ría radicalmente incompleto. Más aún, es sólo
en el curso del siglo XX, con la diseminación de las ideas occidentales, cuando los
músculos se han convertido en una parte familiar del pensamiento chino sobre el
cuerpo. Incluso en la China actual, las aflicciones que los anglohablantes expresan como
«dolorido» o «tenso», o «torcedura muscular» se experimentan habitualmente de otras
maneras. Del
15
16

17
mismo modo, y a pesar de su reciente boga, la acupuntura sigue siendo un enigma
rebelde para la mayoría de los occidentales. La divergencia manifiesta entre Vesalio y
Hua Shou continúa dando forma al presente.
Los orígenes de esos puntos de vista preceden en mucho a las dos imágenes. Hallamos
una teoría bien desarrollada del cuerpo muscular ya en las obras del médico griego
Galeno (130-200 d. C.); y hacia el final de la dinastía Han posterior (25-220 d. C.), que
produjo clásicos canónicos como el Huangdi neijing y el Nanjing, las líneas esenciales
de la acupuntura clásica ya estaban sólidamente establecidas. Ésta es la razón inmediata
de que el libro se centre principalmente en la medicina antigua. Pues todas las
revisiones y las revoluciones que subsiguientemente transformaron las concepciones del
cuerpo en China y en Europa, las amplias diferencias re-saltadas por las figuras 1 y 2,
tomaron forma como muy tarde hacia el final del siglo II y el III de nuestra era.
Por otro lado, si profundizamos aún más en el pasado y examinamos las fuentes más
antiguas, tales como el cuerpo hipocrático y los manuscritos de Mawangdui*, los
contrastes no aparecen tan marcados ni mucho menos. Penetramos en un mundo en el
que los médicos griegos hablan principalmente de carne y tendones más que de
músculos, y en el que el arte chino de las agujas aún no ha sido inventado. Ésta es quizá
la razón más convincente para escrutar el pasado: semejante escrutinio nos permite
reconsiderar las figuras 1 y 2 no ya como reflejos de actitudes intemporales, sino como
resultado de un cambio histórico.
Uno de los temas principales del libro consiste en que las concepciones del cuerpo
deben tanto a los usos particulares de los sen-

*Mawangdui es el nombre de una pequeña localidad china situada cerca del núcleo urbano de Changsha,
en la actual provincia de Hunan, en donde se realizó, en 1973, el hallazgo arqueológico más importante
de las últimas décadas en lo que a manuscritos pre-imperiales se refiere. Entre el cuantioso material
manuscrito, destaca un importante número de textos médicos. Para un estudio más completo de este tras-
cendental descubrimiento arqueológico, véase Michael Loewe, »Manuscripts Found Recently in China: A
Preliminary Survey», T'oungPao 63.1-2 (1977): 99-136. (N. del T.)
18

tidos como a los particulares «modos de pensamiento». Las distancias que separan las
figuras 1 y 2 son tanto perceptivas como teóricas; en ningún caso pueden ser trazadas
adecuadamente por medio de esquemas intelectuales y series de ideas, mucho menos
aún mediante puras fórmulas como holismo frente a dualismo, organicismo frente a
reduccionismo.
La primera parte detalla cómo tanto en la medicina griega como en la china palpar el
cuerpo se vuelve esencial para conocerlo. El capítulo 1 destaca los distintos estilos
hápticos (del griego haptó [‘áπτω], «yo toco») que se desarrollaron en las dos
tradiciones, y el capítulo 2 demuestra la relación entre la manera en que los médicos
sentían las expresiones del cuerpo bajo sus dedos y sus actitudes hacia la expresividad
de las palabras.
La segunda parte gira en torno a los modos de ver y examina las perspectivas
alternativas sobre el cuerpo en tanto que portador de significados sensibles. El capítulo
3 investiga el punto específico que inaugura la visión del hombre musculado, mientras
que el capítulo 4 explora la naturaleza del conocimiento mediante la mirada en China.
No obstante, estos estudios sobre el modo en que fue percibido el cuerpo desde fuera,
como un objeto, nos obligan pronto a considerar también el problema de cómo era
experimentado el cuerpo subjetivamente, desde dentro. Éste es el segundo tema
principal del libro: el modo en que las diferentes maneras de tocar y ver el cuerpo se
entrelazan con las diferentes maneras de ser cuerpos. La ter-cera parte argumenta que
una nueva mirada a la historia de las dos sustancias más estrechamente asociadas a la
vitalidad —esto es, la sangre (capítulo 5) y la respiración (capítulo 6)— produce
sugerentes e inesperadas ideas en torno a la divergencia de las experiencias corporales
en China y en Europa.
La palabra «cuerpo», observa Paul Valéry, es utilizada común-mente para referirse a
una amplia variedad de cosas:

La primera es el privilegiado objeto del que, a cada instante, nos encontramos en posesión, aunque
nuestro conocimiento de él –como cualquier cosa que es inseparable del instante– puede ser
extremadamente va-
19

Hable y estar sujeto a ilusiones. Cada uno de nosotros denomina a este objeto Mi cuerpo; pero
no le concedemos ningún nombre en nosotros mismos, es decir, en él. Hablamos de él a otros
como de una cosa que nos pertenece; pero para nosotros no es enteramente una cosa; y nos
pertenece un poco menos de lo que nosotros le pertenecemos...3

Debe trazarse un mapa histórico de las concepciones del cuerpo, argumenta este libro,
en este ambiguo espacio entre el pertenecer y el poseer, entre el cuerpo y el yo. El
cuerpo es insondable y genera una cantidad sorprendente de diversas perspectivas
precisamente porque es una realidad básica e íntima. La tarea de descubrir la verdad del
cuerpo es inseparable del reto de descubrir la verdad acerca de la gente.
20

La expresividad
del cuerpo
21

Primera parte
Maneras de tocar
23

Capítulo 1
Aprehender el lenguaje de la vida

¿Por qué mi alma no alberga estas aprehensiones, estos presagios, estas alteraciones, estos celos, estas
sospechas de un pecado del mismo modo que mi cuerpo de una enfermedad? ¿Por qué no hay siempre un
pulso en mi alma que pueda latir al aproximarse la tentación de pecar? [...] Enfermo de pecado, estoy
postrado y encamado, sepultado y putrefacto en la práctica del pecado y todo ello mientras carezco de
presagios, de pulso, de sensación de mi padecimiento.
John Donne, Devotions upon Emergent Occasions

La verdad sobre la gente resulta difícil de conocer.


Hay mucho que no dirán y mucho de lo que dicen es verdad sólo parcialmente. Hay
también mucho que la gente simplemente no puede decir, porque ellos mismos no
saben, porque muchas realidades desafían la introspección. Permanecemos a oscuras
sobre el estado de nuestras almas, se lamenta John Donne. Al volver el ojo del alma
hacia dentro, hallamos opacos incluso nuestros propios cuerpos. Podemos estar
enfermos sin saber por qué, o en qué sentido, o con qué gravedad. Podemos estar
enfermos, incluso, sin sentir la enfermedad.
Donne insinúa que hay, sin embargo, una diferencia entre los desórdenes corporales y
las dolencias del alma. De estas últimas no tenemos ninguna idea por imprecisa que sea,
ningún signo, nuestra ignorancia es total. Los primeros, por el contrario, nos brindan
«ce-los y sospechas y aprehensiones de la enfermedad antes de que la llamemos
enfermedad», aunque éstas no sean más que vagas premoniciones, aunque «no estemos
seguros de que estamos enfermos». Más aún, poseemos un modo de resolver nuestras
dudas. Una mano puede preguntar «a la otra mediante el pulso... cómo esta-
25

mos»4. Por medio del pulso, podemos conocer el cuerpo en un modo en que jamás
conoceremos el alma desprovista de pulso.

Hubo un tiempo en que las agitaciones de las arterias dominaban por completo nuestra
absorta atención. Si John Donne reflexiona en torno a lo que el pulso no logra decirle, la
mayoría se asombraba en cambio de su capacidad única de revelación. Cuando el
príncipe Antíoco se estaba consumiendo para confusión de casi todos, fue de nuevo el
pulso quien proclamó la causa. Palpitando bruscamente cada vez que la bella madrastra
del príncipe aparecía ante él, susurró a un hábil médico el tormento del amor, el anhelo
inconfesable5. Para aquellos que pueden oír su mensaje, el pulso ex-presa las verdades
acerca de una persona que la propia persona no diría o no podría decir.
En especial aquellas que no podría decir. La gente se mostraba vivamente curiosa acerca
del pulso porque era vivamente curiosa sobre sí misma, porque había muchas cosas que
no sabían pero que-rían saber desesperadamente –tales como por qué se sentían enfer-
mos, si se recobrarían o morirían– y porque creían que el pulso se las diría.
En el siglo II a. C., en las historias de los primeros casos, el enfermo convocó a Chunyu
Yi no con vagas súplicas de socorro, sino con el deseo expreso de que acudiera y le
tomara el pulso. Y eso es justo lo que el gran médico hará. En cada caso, llega, toma el
pulso directamente y entonces prescribe un remedio explicando, «el modo en que supe
la dolencia fue cuando tomé el pulso...»6. Como si todo fuera un ritual, y su papel fuera
el de intérprete del pulso.
La toma del pulso define todavía al médico cerca de dos mil años más tarde, cuando el
novelista Cao Xueqin (?-1763) describe la maraña de esperanzas y sutiles sospechas que
dotan a este acto de tan-ta espesura.

«Es ésta la dama?», preguntó el doctor.


«Sí, es mi esposa», replicó Jia Rong. «Siéntese, doctor. Confiaba en que a usted le gustaría que primero le
describiera sus síntomas, antes de que le tomara el pulso.»
26

«Si me lo permite, prefiero que no», dijo el doctor. «Considero que se-ría mejor si primero le tomara el
pulso y le preguntara sobre el desarrollo de la enfermedad después. Ésta es la primera vez que vengo a su
casa y como no soy un practicante experimentado y he venido aquí por la insistencia de nuestro amigo el
señor Feng, creo que debiera tomar el pulso y decirle mi diagnóstico en primer lugar. Luego podemos
continuar hablando acerca de sus síntomas y discutir un tratamiento si está usted satisfecho con el
diagnóstico. Y, por supuesto, todavía dependerá de usted la decisión de seguir o no el tratamiento que yo
le prescriba.»
«Habla usted con verdadera autoridad, doctor», dijo Jia Rong. «Habría deseado conocerlo antes. Tómele
el pulso, pues, y háganos saber si puede ser curada de forma que mis padres puedan ahorrarse mayores
ansiedades.»7

Durante más de dos mil años, en China, en Europa, y también en otros lugares, la gente
interrogaba el pulso con interés apasionado. En principio, los médicos chinos
reconocieron cuatro modos de juzgar la condición de una persona: mirando (wang),
escuchan-do (wen) y oliendo (wen), preguntando (wen), y tocando (qie). En la práctica,
sin embargo, su atención se concentraba primordialmente en el qiemo, en la palpación
de los mo. Observemos lo que escribieron: ninguna monografía dedicada al diagnóstico
mediante la escucha o el olfato; ningún ensayo sobre las técnicas de interrogación; más
de 150 obras sobre la interpretación de los signos hápticos8.
Hallamos un entusiasmo similar en la medicina occidental. En la antigüedad, el médico
griego Galeno compuso siete extensos trata-dos sobre el pulso, que ocupan casi un
millar de páginas de sus obras completas. En el siglo XVI, Hercules Saxonia declaró
que «nada es o será más significativo en la ciencia médica»9. Benjamin Rush razonaba
por su parte que si la admisión en el Templo de la Filoso-fía de Platón exigía el dominio
de la geometría, las puertas del Templo de la Medicina deberían llevar la inscripción
«que nadie que no esté familiarizado con el pulso penetre aquí»10. Incluso en 1878, un
médico norteamericano consideraba todavía la toma del pulso como «el más valioso
dispositivo al que un médico puede recurrir», y con ello creía reproducir «la voz
unánime» de sus colegas11.
Por supuesto, las cosas son distintas en la medicina moderna. Las
27

pretéritas interpretaciones de los murmullos del pulso han sido en gran parte exiliadas al
submundo del saber de los anticuarios. Con todo, merece la pena recordarlo: algunas
conexiones reveladoras unen el pulso y la vida. Nadie puede dudarlo.
Una persona con un pulso que late todavía vive. Alguien cuyo pulso se ha parado está
muerto. Y podemos comprobar por nosotros mismos, en nuestras propias muñecas, que
el pulso cambia notoriamente, y en modos distintos, cuando desayunamos, o
emprendemos la carrera tras el autobús, o permanecemos de pie estremecidos bajo la
lluvia. La cuestión de cómo se relaciona el pul-so con la vida concierne no sólo a las
creencias de la gente de épocas y tierras lejanas, sino a la lógica que gobierna nuestras
propias vidas, aquí y ahora.
¿De cuántas maneras, y por qué puede y, de hecho, cambia el pulso? En una ocasión,
Julius Rucco caracterizó el pulso como el medio en que la naturaleza habla al médico, el
lenguaje de la vida12. Pero, entonces, ¿cuál es su gramática, su vocabulario? Los
médicos dijeron que lo sabían. Durante dos milenios, gran parte de su autoridad para
mediar entre los pacientes y sus propios cuerpos se basó en el supuesto dominio de ese
idioma secreto.
Sin embargo, los lenguajes dominados por los médicos chinos y europeos no eran los
mismos.

Los viajeros a China del siglo XVII quedaron fascinados por las sorprendentes proezas
de los sanadores locales, y muy especialmente por su exquisito sentido para el pulso. La
extraña precisión de sus diagnósticos lindaba con lo increíble. Los médicos chinos,
concluyó prudentemente el misionero Thomas Baker en sus informes, tienen en
apariencia «tal habilidad con los pulsos, como no pueden imaginarse ni aquellos
familiarizados con ellos»13. «Todos los relatos de viajeros», señala la Encyclopédie de
Diderot, «se muestran de acuerdo en presentar a los médicos de ese país como
maravillosos (merveilleux) en este arte»14. Curas como la acupuntura y la moxibustión
eran intrigantes también; pero hasta mediados del siglo XIX, al hablar de la medicina en
China, venía a la mente, en primer lugar, es-ta «habilidad con los pulsos».
28

Sin embargo, desde el principio, este arte presentó un enigma. Cuando la traducción
latina del Mojue (un popular manual de pulso chino) de Michael Boym (1612-59)
comenzó a circular en Europa, dejó a los lectores completamente desconcertados. «El
misionero que envió este informe», comenta William Wotton, «temía que fuera
considerado ridículo por los europeos; parte de sus temores parecen estar bien
fundados»15. Los principios chinos no sólo le parecen erróneos, sino absurdos.
Literalmente, no tienen sentido. El autor del artículo de la Encyclopédie también
considera la exposición de las doctrinas chinas como «un caos impenetrable»16. Incluso
John Floyer, quizá el más entusiasta entre los primeros defensores de la medicina china,
tiene que conceder que sus enseñanzas sobre el pulso eran a veces «muy oscuras» y
«fantásticas».
Sin embargo, Floyer sostiene que las «absurdas nociones» de los chinos se «ajustaban a
los fenómenos reales»17; y se propuso «demostrar... que los chinos habían descubierto el
arte real de sentir el pulso». Después de todo, obtenían resultados18. La fórmula de
Floyer resume las tensiones que durante mucho tiempo definieron las evaluaciones
europeas de la palpación en China. En su autorizado texto sobre la fisiología del pulso
(1886), Charles Ozanam ridiculizaba la teoría china del pulso, mofándose de que en ella
«lo alegórico triunfa sobre lo real». Pero añadía también: «Uno estaría tentado de
abandonar su estudio si no fuera por el hecho de que los testigos más fiables nos
aseguran que, mediante su ciencia del pulso, los chinos reconocen y curan, a veces con
un éxito extraordinario, las más recalcitrantes enfermedades»19.
Había, pues, una técnica que parecía muy familiar y que presuntamente funcionaba de
maravilla en la práctica, pero cuyo discurso parecía completamente ajeno y
descaminado. Los viajeros veían a los médicos nativos colocar sus dedos sobre las
muñecas de sus pacientes y reconocían inmediatamente el gesto de tomar el pulso. Para
sus ojos, qiemo, palpar el mo, era, sin duda alguna, la diagnosis mediante el pulso.
Los escritos chinos atestiguan que los ojos estaban equivocados. La hermenéutica del
Mojue era distinta a cualquier dialecto del lenguaje del pulso conocido en Europa20.
29

¿Cómo pueden los gestos parecer iguales y, no obstante, diferir completamente en la


experiencia? Cuando tres hombres ciegos se preguntaban sobre la naturaleza del
elefante, uno replicó que parecía una cuerda larga y delgada, otro, que era como un pilar
rechoncho y grueso, y el tercero, que era un inmenso saco. Los tres no se ponían de
acuerdo porque el primero había tomado la cola del elefante, el segundo había abrazado
una pata, y el tercero recorría con sus manos el estómago del animal. Pero no lo sabían.
Cada uno sabía únicamente que tenía razón, y cada uno estaba desconcertado por los
espejismos del resto. Los tres tenían un verdadero conocimiento del mismo elefante.
Pero lo que cada uno de ellos conocía era absolutamente diferente.
Podríamos decir lo mismo sobre los médicos europeos que toman el pulso y los médicos
chinos que toman el mo. A pesar de las aparentes similitudes, y a pesar del hecho de que
los dos procedimientos examinaban ostensiblemente el «mismo» lugar, la diagnosis
mediante el pulso y el qiemo implicaban percepciones tan dispares como asir la cola del
elefante y frotar su estómago. Antes, he hablado de los médicos chinos que tomaban el
«pulso»; ni la lengua inglesa ni la española ofrecen otra aproximación mejor. Pero es
sólo una aproximación, y el trazar sus límites nos obliga a repensar gran parte de lo que
damos por bueno en el cuerpo.
Como el pulso. La misma idea.

El nacimiento del pulso

Nuestro conocimiento de la medicina clásica griega procede principalmente de dos


fuentes. La primera es la colección de trata-dos compuestos fundamentalmente entre
450 y 350 a. C. y atribuidos a Hipócrates de Cos; la segunda son las voluminosas obras
de Galeno (129-200 d. C.) 21. Estás últimas incluyen extensas y detalladas discusiones
sobre el pulso que elaboran sus causas y funciones, sus variedades y uso en la
prognosis. Sin embargo, sorprendentemente, medio milenio antes, en el corpus
hipocrático, no encontramos nada sobre la toma del pulso. Es más, parece que los
médicos hipocráticos
30

31
apenas reconocieron un concepto de «pulso». El hecho de interrogar al pulso no es,
pues, un inevitable instinto prehistórico.
¿Cómo surgió esta práctica? El pulso ha sido tan básico durante tanto tiempo para la
comprensión occidental del cuerpo que ten-demos, desconsideradamente, a suponerlo
más allá de la historia. Nos preguntamos «¿cómo interpretaron los médicos chinos el
pulso?», como si «el pulso» fuera un hecho natural, una realidad fija, universal,
percibida de forma diferente por diferentes pueblos, algo quizá parecido al conejo-pato
de Jastrow (figura 3), en cuya imagen una persona ve un conejo y otra ve un pato. Sí, el
pulso fue «pasado por alto» por los médicos hipocráticos, esos penetrantes obser-
vadores. Pero nuestro impulso es entender esto como un lapso perceptivo, un raro fallo
a la hora de advertir algo que ya estaba allí, esperando a ser advertido.
Éste es el punto en el que las comparaciones resultan esclarecedoras.

¿Qué sentimos cuando colocamos nuestros dedos en la muñeca y palpamos los


movimientos que allí se producen? Decimos: las arterias que laten. ¿Qué más podría
haber? Los médicos chinos al realizar el mismo gesto captan, sin embargo, una realidad
más compleja (figura 4). El dedo colocado ligeramente en la muñeca derecha, sobre la
posición cun, diagnosticaba los intestinos gruesos, mientras que el dedo próximo a él
discernía el estado del estómago. Al presionar con más fuerza, estos dos dedos
mostraban respectivamente el buen estado o el deterioro de los pulmones y del bazo.
Bajo cada dedo, los médicos distinguían un lugar superficial (fu) , sentido cerca de la
superficie del cuerpo, de un lugar hundido (chen), más profundo. Había, pues, seis
pulsos bajo los dedos índice, medio y anular, y doce pulsos en la combinación de las
dos muñecas.
No es extraño que Floyer y Wotton se quedaran perplejos. Describir los doce pulsos de
la muñeca es describir algo más que el pulso. Pero si no es el pulso, ¿qué es entonces?
Antes incluso de formular es-ta pregunta debemos preguntarnos, sin embargo, por la
realidad que hasta ahora no se ha sabido valorar: ¿Qué es el pulso y cómo surgió?
32

La Sinopsis sobre los pulsos, atribuida a Rufo de Éfeso, se inaugura con una pista
intrigante sobre los comienzos del estudio griego del pulso: «Es necesario estudiar el
arte del pulso con detenimiento, ya que sin él resulta imposible concebir el tratamiento
apropiado. Se dice que Egimio, el primero que escribió sobre esta cuestión, no tituló su
obra Sobre los pulsos (Peri sphygmon [Пερί ̉σφυγμων] ), sino más bien Sobre las
palpitaciones (Peri palmon [Пερί παλμων] ), ya que no sabía, al parecer, que hay una
diferencia entre el pulso y la palpitación, tal y como demostraremos a continuación»22.
Rufo nombra, por tanto, al primer escritor sobre esfigmología. Desgraciadamente, el
nombre es todo lo que poseemos y no sabemos virtualmente nada sobre Egimio23. El
título del tratado de Egimio es, por otro lado, muy sugerente.
Plantea un dilema. ¿Por qué una obra sobre el pulso debería llamarse Sobre las
palpitaciones? Galeno también considera que el título es extraño y culpa de ello a la
singularidad de Egimio. En contra del uso ordinario médico y del lenguaje común,
Egimio llama «palpitaciones» a lo que más tarde Praxágoras y Herófilo llamarán más
adecuadamente «pulso»24. Rufo, por su parte, responsabilizó a una ignorancia más sutil.
Egimio no era aún consciente de la distinción entre pulso y palpitación. Su título
reflejaba la confusión de una comprensión anterior, más primitiva, del cuerpo. En todo
caso, el título Sobre las palpitaciones les extraña a Rufo y Galeno como engañoso. Ya
en su tiempo, esto es, en la época de los escritos más antiguos que se conservan sobre el
pulso, los significados de términos fundamentales habían cambiado.
En realidad, Egimio no estaba solo en su «confusión». También en los escritos
hipocráticos, sphygmos [σφυγμως], el término de Rufo y Galeno para el pulso, formaba
un continuo con palmos [παλμως] (palpitación), tromos [τρόμος] (temblor), y spasmos
[σπασμός] (espasmo). Designaba un signo patológico menor solamente muy ocasional.
Las referencias son escasas25. El verbo sphyzein [σφύξειν] no se refería a la constante
actividad fisiológica de las arterias, ni a lo que denominamos «pulso», sino más bien a
la palpitación que a veces acompaña a fiebres e inflamaciones26. Así, en el tratado Sobre
las fracturas se habla de una lesión «palpitante e inflamada», y
33

34
35

en el tratado Sobre las úlceras se describe cómo «una herida se inflama, y entonces
sobrevienen estremecimientos y palpitaciones»27. Aún más significativo, Epidemias 2
cita como signo expresivo el hecho de que ambas manos del paciente «pulsaban», como
si incluso el pulso en la muñeca fuera una aberración patológica28. Al comienzo, pues,
sphygmos no evocaba el pulso que late todos los días desde el nacimiento hasta la
muerte29. El cuerpo hipocrático no tenía latido natural30.
Si se reflexiona, esto no debiera resultar tan extraño. En la vida diaria, la mayoría de
nosotros rara vez nos ocupamos del pulso. La pulsación penetra en nuestra conciencia
sólo en estados extraordinarios, como las palpitaciones de dolor o violencia. Se trata
sólo de un hábito histórico —la larga tradición de la toma de pulso— que ha-ce que el
interés por la pulsación parezca evidente por sí mismo e instintivo.
Dos detalles filológicos insinúan el abismo que separa la con-ciencia pre-esfigmológica
de la post-esfigmológica. Primero, nos encontramos con el término sphygmoi
[σφυγμωί], o «pulsos». En varios pasajes hipocráticos aparece este plural en donde se
esperaba el singular. Las enfermedades de las mujeres habla de «los pulsos que se es-
tremecen, se atenúan, y se desvanecen contra la mano»; en Epidemias 4 e relata que
«los pulsos de Zoilo el carpintero eran temblorosos y oscuros»31. Nótese bien: no era el
pulso del carpintero el que temblaba y era oscuro, sino sus pulsos. Sphygmoi designa las
palpitaciones y las pulsaciones en su concreta multiplicidad; la idea de el pulso aún no
había cristalizado. Por el contrario, en la medicina griega posterior, el plural sphygmoi
designa la pluralidad de los tipos de pul-so. El título de la obra de Galeno, Sobre las
diferencias de los pulsos (Peri diaphoras sphygmon [Περι διαφορας σφυμων] ), refiere
la variedad de pulsos, tales como el pulso grande, el pulso pequeño, el pulso rápido y el
pulso lento. Al diagnosticar a una persona específica en un tiempo específico, Galeno
siempre habla del pulso del paciente, no de los pulsos.
La segunda característica del uso hipocrático es la estrecha asociación entre sphygmos y
palmos, entre pulso y palpitación. Probable-mente, a los contemporáneos de Hipócrates,
el título de la obra de
36

Egimio Sobre las Palpitaciones no les habría parecido extraño. Los tratados
hipocráticos emparentaban con frecuencia pulso y palpitación, y los usaban de maneras
que resultan difíciles de distinguir. Los vasos sanguíneos (phlebes [φλέβες]) «palpitan»
tanto como «pul-san», y a menudo hacen ambas cosas32. Aunque sphygmos no estaba
confinado a los vasos sanguíneos. Aparecía igualmente en la cabeza, en el hipocondrio,
en el útero33.
En definitiva, palmos y sphygmos designan movimientos anormales en los vasos
sanguíneos, y la diferencia entre ellos es con frecuencia poco clara34. No obstante,
disponemos de un testimonio posterior sobre la visión de Praxágoras de Cos, un célebre
médico no demasiado alejado de la época de Hipócrates35. De acuerdo con Rufo y
Galeno, Praxágoras creía que la palpitación era tan sólo un pulso de gran intensidad.
Mantenía, incluso, que el hecho de temblar (tromos) era sólo una palpitación violenta, y
que un espasmo (spasmos) era un temblor intensificado36. Pulsaciones, palpitaciones,
temblores y espasmos formaban, por tanto, un continuo.
Finalmente, había también un arte adivinatorio dedicado a estos movimientos. La
palmomancia, una de las supersticiones atacada por autores cristianos como san
Agustín, asignaba un significado profético a las repentinas sacudidas, contorsiones y
palpitaciones del cuerpo. Los latidos en la sien derecha presagian grandeza y poder, y el
abuso de esclavos; en la ceja derecha, predicen una breve enfermedad; en el entrecejo,
infortunio para todos —excepto para el esclavo, para quien significaba buena suerte—;
en el párpado superior del ojo derecho, salud y éxito. Éste era un arte menor; tan sólo
pervive un tratado, Sobre las Palpitaciones de Melampo37. En los tiempos de Melampo,
ya había surgido un sistema más prometedor de interpretación somática: la
esfigmología, una ciencia que segregaba una sola clase de movimientos del resto.
¿En qué difieren el pulso y la palpitación? Galeno relata que Herófilo, el fundador de la
esfigmología griega, comenzó su libro sobre el pulso precisamente con esta cuestión. La
Sinopsis sobre los pulsos de Rufo, tras su definición inicial del pulso, también salta
directamente a las diferencias que lo distinguen de las palpitaciones, los espasmos, y los
temblores38. Para los exponentes del pulso
37

de la Grecia antigua, el divorcio entre sphygmos y palmos representaba el primer y


decisivo paso hacia la definición de este nuevo ámbito de estudio.
La nueva percepción del cuerpo definida por la disección era básica para este divorcio.
La anatomía contribuyó a transformar el sphygmos de una rareza vaga y ocasional en un
signo vital. La evidencia profunda más antigua de anatomía sistemática aparece en las
disecciones animales de Aristóteles; y es también en Aristóteles donde aprehendemos
por primera vez los atisbos de sphygmos como fenómeno fisiológico regular. En su
tratado Sobre la respiracion, Aristóteles señala que «todas las venas palpitan
(sphyzousin [σφύζουσιν] ), y lo hacen simultáneamente las unas con las otras, pues
están conectadas al corazón»39, e incluso distingue la pulsación del corazón de su
palpitación40. Es más, no menciona el uso médico del pulso; de hecho, todavía tenía que
separar las arterias de las venas. Su sphygmos no era aún el pulso de Herófilo y Galeno.
Pero sus investigaciones bosquejan ya los vínculos que unen al nacimiento de la idea
del pulso con la inspección de estructuras diseccionadas.
La anatomía enmarca la posibilidad misma de imaginar el pulso. Tomemos la fórmula
de Rufo: «El pulso es la diástole y la sístole del corazón y de las arterias»41, para
nosotros una definición aparente-mente autoevidente, de la que sin embargo los
médicos hipocráticos no poseen ni las palabras. La dicotomía arteria/vena era ajena al
sistema de venas (phlebes) detallado en tratados como Sobre la enfermedad sagrada y
Sobre la naturaleza del hombre42. Es más, las phlebes se extendían a lo largo del cuerpo
en rutas que no podían coincidir directamente con los vasos sanguíneos anatómicos.
Ciertamente, en estos tratados ni siquiera brotan todas de, o regresan al corazón.
Sugerentemente, el individuo aclamado como el fundador del estudio del pulso es
también el médico acreditado como el pionero en la disección humana. Me refiero a
Herófilo43.
Resulta instructivo comparar la visión de Herófilo con la de su maestro Praxágoras.
Aparentemente, Praxágoras se interesó también tanto por la disección como por la
pulsación, y puede que incluso diera los primeros pasos hacia la distinción entre arterias
y venas44. Pero, según se afirma, concibió los nervios como las
38

extensiones refinadas de las arteriolas. Nervios y arterias, pensaba, transportaban el


pneuma [πνευμα] y servían como conductos por los que el corazón controlaba los
movimientos de los músculos45. Este esquema refuerza probablemente su visión de la
continuidad entre sphygmos, palmos, tromos y spasmos, su creencia de que el pulso y la
palpitación diferían sólo en intensidad, no en clase. Por tanto, «sphygmos se convierte
en palmos en la medida en que su movimiento se acelera, y del palmos surge tromos»46.
Así, según nos informa Galeno, Herófilo se propuso, «al comienzo mismo de su libro
sobre los pulsos, refutar esta doctrina de su maestro»47. Y ahí radica su afirmación de
fundar la esfigmología. Fue Herófilo quien determinó que «el pulso existe sólo en las
arterias y en el corazón, mientras que la palpitación, los espasmos y los temblores
aparecen en los músculos y en los nervios»48. Fue él, y no Praxágoras, quien demostró
que las arterias y los nervios eran distintos, y que el pulso pertenecía únicamente a las
primeras. Una vez que el pulso, las palpitaciones, los espasmos y los temblores fueron
analizados de acuerdo con sus estructuras subyacentes, sus similitudes hápticas ya no
podían ser confundidas por más tiempo. El pulso no era ya un tipo de espasmo ni las
arterias un tipo de nervios.
Al distinguir los vasos sanguíneos de los nervios y, entre los propios vasos sanguíneos,
las arterias, de las venas, la anatomía contribuyó a forjar el objeto del estudio
esfigmológico. Pero esto no es todo. También, y de forma más sutil, enmarcó el método
de estudio. Este punto ni mucho menos se puede exagerar. La anatomía configuró cómo
y qué sentían los dedos.

Cómo relacionar el corazón y las arterias conocidas por el ojo con la experiencia de los
dedos? La esfigmología griega nació con la aserción de que por mucha similitud que
pudieran presentar al tacto la pulsación, la palpitación, el temblor y el espasmo difieren
en las estructuras que los sostienen. Herófilo descubrió que las palpitaciones, los
temblores y los espasmos pertenecen todos a las partes del cuerpo asociadas a los
nervios. Por otro lado, el pulso se produce sólo en las arterias y en el corazón. Es más,
el pulso «nace con el ser vivo y muere con él, mientras que esos otros movimientos, no.
39

Del mismo modo, el pulso... se produce tanto cuando las arterias están repletas como
cuando están vacías, mientras que los otros no; y el pulso nos asiste en todo momento
involuntariamente y existe naturalmente, mientras que los otros están dentro de nuestro
poder para elegir... »49.
Baquio define igualmente el pulso como «la diástole y la sístole que se producen
simultáneamente en todas las arterias»50; para Heraclides de Eritrea era «la dilatación y
la sístole de las arterias realizadas por el predominante poder natural y psíquico»51; y
Aristóxeno lo caracterizará más específicamente como «una actividad del corazón y de
las arterias que le es peculiar»52. Desde el comienzo, la idea del pulso era inseparable de
la imagen de la arteria pulsante.
Inseparable, aunque por supuesto no idéntica: la arteria era una estructura visible, el
pulso, una serie de movimientos. Es más, estos movimientos eran en gran parte
inaccesibles a la vista; el pulso tenía que ser sentido. De esta situación surgieron los
problemas más molestos en el estudio del pulso, esto es, el modo en que las arterias
vistas en la disección se hallaban vinculadas a lo que sentían ahora los dedos.
¿Qué queremos decir con el pulso? La mayoría de las definiciones antiguas, como las de
Hegétor, Baquio y Heraclides, requerían imaginarse esos movimientos en el ojo de la
mente: hablaban de arterias dilatándose y contrayéndose, de diástole y sístole. Esto
representaba la tendencia general. A pesar de que los relatos sobre la causa y la función
de la pulsación cambiaron considerablemente en los dos mil años posteriores a Herófilo,
la representación de la arteria tubular permaneció durante este tiempo como la base
duradera del análisis occidental del pulso.
Con todo, en la antigüedad, algunos ya expresaron sus reservas. En particular, los
médicos de la escuela empirista insistieron en la distancia que separaba la definición
anatómica del pulso y la experiencia real de los dedos. Lo que sienten nuestros dedos,
afirmaban los empiristas, es meramente la sensación de ser golpeados. No percibimos
realmente la arteria expandiéndose y contrayéndose. Tan sólo inferimos la diástole y la
sístole»53. Empíricamente, el pulso no es otra cosa que una serie de latidos y pausas.
40

Los empiristas no estaban solos al sugerir los límites del conocimiento háptico. Por
ejemplo, Alejandro, discípulo de Herófilo, pro-movía una definición en dos partes: en
términos de su esencia natural, objetivamente, el pulso era «las involuntarias sístole y
diástole del corazón y las arterias»; pero para la inspección real (episkpsei [έπισκέψει]),
subjetivamente, era meramente «el golpeo contra el tacto producido por el movimiento
completamente involuntario de las arterias, y el resto es el intervalo que sigue al
golpeo»54. Demóstenes, discípulo de Alejandro, promovió el mismo esquema doble en
sus tres tratados sobre el pulso y, según se nos cuenta, estas obras se hicieron acreedoras
de respeto55.
Tales debates contribuyen a explicar las circunvoluciones en la versión de Galeno:

Detectamos en varias partes de la piel ciertos tipos de movimientos, y ello no sólo presionando sobre
ellas, sino a veces también con nuestros ojos. Es más, este movimiento se encuentra entre todas las gentes
sanas en muchas partes del cuerpo, de las cuales una es la muñeca. [En tales lugares] podemos detectar
con claridad algo que procede desde abajo hacia la piel y que nos golpea; tras el latido, a veces se marcha
notablemente y se detiene, y a veces inmediatamente después del comienzo [del latido] parece detenerse,
y entonces vuelve de nuevo y late, y luego se marcha de nuevo y se para. Y este proceso continúa en el
cuerpo entero, desde el día en que nacemos hasta que morimos. Éste es el tipo de movimiento que la
gente denomina el pulso»56.

Las huellas de las presiones de la duda empirista se encuentran notoriamente expuestas


en este relato. No hay mención alguna a las arterias, y mucho menos a sus diástoles y
sístoles. Galeno comienza, más bien, afirmando la visibilidad ocasional de la pulsación.
El pulso, insinúa, no es inferido, sino directamente percibido. Y afirma insistente en
algún otro lugar que en los individuos delgados con grandes pulsos se puede observar
incluso la contracción de la arteria a mera vista57.
Sin embargo, la evidencia visual forma parte de la defensa de Galeno. Su principal
argumento es que la diástole y la sístole son ver-
41

dades táctiles. Podemos realmente sentir, declara, mucho más que el puro latido y las
pausas reconocidos por los empiristas. Nuestros dedos pueden seguir directamente la
arteria como si se acercara y se alejara de ellos; de hecho, pueden incluso aprehender las
pausas que puntúan esos movimientos opuestos. Para afirmar el conocimiento
anatómico, no necesitamos menospreciar la experiencia del tacto: en última instancia,
las dos convergen.
¿Es cierto? ¿Puede la sístole de la arteria ser realmente sentida? Las opiniones difieren.
Herófilo incluía la sístole como parte del pulso, y esto, combinado con su insistencia en
basar el conocimiento en la experiencia, condujo a muchos a pensar que lo conoció co-
mo un hecho empírico. Ciertamente la mayor parte de sus seguidores concebían la
sístole en este sentido. Aunque otros no estaban tan seguros. Arquígenes afirmaba que
la contracción podía sentirse, mientras que Agatino sostenía que no era posible58. La
obra Definiciones médicas, inspirada pneumáticamente, oponía la experiencia directa de
la diástole al carácter inferido de la sístole59.
Galeno decidió que tenía que juzgar por sí mismo. Durante un largo período de tiempo,
a pesar de esforzarse con vigor en refinar su tacto, consideró imposible seguir la arteria
en sus contracciones. Más de una vez pensó en abandonar. Entonces, un día, de pronto,
surgió un rayo de luz60. Lo entendió: después de todo, la sístole era cognoscible por el
tacto. Aunque confesó: «El conocimiento final parece requerir toda una vida»61.

Intente usted mismo percibir algo más que los latidos y las pausas, seguir el incremento
y la disminución de la arteria, y apreciará las penurias de Galeno. ¿Ha sentido realmente
la contracción? ¿O tan sólo la imagina? ¿Cómo puede estar usted seguro? El
movimiento es muy veloz. Probablemente jamás lo sentiría si no lo anticipara. Pero
¿acaso la anticipación no corrompe entonces la experiencia?
Hay algo como de sueño en la historia de generaciones y generaciones de médicos
esforzándose en ese sentido, cada uno de ellos concentrándose furiosamente durante
meses, años, en los diminutos movimientos de fugaces parpadeos vacilando bajo sus
dedos, ca-
42

da uno de ellos tratando desesperadamente de escindir las percepciones genuinas de las


inferencias y las alucinaciones. Muchos creían, sin embargo, que no había otro modo de
comprender verdaderamente el pulso. De acuerdo con Herófilo, el pulso comunicaba
sus mensajes por medio de estos elementos: el tamaño, la velocidad, la fuerza, el ritmo,
el orden y el desorden, la regularidad y la irregularidad. Excepto para la fuerza, todos
ellos exigían, en el espacio y en el tiempo, la medida exacta de la arteria en expansión y
recesión.
En los análisis de Galeno, el tamaño se componía de longitud, amplitud y altura. Para
cada dimensión, la dilatación de la arteria podía ser excesiva (larga, amplia, alta),
deficiente (corta, estrecha, o baja), o intermedia. La velocidad medía la distancia del
movimiento de la pared arterial frente al tiempo consumido en ese movimiento. Ese
calibrado significaba dividir los momentos fugaces en los más tenues instantes. En la
enseñanza de Galeno un solo pulso comprendía cuatro partes: la diástole, la pausa que
seguía a la diástole y precedía la sístole, la sístole, y la pausa que seguía a la sístole y
precedía a la diástole62. Por tanto, uno debía separar las duraciones de los movimientos
de las duraciones de las pausas.
La frecuencia dependía de la duración de las pausas. Cuanto más breves fueran las
pausas, más frecuente era el pulso. Puesto que Galeno proponía dos pausas, identificaba
también dos frecuencias: una determinada por la «pausa externa» (entre el final de la
diástole y el comienzo de la sístole), y la otra establecida por la «pausa interna» (entre el
final de la sístole y el comienzo de la diástole). El ritmo era la proporción de las
duraciones de la sístole y la diástole. La desigualdad y la irregularidad medían las
duraciones relativas de la diástole, la sístole, así como las dos pausas.
La medición del pulso implicaba, pues, calibrar cambios más fácilmente imaginables
que aprehensibles. Podemos trazar rápidamente los muros de un tubo dilatándose y
contrayéndose, y diseccionar su tamaño, velocidad, frecuencia y ritmo neta y
geométricamente en el ojo de la mente63. Discernirlos mediante el tacto resulta mucho
más complicado. Sin embargo, ésa era la tarea.
Alguien que prestara atención únicamente a los latidos y a las
43

pausas se perdería la mayor parte de las confidencias del pulso, alcanzaría a oír
meramente rumores extinguidos. El lenguaje del pul-so era un idioma de diástole y
sístole. Más allá de enraizar el pulso en el corazón y las arterias, la anatomía definía qué
y cómo debían adiestrar los médicos sus dedos para sentir.
En la actualidad, es prácticamente imposible negar la influencia de esta tradición. Se
colocan los dedos sobre las muñecas e inmediatamente se prevé la arteria pulsante,
como una cuestión evidente. Apenas es posible imaginar qué más se podría sentir. Y,
sin embargo, ninguna necesidad dicta el planteamiento de quien toma el pulso. Hay
otros modos de escrutar significados en la muñeca. Tal y como lo evidencia la palpación
en China.
Qiemo

Contra los escépticos que rechazaban las enseñanzas chinas sobre el pulso debido a sus
«errores de anatomía», John Floyer argumenta en 1707 «que la carencia de anatomía
hace su arte muy oscuro y concede la oportunidad de utilizar nociones fantásticas; pero
sus absurdas nociones se ajustan a los fenómenos reales y su arte se fundamenta en
experiencia curiosa, examinada y aprobada durante cuatro mil años»64.
A comienzos del siglo XIX, sin embargo, la mayoría de los médicos europeos parecen
estar de acuerdo con la postura de Johan L. Formey cuando, en su Versuch einer
Würdigung des Pulses o Estudio de una crítica del pulso (1823), deshecha airadamente
la teoría china del pulso como una sofistería infundada. No podía ser de otro modo ya
que ninguna teoría del pulso que se planteara sin «un conocimiento anatómico
fundamental del cuerpo humano» podría permanecer libre de error65.
Al inicio del siglo XX, el médico chino Tang Zonghai señaló el mismo conflicto entre
los principios del qiemo y los hallazgos de la disección, pero obtuvo la conclusión
opuesta. La eficacia de la palpación tradicional, sostiene, ponía de manifiesto las
limitaciones de la anatomía: «Los médicos occidentales no creen en el método de
44

los mo. Dicen que los mo que circulan alrededor del cuerpo proceden todos de los vasos
sanguíneos del corazón, y que es por la actividad incesante del corazón por la que se
mueven. Pero ¿cómo puede ser determinada la condición de las cinco vísceras tan sólo
por los vasos sanguíneos? Además, hablan del mo de la mano como si se tratara de un
único sendero. Mas, entonces, ¿cómo podría ser dividido en cun, guan y chi?»66.
La experiencia demostraba que mediante la palpación del mo, los médicos podían
diagnosticar no sólo el corazón, sino todas las vísceras; probaba, también, que la
muñeca comprendía varios lugares y no sólo uno. Que la disección sugiriera lo contrario
sólo de-mostraba que la disección podía engañar. En el mismo sentido, Qian Depei
razonaba que, aunque la medicina occidental sobresalía en anatomía, la medicina china
sobresalía en la palpación. El futuro de la medicina reside en su combinación67. En todo
caso, Tang y Qian coincidían con los médicos occidentales en un punto: la palpación
china no estaba basada en la imaginación de la arteria dilatándose o contrayéndose. El
mo no era el pulso.

Los viajeros que remitieron a Europa los primeros informes sobre la palpación china
vieron en ella una técnica que parecía idéntica a la toma del pulso. Los médicos
escudriñaban la muñeca en silencio durante un largo período de tiempo y entonces
anunciaban lo que estaba mal. Sin embargo, si consultamos el Huangdi neijing o,
simplemente, el Neijing, el más antiguo y venerado de los clásicos médicos chinos,
hallaremos más bien una gran variedad de técnicas68. En el Suwen y en el Lingshu, los
dos textos que componen el Neijing, la palpación concentrada exclusivamente en la
muñeca aparece como una mera técnica entre otras muchas, y ni tan siquiera es la más
popular en esto. Al principio, otras estrategias resultaban más convincentes69.
El Lingshu promovía especialmente la comparación del mo de la muñeca con el del
cuello. Este último revelaba los poderes yang del cuerpo, mientras que el primero hacía
lo propio con los poderes yin. Un mo doblemente más intenso en el cuello que en la
muñeca, por ejemplo, indicaba una condición «Yang Mayor», un achaque en
45

la vejiga y en los intestinos delgados. A la inversa, un mo doblemente intenso en la


muñeca significaba una dolencia «Yin Mayor» que afectara al bazo o a los pulmones70.
El tratado número 20 del Suwen se decanta por comparar nueve lugares (dieciocho en
total, sumando los lugares del lado derecho y del izquierdo): tres en la cabeza, tres en el
brazo y tres en los pies. Cada uno de ellos proporciona una idea de una parte separada
del cuerpo. Los movimientos en la sien, por ejemplo, anuncian la condición de los ojos
y los oídos, los movimientos de la muñeca corresponden a los pulmones, y los
movimientos de detrás del tobillo, a los riñones71.
El tratado número 17 del Suwen perfila una tercera técnica que postula doce lugares en
el cunkou o «apertura» de las muñecas72.

La disposición de los lugares reflejaba, por tanto, la organización espacial del cuerpo.
La posición superior correspondía a la parte del cuerpo por encima del diafragma, la
posición media, al espacio comprendido entre el diafragma y el ombligo, y la posición
inferior, a la parte baja del cuerpo73.
El Nanjing, el clásico que explora «las dificultades» (nan) surgidas del Neijing,
sustituye posteriormente las palabras de uso diario como «superior», «medio» e
«inferior» y «exterior» e «interior», por el vocabulario técnico de cun, guan y chi,
«flotante» (fu) y «hundi-
46

do» (chen) . El Mojing de Wang Shuhe, la compilación canónica sobre el mo, elimina
las repeticiones en el esquema del Suwen y vincula los lugares de inspección con
vísceras yin y yang específicas más que con amplias áreas como el abdomen y el tórax
(figura 4).
Ni tan siquiera el Mojing representaba la última palabra. Cuando el médico japonés del
siglo XVIII Kato Munehiro revisó la evolución de la palpación china, contó no menos
de ocho formas distintas de sentir la muñeca, en la que cada una de ellas asociaba
lugares a las vísceras en modos dispares74. El Qiemo no era un sistema único y
atemporal, sino que abarcaba un conglomerado de aproximaciones que continuaban
siendo revisadas.
Sin embargo, una asunción unificada recorría todas ellas. Todas las aproximaciones
consideraban evidente que el sentido de qué sentían los dedos dependía de dónde se
sentía. Cuando aparecía bajo el dedo índice, una cualidad dada podía indicar
recuperación; bajo el dedo medio, continuaba en declive. Tal y como lo resume un mé-
dico: «Aunque los tres dedos están separados por meras ranuras por las que apenas pasa
el aire, las enfermedades que éstos indican están separadas por miles de leguas»75. Los
debates chinos en torno a la palpación giraban principalmente alrededor de las
cuestiones acerca de qué lugares debía examinar el diagnosticador y qué implicaba cada
uno de ellos. Si el mo era el lenguaje de la vida, su gramática era topológica.
Visto comparativamente, ésta es quizá la característica más sobresaliente de la
palpación en China: la creencia en la importancia del lugar. Desde Herófilo hasta
Galeno, los diagnosticadores griegos mostraron poco interés, o incluso poca conciencia,
en las distintas sensaciones del pulso en partes distantes. Galeno señala simplemente
que uno inspecciona la muñeca porque ahí el pulso puede ser sentido claramente y sin
ofender la modestia del paciente76. La idea de comparar sistemáticamente lugares
alternativos no afloró nunca77. ¿Y eso por qué? Dado que las arterias brotan todas del
corazón, los médicos esperaban que rasgos como la velocidad, la frecuencia y el ritmo
fueran idénticos en todas partes.
Pero esos rasgos no agotan lo que puede ser sentido y otras cualidades no se manifiestan
siempre uniformemente en cualquier
47

parte. Una vez más, inspecciónese usted mismo. Controle los pulsos en su muñeca
izquierda y derecha y podrá comprobar que cierto día el pulso izquierdo late con mayor
intensidad que el pulso derecho y que, sin embargo, otro día puede ocurrir lo contrario.
Los médicos chinos buscaron deliberadamente tales variaciones y alteraciones. El
qiemo no era una ciencia del pulso.

¿En qué consistía, pues, la palpación de los mo? Un sabio ministro advierte al marqués
de Jin en el Zuozhuan de que los caballos de raza extranjera, no habituados al clima y a
la gente local, se aturullarían fácilmente; y evoca la imagen de sus frenéticos jadeos, el
gol-peo de sangre en sus miembros, sus mo rebosando en tensión, saliéndose. Nos
imaginamos las venas de los nervios sobresaliendo, entumecidas por el miedo, la
excitación y la precipitación de la sangre. Ésta es la referencia más antigua de los mo78.
Originalmente, los mo evocan los vasos sanguíneos.
Hasta hace algunas décadas, los análisis históricos del mo en medicina tenían que
comenzar con el Neijing. Pero en 1973, algunos notables manuscritos fueron
desenterrados de las tumbas de Mawangdui en Changsha. Compuestos o copiados
probablemente en algún momento entre el siglo III a. C. y el año 168 a. C. (la fecha de
las tumbas) –esto es, antes de la compilación del Neijing- obligaron a los historiadores a
replantearse el desarrollo de la medicina clásica china. Dos textos en particular
arrojaron una nueva luz sobre la evolución del pensamiento antiguo acerca del mo. Los
especialistas modernos los han apodado como Zubi shiyimo jiujing (Tratado sobre la
moxibustión de los once mo de las piernas y los brazos) y como Yinyang shiyimo jiujing
(Tratado sobre la moxibustión de los once mo yin y yang)79.
Partes de las principales arterias y venas pueden ser reconocidas en partes de cada uno
de los mo descritos en estos textos, especialmente cuando se hacen visibles cerca de las
articulaciones (cuello, tobillos, rodillas, codos, muñecas). Las referencias recurrentes a
los mo «emergiendo» o «penetrando» en esas coyunturas revelan que los vasos
sanguíneos visibles en la superficie del cuerpo siguieron siendo, como en la anécdota
del Zuozhuan sobre los
48

caballos atemorizados, parte integrante de la imaginación de los mo.


Pero ninguno de los mo corresponde directamente a venas o arterias particulares. El
Gran Mo Yang de la Pierna, por ejemplo, emerge del tobillo externo, se eleva por la
parte posterior de la par-te inferior de la pierna y vuelve a emerger en la rodilla. En este
punto se divide en dos, con una rama funcionando en el muslo y otra recorriendo la
espina dorsal hasta llegar a la parte posterior de la cabeza. Allí se divide de nuevo, con
una rama que finaliza en el oído y otra que pasa por el ojo hasta alcanzar la nariz80.
Ninguno de los principales vasos sanguíneos concuerda con esos serpenteos que van
desde el tobillo hasta el ojo.
Aún más significativo es el silencio en torno al corazón. Los mo de los manuscritos de
Mawangdui ni brotan ni regresan al corazón, y no parece que ninguna interconexión los
una. Recorren la cabeza y el tronco y las piernas y los brazos como once extensiones
independientes. Los mo no eran las arterias y las venas del anatomista. Sólo
parcialmente sus explicaciones se basan en los vasos sanguíneos vistos desde el
exterior. La experiencia interna del dolor era más decisiva.
Uniendo los distintos lugares por los que discurrían los mo estaban el hilo de la dolencia
y su alivio. Las punzadas de dolor en la .parte inferior de la pierna, los espasmos en la
rodilla, las tremendas quejas de sufrimiento en la parte inferior de la espalda y las
nalgas, dificultades auditivas, los espinosos tormentos alrededor de los ojos, todo ello
encuentra remedio en la misma cura: quemar la moxa en el Gran Mo Yang. Y lo mismo
vale para todos los conductos. El Mo de los Dientes, el Mo del Ojo y el Mo del Hombro
deben sus nombres principalmente al hecho de que la cauterización de esos mo
remediaba la incomodidad en los dientes, los ojos y los hombros respectivamente. Para
concebir qué eran los mo y dónde se hallaban, las observaciones sobre cómo y por qué
un lugar del cuerpo aliviaba el sufrimiento en otras partes distantes eran cruciales.
Las conexiones trazadas por el Zubi shiyimo y el Yinyang shiyimo muestran de manera
infalible que eran los antecesores más próximos de los conductos, de los jing o jingmo,
de la acupuntura. La patología y la trayectoria del Gran Mo Yang de la Pierna en el
Zubi shi-
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yimo se aproxima a los vasos del Gran Yang de la Vejiga que más tarde serán
agujeteados en el Neijing, e, igualmente, podemos identificar los correlatos de la
acupuntura de los otros diez mo restantes. En resumen, los manuscritos de Mawangdui
abren una ventana a los orígenes del cuerpo de la acupuntura retratado en la figura 1.
¿Cuál fue la genealogía de la teoría de los conductos en la China antigua? Ma Jixing y
otros expertos han comparado los tratados de Mawangdui entre sí y con el tratado 10 del
Lingshu y han estudiado las elaboraciones teóricas acerca del mo desde el final de los
Reinos Combatientes (476-221 a. C.), pasando por la dinastía Qin (221-206 a. C.) hasta
llegar a la dinastía Han Occidental (206 a. C.-8 d. C.)81. El proceso implicó múltiples
líneas de desarrollo: una figurilla de laca dotada de conductos descubierta en una tumba
de la dinastía Han Occidental en el año 1993 representa sólo nueve mo, si bien su
datación es claramente posterior a los tratados de Mawangdui que describen los once
mo. Es más, dos de los mo grabados en la figurilla no son discutidos en ninguno de esos
tratados82.
Pero el rasgo más sorprendente de las pruebas pre-Neijing (incluida la figurilla de laca)
es la ausencia de cualquier referencia a puntos de acupuntura o, de hecho, a la
acupuntura en general. Tanto el Zubi shiyimo como el Yinyang shiyimo hablan sólo de
tratar mo particulares, sin especificar lugares particulares; además, el tratamiento que
prescriben es la moxibustión y no las agujas.
Lu Shouyan especuló en la década de los cincuenta con la posibilidad de que los
sanadores primitivos comenzaran descubriendo la eficacia de agujar puntos particulares
y luego infirieran gradual-mente una serie de canales para relacionarlos; y durante
mucho tiempo ésta fue una explicación plausible83. Sin embargo, el descubrimiento de
los textos de Mawangdui ha suscitado serias dudas al respecto, y Yamada Keiji, entre
otros, ha propuesto recientemente el escenario opuesto, en el que el descubrimiento de
los mo precede el descubrimiento de los puntos84. Por último, ahora parece posible,
incluso probable, que las teorías sobre los mo se desarrollaran independientemente de
las teorías sobre los puntos.
Con todo, si los mo no fueron inferidos a partir de los puntos, ¿cómo surgió
originalmente la creencia en ellos? Las pruebas ac-
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males no apoyan una visión definitiva del asunto, aunque en el capítulo 5 sugeriré que
la práctica de las sangrías debió desempeñar una función en ello. Sólo podemos estar
seguros de lo siguiente: las consecuencias de esta nueva creencia fueron absolutamente
decisivas. La teoría de los mo no sólo justificaba y, a su vez, hallaba justificación en
terapias como la moxibustión o las agujas, sino que, inesperadamente, iluminaba las
conexiones entre aflicciones tan dispares dispares en apariencia como las punzadas de
dolor en la espalda y los zumbidos en las orejas. Es decir, procuraba un nuevo marco
para la interpretación de la enfermedad. En lo sucesivo, el problema de comprender una
dolencia quedó íntimamente asociado a la tarea de determinar el mo que la gobernaba.
Regresemos ahora al problema de la diagnosis. La lengua inglesa y la española no nos
dejan otra opción que traducir mo de dos modos distintos. Cuando nos referimos a los
objetos de las agujas o (le la moxibustión, traducimos mo por vaso sanguíneo, conducto,
o similar; cuando se trata de la diagnosis, hablamos de pulso. Esto es una herencia de la
esfigmología griega –la bifurcación de la arteria y el pulso, la estructura y el
movimiento–. Lu Gwei-djen y Joseph Needham sostienen simplemente que el término
mo poseía dos significados e incluso los representan con dos caracteres chinos sepa-
rados85. Pero esto oscurece la lógica imperante en la palpación china.
El qiemo comenzó y esencialmente ha perdurado exactamente como lo que su nombre
indica: la palpación de los diferentes mo, es decir, como un procedimiento para rastrear
los cambios en los conductos que tan poderosamente afectan a los dolores y las
capacidades del cuerpo. El mo aprehendido en la diagnosis es el mismo mo que se
quema o aguja en la terapia. El qiemo investiga no sólo la voz que los médicos griegos
denominaban sphygmos, sino una multiplicidad de corrientes vitales.
Ésta es la razón por la que los médicos debían inspeccionar doce lugares diferentes,
porque, a partir del Neijing, los distintos mo eran doce. El Lingshu, el Shanghanlun, el
Jingui yaolue, y el Mojing preservan, de hecho, vestigios de una técnica de diagnóstico
en la que los médicos examinaban doce lugares separados y diseminados en las
extremidades, el tronco, el cuello y la cabeza86. Una cualidad
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flotante en la punta del pie sugiere un estómago hiperactivo mientras que la misma
cualidad sentida en la parte externa de la muñeca señala gases indeseados. El
significado de las cualidades discernidas por medio de los dedos varía con el lugar
debido a que, al principio, lugares distintos pertenecen y expresan distintos mo.
Sin duda alguna, en la dinastía Han posterior, los mo no formaban ya canales
independientes. El Nanjing los asocia juntos en una gran circulación y detalla cómo el
mo moviliza tres cun con cada exhalación y otros tres cun con cada aspiración –seis cun
en total por cada ciclo respiratorio. Una persona realiza 13.500 respiraciones al día y eso
se traduce en el mo realizando cincuenta vueltas al cuerpo. La apertura cunkou en la
muñeca representa la gran confluencia (dahui) del mo, el lugar donde la circulación
comienza y termina, que es la razón, concluye el tratado 1 del Nanjing, por la que los
médicos deben inspeccionar el cunkou.
El Nanjing fue quizá la primera obra en concentrar la palpación exclusivamente en la
muñeca y, al mismo tiempo, la obra en cuya composición dicho procedimiento todavía
requería una justificación. Tal y como reconocen explícitamente las líneas inaugurales
del tratado, «la totalidad de los doce conductos poseen un mo que se mueve (dongmo).
¿Por qué, entonces, examinas el mo sólo en el cunkou para juzgar los cinco zang y los
seis fu, la vida y la muerte, para pronosticar lo fasto y lo nefasto?».
El conocimiento convencional, se deriva de la pregunta, reconocía doce mo móviles. Al
final de la dinastía Han, la gente aún conocía el método más antiguo y laborioso de
comprobar los distintos mo palpando cada uno directamente, en doce lugares
considerable-mente separados en el cuerpo.
Los tratados 2 y 3 del Nanjing subdividen el cunkou en cun, chi y guan, identificando
respectivamente los tres como dimensiones del yang, del yin y de la división entre
ambas. Aquí la interpretación se hace relativa. La zona de la cabeza es yang, la zona de
los pies es yin; la zona de las puntas de los dedos es yang, la zona del tronco es yin; la
superficie es yang y las profundidades internas son yin. Recordemos que el método del
Suwen para interpretar la muñeca asociaba el cun con la parte superior, yang, del
cuerpo, el chi, con la parte in-
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ferior, o yin, del cuerpo, mientras que el guan quedaba asociado a las vísceras del
medio. El tratado 18 del Nanjing irá más lejos y asociará el cun, el guan y el chi con las
dimensiones celeste, humana y terrestre. Del mismo modo en que el cuerpo
microcósmico reproduce las dinámicas del yin y del yang del macrocosmo, las
dinámicas yin y yang del cuerpo microcósmico podrían a su vez concentrarse en la
apertura de la muñeca. La analogía topológica hace innecesario realizar la
comprobación de la cabeza a los pies y la captación del mo viene a parecerse a la toma
del pulso.
Sin embargo, las apariencias engañan. A diferencia de la toma del pulso, el qiemo no
pretende jamás juzgar los movimientos de las arterias que enraizan en el corazón.
Aunque los médicos de la dinastía Han proponían una circulación continua y exploraron
cómo podían alterar un mo tratando otro distinto, esta circulación no tenía ni centro ni
punto de partida. Había un mo para el corazón, pero no se le atribuía ninguna prioridad
especial87. Si se observa la figura 4, se verá que el lugar para inspeccionar el corazón es
uno más entre los doce.
Cada mo poseía su propia dinámica distinta. Las primeras intuiciones de un cuerpo
organizado en dominios separados y gobernados por mo separados no fueron arrasadas
con la emergencia de la teoría de la circulación. Fue precisamente debido a que el mo no
cambiaba uniformemente y al unísono cómo el qiemo pudo decir al médico cuál de ellos
debía ser cauterizado o pinchado.
Es más, la anotación de las disparidades entre los distintos lugares es todavía más
importante para la acupuntura y la moxibustión que para la prescripción de fármacos.
Las historias de casos recogen principalmente sólo las cualidades discernidas –«flotante
y resbaladizo» dicen, o «hundido y débil»– sin distinguir entre lugares específicos. La
comparación topológica no era siempre una prioridad.
Incluso así, la creencia en la significación profunda de la diferencia local no varió
nunca. Para el influyente Li Gao (1180-1255), el mo de la muñeca izquierda revelaba las
aflicciones debidas al viento y al frío y otras nocivas aspiraciones que invadían desde el
exterior, mientras que las deficiencias internas causadas por regímenes defectuosos
aparecían en la muñeca derecha88. En la dinastía Ming,
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cuando Li Zhongzi (1588-1655) enseñaba que los riñones y el estómago gobiernan la


vitalidad prenatal y postnatal respectivamente, también se dirigía la atención del
diagnóstico a dos lugares del pie que, en el antiguo método de palpar separadamente
cada uno de los doce mo, correspondían «al mo móvil» de esas dos vísceras89. Mientras
que el pulso cuenta una sola historia enraizada en el corazón, las revelaciones narradas
por el mo estaban siempre sujetas, al menos de manera latente, a múltiples versiones
locales.

