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Revista Werken N° 3, Año 2002, Pp:57-65

LA ARQUEOLOGÍA EN LA ÉPOCA DE LAS COMUNICACIONES MEDIÁTICAS:


EL CASO DEL POBLAMIENTO AMERICANO
Francisco Mena L.
Resumen:
Con el desarrollo explosivo de las comunicaciones mediáticas, se ha agravado el problema de la
distorsión sensacionalista de la información científica. Como resultado, el público en general se entera
de datos no necesariamente incorrectos, pero sí presentados de modo desproporcionado en relación a
otros, y sin un contexto que permita su evaluación crítica. Se discute como este fenómeno –sumado al
relativismo post-modernista dominante, movimientos como el “New Age” y la crisis epistemológica-
introduce un nuevo factor de confusión en un tema de por sí complejo y ambiguo como es el de los
estudios del poblamiento inicial de América.

Basta navegar un rato en Internet para sorprenderse de la cantidad de sitios sobre OVNIS, horóscopos,
magnetoterapia, diversos fenómenos parasicológicos y todo tipo de temas alternativos para las que no
había antes institucionalidad (o la había quizás en Estados Unidos, lejos de cualquier posibilidad de
participar). La mayor parte de lo que encontramos en el espacio cibernético no tiene su origen en
medios de prensa oficiales y refleja, más bien, la expresión e ideología de una masa anónima y general.
Siempre ha existido este interés por lo curioso, y la noticia sensacionalista y extraordinaria siempre se
ha difundido más que versiones convencionales “fomes”. El notable desarrollo de las comunicaciones
favorece la divulgación científica, pero amplifica también esta distorsión . La emergencia de estas
tecnologías ha coincidido con el cuestionamiento -cada vez más masivo- de la racionalidad y con una
búsqueda espiritual que toma muy diversas formas. Como por ejemplo el movimiento “New Age”.
Aunque este es un fenómeno complejo, y en cierto modo independiente del problema de cómo evaluar
la información sobre algún tema de investigación –que es el tema específico de este trabajo- es
innegable que contribuye a amplificar confusiones y distorsiones que proliferan mejor en el seno de una
ideología relativista. El hecho es que ya no es fácil distinguir lo que es búsqueda honesta, especulación
crítica, de lo que es mera charlatanería o sensacionalismo, motivado a veces por necesidades
psicológicas y –en el pero de los casos- por un afán de hacer dinero . Este campo se sostiene en la
crítica al dogmatismo positivista de la ciencia “oficial” y –paradójicamente- recurre a la misma vez al
halo de respetabilidad cuasi-sagrada que rodea en nuestra sociedad de masas a la “ciencia”, la
investigación y la tecnología. Se trata de avalar, en otras palabras, afirmaciones o teorías
sensacionalistas (por definición, distintas de lo que cree la mayoría) por medio de la autoridad de
“científicos” o de sofisticadas técnicas de investigación .
Este artículo se centra en los aspectos negativos y los peligros inherentes a la comunicación masiva de
la ciencia, pero no pretende desconocer la importancia de este esfuerzo ni la existencia de buen
periodismo científico (el ideal sería que hubiera más –sobre todo en Chile- y mejor…). Por lo demás,
gran parte de la confusión es promovida hoy por canales ajenos a los de la prensa oficial como es el
caso de Internet, lo que subraya aún más la importante incidencia de factores sociológicos (ej.
competencia por financiamiento) e ideológicos (ej. postmodernismo, New Age) generales. Aunque el
tema de la distorsión sensacionalista de la investigación, a través de la presentación de noticias
puntuales y fuera de contexto, sea sobre todo un problema norteamericano, tiene fuerte incidencia en
los medios científicos y universitarios chilenos. De partida, la información sobre un campo de estudios
como lo es el poblamiento americano cambia con tal celeridad que la única manera de mantenerse
informado es estar atento a Internet o a la prensa originada en Estados Unidos. Por otra parte, la prensa
científica también es cada vez más un fenómeno global. National Geographic, Discovery Channel y la
mayoría de los principales medios de periodismo científico se producen hoy en español, entregando
gran parte de la información a la que puede acceder el público general sobre estos temas.
