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Chester Swann

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CARNE HUMANA

Chester Swann
chester_swann@yahoo.es

cheswann@gmail.com

www.tetraskelion.org

Carne Humana
Obra registrada en el Registro Nacional

de Derechos de Autor

Del Ministerio de Industria y Comercio de la

REPUBLICA DEL PARAGUAY

Bajo el Nº 2.447, foja 87/88, a los efectos

de lo que establece

El Art. 34º del Decreto Nº 5.159 del

13 de setiembre de 1999

Y a los efectos que establece el

Art. Nº 153 de la Ley Nº 1.229/98

De Derechos de Autor y Conexos.

Edición en soporte electrónico pdf

Colección NUEVA NARRATIVA PARAGUAYA

TETRASKELION ΤΗΤΡΑΣΚΗΛΙΩΝ

2007
I.S.B.N. en trámite.

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Chester Swann

Chester Swann
CARNE HUMANA

A mis hijos:

Ingrid Evelyn
Rölf Hermann (1965-1994)
Ariana Melody y

Brenn Roderick Daimon

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DRAMATIS PERSONÆ

Cuando me enteré, allá por 1970-80 del pasado siglo, de


los pormenores y pormayores de los casos impunes de este
turbio negocio, llamado eufemísticamente «adopciones in-
ternacionales», me dispuse a realizar un libreto para teatro
farsesco, dentro del género de lo absurdo. Cuando estaba
madurando el argumento, una gentil adolescente a quien
presté mi ordenador para un trabajo, realizó una operación
que me dañó el disco duro, privándome de muchos de mis
archivos electrónicos, por lo que casi abandoné el proyecto
por más de tres años; hasta que cierto día me decidí a reto-
mar el tema, aunque ya despojado de lo farsesco por razo-
nes obvias.
La tragedia del subdesarrollo y la miseria, que empu-
ja a jóvenes mujeres —solteras o no— a entregar sus hijos a
dudosos destinos, mediante el proceso de adopción, por lo
general plagado de vicios de forma y fondo y los entretelones
internacionales del comercio de vidas inocentes, me indujo
a tratar el tema como novela breve de corte policial y de
investigación periodística, recordando que he pasado por la
prensa y me interesó siempre cuanto afectase al ser huma-
no, con o sin uso de razón, según los cánones legales y buro-
cráticos de la sociedad despiadada y competitiva en que vi-
vimos.

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Los pacientes lectores seguramente, leerán


entrelinealmente estas páginas, que, no por breves carecen
de intensidad y pasión; aunque seguramente, se interesen
más por lo estético que por lo ético del fondo de la cuestión.
Mas siempre es un desafío encarar una temática poco usual,
donde se conjugan muchos factores que hacen a las viven-
cias cotidianas y al aspecto cultural, por lo general fruto de
los excesos o carencias de recursos.
Si la corrupción se hizo carne y habitó entre nosotros,
ha sido en parte por la permisiva impunidad de las autori-
dades, sus malos ejemplos y por la miseria imperante en
las clases populares que la empujan a sobrevivir como fue-
se; aún soslayando la ética y valores tradicionales que
cohesionaron mucho tiempo a nuestra aldeana sociedad,
hasta el advenimiento de la más tenebrosa tiranía que ha-
yan visto los siglos pasados y habrán de ver los venideros,
parafraseando al autor del inmortal Quijote de la Mancha.
Por lo que esbocé en estas páginas, el canibalismo sigue
vigente pese a nuestros supuestos adelantos en materia ju-
rídica y, cual hidra maléfica, se niega a morir bajo los
mandobles, no siempre certeros, de la jurisprudencia.
Moloch sigue devorando vidas inocentes, en pro de oscuros
negocios El culto al Becerro de Oro, despoja a nuestros ni-
ños, no sólo de su identidad, sino incluso de su libertad y,
hasta de su vida.
Y esto no es invento de quien escribe estas líneas, sino
que está reflejado en la cotidiana prensa nacional e inter-
nacional de las cuales también soy adicto empedernido.

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Chester Swann

En cuanto a los personajes e instituciones que apare-


cen a lo largo de la narración, son entelequias, que bien
pueden ser reales o no, pero las conocemos a través de nues-
tra observación de cuanto nos circunda en este valle de aflic-
ciones llamado Tierra. Tal vez alguien se sienta aludido en
estas líneas, que han de arañar la vista y conciencia del
lector, pero como dijera el gran literato Juan Bautista
Rivarola Matto: «A quien le venga el sayo tiene toda la li-
bertad de ponérselo, aún sin proponérselo».
Ruego la indulgencia y la bondad de los lectores, que
seguramente han de juzgar este trabajo. También es mi
ruego que nuestro torturado país encauce sus energías ha-
cia el bien común, a fin de ascender un peldaño en la toma
de conciencia y, en lo futuro, evitar a nuestros niños la ver-
gonzosa esclavitud de la prostitución en lejanos países (tam-
poco en el nuestro, donde también la hay) o su utilización
como piezas de repuesto para otros más afortunados con
padres dispuestos a todo, aún al crimen a través de
interpósitas personas para conseguir órganos vivos para los
suyos.
A veces la realidad es más impactante que la ficción.
Al acabar este libro, en 1997 y durante la corrección de las
pruebas, supe que en Santa Fe, Argentina, descubrieron un
camión frigorífico con carne de niños al gancho. ¿Somos aún
caníbales? ¿Estamos todos locos? ¿Qué tenebroso poder go-
bierna al mundo y permite estos excesos? Ud. amigo lector,
tiene la respuesta, pero los escándalos de pedofilia conti-
núan aún al presente.

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Los caníbales

Nathan Allen, pantalla en mano, estaba esa tarde


decembrina de 1991 sudando la gota grasa bajo la poderosa
canícula veraniega del Paraguay, capaz de derretir el áni-
mo a un dinosaurio. Sintió cierta aprehensión, no habitual
en él, al trasponer —previo cacheo de rigor, aún mucho an-
tes de la paranoia del terrorismo— el muy vigilado portón
del búnker ultrafortificado, más conocido como la Embaja-
da de los Estados Unidos de América, en Asunción. No era
para menos ni para más. Estaba ansioso por conseguir un
niño recién nacido en precaria cuna de un depauperado
vientre paraguayo, a fin de llevárselo a su opulento país
con fines de adopción. Por lo menos, así lo admitía a quien
quisiera oírlo en su reducido círculo de huéspedes de un
céntrico hotel de no más de tres estrellas, aunque su esposa
se alojaba en otro más constelado, por razones que sólo él
conocía.
Debía gestionar, no sólo el ingreso del niño en cues-
tión a su país, sino ver cómo sobornar al juez adopcionista,
con los abogados más corruptos del Paraguay para lograr
su propósito. Por fortuna, el cónsul norteamericano cono-
cía a muchos de ellos en sus casi dos años de servicio en esa
representación diplomática, situada en pleno corazón de la
subdesarrollada América austral.

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Malos tiempos corrían para las adopciones internacio-


nales de carne tierna; aunque algo desnutrida por la mise-
ria del subdesarrollo. La prensa paraguaya estaba levan-
tando perdices y polvareda en torno a la dudosa, cuando no
escandalosa cuestión. También la de Europa, la cual de-
nunciaba casos de falsas adopciones con fines inconfesables,
por parte de supuestos matrimonios sin hijos que lucraban
con la venta de niños —previamente sanitados y alimenta-
dos— para diversos usos. Desde pederastas pedófilos y em-
presarios del sexo núbil, hasta ciertos cirujanos
inescrupulosos expertos en trasplante de órganos. Pero para
esto último, los infantes deberían ser sanos de origen y tras
el engorde, prepararlos para una «muerte cerebral» que los
mantuviese a la orden de cualquier pedido de riñones, cór-
neas o lo que se precisase en exclusivas clínicas de cinco
cruces del primer mundo, aunque en el tercero también las
hay, aunque no creamos en ellas.
Por otra parte el Congreso Nacional paraguayo de la
“era democrática”, discutía acaloradamente un proyecto de
ley de suspensión de adopciones foráneas, hasta que se
aclarase el tortuoso panorama de los dudosos destinos de
los niños paraguayos, exportados literalmente a los Esta-
dos Unidos, Holanda, Alemania, Emiratos Árabes e Israel,
entre otros, aunque no para los mismos propósitos.
Nathan Allen, tras presentar sus documentos a los
cancerberos, marines y policías nacionales que custodia-
ban los accesos al búnker diplomático, fue conducido ama-
blemente por un diligente guardián, no desprovisto de hi-

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pócrita sonrisa de fingida amabilidad, hasta el despacho de


Mr. Woolstone, el cónsul. Este, lo invitó a sentarse con un
ademán algo imperativo y le preguntó en su idioma:
—¿Logró averiguar algo sobre el proyecto de ley apro-
bado en Diputados y a punto de pasar a Senadores, Mr.
Allen?
—Sí, señor —respondió el aludido—. Y me temo que
la cosa se está poniendo espesa y, a pesar de las presiones
del señor embajador, el congreso paraguayo va a aprobar
esa ley, pateando nuestros intereses y poniendo en duda
nuestras intenciones.
—Creo que debemos apretar más las tuercas a estos
cretinos de mierda. —replicó Mr. Woolstone, olvidando su
diplomática verba de rigor, pues en esos momentos no la
había menester—. De lo contrario otros países seguirán el
ejemplo de estos díscolos súbditos nuestros, aún a pesar de
nuestra paciencia.
—¿Lo cree Ud. señor cónsul? Mire que ya hemos lle-
vado niños de Guatemala, Dominicana y varios otros paí-
ses a los Estados Unidos, y pese al seguimiento de algunos
jueces, logramos burlar sus controles internacionales. Es
que muchos niños son verdaderamente adoptados por ma-
trimonios sin hijos, y esto logra encubrir en gran medida
los otros casos. Espero sinceramente que el Congreso reca-
pacite y responda a las presiones del embajador positiva-
mente. Hay muchos miles de dólares en juego como para
dejarse derrotar por unos cuantos idiotas bienintenciona-
dos de este país.

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La revista «Interviú», de España denunció, por esos


días, las atrocidades cometidas con niños y niñas provenien-
tes del Cono Sur de América. La policía española acababa,
por entonces, de desmantelar una banda, que utilizaba la
red Internet para distribuir fotos pornográficas y videos de
niños a lúbricos clientes de toda Europa y Medio Oriente.
Más de doscientas personas fueron arrestadas en torno al
caso. También en Francia y Alemania e incluso en Bélgica,
se detectaron contactos de la infame red distribuidora de
carne núbil para depravados y canibalescos gourmets del
primer mundo, eso sí, harto solventes de efectivo.
En tanto, el Parlamento Europeo no se hizo cargo e
ignoró el asunto, como si no les concerniera para nada. Muy
pocos alzaron la voz y, en breve, todo se diluyó en un océano
de retórica gimnástica y ruidosa, típicamente europea.

Nathan Allen ingresó al opulento despacho de la jueza


del menor Sonya Téllez, una rubia teñida, de vidriosa mi-
rada de habitué de fiestas blancas, rostro mofletudo como
de adicta al chocolate y hoscos gestos de aspiradora de dó-
lares a tiempo completo. Se sentó frente a ella sin esperar
invitación y en un pésimo castellano, acentuadamente grin-
go le espetó:
—¡Tengo al niño casi pronto, a punto de nacer y dis-
pongo de cuanto me solicitó, pero hay impedimentos para
llevármelo! ¿Podría usted dictar una sentencia definitiva,
antes de que salga esa ley? Tengo prisa por retornar a mi
país. Los negocios me llaman con premura.

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—Tranquilo señor Allen —replicó la jueza, con falsa


parsiminia de sacerdotisa de lo protervo—. No olvide que
le di mi palabra de concederle la adopción, pero debo ser
prudente. En cualquier momento pueden destituirme y lle-
varme a juicio y no deseo arriesgar mi carrera. Creo que
tengo otra solución si le parece.
—Toda vez que no me obligue a gastar más de lo con-
venido ni arriesgue mis trámites de adopción, puedo consi-
derarlo —respondió Mr. Allen.
—Ordenaré que secuestren al niño desde el hospital,
a poco de nacer, y lo hagan desaparecer por la frontera seca.
—dijo la magistrada del menor haciendo gala de un orondo
desparpajo, sin obviar su carencia menesterosa de ética,
virtud últimamente muy venida a menos; no digamos sólo
en el Paraguay, sino en el planeta entero, de horizonte a
horizonte.
—¿No le parece un poco... digamos arriesgado un se-
cuestro? —preguntó sobresaltado el americano—. Recuer-
de que necesito toda la documentación en regla para llevar
un menor a mi país.
—Tendrá todo lo que precise, señor Allen. Sólo que el
niño será llevado al Brasil y desde Ponta Porã gestionare-
mos la documentación. Son detalles. El bebé será brasileño
y no paraguayo. En cuanto a su madre, le daremos lo sufi-
ciente para consolarla y cerrarle el pico. Usted sabe que
algunas mujeres, denuncian a los gritos destemplados, a la
prensa, la desaparición de sus cachorros y alborotan el
ambiente impidiéndonos trabajar tranquilos. Y todo por no

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darles lo que ellas creen que vale su trabajo, que, según


deduzco, debe ser placentero. Al menos para engendrarlo.
Tras esto, el señor Allen quedó algo estupefacto, como
quien cae de pronto en la cuenta de algo atroz, pero corrien-
te. Absurdamente corriente. Atrozmente corriente, aun-
que él mismo era poco apto para juzgarlo.
—¿Y esas madres consienten en...
—Son madres del subdesarrollo, señor Allen —le re-
cordó la jueza Téllez—. El hambre hace estragos en la de-
cencia y la vergüenza de la gente. Creo que ni hace falta
recordárselo, puesto que Ud. suele presumir, en inglés, cla-
ro, de ser un buen repartidor de cometas en este país, donde
hasta la miseria es negocio manejado desde el exterior y
máquina que mueve la corrupción interior, alimentada por
boreales dólares, bien habidos, mal habidos, o bien
malhabidos, para variar, pero siempre verdes.
El estupor poco disimulado del americano se filtró a
través de sus oscuras gafas polarizadas, proyectándose ha-
cia la Dra. Téllez (en realidad ésta tenía la tesis en trámite
aún, y otra profesional la estaba redactando por ella, pero
gustaba que la llamen doctora), cual si aquél fuese impolu-
to gentleman británico, sorprendido en infracción por un
pastor anglicano, robando una flor de la capilla, junto con
la colecta dominical.
—Estimada doctora, no sabía que están tan pobres
los habitantes de este país. Tengo entendido que han reci-
bido mucha ayuda para el desarrollo por parte de mi go-
bierno y entidades internacionales, desde años atrás. Son-

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Chester Swann

rió casi lascivamente contemplando las túrgeas redondeces


de la magistrada, adivinando sus formas insinuadas por un
escote provocativo, un sujetador strapless y un traje Chanel
bastante sobrio, acorde a la investidura de su cargo.
—¡Oh, señor Allen! Usted sabe perfectamente que eso
que llama Ayuda, con mayúsculas, alimentó un aparato tan
perverso que arrastró al fango a personas e instituciones.
Esos dólares y créditos sirvieron para organizar el
copamiento del país, por cuenta de la CIA. Recuerdo al co-
ronel Robert Thierry, quien asesoraba a la Técnica en ablan-
dar o suprimir disidentes. El salario de los maestros de la
tortura fue pagado con dinero del «Punto Cuarto», el “AID”
y la “Alianza para el Progreso” ¿Recuerda a Daniel Mitrione,
ejecutado por los tupamaros en Montevideo? Así no hay
desarrollo que camine derecho. Más bien se arrastra como
arroyo seco o lombriz desorientada. Esto es resultado de
un empobrecimiento económico y moral deliberado, y, ca-
sualmente, programado desde su democrático y paternalista
gobierno. ¿No lo sabía usted, señor Allen?
Este no esperaba esta brutal sinceridad por parte de
la casi cómplice de sus negocios, como era la doctora Téllez.
E incluso, sus métodos demostraban ser más tortuosos y
expeditivos, si cabe tal adjetivación. Bueno, quizá conocía
mejor la deplorable y atroz situación del país. Su organiza-
ción sólo buscaba dividendos, no hacer filantropía, y mucho
menos en el tercer mundo. Mr. Allen capituló. Esta buena
señora, que fungía de jueza del menor, le estaba dando lec-
ciones acerca de cómo corromper a la propia podredumbre.

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CARNE HUMANA

Si pudiese contratarla, para manejar sus asuntos crepus-


culares de Chicago, New York o Atlantic City... aunque pen-
sándolo bien, mejor dejarla en su sitio pues semejante ar-
pía podría hasta arrebatarle su liderazgo en la organiza-
ción, de la que él formaba parte.
En cuanto a Mr. Woolstone, el cónsul, no dejaba nada
en el tintero ni daba puntada sin hilo en materia de busi-
ness. Era más fenicio que americano y más americano que
humano, pero en fin, era harto difícil hallar la perfección en
este valle de lágrimas. Mejor dejarlo ahí para ahorrarse la
posibilidad de un naufragio en el mar de las conjeturas.
Mr. Allen salió del despacho de la poco honorable Jueza
del Menor con la casi certeza de que saldría con la suya,
aunque algo extra debería invertir en ello. Por otra parte, el
señor cónsul de su país tampoco dejaría de dar una mordi-
da a los dividendos —y no precisamente con dientes de le-
che—, según era la costumbre de quienes se servían de la
patria por los cuatro cantos del mundo. Pero esto no inco-
modaba tanto a Mr. Allen, como el tema de la nueva ley de
congelamiento de las adopciones internacionales. Tal pési-
mo precedente podría ser contagioso en los demás países
del tercer, cuarto y quinto mundo, restando una valiosa fuen-
te de emolumentos para quienes ejercían la noble profesión
de buscar niños para padres estériles y madres yermas de
vientre... o para quienes fuesen que pagaran bien y al con-
tado rabioso por la‘mercancía. Después de todo, la carne
—humana o no— seguía siendo eso: carne, y nada más.

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En las telarañas de la red.

Herminia Garay se sintió, de pronto, al borde del infier-


no o lo que lo pareciera. Atroces espasmos anunciaban que
nacería su hijo primerizo. Ya sabía que seria varón, pues el
que la hizo preñar a trueque de un magro pago de seiscien-
tos dólares cash —y que pagaba además la ecografía y otros
gastos de hospital y botica—, la tuvo al tanto del proceso.
Herminia corrió a lo de su vecina y confidente-infidente,
doña Froilana Durán, para convocar un taxi desde su telé-
fono. Su misterioso patrón gringo lo pagaría también, pues
doña Froilana era conocida del mismo, e incluso formaba
parte de las reclutadoras de vientres de la organización.
Por otra parte, ellos querían un mitã’i sano en lo posi-
ble, aunque era mucho pedirlo en un país donde el noventa
y uno por ciento de la tierra es propiedad del poco más del
uno y medio a dos por ciento de sus habitantes y la asime-
tría económica es tan pronunciada como un insulto soez.

Al resto de la población se la comían las lombrices de


variopinto tamaño y voracidad, amén de piojos, pulgas, chin-
ches, mosquitos que parecían la fuerza aérea y vinchucas
que chupaban como poetas y mataban como la mismísima

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CARNE HUMANA

muerte: lentas pero seguras con su tripanosómico chagas.


Tras el regateo, el taxista demoró menos de dos minutos en
bocinar a la puerta del rancho de los suburbios de Luque,
cercano al aeropuerto internacional.
Amaba a su hijo por nacer pero tal vez, ni lo vería. Ni
siquiera lo amamantaría por unas horas. Si la anestesia lo
permitiera, tal vez lo sintiese unos segundos, antes de ser
trasladado, el neonato, a un hospital algo más acomodado
donde lo desparasitarían para que se pudiese exportarlo.
Un cheque de doscientos cincuenta dólares post-parto, fir-
mado por Nathan Allen, era cuanto acunaría en su gastado
monedero. Ello le alcanzaría para comer un par de meses,
pagarse el techo y algunos gastos básicos. Le habían pro-
metido seiscientos, pero lo cobraría de concretarse la sen-
tencia de adopción.
Mientras tanto, debía contentarse, contenerse... y es-
perar. De pronto Herminia lloró espasmódicamente. Algo
se quebró en sus entrañas. El taxi se dirigía velozmente a
la Cruz Roja, cuando, plañidera, ordenó a los gritos:
—¡No. Mejor vamos a los primeros auxilios o a Clíni-
cas! ¡Alguien me quiere robar mi bebé, señor!
El taxista, algo sorprendido, tardó un poco en reaccio-
nar aunque obedeció a su pasajera, sin percatarse de que
era seguido por otro taxi que hacía media hora acechaba en
las cercanías del humilde rancho de Herminia, gracias a un
oportuno aviso de doña Froilana.