Pero los mo no diferían respecto al pulso únicamente en su multiplicidad. La dicotomía


griega entre estructura y función —la escisión entre arteria y pulso— está también
ausente de la concepción del mo. El Lingshu declara: «Lo que reprime el qi nutriente y
no le permite escaparse se denomina mo»90. Y el Suwen afirma: «El mo es la morada
(fu) de la sangre». Leídos en sí mismos, estos pasajes nos invitan a imaginar conductos
tubulares que amurallan los fluidos vi-tales. Pensamos en arterias y en venas.
Pero el pasaje del Suwen no se detiene ahí:

El mo es la morada de la sangre. Cuando es largo, el qi está estable. Cuando es breve, el qi está achacoso.
Cuando es rápido, el corazón está agitado. Cuando es extenso, el achaque está progresando. Cuando
predomina la parte superior, el qi aumenta. Cuando predomina la parte inferior, el qi se infla. Cuando es
intermitente, el qi se debilita. Cuando es fino, el qi es deficiente. Cuando es áspero, duele el corazón91.

Si bien es cierto que «la morada de la sangre» nos hace pensar en los vasos sanguíneos,
adjetivos tales como «estable», «rápido» e «intermitente» protestan diciendo que no,
que lo que realmente se está discutiendo aquí es el pulso. Por tanto, es erróneo afirmar
simplemente que el término mo posee dos significados: la dualidad de las versiones en
inglés o en español es el resultado de un artificio de la traducción. Los mo no son ni los
vasos sanguíneos ni el pulso, al menos no tal y como nosotros los concebimos, anatómi-
camente.
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Basta con observar cómo son aprehendidos. En la antigüedad, en el tratado sobre el mo
exhumado de las tumbas de Zhangjiashan, nos topamos con médicos que se concentran
en seis cambios: si el mo estaba pleno (ying) o vacío (xu), en calma (jing) o en
movimiento (dong) , resbaladizo (hua) o áspero (se)92. ¿Cómo debería traducirse aquí el
término mo? «Pleno» y «vacío» bien podrían caracterizar los contenidos de la arteria,
pero «en calma» y «en movimiento» parecen describir por el contrario la actividad del
pulso. Y normalmente no diríamos ni de la arteria ni del pulso que son «resbaladizos» o
«ásperos». No obstante, en el arte del qiemo, lo resbaladizo y lo áspero se encuentran
entre los signos más privilegiados.
«Al palpar el chi y el cun», observa el tratado 5 del Suwen, «uno comprueba si el mo es
flotante (fu) o hundido (chen) , resbaladizo o áspero, y conoce así el origen de la
enfermedad»93. Del mismo modo, el tratado 10 del Suwen señala que si los cinco colores
son lo que el ojo debe diagnosticar, lo que los dedos deben distinguir en el mo son lo
pequeño y lo grande, lo resbaladizo y lo áspero, lo flotante y lo hundido. El Nanjing
sustituye «lo pequeño y lo grande» por «lo largo y lo corto», pero los otros dos
contrastes permanecen idénticos: lo flotante frente a lo hundido, lo resbaladizo frente a
lo áspero94.
¿Qué hace que estas distinciones sean tan decisivas? No eran des-de luego las únicas
cualidades investigadas en el qiemo; las listas completas contabilizan veinticuatro o
veintiocho distinciones básicas, o incluso más. Sin embargo, por alguna razón, los
clásicos médicos escogieron especialmente estas cuatro como los signos que albergaban
las más vitales confidencias. Al juzgar el florecimiento o el marchitamiento de la vida
de una persona, uno tenía que inspeccionar el mo y preguntar: ¿es flotante o hundido,
resbaladizo o áspero? Pero ¿por qué?
En este punto debemos diferir la discusión de la primera pareja hasta el capítulo 4. La
lógica de lo flotante y lo hundido nos conduce más allá de la imaginación del mo e
implica el problema global de la organización de la vida en el cuerpo chino. Por otro
lado, el interés por lo resbaladizo y lo áspero ilumina directamente el modo en que la
sensación del mo difiere, tanto en concepción como en técnica, de la palpación del
pulso.
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Si un mo resbaladizo señalaba aflicciones relativas al viento (feng), un mo áspero


designa una parálisis (bi)95; un mo resbaladizo indica una ligera fiebre y un mo áspero,
un ligero resfriado96; un mo flotante y resbaladizo era típico de las enfermedades
recientes, y un mo pequeño y áspero, de los achaques crónicos97; un mo resbaladizo
significaba una respiración yang sobreabundante, y un mo áspero, sangre yin en
exceso98. Éstos eran algunos de los modos en que lo resbaladizo y lo áspero implicaban
diagnósticos contrastados. Pero para nosotros las revelaciones más interesantes residen
más bien en el contraste de sus percepciones definitorias.
¿De qué modo diferían lo resbaladizo y lo áspero? El mo resbaladizo «viene y se va en
un flujo resbaladizo, rodando rápido, continuamente hacia delante» (liuli zhanzhuan
titiran) , dice Wang Shuhe99. El mo áspero es justo lo contrario: es «fino y lento, su
movimiento es difícil y disperso, a menudo se detiene, momentáneamente, antes de
llegar»100; uno tiene la impresión de que el flujo se hace áspero cuando se resiste,
cuando se mueve adelante laboriosamente, en lugar de deslizarse suave y fácilmente.
«Como cortar el bambú», dice el Mojue101.
Tales descripciones hablan de las intuiciones centrales que guían la palpación china. El
carácter mo (......) combina el radical de la carne (......), que designa parte del cuerpo, y
el pictograma (.......) para las bifurcaciones de los canales102 Una variante anterior estaba
compuesta por el signo de la sangre en lugar del radical de la carne –una variante que el
Shuowen jiezi (c. 100 d. C.), el primer diccionario etimológico en China, analiza como
«el flujo de sangre que se bifurca». Nos imaginamos los fluidos vitales recorriendo el
cuerpo103. Lo resbaladizo y lo áspero reflejan la fluidez excesiva o las vacilaciones
fluctuantes de su curso.
Las analogías entre los ríos de la tierra y las corrientes de sangre y hálito en el cuerpo se
repiten a lo largo de todo el mundo en la poética del microcosmo y el macrocosmo, y
las hallamos en más de una ocasión en los escritos anteriores a la dinastía Qin y en la
China de la dinastía Han. Así, el Guanzi denomina al agua «la sangre y el hálito vital de
la tierra»104, y el Lingshu empareja más específicamente los seis ríos principales de
China con los seis mo primordiales del
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cuerpo105. Wang Chong (27-100?) explica: «Los cien ríos de la tierra son como los
arroyos de sangre (xuemo) en el hombre. Tal y como los arroyos de sangre fluyen,
penetrando y propagándose, y se mueven y se detienen de acuerdo con su orden natural,
lo mismo ocurre con los cien ríos. Su flujo y reflujo, desde el alba hasta el crepúsculo,
son como la expiración y la inspiración del hálito vital (qi) »106.
Sin embargo, debido precisamente a lo familiar del tropo, podemos pasar por alto su
especial significación para la palpación. Y ésta consiste en lo siguiente: los mo son más
como ríos que como conductos107. Su rasgo distintivo consiste en fluir. Cuando Alfred
Forke tradujo este parágrafo, sucumbió al encanto de la anatomía y convirtió la
expresión xuemo en «vasos sanguíneos». Pero de lo que aquí se trata es de algo que
refluye, disemina y penetra. «Arroyos de sangre» es seguramente la traducción más
natural, la más exacta. Los xuemo constituyen las corrientes vitales del cuerpo.
En los textos médicos algunas veces el mo «se mueve» (dong) y rara vez «late» (bo) .
La mayoría de las veces llega (lai) , sale (qu) , viaja (xing) y fluye (liu)108. Tres cun con
cada inhalación; tres cun con ca-da exhalación. La gramática del término se resiste a
cualquier identificación fácil del mo con los vasos sanguíneos. Pero traducir mo como
«pulso» es también poco razonable.
«El pulso», explica Charles Ozanam en su tratado sobre la fisiología del pulso (1884),
«es el movimiento de sucesivas dilataciones y contracciones que la agitación de la
sangre impulsada mediante la sístole del corazón imprime en el árbol arterial».

La esencia del pulso no es, por tanto, totalmente idéntica a la de la circulación. La circulación se refiere a
la progresión de la sangre, a la materia progrediens. El pulso es la forma que dicha progresión imprime
en las pare-des de los vasos sanguíneos, la forma materiae progredientis109.

Con sus llegadas, salidas y viajes, el mo se asemeja más a la circulación que al pulso.
En lugar del crecimiento y la disminución verticales de las arterias hacia y desde la
superficie corporal, los médicos chinos trataron de sentir el caudal horizontal de la
sangre y el hálito paralelos a la
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piel. El Suwen glosa lo resbaladizo y lo áspero en términos de oposición entre «seguir»


(cong) y «resistir» (ni), y el Lingshu asocia los dos pares –lo resbaladizo y lo áspero, el
cong y el ni– a las lecciones de ingeniería hidráulica110. «Seguir» (cong) consistía en
fluir o ir de acuerdo con el flujo; «resistir» (ni) era ir contra él. El entusiasmo por
determinar lo resbaladizo y lo áspero reflejaba la creencia de que la vida fluía.
Sin embargo, ¿qué implica realmente aprehender el flujo? ¿En qué modo el tacto que
verifica el caudal de vitalidad difiere del que interroga el pulso arterial? Es
especialmente en relación con esta cuestión del estilo háptico donde el interés de lo
resbaladizo y lo áspero se muestra revelador. Pues los médicos no buscaban estas
cualidades únicamente en los mo. Muy pronto en la historia del diagnóstico chino los
encontraron también en el chi; es decir, en la piel del antebrazo interno, cerca del
hombro.
El Emperador Amarillo dijo a Bo Qi: «Deseo ser capaz de nombrar la enfermedad, de conocer qué está
pasando dentro estudiando el exterior; y deseo hacerlo sin observar el color facial o sentir el mo, sino
solamente a través de un examen del chi. ¿Cómo hacerlo?
Qi Bo replicó: «Puede determinar la forma de la enfermedad examinando el chi para ver si está relajado o
tenso, si es pequeño o grande, resbaladizo o áspero, y sintiendo si la carne es firme o fofa... Si la piel del
chi es resbaladiza, lúbrica, grasienta, está tratando usted con viento. Si la piel del chi es áspera, está usted
tratando con una parálisis inducida por viento111.

La palpación del antebrazo fue considerada durante un tiempo como inestimable para
comprender la enfermedad. Las referencias a esta técnica aparecen a lo largo del
Neijing e incluso encontramos un tratado (Lingshu, tratado 74) dedicado enteramente a
esta forma de diagnosis. Quienes la dominaban podían, sólo en base a ese dominio,
conocer «lo que estaba ocurriendo dentro». Así, en la antigüedad, existían realmente
dos formas principales de diagnosticar tocando: además de la palpación del mo, existía
también la palpación del chi.
Ambas tenían mucho en común. «Me permito preguntar», pre-
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gunta el Emperador Amarillo, «¿en qué modo las formas de la enfermedad están
relacionadas con el hecho de que el mo esté relajado o tenso, sea pequeño o grande,
resbaladizo o áspero?», esto es, nombrando exactamente las mismas seis cualidades
citadas en el pasaje anterior y consideradas esenciales para diagnosticar el antebrazo.
No es una coincidencia. Las cualidades del mo y las del chi eran comparables porque,
de hecho, eran comparadas con regularidad. Tal como expone Qi Bo:

Si el mo está tenso, la piel del chi está también tensa. Si el mo está relaja-do, la piel del chi está también
relajada. Si el mo es pequeño, la piel del chi está también reducida y le falta qi. Si el mo es grande, la piel
del chi está también llena, hinchada. Si el mo es resbaladizo, la piel del chi es también resbaladiza. Si el
mo es áspero, la piel del chi es también áspera112.

Sin embargo, no siempre ambos cambiaban al unísono. De hecho, era precisamente


porque desplegaban a menudo signos completamente dispares por lo que su
comparación resultaba crucial. Si los conductos estaban llenos, por ejemplo, el mo
estaría tenso mientras que el chi estaría relajado113. La combinación de un chi áspero y
un mo resbaladizo anuncia mucha transpiración. Si el chi no está caliente y el mo es
resbaladizo, la molestia es el viento114. Si el chi se percibe frío y el mo es fino, significa
diarrea115.
Las últimas dos observaciones merecen un comentario. Además de las seis distinciones
anteriormente mencionadas, los médicos también inspeccionaban si el chi estaba frío o
caliente. El tratado 73 del Lingshu los identifica en realidad como dos de las cuatro indi-
caciones elementales: al sentir si la piel está fría o caliente, si está resbaladiza o áspera,
los médicos pueden saber dónde reside la enfermedad116.
Ahora bien, observar el frío o el calor de la piel no tiene nada de extraordinario.
Podemos reparar en estas cualidades incluso en el curso de nuestra vida cotidiana, al
tocar el brazo de un amante, al sentir el antebrazo de un niño. Los preceptos del Suwen,
por otro lado, son algo más sorprendentes: recomiendan a los médicos que comprueben
el calor o el frío en el mokou (=cunkou) , la «apertura-mo» en
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la muñeca. Muy poco qi en los canales subsidiarios y un exceso de qi en los vasos


principales se manifiestan en un mokou caliente y en un chi frío; si, al contrario, los
vasos principales merman y los canales subsidiarios se hinchan, el chi estará caliente y
el mokou, frío y áspero117. En pocas palabras, los médicos buscaban las mismas
cualidades en las muñecas que en el antebrazo. El mo podía ser caliente o frío,
exactamente igual que la piel del antebrazo interno.
En la medicina postclásica, los médicos parecen olvidar el diagnóstico del chi. No por
coincidencia, quizás, también dejan de preguntar acerca del frío o el calor en el mo. (Por
supuesto, continúan infiriendo rutinariamente el resfriado y la fiebre en el cuerpo a par-
tir de los cambios en el mo. Pero ésta es otra cuestión: aquí hablo de sentir esas
cualidades directamente en la propia muñeca.) No obstante, el hecho de que en un
momento consideraron significativo y necesario sentir el calor o el frío del mo nos
recuerda la estrecha relación entre «la toma del pulso» chino y la palpación de la piel. El
qiemo y la inspección del chi eran formas paralelas de tocar cuyas revelaciones estaban
estrechamente entrelazadas.
Juzgar lo resbaladizo o lo áspero era básico para ambas. A veces, nuestros dedos se
deslizan suavemente y sin esfuerzo sobre la piel; en otras ocasiones, se enganchan y se
arrastran, y uno tiene que tirar de ellos conscientemente. Las similitudes y el vínculo
entre la palpación de los mo y el diagnóstico del antebrazo dan a entender que el
primero pudo comenzar como palpación a lo largo de los mo, que en origen los
sanadores palpaban quizás el curso entero de cada mo para comprobar, directamente, los
distintos caudales de la vida de una persona.
La gente puede mentir, pero los mo, no. El emperador He (89-105 d. C.), registra la
Historia de la dinastía Han Posterior, quería poner a prueba las aptitudes de Gou Yu,

así pues, seleccionó a un sirviente con delicadas manos y muñecas y lo situó detrás de una cortina junto a
una chica, de manera que cada uno enseñaba un brazo. Entonces, solicitó a Yu que examinara el mo de
ambos brazos y le pidió que identificara la molestia del «paciente». Yu dijo: «El brazo iz-
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quierdo es yang y el brazo derecho es yin. Un mo es claramente macho o hembra. Pero


este caso parece ser algo diferente y este servidor suyo está desconcertado por el
motivo». El emperador suspiró en señal de admiración y alabó su destreza118.

El descubrimiento de que se podían escrutar secretos vitales sobre la gente tocando


simplemente sus muñecas debió parecer en otro tiempo una maravilla. Incluso ahora,
cuando la dilatada familiaridad ha debilitado nuestra capacidad de sorpresa y las
avanzadas tecnologías de la imagen han disminuido drásticamente su uso, al menos en
Occidente, incluso ahora, no tenemos más que rastrear los cambios que se producen en
nuestras muñecas para recobrar una sensación de misterio.
Las imágenes del pasado testimonian de manera elocuente el impacto de este
descubrimiento. Nos recuerdan cómo el arte de la palpación vino a gobernar sobre la
más profunda concentración, la más entusiasta curiosidad, y cómo el arte de curar se
hizo impensable sin él (figuras 5-8). Con todo, nos dicen poco acerca del contenido
interno de ese gesto, sobre cómo y qué sabían realmente los dedos.
Los médicos de la China y Grecia antiguas se aferraban final-mente a la muñeca, lo cual
es en sí mismo digno de mención. No hay, lo hemos visto ya, nada instintivo u obvio en
ese gesto: los mundos de conocimiento que inaugura eran desconocidos incluso para
Hipócrates. Su emergencia común en la medicina griega y china insinúa, por tanto,
afinidades latentes en el modo en que esas dos tradiciones se desarrollaron.
Nuestra presente preocupación concierne, sin embargo, a la diferencia y a la
complejidad del acto de tocar. Dos personas pueden situar sus dedos en el «mismo»
lugar y, no obstante, sentir cosas enteramente diferentes. Donde los médicos griegos
aprehenden el mecanismo del pulso, los médicos chinos indagan el mo. La divergencia
responde más a una cuestión de experiencia que de teoría. Los médicos griegos y chinos
conocían el cuerpo de forma diferente porque lo sentían de manera diferente.
Por supuesto, lo contrario también se sostiene. Podríamos decir
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igualmente: lo sentían de manera diferente porque lo conocían de forma diferente. Mi
argumento no trata sobre la precedencia, sino sobre la interdependencia. Las
preconcepciones teóricas moldea-ron y fueron moldeadas inmediatamente por los
contornos de la sensación háptica. Ésta es la lección primordial que pretendo des-tacar:
cuando estudiamos las concepciones del cuerpo, no sólo examinamos construcciones en
la mente, sino también en los sentidos. Los médicos griegos y chinos aprehendieron el
cuerpo de manera distinta, tanto en sentido literal como figurado. La asombrosa alte-
ridad de las tradiciones médicas implica desde luego estilos alternativos de percibir.
¿Qué entraña un estilo perceptivo? Este capítulo ha destacado la influencia del supuesto
objeto de percepción. Hemos aprendido que las interpretaciones del pulso y del mo
suponen expectativas radicalmente divergentes sobre qué puede y debe ser sentido. Pero
aún tenemos que considerar otro factor esencial, un elemento absolutamente
fundamental tanto para el pensamiento como para la sensación. Me refiero al lenguaje.
Debemos dirigirnos ahora hacia la función y el uso de las palabras.
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Capítulo 2
La expresividad de las palabras

Las ideas chinas acerca del pulso, opina J. J. Menuret de Chambaud (1733-1815), «son
o parecen ser muy diferentes a las del resto de los pueblos»119. Mientras que algunos
pulsos chinos «se ajustan bastante a los que Galeno estableció, y que todos los médicos
reconocen..., la mayoría son nuevos para nosotros, y parecen muy sutiles y difíciles de
aprehender».

¿Qué relación puede haber, después de todo, entre el latido de una arteria y el movimiento del agua
descendiendo por una grieta, un hombre desatando su cinturón, o alguien queriendo enrollar algo pero a
quien le falta tela para completar la vuelta?120

Los escritos chinos estaban repletos de percepciones misteriosas.


Sin embargo, al componer su artículo sobre el pulso («Pouls») para la Encyclopédie de
Diderot, Menuret de Chambaud se sentía in-seguro sobre hasta qué punto esas
percepciones eran realmente ajenas. Sabía que a menudo las traducciones empañaban,
incluso distorsionaban, los contornos de las sensaciones. Así que vacilaba. Tras
aventurar inicialmente que las doctrinas chinas «son o parecen ser muy diferentes», más
adelante en el artículo cambió claramente de opinión. «La teoría china sobre el pulso»,
concluye, «no parece divergir demasiado de nuestras ideas... Si algunos lugares
convulsionan nuestra forma de pensar, quizás el error no reside únicamente en la
terminología y en los giros de expresión, y debiera atribuirse Incluso con mayor
probabilidad a la torpeza de quienes nos transmitieron las sensaciones de los chinos»121
Esto es lo más probable: que la oscuridad de lo que los médicos chinos escribieron se
debiera «principalmente al modo en que se expresaron, a su apenas comprendido estilo
alegórico»122. Existía la
67
posibilidad de que en los textos chinos resonaran verdades familiares, pero con una voz
desconocida.
Antes, en ese mismo siglo, John Floyer ofreció una visión más fresca. Distinguió en los
textos sobre el pulso chino la voz de una predisposición alternativa. «Los europeos
destacan en el razona-miento y en el juicio, y en la claridad de la expresión», sugirió,
mientras que «los asiáticos poseen una alegre y voluptuosa imaginación»123. Los estilos
de escritura reflejaban estilos de pensamiento. Los europeos apreciaban la sobria
precisión racional; los chinos eran extravagantes y poéticos.
Floyer daba por sentado que la sobria razón era preferible, pero, con todo, no
despreciaba las enseñanzas chinas como delirios. Los testigos presentes en China lo
habían convencido acerca de la maravillosa «destreza local sobre los pulsos». Al leer
sobre las doctrinas chinas, Floyer encontró «buen sentido, aunque expresado al modo
asiático, cuyas palabras son como una suerte de jeroglíficos, así como sus caracteres; y
sus expresiones se ajustan mejor a la poesía y la oratoria que a la filosofía»124. Al
acusarlos de exceso de imaginación, no se estaba mofando superficialmente como
haciendo en realidad un esfuerzo para suponer, al igual que Menuret de Chambaud, por
qué los escritos que debieran haber iluminado los secretos generaban al contrario
rompecabezas.
Floyer razonaba: los médicos chinos gozaron del conocimiento de «experiencias
curiosas, examinadas y aprobadas durante cuatro mil años»125. Durante milenios de
atenta observación habían acumulado un conocimiento real sobre el cuerpo; su éxito
práctico para diagnosticar y curar estaba probado. Por tanto, si sus textos parecían
inescrutables y extraños, el problema no consistía en el conocimiento en sí, sino en su
formulación, en su refracción por medio de la «voluptuosa imaginación». Los médicos
chinos sabían auténticas verdades, pero de un modo desconocido, exótico.
¿Su análisis estaba en lo cierto? ¿Qué significa en última instancia el estilo? ¿Qué nos
dice el modo en que la gente habla sobre cómo y qué saben? La rareza de las
descripciones chinas parecía revelar la rareza de las percepciones chinas, pero era
posible que fueran
68
sólo las palabras las que despistaban. Para Menuret de Chambaud, para John Floyer, la
única certeza era la alteridad insólita, desconcertante, del discurso «alegórico» chino. La
voz extraña.
Hay un desfase entre tocar y sentir. Las percepciones no son experiencias crudas. Lo
que percibimos cuando tocamos algo depende en gran medida de cómo lo tocamos, de si
colocamos nuestras manos con tiento o lo asimos con fuerza, de si nuestros dedos lo ex-
ploran con delicadeza o lo golpean impacientemente. Pero el modo en que manipulamos
un objeto depende, a su vez, de cómo lo concebimos. La delicadeza con la que
sostenemos una antigüedad china se desvanece cuando asimos las modernas imitaciones
de plástico. La manera en que acariciamos el rostro de una persona ama-da no tiene
nada que ver con el modo en que apartamos, involuntariamente, a alguien que
despreciamos o tememos.
Parte de la extrañeza de los escritos chinos puede explicarse en ese sentido. Tal y como
ha revelado el capítulo 1, el mo y el pulso eran aprehendidos de manera diferente, bajo
los dedos y en la mente. La primera impresión de Menuret de Chambaud era cierta:
muchas distinciones chinas eran nuevas. Los médicos en China detectaban lo
resbaladizo y lo áspero donde los tomadores de pulso griegos no lo hacían, pues sentir
el mo no significaba sentir algo que fluía. A la inversa, los rasgos que Herófilo y Galeno
consideraban muy reveladores en el mensaje del pulso —el ritmo, por ejemplo—
quedaban regularmente sin nombrar o sin ser reconocidos (y apenas habrían tenido
sentido) en el qiemo, ya que presuponían una representación de las arterias pulsantes.
Palabras mutuamente desconocidas nombraban percepciones mutuamente ajenas.
Pero esta explicación es, en sí misma, demasiado simple. Ignora, para empezar, el modo
en que el lenguaje esculpe las percepciones, el modo en que las palabras dan forma, al
tiempo que etiquetan, lo que sienten los dedos. Un sistema de diagnóstico que sólo
habla de «duro» y de «blando» adiestra la mano sólo para se-parar lo duro de lo blando.
Un discurso que empalma lo «tenso» con lo «duro», lo «flojo» con lo «frágil»,
promueve un tacto más fino.
Y, en cualquier caso, el problema del lenguaje y la percepción va
69
más allá de la idiosincrasia del vocabulario local, de la sensibilidad
insensibilidad china o europea respecto a cualidades particulares. Además de utilizar
palabras diferentes, también, y más fundamentalmente, los diagnosticadores en China y
en Europa usaban las palabras de manera diferente. Es precisamente este contraste en
el uso lo que quisiera explorar, el modo en que las formas de hablar se relacionan con
las formas de conocer.
John Floyer consideraba que la razón y el juicio se reflejaban en la claridad europea, y
la contrastaba con el juego, en China, de la alegre y voluptuosa imaginación. Pero la
claridad, en Europa, era no tanto un rasgo característico, como una característica ideal,
no tanto un hecho, como un deseo. Históricamente, lo que marcó el discurso occidental
sobre el pulso fue sobre todo la feroz ansia de claridad. Cuando Floyer y Menuret de
Chambaud denominan al estilo chino imaginativo y alegórico, delatan en parte su
admiración por un pueblo aparentemente libre de ese anhelo, una cultura curiosamente
indiferente también, incluso ignorante, respecto al afán de transparencia.
Nada nos obliga ahora, sin embargo, a considerar ese afán como algo menos extraño
que su falta. La cuestión de los estilos divergentes no es un problema de una sola cara
(por ejemplo, la china); la compulsión por aclarar es en sí un enigma. Es más, este
enigma reside en el núcleo de uno de los rasgos más notables del conocimiento del
pulso. Me refiero a su ligera fragilidad.

La fragilidad del conocimiento háptico


Considérese hasta qué punto el conocimiento del mo sigue siendo crucial, incluso hoy,
para conocer el cuerpo. Considérese el hecho de que los practicantes de la medicina
tradicional china consultan aún clásicos como el Mojing, en sus versiones originales y
modernas, para la orientación clínica. Considérese que el qiemo permanece todavía muy
vivo.
Y, entonces, considérese el hecho de que la toma del pulso apenas sobrevive en la
medicina occidental, que se ha convertido en
70

una ciencia marchita, miserable, que se limita principalmente al mero recuento de los
latidos. Los médicos investigan ahora la esencia de la lengua del corazón en máquinas,
que la traducen a gráficos y números, antes que bajo los dedos, que en el conocimiento
háptico. Los tomos clásicos sobre el adiestramiento del tacto acumulan polvo, como una
tradición anticuada.
¿Qué hacer con este contraste? Superficialmente, la cuestión puede parecer trivial.
Después de todo, la medicina tradicional china es tradicional —esto es, pretecnológica
— mientras que la medicina occidental contemporánea, decididamente no. El declive
del diagnóstico por medio del tacto en Occidente parece casi inevitable, una
consecuencia natural de la emergencia de la tecnología moderna. Concedemos de
inmediato que la precisión y la objetividad de las máquinas hacen que el tacto humano
parezca irremediablemente obtuso e inseguro126.
Pero esta interpretación invierte el orden histórico de las cosas. De hecho, las dudas
respecto al diagnóstico mediante el pulso preceden a —e incluso sirvieron de estímulo a
la invención de— las máquinas tales como el esfigmógrafo y el electrocardiógrafo. Los
destinos separados del qiemo y de la toma de pulso tienen raíces más profundas que la
división entre la aproximación tradicional y tecnológica de la medicina.
El capítulo 1 mencionaba a médicos europeos y americanos proclamando la
indispensabilidad del estudio del pulso; resultaría sencillo citar a muchos otros. No
obstante, leídos en su contexto, tales pronunciamientos parecen a menudo más
defensivos que laudatorios, al anticipar intentos por revitalizar un arte en declive y
reclamar una sabiduría perdida. Así, el tratado sobre el pulso de Henri Fouquet de 1767
comienza por declarar confidencialmente: «Los médicos se muestran de acuerdo en que
la forma más útil de conocimiento que gobierna la medicina es el conocimiento del
pulso». Pero, entonces, Fouquet agrega inmediatamente, «sin embargo, parece», y uno
no puede sino señalar esto con sorpresa, «que esta rama del arte ha avanzado muy poco
durante varios siglos. Es más, el estudio del pulso ha sido desdeñado durante mucho
tiempo...»127.
Théophile de Bordeu, coetáneo de Fouquet, habla incluso de
71

que las doctrinas clásicas sobre el pulso habían «caído en el olvido»128; y James Nihell
comienza su estudio del pulso concediendo que el arte sobre el que se propone escribir
estaba «tan poco considerado» que «hacía tiempo que había caído en descrédito»129.
Siglos antes de que llegara su hora, la fe en el pulso ya titubeaba.
¿Por qué? Una preocupación crónica era la idiosincrasia de las percepciones: no toda la
gente siente las cosas del mismo modo. Un experto detecta un pulso «reptante» donde
un principiante no halla nada inusual. ¿Quién está en lo cierto? Puede que la discrepan-
cia resida en el tacto flojo del principiante. Pero, de nuevo, el presunto experto puede
estar mintiendo.
O alucinando. A pesar de haberlo intentado durante meses, el médico del siglo XVIII
Duchemin de l'Étang aún era incapaz de distinguir los pulsos nombrados por los
autoproclamados expertos de su tiempo. «Fue a partir de ese momento», relata, «cuando
empecé a sospechar que debía de haber algo de entusiasmo e imaginación detrás de todo
ese asunto»130. Si otros afirmaban percibir lo que él no podía, quizás era que realmente
se estaban engañando a sí mismos. Quizás la deslumbrante fábrica de la revelación
esfigmológica era una nueva vuelta de tuerca del autoengaño, como el traje nuevo del
emperador.
Las ideas específicas, como la imagen de la arteria pulsante, pueden dar forma a lo que
sienten los dedos. Pero no menos influyentes son las actitudes generales, tales como la
confianza o la sospecha. «Cuanta más información espera obtener un médico del
pulso», señala Milo North en 1826, «tanta menos recibirá».

Y me parece igualmente evidente que cuando un hombre siente incertidumbre, por mucha dependencia
que se pueda colocar sobre ello, permanecerá totalmente ignorante sobre la naturaleza de sus
comunicaciones. No puedo sino pensar que es este escepticismo, más que cualquier defecto orgánico del
pulso o deseo de términos definidos, lo que ha puesto de moda hablar con ligereza sobre las indicaciones
del pulso131.

La mayoría de los pulsos no son sencillos e inconfundibles, y uno debe aprender a


percibirlos. Sin embargo, si uno sospecha desde el
72

comienzo que no hay nada que aprender, entonces, de hecho, no aprenderá nada.
Cuando el médico inglés Richard Burke no podía discernir lo que otros describían,
pronto dejó de intentarlo convencido de que «esos escritores [sobre el pulso]... han
refinado demasiado, y después de todo el pulso no es tan importante como algunos han
querido hacernos creer»132. El conocimiento del pulso era exquisitamente vulnerable a la
duda.
¿Puede esta duda resolverse? Todos los esfigmólogos conceden que algunas personas
pueden ser más sensibles que otras y que la formación es en todo caso esencial. Pero
incluso para que esta formación sea posible, uno debe ser capaz de decir, con precisión
y sin ambigüedad, qué pueden sentir los dedos. Una y otra vez, los críticos y los
defensores del diagnóstico mediante el pulso regresan por igual a este punto como si
fuera el verdadero quid de la cuestión: para enseñar o aprender las variedades del pulso,
uno necesita palabras claras. Sin embargo, la claridad se mostraba siempre esquiva.

Se abren los tratados de Galeno sobre el pulso esperando aprender el modo en que los
médicos griegos interpretaron el pulso, pero pronto se encuentra uno totalmente
perdido. Pues uno mismo se descubre leyendo más sobre semántica que sobre
semiología, más sobre la definición de las palabras que sobre el reconocimiento de las
enfermedades. Cientos y cientos de páginas consagrados a fijar, precisar, explicar el
sentido de los términos. ¿Qué quiere decir, se pregunta Galeno, un «pulso fuerte» o un
«pulso grande»? ¿Cómo logra uno separar lo «rápido» de lo «frecuente»?
Los estudiosos modernos han juzgado estas páginas como insoportablemente tediosas.
«Las más desagradables de todas para leer», afirma Vivian Nutton; «Galeno en su peor
vertiente», se queja C. R. S. Harris133. Con todo, no hay duda sobre la sinceridad de Ga-
leno; para él, una verdadera ciencia del pulso se erige o decae con el uso exacto de las
palabras. El anhelo de lucidez es muy antiguo.

Podemos imaginar numerosos factores que contribuyeron a este anhelo. La


multiplicidad de las lenguas mediterráneas, por ejem-
73

plo. Galeno se lamenta: los médicos que viven en lugares dispares y hablan dialectos
diferentes no sólo nombran los pulsos de manera distinta, sino que agravan la confusión
con su orgullo de estrechas miras, su insistencia en los usos locales y su burla de los
términos foráneos134. Otra influencia, todavía más poderosa, la constituye la tradición
filosófica que desciende de Sócrates hasta Platón, que puso un encendido énfasis en la
definición; una tradición asociada de por sí con la popularidad de los debates y las
disputas públicas en la sociedad griega. La época de Galeno vivía una ola de renovación
de sofistas y oradores, la emergencia de la Segunda Sofística, cuando los vínculos entre
medicina, filosofía y retórica se hicieron más fuertes que nunca. Así, Elio Arístides
caracteriza al profesor de Galeno, Sátiro, como médico y sofista al mismo tiempo.
«Médico-sofista» (iatrosophistes [ιατροσοφιστης) y «médico-filósofo»
(iatrophilosophos [ιατροφιλόσοφος]) eran títulos profesionales comunes135.
Con todo, las explicaciones del contexto de Galeno no son suficientes por sí mismas. El
anhelo de claridad se adueñó de los expertos en pulso occidentales más allá de la
poliglosia mediterránea y mucho después de la Segunda Sofística. Si Galeno ataca el
descuidado lenguaje de sus predecesores, en el siglo XVI, Josephus Struthius
denunciaba los propios tratados de Galeno por ser tan retorcidos que «apenas uno entre
mil podría entenderlos»136. También los médicos del siglo XVIII condenaron el lenguaje
de Galeno. Fue principalmente contra su vocabulario, relata Théophile de Bordeu
(1722-1776), y en especial contra su uso de metáforas extravagantes –al etiquetar el
pulso con apelativos tales como «reptante», «arratonado» y «gacelante»– frente al que
se rebelaron los estudiantes modernos del pulso137.
El empuje final para purgar la toma del pulso hasta convertirla en recuento de latidos
representó la culminación de esta antigua búsqueda de transparencia. Los obstáculos
que impedían una ciencia del pulso fiable, sostiene William Heberden, se hallaban más
allá de las extravagantes metáforas. Al dirigirse al Colegio Real de Médicos en 1772,
Heberden declaró «altamente improbable» que cualquiera de los términos utilizados
para calificar el pulso «fueran en-tendidos perfectamente o aplicados por todos a las
mismas
74

sensaciones y que tuvieran el mismo significado en la mente de to-dos». Por lo tanto,


recomendaba a los médicos que atendieran

más a las circunstancias del pulso sobre las que no podían errar o ser malinterpretados. Afortunadamente,
hay una de esta clase que por su importancia merece toda nuestra atención, y no sólo en esta cuestión. Me
refiero a la frecuencia o rapidez del pulso... Ésta es la misma en todas las partes del cuerpo, y no puede
ser afectada por la firmeza o flacidez de nuestra constitución, o por la grandeza o pequeñez de la arteria, o
porque resida más en el fondo o en la superficie; y es susceptible de ser numerada y, en con-secuencia, de
ser perfectamente descrita y comunicada a otros138.

¿Debieran los médicos estar persuadidos en lo que diagnostican por lo que pueden o no
pueden comunicar? El razonamiento de Heberden recuerda la historia del hombre que
habiendo perdido su cartera en una callejuela oscura, la busca en una avenida adyacente
porque está mejor iluminada. Con todo, su aproximación resultaba seductora. La
velocidad del pulso permanece idéntica independientemente de quién la comprueba, qué
arteria pulsa, o cómo la aprehende. Y, tan importante como esto, los malentendidos no
pueden producirse. Ochenta y dos. Noventa y cinco. Ciento siete. Al contrario de lo que
ocurre con metáforas tales como «hormiguean-
te» o «gusaneante», al contrario incluso de adjetivos claros como «duro» o «blando»,
los números no sufren de descuidos semánticos.
La propuesta era radical no sólo en su solución, en el modo en que repentinamente
reducía el mensaje del pulso a una mera serie numérica; era eminentemente tradicional
en su concepción del problema, en sus intuiciones motivadoras. De hecho, representaba
una conclusión lógica –el esfigmógrafo mecánico será otra– a la tradición que durante
mucho tiempo identificó la búsqueda de una ciencia segura del pulso con el reto de
erradicar las traiciones del lenguaje. Como muchos otros antes que él, Heberden estaba
con-vencido de que «la fuente principal de la confusión reside en el empleo de términos
que son susceptibles de más de una interpretación»139. Los números prometían una
claridad absoluta.
¿Por qué los tomadores de pulso persistieron en culpar al len-
75

guaje de las incertidumbres de los dedos y la mente? La cuestión resulta crítica a fin de
contemplar de nuevo y comparativamente la empresa del diagnóstico mediante el pulso.
Pues nada caracterizó más nítidamente la historia del discurso sobre el pulso como este
nerviosismo en torno a las palabras. Lo encontramos una y otra vez: la sensación
obsesionante de que los términos vagos embotan, de-forman y tergiversan lo que los
dedos perciben, la urgencia infatigable por poner un nombre nuevo y redefinir, la
siempre renovada esperanza de que esta vez uno acertará. Como si los fracasos por
aprehender el pulso con firmeza fueran en realidad errores a la hora de nombrarlo o
describirlo. Como si el problema del conocimiento fuera, en su esencia, una cuestión de
palabras.

El vocabulario del qiemo no inspiró semejantes ansiedades y su terminología


permaneció más estable. De los veinticuatro mo identificados por el Mojing —el
vocabulario básico del lenguaje de la vida—, al menos catorce eran ya conocidos para
Chunyu Yi al comienzo del siglo II a. C., y todos ellos eran corrientes en el tiempo del
Neijing. En el curso de dos milenios, los médicos aventuraron unas pocas añadiduras,
expandiendo el léxico hasta veintiocho, incluso treinta y dos términos140; pero se
trataron de aumentos en el interior de un núcleo canónico. Al contrario de lo que
sucedió en Europa, la historia de la palpación en China no recoge ninguna petición de
un lenguaje más claro, ninguna disputa en torno a las definiciones, ninguna duda
corrosiva sobre si las gentes se referían a las mismas percepciones cuando pronunciaban
las mismas palabras.
Los médicos apresaban el mo con una confianza asombrosa, con exceso de confianza
incluso. Si los expertos en pulso europeos lamentaban periódicamente que la palpación
no era tenida en cuenta suficientemente, sus homólogos chinos deploraban más bien el
hábito de basarse demasiado en el tacto y desdeñar los otros sentidos. El escrito
Chabing zhinan (1241) de Shi Fa recoge una acusación común: «El estudio de la
medicina está todo contenido en lo divino, lo sabio, lo astuto y lo hábil. Pero, en la
actualidad, los médicos abandonan generalmente tres de ellos para concentrarse en
76

uno solo. ¿En cuál? "Tocar y conocer es denominado hábil". Sin embargo, antes que
desarrollar esta expresión en su verdadero sentido, se sirven de ella en sí misma, fuera
de contexto, y así engañan al mundo»141.
La palpación era sólo uno, y el inferior, de los cuatro modos de conocer el cuerpo,
teóricamente. El diagnóstico comprendía el «divino» arte de mirar, el «sabio» arte de
escuchar y oler, el «astuto» arte de preguntar, y el «hábil» arte de tocar. Por tanto, quien
hubiera aprendido el último sería calificado tan sólo como hábil, mientras que los que
dominaban la escucha y la vista alcanzaban la sabiduría y la divinidad. Sin embargo, en
la práctica, los médicos hicieron de la palpación una manía regular y, peor aún, exhibían
descaradamente su inclinación como si fuera una virtud especial.
Aquí radica la paradoja del qiemo. A diferencia de la toma del pulso en Occidente, la
palpación en China era practicada con confianza y floreció de manera estable durante
dos mil años, e incluso aún sigue floreciendo en la actualidad. Con todo, su lenguaje era
precisamente de la clase que los expertos en pulso occidentales se esforzaban por
eliminar con tanto vigor, abundando en esos discursos poéticos, «imaginativos», que
consideraban fatales para una ciencia segura. Y, aún más extraño, los médicos chinos
reconocían libremente la sutileza fluctuante de los mo, la brusquedad del tacto y la
insuficiencia de las palabras. Cualidades tales como «lo encordado y lo tenso, lo flotante
y lo hundido», declara el prefacio del Mojing, «se confunden las unas con las otras y
están estrechamente vinculadas»142. Al diferir meramente por ligeros matices de percep-
ción, los múltiples mo resultan difíciles de separar, son fácilmente confundibles. Para
los diagnosticadores de épocas más tardías, esto será un lugar común. Al resumir el
conocimiento aceptado, Li Zhongzi medita en el siglo XVII:

La sutileza de los principios de los mo ha sido señalada desde la antigüedad. En el pasado existió el
Emperador Amarillo, que desarrolló una inteligencia divina desde el momento en que nació. Sin
embargo, incluso él comparó [la aprehensión de esos principios] con sondear un profundo abismo y con
toparse con un mar de nubes flotantes. Xu Shuwei dijo: «Los
77

principios de los mo son misteriosos y difíciles de aclarar. Lo que mi mente comprende,


mi boca no puede transmitirlo». Todo lo que puede anotarse con pincel y tinta y todo lo
que puede expresarse con la boca y la lengua no son más que huellas y parecidos143.
Allí donde los esfigmólogos europeos se preocupaban principal-mente por términos e
interpretaciones equivocadas —por los usos in-debidos del lenguaje que, en la medida
en que era mal utilizado, podía ser rectificado teóricamente—, Li Zhongzi afirma
límites más inamovibles. La razón de que las palabras se quedaran cortas residía en la
propia naturaleza del lenguaje y del mo. El mo era inevitable-mente misterioso, inefable.
Li Zhongzi creía que éste era el motivo por el que las descripciones clásicas de los mo
fueran tan indirectas y alusivas, la razón por la que el mo resbaladizo tenía que ser
asociado a «una suave sucesión de perlas rodantes», y el mo áspero, a «la arena
mojada». La realidad siempre se encuentra más allá de «las huellas y los parecidos».
Los autores antiguos no trataban de ser crípticos deliberadamente, intentaban comunicar
sus ideas. Sencillamente, las palabras nunca eran suficientes144.
¿Cómo podemos reconciliar esta visión de las palabras como me-ras «huellas y
parecidos» con su uso estable y seguro durante milenios? ¿Por qué no estaba el lenguaje
del qiemo sujeto, como la diagnosis mediante el pulso, a una crítica y revisión
constantes?
Las alusiones taoístas de las referencias de Li Zhongzi a las nu-bes flotantes y a los.
barrancos oscuros insinúan la posibilidad de que esa estabilidad reflejara más
resignación que confianza: quizá los médicos en China no buscaban términos más
claros porque creían que el simulacro, el parecido vago, era todo a lo que uno podía
aspirar. Quizás asumieron desde el comienzo que la claridad total estaba fuera de
nuestro alcance. La rapsodia inaugural del Daodejing de Laozi —«El Camino que
puede ser nombrado no es el Camino eterno; el Nombre que puede ser nombrado no es
el Nombre eterno»— no sería sino la más célebre expresión de la creencia, a menu-do
repetida en escritos posteriores, de que las verdades sublimes desafían la expresión.
Nombrar, nos enseña igualmente Zhuangzi,
78

es imponer distinciones sobre lo que naturalmente carece de vetas, repartir y arruinar la


inefable integridad del mundo145.
Sin embargo, ésta no era de ningún modo la única visión, ni tan siquiera la visión
dominante del lenguaje. La ortodoxia oficial del estado, por su parte, defendió con vigor
la precisión lingüística como piedra angular del orden social. Cuando las palabras
pierden su sentido habitual, sostienen los pensadores confucianos, cuando son aplicadas
imprudentemente sobre realidades a las que no debieran aplicarse, los juicios morales se
desvanecen. Los oportunistas etiquetan a los bandidos como reyes y el altruismo como
estupidez; los sofistas retuercen los significados malévolamente para lograr que la
traición parezca encomiable y reestructuran la honradez como traición. Es así como la
gente pierde el sentido de lo superior y lo inferior, de lo bueno y lo malo, y el caos
prevalece146. El lenguaje indiscriminado engendra la indiscriminación gratuita. Así, el
Libro de los Ritos impone la muerte para quienes subvierten el orden legal mediante
sutilezas sofísticas y modifican los nombres de las cosas147.
Las actitudes de los médicos estaban casi con toda seguridad más próximas a la
perspectiva confuciana que a la taoísta, y ello no por-que la primera ejerciera una mayor
influencia en la medicina —en general, a mi juicio, era cierto lo contrario—, sino
debido a las exigencias de la acción práctica. La gestión del cuerpo, al igual que el
ordenamiento del Estado, requería distinciones firmes. En especial para el qiemo.
Semántica y perceptualmente, el mo flojo y el mo tenso pueden diferenciarse meramente
por los más finos matices, pero las consecuencias prácticas de ambos, los diagnósticos y
las curas en ellas implicadas, eran completamente distintas. La resignación respecto a la
ambigüedad era un lujo que la medicina no podía permitirse. El que un paciente hallara
alivio y se curase, o sufriera mayores agonías, o muriera, todo ello dependía de que los
médicos realizaran las discriminaciones adecuadas, de que captaran el matiz exacto.
Tanto en China como en Europa, era indispensable poseer nombres precisos para el arte
de curar. Si el vocabulario del qiemo escapaba a la duda intermitente que se mostraba
tan corrosiva en el diagnóstico mediante el pulso, no era porque los médicos chinos no
79

sintieran la necesidad de ser exactos o se hubieran resignado a una


comunicación raquítica. Su confianza en las palabras requiere otras explicaciones.
Relevantes especialistas han señalado que la vida intelectual occidental estuvo marcada
por un debate más vigoroso y radical que el que podemos hallar en China, mientras que
los pensadores chinos tendían a conferir más peso a los textos canónicos y a las auto-
ridades148. Comparada con este telón de fondo, la estable transmisión del lenguaje
clásico de la palpación parece casi predecible,
otro ejemplo de patrón familiar, una prueba más del pacífico tradicionalismo que
recorre toda la medicina china.
Sin embargo, a la postre, tales generalidades nos enseñan poco sobre el problema que
aquí manejamos. Después de todo, un vocabulario sobre el diagnóstico no puede ser
sostenido sólo por la fe, ni esa fe puede acomodarse por decreto. Los términos persisten
y prosperan sólo en la medida en que la gente puede utilizarlos. Incluso si los médicos
confían la autoridad de los términos canónicos mil años después del Mojing, éstos
tienen que serles útiles todavía desde un punto de vista práctico en el tratamiento de la
enfermedad; deben sentir que la terminología que fue forjada por otros en una
antigüedad remota captura y comunica efectivamente lo que ellos experimentan bajo sus
dedos, aquí y ahora. Y por alguna razón lo era, pues se apropiaron antiguos términos
confidencial y consistentemente durante dos milenios, sin verse afectados por los demo-
nios que obsesionaban a los tomadores de pulso europeos, inocentes de sospechas sobre
la posibilidad de que el conocimiento fuera traicionado por las palabras.
Éste es el enigma. Por un lado, los escritos sobre el qiemo insisten en que las finas
distinciones eran indispensables para precisar el diagnóstico y, por otro lado, admiten
que el lenguaje ofrece nada más que vagas «huellas y parecidos». Cabría esperar que
esta combinación condenara la palpación al fracaso o, al menos, a la
inestabilidad perpetua; pero no lo hizo. Los médicos siguieron impasibles.
¿Cómo lo lograron? ¿Por qué la conciencia de las huellas y las si-
80

rnilitudes no engendra en el qiemo una insaciable sed de claridad como la que


determinará decisivamente la toma del pulso europea? Para responder a esta pregunta
necesitamos primero analizar con mayor detenimiento la naturaleza de esa sed en
Europa. Debemos comenzar ponderando en qué sentido difiere la descripción lúcida de
la oscura.

La búsqueda de claridad

¿Qué es lo que separa el lenguaje del juicio exacto del de la imaginación extravagante?
Los expertos en pulso del siglo XVIII lo explicaron: se trata principalmente de una
cuestión acerca del discurso literal frente al lenguaje figurado. Sólo el primero puede
garantizar una límpida comprensión; el segundo es profundamente sospechoso. Las
figuras extravagantes eran la ruina de la esfigmología de Galeno, la razón principal de
que los modernos la hayan abandonado. Términos tales como «gacelante»,
«hormigueante», «agusanado», que asociaban los movimientos del pulso con los de los
animales, eran sencillamente demasiado fantasiosos, demasiado inexactos. Eso decían.
Quizás el criticismo era injusto; tal nomenclatura poética representa de hecho una parte
menor, excepcional, de los escritos galénicos sobre el pulso. Resulta ciertamente
irónico. El propio Galeno había denunciado ya el figuralismo con el mismo vigor que
sus críticos posteriores. También él buscaba claramente a través de la literalidad.
.Si alguna vez disponemos de nombres literales», sostiene Galeno (y, en otro lugar,
afirma «en el caso del tacto, todas [las cualidades] han sido nombradas»), «resulta
siempre adecuado utilizarlos».

Pero en el caso de que no, resulta siempre más adecuado explicar cada cosa [sin nombre] mediante un
logos [un relato razonado] y no nombrarlas en base a metáforas... La instrucción inicial de toda cuestión
científica requiere, sin embargo, palabras literales, y por su bien [la instrucción cientílica] debe ser
articulada clara y distintamente149.
81

La articulación clara y distinta es el fin, y la literalidad, el medio necesario.


Habitualmente, los nombres eran aplicados con demasiada vaguedad. La inexactitud se
deslizaba a través de la metáfora: las palabras eran desplazadas de su propio sentido y
transferidas a cuestiones remotas. Si, el lenguaje figurado tiene sus usos. Puede ayudar
ocasionalmente a evocar, por ejemplo, cosas que no tienen nombres, tales como ciertos
olores150 Pero, para la ciencia, esta regla era básica: primero y ante todo, la literalidad.

¿Cómo separamos, sin embargo, el despliegue literal de una palabra de sus usos
figurados? Normalmente, los manuales hacen que la tarea parezca sencilla. Señalamos
un grupo de escolares y decimos: «Las niñas juegan a la comba»; éste es el uso literal de
la palabra «niñas». Cuando decimos «esa hija es la niña de sus ojos», hablamos
metafóricamente.
Supongamos, no obstante, que un médico toma la muñeca de un paciente y afirma:
«Éste es un pulso áspero». ¿La palabra «áspero» es aquí literal o figurada?
Consideremos otros dos usos. Deslizamos nuestros dedos sobre papel de lija y
confirmamos: «Sí, esta superficie es áspera». En otra ocasión, nos arrastramos
fatigosamente hasta casa, dejamos caer nuestro maletín, y suspiramos: «¡He tenido un
día duro!»151 La mayoría de nosotros dirá probablemente: el primer «áspero» es literal, y
el segundo, figurado. La diferencia consiste presumiblemente en que la aspereza es
intrínseca al papel de lija, mientras que la aspereza de un día reside en nuestra
percepción. Esto es, en el primer caso, la aspereza pertenece al objeto mientras que, en
el segundo, describe nuestra experiencia subjetiva. El estatus literal o figurado del
«pulso áspero» parece, por tanto, depender de lo siguiente: de si o bien creemos que la
aspereza puede ser inherente al propio puso o bien pensamos que «áspero» sólo nombra
el modo en que nos parece el pulso.
La respuesta no resulta obvia. Al escrutarla filosóficamente, la línea que demarca los
rasgos objetivos de las percepciones subjetivas se desdibuja inmediatamente, se borra
incluso. No son pocos los filósofos que han sostenido que todas la cualidades, incluso la
aspe-
82

reza del papel de lija y el color rojo de las cerezas, dependen del criterio humano. Sin
embargo, el hecho es que, históricamente, los expertos en pulso insistieron
absolutamente en la demarcación. Ésta es la lección que debemos recordar.
Pues explica por qué los lectores europeos del Mojue se sintieron tan inquietos por, e
insatisfechos con, el «estilo alegórico» chino. ¿Qué es un mo áspero? Los médicos en
China parecen contentarse con decir, «es como cortar bambú» o «es como arena
mojada». Para los tomadores de pulso occidentales, éstas no podían valer como
respuestas. Su mera forma estaba equivocada: hablaban sólo de cómo alguien debiera
imaginar un mo áspero y no dicen nada acerca (le lo que realmente es un mo.
Mezclar hechos y percepciones, sin embargo, fue un error en el que aparentemente
cayeron muchos. Los teóricos franceses e ingleses, protesta un médico en 1832,
encajaron el pulso con tanta precisión, «e hicieron sus variantes muy numerosas y
complicadas casi hasta el punto de desafiar la comprensión. Heberden señala que "tan
minuciosas distinciones de varios pulsos existen básicamente en la imaginación de los
autores o, al menos, dejan poco lugar al conocimiento y a la cura de enfermedades". El
Dr. Hunter no pudo nunca sentir las sugestivas distinciones en el pulso que otros mu-
chos lograron, y... sostuvo que esas atractivas peculiaridades en el pulso son sólo
sensaciones en la mente»152
Las distinciones existen «básicamente en la imaginación», «sólo sensaciones en la
mente». Semejantes enunciados hablan de una creencia en las distinciones diferentes de
aquellas forjadas en la imaginación: presuponen la existencia de cualidades en la propia
realidad, fuera, ya dadas, esperando ser percibidas. Además de las sensaciones en la
mente, tenía que haber sensaciones bajo los dedos, cualidades conocidas directa e
inmediatamente, antes que inferidas, proyectadas, filtradas a través de la subjetividad
deformante. Éstos eran los rasgos que las palabras tenían que transmitir con literalidad,
sin adorno.
La división crucial se encuentra, pues, entre un mundo de percepciones y un mundo de
hechos. Concretamente, para Galeno, los hechos primarios del pulso eran las categorías
genéricas de tamaño,
83

velocidad, frecuencia y ritmo, y las modulaciones que las articulaban, tales como grande
o pequeño, rápido o lento, frecuente o es-caso. El tamaño hablaba de la magnitud de la
dilatación de la arteria; la velocidad nombraba cómo de rápido o de lento se producía
esa expansión; la frecuencia medía el intervalo entre las sucesivas dilataciones; el ritmo
comparaba la dilatación de la arteria con su contracción. Estos hechos compartían todos
ellos un rasgo común: eran realidades sujetas al análisis preciso, geométrico. Así, pues,
Galeno postulaba veintisiete variaciones de tamaño, visualizaba la longitud, la amplitud
y la altura de una arteria y razonaba que la expansión pulsátil a lo largo de esas tres
dimensiones podía ser grande, pequeña o mediana, completando así las veintisiete
combinaciones. Aquí, en la imagen del vaso sanguíneo latente contemplada
vívidamente en los ojos de la mente, se encuentra el pulso en tanto que puro hecho, el
verdadero objeto del conocimiento claro, literal.
Ceñir el ideal de la claridad literal sobre el pulso era, pues, una concepción de la
objetividad definida importantemente por hábitos de representación. Yen ese punto
reside su fragilidad ya que algunos aspectos del pulso desafían la visualización
inmediata. Cualidades tales como fuerte y débil, pleno y vacío, duro y blando, por
ejemplo. De alguna manera, los dedos tenían que aprehenderlas directamente.
La fuerza y la plenitud se mostraron especialmente controvertidas. Magno registró la
fuerza como una categoría elemental, argumentando que el pulso era realmente un
compuesto de tamaño, velocidad y plenitud153. Arquígenes contestaba diciendo que la
fuerza era una cualidad independiente, que correspondía al grado de tono pneumático
(tonos [τόνος]). Galeno, a su vez, criticaba a Arquígenes por confundir la causa de un
pulso fuerte con su definición; explicar por qué un pulso se percibe fuerte, insistía
Galeno, no es de ningún modo lo mismo que definir lo que es un pulso154.
En cuanto a la plenitud, Herófilo no la reconoció en apariencia. En el tiempo de Galeno,
sin embargo, los médicos estaban lidiando con la cuestión de si «pleno» y «vacío» se
refería al cuerpo de arterias o bien a sus contenidos, y en el caso de que lo hiciera a sus
contenidos, si se refería entonces a la cantidad o bien a la cualidad; es-
84

taban tratando de fijar el hecho objetivo por debajo de la percepción155. El propio


Galeno abandonó la categoría y habló sólo de dureza y blandura, de la consistencia de la
pared arterial. En ese sentido, los aspectos del tacto irreducibles a la imagen de la arteria
y sus movimientos eran perpetuamente inestables, estaban sujetos a la reinterpretación.
Cualidades tales como fuerte, pleno y tenso resultaban difíciles de representar y, en
consecuencia, difíciles de definir.
Brevemente, el discurso sobre el pulso une inseparablemente la comprensión de los
significados a la representación mediante imágenes. Al lanzar invectivas contra las
sutilezas de los sofistas —los cuales, dirá bromeando, ni siquiera pueden comprar
verduras sin definiciones—, Galeno repite una y otra vez que no se preocupa en
absoluto por el nombre (onoma [όνομα] ), sino tan sólo por la cosa o el hecho (pragma
[πραγμα]) que éste identifica156. En cierto sentido, las palabras no importan, son tan sólo
etiquetas convencionales.
Sin embargo, en otros momentos, Galeno recurre a una fórmula ligeramente diferente.
Sólo tiene una preocupación, asegura: «conocer la idea que sostiene lo que es dicho»
(ton noun tou legomenou [τòν νουν του λεγομένου]). Regatear las palabras carece de
sentido porque una palabra sustituye meramente a un nous [νους] o una ennoia [έννοια],
un pensamiento o una idea. Lo que cuenta es el pensamiento157.
Lógicamente, no es lo mismo... una cosa y la idea de una cosa. No obstante, en la
esfigmología, la elisión entre pragma y ennoia paso fácilmente inadvertida. Por un lado,
las etimologías de los términos griegos nous, ennoia e idea [ιδέα] asocian pensamientos
con imágenes mentales. Por otro lado, los aspectos objetivos más claros, más seguros,
del pulso deben su claridad y objetividad a la posibilidad de representarlos. Así, en la
práctica, la demarcación entre la ennoia de, por ejemplo, un pulso amplio y el pragma
de un pulso amplio era insignificantemente delgada. Tanto el pensamiento como la
realidad estaban anclados en la imaginación de la propagación lateral de la arteria.
«El pulso sólo puede ser conocido mediante el tacto», declarará más tarde Théophile de
Bordeu. Es conocido por experiencia y no por razonamiento, del mismo modo en que se
llegan a conocer los
85

colores, el movimiento, el sonido o el calor. Con todo, ni siquiera él pudo rechazar las
reivindicaciones de la visualización. «Sólo mediante la palpación puede uno hacerse
una idea de él, formarse una imagen.» El conocimiento era una especie de visión
interna. De ahí la importancia de conocer «la anatomía de las partes cuyas oscilaciones
constituyen el pulso... para tener unas nociones claras (notions claires) sobre la
naturaleza del pulso»158
¿Qué sostiene el impulso incesante en la esfigmología occidental hacia unas palabras
cada vez más perspicuas? En parte, lo he sugerido ya, estaba alimentado por cualidades
tales como fuerte y tenso, las cuales, debido a que desafiaban una representación lúcida,
eludían la definición nítida y estable. Pero, en última instancia, el problema era más
profundo. Heberden, recordémoslo, arrojaba dudas sobre casi todas las palabras. El
problema central reside en la incapacidad humana para ver las formas de imaginar de
otros.
Al escuchar a un médico que informa de un pulso ondulante, debemos esforzarnos por
visualizar el hecho expresado por la palabra. Preguntamos «¿qué quieres decir
exactamente con eso?», tratando así de «aclarar» en nuestras mentes la imagen que
motiva al hablante. Con todo, nunca podemos confiar del todo en nuestras ideas, nunca
podemos estar seguros de la coincidencia de nuestras formas de imaginar. Una vez que
el habla es concebida como la expresión de las ideas en la mente, el anhelo de
transparencia se vuelve irresistible, aunque permanezca siempre insaciable, aunque no
podamos penetrar en otras mentes. ¿Corresponde tu idea de «ondulante» a la mía?
Sencillamente no lo podemos saber.
Ritmo

Exasperado frente a la oscuridad*de los escritos de Galeno, «los cuales no entenderla


ningún lector del texto latino aunque trabajara en ellos hasta enloquecer», el médico
polaco Josephus Struthius (1510-1568) trató de representar el pulso sin palabras,
recurriendo en su lugar a límpidas notas musicales para comunicar las variaciones de
sus ritmos159. En el siglo siguiente, la obra Monochordon sym-
86

bolico-biomanticum (1640) de Samuel Hafenreffer y la Musurgia universalis (1650) de


Athanasius Kircher llevaron esta iniciativa más lejos y tradujeron los pulsos principales
a música; y en 1769, François Nicolas Marquet compuso la interpretación más
elaborada de todas, entrelazando, por ejemplo, los latidos de un pulso saludable con los
compases de un minueto (figuras 9-12)160. Las versiones visuales del pulso en los
comienzos de la Europa moderna asumieron, pues, una forma bastante diferente de las
representaciones de los mo a cargo de Shi Fa (figura 13). Con anterioridad a la
invención del esfigmógrafo en la mitad del siglo XIx, las transcripciones favoritas eran
musicales.
Puede que Struthius inventara el método, pero las intuiciones que sostienen tales
transcripciones del pulso tienen una historia dilatada. La gran autoridad médica
medieval, Avicena (Ibn Sina 980-1037), por ejemplo, insistió ya en que sólo aquellos
instruidos en la música podían conocer verdaderamente el pulso, pues «el pulso es (le
naturaleza musical»:

es decir, se asemeja a aspectos en los que consiste la ciencia de la música: las pulsaciones del pulso son
comparables a los compases rítmicos tanto en su velocidad como en su frecuencia; las cualidades de las
pulsaciones del pulso, es decir, la fuerza, la debilidad y el grado de Ias expansiones de la arteria, son
comparables a las cualidades de los modos rítmicos, esto es, la rapidez o la pesadez; y el nivel de armonía
y disposición que las diferentes pulsaciones del pulso alcanzan es comparable al nivel de armonía y
disposición que alcanzan los compases y los modos rítmicos. Aprehender estas relaciones es difícil; serán
percibidas sólo por alguien acostumbrado al método del ritmo y a la armonía de los modos, y por quien
posea también un conocimiento de la ciencia de la música161.