Siempre han existido prácticas y creencias esotéricas. Siempre el ser humano se ha sentido
fuertemente atraído por lo extraordinario y misterioso. Lo que es nuevo, sin embargo, es que lejos de
ser terreno de una minoría cuestionada y usualmente reprimida por “transgresora” (de ahí parte de su
atractivo…), la mentalidad relativista y post-moderna dominante ha hecho de este terreno de las
creencias “raras” y misteriosas el terreno de la mayoría, lo aceptado, lo “políticamente correcto”. Nadie
se atreve a cuestionar mucho estas afirmaciones, a riesgo de parecer “conservador”, “positivista”,
“ortodoxo” o algún otro calificativo que suena parecido a “nazi” o “inquisidor”. Por otra parte, muchos de
la prensa y la industria editorial se han subido entusiastas al carro, no necesariamente porque crean en
cosas como el poder de las pirámides, la cara en Marte o la reflexología, sino porque simplemente
“venden bien” .
Por si todo este ruido fuera poco, sin embargo, hemos visto surgir en los últimos años una manera de
“hacer ciencia” que imita al esquema del espectáculo. Si el arte o el deporte se han convertido en
espectáculo ¿porqué no la ciencia? Educados en un medio donde el prestigio es dinero, acunados por
la televisión y el halago de los medios, muchos investigadores sucumben a la tentación de hacer de su
labor un espectáculo: los avances genéticos son presentados por autoridades políticas que poco
entienden del tema; los nuevos descubrimientos paleoantropológicos se anuncian en conferencias de
prensa, etc. Todo esto sería muy loable si tuviera por fin principal el difundir los conocimientos científicos
y acortar la brecha entre los investigadores y la gran mayoría de los ciudadanos que no pueden
dedicarse a ello y se limitan a financiar mediante sus impuestos…. Desgraciadamente, hasta los
investigadores más cautos suelen perder el control de sus observaciones e interpretaciones, siendo
víctimas, más o menos inocentes, muchas veces de la manipulación de los medios y la ingenuidad de
un público que ha crecido a la sombra de la televisión, crédulo y ávido de sensacionalismo.
Es cierto que hay investigadores honestos que eluden la farándula y periodistas científicos serios,
muchas veces ubicados en medios que permiten una amplia divulgación de sus escritos o
documentales. Lamentablemente son pocos. Por lo demás, una noticia errada ampliamente difundida
puede crear más confusión que muchas notas rigurosas menos sensacionalistas y, desde luego, más
que cientos de artículos especializados.
Es cierto también que no hay afirmaciones absolutamente “verdaderas” y que siempre ha habido
escépticos y crédulos. Es cierto que siempre ha habido afirmaciones con mucho respaldo y otras que
son en gran medida terreno de la especulación hipotética (menos comunes y –por ende- más atractivas
y novedosas). Es cierto, por último, que la investigación “químicamente pura” no existe, y que siempre
ha habido intereses personales y comerciales alrededor de la ciencia. Al igual que en cualquier otra
empresa humana inciden en la ciencia la búsqueda de prestigio y dinero por parte de los investigadores
y sus patrocinadores, la competencia, etc..
Ojalá la actual “avalancha seudocientífica” sirviera para enseñarnos a estar más alertas al recibir
cualquier información y a ser más críticos de nuestras fuentes. Desgraciadamente, desde la antigüedad
griega, por lo menos, la palabra escrita ha tenido un carácter casi sagrado (“lo leí en un libro” era un
criterio de verdad y seriedad indiscutible) y hasta hace pocos siglos la autoridad de los especialistas no
se discutía. Si ese respeto dogmático pudo mantener en pie por siglos ideas claramente erradas -como
que la Tierra era el centro del universo o todo había sido creado perfecto y permanecía fijo e inalterado
desde entonces- hoy no es posible. Cualquiera sabe escribir, publicar “bonito” o crear una página en
Internet, muchos tienen doctorados y otros diplomas. Claramente, hay libros y libros. Ya no basta con
que algo esté escrito para creerlo sin más. Puede que sea saludable que caigan las fronteras entre lo
que es ciencia “normal”, ciencia especulativa, seudociencia y charlatanería. El problema es, entonces,
en qué creer o –más bien- cómo tener un criterio para evaluar proposiciones alternativas y aceptar una
u otra.