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Chester Swann

Mrs. Allen, esposa de Nathan, miró impaciente su re-


loj, como dudando de la veracidad de sus manecillas, o de
su velocidad. Su esposo debía estar de regreso a su hotel
con la sentencia definitiva en gestión. Algo debía andar
mal o por lo menos fuera de lo previsto. Sabía el grado de
corrupción latente en el país, y que un poco del abono verde
—que fluía desde el suyo para torcer voluntades, sazonar
venalidades y dictar cátedra de impunidad—, a veces no
bastaba. En sus inicios, la corrupción se contentaba con
migajas; ahora aspiraba porcentajes, como mínimo de seis
o siete dígitos. Oh, my God!
Resolvió dirigirse al comedor del Gran Hotel del Pa-
raguay, donde se hospedaban casi todas las parejas o perso-
nas solitarias que buscaban adopciones, para almorzar sola.
La solicitud de adopción tenía algunas irregularidades, para
variar. Se habían iniciado los trámites meses antes de que
naciera el niño, hijo de una humilde soltera que trabajaba
como empleada doméstica de unos conocidos. Esta estaba
preñada de un joven estudiante, el cual al enterarse de su
responsabilidad hizo mutis por el foro. Tanto mejor. El
niño ya tenía a alguien esperándolo en los Estados Unidos,
aunque no con cariño precisamente, ya que era seguro que
fuese reexportado a Europa o Medio Oriente, donde no fal-
tan pederastas y pedófilos refinados. Tomó asiento en un
soleado corredor del hotel, cerca de un guacamayo parlan-
chín que era la mascota del dueño del local e hizo señas al
camarero para que la atendiese. Hacía casi tres meses que
se hallaba en el país, haciendo el papel de ansiosa madre

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CARNE HUMANA

frustrada por sequedad de vientre, en espera de adoptar un


gracioso paraguayito como hijo suyo. Incluso su rostro apa-
rentaba estar nimbado de sentimientos y aureolado de de-
seos de realización como madre y esposa. Si se pudiese
hurgar en su mente, tal vez se experimentaría un temblor
ante lo que verdaderamente se agazapaba allí, entre sus
calculadoras neuronas de caja registradora. El camarero,
que ya conocía sus hábitos le acercó una copa de daiquiri
como preludio del almuerzo, frugal por otra parte. Después
de todo, era una weightwatcher convencida, por no decir
fanática de sus kilos o libras.
Miró y remiró su reloj de pulso como si ese gesto acelerase
el tiempo o trajera a su esposo de dondequiera se encontra-
se. Nada. Ni su sombra asomó por la entrada del lobby del
hotel. Se resignó a almorzar en compañía de sus pensamien-
tos y del guacamayo mascota que, por esta vez, se mantuvo
silencioso y expectante como presagiando densos aconteci-
mientos, o cual si estuviese hurgando en los tortuosos pen-
samientos de algunos comensales

Mr. Allen ordenó al taxista que siguiese al colega que de


pronto cambió el rumbo prefijado. No dejaría huir a la mujer
después de haber invertido más de dos mil dólares en la
consecución de su objetivo. Los informes médicos indica-
ban que el prenato era aparentemente sano y sería de piel
blanca y ojos verdosos como solicitara su cliente en la leja-
na Chicago. Nada podría hacerle bajar la guardia y no de-
jaría que la mujer escogiese otro hospital de maternidad

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Chester Swann

que el contratado para el parto inminente. Evidentemen-


te, la mujer arrepintióse de la preventa de su hijo y tal vez
decidió no entregarlo, pese a haber consentido en recibir
anticipo a cuenta y atención sanitaria pre-parto.
—¡Daughter of a bitch! —pensó Mr. Allen tomando su
celular y tecleando a la casa de la jueza Téllez, a quien avi-
saría del cambio de planes. Tal vez, fuese más fácil el se-
cuestro en el hospital de Clínicas, que en la Cruz Roja. Todo
era cuestión de hablar con...
—¿Es que los parias del subdesarrollo no habían perdi-
do casi hasta la dignidad? —volvió a pensar Mr. Allen—.
¿Cómo es que la mayoría de las paraguayas claudican de
sus compromisos casi sobre el límite del parto? ¿o acaso se
arrepienten de sentirse simples reproductoras de carne hu-
mana para consumo?
Tantas ideas se agolpaban, cual estampida de ahorristas
defraudados, en la cavernosa mente de Mr. Allen, que casi
todas sus neuronas estaban rebasadas, desbordadas y con
alto nivel de saturación. No le preocupaba ser investigado
ni temía ser arrestado en caso de vinculársele a los llama-
dos mitãreraha’ha, como denominan en guaraní a los
robaniños, que pululaban por los pasillos del Palacio de
Justicia, más suntuoso que justo y más monumental que
ético. Una vez cerciorado del hospital elegido, que resultó
ser el ruinoso y proletario Hospital de Clínicas, Mr. Allen
dirigió al taximetrista hacia la residencia particular de la
jueza Téllez (era un sábado y no estaría en su despacho).
La magistrada del menor no residía precisamente en un

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CARNE HUMANA

barrio mid-class, sino en un coqueto dúplex de un barrio


residencial desde donde dirigía a una piara de abogados
adopcionistas, expertos en trampas, chicanas y sobornos,
que se sacrificaban por vender ilusiones a matrimonios sin
descendencia, pederastas refinados y no tanto, cirujanos de
bajo perfil ético y chulos orientales del turismo sexual. De
todo hay en la viña del señor Baco. Unos cosechan y otros
son los frutos a cosechar. Unos nacen con estrella y otros,
estrellados. Algunos sacan la lotería de la vida y son afectiva
y amorosamente adoptados, y hasta ingresan a una univer-
sidad, olvidando su origen, aunque suelen traicionarlos sus
ojos, cabellos y cutis. Pero la suerte no se emparda en todos
los casos. Mr. Allen no temía, no tenía por qué temer a la
aleatoria suerte, disponiendo de unas cuentas bancarias
muy reservadas y con decena de ceros a la derecha, una
oficina en Chicago y otra en Atlantic City. Total, los nego-
cios relacionados con carne tierna se manejan por satélite.
Y por Internet, pre-supuesto.
Los chulos del Mediterráneo, Brunei, Hong Kong, Kuala
Lumpur, Djakarta y Bangkok, entre otras urbes divertidas,
aguardaban varios envíos de niños de ambos sexos para sus
lupanares y cadenas de vídeo clubes del vicio. Varios je-
ques sauditas y sultanes de los Emiratos esperaban tam-
bién con limitada paciencia su mercancía. El mundo se
mueve con la pasta; el dinero en cualesquiera denominacio-
nes de circulación fiduciaria del orbe. Y esa masa de dinero
movía influencias, poderes varios y compraba cuantas con-

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Chester Swann

ciencias se pusiesen a tiro de billetes verdes, cards y che-


ques.

Herminia Garay despertó sobresaltada por algún sueño


premonitorio. Varias pacientes dormían en la sala colecti-
va de maternidad. Su bebé, a quien acarició al alumbrarlo
en su bautismo de aire y luz, yacía en su cunita, protegido
por un mosquitero raído de tul de nylon. Aparentemente,
todo en orden. Demasiado bien en orden tras dos días del
parto. El cansancio y la tensión la vencieron y retomó su
interrupto sueño. Era muy de noche aún y por el pasillo no
se oían pasos, como si el silencio presagiase algo.
De pronto, como al filo del amanecer, Herminia se in-
corporó tensa, cual cordaje de guitarra eléctrica. Apenas
dudó en abalanzarse sobre la cunita para —tras revolver
las sabanas ajadas y malolientes de pis— hallar tan sólo
una muñeca de plástico barata, casi del tamaño de su re-
cién nacido. Un alarido desgarrador huyó de sus entrañas,
arañando brutalmente el silencio casi cómplice de la ma-
drugada. Las otras mujeres de la sala —algunas aún pre-
ñadas y otras ya paridas— despertaron doblemente sobre-
saltadas. Esa tarde anterior, una de ellas había fallecido
de una fiebre puerperal galopante y ninguna se sentía se-
gura en ese ambiente malsano del hospital más indigente
del país, y quizá del planeta. Poco tardaron en caer las
celadoras y enfermeras de turno, así como la histeria, que
arrasó al mujerío de la sala, convirtiéndolas en gimientes

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CARNE HUMANA

fantasmas, que corrían de aquí para allá como buscando


atrapar la sombra siquiera, del bebé ausente.
Herminia Garay se arrojó al astroso piso de la sala y se
arrastró con un gemir continuo de perro herido, llamando
a los gritos a su cachorro plagiado por manos ¿anónimas?
La polícía no se hizo de rogar, extrañamente, y, tras inte-
rrogar al personal de turno demorando a una enfermera y a
una limpiadora del pabellón, trataron de calmar a la vícti-
ma. En cuanto a Herminia, bastante tiempo pasó para que
pudiese responder coherentemente y sin hipar a los detec-
tives del subdesarrollo, que la interrogaban buscando pis-
tas a ciegas.
—¿Como a qué hora, cayó en la cuenta de que le lleva-
ron su hijo... señorita...? —interrogó el Oficial Inspector.
—¿Nombre; edad; nacionalidad; domicilio y profesión u
oficio? —quiso anotar el burocrático suboficial.
—¡Quiero ver a mi hijo, señor oficial! —gritaba
espasmódicamente Herminia, como ignorando las
inquisiciones policiales—. ¡Devuélvanme mi bebé, señor
agente! —proseguía su letanía plañidera de última hora,
evitando mencionar que alguien la tenía comprometida en
dar su hijo en adopción, aunque no pudo evitar que los
diarios vocearan su nombre y las descripciones del niño.
Además gritaron su rostro para todo el mundo, en medio de
sus páginas policiales. Poco tardaría en investigarse el caso
y salpicaría de rebote a varios jerarcas de salud pública y
de otras reparticiones, pero nadie sería sancionado por ne-
gligencia alguna.

24
Chester Swann

Como de costumbre, las influencias nocivas de podero-


sos mandamases se impondrían para torcer la vara de la
justicia sobre las espaldas de las mojarritas, evitando la de
los tiburones. Es que la espada de Astrea nunca lastima a
quien la empuña, sino a quien va dirigido el mandoble, que
tampoco golpea en demasía, justo es mencionarlo, salvo a
los marginados o adversarios políticos en desgracia.
Herminia Garay, vacía por dentro y con la leche aún
goteándole de los pechos henchidos, sollozaba con cortos
espasmos. Nada podría ya devolverle ese breve placer de
tener entre sus brazos a un ser que era solamente suyo,
brotado de sí misma, cual retoño de verano. Se lo habían
llevado ante sus propias narices sin compasión. Sabía que
esa gente sería capaz de todo, pero ahora, tras esta
traumática experiencia, se daría cuenta de que eran capa-
ces de algo más que todo. Bastante más.

Mr. Allen ingresó al lobby del hotel «Eireteñu» de la fron-


teriza ciudad de Pedro Juan Caballero, donde se hospeda-
ría durante los trámites de rigor en la vecina Ponta Porá.
El Doctor João Pires Da Fonseca, vendría en poco tiempo
más con la documentación. Recordó a su esposa que lo aguar-
daba en el Gran Hotel del Paraguay y sintió un poco el ra-
malazo de la soledad que azotaba su interior como invitán-
dolo a dejar todo y tomarse unos días de relax en las playas
de Virgin Islands con su amante favorita Kathy Wellington
mientras su amada esposa de utilería, Judith Solomon, alias
Mrs. Allen para sus fines, se tomaría un reposo en las

25
CARNE HUMANA

Bermudas o en Cancún con uno de sus chulos caribeños.


Por cierto, él tampoco debería dejar traslucir su verdadera
identidad.

El periodista Andy Calamaro —del diario La Siesta


Asuncena— se apersonó en la fría y sucia sala del misérrimo
Hospital de Clínicas, dirigiéndose resueltamente a la cama
7, donde aún reposaba, es un decir, Herminia Garay. Si
bien ésta ya estaba algo más calmada de su repentina his-
teria de la noche anterior, aún tenía los ojos del color de
huevos fritos a causa de las abundantes lágrimas vertidas
por su hijo ausente. Calamaro se le acercó medio en puntas
de pie, para no alarmarla más de lo que ya estaba y delica-
damente se sentó en el borde de la cama de metal, cubierta
de óxido y pintura vieja, enjaezada con un colchón
prediluviano y sábanas ajadas y semisucias. Herminia ape-
nas se percató de la presencia del periodista, como si cuan-
to la rodeaba fuese espejismo transparente. Sólo salió de
su marasmo cuando el hombre de prensa la saludó y le hizo
las primeras preguntas.
—Herminia Garay, supongo. Disculpe que no le dé los
buenos días. Sería irónico hacerlo en estas circunstancias,
pero sepa que haremos lo posible por localizar a su hijo. ¿A
qué hora aproximadamente ocurrió el... este... secuestro?
La mujer lo miró indiferente y apenas respondió:
—Mil veces me lo preguntaron los policías y ya les dije
todo lo que sabía (sollozo ahogado seguido de profundo sus-
piro). Fue, creo, a eso de las tres de la madrugada cuando

26
Chester Swann

presentí algo y desperté pero me tranquilicé a primera vis-


ta al ver la cunita y el chiquito durmiendo en ella. Intenté
dormir otra vez, cuando a eso de las cuatro de la mañana
salté como un resorte y al alzar las cobijas, caí en la cuenta
que se lo habían llevado, dejando esa asquerosa muñeca de
plástico en su lugar (otro suspiro cansado) para engañar-
me. Pero yo casi esperaba esto.
Herminia sintió quebrársele la voz y se detuvo cuando
sospechó que había dicho algo de más. El periodista ba-
rruntó que la mujer ocultaba algo y se dispuso a interrogar-
la inteligentemente o no soltaría prenda. Viejo zorro de la
investigación, Andy Calamaro sospechaba que estaba tras
un caso gordo. Probablemente una red de traficantes de
niños.
La suspensión de adopciones internacionales era casi un
hecho, pese a las presiones de la U.S. Embassy y el Depar-
tamento de Estado. Los adopcionistas del foro estaban de-
solados como palomas en stand de tiro. Era dable suponer
que, de detenerse las adopciones, los tratantes recurrirían
a métodos más expeditivos para no quedarse sin mercan-
cía.
Y el secuestro llenaba ese requisito. Sabía que en el
Brasil los trámites eran más permisivos, especialmente con
los adoptantes extranjeros, quienes no debían pasar dema-
siado tiempo aguardando que un juez complaciente, dóla-
res mediante, les concediera la tan ansiada adopción. Por
la plata baila el mono y hasta el rey. Incluso, el dueño del
mono.

27
CARNE HUMANA

—¿Conoce usted a la jueza del menor Sonya Téllez? —


preguntó el periodista.
La mujer meneó la cabeza negando tal posibilidad. Andy
Calamaro insistió sin darse por vencido:
—Es la jueza que más adopciones ha concedido en me-
nos tiempo de carrera y se cree que forma parte de una red
de vendedores de niños al extranjero. Es probable que su
hijo esté en la mira de esa organización. ¿Oyó hablar de
Nathan Allen, un norteamericano que vino hace tres meses
para adoptar un niño paraguayo?
Al oír este nombre, Herminia Garay casi se desvaneció.
Cuando se recuperó del soponcio, decidió contar al periodis-
ta todo cuanto sabía. No era mucho, pero daba para hilar
cabos que conduzcan al fin de la red de trata de niños.

Mr. Woolstone, recibió en su despacho consular a la se-


ñora Allen sin demasiado protocolo. Eran viejos conocidos y
algo podía obviarse entre amigos, o mejor, entre socios. O,
mejor aún, entre cómplices, que otra cosa no serían. Mrs.
Allen se sentó frente a él y tras hacer un insulso comenta-
rio acerca de la humedad y el calor sofocante de la siesta
asuncena, entró derecho al meollo de la cuestión.
—Acabo de recibir un fax de Ponta Porá, donde Nathan
me avisa que el niño está con los documentos listos, pero no
paraguayos sino brasileños. Sólo que hay un… digamos,
pequeño inconveniente. Nuestro gobierno pone más res-
tricciones al ingreso de niños brasileños que al de los para-
guayos. ¿Cuál es la causa señor cónsul?

28
Chester Swann

Éste puso cara de yo-no-fui y tras breve carraspeo de


fumador opinó:
—Debe ser por causa del avance del A.I.D.S. en Brasil.
Pero si el niño está sano y cuenta con la certificación sani-
taria correspondiente, haré cuanto pueda por conseguirles
la visa con mi colega en Campo Grande. Se lo prometo.
Mrs. Allen se tranquilizó algo y respondió:
—Hemos invertido ya casi dos mil dólares en conseguir
ese niño y sería muy frustrante perderlo ahora que ya casi
tiene su documentación asegurada.
—Ciertamente —acotó el cónsul—. Pero no olvide que
cada niño se cotiza en cien veces esa suma en los Estados
Unidos y Europa. No es mal negocio. ¿No lo cree? Vale la
pena hacerlo todo legalmente.
Mrs. Allen disimuló un gesto de disgusto ante el cinismo
de Mr. Woolstone y trató de salirse por la tangente. —Este
niño será mío, señor cónsul. No tengo hijos, como usted
sabe y le he tomado cariño al pequeño...
—¿Lo vio ya personalmente? —preguntó el cónsul es-
céptico—. Tengo entendido que acaba de nacer.
—Fui con mi esposo al inmundo hospital de indigentes
llamado pomposamente de Clínicas y lo vi, mientras la
madre aún dormía aletargada por la anestesia. Será sólo
mío. Y no quiero hablar de negocios ahora. Deseo llevar-
me al bebé a Chicago y adoptarlo efectivamente o
afectivamente, si le parece.
—En este caso, no será tan fácil, Mrs. Allen —replicó el
diplomático sonriendo siniestramente. —No olvide que para

29
CARNE HUMANA

nosotros, los negocios son lo primero. Business is business.


Cada uno de quienes participamos de este asunto tenemos
nuestra comisión. Si usted la reconoce, le concederemos la
visa para el niño... pero a precio de mercado. ¿Sabe?
Mrs. Allen tembló de indignación, o por lo menos la fin-
gió, aunque algo le costó.
—No esperaba menos de usted, señor cónsul. pero le
prometo que tendrá su porcentaje sobre los trescientos mil
dólares fijados por el mercado, pero quiero la visa ¡ya!
Y así diciendo se levantó para retirarse, sin saludar. Ya
iba sabiendo con qué bueyes araba su campo.

Herminia comenzó su confidencia con el periodista


Calamaro, pero ya en un barcito, escasamente higienizado
y poco concurrido por parroquianos a esa temprana hora,
aunque sí bastante por las moscas, en las cercanías del mí-
sero hospital. Ya la habían dado de alta por escasez de ca-
mas.
—Hace como seis meses que conocí al gringo... ¿Allen,
dijo? Bueno, ése. Me visitó con un abogado barbudo y ele-
gante de apellido Franco y, tras preguntarme si era casada
o concubinada, me ofreció seiscientos dólares por mi hijo.
Primero dudé, pero la miseria en que me revolcaba no me
dio demasiadas opciones y en principio, acepté, ya que el
gringo pagaría el tratamiento y el parto, más otros peque-
ños gastos de alimentación durante mi embarazo. No pen-
sé que llegaría a querer a mi bebé. Cuando estaba con los
dolores del parto, decidí ir a Clínicas para despistar al grin-

30
Chester Swann

go, que ya había transado con la Cruz Roja para mi inter-


nación. No se me ocurrió que me tendría vigilada y se dio
cuenta de mi despiste. ¿Usted cree que ese gringo me se-
cuestró mi bebé, señor...?
—Calamaro, servidor. Sí, estoy casi seguro que tuvo
algo que ver, pero estoy más que seguro que ese abogado
Franco, la jueza Téllez y su pandilla tienen más aún que
ver en este merengue. Pero me resultará difícil probarlo.
—Lo suponía —respondió Herminia—. Esa mujer, una
rubia oxigenada de tetas maternizadas o de silicona ¿jueza
dijo que era? vino a verme el mismo día del parto en Clíni-
cas, justamente, con el abogado Franco, para reprocharme
el intento de salirme con la mía y burlar al buen señor Allen,
amenazándome que si no entregaba el bebé por las buenas
me demandaría por no-sé-que-cosas y me daría cinco años
en el Buen Pastor y sin mi hijo. ¡No sabe, señor periodista lo
malas que son estas gentes! ¿Será que nunca tuvieron ma-
dre? —Volvió a sollozar entre soplidos de moco e hipos mal
contenidos—. Se aprovechan de nuestra pobreza para arran-
carnos lo único bueno que tenemos.
Calamaro trató de tranquilizarla infructuosamente.
Intuyó que la sensación de impotencia ante la fatalidad
manifiesta la tenía derrotada antes de iniciar la batalla por
el rescate del neonato. De todos modos, ya tenía algunas
pistas y eso era lo importante.

31
CARNE HUMANA

32
Chester Swann

Negocios son negocios

El periodista no salía de su asombro ante el perverso


juego de los desenvueltos traficantes de niños envueltos,
pero lo disimuló muy bien. Al menos, eso creyó.
—Prosiga, señorita Garay. Necesito más detalles para
investigar el caso e intentar recuperar a su hijo, si aún está
en el país. Calamaro dio en la tecla y la mujer relató los
pormenores de su embarazo siendo empleada doméstica de
un matrimonio otoñal de la capital. Había conocido a un
estudiante que la cortejó obsesivamente hasta que pudo vi-
sitarla en su rancho los fines de semana en que disponía de
tiempo libre. Parecía sincero el muchacho y dudó poco en
entregar su soledad y sus entrañas a la penetrante pasión
que estalló entre ellos, casi espontáneamente. Cuando su
patrona supo lo de su embarazo, fue despedida sin contem-
placiones y su amante se borró literalmente a fin de eludir
su responsabilidad, dejándola tan sola como siempre estu-
viera desde la muerte de su madre, que también naufraga-
ra en la miseria cuando aún era niña.
Tras esta experiencia decidió seguir con el embarazo, ya
que a esas alturas era riesgoso abortar y además no podría
pagar a la doctora cucharita que se dedicaba a esos viles

33
CARNE HUMANA

menesteres. Misteriosamente se enteró el gringo que esa


pobre mujer estaba esperando un hijo y llegó un día por su
rancho de alquiler con el abogado barbado y atildado de
apellido Franco y una mujer con aires de enfermera o algo
así, quienes se interesaron aparentemente por su estado y
le hicieron la propuesta de adoptar a su futuro vástago con
las compensaciones de rigor. Tras corto cabildeo se vio for-
zada a aceptar la entrega de su hijo al gringo por míseros
dólares y lo necesario para comer los meses que durara su
preñez, el alquiler de su cuarto suburbano y poco más.
El periodista Calamaro escuchó pacientemente el paté-
tico relato de la mujer, grabadora en ristre. La confidente
no objetó que se la grabara por suponer que el aparatito era
una radio walkman o algo parecido. Tampoco deseaba al-
borotar mucho, por temor a las amenazas de los traficantes
y su ignorancia supina acerca de sus derechos y, por otra
parte, le remordía el haber aceptado las dádivas interesa-
das del extranjero, lo que la comprometía ante la ley como
cómplice del delito. No importaba si ella era un mudo cer-
tificado de pobreza o un chivo expiatorio del Moloch devo-
rador de inocentes, escondido tras los oscuros despachos de
los jueces. Pero si había que arriesgar su libertad con tal
de hallar a su hijo vivo y sano, valdría el sacrificio y expia-
ría de paso su pecado de debilidad.
Andy Calamaro intuyó el proceloso celaje que
ensombrecía el ánimo de Herminia Garay y le ofreció
gentilmente sacarla del fétido ambiente hospitalario para
llevarla nuevamente a su casa o donde fuese a fin de prose-