Esta actitud posee raíces antiguas. El propio Galeno observó ya que «cada pulso tiene
ritmo» y declaró también que basarse en la música era necesario para el experto en
pulso162. Y, de hecho, el énfasis en el ritmo puede situarse incluso más atrás, en Herófilo
y en el inicio mismo del diagnóstico mediante el pulso.
Herófilo definió el ritmo como la ratio entre la duración de la
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diástole de la arteria y la duración de su sístole, y lo consideró un signo particularmente


revelador. Sus cambios reflejaban la progresión de una persona desde la infancia hasta
la adolescencia y desde la madurez hasta la vejez. Cada etapa de la vida poseía una
cadencia característica:

El pulso del neonato es muy pequeño y no se distinguen ni la sístole ni la diástole. Herófilo dice que este
pulso tiene una proporción no definida (alogon [........])... El primer pulso que es posible discernir en un
niño asume el ritmo de un pie compuesto por sílabas breves; es breve tanto en la diástole como en la
sístole y, en consecuencia, se reconocen las dos pulsaciones (dichronos [.......]; es decir, pirriquio). Entre
aquellos que son mayores, el pulso es similar a lo que ellos (los gramáticos) denominan troqueo: posee
tres pulsaciones, de las cuales la diastole ocupa dos y la sístole tino. En el pulso de los adultos, la diástole
es igual a la sístole; se compara a lo que es denominado como espondeo: el más largo de los pies de dos
sílabas, y está compuesto por cuatro pulsaciones... El pulso de aquellos que pasaron la flor de la vida y se
aproximan a la vejez está compuesto de tres pulsaciones. La sístole es larga y ocupa el doble que la
diástole (es decir, el yambo)163.

En otras palabras, existe una congruencia entre las sílabas que pronunciamos y la
comunicabilidad del pulso, el lenguaje de la vida. Ambas están articuladas por yambos,
espondeos y troqueos. Ambas son esencialmente musicales.
Los críticos acusaron a Herófilo de abandonar aquí la medicina práctica por la vaga
especulación, una acusación ocasionalmente dirigida también contra los esfuerzos
musicales posteriores164. Pero música y medicina fueron unidas, en parte, por medio de
una teoría del alma. Las investigaciones de los pitagóricos incluían, según se dice, el
arte de la meloterapia165 Para Platón, como señala Ed-ward Lippman, el orden musical
era «simplemente otro aspecto de la imitación de la virtud, igual que la armonía del
alma tripartita es un aspecto fundamental de la virtud en sí»166. Ésta era una razón por la
cual la música armoniosa podía inducir la armonía humana. Aprehender completamente
las conexiones entre armonía, ritmo,
93

números y el cuerpo, declara Platón en el Filebo, significa alcanzar la perfección:

Mas cuando captes qué sonidos son agudos y cuáles graves, y el número y la naturaleza de los intervalos
y sus límites o proporciones, y los sistemas que nacen de ellos que los antepasados descubrieron y nos
transmitieron con el nombre de armonías; y las afecciones correspondientes en los movimientos del
cuerpo humano, los cuales cuando son medidos mediante nú-meros deben ser, según dicen, llamados
ritmos y medidas; y nos dicen que los mismos principios debieran ser aplicados a cada uno y a muchos;
cuan-do, pues, captes todo eso, mi querido amigo, habrás llegado a ser perfecto; y se podrá decir que
entiendes cualquier asunto cuando tengas de ello un conocimiento similar167.

Aunque la traducción de Lippman refleja el entusiasmo de Platón por la música y el


sentido de su amplio significado, oscurece algunos matices críticos. Lo que él traduce
como -«los mismos principios debieran ser aplicados a cada uno y a muchos»,
Hackforth traduce más apropiadamente como «esto es siempre el modo correcto para
enfrentarse a uno y muchos problemas»168. El verdadero tema del pasaje no es la música
per se, sino las perplejidades filosóficas que rodean la teoría de las Formas —el
problema, específica-mente, de cómo las Formas singulares se relacionan con la multi-
plicidad de los fenómenos—. En estas consideraciones sobre la música, Sócrates está
tratando de clarificar una observación precedente a propósito de un don de los dioses,
un don transmitido en la frase de que «todas las cosas... que se dice que son consisten en
lo uno y lo múltiple, y tienen en su naturaleza una conjunción de lo limitado y lo
ilimitado»169.
El mundo despliega al tiempo tanto una diversidad irreducible como atisbos de unidades
elementales latentes. Por ejemplo: la in-finita variedad de los sonidos que emergen de la
boca y la unicidad de las letras del alfabeto. Es tras haber citado este ejemplo del habla
cuando Sócrates presenta el citado comentario sobre la música.
¿En qué consiste la música? De nuevo, la traducción de Hackforth aclara lo que en la
versión de Lippman permanece oscuro. La
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lectura de Lippman, «los movimientos del cuerpo humano» (en tais kinésesin tou
somatos [εν ταις κινήσιν του σώματος] ), fracasa a la hora de decirnos qué relación hay
entre esos movimientos y la música. La comparación de este pasaje con las discusiones
sobre la música de Platón en otros lugares apoya, sin embargo, la glosa más explicativa
de Hackforth: «los movimientos corporales del intérprete». Se trata de la danza.
Platón cita con frecuencia la armonía y el ritmo conjuntamente. La primera calificaba la
voz del canto, la otra, los movimientos de la danza170. Esto refleja un rasgo fundamental
de la música griega y uno de los que el propio Lippman enfatiza, a saber, que «la
combinación de poesía, melodía y danza... era tanto el tipo ideal como predominante de
música»171. La música abarca no sólo la melodía y la teoría de la armonía, sino también
la danza y el verso, y la teoría del ritmo.
Pero ¿qué es el ritmo? Consideremos un último contraste entre las versiones de
Lippman y Hackforth. Los movimientos se caracterizan, en la traducción de Lippman,
por «ritmos y medidas». Pero Hackforth procura en su lugar esta llamativa versión:
«figuras y medidas». Traduce rhythmos [ρυθμός] como «figura».
Rhythmos aparece por vez primera en la literatura griega entre los antiguos poetas
elegíacos, para quienes el término parece significar algo así como «disposición»172.
Hacia el siglo v, hallamos varios autores que lo utilizan en el sentido de «figura» o
«forma». Así, Heródoto, al referirse a las modificaciones helenísticas del alfabeto feni-
cio señala cómo los griegos «cambiaron el rhythmos de las letras»173, y los atomistas
Demócrito y Leucipo identificaron igualmente el término rhythmos con una de las tres
causas de los fenómenos perceptibles. En su noticia acerca de las enseñanzas atomistas,
Aristóteles sostiene: «El ritmo es forma» (rhythmos schema estin [ρυθμός σχημα
εστίν])174.
Es en confrontación con ese trasfondo como debemos leer a los escritores posteriores
como Diodoro de Sicilia, que habla del «rhythmos de las antiguas estatuas de Egipto», y
Diógenes Laercio, que señala que Pitágoras, un escultor de Region, «parece haber sido
el primero en apuntar hacia el rhythmos y la symmetria [συμετρία] »175.
95

Antes del siglo lV a. C., el término parece haber sido tan importan-te para la apreciación
de la escultura como para el análisis de la música176.
No obstante, si el ritmo significaba forma, ¿cómo llego a fundir-se con el movimiento y
la música? El análisis clásico de 1917 de Eugen Petersen identifica el puente crucial en
la danza. La propuesta de Petersen, resume J. J. Pollitt, consistía en que
los rhythmoi [ρυθμοί] eran originalmente las «posiciones» que el cuerpo humano debía asumir en el curso
de la danza, en otras palabras, los patrones o schemata [σχήματα] que adoptaba el cuerpo. En el curso de
una danza ciertos patrones o posiciones obvias, como el alzamiento o el descendimiento de un pie, eran
naturalmente repetidos, produciendo intervalos en el baile. Puesto que la danza y el canto estaban
sincronizados con la música, las posiciones recurrentes adoptadas por el bailarín en el curso de sus
movimientos también marcaban distintos intervalos en la música; los rhythmoi del bailarín se
convirtieron, pues, en los rhythmoi de la música. Esto ex-plica la razón por la que el componente básico
de la música y la poesía fuera denominado pous [πούς], «pie» (Platón, República 400a), o basis [βάσις],
«paso» (Aristóteles, Metafísica 1087b37) y por qué, en el interior del pie, los elementos básicos fueron
llamados arsis [άρσις], «levantamiento, paso arriba» y thesis [εσις], «colocación, paso abajo»177.

Una representación trágica presenta un flujo continuo de diversas melodías, palabras y


gestos. Los rhythmoi eran los patrones fijos y las posiciones de baile que los dotaban de
una estructura articulada visible.
Werner Jaeger concluye de manera similar:

El ritmo es, pues, aquello que impone lazos en los movimientos y restringe el flujo de las cosas...
Obviamente, cuando los griegos hablan del ritmo de un edificio o de una estatua, no es una metáfora
transferida desde el lenguaje musical; la original concepción que reside por debajo del des-cubrimiento
griego del ritmo en la música y en la danza no es el flujo, sino la pausa, la limitación gradual del
movimiento178.
96
En otras palabras, reflejado en la idea del ritmo hallamos el impulso por buscar (y
literalmente ver) el sentido del cambio en las formas inmutables, definitivas. Las
observaciones de Jaeger apoyan la traducción de la expresión rhythmoi a cargo de
Hackforth y arrojan luz sobre el uso del ritmo en la danza por parte de Sócrates como un
ejemplo de lo uno-y-lo-múltiple, esto es, de «la conjunción de lo limitado y lo
ilimitado»179. En el mismo sentido, las Formas fijas, eternas, refuerzan la variedad y el
flujo incesante del mundo fenoménico, por lo que los rhythmoi, en el sentido de
posiciones, ordenaban y limitaban los movimientos de la danza.
Y así es como el ritmo llegó a definir también el esqueleto semántico del pulso. La
diástole y la sístole correspondían a la arsis y la thesis, al alzamiento y el
descendimiento del pie. Según nos relata Galeno, Herófilo

escribió a propósito de los intervalos temporales de la sístole y la diástole, y redujo sus proporciones a
ritmos que variaban de acuerdo con la edad. Pues al igual que los músicos ordenan la duración de tiempo
de las notas comparando el «alzamiento» (arsis) y el «descendimiento» (thesis) respectivamente de
acuerdo con determinados intervalos de tiempo, también Herófilo, considerando el «alzamiento» como
análogo a la diástole y el «descendimiento» como análogo a la sístole, comenzó su investigación con el
niño recién nacido. Postuló una unidad de tiempo mínimo perceptible cuasi atómica, el intervalo ocupado
por la expansión de la arteria del niño, y también afirma que la sístole o contracción es medida por una
unidad de tiempo igual, pero no procura una definición clara de ninguno de los períodos de reposo180.

La observación final a propósito de los períodos de silencio exige un comentario


especial. A los ojos de Galeno, un defecto en la teoría del pulso de Herófilo consiste en
no reconocer explícitamente las pausas que puntúan la transición desde la diástole a la
sístole y, de nuevo, desde la sístole a la diástole181. La ratio entre diástole y sístole,
insiste Galeno, representaba sólo parte del mensaje contenido en una sola pulsación; no
menos significativa era la ratio entre las duraciones de cada uno de estos dos
movimientos y las duraciones de
97

los dos períodos de pausa que los separaban182. De hecho, Galeno consideró la
verdadera apreciación de estas pausas como uno de los logros principales de la
esfigmología posterior a Herófilo.
El teórico musical Aristóxeno sostenía que «el ritmo está compuesto de una alternancia
de movimientos y reposos. Los reposos», señala, «son la sílaba, la nota o la posición de
una danza; el movimiento es necesario para pasar de uno de esos elementos al otro. Es-
tas transiciones son instantáneas»183.
Las pausas definen, por tanto, el núcleo mismo de la idea de ritmo. Lo que realmente
importaba era la postura inerte; los movimientos eran meras transiciones. Los médicos
que interpretaban el pulso otorgaban más sentido a los movimientos al reconocer distin-
tas y vitales funciones en la diástole y la sístole de la arteria. Pero los comentarios de
Aristóxeno ayudan a aclarar la preocupación de Galeno por las pausas entre ellos,
pausas que los esfigmógrafos mecánicos designarían finalmente como meras ficciones.
Al igual que las posiciones de pausa articulaban el sentido de la danza, al igual que la
escultura de Mirón capturaba la esencia del borroso torbellino de un atleta a punto de
lanzar un disco en una postura dinámica reveladora (figura 14), así también el mensaje
de las dilataciones y las contracciones de la arteria podía ser entendido únicamente en
referencia a las pausas que las puntuaban.
Los comentarios precedentes acerca de la interpretación musical del pulso han
relacionado principalmente a éste con las creencias sobre el alma como una especie de
armonía y sobre la salud como un tipo de afinamiento184. Pero esto omite el modo en
que la comunicación entre la música y la teoría del pulso pasó a través del ritmo antes
que de la armonía, y oculta la reveladora pista contenida en el significado original del
ritmo como forma.
El ritmo en el diagnóstico del pulso merece ser estudiado por-que la historia de su
análisis es larga y profusa, y se extiende desde la antigüedad hasta el moderno
electrocardiógrafo; merece ser estudiado, también, porque, en tanto que ratio entre la
diástole y la sístole —el equilibrio entre la dilatación y la contracción de la arteria—, el
ritmo pone de manifiesto la esencia misma del pulso. Pero he- insistido en ello por otro
motivo: el concepto de ritmo refleja
98

99
ciertos hábitos de la mente. En la congruencia entre los rhythmoi de la escultura, la
música y la medicina, vislumbramos una aproximación recurrente a la interpretación,
una insistencia en buscar el sentido del cambio expresivo –el mensaje del habla, por
ejemplo, del pulso o de la danza– en elementos que no cambian por sí. Ideas y números.
E incluso formas.
Los médicos chinos no conocieron ningún equivalente al ritmo y ello se debe
obviamente a que el mo, a diferencia del pulso, no es-taba compuesto de una sístole y
una diástole. Pero este contraste en las concepciones de los objetos de interpretación, de
las fuentes de significado, puede, a su vez, resultar inseparable de un contraste más
amplio, más básico –una diferencia en la comprensión misma del modo en que
significan las cosas.
Ciqi, o el espíritu de las palabras

La obra Mojing de Wang Shuhe presenta directamente, en la sección inicial del primer
volumen, el vocabulario central del lenguaje del mo: una lista de sus veinticuatro
variantes principales.

El mo flotante: si se levantan los dedos hay abundancia; si se presiona, insuficiencia.


El mo hueco: flotante, grande y blando; al presionar el centro es-tá vacío y los dos lados
se perciben repletos.
El mo desbordante: extremadamente grande bajo los dedos.
El mo resbaladizo: viene y va en una sucesión fluida; similar al rá-pido.
El mo rápido: viene y va con prisa urgente.
El mo intermitente: tras ir y venir varias veces, se detiene una vez y regresa.
El mo encordado: si se levantan no hay nada; si se presiona se siente como la cuerda de
un arco.
El mo tenso: como palpar una cuerda.
El mo hundido: si se levantan los dedos, se ausenta; al presionar, se encuentra
abundancia.
100

El mo oculto: al presionar con extrema dureza, se halla el pulso cuando se llega al


hueso.
El mo curtido: como el hundido, oculto, pleno, grande y largo con un atisbo del
encordado.
El mo pleno: grande y largo y ligeramente fuerte; cuando se presiona se esconde bajo
los dedos; firme.
El mo tenue: extremadamente delgado y blando como a punto de desaparecer; parece
estar y no estar al mismo tiempo.
El mo áspero: delgado y lento, va y viene con dificultad, dispersándose; a veces se
detendrá y luego reanuda.
El mo delgado: pequeño, pero más prominente que el tenue; aunque delgado, persiste.
El mo blando: extremadamente blando y flotante, delgado.
El mo frágil: extremadamente blando, hundido y delgado; cuan-do se presiona casi
desaparece.
El mo vacío: lento, grande y blando; al presionar, se ausenta y se oculta bajo los dedos;
vacío.
El mo perezoso: grande y disperso; esto indica exceso de qi y sangre insuficiente.
El mo lento: el mo llega sólo tres veces durante un ciclo respiratorio; viene y va con
extrema lentitud.
El mo intermitente: va y viene perezosamente, se detiene y luego continúa.
El mo vacilante: viene varias veces, entonces se detiene y es apenas capaz de continuar.
El mo móvil: observado en las posiciones guan, no tiene ni pies ni cabeza; es del
tamaño de un guisante; vacila, balanceándose185.
Éste es el mundo de la palpación en China: una malla densa, tupida, de sensaciones
interrelacionadas, interpenetrantes. Un mo tenue es «extremadamente blando y delgado»
; un mo frágil es «extremadamente blando, hundido y delgado»; un mo delgado es «pe-
queño, pero más prominente que el tenue»; un mo blando es «blando, flotante y
delgado». Cualidades, por tanto, que se definen a sí mismas y al resto, que se agrupan
las unas junto a las otras y que difieren entre sí por un fino velo de sensación, por sutiles
matices de
101

tenuidad, fragilidad, blandura. Ningún rastro de nítidas categorías tales como el tamaño,
la velocidad, el ritmo y la frecuencia –la lógica geométrica del espacio, el tiempo y el
número–. El mo rápido era un pariente del resbaladizo, el mo áspero se asemejaba al
intermitente186. En la porosidad de los intercambios entre palabras, no podríamos estar
más lejos de las precisas demarcaciones que los médicos europeos creían necesarias
para una ciencia segura.
¿Qué expectativas acompañaban a expresiones como «flotante», «hueco», «tenso» o
«encordado»? ¿A qué clase de gesto se referían cuando un médico enseñaba a su
discípulo: «un mo flotante es extremadamente grande bajo los dedos»? Podemos
sostener: estaba afirmando un hecho. Pero no es suficiente. La expresión «No tengo
dinero» también declara un hecho pero, en función del tono y de las circunstancias, la
frase puede ser una broma o una acusación, una súplica de clemencia o una petición de
un préstamo. Las palabras poseen incontables usos y la misma frase puede, en contextos
diferentes y con entonaciones distintas, infundir temor o provocar la risa. La cuestión
sigue siendo: ¿Qué clase de aseveración era «un mo desbordante es extremadamente
grande bajo los dedos»? ¿Cómo debiéramos leer los pronunciamientos tradicionales
acerca del mo?
Podemos imaginar al maestro explicando que «el mo desbordante es uno que resulta
extremadamente grande bajo los dedos», en respuesta a la pregunta «¿Qué es un mo
desbordante?». Así leída, la frase «Extremadamente grande bajo los dedos» se asemeja
a una definición, a una declaración de hecho. Excepto por una peculiaridad: la
definición identifica el mo desbordante especificando su relación con los dedos. Afirma
lo que es desbordante describiendo cómo se percibe.
La teoría griega del pulso, lo hemos visto ya, perseguía estricta-mente segregar lo que
era el pulso de cómo era sentido, el hecho de la percepción. En la tetralogía que formaba
el núcleo de sus escritos esfigmológicos, Galeno dedicó su primer tratado, Peri
diaphoras sphygmon (Sobre las diferencias entre los pulsos), a exponer las ca-
racterísticas definitorias de cada uno de los pulsos en y por sí, objetivamente,
independientemente de su palpación. Luego esbozó la manera de distinguir esos pulsos,
perceptualmente, por separado,
102
en una segunda obra, Peri diagnoseos sphygmon [Περ ιδιαγνώσεως σφυγμων] (Sobre el
discernimiento de los pulsos).
Al contrario, en las glosas de Wang Shuhe acerca del mo flotante y hundido, el hueco y
el oculto, el pleno y el frágil, la cuestión de la identidad de un mo se mezcla
indiscerniblemente con el problema de la técnica háptica. Si se colocan los dedos
ligeramente, el mo está ahí; si se presiona, el mo desaparece. Así es como se reconoce al
mo flotante. Se colocan los dedos ligeramente y no se encuentra nada; se presiona y el
mo aparece. Tal es el mo hundido. Un mo que se percibe flotante, grande y blando, pero
que cuando los dedos presionan, se halla un vacío en el centro mientras que los dos
lados se sienten repletos: así se reconoce el mo hueco. Cada mo responde de manera
diferente a la mano inquisitiva y es también por medio de las diferentes respuestas como
acaban distinguiéndose.
«Si se levantan los dedos, hay abundancia; si se presiona, insuficiencia.» Para nosotros,
esto se interpreta como una respuesta a «¿Cómo se capta un mo flotante?» antes que a la
pregunta «¿Qué es un mo flotante?». Pero en China la manera en que se experimentaba
un mo era parte integral de su esencia. Conocer lo flotante o lo hundido, lo hueco o lo
oculto, lo pleno o lo frágil es conocer cómo aparecen ante el tacto inquisidor. La
pregunta por el «qué» resulta inseparable de la pregunta por el «cómo».
Esta actitud no es exclusiva de la medicina. Véase este cruce de opiniones acerca de la
piedad filial en las Analectas:

Meng Yizi preguntó (wen) por la piedad filial. Confucio dijo: «No desobedecer jamás». [Más tarde]
mientras Fan Chi le conducía, Confucio le di-jo: «Mengsun me preguntó por la piedad filial y yo le
respondí, "No desobedecer jamás"». Fan Chi dijo: «¿Qué quiere decir eso?». Confucio dijo: «Mientras los
padres están vivos, sírvelos de acuerdo con las reglas de conveniencia. Cuando mueran, entiérralos de
acuerdo con las reglas de conveniencia y realiza sacrificios en su honor de acuerdo con las reglas de
conveniencia».
Meng Wubo preguntó por la piedad filial. Confucio dijo: «Preocuparse en especial de que los padres no
enfermen».
Ziyu preguntó por la piedad filial. Confucio dijo: «La piedad filial sig-
103

nifica en la actualidad ser capaz de mantener a los padres. Pero mantenemos incluso a perros y a caballos.
Si no hay sentimiento de reverencia, ¿en dónde reside la diferencia?»187.

Wing-tsi Chan traduce el verbo chino wen como «preguntar por». La traducción es
perfectamente apropiada aunque en su uso inglés resulte algo rara. Preguntamos por la
salud de un amigo, por la posibilidad de que llueva, pero no preguntamos normalmente
por conceptos. O cuando lo hacemos, tenemos unas fórmulas interrogativas más
específicas en mente, del estilo de «,Cómo encaja la pie-dad filial con la responsabilidad
pública?», o «,Qué opinas de la interpretación de John de la piedad filial?» o,
simplemente, «¿Qué significa la piedad filial?».
Las réplicas de Confucio sugieren que ninguna de estas interrogantes corresponde
realmente al verbo wen. De nuevo, como en el caso de las caracterizaciones de los
distintos mo, estamos tentados de ver aquí una pregunta sobre el método, algo del estilo
de «¿Cómo se hace uno filial?». Cuando Fan Chi da continuación a la respuesta del
Maestro de «No desobedecer jamás» y expresa el desafío de resonancias socráticas
«¿Qué significa esto?», Confucio ofrece meramente más instrucciones sobre la conducta
filial apropiada. Servir a los padres con reverencia. No permitir que enfermen.
Enterrarlos apropiadamente. Como si preguntar (wen) por la piedad filial fuera como
preguntar simultáneamente «¿Qué es la piedad filial?» y «¿Cómo se hace uno filial?».
Ahora bien, puede que una de las razones de las cambiantes respuestas de Confucio
resida en la máxima de que los individuos deben ser instruidos de acuerdo con sus
habilidades. Pero la variedad de sus respuestas a la misma pregunta refleja también, casi
con toda certeza, la asunción de que aprender palabras es como aprender destrezas,
implica dominar una gama indefinida de actitudes y patrones de conducta. Si
preguntamos por el tiro con arco, por ejemplo, el instructor podría aconsejar
inicialmente: «Mantén la vista en el blanco», y sugerir en otro momento: «El secreto
consiste en mantener la cabeza nivelada». Y, en otra ocasión, se nos dirá: «El tiro con
arco es el arte de la perfecta relajación». Sin embargo, ninguna
104

de estas instrucciones, por sí sola o en conjunto, agota el arte del tiro con arco. Un
verdadero arquero conoce todas estas cosas y más.
Captar el mo supone una actividad similar. Los discípulos de Wang Shuhe no podían
preguntar «,Qué es un pulso flotante?» en el mismo sentido que los jóvenes médicos
griegos exigían a Galeno que estableciera definiciones diferenciadas fijas. Pues los
términos chinos no se referían a estados objetivos de la arteria –el diámetro de su
expansión, por ejemplo, o la velocidad de su contracción–. Aprender acerca del mo
flotante era más bien como aprender acerca de la piedad filial. Ésta es la razón por la
que, en lugar de ser cuestionado y debatido, el vocabulario del mo fuera continuamente
redescrito, mediante símiles, metáforas, en ese estilo imaginativo que los médicos
europeos posteriores encontraron tan extravagante.
Wang Shuhe dice del mo flotante: «Si se levantan los dedos, hay abundancia; si se
presiona, insuficiencia». Los médicos posteriores profirieron otras caracterizaciones,
más vívidas. «Como nubes flotando en el cielo», sugiere Li Gao. «Boyante, como la
madera flotando en el agua», explica Li Zhongzi. «El mo flotante», elabora ex-
tensamente Li Shizhen, «es como una sutil brisa que sopla por el plumón de la espalda
de un pájaro. Silencioso y susurrante, como la caída de las hojas de los olmos, como la
madera flotando en el agua, como las capas de la cebolla enrolladas ligeramente entre
los dedos»188
Este estilo se remonta hasta los clásicos de la antigüedad. «El mo normal para los
pulmones es silencioso y susurrante como la caída de las hojas de los olmos», describe
el Suwen; cuando los pulmones vacilan, el mo se siente «suspendido, y se tiene la
sensación de acariciar la pluma de un gallo». Cuando fallan y la muerte se acerca, el mo
recuerda a «las plumas empujadas por el viento». El mo de un hígado saludable «viene
blando, frágil y tembloroso, como la punta de un poste muy largo», pero cuando el
hígado está afectado, el mo se percibe «pleno, firme, resbaladizo, como un poste largo».
Cuando la enfermedad se vuelve fatal, el mo «está tenso y terso, como la cuerda de un
arco recién tensado»189
Nada podría ser más ajeno al ideal galénico de literalidad. Nos encontramos ante un
lenguaje que evoca los simulacros metafóricos
105

antes que exponer directamente las arterias, sus estados y movimientos; hallamos
descripciones dirigidas exclusivamente al modo en que el pulso debiera aparecer a quien
lo escruta que nada revelan acerca de las realidades subyacentes. Como si el mo
careciera de presencia concreta y palpable.
Las representaciones gráficas del mo desplegaban una falta de claridad similar. Un
desconcertado John Floyer señalaba: «Las imágenes chinas del pulso son puros
jeroglíficos que aún no nos han si-do explicados». Floyer consideraba que esas
imágenes, al igual que las representaciones chinas de las vísceras y de los hombres y
mujeres en general, carecían de «exactitud; consideran suficiente una pequeña
similitud»190. Las ilustraciones contenidas en el tratado de Shi Fa, Chabing zhinan,
tipifican el modo en que el mo era representado en la China tradicional (figura 13).
¿Acaso esos enormes anillos describen aquí los vasos sanguíneos? Quizás, o quizás no,
apenas importa. No revelan rastro alguno de movimiento, son de un tamaño idéntico y
en nada contribuyen a la hora de distinguir un mo del resto. El significado de cada
representación reside entera-mente en los patrones inscritos en su interior.
¿Cómo se suponía que los lectores interpretaban esas esferas y puntos, esas líneas y
garabatos? Shi Fa no lo dice. Pero resulta evidente que esas imágenes no estaban
pensadas para leerse como cianotipos, en los que cada marca representa un detalle
discreto; resulta evidente que el mensaje de cada esbozo reside, más bien, en la
impresión general, en el efecto total. Otros tratados evocaban el mismo mo con otros
diseños (figuras 15, 16, 17). La comprensión de un mo implicaba ver a qué se parecía.
No había nada más exacto, más básico, más real para conocer.
El capítulo 1 nos enseñó que el mo era visible en los vasos sanguíneos rebosantes de los
caballos atemorizados y que podía ser visto en los humanos emergiendo y penetrando
cerca de la superficie del cuerpo, en las articulaciones. En los siguientes capítulos
descubriremos que los sanadores chinos drenaban de hecho sangre del mo, y que los
diseccionadores de la dinastía Han llegaron incluso a insertar listones de bambú en ellos
para trazar su curso y medir su longitud. En otras palabras, el mo no siempre o
necesariamente ca-
106

reció de una presencia concreta. Pero cuando los distintos mo eran palpados por los
médicos con la intención de conocer el pasado, el presente y el futuro de sus pacientes,
eran manipulados de manera distinta que cuando eran medidos en la disección o
cortados para extraer sangre. Los médicos desarrollaron un tacto distinto en el qiemo,
pues estaban interesados no tanto en las distancias, recorridos o lugares de intervención
quirúrgica, como en otra cosa.

Cuando el qi y la sangre son fuertes, entonces el mo es fuerte; cuando el qi y la sangre decaen, entonces el
mo decae. Cuando el qi y la sangre están calientes, entonces el mo es rápido; cuando el qi y la sangre
están fríos, entonces el mo es lento. Cuando el qi y la sangre son débiles, entonces el mo es frágil. Cuando
el qi y la sangre están en calma, entonces el mo está relajado191.

El qiemo consistía en la palpación del mo, pero este mo, de acuerdo con la fórmula
clásica de Hua Tuo (141-208), era «la manifestación del qi y la sangre» (mo zhe, qixue
zhi xian ye) . Los médicos apreciaban el mo debido a su exquisita sensibilidad (el
término xian, «manifestación» conlleva implicaciones de lo que es primero, pre-vio,
incipiente) respecto de los cambios en la sangre y el qi. O, a ve-ces, simplemente en el
qi. El Suwen lo explica:
Cuando el mo es largo, entonces el qi es estable. Cuando el mo es corlo, entonces el qi
es renqueante. Cuando el mo es rápido, el corazón está agitado. Cuando el mo es grande,
entonces la enfermedad está progresando. Cuando la parte superior del mo gobierna,
entonces el qi ha emergido. Cuando es la parte inferior la que gobierna, entonces el qi
está inflamado. Cuando el mo es intermitente, entonces el qi es frágil. Cuando el mo es
delgado, entonces el qi es carente192.

¿Qué está en juego en semejantes cambios? ¿Por qué era tan importante conocer cuándo
el qi se enfriaba o se calentaba, o cuándo se volvía frágil o se calmaba, cuándo emergía
y cuándo se inflamaba? El pasaje de la obra de Hua Tuo continúa de un modo revela-
dor: «Una persona alta posee un mo largo; una persona pequeña
107

108
109

posee un mo corto. [Una persona con] una naturaleza tensa posee un mo tenso; [una
persona con] una naturaleza relajada posee un mo relajado». No sólo la sangre y el qi se
manifestaban en el mo, sino la naturaleza misma de la gente. Es decir: conocer la sangre
y el qi significaba conocer a la persona.
Las primeras referencias al qi y al xueqi (sangre y qi) aparecen en las Analectas: «La
persona superior se guarda de tres cosas» previene el Maestro: «Cuando es joven, y la
sangre y el qi aún no están estabilizados, se guarda de la lujuria. Cuando madura, y la
sangre y el qi se encuentran en su vigor máximo, se guarda de la combatividad. Cuando
es anciano, y la sangre y el qi han decrecido, se guarda de la codicia»193.
Así, pues, la sangre y el qi estaban asociados desde el comienzo a los aspectos centrales
del ser de una persona. Confucio los concebía como oscuras corrientes en bruto, poderes
latentes que impulsaban en la sombra, ferozmente, contra la resolución hacia la virtud.
Los cambios en la sangre y el qi gobernaban las transiciones entre la lujuria, la agresión
y la ambición.
Podemos interpretar Ias advertencias de Confucio anacrónica-mente como una especie
de tosca psicofisiología, como aproximaciones primitivas en torno a la terrorífica
influencia de las hormonas, sobre todo si tenemos en mente que la sangre y el qi eran
conocidos de un modo distinto al análisis químico, que el núcleo de su realidad reside
en la experiencia personal. Cuando los médicos hablaban en el Neijing del qi
provocando la ira, hundiendo el temor, neutralizando la tristeza, no trataban tanto de
explicar las emociones, objetivamente, como de relacionar lo que sabían de sus propios
cuerpos, describir lo que sentían, subjetivamente, en su interior. En la ira, un repentino,
explosivo, arrebato; en el pesar, un derrame. Era la íntima familiaridad cotidiana de esas
sensaciones lo que ha-cía que el discurso tradicional sobre el flujo vital fuera tan
convincente. Las certidumbres más profundas sobre el qi estaban enraizadas en el
conocimiento que la gente tenía del cuerpo puesto que ellos mismos eran cuerpos194.
Sin embargo, al mismo tiempo, y este punto merece un énfasis especial, la experiencia
del qi no era nunca enteramente interna. El
110

qi era sentido subjetivamente, pero también era perceptible desde el exterior. Los
médicos lo aprehendían finalmente con sus dedos, palpando los altibajos en el mo. Y,
antes de eso, Confucio ya había dirigido la atención hacia la interacción entre lo que era
una persona y el modo en que una persona hablaba, entre el sujeto y el habla. «Hay tres
cosas que una persona superior valora sobre todas en la Vía», dijo el Maestro; una de
ellas es «evitar ser vulgar y obstina-do hablando en los tonos apropiados (ciqi)»195. Era
especialmente en el ciqi –el qi de las palabras– donde resonaban los compromisos más
profundos de una persona.

El pensador confuciano Mencio (371-289 a. C.) destacaba por dos talentos especiales.
El primero consistía en una aptitud para cultivar su « qi desbordante», una vitalidad
alimentada por la disciplina moral; el otro era una facilidad para conocer las palabras
(zhi yan). Viniendo de un filósofo, este último alarde podría conducirnos a su-poner un
talento para analizar los términos. Pero, de hecho, Mencio se refería a una clase distinta
de destreza: «Cuando las palabras son extravagantes, sé que la mente ha caído y se ha
hundido. Cuan-do las palabras son depravadas, sé que la mente se ha apartado de los
principios. Cuando las palabras son evasivas, sé que la mente está a punto de perder la
cordura»196
Conocer las palabras significaba, por tanto, comprender lo que las palabras revelan a
propósito de aquellos que las pronuncian, escuchar las actitudes y disposiciones de las
que proceden. Al igual que estaríamos equivocados en buscar el significado individual
de las esferas y garabatos de las representaciones del mo a cargo de Shi Fa, tampoco
Mencio interpreta las palabras aisladamente, como símbolos de ideas concretas. Al
contrario, presta atención al vasto flujo del discurso, a su tendencia, y sabe que aquí se
trata de un intrigante irresponsable y allí de un hombre dominado por la desesperación.
Por supuesto, en muchas circunstancias también nosotros escuchamos de esa manera.
Sabemos que lo que una persona dice puede no tener realmente ninguna relación con lo
que cree estar di-
111

ciendo –el cambio del tiempo, el precio de los huevos–. Podemos apreciar en sus
palabras el deseo de una reconciliación o un intento deliberado por herir. Es más,
muchas de nuestras disputas se producen precisamente porque, a veces, no podemos
evitar escuchar de esta manera. «¿Qué se supone que significa eso?», dice alguien de
mala manera, quejumbroso y receloso, al oír un insulto velado en un vano charloteo.
Una madre furiosa que exclama «¡No me hables en ese tono!» sabe que las palabras de
su hijo «Sí, madre» expresan más una resistencia hosca que un asentimiento dócil. Cual-
quiera puede articular las frases requeridas, pero su significación real –a juzgar por
cómo reaccionan los oyentes, si se sienten ofendidos, conmovidos o apaciguados–
depende a menudo del modo en que son pronunciadas.
La manera en que detectamos la crueldad, la amabilidad o la pretensión pomposa puede
parecer un misterio puesto que, a veces, nos mostramos bastante sordos. «¡No me
estabas escuchando!», pro-testa un exasperado amigo. Quizás estamos preocupados o
nos desviamos hacia lo que queremos oír. Desde luego, diferimos en agudeza auditiva.
Algunos, como Mencio presumiblemente, pueden discernir incluso las inclinaciones que
los propios hablantes no re-conocen; otros, al oír las mismas palabras, no detectan nada.
Es más, incluso cuando oímos a alguien somos a menudo incapaces de precisar qué
estamos oyendo exactamente, y si es la dicción, la in-flexión o el tono lo que nos da la
clave. Las palabras más revelado-ras, tomadas una por una y sin contexto, resultan a
menudo perfectamente ordinarias.
No obstante, puede que la cuestión esté suficientemente clara. Quizás oímos miedo o
amabilidad tan pronto como oímos un gato maullando o a alguien silbando en la
oscuridad. El misterio puede ser el producto de suponer que oímos realmente algo más
–palabras individuales, por ejemplo, y convertirlas mediante algún arcano hermenéutico
fulgurante en inferencias acerca de los estados internos– cuando, experimentalmente, no
tenemos la sensación de estar interpretando. Alguien pronuncia palabras furiosas y
oímos palabras furiosas.
Por supuesto, no siempre oímos de la misma manera. En algu-
112

nos contextos, como al prestar oídos a un anuncio público, apenas somos conscientes
del hablante y atendemos sólo a la información. O de nuevo, ciertas clases de filosofía
nos invitan a meditar sobre términos aislados en abstracto, como si fueran contenedores
impersonales de ideas. Oímos de maneras diferentes porque utilizamos el lenguaje de
maneras diferentes.

Los estilos de habla están parcialmente configurados por lo que se está hablando. Una
vez que reconocemos las naturalezas dispares de los objetos que manipulan, podemos
comprender por qué los vocabularios de la toma del pulso y del qiemo difieren tanto:
natural-mente, las distinciones relevantes no serían las mismas a la hora de analizar la
arteria pulsante y a la hora de describir los flujos de la sangre y el qi. Existe todo un
mundo de diferencias entre el cálculo del ritmo y la palpación de lo resbaladizo y lo
áspero.
El que los usos de las palabras sean divergentes también tiene sentido. Los expertos en
pulso exigían descripciones lúcidas y di-rectas, libres de sombras metafóricas, sobre
todo porque identificaban el pulso con la imagen clara y nítida de una arteria tubular,
porque lo concebían como una idea, algo visible, una forma geométrica vista con el ojo
de la mente. Mientras que el mo fluía y carecía de contornos nítidos.
A veces el mo transcurría suavemente, otras veces era áspero; a veces flotaba a lo largo
de la superficie, se dispersaba con la más ligera presión, o, en otras ocasiones, era
necesario presionar con fuerza para captar sus corrientes. Las definiciones apenas
podían ser más precisas que los puros nombres de estos mo: resbaladizo, áspero,
flotante, hundido. Gráficamente, semejantes cualidades de los fluidos podrían ser
representadas sólo indirectamente, insinuándolas, por medio de líneas ondulantes y
arqueadas esferas. Verbalmente, las clarificaciones del mo flotante sólo podían evocar
nubes henchidas en el cielo, la distraída caída de las hojas del olmo, el plumón de la
espalda de un pájaro movido por una suave brisa.
Sin embargo, al final, el problema de cómo habla la gente es más profundo que la
cuestión de sobre qué hablan. Sí, las formas de ha-
113
blar acerca del mo y el pulso difieren radicalmente, en parte debido a que el mo y el
pulso eran realidades radicalmente distintas. Pero las observaciones precedentes sobre el
conocimiento de Mencio de las palabras y, antes de eso, las discusiones sobre la
búsqueda por parte del experto en el pulso del literalismo, nos recuerdan que los modos
de hablar resultan también inseparables de los modos de escuchar. Hablamos de cierta
manera esperando ser oídos de cierta manera; y, al revés, el modo en que escuchamos a
otros depende de nuestras asunciones sobre la manera en que éstos expresan el sentido
y, además, de nuestras concepciones de lo que es el significado.
Lo que hace que esta interdependencia sea especialmente significativa para la historia
del conocimiento háptico es esto: si el habla y la escucha se encuentran estrechamente
interrelacionadas, también lo están a su vez la escucha y el tacto. Al igual que Confucio
y Mencio se ocupaban con tanta atención del qi de las palabras, en el diagnóstico
médico los médicos escrutaban las fluctuaciones del qi en el mo. Si el mo era la
manifestación de la sangre y del qi, «la sangre y el qi», especifica Hua Shou,
constituyen el «shen de una persona»197. En el lenguaje cotidiano, shen se refería la
mayoría de las veces a los dioses y las divinidades, pero en la medicina el término
bascula hacia la inefable aunque palpable diferencia entre un cadáver pétreo y un ser
humano que respira, que responde –el espíritu de una persona, la esencia divina de la
vida–. En otras palabras, la expresión qiemo implica palpar a una persona de un modo
paralelo a cuando un amigo dice «Ya no importa», pero detectamos en su tono un
amargo y persistente pesar; es decir, cuando escuchamos no ya el sentido impersonal
abstracto de las meras palabras, sino el espíritu latente que se oculta tras ellas.
Expuesta de nuevo más generalmente, mi tesis consiste en que la historia de las
concepciones del cuerpo debe ser comprendida en conjunción con una historia de las
concepciones de la comunicación. Cuando los médicos griegos y chinos palpaban el
cuerpo, estaban guiados no sólo por creencias específicas sobre las arterias y el mo y la
organización del cuerpo, sino también por asunciones más amplias sobre la naturaleza
de la expresión humana. Al procurar entender a la gente, los médicos de cada tradición
sentían a menu-
114
(lo con sus dedos de la misma manera que escuchaban con sus oí-dos.
Las artes del diagnóstico del pulso y el qiemo emergieron de la convicción de que la
gente se expresa no sólo mediante palabras, en un lenguaje accesible a los oídos, sino
también en un lenguaje accesible sólo al tacto. A veces, como en el caso de la
asimilación griega entre las sílabas del habla y las articulaciones rítmicas del pulso, los
médicos propusieron paralelismos explícitos entre esas dos formas de expresión. La
mayor parte de las veces, daban por hecho que el estilo en que el cuerpo comunicaba
sus mensajes por medio (le movimientos palpables se parecía al modo en que la gente
transmitía el significado a través de la voz.
115

Segunda parte
Formas de ver
117
Capítulo 3
Muscularidad e identidad
<<Por qué no lo ves?»
Pronunciada en el curso de una discusión, la queja expresa a menudo un desconcierto
genuino mezclado con rabia. Desconcierto, porque para el hablante la cuestión parece
tan clara como el día. ¿Cómo podría alguien no verlo? Rabia, porque dada la obviedad
de la cuestión, la incapacidad para ver despierta sospechas de ceguera deliberada, de
prejuicios perversos. Aunque concedamos abstractamente la relatividad de las
perspectivas, nuestro propio punto de vista es a menudo tan vívido que en nada parece
un punto de vista sino, simplemente, el modo en que las cosas son.
Se trata de una poderosa ilusión óptica.
Al comparar la musculatura descrita en la anatomía de Vesalio con la ausencia total de
músculos en el hombre de la acupuntura, vemos surgir casi de manera irresistible un
enigma acerca de la ceguera, acerca de cómo los médicos chinos pasaron por alto,
extrañamente, uno de los rasgos más prominentes del cuerpo humano. Sin embargo,
históricamente, la visión de la muscularidad es, de hecho, una excepción. El interés por
los músculos individuales e incluso por la propia noción de músculos –como algo
distinto de la carne, los tendones y los nervios – se desarrolló únicamente en las
tradiciones médicas enraizadas en la antigua Grecia. En otros lugares, como en China, la
«ignorancia» de la musculatura es la regla.
Por tanto, el verdadero enigma concierne a la visión y no a la ceguera. No tiene
demasiado sentido preguntarse por qué los chinos fueron incapaces de observar los
músculos cuando esa incapacidad es precisamente la norma. Por supuesto, es posible
explorar, y así lo haremos, la cuestión de qué era lo que los médicos chinos veían; pero
ésta es la tarea del capítulo 4. Mi atención aquí la ocupa el enigma del cuerpo muscular
europeo, el problema del peculiar punto
119

ventajoso a partir del cual los músculos llegaron a parecer naturales y evidentes e
imposibles de evitar.
Los capítulos 1 y 2 han ahondado en cómo los gestos podían parecer iguales y sin
embargo diferir radicalmente en la experiencia; exploraron maneras alternativas de
tocar. Este capítulo y el siguiente elucidan modos alternativos de ver.

Muscularidad y arte

Las actuales intuiciones a propósito de la muscularidad humana deben mucho a la


historia del arte occidental. El «descuido» chino acerca de la musculatura nos asombra
en buena medida porque una influyente tradición a la hora de representar el cuerpo, que
se extiende desde el siglo V a. C. y las metopas del Partenón (figura 18) hasta «Los diez
hombres desnudos» de Antonio Pollaiuolo (1432-1498) (figura 19) y más allá, nos ha
acostumbrado a imaginarnos los músculos en tanto que estructuras perspicuas
prominentes que simplemente tenemos que mirar para ver.
De hecho, esto es una ilusión, tal y como revela un vistazo a cualquier playa de verano:
la mayoría de los músculos de la mayoría de la gente en la mayoría de circunstancias
sólo pueden aprehenderse, en el caso de que sea posible, de manera oscura. En su
manual de dibujo de 1755, Charles-Antoine Jombert asevera que «un novato apenas ve
músculos en un cuerpo desnudo». Visualizar la musculatura es una destreza adquirida.
Para ver como un artista debe ver, enseñaba Jombert, los estudiantes tienen que
aprender anatomía «que os permita descubrir los entresijos de los huesos y los
músculos»198. La mirada adiestrada ve lo que la vaga vista del novato no alcanza a ver
porque el ojo anatómico conoce exactamente lo que se le supone percibir. Ésta es una
lección que debemos tener siempre en mientes: la musculatura delineada con tanta
precisión en grabados, pinturas y esculturas refleja una visión del cuerpo en la que lo
que era visto desde el exterior resultaba inseparable de lo que era imaginado,
anatómicamente, por debajo de la piel y la ofuscante grasa.
120

IMAGEN! 121

IMAGEN! 122

Existía por tanto el constante peligro de deslizarse de la visión hacia la proyección.


Leonardo da Vinci debía quejarse de las figuras del tipo de los hombres musculosos de
Pollaiuolo cuando insistía en que el pintor tiene que comprender qué músculos trabajan
en una acción dada, «y tiene que enfatizar sólo la protuberancia de esos músculos y no
la del resto, tal y como otros pintores hacen al creer que están mostrando su habilidad
cuando en realidad dibujan desnudos que resultan intricados y sin gracia, meros sacos
de nueces»199.
También Jombert sintió la necesidad de advertir a sus estudian-tes contra el burdo error
común de pintar incluso «los músculos que no puedes ver en el modelo sólo porque
sabes que deben estar ahí»200 Aunque insistía de nuevo: sin ese conocimiento uno no ve
nada.
Al final, la cuestión de hasta qué punto e incluso de si era posible cribar las lecciones de
anatomía memorizadas de lo que uno mismo veía realmente en el modelo permanecía
oscura. Un estudiante se extraviaba con certeza cuando esas lecciones convertían al
modelo en superfluo; no obstante, era igualmente cierto que en esas lecciones residía el
secreto del astuto arte de ver y concebir la representación.
Las recomendaciones de Alberti son sobre este punto memorables:
Para obtener las proporciones justas al pintar criaturas vivientes, visualizad primero sus interioridades
huesudas, pues los huesos, siendo rígidos, establecen medidas fijas. Entonces añadid los tendones y los
músculos en sus lugares y finalmente vestid los huesos y los músculos con carne y piel. Podéis objetar...
que un pintor no se preocupa de lo que no puede ver. Puede ser, pero si para pintar figuras vestidas,
debéis primero dibujarlas desnudas y luego vestirlas, para pintar figuras desnudas, debéis situar primero
los huesos y los músculos antes de cubrirlos con carne y piel para mostrar claramente dónde están los
músculos201.

Al retratar el cuerpo, los artistas debían tener en cuenta lo que se encontraba debajo de
los suaves contornos de la superficie y «mostrar claramente dónde están los músculos».
Incluso allí donde
123

los músculos apenas podían ser distinguidos, uno tenía que ser muy consciente de su
presencia.
¿Por qué? Tal y como ya he dicho, la ilusión de que los músculos saltan natural e
inevitablemente a la vista debe mucho a la exagerada claridad de la musculatura en
pinturas y esculturas. Pero ¿qué motivó esa exageración? ¿Por qué los artistas
procuraban con tanto ahínco exponer la muscularidad?
La respuesta breve es que veían los músculos como algo esencial a la identidad humana.
Un cuerpo sin músculos es, parafraseando a Alberti, como ropajes sin la persona. Pero
esta respuesta sólo conduce a la siguiente pregunta: ¿en qué sentido eran esenciales?
¿Qué hacía que la imaginación de los músculos fuera necesaria para imaginar el cuerpo?
La disección tiene algo que ver con esta cuestión. Leonardo, Alberti y Jombert lo dicen
explícitamente: para percibir los músculos en una persona viva, uno debe estudiar
primero la anatomía del muerto. Y ésta es, presumiblemente, una razón significativa de
por qué los médicos chinos no los advirtieron: porque desde su perspectiva acerca del
cuerpo, la disección no desempeñaba más que una función menor. Por tanto, para
resolver el enigma de la preocupación occidental por los músculos, debemos
concentrarnos en las contribuciones de la visión anatómica.
Pero la visión anatómica es ella misma un misterio.

El enigma de la visión anatómica

La evidencia masiva de disección sistemática aparece por primera vez en el siglo IV a.