INVESTIGACIÓN CIENTÍFICA Y SENSACIONALISMO PERIODÍSTICO:


No sabemos bien porqué (y, en todo caso, no es éste el lugar para discutir el problema), pero el hecho
es que el ser humano es curioso. Uno de los objetivos del conocer es aprender cosas nuevas, sacudir
nuestros prejuicios. En ese sentido, es natural y saludable que los investigadores desafíen
permanentemente lo que en cada momento “se da por sabido”. Lo importante –si es que pretendemos
que el concepto de “ciencia” conserve algún sentido- es valorar tanto lo novedoso o “revolucionario” de
una idea como su coherencia con lo observado. Ambas actitudes –la especulación imaginativa y la
contrastación empírica- son necesarias y complementarias en toda empresa científica (no es tampoco
éste el lugar para discutir sobre epistemología o la naturaleza de la “ciencia”), pero el que una idea
nueva sea atractiva o conveniente no es excusa para relajarse al exigir criterios para su validación .
Lamentablemente, uno de los elementos clave para que una noticia sea atractiva es el “factor sorpresa”.
Una afirmación es más llamativa mientras menos popular sea. Lo novedoso “vende” por ser escaso,
frente a lo común y masivo. Su validación empírica no es preocupación del periodista (o sólo lo es en la
medida en que haga la noticia más llamativa, con elementos de tecnología, de pasiones humanas, de
personalidades....). Esta manía por hacer noticia aunque sea a costa de distorsionar los datos, no sólo
contribuye a hacer especialmente confuso para el gran público lo que se sabe sobre los dinosaurios, el
origen de la humanidad (con equipos de investigación rivales empeñados en difundir su hallazgo como
más relevante que el de hace dos meses, o por difundir sus interpretaciones, bautizando a los mismos
fósiles como diferentes especies; Cohen 2001), las líneas de Nazca o las pirámides de Egipto. Lejos de
la arqueología y otros estudios sobre el pasado humano, este trato sensacionalista y simplista de la
investigación científica por parte de los medios, se traduce también en que muchas veces no sepamos
cómo tratar informaciones tan relevantes para el futuro como las concernientes al cambio climático
global o la capa de ozono.

EL PELIGRO DE DISTORSIÓN SENSACIONALISTA DE LAS INVESTIGACIONES SOBRE EL


POBLAMIENTO AMERICANO
Como todo campo de estudio referido a los orígenes de un fenómeno (ej. hominización, presencia inicial
de homínidos en Europa o Australia), la arqueología del poblamiento americano está plagada de
problemas, desde la “inercia” de esquemas conceptuales restrictivos, hasta los prejuicios
paradigmáticos o la retroalimentación escepticismo-formulaciones aventuradas pasando por estándares
de verificación mal definidos y cambiantes, tensiones político-académicas, etc (Politis 1999). Un
problema adicional es el representado por la difusión periodística, que suele caer en dos tentaciones: la
de simplificar engañosamente lo complejo para presentar cualquier tema como una competencia entre
dos alternativas (ej. Clovis.first vs. pre-Clovis), y la de destacar en exceso hipótesis excéntricas,
claramente minoritarias o muy discutibles, en el afán por hacer de la noticia algo llamativo (ej. el
esqueleto de Lapa Vermelha –apodado “Luzía” - con rasgos africanos y “prueba” de que el ser humano
llegó a América desde Africa navegando a través del Atlántico).