34
Chester Swann

guir la conversación sin tantas moscas jugando a satélites


zumbones en torno a sus cabezas. Ella asintió y tras abo-
nar las gaseosas consumidas, más por estar allí haciendo
horas que por sed, salieron al aire puro de la tarde ribereña.
Calamaro despachó al móvil del diario y abordó su auto-
móvil particular a fin de no llamar la atención con el omi-
noso cartel de prensa que campeaba por el parabrisas del
vehículo y en sus portezuelas. Más que nunca debería ser
prudente pues intuía, con olfato de zorro, que se las vería
con una organización de larguísimos tentáculos, discrecio-
nal poder y escasos escrúpulos.
Recordó un artículo publicado hacía muy poco en The
Progressive, una revista underground de los Estados Uni-
dos, acerca de varios grupos que traficaban con niños de
ambos sexos para fines pornográficos, con sedes en
Hamburgo, Liège, Rotterdam, Londres y Lyon entre otras
ciudades, además de las urbes norteamericanas.
Más de cien mil fotos y miles de copias de videos rayanos
en el sadomasoquismo más brutal fueron confiscados por
las autoridades estadounidenses en varias capitales de es-
tados del país, incluso involucrando a políticos de jerarquía.
Entre los comprometidos directamente, como clientes del
negocio, había desde médicos pedíatras hasta pastores evan-
gélicos de exóticas denominaciones, pasando por militares,
sacerdotes, obispos, policías y magnates. Muchos niños
habían ya desaparecido sin dejar huellas, antes de la ra-
zzia. Posiblemente eliminados en operaciones de limpieza
de archivos. The New Republic era de fiar por ser una de

35
CARNE HUMANA

las pocas publicaciones disidentes del sistema, junto con


Mother Jones, Mad y Dissent por lo que Calamaro pudo in-
tuir que no se trataba de un simple caso de secuestro
extorsivo, sino que el rabo del asunto daría vuelta al plane-
ta.
En Inglaterra, muchos niños de corta edad eran literal-
mente tragados por la tierra y sus desesperados padres
ofertaban miles de libras esterlinas por ellos, sin resultado.
¿El mundo se estaría volviendo loco para sacrificar niños
inocentes a los demonios del instinto? ¿Resucitaría Moloch,
el sanguinario dios de Fenicia e Israel, con apetito atrasado
luego de más de dos mil doscientos años de aparente inacti-
vidad? ¿Sería finalmente cierto lo de las sectas satánicas
que sacrificaban bebés al anticristo?
¡No! Andy Calamaro nunca se tragó esas leyendas y mi-
tos urbanos, acerca de tenebrosas iglesias luciferinas, que,
de existir, serían nada más que excentricidades de descon-
tentos con el dios oficial de los cristianos, por lo general
ausente de los omnipresentes problemas humanos. Inclu-
so en Los Angeles, California, donde tenían su sede el Tem-
plo de Seth y la Iglesia de Satán, bajo el liderazgo de Anton
Szandor LaVey, recientemente fallecido, no ocurrían tantas
desapariciones como en Europa; la racionalista Europa, de
la rancia podredumbre y Meca de las clases ociosas del pla-
neta, donde los vicios y las virtudes se confunden en abra-
zos fraternales y presentes griegos. Aquí en Asunción, si
bien corrían rumores de tenebrosas ceremonias, digeridas
en el vientre de la noche por parte de adolescentes sicóticos

36
Chester Swann

y necrófilos, no hubo otras cosas que detenciones por no con-


tar con documentos o estados de ebriedad y desorden... o
robo de bronces funerarios de los cementerios. Conocía
Calamaro a varios abogados adopcionistas y jueces del me-
nor, que no dudarían en vender su alma a Satanás, si exis-
tiese éste, por un puñado de dólares, rupias o denarios de
Iscariotes, protegidos siempre por algún sanhedrín laico.
Para éstos, un niño o niña, eran mera mercancía. Ade-
más, argumentaban que lo hacían de buen corazón para
paliar las angustias económicas de las madres solteras y
las penurias espirituales de padres infecundos. O sea; tres-
cientas mil buenas y verdes razones para mercar con carne
humana.
Andy Calamaro sintió arcadas y ganas de vomitar al
recordar los entretelones de los casos de adopción conflicti-
vos que pasaron por sus manos y narices a lo largo de su
trabajo en la prensa. Tenía ante sí una mina de material
para consagrarse definitivamente como un señor periodis-
ta, o ser borrado de la lista de contribuyentes con un dispa-
ro o varios sobre su apellido. Una nada desdeñable posibi-
lidad.
A juzgar por las implicaciones y el dinero en juego, esta
última posibilidad era la más segura. Recordó a un colega
asesinado en Pedro Juan Caballero, capital de la frontera
seca, por los sicarios de la mafia local. El periodismo debe-
ría figurar como una de las profesiones insalubres y de alto
riesgo en el Código del Trabajo. Apenas abandonaron estos
pensamientos su mollera, cuando Herminia Garay le avisó

37
CARNE HUMANA

que estaban al llegar. Tras salir de la autopista Asunción-


Luque tomaron un camino vecinal hacia la compañía deno-
minada Zárate Isla, cerca del aeropuerto internacional don-
de habitaba un mal techado ranchito de alquiler, propiedad
de una viuda vinculada al abogado Franco, por algo más
que lazos afectivos. Más bien, lazos efectivos, se diría.

La abogada Sonya Téllez, tras desembarcar de un


avión de cabotaje que la condujo a la ciudad de Ponta Porá,
abordó un taxi que la trasladaría al hotel «Eireteñu» de Pe-
dro Juan Caballero. Traía la visa consular firmada por el
cónsul en Mato Grosso del Sur, para que Mr. Allen se diri-
giese directamente a São Paulo y de allí a los Estados Uni-
dos. Su esposa lo seguiría en breve por American Airlines
desde Asunción. El recién nacido se hallaba empaquetado
y documentado, gracias a los buenos oficios del doctor João
Pires Da Fonseca y el cónsul de los Estados Unidos de Amé-
rica en Asunción, Mr. Woolstone. En el mismo avión de
Taxi Aéreo Marília, venía sigilosamente Andy Calamaro en
misión de búsqueda, quien sin hacer ruído siguió a la jueza
en una camioneta de la agencia regional del diario «La Siesta
Asuncena».

38
Chester Swann

Lágrimas desbocadas

Telma Ruíz se dirigió a la Cruz Roja, a fin de internarse


ante la inminencia del parto. Según la oficiosa abogada
que la asesoraba, dispondría de todas las comodidades e
incluso de una salita individual para ella y su bebé, gentile-
za de la doctora Sonya Téllez.
Todo estaba dispuesto para que la joven Telma, estu-
diante y trabajadora, diera a luz y retornase cuanto antes a
sus actividades, sin la pesada carga que le impondría una
maternidad no deseada. Pese a todo, se hallaba inquieta
aunque no sabía bien por qué. Como si un gusano le royera
la mente o le agujerease el corazón. No recordaba cómo
surgieron las ofertas de esas almas caritativas que se ofre-
cieron a librarla de su carga, producto de un devaneo pasio-
nal con un estudiante de Derecho de una universidad pri-
vada, el cual la abordó cierto día en su trabajo de relacionista
de una pequeña empresa y, tras varias salidas inocentes,
logró someterla a sus deseos —que por otra parte eran tam-
bién los de ella— y luego de corto pero ígneo romance, des-
apareció de su vida al notar el ensanchamiento de cintura
de su amante.
No hay como un macho latino a la hora de escurrir el
bulto, con honrosas excepciones, por supuesto. Telma Ruíz

39
CARNE HUMANA

repasó mentalmente el contenido de su magro bolsón de


mano que lo seguía a todas partes como fiel perrillo faldero
y querendón: pañales, un ajuar unisex, biberón y acceso-
rios, algo de bastimento para matar el hambre o por lo me-
nos darle una extremaunción tardía; un poco de dinero y
ropa de cama para el bebé. ¿Dónde se habría metido el gan-
dul de Diego, su hasta hace poco fogoso enamorado?
—¡Que el diablo bendiga a ese boludo de mierda!—se
murmuró con rabia incontenida. Faltaban pocas horas para
que se cumpliese el plazo del alumbramiento y, como todas
las primerizas, estaba algo nerviosa. Pero más que nada,
por la posibilidad de recobrar la libertad, que le escamotea-
ra su maternidad imprevista. Nunca más se dejaría utili-
zar por ningún varón con complejo de Casanova. Sólo se
abriría de piernas con el que ella eligiese, y evitaría en lo
sucesivo el placer sin precauciones. Algo se aprende en la
vida.

Diego Martínez deambuló como de costumbre por los


antros bailanteros de la noche asuncena a la pesca de em-
pleadas solteras y solitarias que solían pulular por ellos en
busca de emociones y romances con fines matrimoniales o
simple aventura. Se jactaba de haber compartido cama con
muchas chicas desprevenidas y romanticonas, que al final
se dejaban magrear hasta el hartazgo y se embarazaban
para poder amarrarlo al yugo de pareja ¿A él, tan luego?
¡Vaya ilusas! Tres amantes debió abandonar a causa de
embarazos, lo que lo obligó a buscarse otras hembras más

40
Chester Swann

desinformadas, para reiniciar su rol de conquistador y se-


ductor de fin de semana... por encargo. El Club Popeye,
tugurio de bailanteros y patotas bravas lo atraía como a
insecto fototrópico y ese halo de fatalidad y aventura que
ornaba su ruidosa feligresía pagana lo seducía mágicamente.
Entre la multitud de contoneantes cuerpos pasaba casi des-
apercibido, excepto para algunas féminas solitarias.
Sacó una entrada y se dirigió a la cantina para beberse
una latita de cerveza antes de entrar en acción. Por de
pronto, divisó a una conocida de la facultad a quien había
echado ojo en las aburridas aulas de Derecho Penal, la cual,
no era muy de frecuentar estos andurriales de pésima cate-
goría.
Siempre se preguntó por qué habría elegido esa carrera
y nunca supo responderse con sinceridad hasta que conoció
a un gringo simpático llamado Mister Allen, quien le pro-
puso una idea original: recibiría un jugoso emolumento
mensual para pagarse sus estudios, a cambio de seducir
mujeres jóvenes y solteras hasta preñarlas. Tras esto, de-
bía desaparecer del mapa dejándoles el campo libre a los
abogados adopcionistas, quienes se encargarían del fruto
indeseado para hacerlo exportable. Quinientos pavos ver-
des por mes no eran de despreciar y sus dotes de conquista-
dor garañón y padrillo de discoteca —una suerte de Travolta
del subdesarrollo—, harían buena cosecha de carne tierna.
Ninguna de sus efímeras amantes cayó en la cuenta de
que eran fecundadas por cuenta de cazadores de niños para
adopción. Diego Martínez se felicitó de ser tan atractivo

41
CARNE HUMANA

para las mujeres y tan odioso para los hombres, aunque


esto último marcaría su vida para siempre. Nunca faltan
perros en pista de baile, ni toros en rodeo ajeno.
Estaba por pararse frente a algún espejo para contem-
plar esa pinta de compadrito gallero, cuando se le acerca-
ron furtivamente tres adolescentes con rostros patibularios,
quienes —tras rodearlo en un estrecho pasillo—, lo encara-
ron sin darle tiempo a resollar.
—¡Chupate ésta por Herminia! —dijo uno, al tiempo que
le lanzaba una artera cuan certera puñalada en el vientre.
—Y ésta por Telma...—dijo el segundo atizándolo con
una patada de karateka en el mentón, lanzándolo brutal-
mente al duro piso de cemento, ya mortalmente herido y
desangrándose sin remedio.
—¡Esto de parte del gringo por tus servicios! —graznó el
tercero de la discordia, mientras le lanzaba puntapiés bien
apuntados a las costillas y pisoteando con todo su peso al
antes apuesto rostro de seductor orillero.
Cuando llegó la policía —media hora después, para no
perder la costumbre—, los agresores habíanse tomado la
puerta por delante y se perdieron por el suburbio, ante la
complicidad de los guardias privados del local. En tanto, el
picho Diego Martínez, yacía en posición decúbito-activo-in-
diferente, como si a su aún tibio y desfigurado cadáver poco
le importase el qué dirán. Digno final de una comedia con
tintes de drama pueblerino de comadres ociosas. Nunca
sabría Diego Martínez quién mandó enviarlo al infierno o
donde fuese, pero para lo que le importaría ya, no era preci-

42
Chester Swann

so saberlo. Poco más tarde, el forense, tras sumario diag-


nóstico y certificado de defunción, lo envió al depósito de
fiambres del hospital de Clínicas por si alguien lo reclama-
se y, caso contrario, quedaría para anatomía patológica de
la Facultad de Medicina, que siempre recibe con cariño, dig-
no de mejor causa, a los cadáveres solitarios.

Rumbo a un cuchitril prostibulario del puerto, con aro-


ma a alcohol barato y pescado pasado, una hora más tarde,
los tres agresores, se dirigieron a esperar a un magnate
norteamericano quien les daría lo convenido por el trabajo,
cumplido a conciencia y, hasta si se quiere, hecho con amor.
Curiosamente, poco después, tras esperar infructuosa-
mente a su mecenas, todos sufrieron sendos accidentes de
tránsito. Dos de ellos tripulaban una poderosa moto japo-
nesa, cuando de pronto, en una intersección les salió al paso
un automóvil ignorando la luz roja. Lo esquivaron, es cier-
to, pero a costa de atropellar un muro de cemento a cien por
hora, donde dejaron ambos parte de su masa encefálica y
dentaduras mezclados con hierros, gomas y plástico. Afor-
tunadamente, el auto que los interceptara salió ileso, como
su conductor: el inefable Mr. Allen. El tercero fue atrope-
llado a pie enjuto por un vehículo anónimo —que huyó del
lugar sin ser identificado— por los meandros viales subur-
banos.
Poca prensa tendrían los tres casos, salvo algún tabloide
sensacionalista amarillo, y nadie hallaría relación coheren-
te entre ellos. Un gigoló asesinado por rivales presuntos, o

43
CARNE HUMANA

asunto de polleras: una pareja de motoqueros bravos acci-


dentados por imprudencia y un peatón embestido por un
vehículo desconocido que fueron a rendir cuentas sin pena
ni gloria al más allá de suprema irreversibilidad.

Andy Calamaro conocía a la jueza del menor aunque ésta


no lo conocía a él y pudo infiltrarse en el hotel «Eireteñu»
entre los huéspedes de variopinto pelaje que estaban resi-
dentes o de paso. Púsose tras los pasos de la jueza y supuso
que ésta estaría breve tiempo allí, ya que debería retomar
sus funciones el lunes siguiente, en lo cual no se equivoca-
ba. Tras pescar por la mujer, salió al comedor donde tomó
posesión de una mesa, desde la que podría observar sin des-
pertar sospechas.
Fingió leer diarios viejos para disimular. Tras no muy
larga espera, apareció la pulposa figura de Sonya Téllez,
seguida de un sujeto flaco como bacalao y bigotudo como
bagre, que portaba un cartapacio de documentos, seguido
de cerca éste por un tipo al que reconoció como Nathan Allen.
Debía suponer lo que el trío estaba tramando y de las altísi-
mas probabilidades de que el hijo de Herminia Garay no
estuviese muy lejos.
Tras observar a los tres confabulados durante unos mi-
nutos, decidió acudir a un amigo que era empleado del ho-
tel. Tras poner entre sus dedos dos billetes de diez dólares,
Calamaro le preguntó por el gringo y el niño.
Oí decir que lo tuvo una humilde prostituta de la zona,
—Sí. hay un niño en la suite del señor Allen. Creo que una

44
Chester Swann

nurse lo cuida. Parece que está en trámite de adopción del


lado de la frontera.
El periodista se sintió satisfecho por los resultados pero
debería saber si efectivamente el niño era el que buscaba.
Herminia podría identificarlo pero, ¿cómo hacerle entrar
en el hotel y luego en la suite del extranjero? La chica esta-
ba en otro albergue más humilde, hacia la ciudad vecina y
había llegado con Calamaro en el avión, cubierta de grue-
sas gafas oscuras y platinada prótesis capilar, aunque fin-
gieron no conocerse. Ella aguardaba su llamada celular
para entrar en acción, pero no podría hacerse presente sin
ser reconocida por la jueza Téllez y por Mr. Allen, o como se
llamase. Calamaro recordó de pronto que portaba una di-
minuta cámara fotográfica digital con una carga limitada,
pero bastaría para lograr fotografiar al bebé para su poste-
rior reconocimiento por parte de su madre biológica. Claro
está, de ser el mismo que estaban procurando ubicar.
Se levantó disimuladamente y se dirigió hacia la suite
de Allen y, tras comprobar que nadie lo seguía, aguardó
pacientemente hasta que una mujer de blanco, con todo y
cofia, salió a pasear al bebé por los pasillos del tercer piso
en que se hallaban. Calamaro con aire inocente se les acer-
co y, tras dirigirle unas palabras a media lengua al infante,
pidió permiso a la mujer para fotografiarlo de parte del se-
ñor Allen, a lo que ésta, tras breve duda accedió. Pocos
segundos bastaron para tal menester y agradeciendo la gen-
tileza de la nurse, el periodista puso tierra de por medio,
saliendo inmediatamente del hotel de cuatro estrellas para

45
CARNE HUMANA

dirigirse a donde aguardaba Herminia Garay en un hotelillo


fronterizo, casi sobre la línea demarcatoria. Media hora
más tarde, la mujer vio las tres fotos en la pantalla de una
computadora-maletín que el hombre de prensa llevaba con-
sigo. Tras reconocerlo inmediatamente como hijo suyo,
Herminia tornó a sollozar espasmódicamente, y no poco
tiempo llevó a nuestro hombre, lograr que recobrara la cal-
ma necesaria para pensar fríamente en un plan de rescate.
¡Ah! estas mujeres.
Evidentemente no deberían tocar resortes legales ni
policiales, dada la influencia de los personajes involucrados
en el secuestro. Más bien deberían recurrir al mismo méto-
do expeditivo empleado por los secuestradores del niño; es
decir plagiarlo y esconderlo. Calamaro volvió al hotel brasi-
leño y tras contactar con el conserje amigo suyo quien le
facilitó el duplicado de la llave de la suite, pasó por «Casa
China» de Pedro Juan Caballero para adquirir un mace,
esto es, un aerosol paralizante para repeler ataques... o
efectuarlos. Este adminículo cabía perfectamente en la
palma de la mano y serviría para neutralizar algunas re-
sistencias que eventualmente encontrasen en su operativo
de rescate. Herminia estaba tocada con una peluca rubia
casi platinada y gafas polarizadas que la hacían poco reco-
nocible y además ataviada con prendas nuevas de moda,
algo diferentes a las que usualmente utilizaba dentro del
marco de pobreza, fronteriza con la miseria, con que la cari-
dad la proveía. Esto hacía que pudiese ingresar al hotel sin
llamar mucho la atención. Andy la dotó además de un telé-

46
Chester Swann

fono celular, una muñeca de tamaño bebé y lujoso ajuar para


el recién nacido. Si entraba al albergue con un bebé, era
lógico que volviera a salir con él. Mr. Allen y su cómplice, la
jueza del menor probarían su propia medicina y experimen-
tarían sus mismos métodos de acción. Cuando estuvieron
listos, se dirigieron al hotel «Eireteñu» como una pareja
con todas las formalidades del caso. No debían desperdi-
ciar minutos, valiosos, pues daban por sentado que el niño
estaba siendo alistado para viajar en cualquier momento.
Luego sería imposible seguir sus huellas, especialmente
careciendo de datos genéticos y la debida documentación
del infante. Por fortuna o azar hallaron un departamento
libre en el piso inferior al de Mr. Allen e inmediatamente
debajo de la suite. La oscuridad estaba al llegar y Andy
Calamaro se preparó para entrar inmediatamente en ac-
ción apenas se encendiesen las luces del alumbrado públi-
co, viendo la posibilidad de introducirse por el balcón de la
suite caso de haber vigilancia en la entrada. Tras una bre-
ve exploración, Herminia le avisó que ésta se hallaba expe-
dita e incluso la nurse se hallaba sola con la puerta entre-
abierta.
—¡Papita pa’l loro! —penso Andy empuñando el aerosol
paralizante y la muñeca de plástico que dejaría en reem-
plazo del trémulo pedacito de carne humana, que dormía
en su desprevenida cuna, sin sospechar cuánta polvareda
se alzaba en torno suyo, involucrando a tres naciones por
su tenencia. El periodista se deslizó hacia la puerta de la
suite y apenas divisó a la nurse sentada en la salita, le

47
CARNE HUMANA

obsequió un chorro de gas sin darle tiempo a reaccionar.


Poco más tarde salía presurosamente del hotel con su com-
pañera y su equipaje tras haber abonado la cuenta media
hora antes del cambiazo. Pronto estarían en una fazenda
de un amigo paraguayo, desde donde regresarían a Luque
en avión privado del director del diario en que trabajaba.
—Consumatum est —pensó Andy Calamaro—. ¡Misión
cumplida! repitióse nuevamente, mientras Herminia de-
rramaba lágrimas diferentes sobre su hijo. Poco mtiempo
después, ambos se hallarían a salvo en una hacienda del
director propietario del diario La Siesta Asuncena. No tar-
darían en regresar en busca de algún paraje perdido del
interior del país, a salvo de los comeniños, de sus matones y
abogados de alquiler.
Poco a poco, Andy iba percibiendo la corriente de per-
versidad que arrastraba vidas y honras hacia el despeña-
dero de la perdición. La humanidad estaba a punto de des-
cender al nádir de la moral, y, para peor, arrastrando en su
caída a quienes aún nada tenían que ver con las bajezas
humanas.

48
Chester Swann

Una cuestión de identidad.