C., con los estudios de Aristóteles sobre los animales202. En torno al mismo período, se
cree que Diodes de Caristo escribió el primer tratado de anatomía, nuevamente de
animales, aunque su obra se ha perdido203. Sin embargo, la mayoría de los historiadores
de la medicina se han saltado rápidamente estas investigaciones. El estudio clásico de
Ludwig Edelstein de la historia de la anatomía en la antigüedad definió la que sigue
siendo la problemática predominante: «Las disecciones y vivisecciones pueden ser eje-
124

cutadas en animales; y eran ejecutadas en animales antes del período alejandrino. ¿Por
qué son llevadas a cabo de pronto en seres humanos en Alejandría? Ésta es una cuestión
decisiva en la historia de la anatomía»204. Para la mayoría de los historiadores, la
«cuestión decisiva» sobre la anatomía ha girado en torno a Herófilo, Erasístrato y el
tránsito, en tiempos de Alejandría, de la disección animal a la humana205.
Ahora, el problema del contexto que permitió a los investigadores estudiar el cuerpo
humano con métodos sólo practicados antes en animales merece ciertamente un
análisis206. Pero esta cuestión de la aplicación presupone la existencia anterior de un
método y, aún más importante, de un deseo. Los distintos factores filosóficos, religiosos
y culturales que los expertos han identificado hasta ahora como obstructores o
posibilitadores de la disección humana cobran sentido sólo dentro del marco de un
impulso anatómico preexistente.
Desde una perspectiva comparativa, es especialmente ese impulso lo que resulta
intrigante. Para alcanzar a comprender el contraste entre el hombre musculoso de
Vesalio y el mapa de acupuntura no anatómico de Hua Shou, la cuestión apremiante no
es por qué la disección humana fue posible en Alejandría, sino, antes bien, poi qué
investigadores anteriores como Aristóteles y Diodes se mostraban tan entusiastas por
escrutar en el interior de los animales, poi qué la disección de cualquier clase pareció
significativa e imperiosa
La anatomía se hizo finalmente tan básica para la concepción occidental del cuerpo que
asumió un aura de inevitabilidad. Ésta es h razón por la que los historiadores se han
concentrado tanto en los obstáculos de su desarrollo, como si en ausencia de esos
impedimentos el deseo de conocer se tradujera necesariamente en el deseo de
diseccionar, como si la disposición y la curiosidad por observar fueran iguales que la
disposición y la curiosidad por anatomizar Cuando en la actualidad hablamos del cuerpo
en el contexto de h medicina, imaginamos casi reflexivamente los músculos, los nervios
los vasos sanguíneos y otros órganos revelados por el cuchillo del di seccionador y
admirablemente expuestos en los atlas.
Sin embargo, históricamente, la anatomía es una anomalía. La
125

principales tradiciones médicas tales como la egipcia, la ayurvédica y la china


florecieron durante miles de años sin privilegiar la inspección de los cuerpos. A
propósito de esta cuestión, incluso los tratados de Hipócrates, la reputada fuente textual
de la sabiduría médica occidental, manifiestan escaso interés en la investigación
anatómica207.
¿Y por qué debiéramos esperar otra cosa? Existen innumerables modos de conocer el
cuerpo. El cuerpo puede ser investigado, por ejemplo, observando el modo en que es
afectado por alimentos particulares en circunstancias particulares. También puede ser
aprehendido como algo configurado por el entorno que varía bajo la influencia de aires,
aguas y lugares. Existe también la detallada comprensión práctica que se deriva del
estudio del modo en que el cuerpo cambia cuando es cauterizado, o sangrado, o agujado
en formas diversas, en distintos lugares. Tampoco podemos ignorar la autoconciencia
adquirida a lo largo de ejercicios de transformación del propio yo a través de la
meditación y la respiración yóguicas, por ejemplo, o el culturismo. Todos estos métodos
producen abundantes y verdaderas ideas. Ninguna inclinación natural exige buscar la
verdad acerca del cuerpo en un cadáver desmembrado.
Así pues, ¿cómo adquirió la anatomía esa especial autoridad? La cuestión resulta crucial
no sólo para explicar el cuerpo muscular sino también para pensar, en términos más
generales, la disparidad entre las figuras 1 y 2. Pues la diferencia más sobresaliente en la
perspectiva de esas dos figuras es seguramente la siguiente: que una es anatómica
mientras que la otra no lo es. Sin embargo, tan pronto nos preguntamos por la autoridad
de la anatomía, nos enfrentamos a un segundo problema más sutil y lógicamente
anterior, esto es, ¿qué es la anatomía?
Erwin Ackerknecht señala en su Breve Historia de la Medicina que, «incluso en esas
tribus primitivas que llevan a cabo autopsias –abren los cuerpos regularmente para
detectar "principios de brujería"– el conocimiento anatómico es tan pobre como entre
aquellas que no llevan a cabo tales autopsias»208. De nuevo, al discutir la medicina az-
teca, reflexiona: «Resulta notable el hecho de que no exista evidencia alguna de ningún
grado de conocimiento anatómico en el Mé-
126

xico antiguo a pesar de que el sacrificio humano ofreciera abundantes oportunidades


para observar la anatomía humana»209.
Sobre esta cuestión, los propios griegos practicaron la aruspicina o adivinación
mediante las entrañas210. La noción de Platón sobre el hígado como espejo de la mente
ofrece un evocativo recordatorio de las prácticas harúspicas que alcanzaron entre los
babilonios y los etruscos un alto grado de sofistificación y que, presumiblemente, estos
pueblos legaron a los griegos211. Desconocido en los tiempos homéricos, el examen de
las entrañas penetró en la religión oficial griega alrededor de la época de Solón y
suplantó la autoridad de la ornitomancia. En Chipre, Zeus era honrado en tanto que
«diseccionador de entrañas»212; y a lo largo de toda la historia griega, líderes y adivinos
escrutaron las tripas de los animales sacrificados antes de embarcarse en guerras y
expediciones213.
En consecuencia, la creencia en las verdades ocultas en el interior de los cuerpos estaba
extendida en la antigüedad y, para el observador casual, las acciones del adivino
hieroscópico y del anatomista post-hipocrático pueden parecer iguales. Pero no lo son.
A pesar de la semejanza gestual, la aruspicina y la disección médica representan unas
clases de esfuerzos muy diferentes214. Lo cual quiere decir: debe haber para la anatomía
más que curiosidad sobre los secretos inscritos en el cuerpo y más que una disposición a
usar el cuchillo.
¿Qué es lo que distingue a la visión del diseccionador de la mirada del adivino?215
Aunque muchas culturas antiguas (incluyendo la china, como comprobaremos más
adelante) abrieron y escrutaron el interior de animales y humanos, no todas miraron de
la misma manera ni vieron las mismas cosas216 El enigma fundamental de la anatomía
reside en la cristalización de un modo particular de observar el cuerpo, en el nacimiento
de cierto estilo visual.
Los babilonios, por ejemplo, hurgaron en el interior de animales con regularidad y los
modelos que construyeron sobre el hígado demuestran que lo hicieron con un ojo muy
fino. Sin embargo, no desarrollaron nada parecido a la comprensión griega de la
estructura somática. ¿Por qué? Poseían tanto la oportunidad como la destreza. Henry
Sigerist sugiere que lo que les faltaba era la motivación:
127

«Un pueblo que era capaz de representar los más sutiles movimientos de los animales,
que estaba acostumbrado a observar las más ínfimas variaciones del hígado de los
animales, podría haber sido capaz de desvelar los secretos del organismo hasta cierto
punto, si hubiera tenido el vivo deseo de hacerlo» (la cursiva es nuestra)217.
La anatomía implica un impulso distinto, un deseo especial. Por tanto, quizás la
divergencia en los modos de ver se deriva de una diferencia en los objetivos. Quizás los
adivinos veían las entrañas en tanto que señales de una realidad más importante, quizás
intentaban ver el pasado y el futuro, mientras que los anatomistas miraban al cuerpo
como cuerpo, su propósito era conocer el cuerpo en sí. No obstante, ¿qué significa
realmente distinguir entre mirar algo en tanto que signo y verlo en sí? ¿Cuántas maneras
de mirar hay? Ackerknecht dice acerca de la disección: «La mera técnica no significa
nada para el conocimiento científico siempre y cuando no esté impregnada de espíritu
científico. Con ese espíritu, la apertura de lo cuerpos es una inagotable fuente de
conocimiento»218. Pero esto no explica nada por sí mismo. Pues de lo que se trata aquí
es precisamente de la naturaleza de esa mirada impregnada de «espíritu científico», la
naturaleza de la visión anatómica.
El enorme número de términos que relacionan la cognición con la experiencia de la
visión es un rasgo célebre del griego clásico. Al explicar, por ejemplo, el concepto
homérico noos [νόоς], Bruno Snell observa que la forma verbal noein [νоειν] significa
«adquirir una imagen mental clara de algo. De ahí la significación de noos. Es la mente
en tanto que recipiente de imágenes claras o, más breve-mente, el órgano de las
imágenes claras... Noos es como el ojo mental que ejerce una visión despejada»219.
Del mismo modo, Esquilo habla de «una comprensión dotada de visión» (phrena
ommatomenen [φρένα ωμματωμένην]), y Píndaro de un «corazón ciego» (tuphlon etor
[τυφλоν ητоρ])220. Y del verbo ideo [ιδέо], «Yo veo», se derivan los nombres idea y
eidos [ειδоς], forma, imagen, clase, los únicos objetos de episteme [έπιστήμη], de
verdadera ciencia en la filosofía de Platón221. El sobrecogedor mito de la caverna
aprovecha precisamente esta elisión entre el ver y el conocer222.
128

En ese sentido, nos puede parecer natural que una tradición cultural en la cual el ojo
prima tanto haya amparado la anatomía, una ciencia consagrada a la observación. Pero
semejantes generalidades difícilmente constituyen una explicación. Una cosa es meditar
poética o filosóficamente sobre la vista y la perspicacia, pero la enmarañada inspección
de las entrañas es otra cosa bien distinta. Un vasto abismo separa la luminosa visión
platónica del Bien de la acción de destripar cadáveres sangrantes. El problema sigue
siendo el mismo: ¿por qué y cómo miraban los diseccionadores?
En la actualidad, la motivación que surge inmediatamente en nuestra mente es que la
disección es médicamente útil, incluso necesaria. Por tanto, nos vemos fácilmente
convencidos por el argumento dogmático, relatado por Celso, de que «ya que los
dolores y los diferentes tipos de enfermedades se producen en las partes interiores...
nadie que sea ignorante acerca de esas partes puede administrar remedios. En
consecuencia, es necesario cortar los cuerpos de los muertos y examinar sus vísceras y
sus intestinos»223.
Pero en la antigüedad, este razonamiento parecería probablemente menos convincente.
Recordemos que los antiguos remedios no incluían las amplias opciones quirúrgicas
posibilitadas por la moderna anestesia y antisepsia. Las sangrías, el ejercicio, los
masajes y, ante todo, la administración de alimentos y de drogas eran las principales
curas disponibles para los médicos griegos y es incierto hasta qué punto su desarrollo
fue acrecentado por la inspección de «vísceras e intestinos». De hecho, una de las
grandes corrientes de los médicos griegos desechó la anatomía precisamente en base a
ese motivo. Sólo el minucioso estudio de los síntomas y la estrecha observación de
cómo los distintos remedios alteraban esos síntomas, sostenían los médicos empiristas,
constituían la preocupación del sanador224. La observación de las entrañas carecía de
utilidad práctica.
Otro aspecto que pesa sobre la aplicación terapéutica como motivo principal a favor de
la disección es el hecho de que la investigación anatómica comience no con humanos
sino con animales. Hasta cierto punto debemos atribuir esta concentración en los ani-
males a tabúes religiosos acerca de la manipulación de cadáveres humanos. Así, en
tiempos del emperador romano Trajano, Rufo de
129

Éfeso rememora con arrepentimiento: «Intentaremos enseñarte cómo nombrar las partes
internas diseccionando un animal que se asemeje estrechamente al hombre... En el
pasado solían enseñar esto, más correctamente, con hombres»225. Aquí el diseccionador
acude a los animales faute de mieux, como sustitutos.
Sin embargo, dicha sustitución no siempre o necesariamente implicó un motivo médico
ulterior. También Aristóteles señala que «las partes internas del hombre nos son en gran
medida desconocidas» e impulsa la consecuente necesidad de examinar las partes
internas de animales similares a los humanos226; pero nada sugiere que las
investigaciones pioneras en anatomía estuvieran inspiradas o dirigidas por el deseo de
aliviar el sufrimiento humano. Sus estudios sobre la estructura, la generación y los
hábitos animales ponen de manifiesto su deseo de comprender la lógica que gobierna a
los animales y no a los humanos.
Incluso más tarde, aun cuando el interés se centra explícitamente en la estructura
humana, la utilidad terapéutica no era necesariamente la única ni la principal
preocupación. Significativamente, Galeno se queja de que los anatomistas
contemporáneos hubieran «elaborado obviamente con atención la parte de la anatomía
que resulta completamente inútil para los médicos o que procura poca o sólo una ayuda
ocasional»227. Y continúa diciendo: «La parte más útil de la ciencia de la anatomía se
halla precisamente en el estudio de aquello que esos pretendidos expertos han desdeña-
do. Hubiera sido mejor permanecer ignorantes sobre cuántas válvulas hay en cada
orificio del corazón, cuántas arterias lo atienden, cómo o de dónde proceden, o cómo las
parejas de nervios craneales alcanzan el cerebro antes que no conocer qué músculos
extienden o flexionan el brazo superior e inferior y la muñeca, o el muslo, la pierna y el
pie»228.
Tanto en el alcance como en el detalle, la anatomía antigua ex-cede con mucho las
necesidades de los antiguos sanadores.
Entonces, ¿qué motivaba a los antiguos diseccionadores? ¿Qué pretendían ver? Además
de los médicos, Galeno identifica otras tres clases de anatomistas: los naturalistas (aner
physikos [ανηρφυσικός] ) que aman el conocimiento por su propio bien; el individuo
que per-
130

sigue tan sólo demostrar que la Naturaleza nada hace en vano; y el estudiante de las
funciones físicas y mentales229. Aquellos familiarizados con la obra de Galeno Sobre el
uso de las partes saben que estas tres empresas eran a menudo la otra cara de un mismo
esfuerzo. Conocer el cuerpo era ver cómo la Naturaleza modelaba cada parte
perfectamente de acuerdo a su fin, esto es, a su uso.
El tratado Sobre el uso de las partes constituye el relato más completo y detallado sobre
estructura anatómica de la antigüedad. Es también, y no es un accidente, una meditación
épica sobre el asombro inspirado por el diseño divino del cuerpo. Con una minuciosidad
meticulosa, Galeno refiere cómo cada rasgo del cuerpo, por muy insignificante que
pueda parecer, es absolutamente necesario, expone la previsión de la Naturaleza y
demuestra que «todo está tan bien dispuesto que no podría resultar mejor de ninguna
otra manera». Y cuando sin advertirlo olvida contemplar la perfección manifiesta en la
geometría de los nervios ópticos, se encuentra reprendiéndose a sí mismo en un sueño
por «pecar contra el Creador»230. Ésta es la tradición de la que Vesalio se hace eco más
tarde en su Fabrica, cuando concibe el cuerpo como la manifestación de la sabiduría del
Gran Creador231. El núcleo de la curiosidad anatómica reside en este punto, en la visión
de las formas corpóreas en tanto que expresiones de intención creativa.
La curiosidad sobre los fines últimos delimita ya las investigaciones de Diocles de
Caristo, al que Galeno atribuye el primer tratado de anatomía. Erasístrato, el gran
anatomista alejandrino, también Insiste en el carácter «previsible» (pronoetiken
[προνοητικήν]) y «artesanal» (techniken [τεχνικήν]) de la Naturaleza. Teniendo en
cuenta la tradición que hace de él un discípulo de Teofrasto, colega de Aristóteles, esto
no debe sorprendernos. Aristóteles, en quien hallamos la primera evidencia segura de
disecciones animales, era también el exponente más enérgico e influyente de los análisis
teleológicos232.
De manera similar, la más notable excepción al desdén hipocráliro acerca de la
disección, el tratado Sobre el corazón, insta explícitamente a la contemplación de este
órgano como producto de un diseño artesanal:
131

Muy cerca del origen de los vasos sanguíneos algunos cuerpos blandos y cavernosos [o «porosos»]
envuelven el corazón. Aunque son denominados «orejas» no están perforados como las orejas ni oyen
sonido alguno. De hecho son los instrumentos mediante los cuales la naturaleza atrapa el aire, la creación,
así lo creo, de un excelente artesano que al ver que el corazón era una cosa sólida debido a la densidad de
su materia y, en consecuencia, no tendría capacidad de atracción, lo equipó con fuelles, tal y como los
herreros hacen con sus hornos, con los que el corazón controla su respiración»233.

El autor, al contemplar la utilidad de la estructura del corazón, su instrumentalidad,


considera que se trataba «de una pieza de artesanía que merecía una descripción antes
que el resto». La evidencia que vincula las primeras investigaciones anatómicas con la
creencia en un plan preconcebido es abundante y explícita.
Y obedece a una lógica. No solemos tratar de interpretar las sal-picaduras de pintura
diseminadas en el suelo por un gato. Nos limitamos simplemente a limpiar «el
desbarajuste». Pero si nos informan de que las salpicaduras han sido pintadas por un
célebre artista, nuestra percepción de esas manchas se transforma inmediatamente.
Merecen, entonces, un estudio reverente, una atenta mirada. La presunción del diseño
divino era absolutamente esencial para la empresa de la anatomía en este mismo
sentido. Prometía que un cadáver contenía algo más que espantosa y repugnante sangre,
que sus contenidos exponían un sentido visible.
Las intuiciones griegas acerca del diseño del mundo se remontan al menos hasta el siglo
IV a. C.»234 Sócrates atribuye a Anaxágoras la teoría de que «la mente produce orden y
es la causa de todo» y considera que esto significa que «dispone cada cosa individual en
el modo que resulta mejor»235. En los Recuerdos de Sócrates de Jenofonte, el propio
Sócrates responde al escepticismo de Aristodemo acerca de los dioses apelando a la
previsión manifiesta en la confección de las criaturas vivas236. Sin embargo, es el Timeo
de Platón la obra que propone la decisiva analogía para el desarrollo de la teleología, la
que relaciona la forja del mundo con el trabajo de un artesano.
Ahí hallamos un modelo que, por un lado, hace que el propósito sea central para la
expresión creativa y, por otro lado, explica di-
132

cho propósito en términos de una visión mental especial. Los arte-sanos «no eligen y
aplican su material a su trabajo al azar», sostiene Sócrates, sino que trabajan siempre
«en vista a que cada una de sus producciones tenga cierta forma (eidos)»237. Al fabricar
una mesa o un diván, el artesano «fija sus ojos en la idea o en la forma»238. La creación,
pues, está guiada por una imagen; es el acto de convertir las formas imaginadas en
materia. De acuerdo con el mito del Timeo, éste es también el modo en que el demiurgo
original opera. Cuando forjó el mundo, mantuvo su mirada fija en el «modelo de lo
inmutable»239. Es este modelo, las formas visionadas por el creador, lo que define el
propósito de las cosas creadas, su fin. Y son también estas formas lo que el anatomista
tendría que ver finalmente.
Sin embargo, las formas resultan difíciles de ver. El propio Platón nunca analizó
minuciosamente y, más aún, desechó intencionadamente lo que nosotros denominamos
comúnmente como visión. El verdadero conocimiento, nos dice, debe serlo de lo que es,
del Ser inmutable; pero el mundo material que nuestros ojos aprehenden es un mundo
en flujo perpetuo, un reino de sombras, de simulacros, que a cada momento se
transforma en otra cosa, sin cesar. Más que guiarnos hacia las verdades eternas, nuestros
ojos nos engañan y confunden. De ahí el temor de Sócrates a que pudiera regar su «alma
al observar objetos con mis ojos y tratar de comprenderlos con cada uno de mis otros
sentidos»240. Pues cuando el alma utiliza el cuerpo «para cualquier pesquisa, ya sea a
través de la vista o el oído o cualquier otro sentido —porque utilizar el cuerpo Implica
utilizar los sentidos— es expulsada por el cuerpo al reino de lo variable y pierde su
camino y se embrolla y marea, como si estuviera confundida».
Sólo «en ese reino de lo absoluto, de lo constante y de lo invariable» —el reino de las
formas sin cuerpo— es posible el verdadero conocimiento241. En la alegoría de la
caverna, la luminosa visión del Bien es una experiencia no del ojo carnal, sino del alma
inmaterial, un tipo de visión metafórica. Platón fue el primero, nos lo dice Friedländer,
en hablar de «el ojo del alma» (to tes psyches omma [το της ψυχης ομα]), el ojo de la
mente242.
133

La reinterpretación de las formas a cargo de Aristóteles, como algo que el ojo podría ver
directamente, sirvió de puente entre las especulaciones trascendentales del Timeo y la
inspección vigente de los animales243. Antes que a un demiurgo que forja todas las cosas
del cosmos, Aristóteles apela a la Naturaleza, una fuerza inmanente que configura de
manera particular las entidades biológicas244; y mientras que para Platón la creación
visible no ofrecía más que un atisbo borroso del Ideal, Aristóteles ve la perfección en
las criaturas que se encuentran ante nuestros ojos. Tal y como da a entender su
paradigmático ejemplo de la esfera de bronce (en el cual el bronce es la materia y la
esfera es la forma), la «forma» significa ahora con frecuencia la «figura visible»245.
Eidos es a menudo intercambiable por morphe [μορφή]246. La forma se hizo inseparable
de la materia.
Y, sin embargo, al mismo tiempo, la forma permaneció separada de la materia. Las
complejidades metafísicas de esa relación ambigua han sido concienzudamente
exploradas por los historiadores de la filosofía. Con todo, quisiera señalar que la tensión
entre la forma y la materia resulta también esencial para la historia de la disección:
define exactamente el carácter de la observación anatómica.
Aristóteles reconoce en un pasaje citado con frecuencia de su obra Partes de los
animales que «no es posible observar la sangre, la carne, los huesos, los vasos
sanguíneos y las partes similares de las que está hecho el cuerpo humano sin una
considerable repulsión»247. Pero insiste en que esto no es, en sí, de lo que trata la ana-
tomía. El anatomista no anhela una mirada hacia las cosas inmediatamente sensibles del
cuerpo, las cuales son en efecto repugnantes, sino, antes bien, la contemplación (theoria
[θεωρια]) del diseño intencional de la Naturaleza.
Conforme uno va adiestrando de alguna manera sus propios ojos para ver más allá de la
materia de la que están compuestos los animales y para aprehender la entera
configuración (he hole morphe [ή ολη μορφή]) –la forma en cuanto que refleja los fines
de la Naturaleza–, la horripilante empresa de disección puede entonces incluso
denominarse como hermosa. Y es recomendable, por su conveniencia, para el filósofo.
Pues mientras que el divino reino del Ser inmutable, que todos «anhelamos conocer»,
elude nuestros senti-
134

dos, las plantas y los animales, debido a que vivimos entre ellos, pueden ser estudiados
en seguida. Ésta es la tarea del científico: escrutar estos seres no en su materialidad
perecedera, sino en su diseño formal, en tanto que imágenes refractadas de lo divino248.
Una tarea sublime pero sutil. La disección no es nunca el desvelamiento directo de
verdades listas para ser vistas por todos. Implica una manera especial de ver y exige un
ojo preparado. El diseccionador debe aprender a discernir el orden, mediante la práctica
repetida, guiado por sus profesores y textos. Sin adiestramiento y una dilatada
experiencia, insiste Galeno, uno no alcanza a ver nada249. Esto es, tan sólo se ve un
cadáver. El mero fisgoneo de un cadáver abierto y la hueca mirada a huesos y sangre, a
grasa, a carne o a tendones enredados no cuenta como anatomía.
El anatomista aspira a ver más allá de la inmediata y desagradable materia del cuerpo y
a contemplar el fin (telos [τέλος]) para el cual cada parte ha sido perfilada. «Libera tu
mente de las diferencias de materia y contempla el puro arte en sí», exhorta Galeno.
Admira la forma. Donde el no iniciado sólo ve materia opaca, carente de sentido, el
verdadero científico (technites [τεχνίτης]) se maravilla de cómo la Naturaleza, el gran
artesano, «nada hace en vano»250.
Ésta es la razón de que la historia de la anatomía no pueda ser resumida en simples
anécdotas sobre el combate de la curiosidad contra el tabú. Si bien es cierto que a veces
las restricciones religiosas frenaron o bloquearon la disección de cadáveres, el propio
ímpetu de anatomizar representa, por sí mismo, una suerte de anhelo espiritual251. La
anatomía comienza propiamente cuando uno aprende a ver a través de carne
embrionaria y prevé en theoria –«el ojo de la ciencia», como felizmente la definió A. L.
Peck– el diseño intencional. Ver de manera anatómica significa superar la ceguera
causada por lo inmediatamente visible. Se debería ver y no ver; ver la forma pero no la
materia. Ver lo que, en última instancia, no puede ser visto252.
Los cuerpos reflejan las almas y mediante ese reflejo traslucen la divina inteligencia que
les dio forma. «He diseccionado muchas veces animales deslizantes como gatos y
ratones, y cosas reptantes como serpientes, y muchas clases de pájaros y peces», señala
Galeno.
135

«Esto me ha convencido de que existe una sola mente que los ha forjado y de que el
cuerpo se adapta en todos los sentidos al carácter del animal... Cada animal posee una
estructura corporal acorde con el carácter y las cualidades del alma»253. Cada parte de
cada criatura manifiesta a través de su estructura el uso, esto es, la función para la que
fue concebida.
El modelo del artesano previsor representa, pues, una suerte de teoría de la expresión.
Los médicos observaban el cuerpo diseccionado en un modo en nada semejante a la
manera en que atendían a las descripciones del pulso. Escrutaban las formas carnosas
como manifestaciones sensibles de la intención insensible, al igual que buscaban las
ideas motivadoras tras las palabras.
Los médicos chinos, lo sabemos ya, atendían a las palabras de una manera distinta y en
el siguiente capítulo nos fijaremos en su visión del cuerpo expresivo. Pero antes
debemos ahondar más profundamente en el asunto vigente. La investigación que
acabamos de ofrecer sobre la visión anatómica representa sólo el comienzo; nuestro
propósito, recordémoslo, consiste en elucidar por qué en Occidente los músculos
aparecen tan vívidos, tan intensamente evidentes.

Los orígenes del cuerpo muscular

El enigma del cuerpo muscular encubre de hecho dos incógnitas. La primera tiene que
ver con los orígenes del interés por los músculos; la otra concierne a la intrigante
cuestión de a qué se parecen, para nosotros, los cuerpos musculares. Resolviendo el
primer problema no se puede solucionar completamente el segundo ya que la atracción
por el físico «muscular» es anterior al reconocimiento general de los músculos.
A nuestros ojos, las figuras de las metopas en el Partenón pueden parecernos menos
musculosas que los hombres desnudos de Pollaiuolo. Pero esta percepción es
anacrónica: casi con toda certeza, los artistas griegos que esculpieron las primeras no
habrían llamado musculosos a sus héroes. El término «músculo» (mys [μυς]) no aparece
en Homero, tampoco se puede hallar en Heródoto o
136

Tucídides, ni en ninguno de los dramaturgos. Platón, que nació después de la


finalización de las metopas del Partenón, habla extensamente de la carne y de los
nervios en el Timeo; pero tampoco FI menciona los músculos. El significado del cuerpo
muscular sólo emergió de manera gradual.
Los escritores hipocráticos se refieren a los músculos pero, siginificativamente, lo hacen
con moderación. Incluso en aquellos tratados donde cabría esperar el más riguroso
escrutinio de la musculatura, tales como Cirugía y Sobre las fracturas, los términos
preferidos Non neuroi [νεύροι] y sarks [σάρξ], nervios y carne. En un lenguaje bastante
similar al que encontramos en China, el autor de Sobre las fracturas habla, pues, de
«huesos, nervios y carne» antes que de .huesos, nervios y músculos»; y advierte a
quienes se ocupan del brazo de que la «prominencia carnosa» (sarkos epiphysis [σαρκός
επίφσις]) alrededor del radio es delgada mientras que el cúbito carece casi de carne254.
Los músculos no desempeñan ninguna función particular en la concepción hipocrática
del cuerpo. Son simplemente un tipo de carne. En la medida en que los músculos se
distinguen de la carne —y la distinción es mencionada sólo rara y casualmente—, la
diferencia depende meramente del grado de firmeza. El tratado Sobre el corazón, por
ejemplo, afirma lo que en un principio pudiera interpretarse como una definición
moderna, esto es, que el corazón es un músculo muy fuerte255. Pero resulta que lo que lo
convierte en un músculo es sólo la naturaleza prensada de su carne (pilemati sarkos
[πιλήματι σαρκός]; el verbo piloo [πιλόω] se refiere a la acción de apretar la lana para
hacer fieltro). Esta densidad especial de su construcción proporciona al corazón una
capacidad óptima para contener el calor innato256. La muscularidad no tiene aquí nada
que ver con la concepción posterior a Harvey del corazón como vigoro-so surtidor. El
escrito Sobre el alimento identifica los músculos en un sentido similar: excepto los
nervios y los huesos, que son los componentes más duros, los músculos son aquellas
partes del cuerpo más firmes y más resistentes a la disolución que el resto257
No obstante, en algún momento entre Hipócrates y Galeno, el tradicional lenguaje de la
carne y los nervios se volvió inadecuado.
137

Se hizo común, e incluso indispensable, hablar de músculos. Mientras que el plural


myes [μύες], o músculos, aparece tan sólo 14 veces en el cuerpo hipocrático, figura más
de 460 veces en Galeno; y mientras que en Hipócrates las referencias a la carne
sobrepasan las referencias a los músculos en una proporción de nueve a uno, en Galeno
esa proporción llega a equilibrarse. De hecho, el contraste es incluso mayor de lo que
sugieren esos números. Galeno consagra libros enteros al estudio detallado e intensivo
de esas estructuras de las que los médicos hipocráticos apenas hablaban o lo hacían de
pa-so. Y Galeno no era el único, ni siquiera el primero. El propio Galeno nos dice que el
estudio serio de los músculos comenzó con Marino (siglo I d. C.), quien trató
extensamente la cuestión en su tratado de anatomía. Sus discípulos Pélope y Eliano
también escribieron libros acerca de los músculos, como lo hiciera Lico, hijo de Pélope,
y uno de los maestros de Galeno258.
Existe, pues, una historia de la conciencia muscular, una historia delimitada, una vez
más, por dos problemas. Uno de ellos concierne a la naturaleza de los cuerpos
«musculares» anterior a la emergencia de la conciencia muscular. Los artistas griegos
representaron figuras con sobresalientes ondas mucho antes de que esas ondas fueran
identificadas como músculos, y representaron ondas incluso cuando, anatómicamente,
no existían los músculos. Con todo, si no lo hacían en tanto que músculos, ¿cómo
concebían los escultores esas protuberancias que tanto enfatizaban? Si no los
consideraban como indicadores de la musculatura, ¿qué pretendían entonces los pintores
griegos mediante las agudas demarcaciones que delineaban las extremidades y los
torsos de sus hombres (figura 20)?
El segundo problema concierne a la emergencia de la propia conciencia muscular. ¿Por
qué se hizo finalmente necesario hablar de músculos para hablar sobre el cuerpo? ¿Qué
impulsó ese interés entusiasta por estructuras que previamente los profanos no habían
advertido en absoluto y que los médicos apenas habían reconocido?
La cuestión es la continuidad y el cambio. Debemos investigar la muscularidad como
una preocupación que une y separa al mismo tiempo las disecciones de Galeno y las
metopas del Partenón. Aunque las sinuosas ondas que los primeros artistas evocaron
para el ojo
138

IMAGEN!
139
y los músculos sobre los que los médicos compondrán más tarde tratados están
obviamente relacionados, no son desde luego idénticos. ¿Qué significaban
originalmente esas ondas? ¿Y qué cambio en la conciencia las transformó en músculos?
Respecto a la segunda cuestión, ya he hecho alusión a una posible respuesta. Me refiero
al surgimiento de la anatomía. Podemos acordar que los médicos helenísticos hablaban
específicamente de músculos antes que genéricamente de carne puesto que, al contrario
que sus predecesores hipocráticos, ya los habían investigado por encima de las
apariencias. Trazaron, separaron y observaron músculos individuales, distintos. Por lo
tanto, la continuidad y la ruptura entre el cuerpo clásico y el helenístico corresponden,
sencillamente, a los diferentes grados de perspicacia. Los primeros artistas, suponemos,
contemplaron las mismas estructuras que los anatomistas posteriores, pero vaga e
indistintamente –de ahí el término general «carne»–, mientras que estos últimos
aprehendieron la forma y el emplazamiento de cada músculo con la claridad que
solamente puede proceder de la disección de cadáveres.
Esta hipótesis explicaría por qué el discurso sobre los músculos comenzó a prosperar
sólo después de Hipócrates: la disección sistemática también era una innovación post-
hipocrática. La observación galénica de que los músculos eran un órgano que «eludía el
descubrimiento mediante observación y permanecía desconocido» para Aristóteles
–«pues no se tomó la molestia de buscarlo median-te la disección»– podría reforzar esa
hipótesis259.
Sin embargo, como ya hemos apuntado más arriba y como también sabía con certeza el
propio Galeno, Aristóteles no fue ajeno a la disección per se. Así, pues, Galeno no culpa
de la ignorancia de Aristóteles sobre los músculos a la ignorancia general sobre
anatomía. Los músculos «permanecieron desconocidos para» Aristóteles a pesar de las
muchas disecciones que éste llevó a cabo. En otras palabras, lejos de implicar que el
descubrimiento de los músculos se deriva directamente de la práctica de la anatomía, el
comentario de Galeno sostiene que era necesario algo más, que era preciso esforzarse y
buscar los músculos para observarlos.
140

En definitiva, si bien es cierto que el surgimiento de la anatomía contribuyó sin duda


alguna a sustentar la conciencia muscular, estaríamos equivocados si consideráramos a
esta última como el sub-producto accesorio de la primera. Antes que subyugar la
historia del cuerpo muscular a la historia de la disección, trataré de demostrar, por el
contrario, cómo el estudio del cuerpo muscular altera nuestra perspectiva sobre la
imaginación anatómica, cómo exige que ampliemos nuestra visión de la forma
anatómica y nos invita a con-templar de nuevo los vínculos que unen el cuerpo con el
sujeto.

La estética de la articulación

El hecho de que ondas sobresalientes aparezcan incluso en lugares donde no hay


músculos sugiere que los primeros artistas no pretendían tanto mostrar estructuras
específicas como conferir a sus figuras un cierto aspecto. Este punto resulta crucial a la
hora de interpretar los cuerpos «musculares» anteriores al discurso de los músculos: el
énfasis en contornos ondulantes no refleja en absoluto un sentido de la belleza.
¿Cuál era la estética de esos físicos? ¿Dónde reside su atractivo? ¿Cómo describieron
los artistas griegos ese aspecto que tanto admiraban? Ya he explicado que en ningún
caso lo habrían denominado «muscular». Sin embargo, debieron de tener otras palabras
para convocar en el discurso el físico que desplegaban con tanta magnificencia a los
ojos.
De acuerdo con el escrito Fisiognomía, un tratado pseudo-aristotélico acerca de la
interpretación del carácter a partir del físico, el carácter fuerte se manifiesta en unos pies
grandes, bien formados, bien articulados y nervudos (neurodes [νευρώδες]). Un carácter
enérgico también se revela en unas piernas bien articuladas y nervudas. Los tobillos
nervudos y nítidamente articulados también anuncian almas valerosas260. Hallamos aquí
una asociación que reconocemos de inmediato: aquélla entre nervios y fortaleza.
También nosotros percibimos poder en los cuerpos nervudos.
¿Es entonces la naturaleza nervuda del físico, como la del lanza-
141

dor de disco, lo que fascinó en tal grado la observación de los griegos? Desde luego,
puede que fuera una parte de lo que la gente veía: las referencias a las piernas nervudas
de los héroes no son infrecuentes. Pero resulta preciso señalar que las interpretaciones
precedentes del cuerpo remiten también, y de forma repetida, a un detalle sorprendente
y menos familiar. El texto Fisiognomía no sólo distingue la virtud de los nervios
visibles: los pies, los tobillos y las piernas de los hombres fuertes y valerosos están
también bien articulados. Los pies y tobillos pobremente articulados (anarthroi
[αναρθροι]) revelan debilidad y cobardía.
A pesar ,de lo extraño que pueda resultarnos, la articulación figura como un tema
recurrente en las apreciaciones antiguas de la gente. Tanto la literatura médica como no
médica otorga relevancia a la presencia o a la ausencia de la articulación. En Las
traquinias de Sófocles, Hércules es conducido a un vertedero, envuelto en dolor,
exhausto y anarthros [αναρθρος], literalmente, «sin articulaciones»261. Eurípides aplica
el mismo término a Orestes cuando éste se encuentra postrado, devastado por la
experiencia de haber asesina-do a su propia madre262. Ser anarthros significaba estar
totalmente debilitado, extenuado. Orestes apenas está vivo, sólo respira débil-mente;
Hércules pronto morirá. Ambos son hombres atrapados en una flojera informe. La
enfermedad ha derretido sus articulaciones. Son precisamente lo contrario de esos
cuerpos que adornan el Partenón, la antítesis de las extremidades claramente articuladas
y los torsos de los héroes en la flor de su vida, entregándose al combate, contorneándose
con ímpetu.
La inarticulación también distingue a lo inmaduro. Aristóteles observa que los animales
vivíparos producen crías que se parecen a sus progenitores desde el principio, mientras
que otros animales sólo producen algo aún desarticulado (adiarthroton [αδιάρθρωτον]),
como huevos o larvas263. En cuanto a los humanos, el tratado hipocrático Sobre la
generación relata que un feto macho abortado antes de treinta días está aún inarticulado
(anarthron [αναρθρον]), mientras que aquellos abortados después de esos primeros
treinta días han comenzado a articularse (dierthromenai [διηρθρωμέναι]) 264. La
teleología de crecimiento y desarrollo por medio de la cual las co-
142
sas vivientes alcanzan su forma final consistía en un proceso de articulación.
Los arthra [αρθρα] no son, pues, las articulaciones en un sentido anatómico moderno –
al menos, no sólo articulaciones– sino las divisiones y diferenciaciones que confieren al
cuerpo una forma distinta. A veces una articulación puede coincidir con una juntura:
Edipo es perforado por «las junturas de ambos pies» (arthra podoin [αρθρα ποδοιν]), es
decir, por los tobillos265. Pero Sófocles habla también acerca de los ojos que Edipo se
arranca como «la juntura (le los globos» (arthron ton kyklon [αρθρον των κύκλων])266.
Mnesiteo, un médico del siglo III a. C., se refiere a los órganos internos como «las
articulaciones internas» (ta entos arthra [τα εντός αρθρα])267. Significativamente, el
plural arthra, por sí mismo, designaba regularmente no las junturas sino los genitales
masculinos y femeninos268.
Los arthra eran también importantes en el lenguaje: representaban las palabras que
dividían el flujo del discurso, lo que los gramáticos denominan artículos269. El habla
(dialektos [διαλεκτος]) en sí, la actividad que hace que los seres humanos sean humanos
propiamente, no consiste en otra cosa que en «la articulación de la voz por medio de la
lengua»270. Pero la capacidad de articular la voz depende, a su vez, de la posesión de las
articulaciones anatómicas apropiadas, los órganos del habla. Éste es el argumento que
Aristóteles da de que sólo los humanos puedan hablar. Los insectos y los peces pueden
producir sonidos, pero al carecer de faringe no tienen voz. El delfín posee pulmones y
tráquea y, por lo tanto, tiene voz pero «como su lengua no puede moverse libremente ni
tiene labios, no puede articular la voz» (ou... arthron ti tés phones poiein [ου... αρθρον
τι της φωνης ποιειν] )271; tampoco puede hablar.
Los bárbaros constituyen un caso interesante. Pues, aunque poseen los órganos
necesarios, algunos pueblos bárbaros parecen articular apenas algo más que los
animales. La etimología de Estrabón acerca del término barbaros [βάρβαρος],
«bárbaro», como onomatopeya del ladrido de los perros –tan extraña sonaba esa lengua
a los oídos griegos– nos viene de inmediato a la mente272. Por su parte, Diodoro de
Sicilia sostiene a propósito de una tribu primitiva cono-
143

cida como los Comedores de Peces, pues se atracan de pescado, que se comunicaban
entre ellos con «sonidos inarticulados»273. «Pero lo más sorprendente de todo», de
acuerdo con Diodoro, «es que superan al resto de los hombres por su falta de
sensibilidad y ello hasta el punto de que lo relatado apenas resulta creíble»274.

De hecho, cuando un hombre desenfunda su espada y la blande ante ellos, no corren huyendo, ni, si son
objeto de insulto o incluso de golpes, mostrarán irritación, y a la mayoría de ellos tampoco les moverá el
resentimiento por simpatía con las víctimas de semejante tratamiento; muy al contrario, cuando a veces
niños o mujeres eran masacrados ante sus ojos, permanecían insensibles en sus actitudes, sin mostrar
ningún signo de odio o, en su caso, de lástima. En definitiva, permanecían impasibles ante los más
espantosos horrores, mirando fijamente lo que acontecía y asintiendo con la cabeza ante cada nuevo
incidente. Consecuentemente, dicen, no hablan ninguna lengua, sino que mueven sus manos... señalan
con sus dedos todo lo que necesitan275.

Los Comedores de Peces carecen de habla y sólo gesticulan. Obsérvese que Diodoro
introduce esta indagación con la palabra «consecuentemente» (dio [διό]), implicando
que la habilidad de hablar exige la habilidad de sentir, para distinguir lo que es
peligroso, o injusto, o cruel. También Aristóteles sostiene que la sensibilidad es una
función de la articulación anatómica. «Las articulaciones del corazón», observa en
Partes de los animales, «son más distintas en animales cuya sensación es aguda, y
menos distinta en los animales más embotados, como el puerco»276.
La imagen del salvaje inarticulado que sólo puede gruñir, o ladrar, o gesticular
toscamente, nos es familiar. Pero la concepción griega de la inarticulación bárbara posee
además un aspecto más concreto: a veces sus propios cuerpos carecen de nítidas
junturas y divisiones. El tratado hipocrático Sobre los aires, aguas y lugares, por
ejemplo, relata que los escitas nómadas vagaban por tierras donde

los cambios de estaciones no son grandes ni violentos, sino uniformes y muy poco variables. Por lo que
los hombres también se parecen los unos a los
144

otros en el físico, pues en verano y en invierno consumen siempre una comida similar y la misma ropa,
respiran una atmósfera húmeda y densa, beben agua del hielo y la nieve, y se abstienen de toda fatiga. La
resistencia corporal o mental no es posible allí donde los cambios no son violentos. Debido a estas causas,
sus físicos son gruesos, carnosos, inarticulados (anarthra [αναρθρα] ), húmedos y fofos...277

En definitiva, los escitas carecen de diferenciación, tanto entre ellos como en cada uno
de sus cuerpos. Debido a que experimentan pocos cambios estacionales se asemejan los
unos a los otros y carecen de individualidad. Dado que respiran una bruma húmeda y
beben agua helada, sus cuerpos son húmedos y fofos y les falta definición. Y aún más,
en ellos, como en el exhausto Orestes y el Hércules moribundo, la inarticulación señala
debilidad. Los escitas son i f n pueblo al que le falta resistencia corporal y mental.
El autor hipocrático explica que, para compensar su debilidad natural, los escitas se
cauterizan ellos mismos en brazos, muñecas, pecho, caderas y lomos: «Debido a su
humedad y blandura, no tienen fuerza ni para disparar un arco ni para lanzar una
jabalina. Pero cuando han sido cauterizados, el exceso de humedad se seca en sus
junturas y sus cuerpos se hacen más tensos (entonotera [εντονώτερα]), más nutridos y
mejor articulados»278. La cauterización seca las junturas, articula el cuerpo, lo hace
firme. La cauterización es una forma de musculación. Pero ¿musculación para qué? EI
reportero griego piensa inmediatamente: para hacer posible el lanzamiento de jabalina y
el disparo del arco.
Debemos suponer que el placer con el que los griegos se entregaban al físico articulado
estaba relacionado con su admiración por los atletas y guerreros; relacionado, también,
con su enorme interés por el agon [αγών], la lucha, por esos momentos de tenso
esfuerzo cuando las demarcaciones nerviosas aparecen más nítidamente. Pero para
juzgar estas conexiones debemos considerar antes dos cuestiones.
La primera es la artificialidad del cuerpo exageradamente articulado: es y era el
producto de ejercicios extremos y sostenidos. Los cuerpos de los culturistas actuales son
comparados con frecuencia,
145

y por supuesto ellos mismos se esfuerzan conscientemente en emular, a los nítidamente


definidos y «musculosos» físicos contempla-dos en las esculturas griegas. Pero para
alcanzar semejantes físicos, incluso el mejor dotado de los culturistas contemporáneos
debe seguir un extraordinario régimen de ejercicio lacerante potenciado con la
consumición de prodigiosas cantidades de alimentos279. No hay ninguna razón para
suponer que los atletas griegos lo tuvieran más fácil, que estuvieran naturalmente
bendecidos con esos admirados físicos. Ninguna vida ordinaria –incluso una físicamente
vigorosa tras labrar o combatir en los campos– podría crear un cuerpo voluminoso y
definido como el de Hércules (figura 21).
Los médicos y filósofos griegos expresaron sus reservas tanto sobre el proceso como
sobre las consecuencias de esa disciplina extrema. Los tratados hipocráticos advertían
de que los atletas ponían en peligro su salud al estar, paradójicamente, en «una
condición demasiado buena». Pues tal condición no podía persistir durante mucho
tiempo y al no poder cambiar para mejorar, lo haría para empeorar280. Además de
objetar desde fundamentos filosóficos su preocupación por el cuerpo (y
consecuentemente su desdén por el alma), Platón criticaba también las disciplinas
atléticas como «perjudiciales para la salud». Pues «si se apartan lo más mínimo del
régimen prescrito», observa, «estos atletas están expuestos a grandes y violentas
enfermedades»281. Y, por supuesto, existían también peligros de orden moral: los
devotos de los gimnasios solían ser muy vigorosos y valerosos, pero si su
adiestramiento no era equilibrado mediante la educación y la música, estos hombres se
convertían en seres brutalmente duros y crueles282.
No obstante, si el físico atlético era esculpido sólo mediante el más extraordinario
esfuerzo –y si, además, el resultado de ese es-fuerzo era un cuerpo excepcionalmente
vulnerable a la enfermedad y un carácter propenso a la brutalidad–, ¿dónde reside
entonces su atractivo? Ya he mencionado la próspera fabricación de ideales tejida
alrededor de la articulación. Pero no debemos olvidar otro factor convincente: el énfasis
en la fuerza, la lucha y la dureza. Un físico abundante refleja una aguda conciencia de
sus opuestos.
Así, si bien es cierto que Platón censura la rudeza que la devoción
146

IMAGEN!
147

exclusiva al adiestramiento físico podría generar, se preocupa igualmente por la


influencia reblandeciente de la música. Pues un hombre que se abandona únicamente a
la música «se derrite y licua hasta que se disipa su vigor, se desvanece como si fueran
los propios nervios del alma y se convierte en un "guerrero frágil"»283. Aunque Platón
reclamaba un equilibrio entre «relajación y tensión»284, los escritores griegos evidencian
con frecuencia una ansiedad especial a propósito de lo blando y una preferencia
marcada por lo duro.
Cuando se le propuso al rey Ciro que los persas abandonaran su estéril tierra natal y se
desplazaran a las planicies fértiles que habían conquistado, el rey persa replicó

que debían actuar sobre esa cuestión como quisieran, pero añadió la advertencia de que, si lo hacían,
debían prepararse no para gobernar sino para ser gobernados por otros. «Los países blandos», dijo,
«generan hombres blandos. No hay ninguna tierra que produzca magníficos frutos y buenos soldados a la
vez». Los persas tuvieron que admitir que esto era cierto y que Ciro era más sabio que ellos; por tanto, lo
liberaron y eligieron vivir en una tierra escabrosa y gobernar antes que cultivar las ricas planicies y ser
sujetos de otros285.

Así finaliza la Historia de Heródoto. Heródoto pone el discurso en boca del rey Ciro,
pero los sentimientos son tan griegos como persas. La diferencia entre los cuerpos
firmes y los blandos distinguía también a los gobernantes de los esclavos.
El tratado Sobre los aires, aguas y lugares se hace eco del mismo contraste. «Allí donde
la tierra es rica, blanda y bien regada», nos dice, «sus habitantes son carnosos,
pobremente articulados (anarthroi), húmedos, vagos y, en general, cobardes por
naturaleza». Pero donde «la tierra está desnuda, sin agua, áspera, sacudida por las
tormentas de invierno y quemada por el sol, hallarás allí hombres que son duros,
magros, bien articulados (diérthromenous [διηρθρωμένους]), bien tensados y peludos;
semejantes seres son muy activos, vigilantes, rebeldes e independientes de carácter y
temperamento, salvajes antes que dóciles, de una agudeza e inteligencia superiores a la
media en las artes y más valerosos que la media en la guerra»286.
148

Europa alberga ambientes tanto duros como blandos y, del mismo modo, incluye
pueblos duros y blandos. Pero hablando comparativamente, sostiene el autor
hipocrático, la oposición entre lo articulado y lo inarticulado, entre el valiente y el
pusilánime, corresponde a la división entre Europa y Asia.
Debido a que el cambio de estaciones es más violento en Europa que en Asia, el físico
europeo varía más que el asiático. El físico y el carácter asiáticos se reproducen
exactamente en los escitas. Modelados como los escitas por un clima dotado de poca
variación estacional, los asiáticos se parecen unos a otros, sus cuerpos carecen de
articulación y sus espíritus reclaman resistencia. En contraste, los europeos «son más
valientes que los asiáticos. Pues la uniformidad engendra flojera mientras que la
variación promueve la resistencia tanto en el cuerpo como en el alma. El descanso y la
flojera son alimento para la cobardía; la resistencia y el ejercicio lo son para la bravura.
De ahí que los europeos sean más belicosos... »287. Los cuerpos tensos y enjutos de
Europa eran los cuerpos de los robustos conquistadores. El físico individualizado y
articulado encarna la identidad europea.
En definitiva, las junturas visibles separan una parte del cuerpo de la otra, distinguiendo
a unos individuos de otros, dividiendo a euuropeos de asiáticos. A esta lista deberíamos
añadir una más: las junturas visibles delimitan a los hombres de las mujeres. De acuerdo
con la embriología hipocrática, si al feto macho le cuesta treinta días comenzar a
articularse, al feto hembra, siendo más húmedo, le cuesta cuarenta y dos288. Por lo
general, los hombres son exaltados y secos mientras que las mujeres son húmedas y
frías. Las partes sólidas del cuerpo, como los nervios o los huesos, están formados por
el fuego que seca la humedad original289. En la hermenéutica del texto Fisiognomía, los
pies, los tobillos y las piernas carnosas y poco articuladas que señalan los caracteres
frágiles y cobardes, son también los pies, los tobillos y las piernas típicas de las
mujeres. Las piernas nervudas y bien articuladas son características de los hombres290.
¿Pero qué ocurre con los hombres escitas? Son hombres, pero también fofos bárbaros. Y
es esto último lo que resulta decisivo. La gran mayoría de los hombres escitas, nos
relata el tratado Sobre los ai-
149

res, aguas y lugares, «se vuelven impotentes, desempeñan tareas de mujeres, viven
como mujeres y hablan como mujeres»291. «Debido a la humedad de su constitución, y a
la blandura y la frialdad de su abdomen, no tienen un gran deseo de relaciones
sexuales.»292 Por su falta de pasión, como por la falta de forma en sus cuerpos, son co-
mo eunucos castrados que, en términos del escrito pseudo aristotélico Problemas, se
parecen a las hembras, desarrollan una voz femenina y adolecen de un cuerpo amorfo
(amorphian [αμορφίαυ]) e inarticulado (anarthrian [αναρθρίαν]) 293.
La virtud de la articulación es, por tanto, esencial para la ética y la estética del físico
«muscular» anterior a la emergencia de la conciencia muscular. Antes de que quedaran
fascinados por las estructuras especiales denominadas músculos, los griegos celebraron
ya los cuerpos que poseían un aspecto particular, una especial claridad de formas, una
evidente «ensambladura», que identificaron con lo vital como opuesto a lo moribundo,
con lo maduro como opuesto a lo aún informe, con lo individual como opuesto a las
gentes que se parecen mutuamente, con lo fuerte y valiente como opuesto a lo frágil y
cobarde, con los europeos como opuestos a los asiáticos, con lo masculino como
opuesto a lo femenino.

Muscularidad y acción

Así, pues, ¿cómo se convirtió ese cuerpo bien articulado en un cuerpo muscular?
Llegamos así a nuestra segunda cuestión, la de los orígenes de la conciencia muscular.
He afirmado antes que es probable que la emergencia de la anatomía impulsara este
desarrollo y he señalado que las primeras discusiones acerca de los músculos se deben a
célebres diseccionadores de los siglos primero y segundo de nuestra era: Marino,
Eliano, Pélope, Lico y, sobre todo, Galeno. Pero también advertí sobre el peligro de
exagerar el papel de la observación anatómica. Ya que si concebimos los músculos
simplemente como estructuras que fue-ron vistas por los diseccionadores, esto es, como
meros objetos de conocimiento visual, corremos el riesgo de soslayar la característica
150

definitiva del nuevo discurso acerca de la muscularidad: mientras que antes los médicos
hablaban principalmente de carne al describir el aspecto del cuerpo, ahora invocan los
músculos para comprender el funcionamiento del cuerpo. En otras palabras, los múscu-
los no son sólo carne percibida con una perspicacia acrecentada, son unos órganos
únicos investidos de una función única.
Galeno observa que algunos procesos del cuerpo siguen su curso sin nuestra atención y
que no podemos influir sobre ellos aunque lo deseemos. Tal es el caso de la digestión y
la pulsación. Pero existen también otras actividades, como el andar o el hablar, que de-
Penden de nuestros deseos e intenciones. Podemos elegir caminar más deprisa, hacerlo
más despacio e incluso detenernos. Podemos alterar la cadencia de nuestro discurso.
Podemos hacer todas estas cosas, nos explica Galeno, porque poseemos esos órganos
llamados músculos. En esto consisten los músculos: «los órganos de movimiento
voluntario»294. Los músculos nos permiten elegir lo que hacemos, cuándo y cómo lo
hacemos; y esa elección delimita la división entre actos voluntarios y procesos
involuntarios. En definitiva, los músculos nos identifican en tanto que genuinos agentes.
Retomo mi argumento principal sobre los orígenes de la conciencia muscular: sugiero
que la emergencia de la preocupación por los músculos se encuentra inextricablemente
entrelazada con el surgimiento de una concepción particular de la persona. Al trazar la
cristalización del concepto de músculo también estamos trazando expresamente, y no es
casual, la cristalización del sentido de una voluntad autónoma. El interés por la
muscularidad del cuerpo resulta inseparable de la preocupación por la acción del yo.
Ésta es la razón de que el tratado de Galeno, Sobre el movimiento de los músculos, vaya
más allá de una mera exposición de la función muscular y trate los entresijos de la
acción y de la auto-conciencia. Después de todo, ¿cómo podemos explicar –si los seres
humanos son criaturas musculares y los músculos son los órganos del movimiento
voluntario– que un hombre pueda cantar atontado por el alcohol o que camine dormido?
295
Estas acciones implican obviamente el trabajo de muchos músculos. Sin embargo,
quienes las ejecutan parecen no tener conciencia de estar ejecutándolas.
151

El enigma no se limita a rarezas como el sonambulismo. Aparece también en las


actividades más cotidianas. Así, el filósofo que camina desde el Pireo hasta Atenas
ensimismado en sus pensamientos puede no tener recuerdo de haber completado el
camino o de haber prestado atención a sus brazos y piernas. Y la gente absorta en la
conversación o en el debate realiza a menudo muecas de las que ellos mismos no son
conscientes. Galeno admite que el modo en que el alma actúa no es siempre
transparente296. Pero se muestra in-flexible al insistir en que actúa siempre igual.
Consideremos lo siguiente: si todas las variedades de músculos dieran paso a su
tendencia natural de contraerse –una tendencia fácilmente demostrada al cortar el
tendón en el extremo de un músculo – se contrarrestarían recíprocamente y el cuerpo se
queda-ría bloqueado con una inmovilidad tetanoide. Que semejante in-movilidad sea
excepcional –el hecho es que nos movemos habitualmente–, demuestra que también está
actuando otra fuerza, algún poder psíquico (psychike dynamis [ψυχικι δύαμις] ). Otro
ejemplo: el brazo de alguien cuyos músculos extensores están cortados se flexiona
automáticamente debido a la contracción de los músculos flexores. Pero la persona
puede de hecho flexionarlo incluso mucho más, esto es, contraer los flexores más allá
de su estado natural de contracción si, sencillamente, decide hacerlo. La flexión
completa requiere la acción del alma297.
En consecuencia, la vida de una persona no puede ser narrada meramente en términos
de procesos naturales como la digestión y la pulsación de las arterias. Más allá de los
procesos que se producen por sí mismos, existen también acciones voluntariamente que-
ridas por el alma y realizadas por esos instrumentos denominados músculos. Sin
embargo, debido a que nuestra atención es irregular, esta intervención psíquica no
resulta siempre aparente; somos profundamente conscientes de hacer ciertas cosas pero,
de otras, podemos no tener ningún recuerdo de haberlas realizado. Con todo, las simples
acciones de sentarse o levantarse, argumenta Galeno, incluso la aparente inactividad,
son actos genuinos. Implican la denominada acción tónica (tonike kinesis [τονικι
κίνησις]) de los músculos. Nuestra habilidad para mantener una postura dada sólo es
152

posible gracias a la activa tensión de una multitud de músculos. Si se elimina el alma


viviente, la persona de elegancia escultural de la figura 2 se convierte en floja carne
inarticulada. Jean-Pierre Vernant observa que en Homero el cuerpo no se mantiene
aislado e independiente, cerrado en sí mismo, sino que «es fundamentalmente
permeable a las fuerzas que lo animan, accesible a la intrusión de las fuerzas vitales que
le hacen actuar. Cuando un hombre siente alegría, irritación o lástima, cuando sufre, es
audaz o siente alguna emoción, está dominado por pulsiones... las cuales, insufladas en
él por un dios, lo atraviesan como un visitante que viniera del exterior» (las cursivas son
nuestras)298.
Considerados junto a las observaciones precedentes sobre los músculos y la voluntad,
los análisis de Vernant acerca de las arcaicas concepciones de la personificación
sugieren una posible razón de por qué, incluso en tiempos de Hipócrates, las
representaciones figuradas de lo que nosotros percibimos como muscularidad no
estaban acompañadas por un discurso sobre los músculos. Las fornidas protuberancias
que anudan las extremidades y los torsos de bestias míticas y de héroes podrían señalar
coraje, o fuerza, o pasión; pero al contemplar esos signos, debemos tener en cuenta la
antigua tradición que consideraba la fuerza y la pasión y el resto de las virtudes de los
héroes no en tanto que cualidades personales enraizadas en un yo interno, sino en tanto
que marcas de un favor divino que matiifiesta el influjo de los poderes sobrenaturales299.
Hacia el siglo v a. C. comenzamos a entrar en un mundo diferente. A finales del siglo,
Sócrates disertará sobre los seres humanos como criaturas centradas alrededor de un
núcleo inmortal llamado alma. Pero aún tendrá que pasar algún tiempo para que el alma
socrática, prisionera en la carne, evolucione totalmente hasta convertirse en el agente
autónomo de Galeno, en un yo provisto de una voluntad muscular.
Los fisiólogos del siglo XVII citarán a Galeno como su fuente de autoridad para la
definición de los músculos en tanto que instrumentos de la voluntad. Pero Galeno no
inventó la fórmula: la encontramos antes en Rufo de Éfeso300. Además, ya hemos
señalado que el propio Galeno cita al anatomista Marino como fundador de
153

la miología y sabemos que el tratado de Marino sobre anatomía incluía una discusión
sobre los movimientos voluntarios.
Incluso podemos retroceder aún más. A pesar de que Aristóteles no menciona los
músculos al analizar los movimientos de los animales, de hecho distingue entre aquellos
movimientos que son hekousious [εκονσίους], motivados por la elección o el deseo,
como fabricar una casa o un manto, y aquellos que son akousious [ακονσίους], los
cuales ocurren cuando no los elegimos conscientemente, como los movimientos del
corazón o del pene, las acciones de dormir y caminar, o la respiración301. Su distinción
se asemeja obviamente a la posterior oposición de Galeno entre movimientos
voluntarios e in-voluntarios, y quizás refuerza la críptica sugerencia de Galeno, aun-que
Aristóteles nunca observara ni conociera los músculos, de que Aristóteles los conocía
sin embargo en teoría302. Con todo, existen diferencias notables.
Consideremos de nuevo el tema de la articulación. El lenguaje, la articulación de la voz,
requiere cierta anatomía; pero más allá de esto, el dominio de sí mismo es también
esencial. Ésa sería la razón por la que los bebés no pueden hablar. Pues, tal y como
explica Aristóteles, «hasta que no poseen el apropiado control sobre sus extremidades
en general, no pueden controlar su lengua que aún es imperfecta y que alcanzará la
libertad total de movimientos más tarde; hasta entonces, mascullan y cecean la mayor de
las veces»303. La articulación es, por tanto, una cuestión tanto de función como de es-
tructura, una relación entre la persona y el cuerpo. Los bebés sólo pueden mascullar y
cecear, y no pueden hablar, porque aún no pueden controlar sus lenguas, moverlas como
desean.
Para Aristóteles, sin embargo, esta relación entre la persona y el cuerpo constituye sólo
una parte de una larga cadena de causas. El movimiento no puede ser nunca
completamente explicado por la disposición y los deseos de la persona aquí y ahora. La
posibilidad misma de la más simple de las acciones –abrir y cerrar nuestros ojos, por
ejemplo– está enraizada en un pasado anterior a la conciencia, anterior incluso al
nacimiento, cuando la Naturaleza dio forma al embrión:
154

Puesto que la Naturaleza nada hace en vano, la separación de los párpados y la habilidad para moverlos
deben coincidir en el tiempo. Así, la culminación de la formación de los ojos viene más tarde, debido al
gran número de maduraciones requeridas por el cerebro, y se produce al final, después del resto de las
partes, porque el movimiento debe ser muy fuerte y poderoso para mover partes que se encuentran tan
alejadas del primer principio y tan sometidas al frío. Que tal es la naturaleza de los párpados queda
demostrado por el hecho de que incluso si un ligero peso afecta a la cabeza durante el sueño o una
intoxicación o cualquier otra cosa de ese género, somos incapaces de levantar los párpados aunque su
gravidez sea leve304.

¿Por qué somos incapaces, a veces, mientras estamos dormidos o bebidos, de resistir
incluso el más liviano cierre de nuestros párpados? Aristóteles ve una parte esencial de
la respuesta en el proceso original por el cual el pneuma innato (symphyton pneuma
[συφυτον πνευμα] ), la ardiente y divina respiración de la Naturaleza, brota desde el
corazón (el primer principio), articula el húmedo embrión y, finalmente, separa los
párpados.
Su explicación de cómo los cielos etéreos están relacionados con los movimientos
animales no resulta clara por entero, pero no hay ninguna duda de que consideraba que
dicha relación era vital305. Y en esta convicción vislumbramos la distancia que aún
separa su relato de la animación de la voluntad muscular que tanto fascinaba a Galeno.
Georges Canguilhem los pone en contraste del siguiente modo:

Para Aristóteles, todo movimiento depende de un primer motor inmóvil. Todo movimiento en la
naturaleza se sostiene, por respiración y por imitación, gracias a un acto supranatural. En el más perfecto
de los animales terrestres, el ser humano, hay un alma que penetra en el embrión desde el exterior y que
procede del éter divino, el alma de las estrellas...