Sin duda, los peligros de la seudociencia en este campo no son tan graves como si se refirieran a la
salud (ej. posibilidad de muerte por confiar exclusiva o excesivamente en alguna de las tantas
medicinas “alternativas”), o a la venida inminente de cuerpos celestes (ej. que han alimentado suicidios
como el de Heaven´s Gate o –más cerca nuestro- el bluff de la “madre Cecilia” en Elqui), pero dificultan
innecesariamente un tema de por sí confuso. Uno de los aspectos que más dificulta la investigación
científica de cualquier “primer”, es precisamente que los principios y métodos de la ciencia tradicional,
basada en el positivismo de la física a escala humana, se han desarrollado para estudiar fenómenos “a-
históricos”, reversibles. Es en este terreno: el de los patrones, los grandes números y la importancia
central de la experimentación empírica como criterio de validación, donde la ciencia tradicionalmente ha
hecho sus mayores aportes. Durante las últimas décadas -partiendo quizás con la mecánica cuántica
(Einstein 1998) y llegando a la teoría del caos o las “estructuras disipativas” de que habla Prigogine
(1996)- se está haciendo un difícil trabajo por expandir la epistemología científica, considerando –de
partida- que todo fenómeno tiene su trayectoria histórica en la que juegan un importante papel las
contingencias o “accidentes” imprevisibles. Este trabajo está lejos de estar “completo” o, mejor dicho, de
haber fraguado en principios ampliamente aceptados, como los que caracterizaron antes las etapas de
“ciencia normal” (Kuhn 1971) y aunque sabemos que la evidencia empírica no puede ser el único
criterio de validación de hipótesis (menos aun en un campo como la arqueología, tan sujeto a sesgos de
descubrimiento y/o preservación), no sabemos bien qué peso darle a la coherencia teórica, más allá de
la evidencia. Así, por ejemplo, aunque la gran mayoría acepta que la evidencia humana en Australia
implica algún tipo de navegación pese a no haberse encontrado nunca botes, o que el contexto
arqueológico de Monte Verde implica la existencia de “sitios” antiguos más al norte pese a que aun no
se han encontrado y/o documentado adecuadamente, muchos no están dispuestos a aceptar hipótesis
como la de la ruta costera, la extinción por sobrematanza o la presencia humana hace cientos de miles
de años en América. Si estamos dispuestos a sustentar afirmaciones tan importantes en evidencia
negativa, como la de que las evidencias costeras antiguas estarían sumergidas, que la sobrematanza
fue tan rápida que no dejó ni evidencias, o que los restos pleistocénicos del hombre en América están
tan profundamente sepultados que quizás no se encuentren jamás, ¿no estaríamos abriéndonos a creer
cualquier cosa y confundir hipótesis y datos?. Quizás sin saberlo, la difusión periodística suele
“aprovecharse” precisamente de esta “área gris” e inestable de la epistemología para crear más
confusión, reduciendo cualquier crítica a una hipótesis extraordinaria como una simple “reacción
conservadora” paradigmática, motivada por un celo emocional y dogmático casi religioso , cuando la
ciencia es por definición y debe ser terreno de la crítica y el escepticismo. También subyace esta
caricatura, sin duda, la idea de que existen “pruebas” y “verdades definitivas” que algunos se niegan a
aceptar, cuando en realidad ni una ni la otra existen en la ciencia. Quizás en un tema tan ambiguo y
complejo como el del poblamiento inicial de América sea precisamente donde menos debe esperarse
que haya respuestas claras y definitivas. Más allá de lo obvio (que el hombre llegó a América a fines del
Pleistoceno y que era ya un Homo sapiens sapiens plenamente moderno), la verdad es que la mayoría
de los especialistas reconoce que queda mucho por conocer y que hay buenos argumentos a favor y en
contra de determinadas hipótesis. Los que creen tener una idea clara al respecto son claramente una
minoría, pero la prensa suele presentar sus opiniones de manera desmesurada, de modo que pareciera
que reflejaran una opinión realmente importante de considerar.