Nathan Allen sintió al mundo derrumbársele alrededor


de su cabeza, cuando entró en la suite del tercer piso, ape-
nas media hora después de haber desaparecido la misterio-
sa pareja formada por Herminia Garay y Andy Calamaro, a
quienes no pudo reconocer o relacionar con sus penas de
burlado. Inmediatamente pensó en una jugada sucia de la
jueza Téllez o del doctor João Pires Da Fonseca, quien le
consiguiera certificados falsos de nacido vivo y documenta-
ción brasileña para el niño. Maldijo y blasfemó en cinco
idiomas —incluido el japonés y esperanto por su descuido y
por el obsequio que dejaran debidamente arropado en la
lujosa cunita de cuatro estrellas— a quienes fuesen los au-
tores del plagio.
Hecho una furia, abofeteó a la aún dormida nurse para
interrogarla, pero ésta se hallaba demasiado complacida en
el onírico rincón de su mente como para reaccionar. El efec-
to del gas era harto demoledor y tardaría en retomar con-
ciencia de lo ocurrido. Luego Allen bajó, hecho un basilisco,
por las escaleras, casi saltando de tres en tres los ebúrneos
escalones encarpetados, con gobelinos de imitación france-
sa y sin acordarse de utilizar el ascensor.
Sus socios o cómplices aún se hallaban en el confortable

49
CARNE HUMANA

comedor, sirviéndose añejos licores y regodeándose por an-


ticipado de la suculenta comisión, que el generoso Mr. Allen
derramaría sobre sus testas y bolsillos en mirífica llovizna
verde. Ni se les ocurrió pensar que lo verían entrar demu-
dado y con el rostro enrojecido, como de esquimal en
Copacabana. Cuando Mr. Allen se acercó a la mesa echan-
do invectivas de grueso calibre, intuyeron que hubo un cam-
bio en el libreto y palidecieron ambos al ver esfumarse su
comisión, aún si comprender maldita la cosa de lo ocurrido.
—¡El niño ha sido secuestrado de mi apartamento y al-
guien va a pagar por esto! —graznó Mr. Allen, con una tesi-
tura entre corvejón chino y búho campanero. A lo que agre-
gó: —¡Y estoy seguro que ustedes saben de qué se trata,
pues se utilizó el mismo truco con que lo birlaran del hospi-
tal de Clínicas!
Ambos cómplices del gringo saltaron de sus poltronas
como picados por escorpiones negros y replicaron a dúo:
—¡No puede ser! ¡Ha de ser un error, si la nurse está
cuidándolo en su apartamento!
El indignado americano tomó a la jueza de los hombros
sacudiéndola como bolsa de ropa sucia mientras bramaba,
esta vez en tono de jaguar preñado y con dolor de muelas:
—¡Usaron el mismo truco que usted, arpía de mierda,
utilizó con esa... Herminia en Clínicas. ¿O acaso cree que
me voy a tragar que haya desaparecido aquí en nuestras
mismas narices sin que ustedes, fucking shit, sepan nada,
maldición? ¿No han ganado bastante dinero a mis costas
para hacerme esto, pedazos de bosta de perro.

50
Chester Swann

El doctor João Pires da Fonseca se abalanzó sobre Mr.


Allen para calmarlo y separar a ambos de su casi mortal
abrazo, en tanto la jueza Téllez aterrada y sorprendida por
el inesperado giro de los acontecimientos, pataleaba en el
aire, tratando de zafarse del americano furioso que la
atenazaba hasta casi derramar sus turgencias fuera del
generoso escote que, a duras penas las contenía. Los otros
huéspedes y personal del hotel acudieron al trote galopante
al lugar cuando el extranjero reaccionó saliendo de su ira y
solicitando disculpas por su reacción. Pero para entonces,
la jueza, no menos furiosa le espetó, mientras reacomodaba
sus turgentes pectorales en el corpiño:
—¡Hijo de puta! ¿Qué se cree usted para dudar de la
palabra de una magistrada paraguaya? ¡Siempre he cum-
plido con Ud. y si se dejó birlar su mercancía, es su proble-
ma! ¡O me paga lo convenido, o lo hago encerrar por desaca-
to y agresión al poder judicial!
A esto, el doctor Pires da Fonseca encaró a Mr. Allen:
—Em lugar de brigar conosco, vocè debe procurar achar
o menino, pois não debe ficar longe daquí, ¡não seja maluco,
homem!
Pero era tarde ya para reaccionar. El niño y su madre
estaban en camino a Capitán Bado, desde donde volarían a
Luque en el avión privado del director del diario La Siesta
Asuncena, el cual estaba al tanto del operativo y facilitó
gentilmente al periodista estrella su aeronave particular,
con la que —tras dar un buen rodeo por la región—, regre-
sarían a Luque. Es decir, de vuelta a casa.

51
CARNE HUMANA

Pero obviamente esto lo ignoraban Mr. Allen y sus se-


cuaces.

—Viste aquél señor que está allá parado? —dijo la


despensera coreana de la abarrotería vecina de un hotel
asunceno, a un cliente de la casa.
—Vino a comprar algo hace un año, y entonces se llama-
ba Nathan Allen y ahora jura que se llama Isaac Horowitz.
El cliente, empleado de un hotel cercano, se sorprendió
de la perspicacia de la coreana, pero sospechando algo, su-
girió solicitar a la policía la aclaración de identidad del ex-
tranjero. Ello ocurrió luego del regreso de Mr. Horowitz de
un viaje a su país. Dos horas más tarde llegaba una pareja
de sub-oficiales de inmigraciones al cuarto del extranjero,
el cual se estaba duchando en esos momentos en compañia
de dos damiselas de la noche, una de ellas incluso de ambi-
gua identidad de género, probablemente un travestí, cose-
chadas de la Plaza Uruguaya, mientras Mrs. Allen, o como
se llamase, visitaba a su fiel amante de Atlantic City.
Mr.Horowitz se sorprendió de la intempestiva visita.
—¿Que se les ofrece, amigos? —preguntó no muy segu-
ro de sí y presintiendo dificultades.
—Vístase y haga el favor de acompañarnos a Inmigra-
ciones, para verificar su identidad, señor Horowitz —dijo
uno de los agentes. El extranjero se derrumbó en una pol-
trona cercana y rogó:
—¡Por favor! ¡Déjenme telefonear al cónsul de mi país!
Los agentes se miraron y uno de ellos, el de mayor jerar-

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Chester Swann

quía accedió, previa recepción de un billete doblado de cin-


cuenta dólares y un guiño de complicidad de su colega, el
cual no dejaría escapar la oportunidad de compartir el óbo-
lo con el suboficial.
El extranjero tecleó nerviosamente un portátil celular y
tras insistir varias veces, dio con el cónsul. Esta vez, ya no
estaba Mr. Woolstone, sino un recién llegado que no lo cono-
cía y, tras oírlo de mala gana, le prometió sacarlo del atolla-
dero, aunque sin comprometerse en posibles chanchullos,
pero no le dijo cuándo lo haría. Tras esto, Mr. Horowitz o
Allen, se dirigió a vestirse y despidió a sus mariposas para
mejor oportunidad. Luego cerró su habitación y bajaron
silenciosamente como a paso de funeral por los silenciosos
y lúgubres pasillos del hotel.
Poco tardaron los de inmigraciones en descubrir que el
extranjero habría realizado por lo menos ocho entradas al
país con distintos nombres, pero con el denominador común
de realizar trámites de adopción para sí, aunque era duro
de explicar para qué necesitaba tantos niños, cuyas tenen-
cias había tramitado bajo diversas identidades y además
otras tantas esposas con las que entró al Paraguay, aproxi-
madamente entre seis a ocho veces. Y mucho menos, el por
qué se alojaba él en distintos hoteles céntricos, en tanto que
sus esposas siempre quedaban solas en el mismo Hotel Del
Paraguay, en donde por lo general, recalan parejas otoña-
les solitarias y biológicamente improductivas en busca de
adopciones reales. Formalmente se le comunicó que que-
daría demorado mientras se solicitarían sus antecedentes

53
CARNE HUMANA

vía Interpol y F.B.I. ante las fundadas sospechas de que


formaría parte de una red de traficantes de niños con dudo-
sos fines.
En vano el extranjero trató de hacer valer sus influen-
cias con autoridades diplomáticas de su país y algunas del
poder judicial local. Los policías se mostraron inflexibles y
más aún ante los repetidos intentos de soborno por parte de
Mr. Horowitz; o Allen; o Klein; o Zawinski; o Weinberg; o
Abrams...o... ¡vaya uno a saber cuántos alias más! Lo que
se llama: una crisis de identidad. Es que, tras compartir el
poder el oficialismo con la oposición (¡oh! posición), se cui-
daban más las apariencias. Sabían que a veces los sobor-
nos eran anzuelos para que cayesen los angurrientos y per-
der una carrera de ingresos asegurados no valdrá la pena.
El nuevo cónsul norteamericano poco o nada hizo para
aclarar la situación del compatriota, salvo enviar un infor-
me a su gobierno con un pedido formal de la policía para-
guaya de investigarlo en su país y remitir los antecedentes
a la Interpol Py.

Telma Ruiz se sintió muy mal y dedujo que la hora del


parto llegaba inminente como los míticos jinetes del juicio
final. Pronto la llevarían al quirófano, pues había elegido
la cesárea para dar a luz; por las molestias que supondría
un parto normal y, sobre todo, para no ver la carita de su
bebé indeseado. De seguro se lo llevarían antes de que des-
pierte de los vapores poco espirituosos de la anestesia. Mejor
así. Trataría de recomenzar de nuevo y olvidaría este mal

54
Chester Swann

trago que interrumpió su vida laboral y académica. Ni si-


quiera se preguntó qué habría sido de Diego Martínez, su
efímero amante. Pronto vino una enfermera con dos
camilleros y tras izarla al mueble rodante, se la llevaron.
Una hora más tarde, dormida aún la trajeron a su habi-
tación pero sin el bebé. Apenas una herida recién suturada
delataba su experiencia maternal indeseada. El rostro de
Telma Ruíz, aún bajo los efectos del éter o sucedáneo, no
denotaba las torturas interiores a que se sintió sometida en
los meses previos al alumbramiento. El inhebriante sopor
del anestésico, le confería un halo de paz y beatitud digno
de un icono florentino del cinqueccento. Al verla en ese es-
tado nadie sospecharía que había literalmente vendido al
fruto de su vientre por treinta monedas de traición, para
probablemente ser crucificado en vida con el estigma de la
prostitución o algo peor. Y para colmo, a un pandillero nor-
teamericano traficante de carne humana para fines
inconfesables.
Había conocido a Mr. Allen a poco del abandono de Diego
y el gentil extranjero, acompañado de una abogada de ape-
llido Semidei, funcionaria del Palacio de Justicia, quien le
propuso tomar en adopción su hijo a fin de evitar que lo
abortara, a lo que Telma no opuso objeciones, hallando in-
teresante la oferta. Por otra parte, no disponía de dinero
para abortar y hacerlo luego de los cuatro meses, supondría
un riesgo innecesario que no valdría la pena correr, y ni
siquiera andar al paso.
Ahora, se hallaba tendida e inconsciente en una peque-

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CARNE HUMANA

ña habitación de la Cruz Roja como esperando algún lejano


amanecer sin rumbo ni color que dar a su vida. Debería
reiniciarlo todo. Desde su vida rutinaria de habitante de
conventillo, su carrera laboral de eterna secretaria recep-
cionista, hasta su vida afectiva. Alguna vez alcanzaría la
estabilidad emocional al lado de un hombre de verdad, y no
caricatura de macho simplemente.
Ella que siempre presumió de ser independiente, se en-
tregó como una colegiala idiota y romanticona, por no decir
calentona, a un galán de cuarta que ni siquiera era un ex-
perto amante. Muy pocas veces la satisfizo y por lo general,
la amaba frenéticamente, cual un gorrión, a los saltitos, y
tras eyacular de prisa como gallo de corral, salía al vientre
de la madrugada dizque a buscar trabajo, o con cualquier
pueril pretexto, desdeñando amanecer abrazado con ella
hasta ser cegados por el sol. Y para peor, le succionaba
cada tanto, aunque en porciones prudentes, sus magros in-
gresos. Por tales motivos, siempre Telma andaba debiendo
al bolichero, a la casera y a sus coreanos ambulantes que la
proveían de «cosas de mujer». Algo hasta entonces infre-
cuente en ella, que pese a sus privaciones, cumplía regu-
larmente las obligaciones contraidas con sus proveedores.

—¿Está dormida aún? —preguntó la abogada Dolores


Semidei a la enfermera de guardia. Esta asintió y la con-
dujo en puntillas hacia la pequeña habitación donde yacía
la posparturienta. La niña ya estaba lista para salir de
alta, pues aparentemente, superó los controles sanitarios

56
Chester Swann

y no presentaba anomalía alguna, como para enviarla al


engorde para el matadero, como denominan los rufianes de
lupanar a las casas de citas de cama o a los banco de repues-
tos. Esta niña estaba reservada para un millonario de Dallas
que necesitaba de un buen par de ojos claros (Telma era
rubia trigueña de ojos verdes), para su niño, ciego de naci-
miento. Había que esperar un par de años a que creciera,
internarla en una clínica especializada, ponerla en estado
de coma y mantenerla hibernada para preservar sus órga-
nos sanos. Con suerte, se podrían cosechar más de qui-
nientos mil dólares de esta pieza. La enfermera-jefa sonrió
cínicamente, mientras envolvía el cuerpecito para entregarlo
a la abogada Dolores Semidei, sabiendo desde ya el destino
de ese montoncito llorón de carne palpitante, tibia y trému-
la.
Tras abonar lo convenido a la enfermera y a los del equi-
po médico, la abogada dejó un cheque al portador de un
millón de guaraníes, bajo la almohada de la aún ausente
Telma. Claro que cuidando de no ser vista por la codiciosa
enfermera-jefa de sala. Después de todo, la pobre chica ha-
bía cumplido su parte sin melindres ni pataleos. No como
esas otras, que a última hora se arrepentían de lo pactado,
tratando de salirse por la tangente.
Supuso la abogada, que un millón de papiros era una
buena recompensa por nueve meses de sufrimiento y ten-
sión nerviosa, además de gastos pagos de tratamiento y ali-
mentos.
Con la conciencia tranquila, salió del lugar con la bebita

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CARNE HUMANA

que aún pataleaba y gemía su sed de cariño y teta.

El nuevo cónsul norteamericano, Mr. Richard Tomlinson,


se sorprendió al recibir un mensaje top secret del State
Department, ordenándole que, por el medio que fuese, saca-
se al súbdito americano de las garras de la policía paragua-
ya, antes de que sea enviado a la prisión de Takumbú y
puesto a cargo del Poder Judicial. También recibió copias
de credenciales que certificaban la pertenencia del ciuda-
dano Isaac Horowitz a los servicios secretos y una carta
personal del Secretario de Estado al comandante de la Poli-
cía Nacional a fin de contar con sus buenos oficios para la
liberación de dicho ciudadano sin hacer demasiado barullo,
«por razones de Estado».
Lo que ignoraba aún el cónsul entrante, era el hecho de
que cierto periodista de un vespertino, ya estaba en conoci-
miento del caso y se hallaba preparando un artículo sobre
el mismo, con fotografías comprometedoras de Nathan Allen,
que de él se trataba, y sus conexiones con la red de trafican-
tes de niños paraguayos y latinoamericanos.
De todos modos, Mr.Tomlinson haría lo ordenado por sus
superiores y, sin chistar, pese a la instintiva repulsión que
le inspiraba el ciudadano Horowitz; o Allen; o Klein; o
Zawinski o quien diablos fuese. Tras telefonear al coman-
dante de la Policía para solicitar una entrevista privada, el
cónsul encarpetó los documentos enviados por el Departa-
mento de Estado en su maletín y se dispuso a salir en mi-
sión de encubrimiento de un asunto que desconocía en ab-

58
Chester Swann

soluto pero que no le impedía sentirse mal, como quien es


utilizado para limpiar la mierda ajena con las manos des-
nudas. Y encima, fingir sentirse a gusto haciéndolo.
La entrevista fue breve aunque no exenta de cordiali-
dad. El comandante de la Policía Nacional ya estaba
interiorizado del caso y ordenó la comparecencia del extran-
jero multidocumentado a su presencia a fin de interrogarlo
frente al cónsul.
En esto, Mr. Tomlinson divisó un diario vespertino del
día sobre el escritorio del anfitrión. Su taquicardia saltó
de revoluciones al ver en la tapa, el rostro del detenido y un
anticipo de su historial curricular. amén de sus alias, sus
aventuras tras los infantes y sus interludios con cierta jueza
del menor, cuya cabeza ya estaban pidiendo los del Jurado
de Enjuiciamiento de Magistrados. Completamente demu-
dado, trató de leer lo más de prisa que le permitía su preca-
rio dominio de la lengua local y supo que sería muy difícil
justificar su acción en pro de semejante espécimen. Tam-
bién comprendió el porqué de las presiones norteamerica-
nas en pro de las adopciones internacionales y el escanda-
loso aumento de secuestros de niños de ambos sexos.
Su rostro, del color del papel, era la cruda imagen de la
decepción ante el naufragio de la ética que venía teniendo
lugar en su país, al que siempre había considerado como el
imperio de la ley y la democracia. Ahora apenas era un
imperio, pero más fenicio que romano.

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CARNE HUMANA

Pidió permiso, lo más cortésmente que le cupo en tal


circunstancia, al comandante para pasar al retrete, donde
se dirigió de prisa para vomitar.
Tras despedirse del jefazo caqui, sin entrevistarse con el
detenido, pero haciendo entrega de la carta, el diplomático
norteño se dirigió raudamente a su residencia la cual esta-
ba no lejos de su embajada. Se preguntó a sí mismo, si
estaría su embajador enterado de los chanchullos y bella-
querías del cuerpo diplomático, en connubio con ciertas au-
toridades paraguayas.
Obviamente, soplaban otros vientos en este país y los
nuevos gobernantes de la mal llamada transición intenta-
ban a trompicones y zancadillas, hacer cumplir la ley, aun-
que sea para la exportación y por cuestiones de imagen,
más que por el control de la oposición, lal cual negociaba
cualquier cosa por cargos, hasta impunidad oficial.
Pero no era lo de menos, el hecho de que las mafias in-
ternacionales gozaban de buena salud y todo el poderío de
su país estaba orientado a reprimir a los descontentos y dar
impunidad al delito, bajo el rótulo de la globalización. De
todos modos, lo supiese o no el embajador, ello no alteraría
los asuntos de Estado, no cambiaría el curso de la historia,
ni acabaría con la historia, como lo predijera Francis
Fukuyama, filósofo del estancamiento.
Poco después el cónsul americano, tras llegar a su resi-
dencia, revisó los documentos proveídos por la policía local
acerca del caso «Horowitz», llegando a la conclusión de que
éste, efectivamente estaba conectado a la red mundial de

60
Chester Swann

bebetraficantes pero, al mismo tiempo, gozaba de una ex-


traña protección por parte de los jerarcas de la compañía
(CIA para los no avisados) y de algunos bosses del Departa-
mento de Estado, pues de lo contrario no se explicaba tanta
inmunidad ni la provisión de documentos en apariencia le-
gales que éste portaba.
Puso en orden sus expedientes para llevarlos a la emba-
jada, dejando el caso pendiente, para que lo resolviese quien
lo sucedería al frente del consulado tras su renuncia inde-
clinable. No cargaría sobre su ya sobrecargada conciencia
tamaño despropósito, ni apañaría con su firma la libertad
de sujeto tal que, quizás fuese culpable de cientos de se-
cuestros de infantes con fines tenebrosos.
Intentó darse coraje con un trago de wiskey ordinario de
Kentucky, pero lo escupió, apenas embocado, tras recordar
que era abstemio, en contra de las inveteradas costumbres
etílicas de sus coterráneos. Optó por darse un remojón y
leer alguna novela gótica a fin de conciliar el sueño. Ya
vería luego. Tras leer dos páginas y media de un novelón
de Emily Brontë, pudo pegar los párpados y soñar con mons-
truosos ogros comeniños y aviones de papel que lo arrastra-
ban por las nubes y bajo las aguas, tratando de convencerlo
para que se ahorrase remilgos y moralinas.
A las ocho y treinta, puntualmente como flemático
bretón, atravesó los portales fortificados de su embajada.
Apenas entró en su despacho, un marine veterano de la in-
vasión de Panamá y Grenada, se apersonó en su despacho
con la nueva de que el embajador lo convocaba a su oficina.

61
CARNE HUMANA

Extrañado por el mensaje, una vez acomodado sus papeles,


se dirigió al bloque ocupado por el embajador Louis
Rosenbaum, quien fríamente lo invitó a tomar asiento. Sin
perder tiempo en cabildeos ni preámbulos, éste le preguntó
a quemarropa:
—¿Por qué desobedeció las órdenes del State Department,
de gestionar la libertad de Isaac Horowitz, señor cónsul,
como era su obligación?
—Entonces, está usted ente rado de estos sucios teje-
manejes de nuestro servicio exterior, señor embajador. La-
mentablemente no daré un paso al respecto, dados los pési-
mos antecedentes de ese sujeto. Mejor aún, informaré per-
sonalmente al señor Presidente de las irregularidades que...
—Limítese a obrar dentro de los canales correspondien-
tes y dentro de sus atribuciones y su nivel, señor cónsul.
Ud. no es juez para enjuiciar al servicio exterior ni a nues-
tros... servicios secretos, ni a nuestros intereses. ¿Entiende
Ud.? Recuerde que el viejo Teddy Roosevelt dijo que los
Estados Unidos de América no tienen amigos, sino sólo in-
tereses y conveniencias.
—Lo que entiendo es que se está apañando un sucio ne-
gocio, y mis convicciones se niegan a encubrir esto. ¿Lo
entiende Ud. señor embajador?
—Entonces, entrégueme su renuncia, ahora mismo. Y
tómese 24 horas para abandonar el país. Es una orden.
—Entiendo. Pero me parecen excesivas 24 horas. Pue-
do partir hoy mismo con el jet de American. Tengo listos
mis papeles, aquí traje mi renuncia firmada y acabo de res-

62
Chester Swann

cindir el contrato de alquiler de mi residencia. Imaginaba


y sabía que se llegaría a esto. Y créame que lamento esta
situación, pero por los sagrados principios vulnerados por
mi gobierno. No por mí. Así diciendo, Mr. Tomlinson se
puso de pie y sin saludar, se retiró del despacho del embaja-
dor dejando sobre el escritorio su renuncia. Por lo menos,
saldría con la frente alta y la conciencia en paz consigo mis-
mo. Una vez en su oficina, discó a la agencia de American
pidiendo un billete a Miami en el vuelo del día. La gentil
operadora le prometió conseguírselo, caso de haber aún pla-
zas.
De pronto, una idea tomó por asalto su caja pensante.
Llamó a su residencia para dar instrucciones a su mucama
acerca de no recibir a nadie que fuese en nombre suyo ni de
la embajada. Nadie respondió. Presa de negros presenti-
mientos, abandono la embajada en su automóvil dirigién-
dose a su casa lo más raudamente que pudo. No se equivo-
có. Al abrir la puerta, se dio cuenta que habían registrado
todo su archivo, violentado sus muebles y llevado su orde-
nador personal y el aparato de fax. La mucama estaba des-
vanecida en el baño por efectos de un poderoso narcótico.
Sin dudar buscó el teléfono para llamar a la policía. Pero
debió haber sospechado que también su línea estaba corta-
da. Su situación era más riesgosa de lo que suponía.
Tras las denuncias de rigor, Tomlinson desocupó su resi-
dencia ese mismo día. Los documentos más compromete-
dores acerca del caso que motivara su renuncia, estaban
seguros en una escribanía cercana a su residencia. Tuvo la

63
CARNE HUMANA

precaución de guardarlos por si las moscas. Y en esto no se


equivocó. Aunque aún no sabía qué sendero tomar, decidió
recurrir a la prensa.
Tras asegurar sus escasos bienes, bagajes y pertenen-
cias personales en casa de un profesor compatriota que es-
taba contratado en un colegio bilingüe de Asunción, se diri-
gió a la empresa de viajes a retirar su billete de American
Airlines. Poco faltaba para la partida del Boeing 767 que lo
llevaría de regreso a casa. Aún no tenía una idea clara acerca
de su porvenir laboral, pero por fortuna su esposa tenía un
empleo en una empresa de software de Silicon Valley y por
el momento no estaba tan precisado de trabajar. Ya vería
luego. Como temía, la gentil operadora de la agencia le co-
municó que su reserva sería pospuesta por falta de plazas
en el vuelo de la fecha. Mejor. Así tendría algo más de
tiempo para realizar algunas diligencias personalmente. Re-
cordó al periodista de cierto vespertino que últimamente
andaba alborotando el avispero de los adopcionistas y sus
clientes extranjeros. Tenía en su poder el dossier de la
Interpol de Canadá. Algo es algo. Lo que éste no sospecha-
ba ni remotamente, es que sus pertenencias estaban siendo
revisadas en la propia residencia de su amigo, el profesor
del U.S. School of Paraguay por los esbirros de la C.I.A. que
medraban en su embajada.