Para Galeno, el movimiento es la auténtica expresión de una espontaneidad interna... Por tanto, en la
concepción de Galeno, el movimiento de un ser viviente es el efecto de una fuerza inmanente en el
organismo. El animal... se mueve por sí mismo en su medio ambiente... El animal, en sus movimientos
musculares, se propulsa desde su propio centro306.
155

Las observaciones de Canguilhem apuntan hacia otro modo de reconstruir los orígenes
de la conciencia muscular –en términos de un cambio desde la teleología del
movimiento cósmico a los movimientos de los agentes espontáneos.
Al tratar la historia de la palpación, he subrayado cómo la manera en que percibimos
algo debe mucho al modo en que la imaginamos. Pero, en el caso del cuerpo, ese objeto
imaginado no es otro que nosotros mismos, y el problema de los modos de ver se funde
con la cuestión de la identidad personal. La historia del cuerpo muscular griego implica,
desde muy temprano, la historia de cómo se definían los hombres griegos en relación a
varios Otros –animales, bárbaros, mujeres–. Y, posteriormente, se entrelaza también con
la evolución de otro aspecto, menos estudiado, de la autodefinición, es decir, la relación
de uno mismo con el cambio. La obsesión por los músculos refleja el nacimiento de una
nueva experiencia de vida encarnada y una percepción alterada de las personas. En lo
sucesivo, el núcleo de todas las interpretaciones del cuerpo estará encuadrado por la
dicotomía que opone a los procesos que sencillamente ocurren, naturalmente o por
casualidad, y a las accione iniciadas por el alma.
Recordemos que el tratado hipocrático Sobre el corazón identificaba el corazón como
«un músculo muy fuerte», que, de hecho, coincide con la visión moderna. Y, por tanto,
puede resultar paradójico que en el período posterior a Hipócrates, precisamente cuando
la anatomía y el discurso de la muscularidad florecieron verdadera mente, los médicos
griegos sufrieran un retroceso y dejaran de considerar al corazón como un músculo. La
paradoja tiene una explicación sencilla. En el tratado Sobre el corazón, la noción de
músculo es aún vaga; el corazón es denominado músculo debido simplemente a su
carne densamente comprimida. Para Galeno, el quid de la muscularidad es la función.
El corazón no es un músculo porque se mueve por sí mismo, porque no es un
instrumento de la voluntad. No podemos iniciarlo o detenerlo como nosotros
queremos307.
Consideremos de nuevo el capítulo 1 y veamos el nacimiento del diagnóstico mediante
el pulso con una nueva luz. Los médicos grie-
156

gos como Alejandro y Demóstenes, recordémoslo, definieron el pul-so como «la


contracción involuntaria del corazón y las arterias». Antes que ellos, Herófilo había
iniciado la empresa de la esfigmología atrayendo la atención sobre el pulso como algo
que «existe naturalmente y nos asiste involuntariamente en todo momento».
Subrayando su aislamiento del pulso como algo radicalmente diferente de los
estremecimientos y los espasmos, se encuentra la separación del corazón y las arterias
de las partes «nerviosas» (to neurodes [το νευρώδες]) del cuerpo, específicamente, los
nervios, los músculos y los tendones. Para Herófilo, esta repartición anatómica
correspondía a la dualidad básica de la vida humana: mientras que los movimientos (le
las partes «nerviosas» están sujetos a la elección intencional (prohairesis [προαίρεσις]),
las pulsaciones del corazón y las arterias se encuentran fuera del control consciente308.
«Una vez permití a alguien que sostuviera un corazón con unas tenazas de herrero»,
relata Galeno, «pues saltaba de sus manos debido a las violentas palpitaciones; pero
incluso entonces el animal no sufrió ninguna merma en la sensación o en el movimiento
voluntario. Lanzó un chillido agudo, respiró sin impedimentos y mantuvo sus
extremidades en un violento movimiento... Una vez establecidos estos hechos, otro
hecho importante viene a luz como consecuencia: que el corazón no necesita en ningún
caso del cerebro para ejercer su propio movimiento, ni el cerebro necesita del
corazón»309.
Semejante separación de poderes era la tesis central del tratado de Galeno Sobre las
doctrinas de Hipócrates y Platon. Galeno no pretendía tanto decidir entre la supremacía
del cerebro y la supremacía del corazón sino, antes bien, demostrar la existencia de dos
funciones distintas e independientes (aunque, por supuesto, interrelacionadas): la
sensación, localizada en el corazón, y la voluntad y la sensibilidad, localizadas en el
cerebro. El problema de la teoría cardiocéntrica no es tan sólo el decidido énfasis en el
corazón, sino su visión indiferenciada de la psicología humana.
La oposición de Herófilo frente a la separación entre las partes nerviosas y el corazón y
las arterias no fue aceptada inmediatamente. Muchos, incluso en tiempos de Galeno,
seguían a Aristóteles y a
157

Crisipo a la hora de localizar no sólo las emociones, sino también el habla, el juicio y la
voluntad en el corazón. Así, se maravillan, nos dice Galeno, «cuando de pronto oyen
que el habla procede del cerebro y se maravillan aún más y nos llaman formuladores de
paradojas cuando oyen que todos los movimientos voluntarios son producidos por los
músculos»310. La persistencia de semejantes actitudes refuerza presumiblemente el
comentario de Galeno de que «las extremidades son movidas por los músculos, que es
como son denominados (hoi de onomazomenoi myes [οι δε ονομαζόμενοι μύες]) »,
como si la propia noción de músculo no hubiera sido aún universalmente aceptada y
autorizada311.
Por tanto, en cierto sentido, la fijación en los músculos y el nacimiento del diagnóstico
mediante el pulso representan las dos caras opuestas de un único desarrollo. No
podemos comprender ninguna excepción ponderando la emergencia de una escisión
fundamental en la auto-comprensión occidental: la ruptura entre las acciones voluntarias
y los procesos naturales. El pulso no revela nada, tal y como lamentaría John Donne
más tarde, sobre el pecado, la redención y el estado del alma eterna. Ni tampoco expone
las decisiones del alma. Pero, por otro lado, expresa la enorme dimensión de la
existencia humana sobre la que la naturaleza podría reclamar: todos los cambios,
fisiológicos y patológicos, que se sitúan más allá del alcance de la volición, los
impulsos y los anhelos –como la pasión secreta del príncipe Antíoco– que mueven a la
persona sin tener en cuenta la voluntad.
158

Capítulo 4
La expresividad de los colores
El hecho principal acerca de una flor consiste, pues, en que es parte de la forma de una planta
desarrollada en el momento más intenso de su vida; y este arrobamiento interno viene, por lo general,
marcado externamente 'ara nosotros por el arrebato de uno o más de los colores primarios.
John Ruskin, Queen of the Air

Los médicos en China soslayaron gran parte de los detalles observados por los
diseccionadores griegos e incorporaron rasgos invisibles que la disección jamás podría
justificar. Esto es, específicamente, lo que hace que la acupuntura parezca un misterio:
la ciega indiferencia respecto a las afirmaciones de la anatomía.
Sin embargo, esa indiferencia ante la anatomía no significa un desaire a los ojos. En
absoluto: los antiguos médicos chinos mostraron una gran fe en el conocimiento visual.
Como sus homólogos griegos, escrutaron el cuerpo atentamente. Sólo que, por alguna
razón, lo hicieron de manera diferente.
El Nanjing declara: observar y conocer la enfermedad es «divino» (shen), conocer
escuchando u oliendo es «sabio» (sheng), preguntar y conocer es «astuto» (gong), tocar
y conocer es sólo «hábil» (qiao)312. La perspicacia divina corona, por tanto, la jerarquía
de los recursos diagnósticos. El Lingshu clasifica las habilidades perceptuales de un
modo ligeramente distinto, pero también otorga prioridad a la observación «iluminada»
(ming)313. El Shanghanlun es directo: el médico que conoce mediante la observación
pertenece a la clase más alta (shanggong); el médico que conoce preguntando pertenece
a la clase media (zhonggong); mientras que el médico que conoce mediante el tacto
pertenece a la clase inferior (xiagong)314. La maestría de la medicina se define, en
primer lugar, por un ojo excepcional.
159

Consideremos ahora el caso del legendario Bian Que, el nombre más reputado de la
historia de la medicina china. Nos cuentan que, originalmente, Bian Que no tenía
ninguna relación con las artes de curación. Se dedicaba a administrar una casa de
huéspedes cuando, un día, un huésped de avanzada edad llamado Changsang Jun se
sentó junto a él. «Poseo destrezas secretas», le confesó el invitado, «pero soy ya anciano
y quisiera transmitirlas». Tras preparar un elixir, Changsang Jun le aconsejó: «Bebe esto
con rocío fresco duran-te treinta días y sabrás muchas cosas». Bian Que hizo lo que el
anciano le pidió y pronto descubrió que podía ver a través de los muros y en el interior
de los cuerpos315.
Por tanto, la vista penetrante es la clave para su transformación en el «Hipócrates de
China». En parte al menos, el nombre de Bian Que se convirtió en un sinónimo de
talento médico gracias a que veía, literalmente, lo que otros no podían ver. Como
tendremos ocasión de comprobar más adelante, en su célebre diagnosis del duque Huan,
Bian Que traza el progreso de la enfermedad del duque no ya preguntando, olfateando o
palpando, sino tan sólo contemplándolo con atención a distancia.
Los especialistas han hablado en alguna ocasión de la hegemonía de lo visual como un
rasgo peculiar de Occidente316. Y es cierto que el discurso epistemológico europeo
asoció durante mucho tiempo el ver y el conocer, la visión y la percepción, la
observación y la experiencia, la autopsia [αυτοψία] y la empeiria [εμπειρία]. Los
términos griegos tales como noos, idea y eidos, lo hemos apuntado antes, comprenden
el mismo acto de pensar como una forma de visión.
Pero cualquier forma de contraste que enfrente la tradición visual a la no visual resulta
demasiado tosca. Por su parte, los filósofos chinos hablan de la oscuridad (xuan) y de la
fina sutileza (wei) de la Vía, y de la brillantez (ming) de la inteligencia, y de la
contemplación (guan) de los principios cósmicos. Y las evidencias contenidas en el
Nanjing y en la leyenda de Bian Que certifican que, también para la medicina china, la
visión reclamaba un estatus privilegiado.
Pero, por supuesto, esta evidencia alberga también una diferencia reveladora: el
conocimiento visual en la medicina china es, prin-
160

cipalmente, una cuestión de visión diagnóstica. Implica más una adiestrada observación
de personas vivas antes que de cadáveres inertes. En consecuencia, éste será el centro de
atención de lo que a continuación sigue: el modo en que los médicos chinos escruta-ron
lo viviente.
Quisiera, no obstante, comenzar con el modo en que éstos inspeccionaron lo inerte.
Aunque la anatomía nunca llegó a predominar en China como una manera de
comprender el cuerpo, no era del todo desconocida317. En el tratado 12 del Lingshu, el
ministro Qi Bo interroga al Emperador Amarillo acerca de qué puede aprenderse
«diseccionando e inspeccionando»; y la biografía de Wang Mang contenida en el
Hanshu registra que en el año 16 d. C. se llevó a cabo una disección. Ambos pasajes son
breves y, juntos, representan las únicas referencias explícitas de anatomía médica en la
China antigua318. Con todo, resultan esclarecedoras.

Atisbos de una anatomía alternativa

Wangsun Qing, el cofrade de Zhai Yi, fue capturado. Wang Mang envió a su médico de Palacio personal
y a los artesanos del Directorio de Manufacturas Imperiales para que trabajaran con diestros carniceros en
la disección de Wangsun. Midieron y pesaron sus cinco vísceras sólidas y se sirvieron de listones de
bambú para trazar el curso de sus mo con el propósito de aprender dónde comenzaban y dónde
terminaban. [El emperador] dijo que [este conocimiento] podía utilizarse para curar enfermedades319.

Wangsun Qing era un aliado del rival derrotado por Wang Mang, el rebelde Zhai Yi; y,
a partir de esta circunstancia, hace me-dio siglo, Mikami Yoshio propuso la hipótesis de
que había un aspecto punitivo en esta disección320. Desde luego, dicha posibilidad no
puede descartarse del todo. No sería la primera vez que la curiosidad y la crueldad
cooperan en concierto. Cuando el vicioso ti-rano Zhou capturó a Bi Gan, comentó,
según se afirma: «He oído que el corazón de un sabio posee siete orificios» y ordenó
que el rebelde fuera abierto en canal para comprobarlo321. Pero la hipótesis
161

de Mikami contiene la dificultad de que el propio relato del Hanshu no menciona una
sola palabra sobre venganza y de que los procedimientos que en él se describen no
revelan malicia alguna. En cambio, se nos dirige explícitamente hacia otra meta: la
adquisición de facultades que puedan resultar útiles para la cura.
¿Era éste el motivo principal de la disección o tan sólo un beneficio accesorio
reconocido en el transcurso de la operación? El pasaje no lo dice. En cualquier caso,
supone una extraordinaria expectación. Los estudiantes que comienzan el estudio de la
anatomía saben hasta qué punto resultan frustrantemente elusivas incluso las estructuras
principales, aún hoy en día, con la ayuda de profesores, modernos atlas y manuales de
disección que los guían paso a paso. La disección de Wangsun Qing fue
ostensiblemente la primera, y muy probablemente la sola disección jamás realizada en
la China antigua. Por tanto, cabría esperarse que los diseccionadores procedieran con
menos seguridad; pero el relato del Hanshu no revela ninguna incertidumbre. Muy al
contrario, evidencia una notable confianza tanto acerca del método de investigación
como de la utilidad del conocimiento resultante. Los diseccionadores sabían
exactamente lo que querían conocer. Sin dudar, aparentemente al menos, se pusieron a
medir y a pesar las vísceras y a trazar el curso de los vasos sanguíneos.
El tratado 12 del Lingshu arroja alguna luz sobre la lógica de esos procedimientos. La
altura de los cielos, la anchura de la tierra, de-clara Qi Bo, trascienden aquello que los
seres humanos pueden mesurar. En cambio, el cuerpo humano es directamente accesible
y de unas proporciones modestas. Uno puede medir su superficie y, tras la muerte,
puede también diseccionarlo. Mediante la disección uno determina la consistencia de los
zang (vísceras sólidas), el tamaño de los fu (vísceras huecas), su capacidad de
almacenamiento, la ex-tensión de los vasos, la claridad o turbieza de la sangre y su
cantidad, qué vasos contienen más sangre y menos qi, y en cuáles ocurre lo contrario.
Todos estos elementos tienen su norma, su medida (dashu) 322.
Conviene recordar en este punto la apología de Aristóteles en favor de la anatomía. En
Partes de los animales, este pionero de la di-
162

sección griega nos recomienda encarecidamente el estudio de las plantas y de los


animales puesto que son accesibles, mientras que el Ser celestial, al que todos
anhelamos conocer, se encuentra fuera del alcance de nuestros sentidos. Qi Bo, por su
parte, contrasta la inmensidad incognoscible del universo con el cuerpo finito mensura-
ble, y sugiere que es posible vislumbrar el primero en el último. Justo antes de ese
pasaje ya había relacionado cada uno de los principales conductos del cuerpo con los
grandes ríos de China. Es en respuesta a la pregunta del Emperador Amarillo acerca de
la aplicación práctica de semejantes correspondencias –acerca de cómo debieran guiar
la profundidad de inserción de las agujas o el número de conos de moxa que debieran
ser quemados– cuando Qi Bo expone el sentido y los usos de la disección.
Como Aristóteles, pues, Qi Bo aproxima la anatomía a una suerte de investigación
cósmica. Pero este último escruta detalles que la observación aristotélica, centrada en el
diseño, en la forma tal y como la manifiesta los fines de la Naturaleza, ignoraba. Qi Bo
trataba (le aprehender las medidas del cuerpo, conocer sus números.
La expresión dashu, «gran número», responde a las regularidades celestes descubiertas
por los astrónomos, a los secretos del adivino. No es de modo alguno casual si coincide
el número de extremidades de una persona con las cuatro estaciones y las cuatro
direcciones; los cinco zang, con los cinco planetas; los doce conductos que recorren el
cuerpo, con los doce ríos que llevan la vida
las tierras del Reino Central. La disección de Wangsun Qing tiene lugar en una cultura
donde los números confirman la resonancia entre el macrocosmos y el microcosmos y
condensan el ordena-miento regulado del mundo.
Sin embargo, las dimensiones anatómicas citadas de hecho en el Neijing y en el Nanjing
no responden a ningún diseño cósmico evidente. Y esos textos tampoco pretenden
interpretarlas en ese sentido. Si bien es cierto que la fe en las correspondencias
numéricas contribuyó a racionalizar la disección china, no parece que haya
predeterminado en cambio los descubrimientos. Los números son
demasiado diversos y precisos. Se leen como verdaderos registros323.
El cráneo mide 26 cun de perímetro, la circunferencia del pecho
163

es de 45 cun, y el perímetro de la cintura es de 42 cun. Desde la punta de la cabeza hasta


la nuca hay 12 cun. Desde el cabello hasta la barbilla hay 10 cun324. Se nos dice que al
medir el perímetro, la anchura y la extensión de los huesos y las articulaciones, también
puede establecerse la largura de los vasos móviles. Éstas son algunas de las medidas
más sencillas, aquéllas tomadas en la superficie del cuerpo.
Otros cálculos resultan más complicados. El Lingshu reconoce que la boca tiene una
anchura de 2,5 cun; desde los dientes hasta la parte trasera de la garganta hay 3,5 cun; la
capacidad de la cavidad oral es de 5 he. La lengua pesa 10 liang mide 5 cun de largo y
2,5 cun de ancho. El estómago pesa 2 jin, 2 liang mide 2 chi, 6 cun de largo, y 1 chi, 5
cun de circunferencia; su capacidad es de 3 dou, 5 sheng. La vejiga pesa 9 hang, 2 zhu;
mide 9 cun de ancho y su capacidad es de 9 liang, 9 he. El listado continúa325.
Éstos no eran probablemente promedios calculados a partir de la inspección de muchos
cadáveres. La ausencia de otras referencias a la anatomía en la China antigua argumenta
en contra. Además, varios textos que ofrecen listados de dimensiones anatómicas
repiten, en su mayoría, los mismos resultados, dejando entrever que las cifras citadas
pudieran haber derivado de la sola disección de Wangsun Qing326. Sin embargo, al
mismo tiempo, esta única disección fue con toda claridad una investigación rigurosa. La
naturaleza de las medidas nos obliga a imaginar un proceso sistemático, que requiere
mucho tiempo, con los diseccionadores aislando y seccionando cada órgano,
separándolo, calibrándolo con las básculas, realizando en él una abertura, llenando
luego el órgano con grano o agua, después vaciando el grano o agua y midiendo,
pesando, calculando.
¿Por qué se tomaron tantas molestias? ¿Qué esperaban aprender? Ya hemos señalado la
creencia en las correspondencias cósmicas. El método manifiesto en la disección
sugiere, sin embargo, otra posible inspiración. Me refiero al ethos del Estado unificado.
El primer emperador Qin persiguió un ambicioso programa de normalización,
especificando el contenido en metal de las monedas, la anchura de las ruedas, la
amplitud de los caminos; decretó medidas universales para la longitud y el peso,
prescribió una escri-
164

tura uniforme simplificada, e intentó, más notoriamente, insensibilizar de heterodoxia


las mentes quemando los libros heterodoxos. Y aunque este último acto fue
ampliamente vilipendiado, los gobernantes de las dinastías subsiguientes continuaron
insistiendo en las normas establecidas. Cuando el Emperador Amarillo afirma en el
tratado 14 del Lingshu: «Quisiera oír más acerca de las dimensiones de los plebeyos.
¿Cuáles son la anchura y la largura de los huesos y de las articulaciones en alguien que
mide siete chi y medio de alto?» 327, es posible escuchar la voz de una Staatwissenschaft
tratando de encajar la diversidad humana en el interior de las normas numéricas.
La disección de Wangsun Qing fue una rara, quizás una única, excepción. En conjunto,
la inspección anatómica nos deja tan sólo tenues impresiones sobre la concepción del
cuerpo de la China antigua. No obstante, la excepción refuerza una importante lección
del capítulo precedente, esto es, que existe más de un modo de abrir el cuerpo y de
mirar en él, que lo que habitualmente denominamos anatomía es sólo una clase de
anatomía328. Cuando los diseccionadores inspeccionaron el cuerpo en la China antigua,
no vieron los nervios y los músculos que los anatomistas griegos consideraban tan
llamativos. Se entretuvieron, en cambio, en medir lo que Galeno y sus predecesores
ignoraron por completo329.

Sobre la noción de estructura somática

Con todo, ¿qué decir de las conexiones funcionales entre las vistieras medidas con tanto
esmero y la unidad del cuerpo como un todo? La anatomía griega pretendía mostrar la
estructura del gobierno somático, elucidar el modo en que centros como el cerebro y el
corazón gobernaban la periferia (los músculos, las arterias pulsantes). Si las
investigaciones registradas en el Hanshu no parecen anatomía «real», ello se debe en
gran medida a que se muestran indiferentes a los usos de las partes que se disponen a
medir, a que se despreocupan sobre cómo funciona el cuerpo.
Francamente, esto no es totalmente cierto. Después de todo, los
165

diseccionadores intentaron trazar el curso de los mo con listones de bambú, medir su


extensión, comprobar la claridad o turbieza de la sangre en cada uno de ellos, calibrar
cuáles tenían más sangre y me-nos qi, y en cuáles ocurría lo contrario; y todo ello, con
toda certeza, porque los vínculos definidos por los mo poseen un significado funcional.
El mo que circula alrededor del hígado desemboca en los ojos; de ahí el vínculo entre la
debilidad del hígado y el titubeo de la vista. El mo que emerge desde los pies y sube a
través de la vejiga sigue su camino hacia arriba por el costado del cuerpo, se enrolla
alrededor de los oídos y entonces penetra en ellos; ésta es la razón de que se trate la
vejiga en caso de mareos y zumbidos en los oídos. Igual que los nervios y los vasos
sanguíneos de la anatomía occidental, los mo vinculan los destinos de partes distantes.
Pero, a diferencia de los nervios y los vasos sanguíneos, los mo forman un círculo sin
ninguna fuente de control. La palpación de los mo proporciona la visión de todas las
vísceras por igual, no sólo, ni siquiera principalmente, el corazón. La circulación
comienza y regresa simplemente a un lugar, el cun-kou, la abertura de la muñeca330;
carece de motor original, de primer agente.
En este punto, las intuiciones chinas difieren fundamentalmente de las griegas. Incluso
antes de la emergencia de la anatomía, las reflexiones griegas sobre el cuerpo
subrayaban la pregunta de dónde se encuentra el principio dominante (arche [αρχή]), su
supervisor (hegemonikon [ηγεμονικόν] ). Y aunque las opiniones varían –Platón y
Diógenes promulgaban la supremacía del cerebro mientras que otros como Aristóteles
defendían la hegemonía del corazón–, todos dan por sentado el problema. Los
movimientos en una persona debían emerger desde una última fuente. Debía haber un
gobernante.
La concentración que encontramos finalmente de intenso interés anatómico en el
cerebro y en el corazón debió mucho a esta
preocupación por los orígenes. Los diseccionadores griegos asumían, como una
cuestión evidente, que en esto consistía principal-mente la comprensión de la estructura
del cuerpo: la elucidación de la estructura de control. Galeno, en su anatomía, postuló
una di-visión tripartita del poder y asoció los nervios al cerebro, las arterias,
166

al corazón, y las venas, al hígado; pero el problema del gobernante último siguió siendo
central para su pensamiento. Las tres fuentes no eran desde luego iguales: en tanto que
emplazamiento de la razón, el cerebro ejercía la supremacía.
Ningún soberano comparable gobierna el cuerpo chino. En efecto, cuando el Neijing
establece un paralelismo entre el cuerpo y el espacio político, habla del corazón como el
señor gobernante (junzhu zhi guan) e incluso dota al corazón de inteligencia (shenming).
Pero el corazón difícilmente puede monopolizar los recursos mentales de una persona.
La capacidad de decisión, por ejemplo, pertenece a la vejiga, la capacidad para calcular
planes reside en el hígado, la destreza se localiza en los riñones, y el sentido del gusto,
en el bazo331. En China, los relatos sobre el corazón ofrecen muy pocos atisbos acerca
del dominio autoritario incluido en la expresión griega hegemonikon. En la dinámica
china de las cinco fases, el corazón conquista los pulmones, pero, a su vez, tiende a ser
superado por los riñones, y éstos, por el bazo, y el bazo, por el hígado, y el hígado, por
los pulmones. El poder circula. Ningún zang domina sobre el resto.
Leída de manera aislada, la aseveración del Suwen de que «el corazón gobierna los mo»
(xin zhu mo) puede parecer que contradiga mi tesis acerca de la sangre y la respiración
circulando sin una fuente dominante. «El corazón gobierna los mo» conjura la imagen
de un corazón bombeante y las arterias pulsantes. Sin embargo, las observaciones que
siguen a esta declaración indican otra clase de vínculos.
Si, el corazón gobierna los mo; pero en el mismo sentido en que los pulmones gobiernan
la piel, el bazo gobierna la carne, el hígado gobierna los nervios y los riñones gobiernan
los huesos332. Considerada atentamente y como un todo, esta lista expresa una visión
crítica: la concepción china del cuerpo difiere del cuerpo concebido por la anatomía
griega no sólo por la multiplicidad y la igualdad de las fuentes gobernantes, sino
también, y más profundamente, por una concepción alternativa del gobierno.
Si se bloquea una arteria, el pulso desaparece. Si se corta un nervio, el brazo cae flojo.
Los efectos son directos e inmediatos. Fue a
167

través del ensayo y de las observaciones de este tipo como Galeno demostró el gobierno
del corazón sobre las arterias y el control del cerebro sobre los músculos. Y semejantes
conexiones proporciona-ron también la evidencia principal sobre el modo en que el
estudio de la estructura anatómica ilumina la función de lo viviente.
El gobierno (zhu) en la medicina china une las partes de un modo bastante diferente. Un
debilitamiento del bazo puede desembocar en un adelgazamiento, y los daños en los
pulmones pueden curtir la piel, pero hay algo de indirecto y alusivo en estos efectos que
los hace distintos de la parálisis causada por el corte de un nervio. Antes de que la causa
se vuelva completamente manifiesta en el efecto, pueden pasar días, meses, incluso
años. Estamos tratando con conexiones que abarcan no sólo partes distantes, sino
tiempos distantes. Estamos tratando con vínculos invisibles para la disección.

¿Qué clase de vínculos son éstos? ¿Cómo concibieron los médicos chinos la estructura
del gobierno (zhu)? Ninguna anécdota en la historia médica china ha sido tan repetida
como la del encuentro entre el duque Huan con el legendario médico Bian Que:

Bian Que pasaba por el país de Qi. El duque de Qi le propuso ser su huésped. Pero cuando fue recibido
por el duque, Bian Que le advirtió: «Mi señor tiene una enfermedad que reside en los poros de la piel. Si
no es tratada, se agravará aún más».
El duque Huan replicó: «No estoy enfermo».
Bian Que salió de la sala y el duque Huan comentó a sus encargados: «Los médicos son codiciosos.
Quieren ganar crédito curando a gente que no está enferma».
Cinco días después, Bian Que fue recibido de nuevo en audiencia. Y, una vez más, advirtió al duque: «Mi
señor tiene una enfermedad que reside en los vasos sanguíneos. Si no es tratada, me temo que se agravará
aún más».
El duque contestó: «No estoy enfermo».
Bian Que abandonó la sala. El duque estaba disgustado. Cinco días después, Bian Que fue recibido de
nuevo. Instó al duque: «Mi señor tiene una enfermedad que reside en el estómago y los intestinos. Si no
es tratada, se agravará aún más».
168
El duque Huan no respondió.
Bian Que dejó la sala. El duque estaba disgustado. Cinco días más tarde, Bian Que fue recibido de nuevo.
AI observar al duque Huan a distancia, reculó y salió apresuradamente. El duque envió a uno de sus
hombres para que se informara acerca de las razones de semejante comportamiento. Bian Que explicó:
«Cuando la enfermedad reside en los poros, puede ser trata-da mediante cataplasmas. Cuando reside en
los vasos sanguíneos, puede ser tratada con agujas. Cuando reside en el estómago y los intestinos, puede
ser tratada con medicinas. Pero cuando la enfermedad reside en la médula espinal, ni siquiera el Dios de
la Vida puede hacer algo para remediarlo. La enfermedad del duque reside ahora en la médula espinal y,
por ese motivo, yo ya no tengo más consejos que dar».
Cinco días más tarde, el duque se sintió indispuesto. Alguien fue enviado para convocar a Bian Que, pero
éste ya había huido. El duque Huan murió poco después333.

Las historias de la medicina china relatan habitualmente esta anécdota, con grados
variables de distancia crítica, como un testimonio hagiográfico acerca del talento
asombroso de Bian Que; pero también podríamos leerla plausiblemente, y más
interesante-mente, en tanto que fábula instructiva sobre los límites de la medicina como
ciencia, sobre el modo en que la capacidad de penetración más divina resulta derrotada
por la desconfianza. Auntitte, en última instancia, nuestra atención se centra en su
descripción de cómo una persona enferma paulatinamente.
La ignorancia y el descuido pueden agravar una enfermedad, un
ligero malestar puede convertirse en una grave afección. Semejante
lenguaje asocia sutilmente la patología con intuiciones de gravedad,gravitas, como si el
avance de la enfermedad consistiera en un pro-
remo mediante el cual el cuerpo se fuera cargando, abrumando, cadavez más. Por el
contrario, el análisis que Bian Que hace del hundimiento del duque Huan reclama más
bien un sentido de equilibra-
do espacial, una concepción del cuerpo estructurado por la lógicade la profundidad y
una teoría de la enfermedad comprendida entanto que penetración progresiva del
veneno. Alcanzados la piel y
poros, una enfermedad se hunde constantemente, implacable-
169

mente, hacia adentro, hacia los conductos, los nervios, la carne, las vísceras, y la médula
de los huesos. Cuando aún merodea cerca de los poros, puede ser expelida mediante
cataplasmas o acupuntura; conforme va escarbando más profundamente, deben ingerirse
medicinas; hasta que, al final, la enfermedad se infiltra en la médula, donde ya no tiene
remedio alguno.
¿Mediante qué procesos se desarrollan los desórdenes imperceptibles hasta convertirse
en enfermedades mortales? Aunque la interpretación esbozada más arriba aparece en la
biografía de Bian Que redactada por Sima Qian –es decir, en el interior de una narrativa
histórica antes que en un tratado técnico–, captura la esencia esquemática de lo que
también hallamos en los clásicos de la literatura médica. El Neijing describe la
enfermedad brotando y desplegándose en una gran variedad de patrones, que incluye, a
ve-ces, su diseminación desde las vísceras internas; con todo, en medio de esa
diversidad, encontramos algunos temas recurrentes, paradigmas ejemplares que los
médicos sabían que no podrían explicar todas las afecciones, pero que, sin embargo,
resumían el sentido más profundo de lo que para ellos era la enfermedad. De entre esos
paradigmas, el más poderoso e influyente de todos era el que imaginaba las nocivas
respiraciones del exterior infiltrándose en el espacio equilibrado del cuerpo.
«Los vientos dañinos se cruzan con uno tan suavemente como la brisa y el viento»,
afirma el Suwen, y «el más hábil de los sanadores trata los cabellos de la superficie
(pimao) ». Los vientos son «el comienzo de las cien enfermedades», y los mejores
médicos son aquellos que los dispersan antes de que se extiendan dentro. «El siguiente
mejor sanador es aquel que trata los tejidos subcutáneos (jifu); el siguiente mejor
sanador es aquel que trata los nervios y los vasos; el siguiente mejor sanador es aquel
que trata las seis vísceras huecas; el siguiente mejor sanador es aquel que trata las cinco
vísceras sólidas. Cuando uno trata las cinco vísceras sólidas, uno se encuentra entonces
tratando a alguien que ya está me-dio muerto, que está sólo vivo a medias...»334 Tanto la
destreza de los sanadores como la seriedad de las enfermedades pueden, por tanto, ser
dispuestas en el espacio, medidas por los niveles que se-
170

paran los finos cabellos de la superficie del cuerpo de las vísceras sólidas del interior.
Justo después de esta clasificación de los sanadores, el Suwen profiere la sinopsis de la
palpación citada en el capítulo 1: «Al palpar el chi y el cun, uno comprueba si el mo es
flotante o hundido, resbaladizo o áspero, y conoce así el origen de la enfermedad»335.

Las aseveraciones sobre lo resbaladizo y lo áspero, convinimos anteriormente, reflejan


la primacía del flujo en la imaginación de los mo. Ahora podemos apreciar la
trascendencia especial de lo flotante y lo hundido. Si se colocan los dedos suavemente y
se percibe abundancia pero el mo desaparece cuando los dedos presionan con mayor
fuerza, ese mo es denominado flotante; si, por el contrario, no se siente nada con un
toque ligero pero se descubre abundancia al presionar más profundamente, se trata de
un mo hundido. Este par de conceptos comunica la naturaleza de una enfermedad, el tra-
tado 59 del Lingshu explica: lo flotante y lo hundido corresponden, respectivamente, a
las aflicciones superficiales y profundas336. El tratado 18 del Suwen sostiene de manera
similar: un mo hundido y duro significa que la enfermedad reside dentro; un mo flotante
e hinchado indica inhalaciones dañinas asediando la superficie, la piel, los poros, los
nervios337.
Pero no siempre estos dos conceptos señalan una enfermedad. En primavera, por
ejemplo, es natural que el mo sea flotante, pues las energías vitales irradian hacia fuera;
y, en invierno, normalmente el mo se hunde puesto que el qi se refugia en el interior. El
mo flotante es yang, y el mo hundido es yin, dice el tratado 4 del Nanjing. La oposición
entre lo flotante y lo hundido constituye, quizás, la distinción más fundamental en el
qiemo, y ello porque en la medicina china todos los cambios que ocurren en el cuerpo,
tanto los fisiológicos como los patológicos, están gobernados por la lógica de la
profundidad.
De hecho, lo flotante y lo hundido eran invocados en dos sentidos separables. Además
de especificar ciertas cualidades en el mo, ese par de nociones también nombra lugares
fijos de palpación. Recordémoslo: el diagnóstico cunkou triseca la muñeca horizontal-
171

mente en cun, guan y chi, pero, a su vez, cada uno de éstos es escindido verticalmente
en las posiciones flotante y hundida. Éste es el modo en que los médicos diagnosticaban
las seis vísceras en cada muñeca. En la posición flotante, al sentir el mo con la mínima
presión, adivinaban la condición del fu hueco, los órganos yang en la posición hundida,
al presionar con mayor fuerza, penetraban en los zang, las vísceras sólidas yin que
gobiernan el fu.
El tratado 5 del Nanjing propone otros refinamientos verticales. Si se presiona el mo
ligeramente, con el peso de tres habichuelas, es posible conocer el estado de la piel y de
los poros así como el del zang que los gobierna, es decir, los pulmones; si se presiona
con algo más de fuerza, con la presión de seis habichuelas, se comprueba la condición
de los vasos sanguíneos y su zang dominante, el corazón; el tercer nivel corresponde a
la carne y el bazo, el cuarto a los tendones y el hígado, y el nivel más profundo, sentido
con la presión de quince habichuelas, revela el estado de los huesos y su zang principal,
los riñones338.
Galeno persistía en el impecable ajuste entre la forma y la función, maravillándose de
cómo la forma de cada órgano expresaba perfectamente su uso. En China, la morfología
no inspiró ningún entusiasmo comparable. La forma importa mucho menos que el lugar:
la estructura funcional del cuerpo humano está ordenada, an-te todo, por la polaridad
que opone la superficie del cuerpo (biao) a su núcleo interno (li).
Por tanto, el enigma del conocimiento visual en la medicina china puede expresarse del
siguiente modo: ¿cómo se contempla un cuerpo organizado en profundidades?
La solución de los médicos chinos consistía en observar la superficie. Para el ojo
anatómico, la piel representa una pantalla oclusiva que bloquea la penetración en las
formas subyacentes, y un cuerpo sin formas no es más que algo que carece de
información, oscuramente inescrutable. Pero, en China, la piel se afianza como el lugar
de las revelaciones privilegiadas ya que es ahí, en la superficie, donde los médicos
contemplan el color (se) de una persona (como en la expresión wuse, los cinco colores).
Si los diseccionadores helenísticos escrutaron el significado funcional de las formas
orgáni-
172

cas, los sanadores de la China de la dinastía Han penetraron en el profundo sentido del
color.
El objeto de la observación

Cada sentido posee objetos que le son propios, que definen su papel en el diagnóstico.
Los dedos, por ejemplo, sienten la textura de la piel, la calidez y la consistencia de la
carne, el flujo de los mo. La nariz huele el cuerpo del paciente y las excreciones. Los
oídos oyen el tono de la voz, los gemidos, las expresiones de dolor y malestar. En
cuanto a los ojos, observan muchas cosas –el físico, los an-dares, las posturas, los
ademanes, las erupciones cutáneas. Pero, básicamente, la vista en la medicina china
implica la observación de colores (wangse). La contemplación de los colores define,
teórica-mente, el uso y la lógica de la visión; y, en la práctica, también son los colores
los que dominan el más intenso y agudo escrutinio.
¿Por qué? Si alguien nos preguntara qué es lo que un médico de-be ver, la palabra
«color» no acudiría inmediatamente a nuestra mente. «Olores» parece una réplica
natural a la pregunta «qué debería olfatear la nariz?», como también estaríamos
dispuestos a aceptar «sonidos» como respuesta a la pregunta <<¿qué deberían oír los
oídos?». Pero la síntesis de la vista en la percepción de los colo-res nos coge
desprevenidos.
No es que el interés por la tonalidad tenga algo de extraño. Un rostro con matices
amarillos o rojos, sugiere el Neijing, indica fiebre; el blanco significa frío; el verde y
negro, dolor339. En las fiebres del hígado, la rojez aparece primero en la mejilla
izquierda; en las fiebres del pulmón, en la mejilla derecha; y en las fiebres cardiacas, en
la frente340. Podemos desconfiar de algunas de estas interpretaciones, pero la intuición
que se halla detrás es ciertamente familiar. También nosotros leemos la enfermedad en
la palidez, o en el rubor febril, o en la ictericia de los rostros que nos rodean.
Lo que nos deja perplejos es, más bien, el hecho de que la acción de ver pueda ser
equiparada con la percepción del color (se), y que esa percepción del color pueda reinar
sobre otras formas de cono-
173

cimiento. Los colores pueden revelar dolor y fiebre y frío, pero éstos son problemas
amplios con incontables matices y causas, y todos ellos pueden ser diagnosticados de
otras maneras. La posibilidad de detectarlos difícilmente podría, por sí misma, justificar
el privilegio del se.
Y, de hecho, la teoría médica clásica propone una segunda lógica más general. Enseña
que el cuerpo microcósmico, como el macrocosmos, está gobernado por las
interacciones entre los wuxing, o las cinco fases (madera, fuego, tierra, metal y agua), y
que el crecimiento y el decrecimiento de estos wuxing se manifiesta, entre otras muchas
cosas, en el florecimiento y el marchitamiento de los wuse, los cinco colores: verde,
rojo, amarillo, blanco, y negro. El color posee, pues, una significación cósmica.
A partir de la tonalidad que colorea el rostro, los médicos podían saber la fase que
dominaba la enfermedad. Un semblante rojizo indica el auge del fuego; un rostro con
matices amarillentos, el crecimiento de la tierra341. Naturalmente, la diagnosis actual se
ha ido desarrollando en tanto que los médicos ajustaron los matices, las diferencias
respecto a cuándo y dónde aparecía la variedad de tonalidades, y el testimonio de otros
sentidos342. Pero el principio era elemental: los sanadores contemplaban los cinco
colores como manifestaciones de las fuerzas quintuples de la alternancia cósmica.
Establecida ya en los clásicos Han de medicina, esta percepción del color definió
subsiguientemente el marco analítico de todos los comentarios posteriores sobre el
conocimiento visual. Persiste incluso en la actualidad como lógica estándar recitada por
los libros de texto de la medicina tradicional a la hora de explicar el sentido de la
observación de los colores.
En los períodos Qin y Han, los médicos no eran los únicos en percibir grandes portentos
en las tonalidades, y la visión del color de las cinco fases aportó una convicción
suplementaria. Para los teóricos políticos, los cinco colores simbolizaban la emergencia
y la de-cadencia de las dinastías. El blanco era el color de la dinastía Shang; el rojo, la
tonalidad de la sucesora dinastía Zhou. La conquista de la primera por la segunda fue
presagiada, según cuenta la leyenda, por la captura de un pez blanco y la aparición de un
rayo de luz que
174

se transformó en una brillante corneja roja343. El primer emperador Qin asoció la fortuna
de su propia dinastía al agua que conquista el fuego rojo (Zhou), y ordenó que se
adoptara el color negro (correIato cromático del agua) para los estandartes oficiales y el
ropaje ceremonial de su corte344.
Pero las implicaciones del color no están limitadas a la sucesión en el tiempo. El color
también refleja la partición del espacio, la dinámica de las cuatro direcciones. Sima
Qian (145-90 a. C.) registra tin ritual en el que el emperador erigía un montículo
coloreado con los cinco colores como altar para los espíritus de la tierra. El monticulo
estaba hecho de tierra verde en el Este, de tierra roja en el Stir, de tierra blanca en el
Oeste, de tierra negra en el Norte, y es-taba cubierto con tierra amarilla por la parte
superior (esto último representa el centro imperial). Cuando a un príncipe le era acorda-
do un feudo en el Este, recibía una parte de la tierra verde; el príncipe cuyo feudo se
encontraba en el Sur recibía tierra roja; un príncipe cuyo feudo se encontraba en el
Oeste recibía tierra blanca; y un príncipe cuyo feudo se encontraba en el Norte recibía
tierra negra. Cada uno llevaba entonces esa tierra a su propio feudo y erigía un altar a su
alrededor cubriéndolo con la tierra amarilla que también le había sido entregada345.
El color simboliza poder. La conciencia cromática bañaba la cultura política de la
dinastía Han y se desplegaba de manera agresiva en Ios estandartes y los utensilios
rituales de la corte, así como en la vestimenta y el diseño arquitectónico. El hecho de
que la resonancia cósmica de los cinco colores intensificara la conciencia médica de los
colores apenas admite dudas.
Sin embargo, esto no puede explicar totalmente la fijación por los se. Al volvernos
hacia las creencias sobre el papel y la naturaleza de la vista, nos encontramos con que
subsisten dos enigmas tenaces.

Uno de ellos concierne a la mística de la observación. Después de todo, las asociaciones


con los ritmos cósmicos no eran un rasgo exclusivo de la vista. Nada en los análisis de
las cinco fases concede
los ojos mayor discernimiento que a los oídos o la nariz, o hace pensar que los cinco
colores posean un mayor valor oracular que los
175

cinco sonidos o los cinco olores. Si la vista corona una jerarquía de formas de
conocimiento, si observar y conocer era divino, la razón debía residir en alguna otra
parte que en aquello que los cinco colores (wuse) pudieran enseñarnos acerca de las
cinco fases (wuxing).
Un escéptico podría argumentar que esta jerarquía expresa más un ideal teorético que
una realidad práctica. Recordemos que en el penetrante diagnóstico, mencionado en el
capítulo 1, que tanto impresionó al emperador He, a Guo Yu no le estaba permitido ver
nada en absoluto, sino que tenía que aprehender la verdad palpando tan sólo las dos
muñecas que sobresalían por la hendidura abierta en el cortinaje. Tras el descubrimiento
de los mo, nos llegan pocos ecos del poder de Bian Que para ver a través de las paredes.
Con todo, incluso si la primacía de la vista era simplemente un ideal, aún necesita ser
explicada como un ideal. Ademas, los clásicos canónicos de la medicina china no dejan
ninguna sombra de duda sobre el hecho de que incluso tras el predominio del qiemo, la
vista mantuvo potestades especiales. De los cinco sonidos, los cinco olores y los cinco
sabores, tanto el Neijing como el Nanjing procuran por lo general un breve y liviano
tratamiento. A veces, uno tiene la impresión de que son mencionados simplemente
como un gesto hacia la comprensión. No ocurre lo mismo con la vista. «[El
conocimiento de los] se y de los mo», asevera el tratado 13 del Suwen, «es lo que los
reyes-sabios de la antigüedad apreciaban y lo que los primeros maestros transmitieron».
Conocer los se y los mo significaba conocer lo esencial, y es a través de esas dos
nociones como los sabios del pasado dorado obtuvieron una clarividencia divina346. «El
médico capaz de combinar el mo y el se», proclama el tratado 10 del Suwen, «alcanza la
perfección»347. Puede que el qiemo se convirtiera finalmente en el medio de diagnosis
principal y de mayor confianza, pero la inspección de los se siempre fue su
complemento necesario348.
Por alguna razón, los dos eran inseparables: la evaluación fidedigna de los mo requería
sopesar atentamente la evidencia ocular y viceversa. «El se corresponde al yang, y el
mo al yin.»349 Si las indicaciones de color y el mo coinciden –si, por ejemplo, ambos
indican una dolencia madera–, entonces el paciente vivirá; si divergen, si
176

uno señala la madera y el otro el metal, el paciente morirá350. El oído, la nariz y la


lengua pueden añadir atisbos suplementarios, pero la auténtica clave del juicio reside en
la dialéctica entre la mano y el ojo. «Quienes son hábiles en el diagnóstico escrutan el se
y palpan mo.»351 Por muy importante que fuera la palpación, uno no podía conocer
verdaderamente el cuerpo sin conocer el se352.
No obstante, la correspondencia entre los cinco colores y las cinco fases no nos dice el
porqué.

Un segundo enigma tiene que ver con el hecho de que el énfasis en los colores no fuera
algo particular de la medicina.

El modo en que la boca está dispuesta hacia los sabores, el ojo, hacia los olores (se), el oído, hacia los
sonidos, la nariz, hacia los olores, y las cuatro extremidades, hacia la comodidad constituye la naturaleza
humana...353

Mencio se hace eco de la repartición típica de los sentidos en la China antigua: el color
es al ojo lo que el sabor es a la boca y el sonido al oído354. El color no es un objeto de la
vista, como tampoco el olor es un objeto del olfato; es el objeto de la vista, el anhelo
hacia lo cual define la propia naturaleza del ojo. El enigma de los se, por tanto, no
concierne únicamente al diagnóstico médico de los colores. Al igual que el estudio
griego de las estructuras anatómicas estaba enraizado en un discurso filosófico más
amplio acerca de las formas, la contemplación de los se implica compromisos que se
extienden más allá de la curación.
Pero ¿qué clase de compromisos? ¿Qué une al ojo humano, y no sólo la observación
diagnóstica, con los se? Además de ampliar el alcance de nuestro problema, los
comentarios de Mencio apuntan de nuevo a la incompletitud de cualquier razonamiento
acerca de los so limitado a los cinco colores. Mencio (371-289? a. C.) nació más de un
siglo antes de la compilación del escrito Lüshi chunqiu (240 a. C.), la primera obra que
aplicó sistemáticamente el análisis de las cinco fases a las correspondencias cósmicas. A
decir verdad, aún planea la Incertidumbre sobre la historia más remota del pensamiento
de las cinco fases y es posible hallar agrupaciones de cosas en lotes de cin-
177

co -e incluso las expresiones wuxing y wuse- en textos presumible-mente anteriores o


contemporáneos de Mencio355. Sin embargo, en el propio Mencio, la expresión wuse no
aparece ni una sola vez y ello a pesar de que el término se figura cerca de dos docenas
de veces. Y lo que resulta aún más significativo, ni en las referencias a los cinco colores
anteriores al Lüshi chunqiu ni en los comentarios de Mencio a propósito de los colores
hallamos ninguna sugerencia de que el ojo se fije en los colores porque haya cinco
colores o porque exista una conexión entre el color y la alternancia cósmica. En
definitiva, el mero análisis de las cinco fases no puede dar cuenta del consorcio de la
vista con los se.

Los significados del color

Quizás el apego hacia el color no sea tan extraño. También Aristóteles, en su tratado
sobre el alma, sostiene que el objeto de la vis-ta es «lo visible» (to horaton [το ορατόν])
y después lo completa diciendo: «Lo visible es color»356. Y si contamos el blanco y el
negro como colores, como hicieron los chinos con toda certeza, también nosotros
debemos reconocer el carácter elemental de la tonalidad: sin los matices de la luz y la
sombra seríamos incapaces incluso de discernir las formas. No veríamos nada.
A menudo, los colores resplandecen con asociaciones místicas. En sus rituales de
entierro, nos relata el Liji, las gentes de la época Yin (Shang) «apreciaban [el color]
blanco»357. El importante ritual Shang conocido como el sacrificio liao exige
específicamente la quema de un perro blanco; y las referencias, en inscripciones y en
otros contextos, a vacas blancas, cerdos blancos y ciervos blancos subrayan la
resonancia simbólica del color blanco en la cultura Shang358. En otras palabras, mucho
antes de que su interpretación fuera sistematizada y racionalizada por los teóricos de las
cinco fases, los colores eran significativos.
Sin embargo, ninguna de estas consideraciones resuelve nuestro enigma y ello debido a
que éstas no son explícitamente reconocidas. Cuando Mencio y otros unieron el ojo a
los se, no apelaron ni
178

al simbolismo de los colores ni a la prioridad perceptual de los matices sobre las formas.
Nos encontramos pues con esta decisiva limitación: todas las razones para fijarse en el
color no podrían jamás elucidar completamente la ecuación entre la vista y la visión de
los se, porque la visión de los se no es tan sólo una cuestión de percibir colores. Aunque
el término se aparece bastante comúnmente en los escritos pre-Han, la mayor parte de
las veces no designa la tonalidad, al menos no lo hace simple y directamente.
El compuesto asociado yanse resulta en este punto instructivo. En chino moderno,
yanse es la palabra común para referirse al color. Para conocer la tonalidad del nuevo
coche de un amigo, uno pregunta: .Cuál es su yanse?». Pero yanse es también un
término antiguo que figura ya en las Analectas, aunque para Confucio posea un sentido
distinto: «Confucio dijo: "Al recibir a un caballero, uno es propenso a cometer tres
errores. Hablar antes de que el caballero se dirija a nosotros es precipitado; no hablar
cuando el caballero se ha dirigido a nosotros es evasivo; hablar sin observar la
expresión de su rostro (yanse) es ser ciego"»359. Por tanto, el término yanse no
significaba color, sino, antes bien, expresión facial. Este pasaje es característico del uso
clásico: en ninguna parte de la literatura china antigua el término yanse se refiere a la
idea abstracta del color. Originalmente, designa exclusivamente el aspecto del rostro de
una persona.
El carácter yan señala el rostro o, más precisamente, la frente, y de ello uno puede
suponer que el carácter se significaba, por sí solo, algo similar al aspecto o la
apariencia. Y, de hecho, en el uso budista posterior el término se nombra la esfera de la
apariencia fenomenica opuesta al vacío numénico (kong). Si éste fuera también su
significado en la antigüedad, la identificación de la visión con la visión de los se sería
trivial, ya que el término se englobaría todos los senntidos de percepción.
Sin embargo, en los escritos prebudistas el término no tiene un contenido metafísico. La
mayor parte de las veces, el término se evoca no ya la apariencia en general, sino,
específicamente, la apariencia del rostro. Cuando Confucio se cruzaba con su señor, «su
rostro Cambiaba súbitamente de color (se), su caminar se hacía rápido, y
179

sus palabras eran más lacónicas... Cuando salía y descendía el primer peldaño, relajaba
su expresión (yanse) y ya no parecía tenso»360. En este pasaje, la expresión facial se
denomina primero se y después yanse, pero ambos son claramente sinónimos. En el uso
propio de la época de la dinastía Zhou posterior y de los Reinos Combatientes, el
significado usual del término se era semblante y no tonalidad.
Así, Mencio observa el aspecto hambriento (jise) del pueblo bajo un tirano361, y la
expresión alegre (xise) de la gente dotada de un generoso monarca362; y Zhuangzi señala
el semblante afligido (youse) de aquellos que aún deben despertarse a la Vía363.
Finalmente, con la emergencia de los análisis mediante Ios cinco colores/cinco fases, la
asociación entre el se y el color se hizo bastante común. A pesar de ello, la obra
Shuowen de la dinastía Han, el más antiguo de los diccionarios chinos, define el término
se como «el espíritu (qi) [que aparece en] la frente»; y mucho después, Duan Yucai, el
comentarista de la dinastía Qing, explica que «Yan se refiere al espacio que hay entre
las cejas. La mente aparece en el espíritu (qi) y el espíritu aparece en la frente. Esto es
lo que se denomina se». De hecho, el diccionario moderno Cihai menciona aún «el
espíritu del rostro» (yanqi) como el primer significado del término se, citando como
apoyo el comentario de Duan Yucai. El color aparece como su segundo sentido.
Esto sugiere una explicación (más tarde adelantaré otra) acerca de por qué los chinos
hablaban de observar el se. Con frecuencia, los compendios habituales de medicina
tradicional explican la inspección diagnóstica como si fuera una tarea directa, mecánica:
para conocer cuál de las cinco fases es la dominante, uno debe sencillamente dirigir su
mirada a la tonalidad del rostro del paciente. No obstante, wang, observar -el verbo
estándar para inspeccionar el se- implica un arte más sutil.
Las primeras inscripciones oraculares representan el término wang mediante un dibujo
del ojo combinado con la figura de alguien estirándose hacia delante ( ). La versión
madura de este carácter ( ) muestra una persona
inclinándose hacia delante para percibir un atisbo de la luna distante. Ambas formas
reflejan la etimología del término: wang, ob-
180

servar, es similar a wang, estar ausente, y a mang, ser oscuro364. En


ras palabras, wang (observar) expresa el esfuerzo por ver lo que solo puede percibirse
oscuramente o en la distancia. La visión del se requiere, de algún modo, aguzar la vista,
alcanzar algo ausente u oscuro.
La interpretación del se en tanto que semblante ilumina una de las fuentes de ese
aguzamiento. Pero ¿qué vemos cuando percibimos un semblante? Unas cejas arqueadas,
un brillo en los ojos, unos labios fruncidos, la falta o la viveza del color. Todo ello
forma parte, sin duda alguna, de lo que aprehendemos. Pero, normal-mente, no les
prestamos atención separada y conscientemente, como tampoco leemos un libro letra
por letra. Más bien, lo que vemos o creemos ver -a menudo resulta verdaderamente
difícil estar seguro- es duda o impaciencia, desesperación o anhelo, falsedad o candor.
Esto es, observamos actitudes e inclinaciones que nos re-sultan claramente visibles,
pero que, en cambio, son difíciles de ver con nitidez.
El hábito de observar el se empezó muy probablemente de esta manera. El estudio
médico de las tonalidades faciales procede de una larga fascinación por las expresiones
faciales. El enigma de la visión china concierne sólo parcialmente al color. También se
trata de leer los rostros.

Deseos perceptivos

Nuestra preocupación tiene que ver con lo que los chinos trata-ban de aprender de los
rostros, esto es, con el se en tanto que objeto de conocimiento. Pero ninguna discusión
acerca del se puede ignorar el modo en que éste despierta el deseo.
Consideremos de nuevo el pasaje extraído del Mencio: «El modo en que la boca está
dispuesta hacia los sabores, el ojo, hacia los colores (se), el oído, hacia los sonidos, la
nariz, hacia los olores y las cuatro extremidades, hacia la comodidad constituye la
naturaleza humana...».
La mención de las extremidades junto con los ojos, la nariz y la
181

boca puede parecer incongruente. Después de todo, los ojos, la nariz y la boca son
órganos perceptuales mientras que las extremidades no lo son. Sin embargo, la relación
entre las extremidades y la comodidad responde en paralelo a la que hallamos entre los
sentidos y sus objetos en un aspecto significativo: ambas son relaciones de de-seo. Los
colores, los olores y los sabores no son sólo lo que perciben los ojos, la nariz y la boca,
ni tampoco objetos de conocimiento sensorial. Son los objetivos de un anhelo sensual.
Zhuangzi lo expresa sin rodeos: «Tales son los sentimientos humanos: el ojo anhela ver
colores (se), el oído, oír sonidos, y la boca, saborear sabores»365.
Y el antojo por el se es el más poderoso. «Aún he de conocer al hombre», observa
Confucio, «que sea tan aficionado a la virtud como a la belleza (se) »366. La naturaleza
humana consiste en el apetito por la comida y el sexo (se), sugiere Gaozi367. Tras la
expresión facial, éstos son los sentidos más habituales del término se:. la belleza y los
deseos que ésta despierta.
El se hace arrogante a la mujer, pero los favores y los afectos que promueve se
marchitan conforme éste se apaga368. Una pasión por el se, haose, constituye la
debilidad de la práctica totalidad de los soberanos imperfectos; en cambio, la resistencia
frente a sus seducciones es signo de un carácter superior369. Desde las primeras crónicas,
la fascinación fatal del se cobra una gran importancia en la historiografía china como
razón de ruina de muchos países. El se identifica la lujuria en tanto que antojo visual.
Implícita en la ecuación entre el ver y ver el se hallamos, pues, un elemento de atracción
natural. El se no es sólo lo que los ojos pueden o deben percibir, sino, antes bien, lo que
quieren ver.
¿Estaba este deseo relacionado en algún sentido con la preocupación por el se en
medicina? Haose y wangse, lujuria visual y observación diagnóstica. En un primer
momento, los dos parecen no tener ninguna conexión, incluso parecen opuestos. La
expresión haose conjura un se de encanto deslumbrante, mientras que el se del wangse
es fugaz y elusivo. Los moralistas impusieron al pueblo que evitara el primero, mientras
que a los médicos se les animaba a que estudiaran el segundo con atención. Con todo,
ambos eran denominados se, lo cual no es a buen seguro una coincidencia. Tratemos
aho-
182

ra de indagar más profundamente en lo que aparece en el rostro.

Se como expresión

Los rostros revelan mucho acerca de las personas que nos rodean, pero su lectura exige
delicadeza.
En el mejor de los casos, las expresiones son traslúcidas ya que la gente puede
disimular. El Shujing, uno de los textos chinos más antiguos, nos advierte ya contra la
selección de oficiales en base a Palabras engañosas y rostros lisonjeros (qiaoyan
lingse)370; y, en el mismo sentido, Confucio nos avisa de que «un hombre de palabras
engañosas y de rostro lisonjero rara vez es benevolente» 371. En más de una ocasión
hallamos al Maestro en las Analectas expresando su cautela ante el abismo entre las
fachadas de benevolencia, amistad y valentía, y la disposición real de una persona372.
Por supuesto, semejantes advertencias no pretenden tanto negar la verdad del rostro
como subrayar la necesidad de la capacidad de penetración. .Si un rey conoce al
pueblo», dice el Shujing, «¿por qué habría de temer las palabras engañosas y los rostros
lisonjeros?»373.
Los observadores perspicaces pueden ver a través de la simulación y hurgar incluso en
los pensamientos silenciosos, en los planes ocultos. En una ocasión, el duque Huan de
Qi urdió junto a su ministro Guan Zhong atacar al país de Lu. Misteriosamente, incluso
antes de que hubieran anunciado sus planes, surgieron rumores acerca de su inminente
expedición. «Debe haber un gran sabio en nuestro territorio», exclamó Guan Zhong.
Sólo un sabio podría haber descubierto unos designios tácitos. Al sospechar de un tal
Dongguo Ya, lo convocó y le preguntó,

« Es usted quien anunció el ataque al país de Lu?»


«Desde luego.»
«Yo no mencioné el ataque a Lu. ¿Cómo lo supo?»

La respuesta de Dongguo Ya fue la siguiente: se trata sencilla-mente de observar el


rostro (se) de Guan Zhong. Con el tiempo, Dongguo Ya había aprendido a detectar
cuándo Guan Zhong esta-
183

ba alegre, o pensativo, o exasperado por el combate. Al leer la expresión del ministro en


el contexto de la política vigente, alcanzó a adivinar lo que era confidencia374.
Wang Chong (27-100), quien relata este incidente, continúa con la narración de otra
anécdota sobre cómo el ojo aguzado de Chunyu Kun asombró al rey Hui de Liang tras
leer los pensamientos ambulantes del monarca. Y concluye diciendo: «La intención
reside en el interior del pecho, oculto e invisible, pero Chunyu Kun era capaz de
conocerla». ¿Cómo? «Contemplaba el rostro para escrutar la mente» (guanse yi
kuixin)375.
El asombro surgido a partir de ese acceso a los secretos va mucho más allá de la
dilucidación de la mística acerca de la visión. Incluso en el relato de los eventos a cargo
de Wang Chong, la acuidad de los dos sabios resulta impresionante. Pero Wang Chong
fue una excepción para su tiempo, un racionalista leal que trató de refutar la creencia
extendida en la profecía sobrenatural. Su interpretación de las hazañas de Dongguo Ya y
Chunyu Kun argumenta contra la tradición popular que idolatraba a esos hombres como
adivinos, visionarios que, como Bian Que, podían contemplar lo que se encontraba
oculto en el interior de los cuerpos, en las mentes, en el tiempo.
Ésta es otra razón para hablar de la «observación» del color: la estrecha asociación entre
la visión y la adivinación. Los médicos observaban el aspecto del paciente (wangse) y
predecían el curso de la enfermedad, al igual que otra clase de adivinos observaban el
aire (wangqi) y profetizaban el destino de los ejércitos o los países376. La expresión
wangqi denota un arte mántico que se hizo especialmente popular durante las dinastías
Qin y Han occidental, durante el mismo período en que la medicina comenzaba a
forjarse en su forma clásica377. Su premisa consistía en que aquello que transformaba el
clima, las fortunas políticas y, sobre todo, la oportunidad en las batallas se manifestaba
primero como cambios sutiles en la atmósfera378.
Cuando las nubes que flotan por encima de un ejército adquieren la forma de una bestia,
los expertos en wangqi enseñaban que ese ejército acabaría triunfando. Las nubes
vaporosas y de color
184

blanco claro designan un líder despiadado con tropas temibles. Las nubes blancas con
tonos verdosos que descienden suavemente presagian la victoria. Las nubes rojizas que
se alzan en el frente advierten de que la batalla no puede ser victoriosa. En algunas
regiones la atmósfera es blanca, en otras roja, y aún en otras la parte baja del cielo es
negra, mientras que la parte alta es azul. «Se adivina emparejando las nubes y los cinco
colores.»379
En su ascenso al trono (59 a. C.), el emperador Ming de la dinas-tia Han subió hasta lo
alto de la plataforma de observación del Altar Celeste y «escrutó las nubes» para
discernir los éteres cambiantes que influirían en su reino380. Observar el qi implicaba
indagar las nubes distantes y el aire para penetrar en el devenir de las cosas.
La contemplación del se en medicina era sorprendentemente similar. Tanto en el
wangse como en el wangqi el observador se esfuerza por detectar las primeras y más
etéreas manifestaciones del cambio. Cuando un agente patógeno particularmente
poderoso ataca el cuerpo, relata el Lingshu, «el paciente se estremece y tiembla y mueve
el cuerpo». La enfermedad se hace ostensible en vio-lentas sacudidas que uno no puede
pasar por alto. Pero cuando el agente patógeno es menos virulento, los síntomas son
inicialmente más sutiles: «La enfermedad puede verse primero en el rostro (se), aunque
no aparezca en el cuerpo. Parece estar ahí sin estar ahí; pa-rece existir y no existir;
parece visible e invisible. Nadie puede describirlo»381.
La expresión wang er zhi zhi –observar y conocer las cosas, la cúspide del talento
médico– significa, pues, conocer las cosas antes de que éstas tomen cuerpo, aprehender
«lo que está ahí sin estar ahí». Conforme una enfermedad se vuelve más seria, su color
correspondiente se intensifica. Si el color se desvanece «como las nubes total-mente
dispersas (yun chesan)», la enfermedad pasará pronto. Uno debe observar si el color es
superficial o está hundido para calibrar la profundidad de la enfermedad, si el color está
disperso o con-centrado para conocer la proximidad de las crisis. .Al concentrar la
mente de este modo, uno puede conocer el pasado y el presente.»382 Antes de que una
enfermedad cristalice en el cuerpo, se anuncia en el rostro, en un aspecto alterado.
185

Los comentarios occidentales sobre la medicina y la filosofía chinas subrayan con


frecuencia la unidad holística del cuerpo/yo chino. Y ello por una razón predecible:
comparada con los dualismos que con tanta intensidad enmarcan las interpretaciones
occidentales de la condición humana –las oposiciones radicales entre el divino espíritu y
la carne corrupta, entre la mente inmaterial y el cuerpo material– la ausencia de
semejantes polaridades irrumpe como la diferencia crítica. Pero la sorpresa de no hallar
estas dicotomías en el pensamiento chino ha hecho desdeñar a menudo las distinciones
realizadas por los propios chinos. Una de estas distinciones consiste en la que separa la
forma del semblante o, para ser exactos, el xing del se. Xing y se (xingse), nos dice
Mencio, son nuestra dote natural383.
Es posible recoger el sentido general de tal distinción a partir de unas sentencias
paralelas muy similares –xingshen (forma y espíritu), xingsheng (forma y vitalidad),
xingqi (forma y hálito)–. La intuición expresada mediante esas fórmulas, la de los seres
humanos en tanto que compuestos de forma y de otra cosa, implica un indudable
parecido familiar con la bifurcación del cuerpo y el alma. Pero con una diferencia
significativa: lo que separa al se del xing no es una esencia ontológica, sino un grado de
perspicacia.
Tal y como sugiere un pasaje perteneciente al Lingshu, hay aspectos y fenómenos –la
gran morfología, el movimiento de las extremidades y del tronco– que uno no puede
pasar por alto. Pero existe también el se más etéreo, más volátil, los aspectos de una per-
sona que aun siendo visibles son fugaces y tenues, los cuales «parecen estar ahí sin estar
ahí, parecen existir y no existir».
Los médicos valoran el se porque éste indica los cambios más exiguos. La física y la
fisonomía cambian a lo largo de los meses y los años; en el momento en que una
enfermedad las modifica, es señal de que ya había estado operando durante algún
tiempo. Mucho antes de que una enfermedad llegue a demacrar y a desfigurar, aparece
en fugaces e inefables cambios en el semblante. El médico que observa y conoce, que
verdaderamente ve el se, percibe las realidades que permanecen invisibles para el resto
hasta mucho después.
186

La atención hacia el se supone también un deber moral. De acuerdo con Confucio, una
persona que «ha comprendido» (da) y aprehendido la Vía, «es honesta por naturaleza y
adora lo que es
recto, se muestra sensible a las palabras de la gente y observa la expresión
de sus rostros, y siempre tiene presente ser modesto» (la cursiva es nuestra) 384
«La expresión de sus rostros» traduce el término se. Al clasificar-lo junto a virtudes
cardinales como la rectitud y la modestia, Confucio confiere a la observación de los
rostros una altura que nosotros no acordamos normalmente. Con todo, podemos
adivinar por qué Confucio piensa de esta manera; la razón reside a buen seguro en su
visión del desarrollo moral, que hace que el cultivo de la propia persona resulte
inseparable de la relación con los otros. Con el propósito de responder apropiadamente
a la gente, debemos comprenderla. Para comprenderla, debemos ocuparnos
detenidamente de sus palabras y sus rostros.
Sin embargo, ¿qué es exactamente lo que debemos comprender de los otros? ¿Qué
expresan los rostros y las palabras? Recordemos por un momento la discusión en torno
al lenguaje del capítulo 2. Un paradigma familiar concibe las palabras como símbolos
de las intenciones y las ideas. En este modelo, comprender una palabra significa
aprehender la idea que la palabra representa. El énfasis confuciano en la sensibilidad
verbal surge de otras suposiciones. Pensemos de nuevo en la explicación de Mencio a
propósito del «conocimiento de las palabras»: «Cuando las palabras son extravagantes,
sé que la mente ha decaído y se ha hundido. Cuando las pa-labras son depravadas, sé
que la mente se ha alejado del principio. Cuando las palabras son evasivas, sé que la
mente está a punto de volverse loca»385.
«Conocer las palabras» tiene, pues, poco que ver con la definición lúcida o con la
inteligibilidad de ciertos términos. Antes bien, conocer las palabras significaba captar
las actitudes y los estados mentales desde los cuales emergen las palabras. La escucha
sensible consiste en prestar oído a las alusiones no-intencionales del discurso
intencional.
Una hermenéutica similar motiva la contemplación de los ros-
187

tros. Para el ojo observador, el se expresa incluso aquellas inclinaciones que la gente
procura ocultar, incluso las veleidades de las que ellos mismos son inconscientes. Así,
cuando las gentes «cambian de expresión» (bianse) o «ponen una cara» (zuose), a
menudo sus acciones son descritas como repentinas, espontáneas -boran bianse, boran
zuose, fentan zuose, furan zuose-, sin premeditación, capturadas por sorpresa, tomadas
por la furia386. Semejantes sentencias certifican la fácil transición entre la expresión y la
tonalidad. También podríamos traducirlas como «cambio súbito de color» o «color
repentino», o más ampliamente, «palidecer del susto», «enrojecer de ira», «ruborizarse
de vergüenza».
En el se, la gente muestra sus verdaderos colores. Cuando Confucio salió de una
audiencia oficial, «manifestó su yanse» -los traductores dicen «relajó su expresión»-
bajando su guardia, permitiendo que sus sentimientos afloraran. Al observar el se,
observamos a la persona.
Sorprendido y humillado por la crítica de un sardónico sabio-jardinero, Zi Gong «pierde
su se»:

Confundido y desconcertado, no alcanzaba a serenarse (bu zide) y sólo tras haber caminado una
distancia de treinta millas empezó a recobrarse.
Uno de sus discípulos dijo: «¿Quién era ese hombre? ¿Por qué mudó su expresión y perdió su
color (shi se) de esa guisa, Maestro, de suerte que le costó todo un día recuperar la normalidad
(zhongri bu zi fan) ?»387.