Tomemos por ejemplo la dicotomía artificial y caricaturesca de los Clovis-first vs. los pre-Clovis. Salvo
contadas excepciones, hace apenas diez o veinte años, nadie estaba dispuesto a defender a ultranza la
idea de que antes de las puntas Clovis no había presencia humana en América. Hubieran dicho talvez
que no había evidencia clara, pero que no sabían si había algo más antiguo. Muchos de los
investigadores que entonces habrían preferido decir que no sabían si había hombres en América antes
de Clovis, pero que no era un tema que les preocupara demasiado, hoy han asumido una posición
atrincherada contra cualquier supuesto pre-Clovis . Paul Martin manifestó en su momento, por ejemplo,
que mientras no hubieran tenido una tecnología sofisticada y una orientación a la caza de megafauna,
bien podría haber habido pequeños grupos humanos en América mucho antes de la extinción masiva y
el registro de puntas Clovis (Martin 1984: 363). Hoy, en cambio, asume una posición rígida ante
cualquier hipótesis sobre presencia humana anterior en América, llegando a ridiculizar sus
investigaciones considerándolas “poco serias; emparentadas a la búsqueda siempre popular de Big
Foot o el Monstruo de Loch Ness” (Martin 1999:278, citado en Grayson 2001:37).
Por otra parte, siempre ha habido defensores de la idea de que había presencia humana en América
mucho antes de Clovis. De hecho, esa fue precisamente la hipótesis más popular a fines del siglo XIX y
una que debieron combatir asiduamente aquellos científicos más escépticos que se basaban en lo
contundente e indiscutible del patrón Clovis para poner en duda un “paleolítico americano” tan antiguo
como el europeo. Investigadores como Alan Bryan, Scott McNeish y Robson Bonnichsen –entre otros-
han dedicado gran parte de sus vidas a estudiar esta posibilidad, y hasta en los libros de texto (ej.
Willey 1966) se concede que no sabemos bien cuándo llegó el hombre a América, pese a que sus
primeras evidencias innegables aparecen con Clovis alrededor del 11000 AP (13000 AP años cal). En
otras palabras, la idea de un “pre-Clovis” no es una novedad revolucionaria e insospechada hasta hace
pocos años, como quisiera hacernos creer el periodismo sensacionalista. No es cierto que la gran
mayoría de los arqueólogos negaran acérrimamente esta posibilidad, ni que los estudios en Monte
Verde hallan producido una “debacle paradigmática”. Motivados por presiones de diverso tipo (ej.
competencia por financiamiento o prestigio profesional), muchos arqueólogos han adoptado esta actitud
“maniquea”. No obstante, es interesante pensar en cuánto del actual atrincheramiento estéril en los
bandos de “Clovis-first”, por un lado, y “pre-Clovis”, por el otro, es fruto precisamente de esta
manipulación mediática.
Otra noticia que ha sido exagerada de manera poco prudente por los medios, es la de que el
descubrimiento del “hombre de Kennewick” permite descartar todo lo que creíamos saber en relación al
poblamiento inicial del continente, puesto que sus rasgos “caucasoides” difieren de los de los indígenas
contemporáneos de América y sugieren que hubo un poblamiento anterior, por parte de un pueblo de
origen europeo. El hallazgo de Kennewick ha encontrado un fuerte eco en la prensa por tocar aspectos
éticos y políticos con respecto a la “propiedad” del pasado, el derecho a estudiar el esqueleto de alguien
que puede ser considerado por algunos como su ancestro y –en definitiva- el rol de la ciencia en el
contexto de una sociedad globalizada y relativista. Si sumamos a ello efectos de marketing como la
reconstrucción facial exhibida en innumerables documentales de televisión, el halo de misterio
detectivesco asociado a técnicas sofisticadas, etc., no es de extrañarse que este “hallazgo” haya
causado la conmoción que ha causado. El boom del “hombre de Kennewick” ha ofrecido además una
oportunidad para tejer todo tipo de especulaciones basadas en evidencias mínimas y muy discutidas (ej.
el linaje mitocondrial X y sus filiaciones europeas, la semejanza entre artefactos pre-Clovis del este de
Estados Unidos y el “solutrense” de Cantabria) en torno a la hipótesis de que los primeros americanos
pudieron ser europeos que llegaron navegando por el Atlántico norte, hipótesis bastante más excéntrica
de lo que la desmesurada cobertura periodística puede sugerir .
Sin desconocer el valor de los restos de Kennewick y el hecho de que corresponden a uno de los
esqueletos más antiguos recuperados en América, la verdad es que no es siquiera tan antiguo. Muchos
restos óseos tanto o más antiguos –muchos de ellos descubiertos en Latinoamérica y publicados en
español en revistas de circulación restringida- han pasado desapercibidos para la prensa.