64
Chester Swann

Enredos diplomáticos.

Telma Ruíz, despertó, embotada aún por el fuerte y de-


moledor anestésico empleado en su cesárea. Le dijeron que
podrían hacérsela con anestesia local, pero prefirió la total,
a fin de no tomar conciencia de su hijo (aún no sabía que
fuese niña) o tomarle repentino cariño. No estaba para car-
gar con el pesado fardo de una maternidad incipiente e
indeseada, cuando tenía una vida por delante con todas las
dificultades que ello implica. Además ¿cómo explicaría a
sus compañeras de trabajo y de facultad toda su historia de
amor frustrado y su caída en las redes de Eros? Se le rei-
rían en la cara. ¡Pobre Telma! ¡Pensaba que la maternidad
sería su estigma y su calvario social! Había sido criada
entre creencias absurdas de la culpa, el pecado y la hipocre-
sía. Tanto en su casa como en la escuela y el colegio le ha-
bían inducido a creer que el amor era culposo, cual si los
seres humanos se reprodujeran asexuadamente como las
bacterias o los hongos. Se sentía tranquila como el aves-
truz que esconde su cabeza; cual si su vástago nunca hu-
biese sido engendrado ni parido, e incluso como si ella mis-
ma fuese aún virgen e impoluta. Una jaqueca atroz per-
manecía como resaca del éter aspirado y persistía una lige-

65
CARNE HUMANA

ra taquicardia en su pecho aún cargado de leche, inútil como


peine de calvo.
Llamó a la enfermera de turno para rogarle un analgé-
sico y un vaso de agua fría. La herida en el bajo vientre
latía con intensidad y parecía querer reventarle los
costurones de sutura en cualquier momento. ¿No habrían
olvidado alguna herramienta en su interior? Tal vez no,
pero el dolor se le hacía insoportable como si tuviese una
tenaza dentro suyo. La enfermera apareció de mala gana y,
tras interiorizarse de su estado, le acercó un par de aspirinas
y una jarrita de agua fresca.
De pronto, Telma metió instintivamente la mano bajo
su almohada hallando un papelito doblado. Tras sacarlo,
comprobó que era el cheque prometido por la venta de su
criatura y firmado por la abogada Dolores Semidei. Le pa-
reció bastante poco el importe, pero por lo menos pudo za-
farse del compromiso de criar un niño caído de la nada y
concebido entre orgasmos fingidos y amaneceres solitarios.
¿O simplemente le dolía su orgullo de burlada? Mejor to-
mar primero la aspirina y luego elucubrar las ideas que
viboreaban en su mente cual gusanos hespásticos.
Introdujo el cheque innominado, cuidadosamente ple-
gado en su ropa interior, a fin de preservarlo de ajena codi-
cia. Sabía de oídas que muchas enfermeras sisaban a sus
pacientes para redondear sus magros emolumentos, por lo
que no convenía tentar al diablo. Cuando la pastilla
analgésica comenzaba a clarear su migraña, decidió repo-
sar bien, antes de disponerse a abandonar el cuartito que

66
Chester Swann

ya le estaba siendo reservado para otra, recomendada de


una conocida abogada adopcionista de apellido Marín. Dis-
ponía aún de una semana antes de evacuar el sitio y la apro-
vecharía. Ya tendría tiempo de ir a trocar el cheque con que
abonaran sus servicios de vientre de alquiler. Curiosamen-
te, el hecho de haber mercado el fruto de sus entrañas, no
la perturbaba en absoluto, al menos por el momento.
Durmió sin pesadillas ni alteraciones cardíacas hasta el
día en que salió de alta. Tras higienizarse brevemente, se
puso su vestido de batalla, juntó sus escasos bártulos y se
dispuso a partir a su cuarto de conventillo de barrio. Aún
disponía de unos pocos guaraníes para el taxi. Luego vería.
Hubiese gustado de dar una vuelta por el cercano parque
Caballero y contemplar el óbito solar sobre el río, pero te-
mía a los merodeadores que pululaban por sus senderos y
además su estado no permitiría una caminata larga. Ape-
nas podía con lo que parecía una pesada cizalla dentro de
su bajo vientre. Media hora más tarde, se dirigía hacia su
domicilio donde completaría su reposo y recuperación del
mal trago pasado, para asegurar su futuro.
Por fortuna, en su empresa no la despidieron por ser
eficiente y también por su amistad con el hijo del gerente,
compañero de facultad, por lo que obtuvo un permiso razo-
nable de cuarentena, aunque sin goce de sueldo. Tampoco
perdería sus estudios de secretaría ejecutiva de una uni-
versidad trucha del centro, regenteada por algunos extran-
jeros, doctores en asuntos varios. Trancó su piecita de sol-
tera y se dispuso a dormir como los dioses, hasta que el sol

67
CARNE HUMANA

se derramase sobre su cabeza a través de los agujerillos del


tejado vano. Por si acaso, escondió el valioso papelillo banca-
rio, dentro del forro de un viejo abrigo raído que nadie qui-
siera llevárselo ni para fregar pisos.
El calor sofocante de la media mañana la hizo desper-
tar, sudorosa y agitada, aunque sin rastros de cefalea. Sólo
la maldita cicatriz del bajo vientre se hacía sentir aún, como
si se resistiese a abandonarla el recuerdo de su hijo ignora-
do. A decir verdad, ni siquiera preguntó a las enfermeras
cómo fue la cosa ni qué sexo tuvo su bebé al nacer.
Se desentendió de todo su reciente pasado, como si des-
pertase de un mal sueño o de una fuerte amnesia. Telma
sin embargo tardaría en librarse de esa etapa de su vida.
El destino aún no había dicho la última palabra y tras ves-
tirse y salir a cambiar el cheque, se le ocurrió comprar un
pintoresco diario destinado a analfabetos funcionales, lla-
mado El Populacho para informarse de los chimentos esca-
brosos de la ciudad. Grande fue su sorpresa cuando vio la
foto salpicada de sangre y con la caripela desfigurada de
quien hasta ha pocos meses fuera su amante. «Caficho
oikutú i chapa», o traducido al cristiano: «Rufián recibe su
merecido», rezaba el titular del tabloide de marras, el cual
informaba escuetamente pero con abundante gráfica el he-
cho. Diego Martínez había sido compelido a retirarse de
este valle de lágrimas, mediante inoportunos orificios en
partes vitales y puntapiés generosamente propinados por
tres agresores en un rincón de una pista de bailanta tropi-
cal de la periferia. En otro apartado, en forma inconexa,

68
Chester Swann

las fotos de los cadáveres de sus presuntos agresores —aun-


que esto aún no era conocido—, caídos en distintos puntos
de la capital esa misma noche de su crimen, como si la Par-
ca cosechara a sus propios peones de siega. Telma no sintió
piedad por su ex amante, pero quedó intrigada por las de-
claraciones de algunos testigos que juraron que lo hicieron
en nombre suyo y de otras mujeres. Mas, no recordaba ha-
ber encargado tal labor a nadie.
Tal vez alguien conocedor de los affaires del gigoló tra-
tase de despistar, involucrando a conocidas del sujeto. Esto
último preocupó a Telma Ruíz, quien quedaría en la mira
policial, aunque probablemente la policía nunca se ocupa-
ría del caso, salvo como material de estadísticas nocturnas
del omnipresente malevaje suburbano.
Tras canjear su cheque, Telma se dirigió a realizar algu-
nas mini compras de cuanto le haría falta en la semana,
pues necesitaba reposar hasta cicatrizar su operación y re-
tomar luego su rutinaria sucesión de trabajo, estudio y algo
de bailanta sabatina regada de cerveza, vencida —pero im-
portada en latitas—, para apagar fuegos interiores
insaciados. No intentaría aclarar lo sucedido con Diego,
pues ahora, cualquier indiscreción podría comprometerla y
no estaba para ganar sustos en asuntos de rufianes. Por
encuanto, evitaría al Club Popeye por una buena tempora-
da, para evitarse futuros problemas. Al regresar a su mo-
desta habitación rentada, encendió la radio y tornó a recos-
tarse en su pequeña e incómoda cama turca, aunque bien
pulcra y arreglada, con sábanas almidonadas. Tampoco ésta

69
CARNE HUMANA

vez pensó en su vástago, pese a que aún le goteaba leche de


sus pechos, que se resistían a creer que no había quien los
succionara. Simplemente decidió dormir hasta que se sin-
tiese en forma. O sea, siete días, casi sin interrupciones.

Mr. Allen salió de la comandancia de la Policía Nacional


gracias a los buenos oficios del nuevo cónsul de su país y a
sus misteriosas conexiones en el State Department, donde
seguramente alguien de peso, o varios, estaban asociados a
sus empresas de adopciones.
El cónsul saliente, Tomlinson, pudo eludir mientras tan-
to, encuentros con sus compatriotas. Ya vería más adelante
de solicitar su baja del servicio exterior, por no estar del
todo de acuerdo con los métodos de los sobrinos de Sam,
luego de regresar a su país. Ya encontrarían para su reem-
plazo a alguien con menos escrúpulos y melindres, capaz de
cualquier cosa a cambio de los treinta denarios de Judas, o
mejor, de Herodes, un especialista en inocentes. Mr.
Tomlinson no tenía la pasta de los gangsters internaciona-
les y estaba profundamente arrepentido de su involuntaria
participación en el affaire Allen. Especialmente porque
alguna prensa lo estaba haciendo blanco de sus sospechas
respecto a la misteriosa liberación de Allen y a la impuni-
dad que aún protegía a la jueza Téllez y varios abogados y
funcionarios del Poder Judicial. Todos, vinculados a la ex-
portación de carne humana del tercer mundo, con destino a
los países centrales o periféricos, pero opulentos. Otra cosa
que llamó poderosamente la atención de Mr. Tomlinson, fue

70
Chester Swann

el hecho de que el FBI no respondió a las requisitorias de la


policía paraguaya en torno al caso, como si ésta no existiese
o como si Allen no tuviese antecedentes criminales en su
país. ¡Y vaya si los tenía! Según un informe de la Interpol
canadiense, Allen; o Klein; o Zawinski, estaba vinculado a
una cadena de traficantes de niños con ramificaciones en
toda Europa, Medio Oriente, Birmania, Taiwan, Hong Kong,
Macao y Thailandia, además de proveer por la red Internet
abundante material pornográfico y de los otros, así como
catálogos de posibles «donantes» de órganos para ricachones
temerosos del AIDS. Disponía de una oficina en Chicago
con conexiones satelitales mundiales y una oficina-vivien-
da en Atlantic City. Todo un señor delincuente.
El cónsul había recibido estrictas órdenes de echar tie-
rra al asunto y cubrir los desplazamientos de su compatrio-
ta, aunque estaba poco dispuesto a cumplirlas. Llevó con-
sigo el dossier de la Interpol canadiense y lo guardó en su
maletín, cuidando de no ser visto por sus subalternos quie-
nes no perdían sus movimientos. En cuanto al embajador,
había visitado en la víspera al presidente de la Suprema
Corte a fin de abogar por los adopcionistas e insistir para
que se levantara o se derogase la veda legal. Tomlinson
salió silenciosamente con la intención de dar por concluida
su función oficial, pero a medio camino, antes de dirigirse
al aeropuerto internacional de Luque desvió su automóvil
dirigiéndose a un conocido restaurant céntrico donde cierto
periodista de un diario capitalino lo había citado la tarde
anterior. Media hora más tarde, Andy Calamaro tenía en

71
CARNE HUMANA

su poder el dossier Allen de la policía de Canadá y, tras agra-


decer la gentileza de Mr. Tomlinson y jurarle no revelar sus
fuentes, se dirigió a la redacción del vespertino donde tra-
bajaba.
Pero de todos modos, Mr. Tomlinson no regresó a los
Estados Unidos junto su familia. El avión de línea en que
intentó hacerlo, cayó misteriosamente, con cincuenta y seis
pasajeros sobre el Atlántico, casi sobre el triángulo de Las
Bermudas, tras una explosión en el compartimiento de los
equipajes. Mr. Allen, en tanto se dirigió a Miami para orga-
nizar nuevos trámites de adopción. Esta vez con otras per-
sonas menos conocidas y de respetable apariencia. El show
debia continuar. Ya buscarían de inculpar, a los terroristas
cubanos... musulmanes... o a quien fuese, del atentado.

El doctor Mordechai Levi se dirigió al avión que lo con-


duciría, de New York a Tel Aviv, para una delicada opera-
ción de trasplante de riñón. Su paciente lo aguardaba en el
Hospital Bethesda de Tel Aviv. El Jumbo de El Al ya aguar-
daba con los reactores encendidos y se disponía a despegar
de Kennedy Airport, apenas lo abordase el eminente ciruja-
no israelí. Una vez ubicado en su asiento, el doctor Levi
hojeó el dossier que extrajo de su attaché con aire preocu-
pado. No las tenía todas consigo pues era una operación de
alto riesgo con grandes probabilidades de fracaso.
El donante aún estaba con vida, pero en estado de coma
cerebral a causa de una sobredosis de anestesia, como era
lo usual en estos casos. Demás está decir que paciente y

72
Chester Swann

donante eran niños de corta edad y con cierta compatibili-


dad sanguínea. El donante tenía dos años y había sido traí-
do expresamente desde Atlantic City por un enviado del
padre del receptor, cuya identidad era mantenida en secre-
to por razones de seguridad. Cien mil dólares costaría la
operación y debía prever todas las posibilidades de fracaso,
y una de ellas era que el donante estuvo demasiado tiempo
en el respirador artificial, aunque cerebralmente ya estaba
muerto hacía tres meses por causas desconocidas. El daño
cerebral podría repercutir en el funcionamiento del órgano
a trasplantar.
El doctor Levi no podía darse el lujo de cometer errores
clínicos, pues le iba la reputación y algo más en ello. La
víctima, es decir el donante, era un niño adoptado de
Sudamérica y ya se le habían extraído otros órganos ante-
riormente por lo que era probable que el riñón estuviese
dañado. Tras repasar la historia clínica de ambos y sopesar
todas las posibilidades, el doctor pidió a la azafata que lo
comunicase con Tel Aviv a fin de recabar más datos sobre el
caso, ya que apenas llegar, se pondría la bata e iría directo
al quirófano. No sabía quién era el receptor, pero sospecha-
ba que era el único hijo del poderoso Eliah Tannebaum, uno
de los cerebros administrativos y ejecutivos de la Cosa
Nostra. ¡Y vaya si ejecutaba con precisión!

Nathan Allen, cursó a su agente en Asunción un mensa-


je cifrado por correo electrónico, para que consiga, a como
diera lugar un niño de entre cuatro a seis años, con sangre

73
CARNE HUMANA

tipo cero universal, ojos verdes y cabellos claros, preferen-


temente de madre soltera y extracción baja, pero sano. Le
recomendó adoptarlo, aunque no estaba cerrado a otras op-
ciones. Dispondría de cincuenta mil dólares para gastos no
especificados, depositados en el Citibank, agencia Asunción,
a nombre del agente y recomendando a la abogada Dolores
Semidei para los trámites legales, si los hubiere. El niño
debía ser sanitado en una clínica de confianza y remitido
inmediatamente a Buenos Aires y de allí a Tel Aviv, vía Paris.
Tendría un mes para hacerlo perentoriamente. Caso de de-
mora, podría tener una experiencia desagradable de parte
del hermano Eliah Tannebaum (Grado 7 de la Philadelphus
Lodge del Royal Arch o Rito de York); como la que tuviera
Richard Tomlinson, ex cónsul de los Estados Unidos en Asun-
ción.

El nuevo cónsul norteamericano en Asunción: Keith


Lambert, ex policía de la DEA y del FBI, estaba en plena
recepción por asumir recientemente su cargo en la embaja-
da.
El señor embajador y anfitrión agasajó a los numerosos
invitados de la flor y nata del poder político, la prensa y
empresariado, presentando al nuevo diplomático que venía
a cubrir el vacío lamentable que dejara Richard Tomlinson,
de quien dijo que «guardaba un agradable recuerdo por su
integridad en defensa de los principios y valores que susten-
taba la nación norteamericana». Aunque el embajador no
estaba en condiciones de certificar la veracidad de lo dicho.

74
Chester Swann

Los encopetados asistentes charlaban animadamente,


vasos en mano, y muy poco captaron de las palabras del
embajador y del agasajado, por el tintineo de los cubos de
hielo tal vez, pero aplaudieron cortésmente sus palabras
solemnes como corbata de mono, dichas en un castellano
pulcro pero con fuerte acento anglosajón.
El director del U.S. Information Service, Mr. Paul
Roberts se desplazaba de aquí para allá charlando con los
asistentes y explicando las razones por las que su gobierno
abogaba por la reanudación de las, hasta entonces congela-
das, adopciones internacionales. Una sección del vasto sa-
lón del imponente edificio de la embajada estaba ornado
con paneles de fotografías y documentos, sobre la actual
situación de los felices kids que gozaban con sus padres de
adopción en su nuevo país. Aquí y acullá, se divisaban ni-
ños, evidentemente de origen latino, entre sus rubios her-
manitos o vecinos y retozando en parqueadas residencias y
alegres escuelas, de casi todos los estados de la Unión. En
silencio, Andy Calamaro contemplaba los paneles en exhi-
bición con el scotch on the rocks de rigor en mano, en tanto,
varios directores de medios, legisladores y políticos,
intercambiaban sonrisas con jueces y abogados del ámbito
forense, especializados en adopciones.
El periodista recorrió silenciosamente los paneles don-
de constaban nombres nativos originarios de los niños su-
puestamente enviados al norte mientras su mente trataba
de recordarlos a través de sus andanzas periodísticas, pero
ninguno le resultaba familiar. —¿Sería real esto, o sólo «efec-

75
CARNE HUMANA

tos especiales» a lo Spielberg? —pensó para sí. De pronto,


la jueza Sonya Téllez se acercó al panel y trató de recordar
dónde había visto a la persona que observaba con tanta aten-
ción las fotos. Hizo un esfuerzo de memoria y de pronto
recordó que se habían cruzado varias veces en el comedor
de un hotel de Pedro Juan Caballero y comenzó a atar ca-
bos. A Calamaro no le pasó desapercibido el repentino inte-
rés de la jueza del menor y temió que se acordara de él y su
propia aventura, meses atrás, cuando birlaron
espectacularmente a un tierno varoncito de las zarpas de
Mr. Allen. La abogada se le acercó y en tono tan insinuante
como su generoso escote, le preguntó:
—Disculpe, señor ¿No nos hemos conocido en alguna
parte? El periodista esperaba el acoso y trató de minimi-
zar el impacto desviando el tema.
—Supongo. Mi trabajo me ha llevado a todos los rinco-
nes del país. Soy periodista de un vespertino...
—Entiendo —respondió la jueza con cierta acritud—.
Y además investiga sobre el tema de adopciones internacio-
nales. Leí sus notas sobre un supuesto caso Allen, donde se
refirió con términos despectivos hacia mí y mis colaborado-
res del Poder Judicial. Dé las gracias que soy una persona
equilibrada y bondadosa, que de no, lo hubiese mandado de
por vida a Tacumbú por difamación.
Andy trató de no perder la sangre fría y respondió mi-
rándola a los ojos:
—Le sugiero que lo intente. Mi abogado tiene todos los
antecedentes del sujeto que se hizo pasar por Nathan Allen

76
Chester Swann

y todos los documentos relacionados con este vil comercio


de niños. Si usted fue favorecida por las presiones del em-
bajador americano, no lo será tanto por el Jurado de Enjui-
ciamiento de Magistrados, que aún no ha recibido las co-
pias de los documentos que obran en nuestro poder. Ante
esta respuesta, la jueza titubeó y se retiró supuestamente
indignada, amenazando, entre dientes, al hombre de pren-
sa:
—¡No sabe usted con quién se está entrometiendo, fis-
gón de mierda!
Calamaro presintió que tendría dificultades, pues aún
no se cerraron todos los casos investigados. Herminia Garay
había recuperado su hijo, pero lo cuidaba una tía suya en el
interior, aunque no muy lejos de la capital, ya que de saber-
lo la jueza, aquélla lo pasaría mal.
Su vecina quien le alquilaba el precario rancho de Luque
era conocida del abogado Franco, estrechamente vinculado
con la jueza y Allen. Debería tomar precauciones pues es-
tos especímenes no se detendrían ante nada ni nadie que
amenazase sus negocios. Y menos ante un pobre plumífero
de prensa, como pensaban que era él.

77
CARNE HUMANA

78
Chester Swann

Vivir peligrosamente.