La expresión bu zide suele traducirse más literalmente como «no poder recobrar la
posesión de sí mismo», mientras que la frase zhongri bu zi fan se vierte como «no poder
recobrarse uno mismo durante todo el día». La pérdida del se implica, pues, perder el
color y al mismo tiempo perderse uno mismo.
Hace un instante, puse en contraste el carácter gradual, a largo plazo, de la alteración de
la forma carnal (xing) con la volatilidad etérea del se. Pero, por supuesto, las
expresiones faciales no cambian al azar, como tampoco reflejan únicamente las
provocaciones momentáneas. Expresan también disciplinas deliberadas y hábitos
establecidos de la mente.
188

Los pensadores chinos lo sabían muy bien. El se llamaba su atención no sólo en tanto
que objeto, algo digno de ser visto, sino también como algo que debe ser subjetivamente
cultivado. A pesar de que denunció el fingimiento ilusorio, el propio Confucio dio
muestras de dominar ese comportamiento central para el cultivo de sí: «Hay tres cosas
que un caballero valora ante todo en la Vía: evitar la violencia poniendo un semblante
serio, procurar ser de confianza fijando una expresión apropiada del rostro, y evitar ser
ordinario e irrazonable hablando en el tono apropiado»388.
Dos de las tres virtudes más apreciadas exigen, pues, controlar el rostro; la tercera
concierne al lenguaje. Obsérvese de nuevo el vínculo entre el se y las palabras, y
recordemos que la clave del lenguaje reside no tanto en las ideas explícitamente
manifestadas como en el ciqi, el espíritu implícito del discurso. La expresividad del
rostro es como la expresividad del tono del lenguaje de una persona.

Zi Xia preguntó acerca de la piedad filial. El Maestro dijo: «Lo que resulta difícil es manejar la expresión
del propio rostro (senan). En cuanto a la aceptación de los jóvenes de cargar con las tareas que restan por
hacer o dejar que sean los mayores quienes disfruten del vino y de los alimentos cuando los hay, ello
apenas merece ser llamado filial»389.

Cargar con faenas onerosas, ofrecer primero a los padres, son todas ellas cosas que los
niños filiales deben hacer, pero que no son suficientes para hacerlo a uno filial. Los
deberes filiales deben desempeñarse con el semblante apropiado. Y es precisamente ahí
don-de reside el reto. Al igual que en la ejecución de los ritos: «A menos que un hombre
posea el espíritu de los ritos, al ser respetuoso, se agotará, al ser prudente, se convertirá
en tímido»390. Cualquiera puede emitir ciertas palabras, caminar, dar la mano, inclinarse.
Son sencillos: uno decide hacerlos y los hace. Pero el tono de la voz, el porte, la
expresión facial o el espíritu preciso del ritual son otra cuestión. Como el caminar o el
inclinarse, están sujetos a la voluntad, pero nuestro control sobre ellos es menos
consistente, más débil e indirecto. Requieren el cultivo paciente en el tiempo, la práctica
repetida.
189

El se expresa, por tanto, los años vividos, a veces en el sentido más concreto. Zhuangzi
habla, por ejemplo, de un sabio de setenta años cuya complexión (se) era la de un
niño391. La biografía de Hua Tuo se maravilla ante el hecho de que las artes de
rejuvenecimiento le proporcionen el semblante (se) de un joven incluso siendo un
anciano392. En ambos casos, el término se significa tez o rostro, y probablemente
engloba los dos. Parte de lo que observamos al juzgar la edad de alguien es la expresión
facial, si alguien parece experimentado o novato, cansado de la vida o inmaduro. Pero
también observamos el color, la delicadeza, el lustre de la piel. En tanto que indicador
de la edad o de la salud, el se es sinónimo de la expresión seli, donde el término li se
refiere a los poros de la piel, y de seze, donde el término ze evoca el lustro de la piel.
Seli y seze denotan, por tanto, la tonalidad y la textura de la piel, la vida manifiesta en la
superficie. Hua Tuo y el sabio del Zhuangzi son ancianos en años, pero parecen
jóvenes. Ésta es otra particularidad del aspecto de la gente, el que parezcan juveniles o
decrépitos.
En ese sentido, hallamos un interesante paralelo del término se en la noción homérica de
chros [χρώς]. Pues también la noción chros apunta de manera expresiva hacia el rostro
teñido. La diferencia entre el cobarde y el valeroso, observa el capitán de los cretenses,
es nítida: «El color [del cobarde] es mudadizo» (trepetai chros allydis allei [τρέπεται
χρως αλλυδις αλλη]; en la traducción de Fitzgerald: «La cara de ése se vuelve más verde
a cada minuto»), mientras que «el color [del valeroso] no cambia nunca». Pero chros es
también el cuerpo vital. Se refiere, por ejemplo, al cuerpo de Patroclo, conservado en
néctar y ambrosía, o al cuerpo de Aquiles, que debe ser (o al menos eso piensa Agenor),
como el del resto de los mortales, vulnerable a las jabalinas de bronce. La carne/cuerpo
(chros) de Héctor, a pesar de ser objeto de profanaciones, permanece extrañamente
preservada393. La subsiguiente emergencia del análisis de los humores en la medicina
griega se debe, sin lugar a dudas, a esta visión del cuerpo en tanto que carne teñida de
vida.
La predominancia de la bilis amarilla o negra, la flema o la sangre aparecen en
tonalidades faciales de color amarillo o negro, blanco y rojo. Así, también los médicos
griegos tomaron en consi-
190

deración el color en sus diagnósticos, e incluso Galeno llegó a identificar la vista con la
aprehensión del cambio cromático394. El tratado del siglo segundo sobre la fisonomía
escrito por Polemón incluye varios capítulos acerca de la interpretación de las
complexiones». Sin embargo, el se supone en la medicina china una intensificación del
interés y otorga un grado de significación a los colores que no tiene parangón en la
medicina griega.
Además, los colores chinos no están relacionados con los humores. El Lingshu señala
que la circulación pobre causa la pérdida del lustre en el rostro y en el pelo; y esto es
todo lo más que se acercan los clásicos de la medicina china al relato de los humores396.
Lo cual provoca una enigmática pregunta: si no se trata de una mezcla de fluidos
coloreados, ¿cómo imaginaron los médicos chinos el color que impregna el rostro? ¿Por
qué el rostro tiene color?

El espíritu floreciente

Ya me he extendido lo suficiente hablando acerca de la expresividad del se, de los


rostros que reflejan los sentimientos y las inclinaciones, de las tonalidades que exponen
el crecimiento y el declive de las cinco fases en una persona. A modo de conclusión,
quisiera investigar precisamente cómo se relaciona el se con aquello que es expresado.
La relación entre una persona y el aspecto de esa persona no es seguramente la misma
que aquella que existe entre la decisión de comenzar a andar y la contracción de los
músculos relevantes. El mostrar un aspecto implica algo más que una mera decisión;
uno puede tratar de parecer filial, pero el solo esfuerzo apenas asegura el éxito. Como
tampoco la relación entre el se y lo que éste expresa es igual a la relación que se da
entre los artefactos del artesano de Platón y las ideas de las que dichos artefactos
representan la realización material. No es una cuestión de diseños previsibles.
La volición y la intención pueden desempeñar una parte, por supuesto. A veces la gente
se esfuerza en lograr cierto aspecto y ese esfuerzo influye, de hecho, en el aspecto que
tienen. Con el fin de al-
191

canzar el respeto y la obediencia de sus seguidores, el duque de Bi rectificó la expresión


de su rostro (zhengse); Confucio fijó una ex-presión adecuada en su rostro antes de
presentarse en la corte397; las Analectas prestan atención repetidamente a las expresiones
asumidas por el Maestro. Pero los aspectos que son realmente autoritarios, reverentes o
benevolentes –opuestos a las meras fachadas de autoridad, reverencia o benevolencia–
no pueden ser convocados en cualquier momento, por cualquiera que los desee. Se
requiere algo más.
Más arriba, hemos señalado que a menudo es precisamente en esos momentos
inesperados cuando se expresa el se con mayor intensidad, y ello a pesar de uno mismo.
El papel limitado de la voluntad y del diseño deliberado se mantiene como mucho en los
casos en que el se expresa la edad o la salud. El color de una persona, el lustre o la
elasticidad de su piel, y su aspecto juvenil y vital o la ausencia de los mismos, todo ello
expresa, cuando lo hace, la voluntad sólo indirectamente, como la suma de incontables
decisiones e indecisiones que abarcan meses y años.
Entonces, ¿cómo deberíamos imaginar la expresividad del se? E incluso, ¿cómo era
concebida esta expresividad en la China antigua?
La imagen recurrente del florecimiento ofrece un indicio. «El color», declara el Suwen,
«es la flor (o florecimiento) del espíritu (sezhe, qi zhi hua ye)». «El corazón reúne las
esencias de los cinco zang... El rostro floreciente (huase) constituye su lozanía.» Y, de
nuevo: «El corazón unifica el mo y éste florece en el rostro (qi rong se ye) »398.
Las metáforas botánicas aparecen con tanta frecuencia en los escritos chinos que
tendemos a darlas por sentado. No obstante, es posible descubrir en ellas una respuesta
a nuestra indagación precedente acerca de la relación entre las distintas variedades de
vísceras y las partes que cada una de éstas gobierna. Y esa respuesta es: ocurre lo
mismo que en las plantas. Las vísceras gobernantes y las partes gobernadas, el núcleo
vital interno y la superficie expresiva, están relacionadas entre sí del mismo modo en
que las raíces y los tallos lo están con las hojas y las flores.
192

Cuando el bazo cesa de nutrir, la carne se vuelve blanda y la len-gua se marchita (wei);
cuando los riñones dejan de nutrir, los huesos se desecan (ku)399. De modo similar, la
correspondencia entre el qi, por un lado, y el se y el mo, por otro lado, es como la que
existe entre el tronco y las ramas, las raíces y las hojas (benmo genye)400. De acuerdo
con el Nanjing, la fuente del hálito vital (shengqi) funciona como los tallos y las raíces
del cuerpo. Cuando las raíces han sido dañadas, las ramas y las hojas palidecen401. El
Shanghanlun explica que «cuando el qi protector declina, entonces el rostro se vuelve
amarillento; cuando el qi nutricio declina, el rostro se vuelve verdoso. El qi nutricio
constituye la raíz; el qi protector, las hojas. Cuando ambos son frágiles, las raíces y las
hojas palidecen y se desecan»402
Semejantes pasajes abundan. De todas las metáforas empleadas para imaginar el cuerpo,
ninguna ocupa una posición tan central como la metáfora del crecimiento y desarrollo
de las plantas403. El rostro floreciente puede ser percibido como un ejemplo de ese tropo
recurrente.
Y debería añadir: un ejemplo especialmente revelador. Puesto que insinúa que la visión
botánica del cuerpo era una visión tanto en su sentido literal como figurado. Los
médicos no sólo hablaban del se como una flor, sino que también la percibían como tal.
En gran medida, escrutaban el rostro de la misma manera en que el jardinero contempla
el florecimiento o el declive de sus plantas.
Los signos obvios de una salud vacilante en una planta incluyen la flojedad, la
desvigorización y la desecación, y los médicos chinos describieron el cuerpo enfermo
exactamente en los mismos términos. Pero el indicador más sutil y más revelador de la
vitalidad aparece en el color y en el lustre de las flores. Cuando vivía en Atlanta, mi
vecino era un devoto de la jardinería mientras que yo desdeñaba mi jardín. Cada
primavera, la diferencia era embarazosamente evidente: las azaleas de mi vecino
resplandecían con un rico color brillante que ponía de manifiesto el suelo fertilizado con
el que habían Aldo nutridas con esmero. Mis azaleas (plantadas, en cualquier caso, por
un propietario anterior) tenían la palidez delatora de las plantas abandonadas a
gorronear en la tierra arcillosa de Georgia. Las hojas de las plantas de mi vecino
irradiaban literalmente una vida esplen-
193

dorosa mientras que las mías parecían tristemente grises y apagadas.


De manera reveladora, la contemplación del rostro en la medicina china exige unas
observaciones afines. En última instancia, las distinciones más vitales giran no tanto
alrededor de escuetas diferencias de color -ver un tono blanco cuando, por ejemplo, el
color rosa habría sido más saludable-, como del contraste entre los matices radiantes y
apagados de la misma tonalidad. El blanco, el rojo y el negro relucientes de la grasa del
cerdo, la crin del gallo y las plumas del cuervo presagian respectivamente una futura
recuperación. El blanco, el rojo y el negro deslustrado de los huesos resecos, la sangre
coagulada y el hollín indican la muerte404.
Más arriba hemos señalado una curiosa dualidad respecto al se. Además del se propio
de la expresión wangse, existe también un se que inspira anhelos. En varios contextos,
el término se traduce mejor como «belleza» o «atracción sexual». «En cuanto a aquellos
que trafican con el se», moraliza el Zhanguoce, «las flores caerán y los afectos
cambiarán». Y el Shiji recuerda a propósito de quienes «se sirven del se para manipular
a los otros»: cuando el se palidece, el afecto se marchita405. Aunque la belleza y la
pasión afloran radiantes, como las flores, tarde o temprano acaban por debilitarse y
desvanecerse. Se trata, pues, de lugares comunes. Sin embargo, leídos con atención,
aluden a las fuentes más profundas del deseo.
¿Por qué habría el se -color, expresión facial, aspecto- de significar también belleza y
atractivo sexual? La analogía con las plantas sugiere que uno de los aspectos de nuestra
percepción de la belleza tiene que ver con la seducción del poder vital, de la vida cruda
y radiante que se manifiesta en los ojos. Ésta es la razón por la que comencé este
capítulo con un epígrafe perteneciente al escrito La reina del aire de Ruskin. El pasaje
citado concluye una rapsodia más larga acerca del espíritu de las plantas:

Al poder que emerge del caos mediante el carbón, el agua, la cal o cualquier otra cosa y se fija en una
forma concreta, se le denomina propiamente «espíritu»; y no debiéramos disminuir, sino, antes bien,
fortalecer nuestra concepción acerca de esta energía creativa reconociendo su pre-
194

sencia tanto en los estratos más bajos de la materia como en nosotros mismos; semejante reconocimiento
se refuerza en nosotros a través del placer clue recibimos instintivamente de todas las formas de la
materia que lo manifiestan; y, aún más, a través de la glorificación de esas formas, en las partes que les
son propias y más animadas, con los colores que encarnan el mayor placer para nuestros sentidos. El caso
más familiar de esto último es el mejor y también el más maravilloso: el florecimiento de las plantas.
El espíritu de la planta —esto es, su poder de extraer materia inerte a partir de los despojos de su
alrededor y de conferirle una forma escogida-es por supuesto el más fuerte en el momento de su
florecimiento, pues entonces no sólo extrae, sino que forma con la mayor de las energías406.

El énfasis de Ruskin en torno a las formas y la formación creativa recuerda algunos de


los hábitos en la percepción que hallamos precedentemente en la anatomía griega. Pero
en su percepción de las tonalidades florecientes en tanto que la más pura expresión del
poder vital, Ruskin también procura algunas ideas similares a la naturaleza y
profundidad de la respuesta elucidada en China.
También los médicos griegos reconocen paralelismos entre los animales (incluyendo los
seres humanos) y las plantas. Mientras que el movimiento voluntario separa la esfera
zoológica de la botánica, tanto las plantas como los animales se alimentan por sí
mismos y crecen. Ésta es la razón por la que el crecimiento y la alimentación eran
considerados como funciones del alma vegetativa407. La desecación del cuerpo humano
durante la vejez, sostiene Galeno, es similar al declive de las plantas408. En China, sin
embargo, la analogía botánica no ilumina sólo algunos aspectos menores de la economía
humana. Define también el núcleo más íntimo del corazón.
Para defender la doctrina que más tarde se convertirá en la clave de la ortodoxia
confuciana -la bondad esencial de la naturaleza humana-, Mencio se vuelve hacia las
enseñanzas de las plantas. Todos los humanos, afirma, nacen siendo buenos. Pero las
cuatro cualidades que expresan su bondad -benevolencia, corrección, ritos y sabiduría-
son como cuatro brotes incipientes (si duan). Para nutrirlos, para certificar su desarrollo
pleno, uno debe prestarles atención constantemente. No obstante, uno no puede
forzarlos a crecer.
195

El cultivo de sí mismo, al igual que el cultivo de las plantas, difiere del esfuerzo que
implica, por ejemplo, mover una roca. No sólo es una cuestión de decidir y, luego,
empujar y levantar. Tampoco es una cuestión de resolución muscular. Sirva como
anécdota la locura de aquel hombre del país de Song:

Había un hombre oriundo del país de Song que estiraba sus plantas de arroz porque estaba preocupado
ante la idea de que no fueran a crecer. Tras ello, regresó a su hogar sin darse cuenta de lo que había
hecho. «Estoy exhausto», dijo a su familia, «he estado ayudando a crecer a las plantas de arroz». Su hijo
salió de inmediato para echar un vistazo y se encontró con que todas las plantas se habían marchitado409.
En el capítulo precedente desvelamos los vínculos entre la visión griega del cuerpo y
dos formas de auto-afirmación: la articulación de las intenciones y el ejercicio de la
voluntad muscular. La definición china de la persona no apela a ninguna de ellas.
Mucho más influyente en China es la metáfora del crecimiento y el florecimiento de las
plantas. Ése es el sentido más profundo en el que el escrutinio del se coincide con la
contemplación de las flores resplandecientes. Los humanos se parecen a las plantas no
sólo en los procesos «vegetativos», tales como el crecimiento y la nutrición, sino en su
desarrollo moral, en el modo en que crecen y se revelan en tanto que personas.
Dado que, según declara el Suwen, el rostro floreciente (huase) es la flor de las esencias
del cuerpo, «en alguien virtuoso, el qi surge apacible en los ojos, y por el rostro uno
llega a conocer la conquista de la pena»410. El rostro representa el florecimiento de los
sentimientos, dice el Guoyu; y, a la inversa, «la flor», de acuerdo con una glosa común,
«es el se» (hua se ye). «Benevolencia, corrección, ritos y sabiduría», observa Mencio,
«están enraizados (gen) en el corazón y dan origen a una expresión (se) que se
manifiesta pura y luminosa en el rostro (mao)»411. El se expresa a la persona tanto como
las flores expresan a la planta.
En su libro a propósito del contexto intelectual y social de la ciencia china, el sinólogo
Derk Bodde señala que, «desde el inicio
196

mismo, los chinos estaban aparentemente mucho más interesados en los cultivos y las
plantas que en los animales». Y a continuación vita una observación de Ho Ping-ti que
dice: «A lo largo de los extensos períodos históricos de China, el sistema agrícola...
siempre ha sido soslayado en favor de la producción de grano y, además, la cría de
animales ha desempeñado un papel subsidiario... Los chinos poseen aún otro rasgo
peculiar, a saber, el inicio inusitadamenle tardío y la persistente infrautilización de los
animales de tiro para el cultivo»412.
Estas consideraciones nos seducen con vagos atisbos acerca del modo en que los
factores socioeconómicos pueden dar forma a la historia de la visión médica. La
anatomía griega, lo sabemos ya, gira en torno a los animales: no sólo eran las víctimas
de la mayoría de las disecciones, sino que la propia idea de disección debe mucho a la
curiosidad acerca de su lógica organizativa. Además, una de las principales
inspiraciones en la investigación sobre la musculatura consiste en el deseo de arrojar luz
sobre los secretos de la animación, de dilucidar la maravillosa capacidad de automoción
que distingue a los animales, incluidos los seres humanos, de las plantas. La botánica de
la Grecia antigua no genera ningún deseo comparable por anatomizar.

En tanto que objeto, el cuerpo es distinto como ningún otro. Es el único y más íntimo
lugar de la identidad personal. Preguntas del estilo: ¿cómo imaginaron los médicos
chinos (o griegos) la estructura del cuerpo? o ¿cómo creían que funcionaba el cuerpo?
no pueden en consecuencia resolver completamente, por sí mismas, el asombroso
contraste entre la visión de la musculatura y la observación del se. Pues, en realidad,
dicho asombro sólo concierne parcialmente a las ideas de anatomía y fisiología.
También implica percepciones divergentes sobre las personas, disparidades a propósito
del modo en que la gente ve y experimenta su propio ser. Por un lado, la musculatura
articulada; por el otro, el florecimiento de las tonalidades. Las visiones alternativas del
cuerpo reflejan lecturas alternativas del yo vital.
Y, sin embargo, a propósito de la sustancia de la vitalidad, los mé-
197

dicos griegos y chinos se muestran de acuerdo. Ambos localizan el poder de la vida en


la sangre y en la respiración. Lo cual nos con-duce a preguntarnos: ¿cómo puede encajar
este sentido compartido del engarzamiento de la vida en la sangre y en la respiración
con las perspectivas dispares sobre la vitalidad manifiestas en los músculos y el se?
Nuestras investigaciones sobre el pulso y los mo nos susurraban desde el inicia que el
conocimiento del cuerpo era inseparable de cierta sensación respecto a la sangre y la
respiración.
198

Tercera parte
Estilos de ser
199

Capítulo 5
Sangre y vida
Las sangrías terapéuticas han desaparecido prácticamente en la actualidad. Los
enfermos ya no son cubiertos con sanguijuelas o desangrados hasta la inconsciencia.
Pero ¿semejantes tratamientos llegaron alguna vez a curar y a revitalizar realmente? Las
opiniones actuales los acusan más bien de debilitar e, incluso, de matar. La idea misma
de nutrir la vida purgando sangre se ha convertido para nosotros en algo totalmente
bárbaro, absurdo.
No obstante, durante gran parte de la historia occidental, los médicos opinaron lo
contrario. Galeno drenaba sangre en el caso de varias dolencias tales como gota y
artritis, mareos o desmayos, epilepsia, melancolía, perineumonía, pleuritis,
enfermedades hepáticas, oftalmía, e incluso hemorragias, por mencionar sólo algunos
ejemplos. Consideraba a la flebotomía como «un remedio esencial», requerido «en
cualquier enfermedad severa», y suponía que esta creencia era completamente
tradicional413. Sostenía que los grandes médicos que le habían precedido también
estimaban las sangrías como una cura igual «a la más efectiva de todas»414
Los sanadores medievales no eran menos entusiastas y drenaban regularmente la sangre
tanto de sanos como de enfermos a fin de garantizar el vigor óptimo415. Apreciada como
«el gran comienzo de IN salud», la sangría prometía un horizonte ilimitado de virtudes:
«Sincera la mente, ayuda a la memoria, purga el cerebro, reforma la vejiga, calienta la
médula, abre los oídos, controla las lágrimas, termina con las náuseas, beneficia al
estómago, invita a la digestión, mejora la voz, fortalece los sentidos, mueve las
entrañas, enriquece el sueño, elimina la ansiedad...»416. «En primavera una sangría es
medicina para la monarquía», concluye un viejo refrán inglés417.
Tampoco declinó la fe durante el siglo XVII, con el descubrimiento de la circulación de
la sangre. El propio William Harvey en-
201
salza la sangría como «el primero de entre los remedios generales»418. Y en el siglo
XIX, el popular manual de cirugía de Lorenz Heister continuó favoreciendo la
flebotomía de entre los procedimientos realizados en todo el cuerpo. «Comenzamos con
la operación de flebotomía», explica Heister, «porque es de todas [las operaciones] la
más general, realizada en la gran mayoría de las partes del cuerpo y, de lejos, la de uso
más frecuente en la actualidad»419. Incluso en 1839, Marshall Hall, cuya crítica a la
flebotomía indiscriminada contribuyó presuntamente al eventual declive de las sangrías,
reconocía sin embargo que de las terapias disponibles al médico de su tiempo ésta «se
sitúa prominentemente en primer lugar»420.
Unos treinta años más tarde, el naturalista Charles Waterton aún contaba con la
flebotomía como piedra angular de la profilaxis. Desde la edad de veinticuatro años, nos
relata, había sido sangrado en no menos de cien ocasiones y él mismo se había
practicado sangrías en ochenta de esos casos. Ésta es. la manera en que se mantuvo «en
una salud perfecta» mientras recorría selvas remotas421
En esta dilatada y notable tradición, vislumbramos una diferencia fundamental, aunque
rara vez advertida, entre las historias de la medicina occidental y china. Desde la
antigüedad hasta la mitad del siglo XIX, la flebotomía emergió como uno de los medios
más comunes y fiables de cuidar del cuerpo en Occidente422. Pero no en China.

¿Qué significa este contraste? Debido a su centralidad para la historia de las terapias
occidentales y debido a la reputación de Hipócrates como fuente de la sabiduría médica,
los estudiosos hacen retroceder el entusiasmo por las sangrías hasta el médico de Cos.
Una autoridad de la talla de Émile Littré opina que «cuando nos preguntamos qué
remedios de entre los múltiples que fueron utilizados eran mencionados con mayor
frecuencia en tanto que aplicaciones, nos encontramos con que las sangrias y los
evacuativos... desempeñaron el papel principal en la terapia de los médicos hipocráticos
y, por tanto, del propio Hipócrates»423.
No obstante, al menos en lo que se refiere a las sangrías, las pruebas sugieren más bien
lo contrario. Las aproximadamente setenta
202

referencias al drenaje de sangre contenidas en el corpus hipocrático tan sólo ocupan un


pequeño lugar en el mapa de las terapias hipocráticas. Ningún tratado, ni ningún pasaje
extenso desarrollan una teoría explícita de la flebotomía. Tal y como concluye Peter
Brain, la idea según la cual los médicos hipocráticos consideraban las sangrías como el
más efectivo de los remedios es un mito424. El drenaje de la sangre se convirtió en un
pilar esencial de la medicina occidental más tarde, después de Hipócrates.
Galeno consagró al menos tres extensos escritos a la venosección ( Sobre la disección
de las venas y las arterias, Sobre la disección de las venas contra Erasístrato, y Sobre
la disección de las venas contra los erasistrateos), y elaboró en estos y otros
documentos una teoría del cuerpo y de sus afecciones que convertía a la sangría tanto en
el tratamiento preferido para una amplia gama de desórdenes como, al mismo tiempo,
en la herramienta clave de la profilaxis. Las actitudes habían cambiado.
Por tanto, hay una historia de la sangría. Galeno habla de la enorme confianza
depositada en las sangrías por sus predecesores, incluyendo Hipócrates, pero parece que
su propio fervor colorea su visión de la historia. Las observaciones de Celso a propósito
de la situación de su tiempo (alrededor del año 30 d. C.) son, cuando menos, sugerentes:
«No es nuevo purgar sangre cortando una vena, pe-ro el que apenas haya una
enfermedad en la que la sangre no sea purgada, eso sí que es nuevo»425.
Mucho antes de que se produjera el desarrollo de la acupuntura -un desarrollo que
Yamada Keiji sitúa en la dinastía Han Occidental- los sanadores chinos punzaban los
abscesos y drenaban sangre con la ayuda de hojas de piedra o de escalpelos de bronce
denominados bianshi426. En consecuencia, es posible afirmar que las sangrías no eran
desconocidas en China. Más bien, al contrario. Abundan referencias en el Neijing, e
incluso un especialista moderno ha llegado a describir la sangría como la terapia
principal promovida en esa obra427.
No obstante, hacia el final de la dinastía Han, el recurso a dicho remedio decayó
aparentemente. El Nanjing, el clásico canónico escrito con el fin de elucidar los temas
cruciales del Neijing, no lo men-
203

ciona para nada y las referencias a esa cura sólo aparecen esporádicamente en textos
posteriores. El sinólogo D. C. Epler discierne, con mayor sutileza, un cambio de actitud
en el interior mismo del Neijing. Específicamente centrado en el Suwen, reconstruye
una evolución según la cual la sangría es promovida como terapia en las partes más
antiguas de esta compilación y desaparece en los tratados más recientes428.
Por tanto, la terapéutica de la China antigua se desarrolla casi exactamente en la
dirección opuesta a la de la medicina griega. Cura principal en un tiempo, la sangría
perdió su popularidad tras el Neijing. No es que muriera con ella: por ejemplo, entre Ias
curiosidades recogidas en la enciclopedia Taiping guangji (978 d. C.), existe una
anécdota a propósito de cómo un médico curó al emperador de la dinastía Tang,
Gaozong, de un grave dolor de cabeza y de vista borrosa drenando sangre de la parte
superior de su cabeza429; y el compendio de acupuntura de Gao Wu, el Zhenjiu juying
(1519), señala que el reputado médico Li Gao drenaba sangre en ocasiones a partir de
los puntos de acupuntura (aunque lo hizo, significativamente, con la voluntad explícita
de regresar al ejemplo clásico del Neijing)430. Para unas pocas dolencias,
particularmente aquellas definidas por erupciones cutáneas, tales como la lepra y los
desórdenes sha, la sangría contaba incluso entre los tratamientos regulares431. Sin
embargo, comparadas con la totalidad de las terapias médicas posclásicas, las
referencias a la sangría apenas representan raras y diseminadas excepciones.
En la historia de la sangría, al igual que en la historia de la palpación, la comparación
entre tradiciones se revela inseparable del estudio de los propios cambios en el interior
de cada tradición432. Como tendremos ocasión de comprobar, hubo un tiempo en que los
sanadores griegos y chinos drenaban sangre con métodos prodigiosamente similares.
Pero a partir de ese momento, sus actitudes respecto a la sangría trazaron trayectorias
intensamente divergentes.
204

Sangre y vida

La obsesiva preocupación en torno a la sangre aparece muy pronto tanto en los escritos
griegos como en los chinos. Pero, una vez más, nuestra propia inquietud respecto a la
sangría procede parcialmente de una intuición que es, sin ninguna duda, prehistórica, a
saber, que la sangre resulta esencial para la vida. Si perdemos una cantidad suficiente,
morimos. Asistimos a la confirmación de este hecho diariamente en la carnicería de
animales y en las matanzas de la guerra. La asociación entre la pérdida de sangre
derivada de las heridas y la disminución de la vida refuerza presumiblemente el vínculo
entre la palabra homérica para sangre, brótos [ς], y el término que utiliza para mortal,
brotós [βροτός]. Los dioses, inmortales, ambrotoi [αμβροτοι], no están hechos de lo
mismo. Las Furias localizan a Orestes por el olor de su sangre y tratan de extraérsela
como pago por la vida que él ha tomado. «La vida de cada criatura», nos enseña el
Levítico, «consiste en su sangre»433.
No obstante, cabría esperar que esta ecuación entre vida y sangre nos alejara, antes que
acercarnos, a la práctica de la sangría. Y, de hecho, la mayoría de los flebotomiano. s
evita sangrar a pacientes frágiles —a niños y ancianos, por ejemplo— mientras que
otros médicos, como Van Helmont durante el Renacimiento, rechazan por completo la
sangría argumentando precisamente que al drenar sangre el sanador se dispone a drenar
el alma del paciente434. La sangría prosperó a pesar de que las aseveraciones sobre la
sangre en tanto que vida señalan la influencia de otras consideraciones. Dos de ellas
merecen un tratamiento especial.
Una consiste en la observación de que la vida no es sostenida so-lamente por la sangre,
también la respiración resulta vital. El abandono de la respiración supone la expiración,
la muerte. Tanto en la medicina griega como en la china, los vasos sustentadores de la
viola distribuyen tanto la respiración —qi y pneuma— como la sangre.
Un segundo factor consiste en la creencia de que la sangre y la respiración determinan
no sólo si uno vive, sino también cómo vive. Su poder es necesario hasta para la más
elemental de las actividades. Así, tal y como sostiene el Neijing, la sangre que recibe el
hígado nos
205

posibilita la visión, la sangre que se encuentra en los pies nos permite caminar, la sangre
de las palmas de las manos nos permite asir y la sangre de los dedos nos permite
tocar435. De manera más general, las cualidades de la sangre y de la respiración
gobiernan las cualidades de la vida. Recordemos el relato de Confucio acerca de las
«tres cosas de las que se guarda un hombre superior»: «Cuando es joven, y la sangre y
el hálito aún no están estabilizados, se guarda de la lujuria. Cuando madura, y la sangre
y el hálito se encuentran en su vigor máximo, se guarda de la combatividad. Cuando es
anciano, y la sangre y el hálito han decrecido, se guarda de la codicia»436.
Los cambios en la sangre y en la respiración alteran los impulsos y las inclinaciones. De
la sangre y la respiración brotan el deseo, la agresión y la ambición. De acuerdo con los
médicos chinos también surgen la furia y el temor: la primera resulta de una difusión de
la sangre y el segundo, por falta de ella437. Los escritores griegos muestran intuiciones
similares. El borboteo de la sangre alrededor del corazón da origen al «vigor», o thumos
[θυμός], en los héroes homéricos, y Empédocles sostiene que «la sangre alrededor del
corazón de los hombres es su pensamiento»438.
La sangre afecta también a la vulnerabilidad ante la enfermedad. De acuerdo con uno de
los tratados hipocráticos, los adultos sufren rara vez el bloqueo de los vasos sanguíneos
por la flema debido a que sus vasos sanguíneos «son espaciosos y están repletos de
sangre caliente; como resultado de ello, la flema no puede alcanzar el lado superior y
congelar la sangre». Del mismo modo, los más ancianos rara vez mueren de bloqueo
por flema, pero, en este caso, por una razón opuesta: sus «vasos sanguíneos están vacíos
y la sangre, poco abundante, es de consistencia delgada y acuosa»439. Los estrechos
vínculos entre la sangre y la enfermedad explican también por qué, en opinión de
Galeno, la menstruación de las mujeres no produce normalmente ninguna enfermedad
grave mientras que surgen toda suerte de desórdenes cuando se suprimen los
menstruos440. Los trastornos en la sangre y la respiración, concluye el Neijing,
evolucionan hacia cientos de enfermedades441
Mientras que la identificación de la sangre con la vitalidad milita a veces contra la
sangría, la asociación de las cualidades de la san-
206

gre y las cualidades de la vida convierten a la sangre en objetivo de las curas. Sangre en
exceso, demasiada poca sangre, sangre que es o demasiado caliente o demasiado fría,
sangre que corre por las venas o que queda atrapada y estancada, desequilibrios en la
distribución de la sangre, mala sangre, todo ello afecta a lo que uno puede Hacer, a
cómo uno siente o incluso a lo que uno es442. Algunas de estas condiciones eran tratadas
purgando sangre.

Sangría topológica

La primera cuestión que afronta el aspirante a flebotomiano, sugiere Galeno, es la


siguiente: «Si existe alguna diferencia en qué vena es abierta, como algunos piensan, o
si existen venas especiales para cada una de las partes afectadas...»443. Galeno presenta
el problema como uno sobre el que «se han emprendido amplias investigaciones»444. La
sangría guiada por esta última visión –la de que se sangran ciertas venas para tratar
partes específicas del cuerpo– es lo que yo denominaré aquí sangría topológica.
Galeno afirma que «Hipócrates y los más reputados médicos» potenciaron las sangrías
topológicas445 y el corpus hipocrático lo corrobora. Las referencias a la sangría
prescriben regularmente lugares específicos para ello. «La disuria se cura mediante la
sangría y la incisión debería hacerse en la vena interna.»446 Para aliviar las dolencias del
hígado, se debe drenar la sangre del codo derecho; para las dolencias del bazo, del codo
izquierdo447; para los dolores de la espalda, en cambio, de las venas situadas en el
exterior de los tobillos; para los dolores testiculares, de las del interior de los tobillos448
Las diferentes molestias exigían sangrías en lugares distintos. El dónde se efectuaban
esas sangrías era, pues, crucial.
¿Por qué? El término phleps [φλέψ] (plural: phlebes [φλέβες]) es traducido a menudo
como «vena». Pero las phlebes no son las venas en el sentido moderno, es decir, las
venas en tanto que opuestas a las arterias. Las venas y las arterias fueron distinguidas
por vez primera por los diseccionadores helenísticos, mucho después de Hipócrates.
Tampoco se refieren simplemente al conjunto formado
207

por arterias y venas, a una vaga e indistinta intuición de los vasos sanguíneos, libre de
las precisas distinciones de la anatomía. Tal y como se describe en los tratados
hipocráticos, como en Sobre la enfermedad sagrada, Sobre la naturaleza del hombre,
Sobre la naturaleza de los huesos, y Sobre los lugares en el hombre, o en la Historia de
los animales de Aristóteles, el recorrido de las phlebes se inicia, a menudo
abruptamente, desde el recorrido de las arterias y las venas que conocemos en la
actualidad449. Las phlebes no sólo eran anatómicamente indeterminadas; eran también
anatómicamente falsas. Si limitamos la verdad del cuerpo a las verdades de la disección,
las phlebes aparecen como meras fantasías450.
Con todo, sabemos –pues los testimonios antiguos nos lo dicen explícitamente, e
informalmente, como si no hubiera nada destacable en ello– qué clase de experiencias
sostuvo un día la creencia en esas venas: la topología de las phlebes va mano a mano
con la topología de la sangría. Sus extraños recorridos reflejan una comprensión de la
conexidad corporal enraizada no ya en el escrutinio del muerto, sino en el cuidado del
vivo.
Es preciso sangrar el codo derecho para las dolencias del hígado y el izquierdo para los
problemas del bazo, porque la vena en el codo derecho corría hasta el hígado mientras
que la del codo izquierdo conducía directamente al bazo. Ésta era la lógica de la es-
pecificidad de los lugares: para tratar una dolencia en una parte particular del cuerpo, se
tenía que sangrar la vena que irrigaba esa parte. La elección de la vena apropiada era
especialmente crucial dado que en la Grecia antigua ninguna teoría sobre el sistema vas-
cular postulaba una circulación continua451. En gran parte, las phlebes irrigaban el
cuerpo como canales independientes, con escasas interconexiones. Drenar sangre de una
determinada phleps podía ser, pues, inútil e incluso perjudicial al tratar partes u órganos
irrigados por otras.
Así, pues, los médicos hipocráticos podían justificar la sangría topológica apelando a la
estructura de las venas. Por supuesto, el orden original del descubrimiento podía haber
sido el contrario. Podríamos suponer que los sanadores observaron en primer lugar los
efectos de la sangría en ciertas partes sobre otras partes remotas del
208

cuerpo y, a partir de estas observaciones, elaborar una red de canales enlazados. Más
probable aún, las teorías de las venas y las prácticas de la sangría evolucionaron a la
vez, con inferencias recíprocas. En cualquier caso, las phlebes hipocráticas no eran
vulgares anticipaciones de las arterias y las venas de la anatomía posterior. Antes bien,
expresan una aproximación alternativa al cuerpo, una que concibe la estructura somática
a través de la topología del dolor y su alivio.
El discurso actual sobre el dolor se centra en el cerebro y los nervios. Se nos dice que en
aquellas partes en que los nervios son escasos, o están ausentes, o muertos, se siente
poco dolor o ninguno. Nuestras curas bloquean los senderos neuronales o, dicho de un
modo más coloquial, «atenúan» los nervios. Apenas pensamos en la sangre en conexión
con nuestros achaques o agonías, o lo hacemos sólo en términos de heridas. Pero en
Hipócrates, la hemorragia estaba asociada con la misma frecuencia a la cura del dolor
como a la causa de éste, y el alivio del dolor es el motivo principal para drenar sangre.
También en la China antigua la sangría pretendía a menudo sofocar el dolor. Las
inhalaciones perjudiciales localizadas en el mo Yin Menor que sube desde el pie causan,
según explica el Suwen, dolores de corazón, hinchazones violentas, saturación del
pecho, de los costados y de las extremidades. ¿La cura? Efectuar sangrías cerca de la
fuente del mo, en frente del maléolo interno452. El dolor de espalda ofrece un caso
particularmente elocuente. Si el dolor se extiende a lo largo de la espalda, desde la nuca
hasta las nalgas, entonces se debe drenar sangre del lugar xizhong del mo Yang Mayor
(lo que nosotros denominamos ahora la vena poplítea, situada en la parte posterior de la
rodilla). Por otro lado, el dolor de espalda que hace que el paciente sea incapaz de darse
la vuelta debiera ser tratado sangrando el lugar wailian del mo Yang Menor. Otros tipos
de dolencias dorsales requerían sangrías en otros lugares pues cada mo atraviesa una
región diferente de la espalda453.
Drenar sangre en un lugar de una vena para solventar el sufrimiento en otra parte.
Drenar sangre de la pierna o del brazo para aliviar el dolor de la cabeza, por ejemplo, o
del hígado. Hallamos
209

también el mismo principio en Hipócrates. En ocasiones, los tratamientos griegos y


chinos llegan incluso a coincidir: en ambas tradiciones, los médicos realizan sangrías en
la parte posterior de la rodilla para tratar el dolor de espalda. Además, un gran número
de curas hipocráticas, tales como las sangrías en el maléolo interno para el dolor
testicular, ofrecen estrechas analogías con la acupuntura. Aunque la coincidencia entre
los recorridos de las phlebes y de los mo no sea casi nunca exacta, ambos comparten
probablemente más elementos entre sí que con las arterias y venas definidas por la
disección. En la antigüedad, los médicos griegos y chinos articularon los vínculos entre
la sangre y el dolor a través de conductos que resultan inquietantemente similares.
Lo cual sugiere dos provocadoras posibilidades.
Una consiste en que la acupuntura pudiera haber evolucionado a partir de la
sangría454.Probablemente, no sólo a partir de la sangría, por supuesto: los relatos
médicos más antiguos que se conservan a propósito de los mo no se refieren,
recordémoslo, ni a las sangrías ni a la acupuntura sino tan sólo a la moxibustión. Es
más, tal y como hemos señalado en el capítulo 1, la idea de los mo estaba originalmente
entrelazada con los vasos sanguíneos visibles en la superficie corporal y fue a partir de
esos mo como se desarrollaron también los meridianos jingluo de la acupuntura.
Muchos puntos cruciales de acupuntura se sitúan en la superficie de venas y arterias y, a
veces, hallamos los mismos lugares desplegados tanto en la acupuntura como en la
sangría para tratar una afección dada.
La segunda posibilidad consiste en un vínculo genético entre los desarrollos de la
Grecia antigua y los de la China antigua. El movimiento de gentes y de bienes entre
regiones orientales y occidentales de Eurasia es prehistórico, y no resulta difícil
concebir que una cura como el drenaje de sangre en la rodilla para aliviar el dolor de
espalda migrara a través del continente. En particular, sabemos que los escitas y otros
pueblos nómadas se expandieron a lo largo de Eurasia y que tuvieron un contacto
bastante amplio tanto con la cultura griega como con la china. Sabemos también, a
partir del texto Sobre los aires, aguas y lugares, que los escitas, al igual que los griegos
los chinos, cauterizaban y drenaban sangre. Y lo que resulta aún
210

significativo, sabemos que las sangrías escitas presuponían vínculos entre remotas
partes del cuerpo, vínculos que muestran sorprendentes paralelismos con las propuestas
de los antiguos griegos y chinos. Para tratar las varices y la cojera, los nómadas no
drenaban sangre localmente, de las piernas, como cabría esperar, sino de «la vena
situada detrás de cada oreja»455.
En efecto, el vínculo entre las prácticas griegas y chinas podría explicarse de maneras
muy diferentes. Podríamos suponer que los sanadores de ambas tradiciones drenaban
sangre en lugares similares para dolencias similares porque al hacerlo producían alivio.
La convergencia de tratamientos podría estar fundada en la convergencia de la fisiología
humana.
Los historiadores modernos de la medicina se han mostrado por lo general escépticos
acerca de la eficacia de las sangrías. Aunque la condena agresiva se ha vuelto ahora
rara, los intentos por justificar la cura fisiológicamente son aún más raros456. De hecho,
la popularidad pretérita de las sangrías se ha atribuido, más bien, a factores de orden
cultural o psicológico, tales como la autoridad doctrinal y la coherencia del
humoralismo galénico, el poder psicosomático de la creencia del paciente, y la lógica de
la relación tradicional entre paciente y sanador457. La percepción de Peter Murray Jones
acerca de la práctica medieval refleja la tendencia general: «La mayoría de las sangrías
realizadas regularmente eran bastante seguras y probablemente proporcionaban a lo
sumo una tranquilidad psicológica, pero algunas de las sangrías realizadas durante el
tratamiento de una enfermedad producían más daños que beneficios, y puede que
causaran muertes innecesarias en casos extremos» (la cursiva es nuestra)458
Me es del todo imposible afirmar si semejante escepticismo está Justificado o no. Desde
luego, nadie podrá negar el impacto de las expectativas culturales o psicológicas en
terapias de cualquier tipo. Con todo, los paralelismos entre las sangrías topológicas y la
acupuntura debieran hacernos vacilar.
Por un curioso giro irónico, son muchas las personas en Occidente que están dispuestas
a conceder la posibilidad de un fundamento empírico a la exótica técnica de la
acupuntura mientras que
211

rechazan de improviso la flebotomía, practicada asiduamente en Europa durante cerca


de dos milenios. No obstante, tal y como acabamos de ver, la acupuntura y las sangrias
topológicas eran en realidad técnicas afines que proponían conexiones similares, a veces
idénticas, entre los lugares de tratamiento y las distantes partes afectadas. En la medida
en que otorgamos de buena gana la posibilidad de una lógica fisiológica para la
acupuntura, también necesitamos repensar la sangría.
En todo caso, la consideración de por qué las sangrías chinas e hipocráticas muestran
similitudes es menos critica para nuestra investigación que el reconocimiento de que lo
son. Pues el telón de fondo de esta temprana congruencia entre las terapias chinas y
griegas nos permite definir con mayor nitidez la naturaleza y la magnitud de los
cambios subsiguientes. Hace mucho tiempo, los médicos griegos y chinos extraían
sangre topológicamente de modo similar. Hacia el final del período antiguo, esta
tentadora semejanza daría paso a terapias tan diferentes que pocos podrían sospechar el
parentesco entre ellas.
La evolución de la flebotomía griega

Dos cambios notables se produjeron en la flebotomía griega entre los tiempos de


Hipócrates y los de Galeno. El primero consiste en la emergencia de dudas en torno a la
sangría topológica; el segundo, la transformación de la flebotomía en piedra angular de
la terapia.
El tema expuesto por la primera interrogante de Galeno –sobre si es relevante de qué
vena se extrae la sangre– refleja un escepticismo acerca de la sangría topológica en la
antigüedad tardía que no hallamos en los textos hipocráticos. La mayoría de las
referencias hipocráticas ala flebotomía especifican el lugar particular que debería ser
punzado. Incluso en el caso de hemorragias nasales espontáneas, los médicos señalan
detenidamente si la sangre fluye del orificio nasal izquierdo o derecho, o de ambos.
Tanto para la diagnosis como para la terapia, la diferencia entre derecha e izquierda
212

resultaba esencial. Ningún médico hipocrático diría que la elección de las venas fuera
irrelevante.
No obstante, ésa era la tesis, nos dice Galeno, promovida por algunos de sus
contemporáneos459. Aunque aún había aquellos que, como el propio Galeno, rechazaban
esta visión460, ya había emergido suficiente incertidumbre a propósito de las prácticas
antiguas como para estimular una «investigación extensa» y para convertir la relevancia
de la selección de las venas en el problema más urgente de la flebotomía.
No es que la sangría topológica sufriera un declive repentino, definitivo. Después de
todo, contaba con un eminente abogado como Galeno y al menos cierta atención sobre
los lugares persistió a lo largo de toda la historia de la flebotomía461. Sin embargo, las
prácticas de extracción de alguien como Areteo (81-138 d. C.) muestran ya un evidente
escepticismo acerca de la selección tradicional del lugar462
¿Qué hay detrás de este cambio? De nuevo, la emergencia de la disección desempeñó
probablemente una función importante. La inspección anatómica desacredita la sangría
topológica al exponer las discrepancias entre los recorridos propuestos para las phlebes
hipocráticas y la anatomía de las venas y las arterias463. De manera más fundamental,
vino a destacar una nueva concepción de la conexidad, una concepción basada no ya en
las inferencias derivadas de las respuestas fisiológicas, sino en las continuidades
percibidas en el cadáver. Los médicos aún podían argumentar que para evacuar sangre
de un órgano dado algunas venas eran más eficientes que otras, mi virtud de su
proximidad estructural; y fue precisamente apoyándose en esos fundamentos como los
apologistas como Galeno defendieron la sangría al tiempo que rechazaban las teorías
previas de his phlebes464. Pero este argumento no siempre era plausible. Y, así, a partir
de la antigüedad tardía persistió una tensión intranquila a lo largo de la historia de la
medicina occidental entre las afirmaciones de In anatomía y las prácticas flebotómicas
sancionadas por la tradición465
El segundo desarrollo importante que hizo que la selección del r fuera percibida como
menos urgente fue la tendencia cre-
213

ciente, tras Hipócrates, de igualar la flebotomía con la liberación del exceso de sangre.
Al defender la sangría topológica, Galeno sugiere que «el adecuado estudio de los
médicos» debe incluir conocer «cuándo debe uno cortar la vena en la frente, y cuándo
cortar el rabillo de los ojos, o bajo la lengua, la conocida como vena del hombro, o la
que recorre la axila, o las venas situadas en los muslos o alrededor del tobillo»466.
Insiste en ello, sin embargo, no tanto contra las críticas que niegan activamente la
relevancia de la diferenciación del lugar, sino contra aquellos que desdeñan los lugares
porque creen «que uno debe simplemente drenar sangre de los pacientes que se encuen-
tran en riesgo de una plethos [πληθος] », una idea que Galeno caracteriza como
«impropia del arte de Hipócrates»467. Esto me conduce a una de mis tesis principales: la
transformación de la sangría de un remedio relativamente menor a un pilar
indispensable de la terapéutica griega se hizo, en mi opinión, por temor a la plétora. Re-
forzando la devoción a la flebotomía se encontraba el pavor ante el exceso de sangre.
La elaboración de esta hipótesis exige alguna precaución. Muchas de las intuiciones
fundamentales acerca de la plétora pueden vislumbrarse ya en Hipócrates468. Mi tesis,
por tanto, tiene que ver menos con el nacimiento de nuevas ideas que con la
cristalización de una conciencia modificada. Mientras Hipócrates apenas habla acerca
de la plétora, Galeno invoca el término constantemente. Este cambio en el discurso
señala una nueva conciencia del cuerpo y de su papel en la enfermedad, un cambio en el
enfoque etiológico. Es este cambio lo que me gustaría dilucidar en última instancia.
Pero permítaseme comenzar con las ideas centrales.
Los médicos hipocráticos aseveran con frecuencia que la menstruación y otras formas
de hemorragia, tales como las hemorroides y las pérdidas de sangre por la nariz
(epistaxis [επίσταξις]), poseen un valor curativo y profiláctico. El tratado Epidemias 1
señala, por ejemplo, que durante cierta epidemia
aunque muchas mujeres cayeron enfermas, eran menos que los hombres y

214

morían con menor frecuencia... Algunas sangraban por la nariz. A veces aparecían a la vez la epistaxis y
la menstruación... No conozco a ninguna mujer que muriera si cualquiera de esos síntomas se notaban
adecuadamente469.

Y de nuevo,

los pacientes que sobrevivían eran principalmente aquellos que habían te-cuido una sangría verdadera y
copiosa por la nariz. De hecho, no conozco un solo caso en esta constitución que se demostrara fatal
cuando ocurría una sangría de verdad470.

Epidemias 6 añade que aquellas personas con hemorroides están libres de pleuritis, de
perineumonía y de otra serie de aflicciones471. EI escrito Prenociones de Cos sugiere
que el expulsar sangre en las defecaciones ayuda a aliviar los dolores cardiacos,
hepáticos y periumbilicales472.
A la inversa, la ausencia o supresión de semejantes hemorragias deseables puede
producir un daño terrible. Prenociones de Cos advierte de que la retención de sangre en
amenorrea puede provocar epilepsia473. Epidemias 4 habla de un paciente que ignoró el
consejo de su médico para que no tratara sus hemorroides y, en consecuencia, deliró
enloquecido474. Y el tratado Sobre las úlceras recomienda purgar la sangre rápidamente
de las contusiones y heridas abiertas, pues la sangre que se acumula alrededor de una
lesión puede calentarse y pudrirse y, en consecuencia, dar lugar a inflamaciones, pus y
úlceras475.
En cuanto al origen de la sangre, el tratado 4 de Enfermedades la sitúa directamente en
relación con los alimentos. Esto explicaría por qué, inmediatamente después de una
comida, las venas yugulares se hinchan y el rostro enrojece476 Esta afluencia de material
de-be ser eliminada finalmente por medio de excreciones o sangrías —los autores
griegos consideraban habitualmente que la diarrea y la hemorragia, la purgación, el
ayuno y la venosección tenían efectos equiparables— o de lo contrario sobreviene la
enfermedad. Normalmente, el cuerpo se apodera del alimento y el alimento lo hace cre-
215

cer; pero a veces es el alimento el que se apodera del cuerpo, produciendo un amplio
despliegue de enfermedades477.
Todas estas observaciones hipocráticas –los peligros del exceso de sangre, la utilidad
terapéutica de las hemorragias naturales y artificiales, los orígenes de la sangre en los
alimentos, y la tendencia de la sangre a pudrirse y causar inflamación– llevan hasta el
concepto galénico de la plétora. No obstante, el repaso que acabo de realizar pudiera ser
en cierto modo engañoso. En Hipócrates las ideas aparecen sólo como observaciones
dispersas; Galeno les con-cede un desarrollo más amplio y sistemático. Esto puede
verse como una consecuencia del hecho de que la sangría fuera central para la terapia
galénica y sólo periférica para el tratamiento hipocrático. Pero yo considero que la
flecha de la causalidad apunta primordialmente en la dirección opuesta: fue el nuevo y
urgente hincapié en algunas de las ideas tradicionales lo que propició que las sangrías
parecieran vitales para la prevención y la cura de la enfermedad.

Incluso en tiempos de Galeno no todas las sangrías estaban en-caminadas a aliviar la


plétora. El propio Galeno rechaza explícita-mente esta visión del remedio. «Menódoto
está equivocado», afirma, «al decir que la flebotomía debiera aprobarse sólo en el
síndrome conocido como pletórico».

Las indicaciones para la flebotomía no incluyen principalmente plethos, sino la sospecha de que la
enfermedad se está desarrollando. Si parece que ésta será severa, debemos llevar a cabo la flebotomía
invariablemente, incluso si ninguno de los síntomas de plethos está presente...

Las primeras y más importantes indicaciones para el uso de la flebotomía son... la gravedad de la
enfermedad y la fortaleza del paciente, y resulta del todo necesario decir que ésta, y no el síndrome
pletórico, es la principal combinación de circunstancias por la que se aprueba la flebotomía478.

En consecuencia, a menudo se debe drenar sangre incluso en ausencia de plethos.


Galeno se muestra insistente en este punto479. Sin embargo, algunos, como Menódoto,
equiparan claramente la
216

sangría con el alivio de la plétora, y el rechazo reiterado de Galeno de esta equiparación


sugiere que ésta era la percepción más extendida, incluso la estándar, del problema.
Es más, entendida correctamente, la crítica de Galeno, antes que romperlo, refuerza en
realidad el vínculo entre flebotomía y plétora. Pues lo que él censura es una
preocupación miope respecto de la condición inmediata del paciente, respecto de si la
plétora existe en ese preciso momento. En su opinión, la flebotomía sirve no sólo para
aliviar un exceso de sangre existente, sino también, y más eficazmente, para prevenir la
formación de semejante exceso. El médico competente, siempre consciente de la
amenaza de la plétora, drena sangre profilácticamente, antes de que pueda acumularse
un exceso480. A veces se requiere la sangría inmediata incluso en ausencia general de
plethos, como cuando alguien sufre un golpe o un dolor, «ya que el dolor atrae
sangre»481.
La preocupación por el exceso de sangre no se limita a abogar por la flebotomía.
Erasístrato, nos dice Galeno, también recomienda que «la gente ponga la máxima
atención en su salud sabiendo por adelantado cómo reconocer y protegerse contra la
afección de la plétora». Los médicos se esforzaban por interceptar la plétora «cuando
está acercándose, antes de que la enfermedad haya comenzado»482. No obstante,
Erasístrato esquivó aparentemente las sangrías y defendió en su lugar el ayuno483. De ahí
las privaciones de comida en caso de fiebre: «[Cuando] las enfermedades están co-
menzando y se inician condiciones inflamatorias, todas las comidas descuidadas deben
ser eliminadas junto con los sólidos, pues las inflamaciones que dan paso a las fiebres
emergen en la mayor parte de los casos como resultado de la plétora. Si se proporciona
alimento en esos momentos y la digestión y la distribución llevan a cabo sus funciones,
los vasos sanguíneos se llenan con nutrientes y se producirán entonces inflamaciones
aún más poderosas»484.
Existía, por tanto, un desacuerdo en torno al mejor remedio para la plétora. Aunque
reconoce la utilidad general del ayuno, Galeno objeta que en muchos casos las sangrías
eran el remedio más eficiente, incluso la única cura eficaz485. Pero ambos, tanto él como
Erasístrato, están de acuerdo a propósito de la urgencia del trata-
217

miento, y éste es para nosotros el punto crucial de la cuestión. Los méritos relativos del
ayuno frente a las sangrías nos importan menos que el hecho de que estas dos prácticas
–la primera aún se practica con asiduidad en la actualidad, aunque sus usos y su
pretendida lógica hayan cambiado, mientras que el segundo método ha sido condenado
ampliamente y olvidado– fueran tradicionalmente percibidas como prácticamente
equivalentes. El ayuno reduce la ingestión de comida, las sangrías eliminan sus
residuos486. A pesar de que se aproximan al problema desde extremos opuestos, ambos
métodos reflejan la obsesión por el exceso de sangre.
La plétora se apoderó de la imaginación griega con una intensidad que la mera lógica de
la ingestión y del consumo es incapaz de explicar. Tan terrible era el peligro percibido
que los médicos llegaban a veces a desangrar a sus pacientes hasta el desmayo y la pér-
dida de control sobre sus esfínteres. La plétora era exceso y, en con-secuencia,
patológica por definición. Pero al contrario de lo que cabría esperar (el equilibrio era per
se la suprema preocupación), la descongestión, lo opuesto a la plétora, no provocaba
ninguna vigilancia ansiosa comparable. El impulso de purgar era inseparable del temor
hacia el exceso de sangre. Galeno es explícito: la mejor preparación para estudiar su
Sobre la cura por flebotomía, advierte, consiste en leer su ensayo sobre la plétora487.