Por lo demás, sus rasgos no son “caucasoides”. Es cierto que no son clásicamente mongoloides, pero
también es cierto que la “raza mongoloide” todavía no surgía hace diez mil años, ni en Siberia ni en
ninguna otra parte del mundo (Gentry & Steele 1993). Por lo demás, toda población humana presenta
una cierta gama de variabilidad y es muy probable que el “hombre de Kennewick” no fuera un
representante típico de su grupo . La insistencia en que los rasgos de este esqueleto difieren del de los
indígenas actuales ha estado en parte afectada por intereses relacionados con evitar que sea
reclamado como ancestro por alguno de los pueblos nativos en la zona y probablemente vuelto a
enterrar conforme a las actuales disposiciones legales. Por último, y aunque este “hallazgo” fuera
efectivamente testimonio de la existencia en América temprana de otras poblaciones aparte de las
asiáticas (hipótesis que requiere de mucha evidencia coherente y no de un solo “hallazgo” aislado y
sensacional, como los que la prensa a menudo se empeña en construir para poder difundirlo como
“noticia”....) no está claro qué tan relevante sería este dato si fue una población minoritaria, rápidamente
extinta o absorbida por otra oleada; para muchos sería poco más que una “anécdota” curiosa y
prescindible para entender la historia del continente.
El hecho es que los datos e ideas acerca del poblamiento inicial de América están sujetos a una fuerte
distorsión por parte de los medios, desde la televisión a Internet. Puesto que es un campo complejo y
en sí confuso, que requiere de una especial atención crítica para entenderlo, es preocupante que exista
esta dificultad adicional. Demasiados de los datos a que el público masivo está más expuesto sobre el
tema son engañosos. No sólo se ha exagerado el valor de los pocos esqueletos fini-pleistocénicos en
América como evidencia de una población no-asiática en América. También se ha exagerado la validez
de los argumentos sobre los que se sostiene la tesis de un poblamiento inicial desde Europa. Aunque se
trate de una afirmación más específica, ejemplifica la misma actitud la ilustración en innumerables
documentales y publicaciones de un hombre cayendo por accidente al cenote de Little Salt Springs,
dando muerte y comiendo a una tortuga en una visera rocosa, en circunstancias de que la diferencia de
mil años entre la datación directa de la presunta lanza asesina y la de la caparazón de la tortuga
permite abrigar dudas razonables acerca de esta historia (Clausen et al. 1979)
Al margen de la noble intención con que suele aludirse a las extinciones de la megafauna
finipleistocénica como advertencia del poder destructor de la humanidad y su tecnología, por ejemplo, el
respaldo empírico para esta hipótesis de la “sobrematanza” es prácticamente inexistente y los
especialistas que la toman en serio, una franca minoría (Grayson & Meltzer en prensa) .
Por otra parte, muchos de los datos más relevantes pasan desapercibidos frente al foco de notoriedad
que los medios arrojan sobre lo aislado, lo sensacional y muchas veces, francamente exótico. El hecho
de que todos los estudios confirmen y sigan acumulando evidencias con respecto a que las lenguas
indígenas americanas tienen conexiones con lenguas asiáticas (Nichols 2002, entre muchos), por
ejemplo, pareciera ser una observación demasiado técnica y poco atractiva como para merecer mayor
cobertura de prensa. Muy pocos saben que en el último tiempo se ha acumulado la evidencia que
apunta a que la mayoría de los grandes animales finipleistocénicos se extinguieron mucho antes de que
pudieran ser cazados por los portadores de puntas Clovis. Lejos de ayudar al reconocimiento de Monte
Verde por lo que es, por ejemplo, la cobertura periodística le ha hecho aparecer como una especie de
enfant terrible y rompe-paradigmas, prejuiciando a muchos en su favor o en su contra aun antes de leer
los volúmenes o conocer en profundidad la evidencia. El hecho de que en el sitio se encontraron puntas
de proyectil, por ejemplo, pasó prácticamente desapercibido para la mayoría, ya acostumbrada a
concebir el sitio como la difusión mediática lo quiso presentar: una especie de “buque escuadra” de los
defensores del pre-puntas de proyectil , solo y primer opositor a la idea convencional de “Clovis-first”
supuestamente aceptada y defendida por todo el mundo científico. Por lo demás la noción clara y
relativamente simple de la gran antigüedad del sitio –fácil de hacer “noticia”- nubló el aspecto tanto o
más importante de que los americanos a fines del Pleistoceno pudieron no sólo ser cazadores con una
vida social elemental, sino también recolectores sofisticados, con un gran conocimiento de su medio
vegetal, revelado gracias a la extraordinaria preservación de la evidencia arqueológica en Monte Verde.