El agente de Mr. Allen en Asunción, que no era otro que


el abogado Egidio Franco, recibió preocupado el mensaje
del capo. Sabía quién era Eliah Tannebaum y el destino
final de Richard Tomlinson, por lo que un temblor medular
y gélido recorrió su epidermis de norte a sur a través de sus
vértebras, mientras sufría su epigastrio excesos de ácido.
Debía conseguir el pedido como fuese y suavizar todos
los canales precisos para remitirlo a destino. Intuía para
qué precisaban al niño en Tel Aviv: para reemplazar a un
gastado banco de órganos que ya había cumplido su ciclo
vital. Supuso que se trataría de Pedrito Estévez, un niñito
que fue secuestrado de la Chacarita y luego adoptado por
un respetable matrimonio alemán ¿alemán? Eliah
Tannebaum también lo era. Específicamente de Bayern,
pero estaba naturalizado americano y, además, controlaba
una cadena de distribución de estupefacientes y material
pornográfico en medio planeta. Se le ocurrió de pronto, pre-
guntarse en qué atolladero estaba metido por un puñado de
dólares. La doctora (a estas alturas, aún no había defendi-
do tesis alguna, inaccesible como era a los altos estudios de
Leyes) Sonya Téllez le había encargado también ocuparse
del periodista Andy Calamaro y buscar el modo de meterlo

79
CARNE HUMANA

en un brete o vincularlo con algún asunto turbio, a fin de


desacreditarlo y librarse de él. Ya habían hecho lo mismo
con un abogado fisgón que se autoproclamaba «fiscal del
pueblo», logrando hacerle reposar sus huesos en prisión.
¡Menudo trabajo le aguardaba! Pero primero debería ocu-
parse del niño solicitado. Lo urgente no permite ocuparse
de lo importante. Pero no se sentiría tan tranquilo, de ha-
ber sabido que, justamente un periodista molesto como mos-
cardón le seguía los pasos a poca distancia.

El doctor Mordechai Levi dio orden de preparar el


quirófano y el instrumental para la operación. El paciente
sufría de una deficiencia renal aguda y los aparatos de
hemodiálisis no daban abasto. Se trataba del hijo del zar
del Bajo Manhattan: Eliah Tannebaum. El unigénito del
poderoso padrino corría peligro de muerte, pero si el tras-
plante era rechazado, el peligro era mayor. Se había pos-
puesto la operación por las dudas que suscitó el anterior
donante, el pequeño, nacido Pedrito Estévez y ahora Ernie
Rothstein, quien sufriera un coma cerebral hacía ya varios
meses, y que, probablemente no fuera accidental sino pro-
vocado.
Lastimosamente ya se le habían extraído varios órga-
nos y no daba para más, pues sufrió daños irreparables por
el exceso de anestesia y otras reacciones adversas, por lo
que fue rechazado en pro de otro donante. Este se hallaba
ya debidamente preparado en una habitación del Bethesda.
Acababa de llegar desde el lejano Paraguay, quién sabe por

80
Chester Swann

qué tortuosos medios, acompañado por el doctor Egidio


Franco y consignado a Nathan Allen, quien lo recibió en el
aeropuerto de Tel Aviv hacía apenas pocas horas. El pobre
niño estaba ilusionado en salir del opresivo ambiente de
pobreza marginal y chocho de la vida con el viaje en avión y
los juguetes que le obsequiara el abogado adopcionista, a
cuenta de sus futuros padres adoptivos. Ahora se hallaba
inconsciente en una fría salita del hospital Bethesda, en
espera de transferir uno de sus riñones a otro niño de casi
la misma edad y constitución. El doctor Mordechai Levi
aún no las tenía todas consigo. Si bien con este donante
habría más posibilidades de éxito, el fracaso siempre ace-
cha desde un rincón, pues el receptor era enfermizo y su
largo padecimiento minó sus defensas, por lo que podría no
resistir el trasplante. Esto, motivaría una posible represa-
lia del todopoderoso Eliah Tannebaum. Todos estaban con
el ánimo pendiente de un hilo, incluso Mr. Nathan Allen,
cercano lugarteniente de Tannebaum.

Andy Calamaro, presentó su pasaporte en el aeropuerto


de Tel Aviv, y tras llenar los requisitos de entrada, se dirigió
a un hotel que había hecho reservar desde Asunción. Su
llegada a Israel pasó desapercibida entre la miríada de tu-
ristas que llegan constantemente a tierra santa en víspe-
ras de Navidad. El doctor Isaac Schvartzman lo aguardaba
en el lobby, para orientarlo en el país. Este era paraguayo
pero residía en Jerusalén como médico cirujano, aunque de
tanto en tanto se desempeñaba en Tel Aviv, en el hospital

81
CARNE HUMANA

Bethesda, donde eminentes especialistas en trasplantes


dictaban cátedra. El periodista venía siguiendo la pista de
un niño adoptado en un pueblo cercano a la capital para-
guaya y misteriosamente desaparecido vía Buenos Aires-
París-Tel Aviv.
Un abogado paraguayo acompañó al niño, quien conta-
ba con permiso de su madre, una pobre vendedora de mer-
cado, la que lo cedió en adopción por dos mil dólares con-
tantes y sonantes, los que probablemente serían invertidos
en abundante cerveza para su pareja y fruslerías urbanas
para ella. Ahora el hombre de prensa estaba pisando los
talones al leguleyo, el cual había sido localizado por el ami-
go Schvartzman, quien lo mantuvo en estrecha vigilancia
por todo Israel. Andy intentaría devolver al niño a su país,
suponiendo que aún estuviese en condiciones y no hubiera
sido carneado por algún cirujano escaso de escrúpulos.
Calamaro luchaba contra el tiempo y lo sabía. El infor-
me de la Interpol de Canadá era suficientemente explícito
y si bien nunca pudieron echar el guante a Mr. Allen, cono-
cían su curriculum vitae a fondo, con pelos y señales, así
como sus contactos alrededor del mundo.
Y de cierto habrían muchos como él, sueltos por el orbe.
Los niños no podrían estar seguros del «hombre de la bolsa»
—o del «tío del saco» como dicen los castizos españoles—,
mientras alentaran organizaciones que lucran con la venta
de infantes, para adopciones en el mejor de los casos. En
los peores, ni valía la pena pensar.

82
Chester Swann

El doctor Schvartzman lo llevó al hospital Bethesda,


donde el eminente cirujano, Mordechai Levi, se disponía a
ejercer su oficio con un niño casi anónimo, proveniente de
algún remoto rincón de América del Sur. Calamaro lleva-
ba consigo una orden judicial del Ministerio de Justicia de
Israel —al cual se había cursado ya la denuncia correspon-
diente— para detener al abogado Franco y recuperar al niño
Evaristo Gómez, cautivo en dicho hospital. La policía is-
raelí aguardaba a ambos en el hall del nosocomio con una
orden de allanamiento librada por el juez de menores local.

La jueza Sonya Téllez casi esperaba su destitución, cuan-


do fue citada por el Jurado de Enjuiciamiento de Magistra-
dos, que estaba investigando sus actuaciones al frente del
Juzgado del Menor. Los escándalos de las adopciones to-
maron estado público en caótica y vertiginosa sucesión, cuan-
do el periodista Calamaro y varios colaboradores, sacaron a
luz sendos casos de secuestros, extorsiones a madres solte-
ras, compras directas de niños, falsificaciones de instrumen-
to público y varias otras lindezas, propias de lo peor del foro
nacional. No sólo el país estaba trastornado por las can-
dentes revelaciones de la prensa; también en cierto modo
en Estados Unidos y Europa, y parte del Medio Oriente, la
opinión pública se enteraba de los entretelones de las orga-
nizaciones de paidotraficantes. El Fiscal General del Esta-
do hizo formal presentación de cargos contra la jueza Téllez,
el abogado Egidio Franco, las abogada Lidia Pontoni, Dolo-
res Semidei y otros, sobre los cargos que se citaban. Tal

83
CARNE HUMANA

vez, altos intereses intercederían por los acusados librán-


dolos de las penas que pudieran corresponderles. La opi-
nión pública estaba informada, aunque a medias, pues ha-
bía un puzzle que armar con todos ellos, algunos aparente-
mente inconexos entre sí.
El presidente del Congreso Nacional pidió una amplia e
irrestricta investigación de los hechos y punición ejemplar
para los implicados y de ser posible, rescatar a los niños
cautivos en otros países. Los casos relacionados con Internet
y pornografía infantil eran un accesorio más del rompeca-
bezas, ya que niños de todo el mundo, incluso de los países
desarrollados, integraban dicha «colección». ¿Cuántos de
ellos serían connacionales? ¡Vaya uno a saber! ¿Y cuántos
paraguayitos y paraguayitas estarían en las garras de los
chulos asiáticos, europeos, norteamericanos, árabes e
israelíes? La pobreza del subdesarrollo era el aceite que
lubricaba la infame máquina de picar carne humana para
consumo de los depravados sibaritas y sodomitas del plane-
ta.
Sonya Téllez subió en su automóvil tras vaciar su escri-
torio del Palacio de Justicia, bajo la atenta supervisión de
funcionarios del Jurado de Enjuiciamiento de Magistrados
y de la Superintendencia de Justicia, a fin de evitar que
sustrajera documentos comprometedores para destruirlos.
Luego se dirigiría a la sede del Congreso para ser interpela-
da. La venal abogada no temía tanto por su carrera judi-
cial, sino por su propia vida. La organización no permitiría
fracaso alguno, y ella lo sabía. Muchos peones fueron sacri-

84
Chester Swann

ficados y la máquina ya no podía detenerse. Un temblor


espasmódico la hizo vibrar, pero no de emoción precisamen-
te, sino de apego a su piel.

Eliah Tannebaum rugió de dolor y furia al enterarse de


que su querido hijo unigénito acababa de fallecer por com-
plicaciones renales e insuficiencia cardíaca en Tel Aviv. El
niño que debía ser el donante del valioso riñón, había sido
rescatado a último momento por la policía israelí, por de-
nuncia de un médico judeoparaguayo y un periodista de
Asunción, que estaba contribuyendo a desbaratar las adop-
ciones en Paraguay. Ambos ya estaban regresando a Asun-
ción, donde tenía lugar un juicio por prevaricato a sus cola-
boradores.
El boss Tannebaum llamó a Nathan Allen para que to-
mase las medidas punitivas prometidas contra quienes fra-
casaron en las tareas encomendadas por el poderoso jefazo:
Liquidar al doctor Mordechai Levi —quien ya estaba en una
cárcel israelí por falta grave a la ética médica—, al perio-
dista ése... Calamaro, al doctor Schvartzman, a la doctora
Sonya Téllez y al abogado Franco. Y en definitiva a quie-
nes estorbasen sus planes de expansión.
Nathan Allen, prometió tomar las medidas del caso y
solicitó cien mil dólares para gastos varios. No sea cuestión
de meter la pata por ahorrarse unas monedas. A estas altu-
ras, Mr. Allen, quien también era agente part-time de la
CIA, ya estaba seguro que Andy Calamaro había sido quien
le birlara al niño en Ponta Porá; y ésta era la ocasión de

85
CARNE HUMANA

vengarse del mismo, quien, por añadidura, lo había ridicu-


lizado ante la opinión pública paraguaya y ante su jefe
máximo. En cuanto a la jueza del menor y el abogado, ha-
bía que pensarlo bien. Ambos estaban siendo procesados
por la justicia paraguaya y por lo general los muertos no
hablan. Eliah Tannebaum en tanto, decidió ir a Tel Aviv a
repatriar los restos mortales de su amado hijo Nehemiah
Tannebaum, quien dejara de existir tras larga y penosa
enfermedad y, tal vez, por presunta negligencia de sus mé-
dicos de cabecera, entre ellos: Mordechai Levi.

Andy Calamaro llegó a Asunción una calurosa tarde de


enero y apenas pisó tierra paraguaya, se dirigió a Zárate
Isla, en Luque, para visitar a Herminia Garay a su rancho.
Debía ponerla en alerta para que desaparezca sin dejar ras-
tros perdiéndose por el interior del país. Incluso, hasta de-
bería dejar sus pertenencias llevando apenas lo imprescin-
dible a fin de no llamar la atención de su vecina y propieta-
ria de la vivienda. Herminia Garay no se hizo de rogar y
recogió unas pocas ropas y algún dinerillo, dejando su cama,
ropero y refrigerador en el rancho. Ya vería donde instalar-
se, en alguna perdida compañía rural del interior, pues el
periodista prometió ayudarla, hasta tanto no atentasen en
su contra, pues sabía que se hallaba en la mira de los trafi-
cantes de carne humana for export.
El bebé de Herminia estaba a cargo de una tía de ésta,
la cual ignoraba el drama del infante, su secuestro y resca-
te y las posibles secuelas posteriores. La buena señora vi-

86
Chester Swann

vía su reciente viudez en una remota compañía de Piribebuy,


hasta donde se trasladaría Herminia. Por lo menos mien-
tras durase el operativo de desmantelamiento de la banda
de mercaderes de carne humana.

87
CARNE HUMANA

88
Chester Swann

"Dejad que los niños


vengan a mí…"

La abogada Dolores Semidei, funcionaria del Poder Ju-


dicial se regodeaba ante la posibilidad de ocupar el cargo de
la jueza del menor Sonya Téllez, actualmente suspendida y
bajo proceso por parte del Jurado de Enjuiciamiento de
Magistrados. Lo que no imaginaba es que ella misma esta-
ba bajo la lupa como mosca frente a la araña.
Había cometido tantas torpezas, soliviantada por la pre-
potencia y la impunidad, que no se preocupó nunca de echar
polvo sobre sus notorias huellas; y, para peor, también esta-
ba en la mira de la organización de comeniños de Mr. Allen,
la cabeza visible. El capo Eliah Tannebaum había ordena-
do quemar archivos en el Paraguay y de paso dar una lec-
ción ejemplarizadora, a quienes, de una u otra forma, inter-
firiesen en sus negocios. Y el presidente del Congreso era
uno de sus posibles blancos, juntamente con el presidente
del Consejo de la Magistratura, cierto periodista cuyo nom-
bre no quería recordar y quienes hubiesen sido sus propios
cómplices o encubridores durante tanto tiempo, a fin de que
guardasen discreción. Para siempre de ser posible.
Centenares de fichas, fotografías, certificados de naci-
miento firmados y sellados pero sin llenar, sellos del Poder

89
CARNE HUMANA

Judicial, certificados de nacido vivo para ambos sexos, aún


en blanco, y otros documentos hallados en poder de la jueza
y en las oficinas allanadas de ciertos abogados adopcionistas
daban la pauta acerca de cómo se manejaban estos nego-
cios. Andy Calamaro examinó por enésima vez las fotogra-
fías y fichas de los menores exportados y decidió hacer se-
guimientos de todos los casos, ayudado por Relaciones Ex-
teriores, la Interpol y las policías locales de Europa. Deci-
dió no recurrir al F.B.I. por no confiar demasiado en sus
agentes, pese a su halo de incorruptibilidad, sabiendo que
estaban encubriendo a muchos como Allen con sus innume-
rables alias.
Este ya estaba quemado en el Paraguay, pero contaba
con el cubano Ronny Ramónez quien conocía el país y creía
disponer de amigos en Asunción, Ciudad del Este y Pedro
Juan Caballero, a fin de tender nuevas redes y espineles
para pescar oportunidades. Ramónez, había sido en su ju-
ventud, estrecho colaborador del mafioso Jacob Rubinstein,
más conocido como Jack Ruby, quien muriera en prisión tras
haber sido condenado por asesinar a Lee Harvey Oswald,
supuesto asesino de JFK. Ronny Ramónez además mane-
jaba a la mafia cubana de Miami de Little Havana. Ade-
más los movimientos anticastristas estaban en parte finan-
ciados con sus generosos aportes.
Ramónez, un anciano septuagenario, chévere, simpático
y parlanchín no hurtaba el cuerpo al peligro y el desafío de
abrir nuevos frentes le encantaba. Especialmente si ello
redituaba dividendos y teñía de verde sus cuentas banca-

90
Chester Swann

rias. Por otra parte no era conocido del ambiente abogadil,


aunque él sí lo conocía bien por descripción de Allen y por
interiorizarse de la prensa paraguaya en Miami vía Internet.
Su espíritu emprendedor lo envidiaría un pionero del viejo
oeste o un marino de cabotaje gallego. Poco demoró el al-
ter-ego de Nathan Allen y el boss Tannebaum en recalar en
Asunción donde previamente adquiriera una residencia
principesca. ¡Nada de hoteles donde uno es controlado por
la policía y los conserjes!

La doctora Semidei (le seducía que la llamaran así) lla-


mó por su celular a su colega Egidio Franco para notificarle
que el señor Ramónez deseaba verlo para hablar de nego-
cios. Es decir, convocaba a los integrantes del equipo de la
jueza Téllez y Allen a fin de hacer un marketing y un estu-
dio de factibilidad para la instalación de varias guarderías
de barrio.
—Ahí estaré, Lolita —prometió Franco. Todos los impli-
cados en la red se congregaron en la fastuosa residencia
del señor Ronaldo Ramónez, recién llegado de Miami para
reorganizar el alicaído y maltrecho aparato adopcionista,
llamémoslo así, y buscar nuevas maneras de captar niños,
sin llamar demasiado la atención de los periodistas aposta-
dos en los tenebrosos pasillos del Palacio de Justicia y de
clínicas poco hospitalarias. La consigna era no levantar
polvareda, tratar directamente con las interesadas en ce-
der sus hijos y pagar a éstas lo suficiente para conformarlas
y evitar que alboroten el avispero.

91
CARNE HUMANA

—Nuestra organización comprende que pudieron haber


fallas humanas —comenzó el nuevo virrey de Eliah
Tannebaum, a quién muchos de los presentes no conocían
aún—. Mr. Allen no puede ya moverse libremente en este
país y vine a poner un poco de orden en este pandemonio,
antes que nuestros negocios entren en pérdida —prosiguió
pausadamente Ramónez con fuerte acento chévere de las
Antillas, mientras los presentes atendían sus palabras con
religiosa unción de monaguillos ante un cardenal—.
Ustedes saben que nuestra organización tolera muy poco
los fracasos, pero hemos resuelto brindar generosamente
nuevas oportunidades, para que quienes cumplan con nues-
tros postulados, con precisión y sin dejar huellas que con-
duzcan eventualmente hacia los responsables, sean recom-
pensados con largueza. En cuanto a los torpes y lelos, no
dudaremos en silenciarlos. Con que... ¡a trabajar por la
humanidad, señores! Ustedes saben, que muchos niños de
este país y de América Latina toda, viven en precarias con-
diciones y su destino es servir de alimento a parásitos, aca-
bar en un correccional, mendigar como subempleados o caer
abatidos por la policía de gatillo fácil. Nuestra organiza-
ción les brindará hogares, y tal vez el glorioso destino de
servir a la ciencia para la investigación biológica o para lle-
var alegría y solaz a… bueno a ancianos solitarios de hábi-
tos poco conformistas, digamos.
Aqui, los presentes se estremecieron ante la opción de
ser carneados para trasplantes o servir de conejillos de in-
dias en algún laboratorio. Quizá en el menos peor de los

92
Chester Swann

casos, carne de placer de adultos amorales. Ante el silencio


imperante en la sala, don Ramónez prosiguió impertérrito:
—¡Dejad que los niños vengan a mí, porque de ellos será
el Reino...! Con la solemnidad de un predicador, prosiguió
ante sus alelados oyentes:
—Montaremos guarderías bien equipadas, con servicio
de sanitación y enfermería, lejos de la inquisición de la pren-
sa y los jueces que creen ser honestos, para seleccionar a
quienes puedan reunir las condiciones y requisitos para
adopción internacional. También Mr. Allen me autorizó a
formar un equipo para la obtención de documentos oficiales
como fuese, a fin de dar cariz legal a todas las operaciones
nuestras. ¿Han comprendido, señores? Necesito para ma-
ñana residencias a alquilar a fin de amoblarlas debidamen-
te. Luego veremos personal discreto para cuidar los niños
sin llamar la atención del vecindario.
Ronaldo Ramónez guardó breve silencio para medir el
impacto de su arenga a quienes congregara allí. Todos es-
taban expectantes cual idiotas frenta a la TV, y de hecho se
sentían un poco así. Deberían extremar la atención, si no
querían morir sin extremaunción.
Tras sus recomendaciones, el señor Ramónez invitó a
los presentes al snack, a fin de celebrar una nueva etapa de
sus actividades; aunque casi todos habían perdido el apeti-
to, ante las perspectivas de eventual fracaso, ya que la pren-
sa estaba prendida como garrapata a varios de ellos. El
Congreso Nacional no daba trazas de destrabar las adop-
ciones internacionales, pese a las soterradas presiones del

93
CARNE HUMANA

embajador y su patrón, el U.S. Government.


Demás estaría acotar que los presentes prefirieron la
bebida a la comida, pero pocos se percataron que el cubano-
americano fingía beber para observarlos a todos, como un
entomólogo a su colección de mariposas. ¡Y vaya colección
de mariposas que poseía!

94
Chester Swann

Acunando ilusiones.

La doctora Semidei, salió de la reunión bastante depri-


mida y sin saber exactamente cuál sería su papel en ese
elenco de malandrines, tan civilizados y expeditivos. Tal
vez podría intentar organizar las guarderías. O quizás con-
tratar el personal y administrar las casas de albergue, aun-
que recordó la advertencia del boss Ramónez. ¡Nada de des-
pertar la curiosidad del vecindario! Cualquier infidencia o
torpeza echaría a rodar la bola de nieve de la maledicencia
y tras ella, rodarían sus cabezas. El cubano no amenazaba
en vano y por lo que sabía de éste, es que su amabilidad no
era menor que su crueldad.
En cuanto a la jueza, tenía los días contados tras haber
sido destituida por el Jurado de Enjuiciamiento de Magis-
trados y puesta en capilla. Ella misma tampoco se sentía
segura en su precario puesto de archivera del palacio de
Justicia y en cualquier momento le darían de baja... o la
ascenderían a jueza del menor. Por lo menos las sospechas
sobre ella aún seguían en nebulosa y no habían confirmado
su participación en falsificación de documentos ni en nin-
guna otra operación similar. Y en el Paraguay era muy
fácil salir impoluto de cualquier sospecha... e incluso de
cualquier condena.

95
CARNE HUMANA

La abogada Sonya Téllez contrató al profesional más


chicanero y astuto del foro para su defensa: el doctor César
Augusto Monticello, defensor de lo peorcito de la sociedad,
es decir, de quienes tenían poder económico e impunidad,
como para pagar sus servicios.
Por de pronto, si no ostentaba un record de ética, poseía
la mayor colección de jueces inhibidos en su haber. No es-
peraba ganar, pero sí alargar lo máximo posible el juicio
hasta que se diluyera o enfriase lo suficiente para seguir en
el negocio de exportación de carne humana. Citó al defen-
sor en su residencia a fin de trazar la estrategia de la de-
fensa a desarrollar ante el inminente pedido de condena
del fiscal de la acusación.
La pièce de resistance del fiscal era justamente una co-
lección de informaciones de prensa, testimonios de madres
solteras, denuncias por secuestro de niños, documentos apó-
crifos de adopción y una larga serie de ítems por el estilo,
amén de certificados truchos en blanco y otros documentos
públicos adulterados.
Monticello aceptó defenderla previo depósito en su cuen-
ta personal, cuyo número consignó, de doscientos mil dóla-
res, prometiendo acudir en dos días a una hora convenida.
Mientras, recomendó a la abogada munirse de la carpeta
de las acusaciones a fin de estudiarlas y ver la manera de
contraatacar a las evidencias, caratulándolas de “intrigas
políticas" en el mejor de los casos; o de pruebas
circunstanciales, en el peor.