El caliente y estancado exceso pletórico pudre e inflama, con-vierte incluso la sangre


buena en biliosa, genera fiebres488. Se debe purgar con rapidez, antes de que la
inflamación (phlegmone [φλεγμονή]) comience. Anticiparse a la inflamación era
vital489.
La inflamación emerge, pensaba Galeno, del flujo de sangre. Una herida o una fractura
podía inducir el flujo, pero también podía ser el resultado del desvío de una plétora
general hacia alguna parte «más apta para recibir» la sangre sobrante. La mezcla humo-
ral determinaba el carácter de la inflamación resultante: la sangre en que predominaba la
bilis amarilla producía herpes [ερπης]; la bilis muy caliente, erysipelas[ερυσίπελας]; la
sangre caliente y espesa, anthrax [ανθραξ]; la flema, oidema [οιδημα]. Una mezcla de
bilis negra y de sangre causaba la inflamación conocida como scirrhos
218

[σκίρρος], una de cuyas formas podía transformarse en cáncer. Un fIujo de pura bilis
negra producía cánceres (karkina [κάρκινα] )490. Si los griegos se preocupaban más por
las inflamaciones de lo que nosotros lo hacemos hoy, ello se debe en parte a que el
concepto poseía un mayor alcance.
El concepto galénico de inflamación abarca las lesiones cancerosas, los tumores
benignos y los quistes inflamatorios. En consecuencia, su obra Sobre los tumores
paranaturales (Peri ton para physin onkon [Περι των παρα φύσιν ογκων]) tiene
realmente más que ver con lo que podríamos considerar inflamaciones que con los
verdaderos tumores (onkoi [ογκοι]) en su sentido moderno491. Antes de la Teoría de los
tejidos de François Bichat y de la aplicación de la teoría celular de Johannes Mueller a
la patología, los neoplasmas, los tumores benignos y los quistes inflamatorios eran
todos ellos localizados en las concentraciones de sangre corrupta.
Al observar las «inflamaciones» de esa manera, comenzamos a apreciar el apremio con
que los antiguos médicos procuraban prevenirlas. Los médicos griegos reconocían que,
una vez reconocidos, muchos cánceres resultaban fatales; la salvación residía en la
intervención temprana o, mejor aún, en la profilaxis. La purga de sangre oportuna
salvaba vidas. Con todo, resultaría anacrónico reducir la antigua obsesión por la plétora
a los contemporáneos temores sobre el cáncer. El cáncer no se cernía tanto en la
antigüedad como lo hace ahora, dado que la mayoría de la gente sucumbía previa-mente
a otras enfermedades antes de que hubiera alcanzado las edades en que el cáncer se
cobra el mayor número de víctimas.
Finalmente, las persistentes preocupaciones en torno a la plétora no estaban tan
enraizadas en la gravedad de las enfermedades particulares, sino en la intuición de que
la plétora era virtualmente responsable de toda enfermedad.

En las pruebas recogidas sobre la visión de Hipócrates acerca de las sangrías he citado
varios pasajes pertenecientes al tratado 1 de las Epidemias. Pero, de hecho, las
observaciones en torno al problema de la retención de sangre y los beneficios de la
liberación de sangre conforman sólo una parte menor de las consideraciones del tratado
219

acerca de las causas y las curas. La obra prodiga más atención a factores que nosotros
tendemos a olvidar en la actualidad, factores tales como el clima de la estación y el
viento.
Galeno sostiene por el contrario que, «sea cual sea lo que enferma el cuerpo desde un
mal interno posee una doble explicación, o la plétora o la dispepsia»492. Esta última
resulta de tomar alimentos inadecuados o de una dieta desequilibrada; la primera, de
ingerir más nutrientes que los que son consumidos por el cuerpo en sus actividades o
evacuados en los desperdicios. Tomadas en sí mismas, puede que las observaciones de
Galeno parezcan complementar simplemente el ambientalismo hipocrático, dirigir las
causas internas de la enfermedad, mientras que los tratados como Epidemias 1 y Sobre
los aires, aguas y lugares describen las circunstancias externas. Pero en los análisis
galénicos, el estado interno del cuerpo es absolutamente fundamental: la presencia o
ausencia de males internos determina en gran parte el daño causado por elementos
externos.
Presagiando ulteriores ideas a propósito de los gérmenes, por ejemplo, Galeno se refiere
a «las semillas pestilentes» (loimou spermata [λοιμου σπέρματα]) de la enfermedad. No
obstante, le interesa no tanto la naturaleza de las semillas per se como la cuestión de por
qué algunas sucumben a la pestilencia mientras que otras sobreviven. Su conclusión es
inequívoca: «Debemos recordar siempre... este principio: que ninguna de las causas [de
la enfermedad] puede operar sin una predisposición en el paciente». Y, de nuevo, «gran
parte de la generación de padecimientos reside en la preparación del cuerpo». La
inhalación de agentes patógenos no causa, en sí misma, la enfermedad. Las semillas
pestilentes se instalan y se desarrollan sólo en un cuerpo predispuesto a la corrupción,
un cuerpo repleto ya de atracones, de indolencia y de indulgencia sexual. Un cuerpo
pletórico493.
Mientras que la teoría de las semillas de la enfermedad ocupa solo una posición menor
en la patología de Galeno (únicamente la menciona en unos pocos pasajes)494, la misma
creencia en la prioridad de los estados internos también recorre su análisis de las formas
más básicas de aflicciones externas, es decir, las heridas. A veces, observa, el pinchazo
de la aguja más fina puede producir una enorme
220

inflamación. La disparidad manifiesta entre la causa aparente y el efecto demuestra que


el principal culpable no es realmente la aguja, sino el cuerpo en el que ésta ha
penetrado. Si una diminuta herida se infecta masivamente con pus, ello se debe a una
plétora pre-existente de residuos no evacuados495. En cuerpos carentes de exceso,
incluso un corte profundo cicatriza rápidamente, sin inflamación ni enconamientos496.
Incluso en el paradigmático caso de la causa externa, incluso cuando un paciente sufre
cortes o golpes, el alcance de la lesión depende en última instancia de la complexión
interna del cuerpo; depende, pues, de la plétora o de su ausencia.

Cómo se reconoce la plétora? Ya hemos pronosticado algunas de las indicaciones: una


tez rubicunda, venas dilatadas, un gran pulso y un historial de inactividad física, de
excesos en comida y en bebida, y la supresión de evacuaciones. Sin embargo, lo que
resulta notable a propósito del diagnóstico galénico de la plétora es su énfasis en las
sensaciones propias del paciente. Los síntomas en los que pone mayor atención son la
pesadez en el cuerpo entero, lentitud, tensión en las extremidades, dolor y laxitud497.
Dicho en otras palabras, se llega a reconocer la plétora no sólo por medio de signos
objetivos tales como el pulso, sino también y sobre todo en la experiencia subjetiva del
cuerpo de la propia persona.
Pesadez, inercia, tensión, dolor. Se trata de sensaciones familiares. En momentos
diferentes y en grados distintos, todos las experimentamos. Y ello sugiere el modo en
que la plétora pareció estar tan extendida y la necesidad de purgar sangre
rutinariamente. Al escrutar la gente de nuestro alrededor podemos notar algunos
individuos de rostro enrojecido que podemos juzgar pletóricos; pero, principalmente,
nos es difícil imaginar el exceso de sangre como algo más que una extraña rareza. Esto
es en parte lo que hace que el entusiasmo pretérito por la sangría parezca tan insólito.
Por un lado, cuando pasamos de la noción abstracta de exceso de sangre a los síntomas
que supuestamente la anuncian, la afección asume un papel más íntimo. Aunque nunca
hayamos creído padecer de plétora, sabemos lo que es sentirse pesado y lento, o sufrir
de músculos tensos, doloridos.
221

La plétora era, en consecuencia, una indisposición no sólo en el sentido objetivo,


clínico, del desequilibrio humoral, sino también la in-disposición de la incomodidad
subjetiva, la quejumbrosa reclamación del cuerpo ante la conciencia. Galeno habla con
frecuencia de la pesadez (barutes [βαρύτης]) del cuerpo pletórico, mediante la cual se
refiere no ya a su peso absoluto, sino a la sensación de lentitud en un cuerpo que
responde a la voluntad pero que lo hace lánguidamente y de mala gana. Su descripción
reproduce curiosamente la caracterización del cuerpo que hallamos en Platón, un
pensador que Galeno admiraba profundamente.
El alma que sigue a Dios y que obtiene la visión de la verdad, declara Sócrates, está
libre de todo perjuicio; pero el alma que no es capaz de seguirlo y de verla está «llena de
omisión y maldad, y se hace pesada, y cuando se hace pesada... cae a la tierra» 498. Así,
el peso plúmbeo del mal no es otra cosa que la carga del cuerpo. Mientras que el alma
aspira naturalmente hacia arriba hasta los cielos y Dios, el cuerpo es «oneroso, pesado,
y terrenal» y cae por su propio peso hacia abajo499.
Especialmente sugerente en esta cuestión es el origen de la sangre en la comida. Una
vieja creencia sostenía que el alma podía escapar ocasionalmente de su confinamiento
en la penumbra del cuerpo material y recobrar su clarividencia natural. Durante el
sueño, por ejemplo; de ahí la presciencia de las ensoñaciones. Por otro lado, las dietas
especiales transforman el cuerpo en sí mismo, haciéndolo más transparente a las
visiones psíquicas. Así, las leyendas en torno al visionario Epiménides especulaban con
que no comía alimentos terrenales, sino que se nutría de un sustento etéreo
proporcionado por las ninfas500. Tras predecir la plaga en Efeso, Apolonio se defendió
de los cargos de brujería al ubicar su previsión en una dieta excepcionalmente ligera,
que le confería una claridad celestial501. En sus Églogas proféticas, Clemente de Alejan-
dría sostenía enérgicamente los vínculos entre el ayuno y la capacidad espiritual: «El
ayuno vacía el alma de materia y la hace, junto con el cuerpo, clara y ligera para la
recepción de la divina verdad». El alimento excesivo, «hunde la parte intelectual hasta
la insensibilidad». Las comidas debían, por tanto, ser siempre senci-
222
502
llas y simples a fin de facilitar la digestión y asegurar «la ligereza del cuerpo» .
Para Platón, el alma es ligera, luminosa y eterna mientras que el cuerpo es lento, oscuro
y corruptible; la pesadez es intrínseca a la propia condición de la encarnación. Para los
médicos, por el contrario, la torpe inercia de la plétora es una patología temporal, si bien
es un peligro crónico. La coincidencia entre los discursos no es, pues, exacta. Con todo,
evidentes ecos resuenan entre el retrato de Galeno de la lentitud pletórica y la grave
situación del alma platónica aprisionada en la carne. El cuerpo pletórico es el cuerpo
que se experimenta cuando uno se ve forzado a ser consciente de él, cuando ha cesado
de ser el instrumento dócil de la voluntad y el deseo para transformarse en una onerosa
y resistente carga que arrastra hacia abajo.

El vacío en la medicina china


Las leyendas de la China antigua nos hablan de sabios que «rehusaron los cereales»
(bigu), es decir, que rechazaron los bastos alimentos de los comunes mortales. Al morar
en brumosas montabas, se alimentaban sólo de exquisitas bocanadas del aire de las al-
turas y como resultado de ello disfrutaban de una longevidad extraordinaria y de una
existencia liviana. Según se cuenta, flotaban por entre las nubes.
De nuevo, hallamos asociaciones entre dietas ligeras, cuerpos livianos y sabiduría,
asociaciones que además influyen a veces en el régimen actual. Sepultado junto con los
textos médicos en las tumbas de Mawangdui, encontramos por ejemplo un tratado sobre
«el rechazo de los cereales y la alimentación con vapores»503. Y el Shiji relata que
Zhang Liang, consejero del primer emperador de la dinastía Han, se retiró de la política
específicamente para entregarse por completo a ejercicios de respiración, el repudio de
cereales y el proyecto de qingshen, iluminar el cuerpo504.
No obstante, la medicina china no llegó a desarrollar un equivalente real de las cuitas
griegas en torno a la plétora. Sí, desde luego,
223

la comida es concebida como la fuente última de la sangre y, sí, un exceso de alimentos


inflama los vasos sanguíneos y se desborda en hemorragias505. Pero el Neijing menciona
hemorragias nasales y hemorroides sólo como desórdenes, jamás como crisis de salud.
Sí, ciertamente los médicos en China condenaban comer en exceso, como también
condenaban los excesos de cualquier clase y, sí, llegaron a reconocer complicaciones
derivadas de congestiones locales de sangre. Pero nunca estuvieron obsesionados ante la
posibilidad de que un excedente de sangre embutiera el cuerpo en su totalidad.
Resulta especialmente revelador a este respecto considerar un desorden ante el cual
expresaron su preocupación y que ofrece algunos parecidos interesantes con la plétora.
Me refiero al término shi. «Plenitud» podría ser una traducción razonable; expresiones
tales como youyu (excedente), man (repleción) y guo (exceso) lo sustituyen a menudo
como sinónimos. Como en el caso de la plétora, la amenaza potencial del shi es enorme:
si no se trata tempranamente, las acumulaciones de shi podrían derivar en hinchazones
dolorosas, úlceras pustulosas, excrecencias no deseables, tumores fatales; al igual que
con la plétora, el mejor tratamiento es la prevención506. Más aún, muchas de las
indicaciones comunes del shi —un mo pleno y duro, tensión, dolor y fiebre—
reproducen los signos característicos de la plétora. Buena parte de las patologías que
Galeno denominó como pletóricas habrían sido calificadas como shi por sus
contemporáneos chinos.
Pero el shi difiere evidentemente de la plétora en tres aspectos. Primero, el shi no fue
concebido principalmente como un problema sanguíneo. Segundo, la plenitud en China
presupone un complemento necesario: casi siempre, las referencias al shi conjuran
simultáneamente el problema del xu, vacío, y ambos eran típicamente hermanados en un
compuesto, xushi, vacío-y-plenitud. Tate cero, en este emparejamiento del xu y del shi,
el primero encarna la preocupación más fundamental. Si el exceso de plétora era el
temor conductor del flebotomiano, las reflexiones chinas en torno a la enfermedad
comienzan, al contrario, con el mermado vacío.
Las nociones de «vacío» y de «plenitud» poseen en la medicina
224

China dos significados opuestos. En las discusiones generales sobre la higiene, el vacío
designa la realidad más profunda del ser y el estado más elevado de espiritualidad
humana. La Vía (dao) es vacío, celebran los taoístas, y también lo es el sabio. El vacío
sabio es el vacío de una mente alejada de los sentidos, desprovista de deseo, lúcida,
límpida, serena507. Apreciado por algunos como un fin supremo en el perfeccionamiento
de sí mismo, semejante vacío era promovido por los médicos como el secreto último del
vigor y de la longevidad. Sólo a través de una mente vacía de anhelos es como puede
mantenerse un cuerpo rebosante de vitalidad; para alcanzar la plenitud de la vida uno
debía atenerse a la nada del vacío (xuwu) 508
Desgraciadamente, la mayoría de la gente fracasaba al tratar de abrazarse a esa plenitud.
«El necio nunca tiene suficiente [vitalidad] », se lamenta el Suwen, «el sabio la posee en
abundancia»509.

Las gentes de los tiempos arcaicos... no se extenuaban en vano. Así, les era posible que su cuerpo y su
conciencia estuvieran unidos, de suerte que vivían más allá de los plazos naturales de vida y fallecían
cuando ya habían sobrepasado los cien años.
Las gentes de nuestro tiempo no son de esta guisa. El vino es su bebida, el capricho, su norma. Penetran
borrachos en el lecho de amor, agotan su esencia seminal en la lujuria, diseminan su vitalidad innata en el
deseo. Ignoran cómo mantener la plenitud (buzhi chiman)... Al carecer de auto-control en sus actividades,
se extinguen a la mitad de los cien años510.

La mayoría derrocha sus vidas. Si la plenitud es salud, entonces


el vacío es enfermedad. Éste es el segundo y más común significadodel término xu en
medicina, el significado que nos preocupa aquí: la merma enfermiza. El vacío en ese
sentido es patológico dado que corresponde a la disminución de posibilidades. Los
sentidos y las extremidades, que deberían permanecer despiertos y vigorosos durante
cien años, vacilan ya a los cincuenta. El ayuno de vitalidad hace que los ojos y los oídos
pierdan su acuidad, que las piernas pierdan su esplendor y se vuelvan prematuramente
grises. Peor aún,
cuerpo mermado es un cuerpo vulnerable, un cuerpo expuesto
225

a la invasión. El vacío patológico, xu, conduce al shi, a la plenitud patológica.


El Emperador Amarillo preguntó: «Qué se entiende por xu y shi?».
Qi Bo respondió: «Cuando las inhalaciones nocivas [del exterior] (xieqi) están en auge, eso es shi; cuando
las inhalaciones esenciales (jingqi) [de una persona] están mermadas, eso es xu»511.
Una mente desprovista de deseo, un cuerpo repleto de vitalidad, éstos son el vacío y la
plenitud en tanto que ideales positivos del régimen. En la mayoría de las ocasiones, sin
embargo, los médicos hablan del vacío y de la plenitud como patologías; del vacío en
tanto que merma de la vitalidad y de la plenitud en tanto que estado de un cuerpo
repleto de males invasores.
Lo que hace que xu y shi estén entrelazados como patologías, y ello merece ser
enfatizado, no es, por tanto, la simetría ni la lógica del equilibrio, el temor de excederse
o de quedarse corto en un sentido abstracto. No, más bien ambos están unidos por una
jerarquía de causalidad. El vacío define la necesaria precondición de la plenitud. La
lógica imperante es por tanto la de la guerra: shi es el exceso de un cuerpo ocupado por
intrusos extraños, mientras que xu es la merma de fuerza interna que invita a la
intrusión512. La primera corresponde a una abundancia de xieqi, inhalaciones nocivas
desde el exterior; la segunda, a la falta de vitalidad interna. El Suwen resume la cuestión
sucintamente: «Se produce shi cuando penetra el qi y se produce el xu cuando sale el
qi»513.
A decir verdad, éste no era siempre el caso. «Reducir lo que resulta excesivo y
complementar la insuficiencia (sun youyu bu buzu)» es, nos enseña Laozi, la Vía del
Cielo514; y este principio de compensación formula el sentido de la acupuntura. Mientras
que la flebotomía se concentra en el exceso, la acupuntura reequilibra las oscilaciones
en ambas direcciones: dispersa el exceso (xie youyu), pero también complementa la
insuficiencia (bu buzu)515. En líneas generales, xu y shi señalan a veces los
desequilibrios relativos en la capacidad interna y son sinónimos de deficiencia (buzo) y
superfluidad (youyu), de quedarse corto (buji) y de sobrepasarse (guo). Una mer-
226

ma (xu) en los riñones, por ejemplo, puede tener como resultado el auge patológico (shi)
del bazo. Una circulación dañada que sufre un golpe puede también causar una
congestión shi local.
Sin embargo, en la medida en que los médicos chinos concibieron algo más que el
desequilibrio relativo o localizado, en la medida en que imaginaron el exceso genuino,
tendieron a apelar al modelo de las influencias ajenas (del viento, del frío y de otros
males que penetraban desde el exterior). Si la plenitud pletórica de los griegos emergía
del interior del cuerpo, la plenitud del shi enfatizaba las amenazas del mundo
circundante.
Las directrices presumiblemente más antiguas acerca de la acupuntura contenidas en el
tratado 1 del Lingshu resultan históricamente sugerentes: .Si vacío (xu), entonces llénalo
(shi); si repleto (man), entonces nivélalo; si viejo, entonces elimínalo; si dominan las
inhalaciones nocivas [del exterior], entonces vacíalas (xu)»516
En este punto nos encontramos no ya con dos, sino con cuatro principios de tratamiento,
correspondientes a cuatro estados patológicos. El primero compensa el vacío, los otros
rectifican tres clases diferentes de plenitud. El clásico análisis del vacío-plenitud, xushi,
obliteraba por consiguiente las distinciones entre las tres clases de plenitud y se las
incluía todas bajo la sola rúbrica del shi. Y de esa manera se minimizaban las dos
patologías equiparables a aquéllas Tratadas por la flebotomía occidental, esto es, la
repleción (que emerge presumiblemente desde el interior del cuerpo) y la persistencia de
sustancias estancadas. Al definir la noción shi en tanto que Influjo de inhalaciones
nocivas que proceden del exterior, la medicina clásica china se distanció de los excesos
propios del cuerpo y enfatizó el paradigma de la ocupación invasora.
Permítanme aclarar este punto. Nada nuevo hay aquí a propósito de los temores sobre
las intrusiones ajenas. El pavor ante los ata demoníacos se remonta hasta los tiempos de
los Shang y permaneció inalterable en las creencias populares. Sin embargo, el
paradigma promovido por la medicina erudita de la dinastía Han se distanció de esa
tradición en dos cuestiones notables: en primer lugar, expulsó a los demonios y a los
espíritus maléficos e identificó a los intrusos casi exclusivamente entre los elementos
meteorológicos
227

tales como el viento, el frío, el calor, la humedad y la sequedad; y, en segundo lugar,


convirtió el perjuicio de esos elementos en contingentes de una debilidad interna. Esto
último supuso la principal innovación de la teoría del vacío-plenitud, xushi, el desarrollo
definitorio en la formación de la comprensión clásica china de la enfermedad y del
cuerpo.
Los vientos se adentran típicamente a través de los poros fláccidos (un signo de merma)
para luego escarbar más profundamente, hasta el mo, luego hasta la carne y por último
hasta alcanzar los órganos y los huesos. Pero no todos se convertían en sus víctimas.
Semejantes males podían introducirse sólo en los cuerpos mermados517. La teoría del xu
y del shi proclama la prioridad de la vulnerabilidad, es decir, del vacío. El Lingshu
asevera: «Si el viento, la lluvia, el frío o el calor no encuentran una merma [de la
vitalidad corporal], su solo xieqi no puede perjudicar a la gente. Cuando uno se halla
inesperadamente frente a una tormenta de viento o de lluvia y no enferma, la razón de
ello reside en que no hay merma y en que el xieqi no puede por sí solo perjudicar a la
gente. Sólo cuando un viento mermador se encuentra con un cuerpo mermado puede [el
viento] poseer el cuerpo»518. En un cuerpo rebosante de vitalidad, simplemente no hay
espacio para que las influencias nocivas puedan penetrar.
En consecuencia, las medicinas griega y china se desarrollaron análogamente en este
sentido: ambas coincidieron en subrayar la prioridad del estado interno del cuerpo. Los
gérmenes de la enfermedad, las hendiduras y las magulladuras, los vientos violentos, y
el frío pueden desde luego herir y matar; pero eran aún preocupaciones secundarias.
Realmente ponían en peligro a aquellos que estaban predispuestos hacia la enfermedad,
sólo perjudicaban a quienes, de algún modo, estaban ya enfermos. Para el flebotomiano,
las pestilencias y las heridas se enconaban únicamente en los cuerpos cargados por el
exceso de comida y la indolencia, en los cuerpos repletos de residuos corruptores; para
el acupuntor, era el vacío de la alidad despilfarrada lo que invitaba a las invasiones del
viento y del frío. En otras palabras, la flebotomía y la acupuntura subrayan la tendencia
de los seres humanos a enfermar, pero difieren en sus concepciones de la disolución.
228

La putrefacción, un fenómeno escasamente mencionado en la acupuntura, domina la


imaginación del cuerpo del flebotomiano. La enfermedad es esencialmente corrupción.
La sangre es la sustancia de la carne sana, pero el exceso de acumulación, en forma de
residuos en los cuerpos letárgicos, indulgentes, alimenta las fiebres y las inflamaciones,
se endurece en tumores monstruosos, se pudre en úlceras pustulosas. De ello se colige la
necesidad de vigilancia constante sobre las plétoras incipientes, la necesidad de sangrías
profilácticas.
Por el contrario, en China, el desasosiego gira en torno a la disipación y la dispersión. El
célebre aforismo de Zhuangzi equipara la vida con la concentración de hálito (qi) («El
qi reunido es vida; el qi disperso es muerte»519), y durante el final del período de los
Reinos Combatientes y los inicios de la dinastía Han emergió una exquisita sensibilidad
acerca de cómo, en momentos de descuido, la vida se escapa literalmente. Los
partidarios del yangsheng, del cultivo de la vida, dieron vueltas acerca de la pérdida de
preciosas esencias vitales en el desenfreno sexual. Pero también sentían huir a la
vitalidad por todos los orificios. Se escurría por los ojos cuando uno se entretenía en
hermosas visiones, y por los oídos cuando uno se perdía en cautivadoras armonías. Los
orificios eran «las ventanas del espíritu vital», y las vistas y los sonidos sacaban ese
espíritu hacia fuera, vaciando el cuerpo, invitando a la dolencia520.
Se trata del deseo, el derrame a raudales de energía vital hacia el objeto deseado. Tanto
en un sentido literal, como figurado, el deseo implica la pérdida de sí mismo; los
recesos en la autoposesión y la merma de vitalidad no son más que las dos caras de una
misma enfermedad. A la inversa, la integridad somática y el autocontrol emocional
convergen en la salud. Tal y como concluye el filósofo Ilan Fei (fallecido en el año 233
a. C.): «Cuando el espíritu no huye hacia fuera, entonces el cuerpo está completo.
Cuando el cuerpo está completo, se le denomina poderoso (de). Lo poderoso se refiere a
la autoposesión (zide)» 521.
Aunque para nosotros los hombres de las figuras 22 y 23 puedan parecernos gruesos –
modelos, estaríamos casi tentados a decir, de a qué no debiera parecerse un cuerpo–, lo
que despliega en realidad
229

su aspecto físico es la promesa del régimen apropiado. Se encuentran demostrando


ejercicios para el yangsheng, para el cultivo de la vida. Debemos ver en ellos no tanto
una panza fofa propia de personas de mediana edad, sino un océano de vitalidad
acumulada en el bajo abdomen. Si recordamos nuestra primera estampa (figura 1),
vemos también en el hombre de la acupuntura la insinuación de la relajada y espaciosa
plenitud.
No obstante, la acumulación quietista evocada por el yogui sentado no representa el
único ideal. Hua Tuo sostiene que «el cuerpo desea ejercitarse (laodong)» y promueve
ejercicios que imitan los movimientos de animales. Pero en este caso el acento se sitúa
en la estimulación del flujo y en conferir flexibilidad al cuerpo. El término daoyin
denota «el arte de hacer flexibles las articulaciones» (liguan zhi shu). Si la auto-
contención constituye una meta, la fluidez ágil constituye otra. Los estiramientos y los
balanceos que aseguran la salud podían también ser demostrados mediante esbeltas
mujeres y modelos cuyas togas aparecen abultadas como si fueran insufladas por brisas
secretas (figuras 24, 25 y 26). La disciplina de la persona no requiere, ni implica, la
muscularidad del hombre de Vesalio.
En el contexto griego, el ejercicio es prácticamente sinónimo de un trabajo extenuante
(ponos [πόνος] ). En ese sentido, Galeno señala: «El término [ponos] me parece que
tiene el mismo significado que ejercicio». Y, de nuevo: «En el cuidado de la salud, el
trabajo figura en primer lugar». El ejercicio y el trabajo confieren el tono al cuerpo e
impulsan la eliminación de desechos; es decir, luchan contra la tendencia hacia los
excesos pletóricos522.
A diferencia de sus homólogos chinos, que se inquietaban por los poros en tanto que
avenidas para la intrusión, los médicos griegos los concebían principalmente como
senderos de excreción, como aberturas para la expulsión de superabundancias. Sus
preocupaciones giraban en torno a los males de la retención, antes que en torno a los
peligros de invasión. De ahí el énfasis de Galeno en la regularidad menstrual. Resultaba
esencial, afirmaba, que «los sexos femeninos, que se encuentran en el interior, al no
entablarse en un trabajo extenuante ni exponerse directamente a la luz solar —ambo
factores conducen al desarrollo de la plétora— tuvieran un remedio
230

IMAGEN! 231
IMAGEN! 232
natural mediante el cual fuera liberada»523. La menstruación es el sustituto de la
naturaleza para la vida activa masculina524. De modo similar, Aristóteles observó que las
mujeres acostumbradas a una vida de trabajo duro (ponetikos bios [ποντικός βίος])
tenían un parto sencillo: «La razón de ello reside en que el esfuerzo del trabajo agota los
residuos, mientras que las mujeres sedentarias poseen una gran cantidad de tal materia
en sus cuerpos debido a la ausencia de esfuerzo, así como al cese de las descargas
menstruales durante la gestación, y acusan los dolores del parto gravemente. Por otro
lado, el trabajo duro procura la ejercitación de la respiración (ho de ponos gymnazei to
pneuma [ο δε πόνος γυμνάζει το πνευμα]) »525
Antes que la tranquila acumulación o la jovial flexibilidad, el ejercicio griego promueve
un físico articulado libre de exceso y un espíritu temperado por el esfuerzo extenuante.
El hálito vital no es algo que debe ser conservado y almacenado, sino vigorosamente
trabajado a través del ardor de la voluntad.
Subyacente a la escisión entre la sangría y la acupuntura hallamos, por tanto, la
diferencia entre los temores a la corrupción y los miedos a la disipación, entre los
temores a la retención y los miedos a la pérdida. Mientras que la medicina griega
enfatiza los beneficios de la menstruación, las hemorragias nasales y las hemorroides en
tanto que medios para anticiparse y aliviar el exceso, los médicos chinos no veían nada
bueno en las hemorragias nasales y en las hemorroides; simplemente trataban de
detenerlas. Y a pesar de que reconocían la necesidad de menstruaciones periódicas,
consideraban la ausencia de sangrías menstruales no tanto como una supresión
peligrosa, como una causa potencial de enfermedades, sino, antes bien, como un signo
de sangre exhausta, como una consecuencia de una merma precedente526.
Diferencias similares oponen las visiones acerca de las relaciones sexuales. La
inactividad sexual en las mujeres, en opinión de Galeno, y la retención de la semilla
femenina resultante podían inducir más daños perniciosos incluso que la supresión de
las descargas menstruales. Podían, por ejemplo, hacer que una mujer se volviera
histérica y se sofocara. Y mientras que algunos hombres se debilitaban indudablemente
por un exceso de sexo, otros «si no tienen
233

unas relaciones sexuales regulares, sienten pesadez en la cabeza, padecen náuseas y


fiebres, y tienen un pobre apetito y una mala digestión». Incluso el filósofo cínico
Diógenes, «conocido por ser el más autocontrolado de todos... se mostraba indulgente
respecto a las relaciones sexuales ya que pretendía liberarse de las inconveniencias
causadas por la retención de esperma»527.
Los vínculos entre sexo y enfermedad despiertan también des-velos en China; pero esas
preocupaciones no giran en torno a las semillas contenidas. Ni los médicos ni los atletas
yoguis promovieron la necesidad del alivio profiláctico. Muy al contrario. Les
preocupaba el exceso de relaciones sexuales, no su ausencia. La vida era concebida
como un recurso finito, ya sea conservado sabiamente hasta el final durante muchos
años de salud o prematura e imprudentemente arruinado. Las semillas suponen las
concentraciones más pu-ras de esa vida y cada porción perdida significa una reducción
de las posibilidades vitales. Ésta es la razón por la que los adeptos a la disciplina sexual
del fangshu estudiaron tan escrupulosamente las técnicas para retener y «retornar» el
semen durante las relaciones sexuales528.
Una patología de la corrupción frente a una patología de la disipación. Las
aprehensiones acerca de la retención y el exceso frente al pavor ante la pérdida y la
falta. Al investigar las motivaciones de la flebotomía y la acupuntura, hemos desvelado
algunos contrastes provocativos. Como siempre, los contrastes son relativos: en China,
los médicos reconocían ciertamente los problemas del exceso y sus homólogos griegos
no ignoraron las enfermedades de la merma. Sin embargo, en conjunto, las intuiciones
acerca de la flaqueza humana en esas dos tradiciones recurren a temores opuestos.
Permítaseme regresar ahora al tema aludido al comienzo de este capítulo, es decir, a la
relación entre la sangre y la respiración.
La flebotomía y la acupuntura parecen diferir ante todo en este punto: la primera trata la
sangre y la segunda, el qi, el hálito vital. Pero esta caracterización es imprecisa. En la
medicina china, la sangre y el qi son esencialmente lo mismo. Por supuesto, los médicos
resaltan de vez en cuando distinciones. Por ejemplo, la sangre posee forma mientras que
el qi es informe; la primera es constructiva,
234

compone la sustancia del cuerpo, y la segunda es protectiva, resguarda de los patógenos


externos. Desde un punto de vista diagnóstico, un mo resbaladizo indica más sangre que
qi, mientras que un mo áspero denota lo contrario. Desde una perspectiva terapéutica
cuando aún se practicaban las sangrías, algunos achaques exigian al médico «drenar
sangre, pero no qi», mientras que para otros era preciso «liberar qi, pero no sangre». Sin
embargo, todo ello supone diferencias en el aspecto, no en la esencia. En última
instancia la sangre y el qi son facetas complementarias de una única vitalidad, sus
manifestaciones yin y yang529.
Las dicotomías tajantes tienden a oponer la sangre y el pneuma en el pensamiento
griego. Para el presocrático Diógenes, la división entre el aire y la sangre refuerza el
contraste entre el placer y el dolor530. En la embriología de Aristóteles, la sangre
femenina procura la sustancia material del cuerpo mientras que el pneuma procedente
del esperma masculino articula la forma del cuerpo531. Aunque las antiguas ideas sobre
el pneuma sufrieron complejos cambios, y aunque la sangre y el pneuma permanecieron
asociados en muchos aspectos, podemos discernir con todo una tendencia gradual hacia
la polarización por la cual la sangre llegó a identificarse con la materialidad pasiva,
corruptible, del cuerpo mientras que el pneuma quedaba vinculado a las actividades y la
esencia del alma532. Sugerentemente, los médicos chinos supusieron que la vitalidad
fluía en una única red de canales, los mo, mientras que la medicina griega segregó muy
pronto la sangre y el pneuma en conductos separados: las venas conducían
principalmente sangre y sustentaban semejantes funciones «vegetativas» como la
nutrición y el crecimiento, mientras que los nervios, repletos únicamente de pneuma,
conducen las sensaciones y la voluntad533. La sangre conducida por las venas se con-
vierte en carne; pero es el pneuma que corre por el cerebro y a través de los nervios el
que transforma la carne casi vegetativa en músculo, en un organon psychicon [οργανον
ψυχικόν], en un instrumento del alma534.
Existen además las arterias, los conductos de una tercera clase, de cuyos movimientos
los médicos adivinaban el pasado, el presente y el futuro de la vida del paciente. Las
aseveraciones sobre la eva-
235

cuación nos permiten ahora reconsiderar tales adivinaciones bajo una nueva luz;
reconsiderar también por qué a los diagnosticadores griegos no les bastaba sólo con los
latidos y las pausas, por qué debían rastrear la arteria en sus contracciones y
dilataciones.
Los seres vivos están calientes, los cadáveres están fríos y conforme cumplen años los
cuerpos de los humanos se vuelven más fríos; fácilmente helados. Desde al menos el
Timeo de Platón, las reflexiones griegas a propósito de la vitalidad vieron una
significación especial en los vínculos entre la vida y el calor535. La preservación d la
vida requiere almacenar una suerte de fuego fisiológico interno, mantener lo que
Aristóteles denominaba como calor innato. El al mento procura el combustible esencial;
sin él, el fuego se extinguiría. Sin embargo, para aquel que estaba bien alimentado el
peligro más inminente era lo contrario. Hasta que uno ha alcanzado la vejez y el calor
innato palidece, una persona necesita una refrigeración constante para evitar
quemarse536. Ésta es la razón por la que se tiene que respirar para vivir. Cuando se
inhala la respiración y se llenan los pulmones, enfría y contrarresta el calor del fuego
innato Cuando la respiración es expelida, saca fuera los residuos calientes y humeantes.
Es precisamente este mismo ciclo de enfriamiento y de eliminación lo que define
también el uso del pulso. En este punto, médicos tan diversos como Erasístrato,
Asclepíades y Galeno concurren: e: propósito de la pulsación es regular el calor
innato537. Si el pulso procura un sensible indicador de la vida humana se debe parcial
mente a que desempeña, por sí mismo, un papel fundamental sal. vaguardando esa vida.
Los movimientos del pulso se asemejan a los movimientos del tórax. Los médicos
griegos imaginaron diminutos poros en las pare. des arteriales que funcionaban como la
nariz y la boca en el sistema respiratorio. La diástole correspondería a la expansión del
tórax: ambos movimientos inhalan aire procedente del exterior y refrigeran el cuerpo.
Por otro lado, la sístole arterial y el declive del pecho en la exhalación se afanan en
expulsar residuos humeantes, expulsándolos fuera. Por tanto, las únicas diferencias
entre la respiración y la pulsación son: (1) mientras que la primera refrigera y purifica
236
el corazón, el pulso cumple con esas mismas funciones para el cuerpo como totalidad; y
(2) mientras que la respiración podría ser alterada por la voluntad —uno podría aguantar
la respiración, por ejemplo, al menos durante un tiempo— las arterias se mueven
involuntariamente538.
El esfuerzo físico y la fiebre incrementan naturalmente tanto el volumen como la
frecuencia de los movimientos respiratorios y del pulso; estos cambios compensan el
aumento de calor y residuos. Específicamente, en relación con el pulso, Galeno señala
que en las gentes que duermen después de comer copiosamente, «el latido expansivo del
pulso es tenue y se hace tanto más bajo como más lento; por otro lado, la contracción se
incrementa en ambos sentidos y pare más rápido que antes y llega más
profundamente»539. Ello se debe a que el proceso digestivo atrae el calor hacia adentro y
porque el desglose de los alimentos produce una gran cantidad de superfluidades que
necesitan ser expelidas. La sístole también se acentúa en los niños, «puesto que la
generación de humores resulta particularmente grande en ellos debido a su crecimiento.
Por otro lado, los ancianos suelen tener una contracción muy lenta y poco profunda
debido a que la fabricación es floja y débil y apenas genera humores, pues resulta
innecesario»540
Las instrucciones de Galeno sobre el posicionamiento de los dedos y la presión sobre
las arterias se dirigen hacia un fin: la aprehensión nítida de la sístole541. Ahora
entendemos por qué. Los dos movimientos de la arteria poseen implicaciones distintas y
separadas542. Si se es incapaz de percibir la sístole, entonces se es sordo acerca de al
menos la mitad del mensaje del pulso. Sería imposible inspeccionar la función cuyas
vacilaciones son responsables de tantas calamidades. Sería imposible juzgar la
eliminación de las superfluidades.
237
Capítulo 6
El viento y el sujeto
Llovía mucho en Tasos hacia la época del equinoccio otoñal y en la estación de las
Pléyades. Caía suave y continuamente, y el viento procedía del sur. Durante el invierno,
el viento soplaba sobre todo del sur; los vientos del norte eran escasos y el clima era
seco. En general el invierno era como la primavera; pero la primavera era fría con
vientos meridionales y la lluvia era poca. El verano era en su mayoría nubloso aunque
no llovía. Los vientos etesios eran ralos y ligeros y soplaban en intervalos dispersos543.

Estas líneas inauguran el diario hipocrático, Epidemias 1. Las imaginamos fácilmente


en el diario de un campesino o en el cuaderno de un farero. Tampoco serían extrañas
como inicio de algún relato Iírico. Inverosímilmente, resulta más difícil leerlas como lo
que realmente son, en tanto que observaciones médicas acerca de los signos del
sufrimiento inminente. Raras veces reparamos ahora en el viento cuando pensamos en la
enfermedad. Las brisas del sur y los suaves vientos etesios no cuentan ya entre las
fuerzas fundamentales de la vida.
No obstante, el viento fue un día una preocupación constante. El agudo sentido de su
influjo a propósito de qué, cuándo y cómo afligen las dolencias, tan llamativas en el
tratado 1 de las Epidemias, reaparece en muchos escritos hipocráticos –en Epidemias 3,
en Aforismos, en Sobre los aires, aguas y lugares, y en los tratados Sobre los flatos,
Sobre los humores, Sobre la dieta, y Sobre la enfermedad sagrada544.
Un invierno húmedo con brisas del sur seguido de una prima-vera seca con vientos del
norte provoca abortos, disentería, oftalmía seca y catarros. Por otro lado, «si el verano
es seco con vientos del norte, el otoño húmedo con vientos del sur, el invierno acarrea
riesgo de cefaleas y de gangrena cerebral». Los ataques epilépticos son propensos «con
cualquier cambio de viento, especialmente cuando
239

es del sur»545 Sin ningún género de dudas, es con estas lecciones en mientes como la
obra Sobre los aires, aguas y lugares cita, como dos de las primeras cuestiones que el
aspirante a médico debe dominar, «el efecto de cada una de las estaciones del año» y
«los vientos fríos y cálidos, tanto aquellos comunes a cada país como aquellos que son
peculiares de una localidad particular»546. Nadie podía pretender conocer el cuerpo sin
conocer los vientos.
Tampoco esta visión es exclusiva de los griegos. En los clásicos de la medicina china,
los vientos (feng) suscitan resfriados y cefaleas, vómitos y calambres, vértigos y
entumecimientos, pérdidas del habla. Y esto sólo es el comienzo. Si una persona es
«herida por el viento» (shangfeng), arde de fiebre. «Golpeada por el viento»
(zhongfeng), otra cae de pronto inconsciente. Los vientos pueden trastornar, incluso
matar. Aunque ahora apenas hagamos responsable al viento de ninguna dolencia,
tradicionalmente los médicos chinos pre-sentían sus estragos por doquier. «El viento es
el patrón de las cien enfermedades», declara el Neijing. Y de nuevo: «Las cien enferme-
dades proceden del viento»547.
La imaginación de los vientos permanece virtualmente invisible en la historiografía de
la medicina. Los índices de los grandes malnuales precedentes –como los de Singer y
Underwood, Neuberger, Garrison, Castiglione, Sigerist, Ackerknecht, Bass y Gordon–
contienen naderías referentes a pelucas y al aceite de gaulteria, el impuesto sobre las
ventanas y a Wong, el coleccionista de proverbios; pero ninguno de ellos menciona el
viento548. Y mientras que los historiadores culturales más recientes han esbozado las
extravagancias de la mente y el cuerpo, de los alimentos y el cuerpo, el cuerpo sexuado,
el cuerpo político, pocos son los que hayan siquiera señalado la existencia, muchos
menos quienes hayan ponderado el significado, de los vínculos que unen al cuerpo con
el viento549.
No obstante, para muchos en el pasado esos vínculos se m fiestan prodigiosamente
potentes y profundos. Los vientos e pían la forma y las posibilidades del cuerpo,
moldeaban los d y los humores, infundían todo su ser a la persona. Los que viven
distritos expuestos a los vientos del norte, señala la obra Sobre los ai-
240

res, aguas y lugares, son «firmes y magros, tienen tendencia al estreñimiento, sus
entrañas son intratables, pero sus torsos se moverán fácilmente... Dichos hombres
comen con buen apetito, pero beben poco... Su carácter es feroz antes que dócil». Al
contrario, aquellos que viven en áreas expuestas a los vientos procedentes del noreste y
del sureste, «poseen una voz alta y clara, y... son de mejor tempera-mento y más
inteligentes que aquellos expuestos al viento del norte»550. De la misma forma, Platón
cita la diversidad de los vientos corno una de las razones principales por la cual
«algunos lugares producen hombres mejores, y otros, peores» y por la cual deben for-
jarse también diferentes leyes para cada localidad. Pues los vientos locales, junto con la
tierra y los alimentos locales, «no sólo afectan a los cuerpos de los hombres para bien y
para mal, sino que también producen estos mismos resultados en sus almas»551
El término chino para las costumbres locales, fengsu, engloba creencias paralelas. De
acuerdo con el Hanshu, el compuesto fengsu contiene la palabra feng, viento, debido a
que la naturaleza de las personas viene literalmente inspirada por el aire que respiran:
«Aunque la naturaleza humana viene enmarcada por las cuatro constancias, algunas
personas son más rígidas, otras, más flexibles, otras, sosegadas, otras, tensas, y sus
voces difieren en el tono. Todas estas cualidades dependen del hálito ventoso (fengqi)
de la región. I ta es la razón por la cual el término para las costumbres (fengsu) Invoca
la noción de viento (feng) »552
La geografía era el destino y el viento el instrumento del sino. En el fengshui, el arte de
«el viento y el agua», los adivinos escrutan el flujo de los hálitos en cada localidad e
indagan los mejores lugareshabitables para los vivos y el mejor emplazamiento de
reposo paralos muertos. Sugerentemente, denominan esos lugares como xue, cavidades
o cavernas, un nombre que recuerda las asociaciones entre los vientos y los huecos de la
tierra553 y que es idéntico al que los acupuntores utilizan para designar los lugares que
perforan con sus agujas para canalizar el flujo de qi. En inglés los lugares de acupuntura
que perfilan el cuerpo en la figura 2 se tildan de «puntos». Sin embargo, el término
original, xue, conjura una visión del cuerpo para el cual los vientos brotan o salen de
orificios estratégicos situados
241

en la piel, al igual que los vientos bufan en las cavernas de la tierra.


Estas observaciones apuntan hacia un aspecto crucial de los vínculos entre el cuerpo y el
viento: tanto en la antigüedad china como en la griega, se supone que los vientos que
soplan alrededor del cuerpo se encuentran relacionados con los hálitos que sustentan la
vida en el interior. Hiraoka Teikichi, Akatsuka Tadashi y otros expertos han señalado
hasta qué punto el discurso sobre el qi, que emergió durante la época de los Reinos
Combatientes, está enraizado en la aún más antigua tradición de meditaciones en torno
al viento554. De hecho, incluso en la dinastía Han, los términos feng y qi eran a menudo
intercambiables. «El viento es qi» (fu feng zhe, qi ye), glosa Wang Chong; y, a la
inversa, el Neijing explica que «lo que se entiende por qi saludable (zhengqi) es un
viento saludable (zhengfeng)»555. En la Grecia clásica, la intimidad entre el viento y el
hálito aparece incluso de manera más evidente: el mismo término, pneuma, sirve para
evocarlos. Cuando el coro canta a propósito de Antígona: «Aún de idénticos vientos /
las mismas ráfagas su alma dominan», habla simultáneamente de los vientos externos
que impulsan los destinos y de los bruscos virajes de las pasiones internas556.
Así, pues, las meditaciones acerca de la vida humana fueron en un tiempo del todo
inseparables de las reflexiones en torno al viento. Pero en la actualidad tendemos a
olvidarlo: un profundo olvido separa el presente del pasado, y la exquisita sensibilidad
antigua hacia el viento se nos antoja ahora como un sueño extraño y distante. Ya no
poseemos una receptividad inmediata para la experiencia vi-tal que el viento refleja.
Cuando nos disponemos a indagar en la imaginación de los vientos en la antigüedad
sólo podemos estar seguros de esto: la historia del cuerpo es, en última instancia, una
historia de los modos de habitar el mundo.
¿Qué suerte de mundo era aquel en que los cuerpos estaban tan afectados por el viento?
¿Y cómo pudo la creencia en la influencia del viento, compartida en otro tiempo tanto
por los médicos griegos como por los chinos, asociarse a las divergentes concepciones
del cuerpo que se desarrollaron en la medicina griega y china? Las son las vastas
cuestiones que definen el esquema del capítulo final de nuestra investigación.
242

¿Qué es el viento?

De los múltiples enigmas que envuelven al viento, el de su identidad es quizás el más


desconcertante. Oímos hablar de vientos que producen ataques, parálisis y locura, se nos
dice que dan forma a cuerpos y a mentes, y no podemos sino preguntarnos: ¿qué es el
viento? A menudo, los vientos que soplan en los textos antiguos re-suenan como los
vientos que hoy reconocemos.
Soplará el viento del este?» .Soplara el viento del oeste?» «¿Se levantará un viento
destructor?» «¿Provocará el viento lluvia mañana?» Semejantes interrogantes son
recurrentes en las inscripciones
chinas más antiguas, las preguntas de los adivinos Shang que datan del siglo XIII a. C.
La referencia a la lluvia insinúa un interés fascinante: el viento es clima y el clima, en
última instancia, viento. Los lingüistas nos informan de que la palabra inglesa
«weather» [clima] se deriva de la raíz indogermánica we, «soplar». Los vientos pueden
acarrear lluvias revitalizadoras para los cultivos o cubrirlos de gélida escarcha, pueden
provocar tormentas que conviertan las batidas de rara en peligrosas o permanecer en
calma y causar abrasadoras sequías. La lluvia, el hielo, las tormentas y las sequías
pueden decidir la hambruna o la prosperidad de millones de personas, incluso en la
actualidad. En el pasado, cuando la vida dependía aún más peligrosamente de
actividades sensibles al clima como la agricultura, la y la pesca, parece natural que el
viento pudiera inspirar temor.
Temor es el término exacto. Los vientos de la dinastía Shang no eran meros
movimientos de aire, sino presencias divinas. Los sacrificios solicitan su advenimiento
o su retirada. Y la dirección desde la cual soplan era también crucial: las direcciones
cardinales jalonan diferentes moradas espirituales imbuidas con distintos poderes, y los
vientos que surgen de ellas gobiernan las metamorfosis del mundo557. Cambian su
dirección, y la caza otrora abundante escasea; vuelve a cambiar, y la batalla perdida se
convierte en victoria.
Los monarcas de la dinastía Shang debían permanecer siempre alertas ante esa
dinámica. «¿Debe el rey cazar en el este?» Ya se trate de reales expediciones o de
partidas de caza, el destino de todas las nades gira en torno a la orientación oportuna.
«Debe el rey ini-
243

ciar su gira en el norte?» «¿Encontrará el rey un gran viento en la caza de hoy?» Cazar
al oeste cuando debería hacerse en el este podía ser, cuando menos, estéril, si no fatal.
Por otro lado, de un monarca que presumiblemente prestaba atención a los oráculos se
nos cuenta: «Hoy, el rey cazó en el este, y así capturó tres verracos»558
Las épocas posteriores hablarán menos de dioses, pero permanecerá una sensación de
asombro. Soplan las brisas primaverales y, de pronto, los insectos comienzan a
revolotear, los caballos y las reses son sacudidos por la urgencia de aparearse559. El
Huainanzi se maravilla ante las obras del viento, ante su dimensión y su eficacia sin
esfuerzo:
Cuando llega el viento de primavera, caen suaves lluvias que nutren las miríadas de cosas... Las hierbas y
los árboles se abren y florecen, y los pájaros y los animales se reproducen. Todo esto se lleva a cabo y
aún no se percibe el esfuerzo. El viento de otoño trae el hielo, la retirada, el declive... Las hierbas y los
árboles se repliegan en sus raíces, los peces y las tortugas se apiñan en la profundidad de las aguas. Todo
se reduce a una desolación informe; sin embargo, no se percibe el esfuerzo560.

Un día nos deleitamos ante un mundo de maravillosos colores y sutil abundancia y al


día siguiente nos enfrentamos a una inclemencia gris y estéril. Tenemos a nuestro lado
un amigo que hace un año contemplábamos reír contento, vigoroso; ahora sólo vemos la
sombra de una persona demacrada, desdibujada, al borde de la
muerte. ¿Cómo ocurren tales cosas? Muchos rebuscaron el secreto en el viento.

Los vientos anticipaban el cambio, ejemplificaban el cambio, provocaban el cambio,


eran el cambio. Presagiaban la expansión y el declive del carisma imperial561, alertaban
sobre guerras y hambrunas inminentes. De entre las obras de He Xiu, la gran autoridad
de la dinastía Han acerca de la obra Anales de las primaveras y otoños, se encuentra un
comentario sobre el fengzhan, la adivinación por medio del viento562; y el historiador
Sima Qian describe cómo el adivino
Wei Xian interpretó los vientos en el crepúsculo del primer día del nuevo año:
244

Si el viento procede del sur, habrá una gran sequía. Si procede del suroeste, una sequía menor. Si procede
del oeste, se producirán sublevaciones militares. Si procede del noroeste, los brotes de soja madurarán
óptimamente, las lluvias serán escasas y se moverán las tropas. Si procede del norte, la cosecha será
regular. Si procede del noreste, una cosecha excepcional. Si procede del este, inundaciones. Si procede
del sureste, habrá epidemias entre las gentes y la cosecha será mala...563
En consecuencia, los vientos poseen la clave de las cosechas ricas y (le las fatales
hambrunas, de las inundaciones y las epidemias, de la guerra y de la paz. Y más aún:
Wang Chong relata que sus contemporáneos rastreaban su dirección y su momento con
el fin de pronosticar los humores cambiantes de la población e, incluso, con el propósito
de predecir las fortunas individuales564.
Los enigmas de la mutabilidad fueron siempre centrales en la fascinación por el viento.
En la tragedia griega, el viento encarna regularmente los caprichos de la suerte, en tanto
que hálito de los dioses inmortales que altera el destino. «¡Necios!», enseña Teseo en
Eurípides, «Instruíos en los padecimientos del hombre».

Las dificultades constituyen nuestra vida. La fortuna viene


Con prontitud para unos, con tardanza para otros; algunos
La gozan ahora. Su dios se deleita.
No sólo es honrada por el desventurado
En la esperanza de días mejores, sino que los afortunados
La exaltan también por temor a perder el viento565

Aquellos que gozan de una apacible singladura se muestran in-quietos ante la


posibilidad de perder el viento, mientras que los me-nos afortunados esperan poder
atraparlo. Para ambos, el carácter pneumático de la vida convierte en frágil toda
felicidad, en insegura toda paz. En cualquier momento un «cambio de dirección del
viento» puede transformar la fortuna en infortunio566
A la interpelación de Teseo acerca de cómo pudo surgir la guerra entre dos antiguos
aliados, Edipo contesta,
245

Queridísimo hijo de Egeo, sólo a los inmortales


Dioses no Ies llegan ni la vejez ni la muerte.
Todo lo demás el omnipotente tiempo lo arrasa.
Se agota el vigor de la tierra; brota la deslealtad.
E imperceptiblemente varía el viento
Entre un hombre y su amigo, entre dos ciudades.
A unos antes y a otros después,
Sus placeres enferman; o vuelve el amor567.

E imperceptiblemente varía el viento. Los amantes se despiertan una mañana y


descubren que su ardor se ha enfriado inexplicablemente. Por alguna razón, antes de
darse cuenta de ello, los amigos íntimos se tornan desconfiados. Las durante años
abundantes lluvias se secan abruptamente. De noche, un pueblo pacífico se vuelve
sediento de sangre. Las meditaciones sobre los oscuros orígenes de semejantes cambios
se sitúan de nuevo en el secreto de los vaivenes del viento.
Estos cambios de viento –entre ciudades aliadas, entre amigos y amantes– son por
supuesto metafóricos. Sin embargo, para apreciar en su plenitud toda la fuerza de la
metáfora debemos introducirnos de nuevo en un mundo en el cual los vientos se sienten
aún como poderes inmanentes, como vívidas presencias. Al enviar justas brisas, al
insuflar vendavales, al detener el viento totalmente, los dioses podían transportar a los
marineros lejos de casa, o ahogarlos, o dejarlos a la deriva, sin rumbo –tal y como nos
recuerda la Odisea.
Eolo, guardián de los vientos, suministra a Odiseo un enorme saco lleno de vientos
tormentosos para su viaje de regreso a casa. Los hombres de Odiseo, sospechando que
el saco contiene oro y plata, lo abren desatando así un huracán que los arrastra lejos de
su rumbo568. Los hombres de Odiseo se comportaron quizás neciamente, pero, en cierto
sentido, no andaban muy equivocados: el saco con-tenía de hecho un tesoro, el más
valioso para un marino -viento, la fortuna misma.
«¿Soplará el viento del este?», se preguntaban los chamanes Shang. «Soplará el viento
del oeste?» Ese verano, observa el tratado 1 de las Epidemias, los vientos etesios fueron
escasos, suaves y so-
246

plaron a intervalos dispersos. Los poetas que comparaban los bruscos virajes de las
pasiones con los cambios de dirección del viento vivían junto a los marineros cuyas
vidas giraban con el viento, junto a los adivinos y los médicos que creían que los
vientos traían la fortuna y el infortunio, la salud y la enfermedad.
Nos preguntábamos acerca de las fuentes de la preocupación médica por el viento.
Hallamos atisbos de una respuesta en las aseveraciones sobre el cambio. Por un lado, el
estudio de la enferme-dad es el estudio de los estados alterados; por otro, tal y como lo
resumen los comentarios chinos, «el viento es transformación» (feng hua ye). Heródoto
observa que los egipcios están sanos porque sus estaciones no cambian. «Pues es
probable que la gente sea sacudida por las enfermedades durante los cambios; cambios
de cualquier índole, pero, en especial, cambios de estaciones.»569
La historia del viento y del cuerpo es la historia de las relaciones entre el cambio y el ser
humano.

El viento y el hálito

Cómo se logra que una población ame el bien y siga el recto camino de la virtud? El
pueblo puede ser impredecible. Una semana está dominado por la furia de la revolución,
y la siguiente acepta hasta las más modestas reformas. Un año rechaza los viejos valores
porque son viejos, y una década después abraza los viejos valores porque son viejos.
Todos los gobernantes deben resolver los entre-
silos de semejantes giros.

Ji Kangzi preguntó a Confucio acerca del gobierno: «¿Qué pensaría si, para acercarme a los que poseen la
Vía, aniquilo a los que no siguen la
Via?».
Confucio contestó: «En la administración de vuestro gobierno, ¿qué necesidad tiene usted de matar?
Desead el bien, y el pueblo será bueno. La virtud del hidalgo es como el viento; la virtud del pueblo llano
es como la hierba. El viento sopla sobre la hierba y la hierba se doblega»570.
247

El Huainanzi se maravillaba ante la eficacia sin esfuerzo del cambio estacional, ante
cómo los vientos podían vestir la tierra entera con deslumbrantes colores o teñirla de
apagados marrones y grises,
todo ello sin rastro de fatiga. La visión del gobierno de Confucio refleja unos instintos
similares a propósito del cambio en el corazón
humano, acerca de lo que hace que el pueblo vire del mal hacia el bien. No se trata de la
fuerza bruta o del temor. Una lógica más espiritual, es decir, más aérea, gobierna su
corazón. El gobierno de los hombres no es tanto una cuestión de coerción o de
intimidación como de influencia, suave e indirecta.
Una manera muy similar a como la música conmueve al corazón. El Clásico de las
odas, la más antigua colección de poesía china, se inaugura con una sección
denominada Guofeng, literalmente «Aires de los países». Ése es otro de los significados
principales del término feng: canciones, aires. La danza ritual estaba dirigida por los
ocho tonos y los ocho aires (bafeng) . La música comprendía las «cinco notas, las seis
flautas tonales, los siete tonos, los ocho aires y las nueve canciones»571.
Los gobernantes conocían al pueblo en función de las canciones que éste cantaba.
Cuando el príncipe Ji Zha del reino de Wu sitó a Sun Muzi le pidió que sus cantantes
interpretaran canciones de cada uno de los países. Tras el recital, consideró que los aires
del país de Zheng eran demasiado refinados y profetizó que Zheng perecería pronto,
mientras que juzgó que las canciones del país de Qi eran «grandes aires» (dafeng) que
daban voz a un Estado con fantásticas posibilidades572. Presumiblemente, Ji Zha
discernió en los aires de los diferentes países los sentimientos y los humores de los
pueblos que los cantaban. El texto Lüshi chunqiu observa al respecto: «Si se escucha la
música [de un país], se conocen sus costumbres' (feng) Examinando esas costumbres, se
conocen sus aspiraciones (zhi) y escrutando esas aspiraciones, se conoce su virtud: si es
emergente o decreciente, si [el pueblo] es prudente o necio, sabio o mezquino. Todo ello
se manifiesta en la música y no puede ser ocultado»573.
Sería posible traducir este último pasaje alternativamente: «Al escuchar la música de un
país se conoce su disposición (feng) ». Los ai-
248

res, la disposición, las costumbres, todo ello expresa el espíritu de un lugar. Todo ello
emerge de los vientos locales.
Los aires musicales eran también feng dado que influían y transformaban, puesto que
alteraban los sentimientos y los comportamientos. De nuevo, la clave consiste en la
dirección: «Por medio de los aires (feng), los superiores transforman a sus inferiores, y
por medio de los aires, los inferiores satirizan a sus superiores. La cuestión principal
reside en su estilo, pues el reproche es insinuado ingeniosamente. Pueden ser
pronunciados sin ofender y basta escucharlos para hacer que el pueblo sea circunspecto
en su conducta. Ésta es la razón por la que se les denomina feng»574.
Los Guofeng fueron compilados por vez primera, de acuerdo con Io relatado en el Gran
prefacio al Clásico de las odas, porque «la Vía real había declinado y la conveniencia y
la justicia habían sido abandonadas»575. Se recopilaron aires apropiados con el fin de
salvar el país reorientando sus actitudes, modificando sus conductas. El Segundo
prefacio añade que «los aires se originaron como medios para transformar (feng) el
imperio y regular las relaciones entre el marido y la esposa». A la hora de modificar los
usos (yifeng yisu), exclama Confucio, nada supera a la música576.
No obstante, fue Zhuangzi en sus meditaciones acerca de «la música del cielo» quien
ofreciera quizás el sumario más elocuente de la Interacción entre viento, música,
sensación e identidad humana:

El Gran Terrón (la tierra) expele hálito y su nombre es viento. Mientras no arriba, nada pasa. Pero cuando
arriba, entonces las diez mil oquedades comienzan a aullar salvajemente. ¿Acaso no las oyes o es que se
han ahogado? En los bosques de las montañas que flamean y se balancean, se encuentran gigantescos
árboles de miles de palmos de circunferencia cuyas oquedades y aberturas son como narices, bocas,
oídos, cántaros, copas, grietas., ranuras. Braman como olas, silban como saetas, suenan a chillidos,
resuellos, lamentos, gemidos, quejidos y aullidos, y los que están delante exclaman ¡yeee! y los que están
detrás exclaman ¡yuuu! Si sopla una brisa apacible, contestan suavemente, pero cuando arrecia el
vendaval, el coro es gigantesco. Una vez pasado el viento furioso, todas las oquedades quedan
nuevo silenciosamente vacías.
249

Zhuangzi califica esta sinfonía de viento que se precipita por entre las oquedades de
«música de la tierra». Pero esta música terrestre reitera «la música del cielo», la música
silenciosa del sujeto pneumático:
Alegría y cólera, pesadumbre y contento, ansiedad y lamentos, volubilidad y temores, impulsividad y
extravagancias, indulgencia y obscenidad, todo esto surge cual música procedente de las oquedades o cual
hongos de la humedad. Se alternan día y noche ante nosotros, pero ignoramos de dónde brotan...
Sin ellos (los sentimientos arriba mencionados) no habría yo. Y sin yo, ¿quién los experimentaría?
Estamos muy cerca. Pero ignoramos qué los produce577.