En otras palabras, si se hubiera descubierto una fecha igualmente antigua en una cueva en medio de la
estepa, donde sólo se hubieran preservado restos líticos, el sitio sería quizás mucho menos interesante,
aunque la prensa explotaría igualmente el dato aislado y sensacional de su “gran antigüedad”.
La investigación acerca del poblamiento americano es un tema complejo, confuso y en el que juegan
muchas variables. Una de ellas, que en estos momentos es inevitable aprender a considerar, es la
distorsión mediática, que no necesariamente “falsea” o malinterpreta maliciosamente los datos, pero
otorga una atención y jerarquía desmesurada a hechos aislados o hipótesis novedosas que muchas
veces son poco consideradas por los especialistas, precisamente por que la evidencia que las respalda
es mínima. En perspectiva, esta información basada en datos aislados y carentes de contexto es, en
general, poco relevante y contribuye más bien a confundir que a clarificar las cosas. Los especialistas
debemos aprender a ponderar las informaciones mediáticas, pero lamentablemente gran parte del
público general sufrirá el engaño o malentendido que –afortunadamente- en el caso de este tema es
relativamente inocuo.

AGRADECIMIENTOS:
A Luis Cornejo, Tom Dillehay, Francisco Gallardo, Gustavo Politis, Ricardo Rozzi y Pablo Villarroel, por
la lectura crítica de anteriores versiones de este trabajo. Aunque esta versión no necesariamente recoge
todas sus opiniones, debe mucho a la reflexión que sus observaciones estimularon. Uno de los
principales valores de este tipo de escritos es precisamente la oportunidad que ofrecen de discutir,
pensar y reflexionar a través de circular versiones preliminares a los amigos cuya opinión nos
interesa….

REFERENCIAS:
Clausen, C.J., A. Cohen, C. Emiliani, J. Holman & J. Stripp “Little Salt Spring, Florida: a
1979 unique underwater site” Science 204:609-614
Cohen, Claudine “Nuestros ancestros en los árboles” Mundo Científico ( revista La
2001 Recherche en español) 228:29-33
Einstein, Albert Sobre la Teoría de la Relatividad Especial y General Alianza Editorial
1998 (orig. 1920)
Gardner, Martin ¿Tenían Ombligo Adán y Eva? La falsedad de la seudociencia al
2001 descubierto Editorial Debate
Grayson, Donald “The archaeological record of human impacts on animal populations”
2001 Journal of World Prehistory 15(1):1-68
Grayson, F. y D. Meltzer “A requiem for the North American overkill” Journal of
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1971 Económica; México
Martin, Paul “Prehistoric overkill: the global model” en Martin & Klein (eds)
1984 Quaternary Extinctions: a prehistoric revolution University of
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Nichols, Johanna “The first American Languages” en Jablonski (ed) The First Americans: 2002
Pleistocene Colonizations of the New World Memoirs of the
California Academy of Sciences 27:273-93

Politis, Gustavo “La estructura del debate sobre el poblamiento de América” Boletín de
1999 Arqueología 14(2):25-51
Prigogine, Ilya El Fin de las Certidumbres Ed. Andrés Bello
1996
Sokal, Alan & Jean Bricmont Imposturas Intelectuales Ed.Paidós
1999
Steele, Gentry & Joseph Powell “Paleobiology of the first Americans” Evolutionary 1993 Anthropology
2(4):138-46
Willey, Gordon An Introduction to American Archaeology vol. 1 Prentice-Hall, New
1966 Jersey

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