96
Chester Swann

Sonya Téllez, tras conectarse con el doctor Monticello


tomó su vehículo y se dirigió raudamente a San Bernardino,
para desintoxicarse de la tensión nerviosa. Su amante te-
nía una suite en un complejo edilicio del cerro y su marido
Jorge Willer, estaba en Buenos Aires, probablemente en
buena compañía y no estorbaría. Su poderoso todoterreno
japonés devoraba kilómetros a buena velocidad y, tras en-
trar en Luque por la autopista, tomó el ramal Luque-Areguá
enfilando raudamente a Ypacaraí, donde desviaría a la ciu-
dad del lago. Veinte minutos más tarde, salía de Areguá a
casi cien por hora hacia Patiño, ensimismada en sus pensa-
mientos y tratando de relajarse eróticamente de sus pade-
cimientos, imaginando escabrosas posiciones amatorias con
su pareja clandestina, quien sabía complacerla, conocía sus
gustos y la hacía vibrar literalmente en sus brazos.
Tan relajada se sintió de pronto, que apenas recobró la
lucidez ante un camión u ómnibus que se le vino encima
encandilándola —tras un contramano indebido de parte del
conductor del transporte—, el cual literalmente hizo puré
al vehículo de la ex jueza del menor en una desierta curva
de la ruta. Dada la hora, el choque pasó desapercibido y sin
testigos y el camión siguió su viaje como si nada, dejando
los restos desparramados por la cuneta del camino donde
sería hallado horas después, al amanecer y sin señales del
responsable.
El misterioso accidente ocurrido a la ex magistrada des-
pertó suspicacias entre quienes conocían sus antecedentes...
y pánico entre sus colegas adopcionistas. Evidentemente

97
CARNE HUMANA

había orden de quemar archivos entre los miembros de la


red y ninguno de los viejos implicados las tenía todas consi-
go. Para más inri, coincidió con el arribo de Ronny Ramónez
al Paraguay. El abogado Egidio Franco tenía la presión
alta, taquicardia acelerada y el sudor polar que lo transfi-
guraba, otorgándole un halo místico ajeno a él. Intuía que
podría ser el próximo, pese a la inusitada amabilidad con
que lo trataba don Ramónez, las veces que tenían sus en-
cuentros de trabajo.
Trataría de no bajar la guardia mas, no se animaba a
comunicar sus sospechas a nadie y menos aún a la policía.
Acarició las cachas de su pistola Walther P-38 que llevaba
bajo el saco, aunque en un caso dado de nada le serviría. El
factor sorpresa siempre es determinante a la hora de la ver-
dad suprema.
Siempre supo que podría ser víctima de su propia orga-
nización, pero algo lo tranquilizaba y alejaba de su mente
tal posibilidad, hasta que conoció personalmente a Eliah
Tannebaum. A partir de allí, perdió toda esperanza, como
rezaba el cartel que Dante imaginó en la puerta del infier-
no (Lasciate ogni speranza voi ch’entrate) y seguía viviendo
sobre el filo de la navaja. No lamentaba la desaparición de
Sonya Téllez, pero tampoco deseaba seguirla en su ignoto
rumbo al más allá.
Pese a todo, el operativo guardería se hallaba en su apo-
geo. No se escatimaron gastos en equipar coquetos chalés
con cunitas, mosquiteros y cuantas comodidades requirie-
sen los futuros ocupantes destinados al engorde. Cada casa

98
Chester Swann

podría albergar hasta diez bebés o niños de corta edad. Unas


nurses, residentes a tiempo completo y entrenadas, se ocu-
parían de todas las necesidades de los niños cubriendo to-
das las áreas: recreación, salud, higiene y alimentación. El
propio boss controlaba todo, no dejando detalle sin cubrir
ya que no confiaba demasiado en la pericia paraguaya, algo
habituada a las improvisaciones y parches, como quien eje-
cuta una pieza de jazz sin ser músico.
Ronaldo Ramónez no perdía tiempo y una de sus prime-
ras tareas fue conseguir un niño adoptivo para su jefe Eliah
Tannebaum, quien estaba ansioso por reponerse de la pér-
dida de Nehemiah, su único hijo varón, el cual debía suce-
derle en los negocios. Para tal menester dio las caracterís-
ticas genéticas del niño a adoptar: ante todo, de cabellos
trigueños rizados, de ser posible de madre blanca o linaje
latino o sefardí para seguir la tradición familiar de los
Tannebaum. Es decir: amar al dinero, por sobre todas las
cosas, y a sí mismo como a Dios.
No tardó en dar con una joven mujer de rasgos sugesti-
vamente sefarditas; cabellos castaños rizados, piel aceitu-
nada, generosos senos erguidos, caderas anchas y sonrisa
amplia y contagiosa. Era aún virgen, pero eso podía
remediarse. También podrían inseminarla, si don
Tannebaum disponía de materia prima y un generoso apor-
te en dólares, que venciese los remilgos de la joven. Se co-
municó con Eliah Tannebaum y le preguntó si deseaba un
hijo de su propia sangre y si disponía de una clínica que
pudiese extraerle semen para procrear in vitro a fin de elu-

99
CARNE HUMANA

dir trámites inútiles de adopción. Nada mejor que un hijo


propio antes que uno ortopédico o postizo como rueda de
palo. Tannebaum al principio dudó pero aprobó la idea.
Sus 70 años no le impedirían, viagra mediante, inseminar
personalmente a la joven y, si ésta accediese, hasta podría
hacerlo en los Estados Unidos. ¿Estaría Hannah Judith
Martínez dispuesta a viajar por ciento cincuenta mil dóla-
res para tal fin? Ramónez dijo que trataría de convencerla.
Tres meses más tarde, la joven se hallaba en una man-
sión de Miami Beach, lista para el primer encuentro con
Eliah Tannebaum a quien no conocía. La oferta hizo el mi-
lagro y prometió concebir un hijo para el capo —sin trámi-
tes sacramentales ni civiles—, con la condición de que de-
positasen en su cuenta de ahorro de un banco asunceno,
doscientos mil dólares en varias cuentas de ahorro, que ella
cuidó de abrir en Asunción al cumplir sus dieciocho. A cam-
bio de esto, no sólo lo concebiría, sino que lo criaría con su
propia leche y cuidándolo hasta los dos años. El capo acep-
tó estas condiciones sin hesitar, ordenando girar el depósi-
to convenido, sin notificar a Ramónez.
La noche del encuentro, Tannebaum muy atildado y es-
pantosamente elegante como todos los mafiosos —de dudo-
so gusto estético—, acudió a la cita disponiéndose a una
noche de solaz amoroso con la desconocida paraguaya cu-
yos dieciocho y pico de años aguardaban por él.
Una cena frugal, de exóticos bocados regados con
champaña de viejas cosechas, seguida de la ingestión de la
pastilla milagrosa podrían producir el efecto deseado, salvo

100
Chester Swann

que mediase alguna circunstancia imprevista. La joven


estaba dispuesta a todo, incluso a comer mariscos —que la
asqueaban, a causa de la mediterraneidad paraguaya—, y
de embriagarse con champaña que nunca había probado,
para ser carne de placer; aún tratándose de un otoñal pa-
triarca, a cambio del certificado de depósito, que ya estaba
oculto en el doble fondo de su cartera de mano. Pero el
efecto del fármaco milagroso, no fue el esperado y lo único
que se le paró al padrino, fue algo que muy pocos creían que
tuviese: el corazón, que el alcohol está contraindicado con
el viagra y también la hipertensión.
Demás está decir, que tras las averiguaciones del caso y
otros pequeños inconvenientes que tuvo que soportar,
Hannah Judith Martínez regresó al Paraguay en calidad
de deportada y aún virgen, aunque con un certificado de
depósito de doscientos mil dólares, transferidos desde el
Citibank en el forro de su cartera de mano, «por trabajos
efectuados en los Estados Unidos en dos años», los que de-
berían ser fehacientemente justificados, no sólo ante la
Superintendencia de Bancos, sino ante la recién creada se-
cretaría de prevención de lavado de dinero. Nadie lloró por
el capo Tannebaum, aunque sus funerales estuvieron muy
concurridos por sus clientes, familiares y toda la hez
gangsteril del Bajo Manhattan.
Era casi seguro que la desaparición del zar mafioso des-
ataría una guerra interna por la jefatura —hasta entonces
indisputada del viejo caudillo germanoamericano—, pero
Hannah Judith Martínez no entendía de negocios y prefirió

101
CARNE HUMANA

regresar a su país, a invertir en algún banco de plaza y a la


vez en algún color oscuro de cuenta. O tal vez comprase
una casita a sus padres que aún ignoraban por qué dejó de
pronto sus estudios de Contables para viajar intempestiva-
mente a los Estados Unidos, apenas cumplida su mayoría
de edad.
Ronny Ramónez la acompañaba en su regreso, tras asis-
tir al sepelio de Tannebaum, pero no se enteró del depósito
que le obsequiara éste antes de su óbito.
Tuvieron que encargar un ataúd especial para disimu-
lar una tardía erección post mortem agravada por el rigor
mortis del cadáver del zar del Bajo Manhattan. Y ésta fue
tal, que hubo que forzar la tapa del ataúd para poder ce-
rrarlo definitivamente.
Hasta los funerales del capo Tannebaum en Nueva York,
el señor Ronaldo “Ronny” Ramónez estuvo ausente del país,
dejando al mando de las incipientes guarderías al abogado
Egidio Franco, el cual, pese a sus limitaciones intelectua-
les e iniciativa, supervisaba entonces los trabajos de
remodelación de las residencias-cuna. La mayoría de éstas
contaba con muy pocos vecinos quienes apenas se percata-
ron de cuanto ocurría en su interior. Por otra parte, las
murallas fueron elevadas y los linderos cegados en su tota-
lidad para evitar fisgones y otras pestes urbanoides.
Lo malo es que cuanto uno más hace para proteger cier-
tas intimidades, despierta el doble de suspicacias. Espe-
cialmente en ambientes aldeanos conservadores y tradicio-
nalistas, como es el caso del Paraguay. Poco a poco cayeron

102
Chester Swann

por esos lugares buhoneros, vendedores de hierbas para


tereré, quinieleros y traficantes de panchos, chipas y hasta
amuletos para dolores de muelas.
Tal vez la miseria que iba en plan de conquistar el país,
apoyada por algunas potencias fenicias, contribuía a esta
proliferación de informalidad comercial seminómade.
Y esto, pese a que el sistema acosa cada vez más a los
vendedores llamados ambulantes (aunque se instalan fijos
en las veredas). Los acorralan prohibiéndoles, por ejemplo,
colocarse frente a ferias o acontecimientos públicos, dejan-
do en cambio que recalen en cualquier espacio limítrofe entre
lo público y lo particular. Pero eso es otra historia.
De lo que aquí se trata es que los vecinos fisgoneaban a
cuatro ojos, gestualizaban a cuatro manos y chismorreaban
a cuatro bocas, acerca de los misterios de esas casonas que
desentonaban en barrios periféricos, como testigo de Jehová
en motel transitorio. Una mansión campestre entre tugurios
es más sospechosa que colombiano en Miami. Más exótica
que china en la Amazonia.
Una semana más tarde, medio Asunción, tres cuartos
de San Lorenzo, un cuarto de Areguá y el tout Luque se
enteraron que se habilitarían casas-cuna o algo por el esti-
lo. Demás está decir que todos los contratos debieron ser
rescindidos. Es notable el poder comunicativo de los ven-
dedores informales en relación con un vecindario curioso.
Pero el boss Ramónez no quiso rendirse ante este pri-
mer fracaso. Prefirió comprar una casa quinta en Ca’acupé
donde no hubiese en las alturas otro vecindario, sino cerro

103
CARNE HUMANA

pelado por doquier salpicado con eucaliptos y pinos boreales.


En los States la lucha por el poder se definió a favor de
las familas Shappiro-Lanski por ocho muertos contra doce
por parte de éstos y los clanes rivales ítalojudeoamericanos.
Curiosamente, éstos de desentendieron momentánea-
mente del negocio en su patio trasero paraguayo. Esta co-
yuntura fue aprovechada por Ronny Ramónez para tomar
el mercado de carne humana para sí. —¡Total, ya llega el
destape a Paraguay...! —pensó el boss hocicándose de gus-
to—. ¡Dentro de muy poco, esto será una Bélgica medite-
rránea o una Dinamarca del subdesarrollo y ganaremos
miles exportando productos con valor agregado...!
Imaginaba vídeos, para intimidades inconfesables de
todo tipo, con protagonistas inocentes, cometidos a sevicia
por adultos adulterados; o quizás en snuff-movies o tal vez,
en adopciones de verdad, de haber interesados solventes.
Si Eliah Tannebaum hubiese adoptado un niño varón, otra
fuese la historia. Su orgullo machista lo perdió. Ramónez
decidió llamar a su corredor inmobiliario. Una quinta era
lo ideal para cria y engorde de carne humana sin fisgones
en derredor.
Tres meses más tarde y sin mucho ruído, el abogado
Franco tuvo lista la espaciosa quinta con parque, piscina,
antena parabólica satelital propia para comunicaciones,
Internet y estudio de filmación digital, para lo que hubiere
lugar. Poco tardaría el capo Ramónez en comprender que
ciertas actitudes no quedan impunes aunque la justicia sea
cómplice del hampa y lo ilegal. Cuando estaba a punto de

104
Chester Swann

inaugurar su quinta-guardería de Ca’acupe, ocurrió


aquello.

Tras la derrota de los republicanos en los Estados


Unidos, el presidente electo, realizó algunos cambios en su
política exterior de inmediato. El Departamento de Estado
fue reestructurado —previa pasada de escoba— y varios di-
plomáticos de carrera delictual fueron puestos en capilla.
También los servicios secretos y el F.B.I. sufrieron algunas
podas de cabezas y finalmente le tocó a los representantes
en América Latina, entre ellos Paraguay. Esto significó tron-
char algunas raíces contumaces del infame tráfico de carne
humana, quedando ciertos mafiosos locales totalmente
desprotegidos por parte de los G-men de las embajadas y
consulados de los States. A Ramónez y algunos hampones
de más allá del Río Bravo se les hizo difícil documentar le-
galmente sus operaciones de adopción, y en el Departamento
de Estado perdieron interés en presionar a los gobiernos
para suspender la veda de adopciones.

La represión policial, en Europa y Asia, especialmente


en China roja, Viet Nam, Camboya y Thailandia, redujo el
flujo de cuerpos núbiles a los prostíbulos orientales, aun-
que a bordo de barcos clandestinos surtos en aguas inter-
nacionales, proseguían los lupanares para sex-cursionistas,
lejos de aguas territoriales y de toda ley.
Muchos niños fueron rescatados por esos días, aunque
no todos enteros. Bastantes sufrieron severos daños

105
CARNE HUMANA

sicológicos y físicos durante su indeseado cautiverio. Final-


mente Ramónez hizo un viaje a Miami y no regresó. Lo
borraron los gorilas de la Cosa Nostra por razones que él
mismo ignoraba, pero de todos modos ya no le importarían
a posteriori. Razones de negocios, tal vez.
La abogada Semidei quedó más tranquila cuando se
enteró que Ramónez fue limpiado de la lista de evasores, en
su propio país de adopción. Por lo menos Fidel Castro res-
piraría tranquilo ante la desaparición de uno de sus enemi-
gos, pero los adopcionistas paraguayos quedaron más des-
orientados que ciego en tiroteo cruzado, más solos que se-
ñales de carretera en el desierto. Las cuentas bancarias
que manejaban en Asunción, estaban a cargo directo del
cubano y nadie poseía poder para disponer de fondos, pese
a que cada uno de ellos disponía de hartos ahorros en sus
cuentas privadas. Resolvieron reunirse para reatar el hilo
de los negocios. Por supuesto que en la quinta de Ca’acupé.

—Creo que no debemos preocuparnos por los proyectos


del finado Ramónez y elaborar nuestro propio plan de ac-
ción —comenzó Egidio Franco, algo más aplomado y desin-
hibido, desde que la espada de Damocles dejó de pender
sobre su cabeza por transferencia de usuario.
—Muy acertado, doctor —aprobó la abogada Marín no
sin suspicacia acentuada—. Creo que deberemos conformar-
nos con los matrimonios sin hijos, que llegan del primer
mundo, y dejarnos de joder con los fantásticos proyectos
pornosádicos de don Ramónez (aún después de muerto era

106
Chester Swann

de respetar o temer). Ello nos podría crear problemas. Aquí


no tenemos aún mercado para esos... eeh... productos con
valor agregado, como decía el cubano. Tampoco tenemos
contactos en el exterior para tales productos.
—¡Pobres niños! ¡Las cosas que les hacían esos sinver-
güenzas! —exclamó Lola Semidei, contrita y con un dejo
hipócrita de compasión farisaica en la voz.

Telma Ruíz, navegó raudamente por los mares de la duda


y los ríos de la nostalgia, en zafarrancho de naufragio cons-
tante, durante su convalecencia, obligada por las circuns-
tancias del posparto. De pronto acudieron en malón a su
mente preguntas incontestadas que comenzaron a girar en
torno a su cabeza como invisibles satélites virtuales.
¿Qué aspecto tendría su indeseado hijo? ¿O fue niña?
¿Sería feúcho, o hermoso como esos bebés de anuncios de
pañal desechable? ¿Los bebés también son desechables?
¡Oh! ¿Por qué deseaba de pronto saberlo? ¿Acaso no fue re-
lativamente remunerada por ignorarlo todo? ¡Dioses de los
siete limbos! Un raro sentimiento de soledad, hasta hoy
anestesiado por las cervecitas sabatinas y sus actividades
de la semana, brotaba efervescente y tumultuoso de sus ya
desalojadas entrañas, como retándola a replantear sus ac-
tos recientes.
¿Acaso se sentía más mujer por ser libre de cargas…
pero no de cargos? ¿Era realmente dueña de sí, o habría
alguna entidad que la impelía a derivar como corcho en el
raudal? Telma sintió salobres gotas deslizarse sobre sus

107
CARNE HUMANA

mejillas aún afibriladas por la convalecencia. No tenía idea


de sus orígenes. Ella, que nunca derramó lágrimas por na-
die, ni siquiera por sí misma en sus solitarias noches de
facultad y madrugadas laborales. Ella que desconocía la
tibieza de un cuerpo adherido a su piel, hasta que...
Telma se sintió desolada, como viuda de guerra civil o
perro malherido por el insensible tráfico automotor. Sabía
que era tarde para patalear por lo definitivamente perdido.
Solo el leve fluir de gotas dulzonas y acuosas, que brotaban
amotinadas e insumisas de sus pezones, aún pletóricos,
delataba su vacío emocional. Palpó sus pechos enhiestos e
intentó descargarlos con la presión de sus dedos para cor-
tar definitivamente con su reciente pasado de madre rene-
gada, pero la inflexible e implacable naturaleza pudo más
que ella, prolongando el flujo lactal, hasta bastante tiempo
después de su parto ignorado, como recordándole su defec-
ción vergonzante.
Telma sentía no poder resistir esa memoria que insistía
en acusarla y recusarla, en desmerecerla y enfrentarla con-
sigo misma. De pronto le pareció ver en su imaginación un
cuerpecito sin rostro ni sexo que se agitaba entre espasmos
como si llorase en silencio. Quiso gritar de pavor, pero se
contuvo al deducir que era su imaginación insobornable la
que torturaba su espíritu. ¿Cuánto duraría esto? ¿Podría
soportarlo sin enloquecer?
Tres días después, una de sus vecinas intentó abrir la
puerta de su cuarto al percibir cierta fetidez sospechosa y
la silenciosa respuesta a sus llamados. No dudó en convo-

108
Chester Swann

car a los otros inquilinos del conventillo y, tras derribar la


puerta, hallaron el yerto despojo de Telma Ruíz balanceán-
dose mansamente de uno de los tirantes de la techumbre,
apenas acunado por zumbonas moscas que iniciaban el fes-
tín entomológico y macabro. Sólo una larga esquela dirigi-
da "a quienes pueda interesar" delataba sus padecimientos
y denunciaba crudamente al monstruoso aparato devora-
dor de carne humana que la había conducido hasta esa su-
prema e irreversible decisión.
Poco después, Andy Calamaro del diario La Siesta
Asuncena se hizo presente y pudo fotocopiar la esquela an-
tes que cayese en el burocrático poder de la policía judicial.
En dicha esquela, Telma Ruíz desnudaba su alma y ponía
en evidencia a los mercaderes de niños que, amparados en
la impunidad forense y chicanerías legales, lucraba sin ru-
bor con inocentes criaturas y miserables madres, solteras o
no.
Calamaro sintió ganas de vomitar ante tanta perversi-
dad que convierte al ser humano en material desechable al
servicio de inconfesados intereses. Se preguntó en qué an-
darían los abogados, funcionarios del Palacio de Justicia y
jueces venales que estaban agrupados en la red.
Por de pronto, la ex jueza Sonya Téllez de Willer, se li-
bró del juicio del Jurado de Enjuiciamiento de Magistra-
dos, pero de seguro estaría afrontando otro donde sea que
haya ido, y ahí no habría abogados chicaneros, ni transadas
que la librasen de alguna pasantía ultrasepulcral punitoria.
De alguna manera debía pagar sus fechorías escamoteadas

109
CARNE HUMANA

a la justicia terrenal. Por lo menos cientos de sentencias


fueron expeditivamente concedidas por esa pécora, sin que
luego se haya hecho seguimiento alguno de los bebés expor-
tados, por parte del Poder Judicial ni por parte de Relacio-
nes Exteriores.
Andy Calamaro tomó las fotos de rigor, interrogó a los
vecinos y luego se dirigió a la Cruz Roja, donde según una
oficiosa vecina habría parido recientemente su hijo, aun-
que regresara sin él y sin dar ninguna información o dato
cierto, callando cuanto sabía. Ni siquiera dijo si era varón o
hembra
En el nosocomio poca información obtuvo el periodista,
como si una conspiración de silencios reinara tácita entre
algunas enfermeras de la maternidad. De pronto, una de
ellas le acercó disimuladamente un papelito doblado en la
palma de su mano que Calamaro puso en su bolsillo con
similar furtividad.
Tras regresar a la redacción con la información, revisó
el papel y sólo halló un nombre: Delmira y un teléfono, amén
de una hora: 22:30 que sería probablemente la de localiza-
ción de ese nombre. Esa misma noche, desde su casa discó
y preguntó por Delmira a la mujer que lo atendió.
—Yo soy, señor Calamaro —dijo la voz al otro lado del
hilo telefónico.
—¿Podría venir esta noche a mi casa? No puedo decir
nada en mi trabajo, pues esa gente es capaz de todo. Conocí
a esa Telma Ruíz y conversé algo con ella. También conocía