Primero, los vientos de persuasión moral, los aires que rectifican el corazón, y ahora, la
música celeste del júbilo y la tristeza. Todos ellos indican una fluida, etérea existencia
en un fluido, etéreo mundo. Un ser vivo no es sino una concentración temporal de hálito
(qi) mientras que la muerte sería la dispersión de ese hálito578. Hay un yo, nos asegura
Zhuangzi, un sujeto. Pero ese sujeto no es ni una resplandeciente alma órfica
aprisionada en la oscuridad de la materia, ni una mente inmaterial enfrentada al cuerpo
material. No está anclado ni en la razón ni en la voluntad, es un sujeto sin esencia, el
lugar de los humores y de los impulsos cuyos orígenes se sitúan más allá del cálculo, un
sujeto en el cual emergen espontáneamente, por sí mismos, pensamientos y sensaciones
como los vientos que soplan a través de las oquedades de la tierra.

Los antiguos escritores griegos también aluden a la inseparabilidad del respirar y el ser.
Los héroes homéricos repletos de súbitas pasiones y energía «respiran menos»579; en
Esquilo, los guerreros en el campo de batalla «respiran Ares».
Hasta cierto punto, estas imágenes expresan observaciones familiares, cotidianas:
conocemos la pintura a grandes rasgos de aquellos apremiados a esfuerzos
extraordinarios, el espasmódico empuje de la gente abrumada por la emoción. Sin
embargo, Ruth Padel
250

ha señalado con astucia la ambigüedad de esas frases, cómo «a menudo resulta


imposible para un oyente conocer de dónde fluye el hálito de la emoción y, en
consecuencia, dónde se encuentra su
fuente».
Cuando Esquilo habla de un hombre «respirando Ares», podemos entenderlo como
«respirando una rabia belicosa» e imaginar que la respiración que el guerrero inhala en
la batalla «es» el dios-guerra. Más tarde, en la misma obra, Casandra contempla la casa
respirando phobon («derramamiento de sangre»).

Pero en otra obra, los «hálitos de Ares» aparecen como si pasaban de los dioses a los
hombres, arrasando la ciudad, empujando a los sitiadores. Alguien está entheos
(poseído) con (o por) Ares. Teniendo en cuenta las resonancias griegas de la posesión
como penetración de un hálito divino, esto sugiere que Ares respira en el guerrero580

En tragedia clásica, la palabra pneuma se refiere con más frecuencia al viento que a la
respiración. «El invierno llega con afilados vientos», canta el coro en Suplicantes de
Esquilo. «El curso del viento varía», dice la Creúsa de Eurípides581. Pero casi siempre,
los vientos evocados en ese sentido están ligados al curso de las vidas humanas, a las
vicisitudes de la fortuna, a los pensamientos cambiantes de la gente, al flujo de los
sentimientos. Padel señala: .Cuando su coro (el de Euripides) alaba a Electra por un
piadoso cambio de actitud, dice, "tu pensamiento ha variado de nuevo con Ia brisa".
Peleas piensa que Menelao debiera haber ignorado la partida de Helena: "Pero sin
alentar tu pensamiento en esa dirección". Menelao era desde luego el timonel de su
pensamiento, pero además había vientos reales a su alrededor»582.
Éste es quizás el rasgo más llamativo del discurso antiguo sobre Ios vientos –la notable
holgura de lo que ahora se nos antoja como límites firmes, la vaguedad de la división
que separa los flujos externos y la vitalidad interna, los vientos y la respiración.
Pero éstas son las palabras de poetas y filósofos. Cabría esperar
251

más rigor por parte de los médicos. Y, de hecho, el tratado hipocrático Sobre los flatos
establece distinciones: el pneuma en el interior del cuerpo es denominado respiración
(physa) ; en el exterior del cuerpo, aire (aer); y, por último, la circulación de este aire es
viento (anemos). Pero la verdadera cuestión en es obra consiste en afirmar la unidad del
pneuma externo e interna del viento y la respiración, y en culpar a las alteraciones en su
flujo, de provocar todos los padecimientos. Al mismo tiempo que describe las
aflicciones que emergen de la respiración bloqueada dentro; del cuerpo, la obra se
muestra elocuente acerca de cómo el pneuma cubre el cielo y la tierra, acarrea el verano
y el invierno, guía incluso el curso del sol y de los astros583.
Sin duda, algunos han juzgado el texto Sobre los flatos como una, obra sofística, más
notable en cuanto al lucimiento retórico que en cuanto a su relevancia médica; puede
que no sea la mejor de las pruebas584. Consideremos, pues, el texto Sobre la enfermedad
sagrada, uno de los tratados hipocráticos más admirados. Rechaza las causas
supernaturales, argumenta a favor de las disecciones post mórtem, y como cualquier
otra obra hipocrática se aproxima a la influyente noción de nervios repletos de pneuma.
El aire inhalado por medio de la boca y la nariz, describe el tratado, fluye en primer
lugar hacia el cerebro y provoca la inteligencia; tras viajar desde el cerebro hasta las
venas, media por el movimiento de las extremidades. Ésta es la razón por la que cuando
las flemas obstruyen el paso del aire por las venas una persona pueda perder la
capacidad de habla o sufrir convulsiones585. De acuerdo con este escrito, los ataques
epilépticos, popularmente atribuidos a posesiones divinas, surgen realmente del aire
bloqueado.
El término utilizado aquí para referirse al hálito bloqueado no es, de hecho, pneuma
sino aer, un pequeño detalle pero que resulta digno de ser mencionado pues las mismas
historias que reclaman el papel pionero de ese texto en el desarrollo del pneumatismo
griego desdeñan regularmente los pneumata que el propio tratado denomina pneumata.
Rara vez tienen en cuenta el hecho de que el tratado le otorga tanta relevancia a la
influencia del viento como al flujo de la respiración interna.
252
El aire bloqueado cuenta sólo para los síntomas inmediatos. En última instancia, la
epilepsia y otras enfermedades vienen producidas por «materias que entran y salen del
cuerpo, el frío, el sol y los siempre cambiantes vientos». Los achaques ocurren las más
de las veces

cuando el viento es del sur; menos cuando es del norte, menos aún cuando procede de cualquier otra
dirección; pues los vientos del sur y del norte son los vientos más fuertes y los más opuestos en dirección
y en influencia.
El viento del norte precipita la humedad en el aire de suerte que los elementos nublosos y húmedos se
segregan dejando la atmósfera clara y briIlante. Trata de manera similar al resto de vapores procedentes
del mar o de otras extensiones acuosas, destilando de ellas los elementos húmedos y oscuros. Produce lo
mismo en los seres humanos y es, en consecuencia, el viento más saludable.
El viento del sur posee justo el efecto contrario. Comienza vaporizando la humedad precipitada pues, por
lo general, al principio no sopla con demasiada fuerza. El período de calma se produce debido a que el
viento no puede absorber inmediatamente la humedad contenida en el aire, la cual es previamente densa y
coagulada, pero la afloja con el tiempo. El viento del stir tiene el mismo efecto sobre la tierra, el mar, los
ríos, los manantiales, los pozos, y cualquier cosa que se crece y contiene humedad. De hecho, todo
contiene humedad en mayor o menor grado y por tanto todas esas cosas sienten el efecto del viento del
sur y se vuelven oscuras en lugar de brillantes, cálidas en lugar de frías, húmedas en lugar de secas. Los
tarros en las casas o en las bodegas que contienen vino o cualquier otro líquido se ven influidos por el
viento del sur y cambian su apariencia. El viento del sur hace también que el sol, la luna y los astros sean
más apagados que de costumbre.
Al contemplar que semejantes cuerpos enormes y poderosos son subyugados y que el cuerpo humano está
hecho para sentir y padecer los cambios de viento, se sigue que los vientos del sur relajan el cerebro y lo
vuelven fláccido, al tiempo que aflojan los vasos sanguíneos. Los vientos del norte, por su parte,
solidifican la parte saludable del cerebro mientras que cualquier parte mórbida es segregada y forma una
capa fluida en torno al exterior586.
253

Cito este pasaje en su integridad porque ilustra los dos aspectos más sobresalientes de
cómo los médicos griegos percibían el viento. El primero de ellos es la atención
prestada a las brisas del norte y del sur. La gran mayoría de las múltiples observaciones
acerca de los vientos contenidas en Sobre la enfermedad sagrada, en los tratados 1 y 3
de las Epidemias, y en Sobre los aires, aguas y lugares conciernen a aquellos que
soplan del norte o del sur; la presencia de otros vientos es mucho menor (los del este u
oeste, o los de las direcciones intermedias). Los vientos del norte y del sur son, como
hemos visto, los más fuertes y los más opuestos en influencia. Tan estrecho es su
supuesto vínculo que el tratado Sobre los humores asevera la posibilidad de predecir la
llegada de vientos del norte o del sur a partir de las enfermedades predominantes587.
Esta característica está en relación con el segundo aspecto del análisis pneumático
griego, esto es, su fundamentación en la dialéctica de cualidades588. El viento del norte
es frío y seco mientras que el viento del sur es cálido y húmedo. El propio Homero
denomina al viento del norte Aithregenetes , «aquel que crea un cielo despejado»: barre
las nubes589. Por el contrario, el propio término para el viento sur, notos, evoca la
humedad, notis590. El autor de Sobre la enfermedad sagrada es inequívoco a; propósito
de las consecuencias de esas diferentes cualidades: el viento del norte es saludable
mientras que el del sur engendra enfermedad591.
Los vientos del norte son saludables porque logran que el cuerpo sea más seco, más frío,
más firme; los vientos del sur, a su ve producen flaccidez. Las brisas cargadas de
humedad proceden del sur convierten el aire en neblinoso, añublan el sol, la luna, 1os
astros. Empañan hasta los líquidos almacenados en las tinajas. No de extrañar, pues, que
afecten de modo similar al cuerpo, y no só al cuerpo, sino también a la mente. El autor
de Sobre los aires, a y lugares, recordémoslo, creía que el frío tonificante había hecho:
los europeos no sólo más fuertes y más viriles que a los húmedos afeminados bárbaros,
sino también más perspicaces.
En otras palabras, la oposición entre las brisas del norte y del pertenecía a la madeja de
asociaciones que vinculaba lo húmedo con
254

lo débil, lo fláccido y lo estúpido, con lo nublado, el exceso, la putrefacción. Los cálidos


y húmedos vientos del sur eran los vientos que hacían blandos y enfermizos a los
bárbaros; y eran también los vientos de la pestilencia592. Teofrasto, por su parte,
discernió los efectos contrarios del aire seco y húmedo en la disparidad intelectual que
separa a los humanos de los animales: «El pensamiento... viene causado por el aire puro
y seco; ya que una emanación de humedad inhibe la inteligencia; por esta razón el
pensamiento disminuye durante el sueño, la borrachera y el exceso. Que la humedad
disipa la inteligencia queda probado por el hecho de que otras criaturas vivientes son
inferiores en intelecto debido a que respiran el aire procedente de la tierra y toman para
sí sustentos más húmedos»593. Los humanos son más inteligentes porque sus cabezas se
encuentran más alejadas de la húmeda tierra, porque inhalan un aire más seco.
Así, pues, en la medicina griega los vientos transformaban no en tanto que una fuerza
especial, independiente, sino en virtud de su sequedad o humedad, su calidez o frescura.
Dado que todas las cosas estaban gobernadas por la dialéctica de lo seco y lo húmedo,
lo caliente y lo frío, las brisas del norte y del sur inducían cambios irresistibles,
permanentes –en las gentes, en la tierra y en el mar circundante, no sólo en el cuerpo
humano, sino incluso «en los enormes y poderosos cuerpos» como el sol, la luna y los
astros.
En definitiva, el hecho de que el calor y la humedad fueran producidos por el viento sur
es accidental: el encuentro no se produce tanto entre vientos y cuerpos, sino entre sus
cualidades definitorias (la inmersión en algo cálido y húmedo, por ejemplo, o en algo
fresco y seco). Los vientos del sur hacían que la visión fuera brumosa, nublaban la
mente, propagaban languidez en las articulaciones. Y producían estos efectos no ya
invadiendo directamente los ojos o el cerebro, sino de un modo más tortuoso: su calidez
húmeda distendía los vasos sanguíneos y la carne, y hacía que vapores húmedos
emergieran y ocuparan la cabeza, hincharan el cuerpo. Los vientos dañaban calentando
o enfriando, secando o humedeciendo. Aunque notables en cuanto al grado de su
influencia, los vientos cálidos, húmedos del sur eran sólo una entre las muchas causas
que hacían ir las cosas decayeran.
255

Este esquema de vientos y cualidades continuó conformando más allá de Hipócrates, la


imaginación de la presencia corporal el mundo. Explicaba, por ejemplo, la prevalencia
de los catarros invierno –el descenso de flema desde el cerebro a la nariz, la g ganta y la
boca–. Pues «la frialdad comprime el cerebro», observaba Lazarus Rivière, «y distiende
los humores allí contenidos, como una esponja estrujada con la mano. Tal cambio se
produce a menudo en invierno y en especial con ocasión de súbitas alteraciones del aire:
como cuando un viento sur, húmedo y caliente, se transforma en viento del norte frío y
seco»594. También siguió siendo básico para la concepción de la constitución local. Así,
de acuerdo con Jean Bodin (1530?-1596), los norteños eran robustos debido que «los
vientos que soplan del sur son cálidos y húmedos; y los del norte, fríos y secos». De la
misma forma, Montesquieu (1689-1755) opinaba que la oposición entre el frío norte y
el cálido sur dividí a los guerreros fuertes, enérgicos, de las disposiciones fláccidas,
sibaríticas595.
Los vientos se presentan de un modo bastante diferente en medicina china. Para los
médicos chinos, el viento representa menos un distante excitador de enfermedades,
incitador de desequilibrios dentro del cuerpo, que la enfermedad en sí, un invasor ajeno.
Penetra en el interior del cuerpo y perjudica por intrusión. Cuando ataca la piel, puede
producir resfriados, cefaleas, una fiebre ligera; cuando escarba más profundamente,
forja sufrimiento más intolerables, más violentos. Los vientos procedentes de las cuatro
direcciones formaban, además, un conjunto indivisible. En medicina china, las brisas
del norte y del sur no poseen más influencia que los vientos procedentes del este o del
oeste, pues los de cualquier dirección podrían sustentar o perjudicar. Así, aunque a
menudo el viento atacaba a la par con el frío, o el calor, o la humedad, se lo consideraba
básicamente como una fuente independiente de enfermedades. Los vientos jamás fueron
agrupados e función de su temperatura o humedad. Se temía al viento en tanto que
viento.
Sin embargo, ¿qué significaba realmente temer al viento en tan-
256

to que viento? ¿Dónde residía el peligro del viento si no era en su frialdad o calidez, en
su humedad o sequedad? Las imágenes recurrentes del ataque y la intrusión recuerdan
los temores arcaicos ante la furia demoníaca, la posesión violenta por espíritus
vehementes. Y ello formaba a buen seguro parte del sentido de esa amenaza del viento
en la China antigua; las corrientes que lastimaban eran denominadas xiefeng, vientos
malignos. Uno tiende a imaginar malignas influencias volantes.
No obstante, el Neijing nunca habla de hecho sobre demonios en conexión con el
viento. Ni tampoco la subsiguiente literatura médica: la nosología influyente de Chao
Yuanfang, el Zhubing yuanhou lun (610), se inaugura con un extenso repaso en torno a
las aflicciones del viento y, cerca de un milenio más tarde, la obra enciclopédica Gujin
tushu jicheng inicia su exposición de las causas de la enfermedad con no menos de ocho
juan o secciones (más de setecientas páginas de la edición original) dedicadas a los
desórdenes causados por el viento, de lejos la sección más larga sobre cualquier
patógeno. Desde la dinastía Han hasta la Qing, los escritos chinos asignan
consistentemente un papel especial, dominante, al viento en el sufrimiento humano.
Pero no porque los vientos sean dioses. Sea cual sea el tipo de asociaciones populares
del viento con el mundo de los espíritus, los tratados médicos formales se concentraron
en un peligro diferente.
Las divinidades del viento de la dinastía Shang podían hacer que uno enfermara. Ésta es
la razón por la cual los chamanes Shang llevaban a cabo sacrificios con el fin de
apaciguarlos596. Con todo, no parece que este fuera el motivo principal: lo que hacía que
el apaciguamiento resultara tan urgente era, más bien, la inmensa influencia del viento
sobre los cultivos, la caza, el gobierno. En cuanto a la enfermedad, la mayoría de las
referencias Shang inculpan a la venganza de ancestros infelices597. Gran parte de las
fiebres, cefaleas y otros achaques resultaban de las maldiciones de los antepasados.
«Adivinación a propósito de la infección de un diente. ¿Acaso debemos celebrar una
fiesta por Fuyi?» «Zumbido en los oídos.
Acaso debemos sacrificar cien ovejas al Ancestro Geng?» El diagnóstico procuraba
descubrir al disgustado ancestro, ya fuera Fuyi, el

257

ancestro Geng o algún otro; la prevención y el tratamiento exigían rituales para disipar
la insatisfacción del muerto.
Durante la era de las Primaveras y Otoños, comenzamos a entrever otros énfasis. ¿Por
qué enferman las personas? El médico Yi He (siglo VI a. C.) ignora los ataques
demoníacos y, en su lugar, señala como culpables a estas seis causas: el yin, el yang, el
viento, la lluvia, la oscuridad, la luminosidad. Todas estas, nos dice, son necesarias para
el funcionamiento del mundo, pero en exceso resultan perjudiciales. Demasiado yin
produce enfermedades frías, demasiado yang, fiebres; el viento sacude las
articulaciones, la lluvia, el abdomen; la oscuridad induce espejismos y la luminosidad,
desórdenes de la mente598. Así, pues, aunque Y He reconoció peligros propios del
viento, no privilegió su amenaza. En tanto que causa de enfermedades, el viento era
meramente una entre seis599.
Sólo con el Neijing lo encontramos destacado, por vez primera en la historia, como «el
comienzo de las cien enfermedades». Las pruebas existentes sobre la medicina Shang y
Zhou son escasas, por supuesto, por lo que en sí el argumento a partir del silencio
resulta frágil. Con todo, hay otra razón más poderosa para la supuesta novedad del
énfasis en el viento que aparece en el Neijing. Y tiene que ver con la propia definición
del mal del viento.
No todos los vientos implican perjuicio. La etiología del viento contenida en el Neijing
y en la subsiguiente literatura médica se decantó por la división que oponía los vientos
«correctos» o «plenos (zhengfeng, shifeng), por un lado, y los vientos «malignos» o
«yací (xiefeng, xufeng), por el otro; es decir, la oposición entre los vientos beneficiosos
y los vientos dañinos. Los vientos correctos eran esenciales a la salud humana y, en
general, al orden cósmico. A veces, es cierto, podían soplar demasiado fuerte y provocar
enfermedades pero no por ello dejaban de ser correctos. Las afecciones que podían
inducir eran siempre menores y la gente se recobraba de e pronto, incluso sin
tratamiento600. Todos los asaltos serios al cue y a la mente eran obra de los vientos
malignos.
La oposición entre vientos correctos y vientos malignos nada tiene que ver con las
cualidades del aire –con las brisas frescas, p por ejemplo, frente a los hálitos
contaminados–. Ni la bondad o
258

maldad de esos vientos estaba asignada a direcciones fijas; como tampoco los vientos
del norte o del sur eran plenos o vacíos en sí. La clave de la cuestión reside, más bien,
en la oportunidad.
Los vientos correctos, plenos, eran aquellos que soplaban de la dirección justa en la
estación apropiada: los vientos del este en primavera, los del sur en verano, los del oeste
en otoño, los del norte en invierno. Los vientos malignos, vacíos, eran aquellos que se
desviaban de esa regla, que soplaban del norte en verano, por ejemplo, o, al contrario,
que se levantaban en invierno desde el sur. Eran malignos porque contravenían el orden
ideal. Su intrusión significaba la intrusión del caos601.
La etiología del viento se encontraba, pues, enmarcada en el interior de un esquema
cósmico. La amenaza del viento era la del tiempo impropio. Ésta es la mejor prueba
acerca de la novedad del viento en tanto que «patrón de las cien enfermedades». El
concepto de viento vacío se ajustaba a una nueva visión del mundo. Para reconocer el
tiempo impropio, incluso para concebir la idea, es necesaria previamente una
prescripción precisa del curso oportuno del tiempo, unas expectativas exactas acerca de
qué eventos deben ocurrir y cuándo. Se requiere un cosmos gobernado por el ritmo602.
Este ritmo tenía un nombre: bafeng sishi, los ocho vientos y las cuatro estaciones.

En algún momento hacia el final del período de los Reinos Combatientes, los escritores
comenzaron a hablar de ocho vientos (bafeng) en lugar de cuatro, y a nombrarlos
mediante nombres especiales; en la dinastía Qin y al comienzo de la Han, la
nomenclatura era aún cambiante603. Esta innovación refinó la partición tradicional del
espacio al introducir las brisas del noreste, el sureste, el suroeste y el noroeste en medio
de los cuatro vientos cardinales. De manera decisiva, propuso un sentido del tiempo
modificado.
En la adivinación Shang, los espíritus de los vientos cardinales servían al caprichoso
Emperador (Di). Las inscripciones oraculares interrogan: «¿Enviará Di viento en el día
de hoy?» «¿Debemos sacrificar tres canes de suerte que Di envíe viento?» «¿Soplará el
viento del este?» «¿Soplará el viento del oeste?», y evocan un mundo pa-
259

ra el cual los vientos emergen, soplan desde nuevas direcciones mueren, de modo
impredecible, erráticamente, como los caprichos de un tirano malhumorado.
El adivino de la dinastía Han, Zhao Da, vivía en un mundo conmpletamente diferente.
Se burlaba de aquellos que escrutaban 1os vientos en el exterior, con un clima duro,
mientras él realizaba sus predicciones en el confort de su hogar604. Unas excavaciones
arqueológicas llevadas a cabo en el año 1977 descubrieron algunos tableros
adivinatorios del mismo tipo que aquellos presumiblemente utilizados por la escuela de
Zhao Da y arrojaron una luz nueva sobre su condescendencia: la técnica de Zhao Da se
basaba más en cálculos numéricos que en la observación directa605. Suponía un sistema
predecible de las alteraciones del viento.
La división en ocho parcelas del espacio estaba anclada en una división del año en
segmentos de ochenta y cinco días, cada uno de ellos gobernado por un viento
particular. Comenzando por las brisas del este, que traen la primavera, los vientos
realizan su trayectoria alrededor de la rosa de los vientos en el sentido de las agujas del
reloj, del este al sureste, luego al sur, y así hasta el noreste y, por fin, de regreso al este.
En el curso de la dinastía Han, la expresión bafeng sishi se convirtió en una fórmula
estanca que afirmaba la inseparabilidad de los ocho vientos y las cuatro estaciones, del
viento y del tiempo.
Los tableros adivinatorios ligaban la circulación de los vientos con la migración de una
deidad, Taiyi, alrededor de los «nueve palacios», esto es, las ocho direcciones y el
centro. Los vientos que soplaban desde el palacio ocupado por la deidad Taiyi eran
vientos plenos; mientras que se consideraban vientos vacíos a aquellos que soplaban
desde los palacios en que Taiyi estaba ausente. Ésta es la razón por la que los vientos
apropiados eran sinónimos de los vientos plenos y de por qué los vientos malignos eran
también denominados vacíos.
Tal y como se desprende de la coincidencia de los términos, la teoría médica a propósito
de los vientos plenos y vacíos coincide con la teoría de la adivinación. El análisis más
sistemático de la etiología del viento contenida en el Neijing aparece, de hecho, en un
260

tratado explícitamente titulado, «Los Nueve Palacios y los Ocho Vientos (jiugong
bafeng)»606. El poder del viento continuaba insinuando la presencia divina, como en los
tiempos arcaicos, pero hay ahora una insistencia en las cadencias calculables, en los
ritmos regulares que incluso dictan el movimiento de las deidades.
Tal y como ya señalamos en el capítulo 4, la medicina china asumió su forma clásica en
el preciso momento en que China se convirtió, por primera vez, en un imperio
unificado, universal. Durante las dinastías Qin y Han, cuando los gobernantes
comenzaron a afirmar su autoridad sobre todo lo que se hallaba bajo el cielo, las
aseveraciones acerca de la correspondencia entre microcosmos y macrocosmos
sirvieron efectivamente para apuntalar el statu quo político. Elaborado durante el
confucianismo Han por medio de esquemas tales como el yin y el yang, los cinco
elementos, los ocho vientos y las cuatro estaciones, la retórica de la resonancia entre lo
humano y lo celeste prescribió y justificó el orden social como un espejo del orden
natural.
La insistencia del adivino en una regularidad latente al tiempo tiene su correlato en la
elaboración de una política regulada por el tiempo. A los ocho vientos, bafeng, les
correspondían los ocho modos de gobierno, bazheng. Cuando soplaba el viento del este,
que marcaba el inicio de la primavera, aquellos que habían sido encarcelados por delitos
menores eran liberados. Cuando, después, el viento variaba hacia el sureste, debían
enviarse mensajeros cargados de obsequios confeccionados con seda a los señores
regionales607. Para cada viento debían vestirse ropajes especiales, tomarse alimentos
especiales y ejecutarse rituales establecidos de antemano.
También los preceptos relativos al régimen personal se funden Imperceptiblemente con
las directrices del arte de la política. En primavera, aconseja el Suwen, «florecen las
miríadas de cosas, engendradas al mismo tiempo por el cielo y la tierra. Tras acostarse
al anochecer, uno debe levantarse temprano y caminar pausadamente en el jardín. Con
los cabellos sueltos y relajado, uno da origen a sus ambiciones. Engendra y no mates.
Concede y no quites. Recompensa y no castigues. Esto es lo que corresponde al espíritu
de
261

la primavera»608. El manejo de la propia persona y el manejo de la sociedad exigen


disciplinas solidarias.
Pero la sincronía entre la vida humana y el ritmo de los vientos y las estaciones no era
sólo o principalmente una cuestión de elección. consciente. La acompaña un sentido de
pertenencia cósmica cuyo pleno ímpetu nos cuesta apreciar ahora. Al igual que los
árboles cambiaban de follaje y los animales retozaban o hibernaban, el cuerpo humano
también tenía sus estaciones. En primavera, el hígado ganaba en influencia, en verano lo
hacía el corazón, en otoño los pulmones, en invierno los riñones. Si los anatomistas
griegos propusieron una ciencia de las formas articuladas, aquí nos encontramos con un
cuerpo articulado por el tiempo. Los vientos del este surgen en primavera y acarrean
dolencias al cuello y a la base de la cabeza; los vientos del sur surgen en verano y
causan los malestares del pecho; los vientos del oeste surgen en otoño y lastiman los
hombros y la parte superior de la espalda; los vientos del norte surgen en invierno y
atacan a la parte inferior de la espalda y a las piernas609.
Éstos eran cambios palpables, manifiestos al tacto. La aprehensión de las sensaciones
estacionales era crucial para conocer el cuerpo. Conforme la primavera se hacía verano
y daba paso al otoño y, luego, al invierno, el zang crecía y decrecía y el flujo del mo
emergía hasta la superficie o retrocedía hasta las profundidades: «En primavera, el mo
es flotante, como el pez que juguetea en las olas. En verano, el mo desborda la piel y las
miríadas de cosas conocen la sobreabundancia. En otoño, el mo se encuentra bajo la piel
y los insectos se preparan para partir. En invierno, el mo se sitúa en los huesos, los
insectos hibernan»610.
La teoría de los vientos es, por tanto, una teoría del tiempo. Desde luego, no un tiempo
geométrico frío y transparente, una línea sin anchura o profundidad que se extiende al
infinito, ni siquiera un círculo repetitivo, sino más bien una presencia real, el cambio
perceptible sentido con la piel, olido, visto, oído. La atmósfera que percibimos en
invierno cuando caminamos por un sendero en el campo y contemplamos a la gente
apretada alrededor de un fuego chisporroteante; o la sensación de primavera cuando
oímos el chapoteo de un pez en el riachuelo o vemos insectos y animales emer-

262

giendo del suelo. El espíritu estacional transformaba de inmediato las plantas y los
animales circundantes y marcaba las cadencias de la vida interior.
Pero esto es sólo la mitad de la historia.

Existía una tensión en el corazón de la medicina china. Al tiempo que celebraba la


resonancia entre el microcosmos y el macrocosmos, la medicina china sostenía la
independencia latente en el 4 cuerpo respecto del viento. A pesar del enraizamiento del
ser humano en el mundo, a pesar de la confluencia de los vientos cósmicos y el espíritu
personal, el cuerpo permanecía separado del mundo que lo rodeaba.
Los estudios modernos sobre el pensamiento médico chino han minimizado
generalmente esta ambivalencia, ignorando el poderoso impulso hacia el aislamiento.
Sin embargo, tanto la compulsión por preservar la plenitud vital y el temor de la merma
y la invasión -temas centrales, como vimos más arriba, en las apreciaciones chinas de la
salud y la enfermedad— presuponían una profunda división entre las brisas y
vendavales externos y los esenciales hálitos internos. La independencia sobre la
volatilidad de los vientos definía la posibilidad misma de la seguridad en la vida, el
sueño de la autonomía.
¿Por qué habría de enfermar la gente? Si los ciclos de las estaciones transcurrían
regularmente y todas las vidas cambiaban al unísono con el espíritu estacional, la
enfermedad no debería existir. Sin embargo, la enfermedad es de hecho dominante. ¿Por
qué? A menudo se inculpaba a los vientos erráticos, vacíos. Unas veces, las estaciones
eludían el acoplamiento apropiado; otras, era el propio Mempo quien se desviaba.
Reflejada en la emergencia del viento en tanto que «patrón de las cien enfermedades» se
halla una nueva sensibilidad hacia el caos. Las exhortaciones a armonizarse con el
cambio cósmico presuponían la regularidad predecible de los ocho vientos y las cuatro
estaciones. Pero esa misma previsibilidad promueve también una conciencia más aguda
de los vientos que llegan demasiado pronto, demasiado tarde, fuera de turno.
263

En ese sentido, la preocupación médica por los vientos vacíos i de la mano con el
establecimiento de una teoría de las armonías cósmicas. Los vientos vacíos eran vientos
que frustraban las expectativas, que transgredían la conformidad cósmica. Encarnaban
la contingencia y el azar, el halo obstinado de incertidumbre que co vertía a toda ciencia
en mera aproximación. Debido a que emergí inesperadamente, espontáneamente,
irregularmente, y dado q producían cambios violentos, abruptos, los vientos fueron
asociad especialmente a las aflicciones más dramáticas y repentinas (apoplejías,
epilepsia, locura). Era la volubilidad proteica del viento, falta de regularidad (wuchang)
lo que lo convertía en «el origen las cien enfermedades».
Para separar y proteger a los seres humanos de la volubilidad caprichosa del viento, se
encontraban la piel y los poros. Era precisamente la piel la que sufría el primer embate
del viento, la lluvia y el frío, y era a través de los poros como éstos penetraban en el
cuerpo611. Junto al tipo de piel, los poros nos proporcionan una idea de los poderes
internos. En una persona de tez roja (el color asociado al corazón) los poros finos
señalan un corazón pequeño mientras que los poros ásperos indican uno grande. En una
persona con u tez blanca (el color correspondiente a los pulmones), los poros finos
sugieren pulmones pequeños y los poros ásperos, pulmones grandes612.
La sección 47 del Lingshu observa, en líneas más generales, que cuando los hálitos
protectores del cuerpo (weiqi) se encuentran armonizados, los tendones son flexibles, la
piel es dúctil y los poros están estrechamente unidos (zouli zhimí)613. En consecuencia,
añade la sección 50 del Lingshu, aquellos que poseen una piel delgada y un carne
fláccida sucumben ante los vientos inoportunos, mientras que aquellos dotados de una
piel gruesa y una carne firme no lo hacen614 La piel y los poros manifestaban la fortaleza
interna de una persona y, al mismo tiempo, protegían de los peligros externos. Si uno
anhelaba vivir durante mucho tiempo y libre de enfermedades, era vital que la sangre y
el qi fluyeran sin obstrucción, que los cinco, sabores estuvieran regulados, que los
huesos fueran firmes, los tendones dúctiles y, nótese bien, que los poros estuvieran muy
apreta-
264

dos (mi)615 Cuando la carne y los poros están unidos, ni siquiera los mayores vendavales
pueden infligir daño alguno616. Era preciso, pues, evitar los vientos tras el esfuerzo,
cuando brotaba el sudor y los poros se encontraban abiertos. Eran muchísimas las
catástrofes repentinas que golpeaban bajo la forma de vientos penetrando a través de los
poros holgados, desprotegidos617. Los poros apretados significaban y aseguraban al
mismo tiempo la vitalidad al demarcar y salvaguardar a la persona del caos circundante.
En la actualidad sólo hablamos metafóricamente de los «vientos de cambio». No
obstante, la vigilancia con la que los medicos controlaban la piel y los poros nos
recuerda que el discurso acerca de los vientos dio un día voz a una experiencia
encarnada del espacio y del tiempo, a una sensación física de los aires locales, de la
atmóslera estacional, de los humores cambiantes, de la contingencia. Era posible que el
hálito personal estuviera armonizado con el hálito cósmico y, habitualmente, ambos
podían estar razonablemente ajustados; pero nada podría eliminar el azar por completo.
Ésta era la verdad última acerca del viento: que siempre, en cualquier momento, podía
cambiar abruptamente y soplar hacia horizontes desconocidos.

Incorporación y cambio

La conciencia griega del viento también evolucionó. Pero antes que ganar en
peligrosidad, como lo hicieron en China, los vientos se desplazaron en la medicina
griega hacia la periferia de las inquietudes.
Tras Hipócrates hallamos una huella tenue de la sensación, tan vívida en obras como
Sobre la enfermedad sagrada y Sobre los aires, aguas y lugares, acerca de la presencia
ubicua del viento. Ni Herófilo ni Erasístrato, hasta donde alcanzamos, investigaron los
cambios del viento como lo hiciera el autor del tratado 1 de las Epidemias; y en la
prolija producción de Galeno solamente un tratado —su comentario al escrito
hipocrático Sobre los humores y en un único capítulo— discute los vientos con cierto
detenimiento618. En otras partes, a lo lar-
265

go de cerca de veinte gruesos volúmenes de las obras completas de Galeno, es posible


recopilar apenas un puñado de referencias dispersas, pasajeras619
Los argumentos extraídos a partir del silencio son necesariamente poco convincentes,
por supuesto, pero en este caso contamos también con un sugestivo testimonio de otra
suerte. Pues, de hecho, tras Hipócrates, los médicos no dejaron de hablar del pneuma.
Sólo que ahora hablaban de él en otro sentido. Aunque se ocupaban menos de las frías
ráfagas del norte y de las cálidas brisas procedentes del sur, desarrollaron análisis más
detallados sobre los hálitos de dentro del cuerpo, los poderes internos, el alma.
Puede que ésta sea una razón por la que los historiadores de la medicina rara vez
mencionan los vientos en sus compendios. La historiografía refleja en este punto la
historia: hacia el final de la antigüedad los vientos ya comenzaron a alejarse
significativamente de la conciencia médica620. En consecuencia, los estudios sobre el
pneuma se concentran casi exclusivamente en el «viento» interno, en el hálito vital. El
clásico de Verbeke, La evolución de la doctrina del pneuma relata la historia de la
espiritualización del pneuma y estudia cómo el hálito material de médicos como
Alcmeón evolucionó gradualmente en el spiritus inmaterial del cristianismo621. No dice
nada acerca de los pneumata en tanto que brisas del norte y del sur. Sin embargo,
incluye la historia precedente del pneuma como viento y el proceso de
desmaterialización aparece como parte de una trayectoria m amplia, un giro hacia la
internalización. En lugar de investigar los res que conforman la vida humana desde el
exterior, los médicos mostraron gradualmente cautivados por la noción de los hálitos q
conforman y animan a los seres humanos desde el interior. El cuerpo galénico difería
del hipocrático no sólo en su mayor riqueza estructural en el detalle, esto es, no sólo
debido a la nueva ciencia la disección, sino también en una conciencia distinta del
pneuma.
¿Existe una conexión entre estos dos elementos, entre la e gencia del ojo anatómico y el
cambio en las intuiciones pneumáticas?
La creencia en los vínculos entre hálito y ser apenas nada ti de nueva. Los guerreros de
Esquilo inhalaban menos y el escrito Sobre la enfermedad sagrada vincula la
conciencia al flujo sin obstruc-
266

ciones del aire. Las posibles consecuencias del hálito bloqueado, añade el apéndice del
tratado Sobre la dieta en las enfermedades agudas, incluyen los temblores, la pesadez
en la cabeza, la visión nublada622 Los vientos del norte y del sur configuran no sólo el
carácter de los pueblos y los humores pasajeros, sino también su forma visible.
Con todo, hemos visto que en la tragedia clásica y en los escritos hipocráticos los
vientos y los hálitos se entremezclan habitualmente, sin demarcaciones definitivas. Al
contrario, uno de los rasgos distintivos de la teoría aristotélica del pneuma innato
(symphyton pneuma) consiste en proponer un hálito innato independiente de los vientos
estacionales o regionales, un poder interno decisivo, además, para la forma del cuerpo.
El pneuma innato configuraba la sangre en el útero y moldeaba y articulaba el feto,
dando forma al cuerpo desde el interior, como un hálito ardiente que se expande hacia
fuera antes que como un viento que esculpe el físico desde el exterior. Y una vez que las
estructuras internas estaban completamente articuladas, el pneuma innato aseguraba
entonces su estabilidad; por sí mismos, los cuatro elementos no podían ni crear formas
ni preservarlas623.
A lo largo de la antigüedad, los médicos griegos imaginaron por tanto los pneumata
afectando el modo en que la gente parecía, sentía y actuaba. Pero mientras que en obras
hipocráticas tales como Sobre los aires, aguas y lugares, Sobre la enfermedad sagrada
y Epidemias 1 y 3 los pneumata eran vientos que procuraban, de algún modo, el
contexto del ser humano, los escritores desde Aristóteles hasta Galeno concibieron el
pneuma como un contenido interno. Así, pues, el pneuma psíquico de Galeno hundía
sus raíces en el pneumatismo anterior de Diógenes y en la obra Sobre la enfermedad
sagrada, y estaba alimentado por el aire inhalado desde el exterior; pero, una vez dentro
del cuerpo, ese aire tenía que ser substancialmente alterado –hacerse más sutil, más
ligero– antes de que fluyera por el cerebro y los nervios e hiciera posible el
pensamiento, la sensación y el movimiento. Para cristianos como Orígenes y Agustín, el
spiritus constituía
267

Hoy en día tendemos a dar por sentado que la instrucción de un médico debiera
comenzar con el estudio de unas estructuras y funciones internas, con el dominio de la
anatomía y la fisiología. Pero hubo una época en que el cuerpo representaba algo
diferente de la entidad que ahora imaginamos: un ente discreto dado, un objeto
independiente y aislado. Hace mucho tiempo, toda reflexión acerca de lo que
denominamos el cuerpo era inseparable de la investigación de los lugares y las
direcciones, las estaciones y los vientos. Hace mucho tiempo, el ser humano estaba
arraigado en un mundo.
El declive de esta conciencia es una historia larga y compleja. La certeza de los vínculos
entre los cuerpos celestes y terrestres hizo qua la consulta astrológica fuera parte
integrante de la medicina medieval. Una influyente tradición neo-hipocrática continuó
durante el siglo XIX dando vueltas periódicamente a las afirmaciones sobre el clima y
el aire625. Para trazar totalmente la erosión de esa conciencia meteorológica deberíamos
rastrear, además, muchos desarrollos posteriores (la cultura renacentista de la disección,
la observación clínica del siglo XIX, el reino de la tecnología contemporáneo).
No obstante, la internalización del pneuma en la antigüedad representó un giro
momentáneo –que ayudó a situar firmemente el conocimiento anatómico en el centro
mismo del conocimiento médico626 -pues redefinió la naturaleza del cuerpo.
Debemos distinguir, nos advierte el tratado hipocrático Sobre la medicina antigua, entre
la enfermedad debida a «fuerzas» y la enfermedad debida a «formas»: «Por fuerzas
entiendo aquellos cambios en la constitución de los humores que afectan al
funcionamiento del cuerpo; por formas entiendo los órganos del cuerpo»627. Así
dice la versión a cargo de Chadwick y Mann. A su vez, Littré traduce de manera similar
la última parte: «Llamo figuras a la conformación de los órganos que están en el
cuerpo». Sin embargo, la sentencia original en griego no habla de órganos. Se refiere
tan sólo a «aquellas [cosas] que están en un ser humano» (hosa enestin en toi
anthropói)628.
La traducción de Chadwick y Mann continúa con la descripción de «los órganos que
atraen la humedad», los «órganos sólidos y redondos» y los «órganos que están más
extendidos». Nos informan
268

de que los órganos «que son esponjosos y de textura holgada tales romo el bazo, los
pulmones y los pechos femeninos»

absorben fácilmente fluido de partes cercanas del cuerpo y cuando lo hacen se hacen duros e inflamados.
Semejantes órganos no absorben fluido para luego descargarlo día tras día como lo haría un órgano hueco
que contuviera fluido, pero cuando han absorbido fluido y todos los espacios e intersticios están llenos, se
hacen duros y tensos en lugar de volverse blandos y flexibles. Ni digieren el fluido ni lo descargan, y ése
es el resultado natural de su construcción anatómicas629.

Aunque órgano (organon) es desde luego una palabra griega, no aparece sin embargo en
ninguna parte en el escrito Sobre la medicina antigua. Todas las referencias a los
«órganos» en esta traducción, así como la frase tendenciosa «construcción anatómica»,
traducen otro término griego: schema, forma o figura. Y es, obviamente, de figuras de
lo que trata este pasaje. De sus figuras se siguen natural y necesariamente las
propiedades de las diferentes partes, su propensión a atraer humedad o no, a retener
fluidos o a
repelerlos.
La teoría de un cuerpo construido alrededor de órganos maduró sólo tras Hipócrates y,
cuando lo hizo, la teoría no era rotunda-mente –y ésa es la razón de que la terminología
sea importante– una teoría de los procesos que ocurren naturalmente, por sí mismos. Era
una teoría de la acción. Galeno lo explica: «Llamo órgano a la parte del animal que es la
causa de una acción completa, como el ojo lo es de la visión, la lengua, del habla, y las
piernas, del caminar; así, también las arterias, las venas y los nervios son tanto órganos
como partes de los animales»630.
Las partes del cuerpo pueden distinguirse de muchas maneras: por su tamaño o figura,
su color, localización, o textura. Lo que convertía en órgano a una parte era, sin
embargo, su papel en alguna actividad, el hecho de que posibiliten acciones tales como
ver, hablar, caminar. Los organa eran herramientas –es el sentido original del término–,
instrumentos con usos específicos. Y presuponían un usuario.
269

Los escritos populares tienden normalmente a ligar el énfasis occidental en la disección


con una postura reduccionista, mecanicista, respecto al cuerpo, y a contrastar ese
mecanismo con el presunto «organicismo» de la medicina china. Pero esta visión es
histórica-mente indiscriminada. Olvida que la percepción anatómica tradicional del
cuerpo en tanto que organización de órganos requería la presencia de un alma activa.
«La utilidad de todos los órganos», declara Galeno, «está relacionada con el alma. Pues
el cuerpo es un instrumento del alma y, en consecuencia, los animales difieren
enormemente respecto a sus partes debido a que su alma también difiere. Así, algunos
animales son bravos y otros tímidos, algunos, salvajes y otros, dóciles... En cada caso el
cuerpo está adaptado al carácter y las facultades del alma»631.
El capítulo 3 concentró la atención en las intuiciones acerca de la acción propositiva que
definieron la disección griega. Para ver el cuerpo anatómicamente era crucial ver cada
parte como una estructura forjada para algún fin. El concepto de órgano intensifica aún
más los lazos entre la acción y la anatomía, pues sugiere cómo el propósito activo no
sólo dirige la formación original del cuerpo, sino que también anima sus partes.
El alma y el cuerpo orgánico estaban entrelazados desde los inicios de la anatomía.
Aristóteles, pionero de la disección en tanto que modo de conocimiento, también forjó
la teoría del organismo, la idea del cuerpo como un implemento. «Así como la mente
actúa en vista de algún propósito», sostiene, «también hace lo propio la naturaleza, y ese
propósito es su meta. En las criaturas vivientes el alma procura tal propósito... pues
todos los cuerpos naturales son instrumentos del alma»632.
Obviamente, hacia el siglo XVII, esta visión tuvo que hacer frente a retos crecientes.
Los yatrofistas comenzaron a analizar los funcionamientos del cuerpo en términos
puramente mecánicos, y concepción cartesiana de la mente como pura reflexión —la
retractación del alma respecto del cuerpo— impulsó el nuevo concepto de reflejo, una
acción corporal qué ocurría sin la intervención del alma. Pero la creencia en los órganos
y el gobierno de los hálitos internos, el sentido de un alma pneumática, se desvaneció
sólo gra-
270

dualmente. En 1686, Daniel Duncan podía razonar aún: «El alma es un diestro organista
que da forma a sus órganos antes de tocarlos. Resulta notable que en los órganos
inanimados, el organista es diferente del aire que él hace fluir mientras que en los
órganos animados el organista y el aire que produce la música son la sola y misma cosa,
de lo cual infiero que el alma es extremadamente similar al aire o hálito»633.

Las concepciones chinas del interior del cuerpo se centraban en torno a los cinco zang y
los seis fu. Los cinco zang eran el hígado, el corazón, el bazo, los pulmones y los
riñones; los seis fu incluían la vesícula, el intestino delgado, el estómago, el intestino
grueso y la vejiga634. Si leyéramos esta información despreocupadamente, podríamos
decir: he aquí un listado de órganos.
Un manual chino moderno nos advierte, sin embargo, de que «no podemos simplemente
imponer las concepciones de la medicina occidental de los órganos internos» a los
conceptos zang y fu; y Nathan Sivin añade: «lo que aprendemos acerca de la concepción
china no es anatómico, sino fisiológico y patológico... no ya lo que son las vísceras, sino
cómo intervienen en la salud y en la enfermedad»635 La observación es acertada. Las
discusiones en torno a los zang y los fu en el Neijing tienen menos que ver con las
estructuras discretas percibidas en la disección que con las configuraciones de poderes
simpáticos. Así, la «enfermedad de la vesícula» podría referirse tanto a desórdenes
como el vértigo o el zumbido en los oídos como a una dolencia en la propia vesícula.
Cuando los expertos insisten en que las vísceras chinas difieren de los órganos
occidentales, esto es lo que pretenden expresar en última instancia: los zang y los fu no
fueron concebidos anatómicamente.
También diferían de los órganos de la medicina griega en otro sentido más sutil. Los
zang y los fu no eran instrumentos de una fuente controladora, no eran implementos del
alma. Literalmente, los términos zang y fu se refieren a los repositorios y en ello reside
precisamente su función principal en el cuerpo. Ambos almacenan qi, el hálito vital.
Los fu eran depósitos huecos, como el estómago, los intestinos y
271

la vejiga, que acopian temporalmente las esencias más ordinarias, más turbias, que
luego serán expulsadas mientras que los zang nombran las vísceras sólidas que «ocultan
(zang) el qi refinado y no lo dejan escapar»636. Los zang eran aún más vitales, porque
acumulaban las esencias más puras y porque las retenían; y de entre los zang los riñones
eran los más cruciales, dado que guardaban el qi más refinado. La jerarquía que
estructura el cuerpo chino no estaba definida por la lógica del gobernante y el
gobernado, sino por el imperativo del almacenamiento y la retención.
Las exposiciones modernas de la medicina china subrayan habitualmente las teorías del
yin y yang o de los cinco elementos, esquemas universalizantes que incorporan un
cuerpo microcósmico en orden macrocósmico. Así, Ilza Veith, el primer experto en
ofrece una traducción extensa del Huangdi neijing, explica:

Los chinos de la antigüedad estaban sobrecogidos por el curso inmutable de la naturaleza que ellos
denominaban Tao, la Vía... La fuerza d mediante la cual actúa el Tao era el yin y el yang... Ambos eran
mantenidos para ser transportados por el cuerpo por medio de doce hipotéticos canales principales, o
Ching Lo, que corresponden a los doce meses año... En el hombre, la salud resulta de un equilibrio entre
el yin y el y se creía que todas las enfermedades eran debidas al desequilibrio de e fuerzas637.

En el mismo sentido, la pródigamente citada monografía Manfred Porkert, Los


fundamentos teóricos de la medicina china, ti el revelador subtítulo de «Sistemas de
correspondencia» y los capítulos inaugurales discuten, en primer lugar, el yin y el yang
y los cinco elementos, en segundo lugar, los ritmos del cambio cósmico y, en tercer
lugar, el reflejo del orden macrocósmico en el cue microcósmico.
Por supuesto, nadie puede negar que la familiaridad con el el yang y con los cinco
elementos sea indispensable para comprender los escritos de la medicina china. Pero
también resulta importante reconocer que estos escritos destacan, y elaboran con de el
impacto de factores que las exposiciones actuales reconocen sólo
272

con asentimientos breves, superficiales. Me refiero a la amenaza del frío y del calor, de
la humedad, de la sequedad y, en especial, del viento. A lo largo de la retórica de las
armonías cósmicas, hallamos un ideal de ser opuesto, que concibe el cuerpo como una
realidad que se contiene a sí misma, gobernada por su propia lógica interna.
Reflejada en esta ambivalencia se encuentra la ambigüedad del viento. La cosmología
de la dinastía Han eliminaba el caos ingobernable por decreto, afirmando el gobierno de
la regularidad y enmarcando agresivamente el cambio en el interior de los ritmos del yin
y del yang, de los cinco elementos, de los ocho vientos y las cuatro estaciones. No
obstante, el mismo esfuerzo por imponer el orden cristalizó en la conciencia del azar
impredecible, en la amena-¡a persistente de los vientos vacíos.
Si la visión autoritaria del orden universal hablaba de armonía y equilibrio, y promovía
la perfecta unidad de la persona y el mundo, la cautela ante el caos inspiró un impulso
opuesto hacia el aislamiento permanente, el sueño de un sujeto autónomo, insensible a
los vaivenes del viento. El ensamblaje entre el microcosmos y el macrocosmos no
representaba, por tanto, más que una faceta de las aspiraciones chinas respecto del
cuerpo. Los médicos insistían con la misma rotundidad en separar el interior del
exterior, la independencia latente del sujeto en relación con el mundo. De ahí la aten-
ción dedicada, por ejemplo, a aquello que separaba a ambos. Los poros apretados,
unidos, protegían al sujeto de las incursiones del viento.
Sin embargo, la verdadera seguridad reside en la plenitud interna. En la medida en que
los depósitos zang mantenían a buen re-raudo los hálitos vitales en el interior del
cuerpo, la persona podía eludir los peligros del cambio caótico. Los vientos vacíos no
podrían Infligir daño alguno pues la plenitud interna no les dejaba ningún resquicio para
penetrar. El Lingshu sostiene: sólo cuando un viento Inoportuno halla merma en el
interior del cuerpo, puede poseer el cuerpo638. Ningún principio era más básico al
pensamiento chino sobre la enfermedad.
Pero la evitación del caos exterior no constituye la única ventaja. La plenitud
funcionaba también contra las erosiones graduales de
273

la edad. Acumulando cuidadosamente vitalidad, no permitiendo que el deseo derrame el


cuerpo de vida, una persona podía diferir el acercamiento del declive y de la muerte,
retrasar el paso de los años. Ésta es la razón por la que los textos chinos sobre el
régimen hablan con tanta frecuencia de estar libres de enfermedad y, al mismo tiempo,
de obtener la longevidad, de que veamos ancianos plasmando las rutinas de la disciplina
yóguica (figura 26). La salud era virtualmente sinónima de longevidad, de inmunidad
frente al cambio639.
Desde las brisas externas, pues, a los hálitos internos; de los giros impredecibles de los
vientos de la fortuna al cambio acompasado internamente, por los sujetos autónomos.
Tales divisiones marcaron las concepciones del cuerpo tanto en el pensamiento griego
como en el chino. Pero la autonomía entre las dos tradiciones venía definida por dos
aproximaciones diferentes al tiempo. La plenitud de las figuras yóguicas en China
(figuras 22 y 23) retratan sujetos que preservan su integridad resistiendo el derrame
mermante de vida, la pérdida de energías vitales y de tiempo. A su vez, la autonomía del
hombre muscular reside en la capacidad para la acción genuina, en el cambio que no se
debe ni a la naturaleza ni al azar, sino que depende exclusivamente de la voluntad.
«En cuanto a lo que se conoce como el arte de la medicina», ase-vera Platón en su
Epinomis, «también es, por supuesto, una forma de defensa contra los estragos
cometidos en el organismo vivo por las estaciones con sus inoportunos fríos, calores y
similares». Los médicos son nuestros defensores.
Pero ninguno de sus dispositivos puede añadir reputación al más verdadero conocimiento; se hallan en un
océano de conjeturas extravagantes, sin someterse a una regla. Sería posible conceder también el nombre
de defensores a los capitanes de la mar y a sus tripulantes, pero yo no debiera alentar nuestras esperanzas
proclamando que son sabios. Ninguno de ellos puede conocer la furia o la benevolencia de los vientos y
es precisamente éste el conocimiento codiciado por todos los navegantes640.
274

Al igual que los capitanes marinos defienden las embarcaciones de los vientos
cambiantes, la tarea del médico consiste en proteger al cuerpo contra el frío y el calor
que no son propios de la estación.
La analogía está inteligentemente calculada. En el Político, Platón invoca de nuevo el
arte de la navegación y la medicina juntos, igualando el primero con el estudio de la
práctica náutica y, la segunda, con la investigación de «los vientos y las
temperaturas»641. Por tanto, para este contemporáneo de Hipócrates, la primera
preocupación del médico reside en el clima, es decir, en los vientos inescrutables. Esta
dependencia de «la furia o la suavidad de los vientos», común tanto a los médicos como
a los capitanes marinos, convertía sus artes en fatalmente contingentes. Impedía que
tanto la medicina como la navegación llegaran a ser auténticas ciencias. Pues los vientos
no podían conocerse verdaderamente.
La resignación de Platón ante la incertidumbre de la medicina dio paso más tarde a la
concepción galénica de la medicina en tanto que edificio axiomático modelado en el
método geométrico, una ciencia basada en verdades fijas antes que en el arte de
manipular el azar642. Para Galeno, el aprendizaje del médico no comenzaba ya con el
estudio de los vientos –caprichosas influencias que moldean el ser humano desde el
exterior–, sino que debía basarse en la lógica propia del artesano que organiza la vida
desde el interior. Donde el escrito Sobre los aires, aguas y lugares repasaba el
modelado del físico por los aires locales, las formas anatómicas del diseccionador
reflejaban la articulación resuelta de la materia por el hálito interno643. Las partes
dejaron de ser meras figuras, schema, y se convirtieron en órganos, en implementos de
un alma; y los músculos, en particular, nacieron como los órganos del movimiento
voluntario, de las acciones determinadas por el sujeto. Donde un día el pneuma sirvió a
la suerte, en la flexión de los músculos expresaba la decisiva voluntad.
Ocultos por su transparencia física y por siglos de olvido, los vientos son invisibles en
las ilustraciones que presenta este libro. Sin embargo, pasar por alto su presencia latente
en las figuras 1 y 2 supondría soslayar una parte crucial de lo que significan esas
mismas
275

ilustraciones. Pues la espaciosidad del primer cuerpo y la muscularidad del segundo


representan, entre otras cosas, respuestas divergentes al problema planteado
enérgicamente en su día por el viento, esto es, cómo imaginar el ser humano en un
mundo de cambia incesante.
276
Epílogo

¿Qué separa lo vivo de lo muerto?


La presencia de la vida se manifiesta a los sentidos pero, con todo, elude el alcance de
nuestra comprensión. Vemos con claridad las metamorfosis de la vitalidad en alguien
que corre, se detiene, mira hacia atrás, palidece; podemos oír la fuerza dúctil de la vida
en la acuidad de una dicción precisa y en las suaves insinuaciones del tono; podemos
aprehender incluso el poder vital con nuestros dedos, en la muñeca, sentirlo latiendo o
fluyendo. Pero, al final, el misterio persiste. Cuando decimos que una persona viva
posee un alma, un espíritu o un hálito vital, sólo estamos inventando nombres para la
ignorancia.
En última instancia, penetramos en ese misterio al examinar los desacuerdos entre las
impresiones del cuerpo pertenecientes al pasado. Pues, si por cuerpo entendemos algo
directamente accesible a la vista y al tacto, entonces, en la historia de la medicina, el
cuerpo no es tanto el objeto real de conocimiento como tampoco las letras individuales
impresas son el objeto final de la lectura. Al igual que las letras interesan al lector
principalmente en tanto que portadoras de un sentido insensible, al tomar el pulso o
sentir el mo, al diseccionar los músculos o escudriñar el color, los médicos se
esforzaban sobre todo por comprender qué expresaba el cuerpo. Procuraron conocer la
verdad invisible, inaudible, intangible de los seres vivos por medio de expresiones
corporales que podían ser vistas, oídas y palpadas, para retroceder desde sus signos
manifiestos a su secreta fuente vital.
La verdad, sin embargo, es que no hay no un solo camino de regreso ni unos signos fijos
e inconfundibles. Un vasto abismo se abre entre el alcance irrevocablemente limitado de
la conciencia humana, en una era y en un lugar dados, y la ilimitada plenitud de las ma-
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nifestaciones de la vida. Los cambios y los rasgos que hablan con elocuencia a los
expertos en una cultura pueden, en consecuencia, parecer mudos e insignificantes, pasar
desapercibidos en otra. Quienes tomaban el pulso en Grecia ignoraban las variaciones
locales que sus homólogos chinos consideraban tan reveladoras; y los médicos chinos
no vieron nada de la anatomía muscular. Éste es el modo en que las concepciones del
cuerpo divergen, no sólo en los sentidos que cada uno adscribe a los signos corporales,
sino, más fundamentalmente, en los cambios y rasgos que cada uno reconoce como
signos. Las diferencias en la historia del conocimiento médico giran tanto alrededor de
qué y cómo percibe y siente la gente (aprehendiendo el cuerpo como un objeto y, al
mismo tiempo, experimentándolo en tanto que seres incorporados) como alrededor de lo
que piensan.
He presentado ilustraciones concretas de semejantes diferencias en la antigua medicina
griega y china, y he tratado de identificar algunos de los factores que las configuran. He
propuesto paralelismos entre modos de ver y de tocar, por un lado, y modos de hablar y
escuchar, por el otro; he subrayado la inseparabilidad de las percepciones del cuerpo y
las concepciones de la persona; y he enfatizado la interacción entre el sentido del sujeto
incorporado y la experiencia del espacio y del tiempo. A través de todo ello, no
obstante, también he perseguido transmitir una lección más general y más íntima. He
procurado sugerir hasta qué punto la investigación comparativa acerca de la historia del
cuerpo nos invita, y de hecho nos fuerza, a reconsiderar incesantemente nuestros
propios hábitos de percepción y de sensación, y a imaginar posibilidades alternativas de
ser, de experimentar el mundo de nuevo. Tal es para mí el gran reto de trazar la
geografía del entendimiento médico. Y también su tentadora promesa.
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