110
Chester Swann

a la doctora Semidei que se llevó a la niña...pero mejor ven


ga por mi casa. La dirección es...
Calamaro tomó nota y tras agradecer a la mujer, se dis-
puso a dirigirse a la dirección indicada en el barrio Villa
Aurelia. Media hora más tarde, llegaba a una modesta ca-
sita donde moraba la enfermera de la Cruz Roja. Tras pul-
sar el llamador, le invitaron a entrar. Reconoció de inme-
diato a quien le había deslizado el papelito subrepticiamen-
te y tras saludarla, tomó asiento en un diván. La mujer fue
directo al grano, como si desease vomitar algo tóxico que
atormentaba sus entrañas.
—Hace años que estoy en ese hospital y sé casi todo lo
que allí ocurre, señor Calamaro. Con decirle que llevo ya
calculados unos veinte mita’i y bebitas que salieron de allí
sin sus madres, estando en mis turnos de guardia. Algunos
son transados durante el embarazo, y más de uno fue se-
cuestrado por manos anónimas en las horas de las ánimas
en pena. Bien de madrugada. La señora calló, como aguar-
dando alguna señal del periodista.
—Prosiga, señora —dijo Andy, atento como sabueso que
era.
—Casi siempre eran para adopción, pero había algunos
nenitos que... ¡Aichejára anga! ¡Pobres criaturitas, che dió!
(mi dios)
El periodista intuyó que se trataba de gente sin un áto-
mo de conciencia por lo visto. Ello sin contar los casos de
asesinatos violentos de menores de ambos sexos cometidos
por diversión, localmente, por supuestos sicópatas, que fi-

111
CARNE HUMANA

nalmente no son sino fruta podrida de la que podemos y


debemos prescindir. Sea quien fuere el autor y su castigo o
no, no devuelve a un niño la vida ni el candor. Tampoco ello
consuela a los padres, quienes en realidad sufren más. ¿Será
que el homo urbanoide tiene instintos suicidas?
—¿Puede decirme cómo diferencia los de adopción y los
otros...?
—¡Ah! señor! Conocemos a los que llevan hijos guachos,
porque cada tanto, bueno, una vez al año al menos envían
alguna postal de su valle. Generalmente lo hacen en víspe-
ras de navidad. Y además, suelen ser puntuales, como bue-
nos gringos. El periodista sintió un estremecimiento bajo
su piel, como ratones corriendo bajo una alfombra. Enton-
ces, lo de los comeniños no eran simples chimentos de co-
madres ociosas o truculencias propias de los mitos urbanos
de nuevo cuño, sino realidades crudas como la vida misma
y como la muerte prematura; o como las guerras.
Tras escuchar cuanto la mujer sabía de primera mano,
el periodista agradeció su amabilidad y su sinceridad y
despidióse prometiendo tenerla al tanto de lo que descu-
briese, sobre todo para tranquilizar la conciencia aún la-
tente de la buena señora, quien no quería cargar sobre sí
ese bagaje de infamias herodíacas.
Poco tardó Andy Calamaro en enterarse de la existencia
de la misteriosa casa-quinta de la Cordillera y de la des-
aparición forzada del cubano-americano Ronny Ramónez.
Su amigo Joseph Wilver lo mantenía informado de cuanto
sucedía en La Pequeña Habana de Miami, y supo de la lu-

112
Chester Swann

cha intestina entre los mafiosos norteamericanos, donde se


impusieran los clanes Shappiro-Lanski por sobre las ban-
das rivales de sicilianos y napolitanos que se replegaron
hacia el oeste.
Dedujo con su analítica mente criminológica que los pa-
raguayos se las arreglarían bastante bien sin la tutela, al
menos transitoria, del hampa internacional. Conocía bien
a los adopcionistas, otrora liderados por la finada ex jueza
del menor y supuso que cambiarían de orientación en cuan-
to a los casos de adopción a fin de no levantar la perdiz y
llamar sobre sí la atención de la opinión pública, bastante
soliviantada tras los últimos sucesos traumatizantes, entre
ellos el secuestro, violación y asesinato de una niñita de
corta edad, hija de un funcionario público.
Estos hechos aberrantes eran moneda corriente en so-
ciedades donde impera la desigualdad y la marginación. En
los juegos de poder, siempre pierden los más débiles e inde-
fensos, y, por lo general, los marginales no pueden agredir a
los poderosos, ejerciendo su irracional violencia contra ni-
ños. Y perversamente eligen a los más pequeños para sus
macabros propósitos.
Pareciera que en este valle de lágrimas, la seguridad
ciudadana era mera ilusión; la justicia, apenas un juego
donde al final campearía el sálvese quien pueda. Hasta los
Evangelios son letra muerta en tales circunstancias.
Calamaro solicitó al director de su diario autorización y
fondos para investigar a la misteriosa red de adopcionistas
que confabulaban contra la ética, la razón humanitaria y el

113
CARNE HUMANA

undécimo mandamiento: No devorarás a tu prójimo. El li-


cenciado, tras escuchar a su periodista estrella, accedió, pero
recomendándole no saltarse por encima de la ley, salvo ca-
sos extremos. El prestigio del diario estaba en juego y no
había que arriesgarlo en juegos de niños. Por de pronto, se
equipó con cámaras electrónicas, visores infrarrojos, micró-
fonos ultrasensibles y la colaboración de un amigo de la
empresa telefónica estatal, experto en pinchazos e inter-
ceptación de llamadas. Nada sería dejado al azar o al dudo-
so arbitrio del destino, o en el peor de los casos, librado a la
providencia divina, la cual muy poco hacía últimamente a
favor de los niños, salvo aumentar la explosión demográfi-
ca de angelitos en el limbo de los justos, tras corta y doloro-
sa pasantía carnal.
Una vez repasados sus datos en su ordenador personal,
Andy Calamaro alquiló una avioneta deportiva, para inten-
tar localizar la casa quinta desde el aire. Luego vería cómo
penetrar en ella con sus aparatos y de ser posible con su
cuerpo. Un instructor de vuelo de ultraligeros disponía de
aviones livianos de dos plazas, lo ideal para sobrevolar a
muy baja altura y con la lentitud requerida para observa-
ción aérea a vuelo de pájaro. Tras llegar a un acuerdo, Andy
hizo los cálculos para evitar pérdidas de tiempo, deducien-
do que dicha quinta se hallaría en las cercanía de un anfi-
teatro —tan monumental como inútil y costoso—, que se
había construido entre los cerros que circundaban a la ciu-
dad de Ca’acupe, la Meca del neopaganismo nacional, tan
afecto a lo mágico y fetichista, que no tanto a lo espiritual.

114
Chester Swann

Días después, con cielo despejado salvo algunos nimbos,


y vientos favorables, el pequeño ultraligero despegaba de
la base militar de Ñu Guazú, dirigiéndose hacia el este.
Disponían de más de una hora de autonomía y podría inclu-
so filmar desde el aire con una microcámara de vídeo cuan-
to le interesase. El ultraligero no disponía de carlinga y
prácticamente estaban sentados sobre un tubo de acero que
hacía de ‘piso’ de la nave. La velocidad era apenas de 65
kilómetros por hora contra viento. El espectáculo de la cuen-
ca del lago era alucinante y la vista envidiable, a menos de
trescientos metros de altura.
Tras poco más de diez minutos de vuelo, le pareció ver lo
que buscaba. Bordearon la ruta asfaltada a la ciudad
cordillerana y, tras dar unas vueltas sobre el imponente
aunque ruinoso anfiteatro "José Asunción Flores", hicieron
varias pasadas sobre la casa quinta, que, como suponía
Calamaro, disponía de fortificados muros, altas rejas alre-
dedor de la casa y amplio parque arbolado con piscina,
quincho y viviendas anexas para personal. Calculó por lo
bajo, una inversión de dos y medio millones de dólares.
—El precio de dos docenas de niños puestos en punto de des-
tino —penso el hombre de prensa.
Dieron varias vueltas por encima, tomando fotos con
teleobjetivo y algunas tomas de vídeo digital para analizar
luego su información. Varios automóviles estaban
parqueados en su amplio patio interior, enripiado como los
caminos que conducían al mismo. Fotografió además los
posibles puntos de interceptación de llamadas telefónicas,

115
CARNE HUMANA

pues la línea era bastante visible. Supuso por otra parte,


que la quinta debía disponer de electrogenerador de emer-
gencia, en caso de posibles y muy probables cortes de ener-
gía.
Una empresa de vigilancia privada controlaba los acce-
sos y los alrededores de la amplia casona con corredores
periféricos, aunque de una sola planta. Incluso creyó sentir
que, desde abajo, seguían las evoluciones del pájaro motori-
zado que circunvolaba la zona de seguridad de la quinta.
Por lo bajo tendría ésta unas cinco hectáreas de superficie,
aunque la casa estaba situada en una altura protegida. Es
que en la emoción de la exploración, debieron pasar a muy
baja altura en algunos casos, divisándose casi los rostros de
los guardias y hasta el color de sus ojos, y a éstos no debió
pasar desapercibido el interés de los aeronautas por la quin-
ta.
Tras varias vueltas, Calamaro avisó al piloto que
sobrevolasen otros sitios aledaños para desviar la atención
de los ocupantes de la quinta hacia la pequeña aeronave.
No debía espantar la caza antes de tiempo. El aludido en-
tendió el mensaje por el intercom y puso proa hacia el anfi-
teatro, el cual sobrevolaron unos diez minutos antes de di-
rigirse nuevamente hacia Areguá y luego a Luque, donde
finalmente aterrizaron en la empastada pista militar de
donde partieran.
Dos horas más tarde, Calamaro se reunía con el jefazo
en su despacho del diario, donde analizaron las fotos y el
vídeo tomados durante su excursión aérea. El director del

116
Chester Swann

vespertino llamó a uno de sus asesores jurídicos, a fin de


trazar un plan para obtener pruebas que condujesen a los
responsables de los secuestros de infantes a la cárcel, o por
lo menos a despojarlos de su matrícula leguleya.
Los nuevos vientos que soplaban en el Poder Judicial,
presagiaban que por lo menos algún remedo de justicia ha-
bría, pero sabiendo que de los nueve ministros de la corte,
por lo menos cinco eran iniciados, daba para creer que, de
haber hermanos vinculados a la corrupción, hesitasen en
condenarlos, suponiendo que fueran juzgados.
Si bien hay bastantes masones que soslayan sus propios
principios, los otros, los honestos a veces dudan de sancio-
narlos para evitar escisiones en la Orden. De todos modos,
lo intentarían. ¡Los niños primero!
Calamaro se apostó en las cercanías del acceso por ca-
rretera a la quinta con un teleobjetivo que permitía foto-
grafiar a todos los vehículos que ingresaran a la misma para,
posteriormente, identificar a sus propietarios. Las venta-
nillas, generalmente polarizadas, impedían divisar su inte-
rior estando cerrados los vidrios, por lo que eran necesarias
otras formas de saber su contenido.
Contabilizó unos veintidós vehículos de distintos tipos y
marcas en sólo una semana de vigilancia. Ya vería luego
quiénes eran sus propietarios. En tanto, el técnico de Antelco
con una orden judicial, interceptaba y grababa las llama-
das que entraban y salían a fin de saber qué tramaban.
Varios de los automóviles llegaban al lugar con harta fre-

117
CARNE HUMANA

cuencia, por lo que dedujo que eran de los abogados o socios


del aún boyante negocio.
Por todas sus observaciones, el periodista y sus colabo-
radores se enteraron que los adopcionistas tenían diez ni-
ños de ambos sexos, edades diversas y estaban haciendo
contactos internacionales con agencias de adopción vía
Internet a fin de concretar pingües negocios con los intere-
sados; generalmente parejas otoñales sin hijos o con hijos
ya casados. Pero también hubo una solicitud de una pareja
de lesbianas, ambas sin posibilidades de engendrar por pro-
blemas orgánicos y otra de un bisex alemán, soltero, de ten-
dencias pedófilas, que deseaba adoptar un niño de más de
seis años para su compañia. Tras los pinchazos, Calamaro
pudo ubicar las direcciones electrónicas de los clientes po-
tenciales, las páginas web de los pederastas europeos y
americanos, así como los correos electrónicos de todos los
miembros de la red de traficantes de carne humana. Tras
esto, sólo restaba alertar a las instituciones internaciona-
les sobre lo que era un secreto a gritos. En cuanto a denun-
ciar a la policía la existencia de la guardería, debería aseso-
rarse antes, por si los abogados disponían de permiso judi-
cial, antes de allanar la quinta y la procedencia de los ni-
ños. Alguien debería introducirse en la quinta o proseguir
la interceptación de sus comunicaciones.
No le llevó mucho tiempo saberlo todo, o casi todo, sobre
la identidad de los niños y su fuente de origen. Por lo menos
la mitad habían sido cedidos por sus madres o familias a
cambio de entre mil a dos mil dólares. Los otros fueron

118
Chester Swann

extraídos sospechosamente de nosocomios públicos para


indigentes, con o sin consentimiento de sus madres.
Calamaro chequeó las denuncias publicadas en la prensa
nacional y pudo tener una visión de conjunto acerca del ori-
gen de la mercancía humana. Era un trabajo de hormigas
y empresa de romanos, pero estaba dando sus frutos. Áci-
dos, pero frutos al fin. Sólo faltaban los informes de Interpol
de los distintos países que figuraban entre los mayores
adoptantes de niños latinoamericanos.
El acertijo iba tomando forma y fondo. ¿Qué habría más
al fondo? Era necesario tener confidentes dentro de la poli-
cía, pues Interpol no envía información fuera de sus cana-
les habituales, de sabueso a sabueso.
Calamaro decidió iniciar la ofensiva valiéndose de sus
muchos amigos en el exterior, quienes podrían enviarle va-
liosos datos sobre los negocios relacionados con lo que aquí
se trataba. Es decir: los mitãreraha’ha. Los «hombres de la
bolsa» o «chupasangres» como decían nuestros abuelos que
se llevaban a los niños traviesos o cabezudos; o los tíos del
saco, como dicen los castizos peninsulares. Pero éstos, se
llevan a niños inocentes y puros para convertirlos en mons-
truosas aberraciones físicas y espirituales, destruyendo para
siempre, lo que podrían haber sido sin su maléfica inter-
vención.
El periodista no era muy dado a la profundidad reflexi-
va de corte o cariz filosófico. Más bien era hombre de acción
y lacónica verba. Pero las circunstancias de los casos de
niños vendidos al mejor o peor postor según se mire, lo trans-

119
CARNE HUMANA

formaban poco a poco, dejándole un dejo amargo de decep-


ción y desprecio a las bestias, de apariencia humana, que
habitan nuestro entorno e incluso en nuestro interior cual
clandestinos monstruos de los instintos inferiores.
Tras recobrar parte de la calma perdida, Calamaro re-
solvió recluirse en su casa e intentar tomar contactos con
sus corresponsales vía Internet. Durante tres días de un
fin de semana, navegó a través del mundo sin salir de su
cubil de lobo solitario, entre los agitados mares de perver-
sión sadomasoquista y océanos de mierda espiritual porno-
gráfica.
Incluso, hasta lanzó algunos anzuelos para pescar por
su cuenta, entre la hez de los corruptores que pululan en la
world wide web ofertando angelical y tierna mercancía a
sus enfermizos parroquianos. Como calculara, le llegaron
inmediatamente ofertas y pedidos de niños de extracción
mestiza (latin type) para diversión de los depravados. Nada
escaparía a su inquisitoria labor de intentar acabar con el
infame tráfico o por lo menos ponerle cáscaras de banana
por ahí.

120
Chester Swann

¡Alerta Roja!

Los adopcionistas, estaban preocupados por los informes


de los guardias, acerca de un misterioso avión, que
sobrevolara la quinta durante más de media hora, y en va-
rias pasadas lo hizo a muy baja altura, como intentando
conocer cuanto se efectuaba en ella. Todos se preguntaban
quién podría haber sido. Y seguirían en las conjeturas a
perpetuidad, de no ser por que el abogado Egidio Franco
recordó al periodista que desguazara la organización, tor-
nillo por tornillo, o mejor expresado: clavo por clavo, con
sus candentes acusaciones y testimonios en cierto vesperti-
no asunceno, cuya alborotadora prédica echara al traste con
Mr. Allen y siguiera pegado a los talones de don Ramónez
hasta su último viaje, donde sus colegas lo borraran del
mapa, aunque muy a pesar suyo.
Franco revisó entre los diarios viejos acumulados en su
despacho todo lo referente a los casos publicados donde
cierto periodista de cuyo nombre no quería acordarse lan-
zara una ácida campaña contra la jueza Téllez y Mr. Allen.
¡Andy Calamaro! ¡Ya lo tenía! ¡No podía ser otro que
Calamaro! El único loco capaz de irse hasta Tel Aviv a de-
safiar al capo, Eliah Tannebaum, birlándole carne fresca

121
CARNE HUMANA

del quirófano, haciéndolo detener a él por varias semanas


en Israel y echando la policía judía encima del prestigioso
doctor Mordechai Levi, el cual debió responder a las
innúmeras acusaciones de trasplantes ilegales efectuados
en el hospital Bethesda, a espaldas del Ministerio de Salud
israelí. ¡Ese imbécil metiche de Calamaro! No podía ser otro.
Franco tomó su celular y llamó a sus asociados
frenéticamente.
—¡Alerta roja! —exclamó con voz ahogada el abogado—
. Es muy probable que ese fisgón haya descubierto la guar-
dería e incluso todos nuestros contactos. ¡Debemos neutra-
lizarlo inmediatamente, antes que eche al tacho de basura
nuestros negocios!
Los socios sintieron al cielo desplomarse sobre sus cabe-
zas. Para colmo de males, los compinches habían sido noti-
ficados, que el jefe del supremo consiglio de la Cosa Nostra,
ya tenía designado un reemplazante de Ronny Ramónez en
Asunción y quería el treinta y cinco por ciento del producto
bruto de todo el paquete inmediatamente.
Los que, hasta hacía muy poco, se sentían dueños abso-
lutos del negocio de las adopciones, veían peligrar su posi-
ción al caer nuevamente bajo la égida de la temible organi-
zación. Hasta hace poco, estaba manejada por hampones
italianos, actualmente se hallaba bajo la jefatura del clan
Shappiro-Lanski. Si bien estaban emparentados con la Cosa
Nostra, tenía más afinidad con los sionistas de la pesada,
herederos de «Asesinato S.A.», empresa de limpieza de ar-
chivos, creada por Dutch Schultz (Arthur Flegenheimer),

122
Chester Swann

Louis Lepke Buchalter, Abraham Kid Reles, y Jacob Gurrah


Shapiro, entre otros pandilleros de origen judío ruso.
Egidio Franco memoró los orígenes de los clanes mafiosos
en los Estados Unidos. En los finales del siglo diecinueve,
los inmigrantes europeos tuvieron sus fuerzas de choque de
autodefensa. Los italianos, los irlandeses y los judíos, al
decir de Paul Johnson en «Tiempos Modernos». De hecho,
la primera organización fue liderada a principios del siglo
XX, por Jacob «Gurrah» Shappiro, Louis Lepke Buchalter,
Bugsy Siegel, Ducht Schultz y otros pandilleros que dispu-
taron el territorio con los clanes mafiosos italianos e irlan-
deses de los Genovese, los Moran y los anarquistas Molly
Maguires. De tanto en tanto, llegaban a treguas y acuer-
dos, pero desde los finales de la Ley Seca y el ingreso al
negocio de las drogas, recrudeció la lucha por el poder.
El ultimo hampón, Eliah Tannebaum era de origen ju-
dío, como el ruso Meyer Lanski (Sucholjanskij) y tomaron
el control total de la organización en la costa atlántica, aun-
que competían con los cubanos de Miami y las nuevas mafias
colombiana, rusa, jamaicana y chechenia que ya estaban
penetrando en los Estados Unidos orientales. Los tongs y
las tríadas chinas dominaban California y parte de la costa
occidental; pese al FBI, más preocupado por los colores po-
líticos e ideologías de los chinos, que por sus crímenes y
extorsiones. Ahora, en el Paraguay, tras el auge de las ciu-
dades-emporios de la frontera, se introdujeron mafias chi-
nas, árabes, búlgaras, rusas y albanesas, amén de las mafias
policiaco-militares que se disputaban el control del contra-

123
CARNE HUMANA

bando, el abigeato y compraventa de autos robados dentro


y fuera del país. Estaban algunos en la creencia de que un
país da para todo y para todos; sin detenerse a pensar que
el casi ochenta por ciento de los negocios internos rondan
en la ilegalidad más informal. Y cualquier cosa que dé divi-
dendos, es manejable por el hampa. El crimen organizado
no se ocupa de fruslerías tales como asaltos bancarios (por
lo menos no asaltan los bancos desde afuera, sino desde las
administraciones); sí de importaciones subfacturadas, obras
públicas sobrefacturadas, con licitaciones amañadas, con-
trol del contrabando a dos vías y sobornos de grueso calibre
para negociar influencias políticas.
No hay rateros ni ladrones de gallineros entre los ver-
daderos criminales, aunque el peso pesado de la ley cae so-
bre los primeros. Los verdaderos criminales no pierden el
tiempo con moneditas y bagatelas, sino que manejan la
macroeconomía de un país, amparados en sociedades
crípticas crepusculares, que aglutinan a empresarios, poli-
cías, militares, jueces y hampones, en un cambalache
discepoliano. Claro que con el correspondiente disfraz de
legalidad. En suma, la verdadera actividad del crimen or-
ganizado, es la evasión impositiva. Lo demás, es obra de
aficionados. A lo sumo éstos últimos, sirven a los crimina-
les de corbata y maletín satelital como «soldados» «torpe-
dos» o «jagunços» como dicen en Brasil a los matones de
alquiler.
Esa noche, Franco y sus colaboradores se enteraron que
el señor Ricardo Orejuela, mafioso colombiano, vendría a

124
Chester Swann

dirigir y administrar la fuente de producción y exportación


de carne humana, al margen de cocaína y negocios anexos
ajenos a la red. No hubo manera de rebelarse contra esto
porque ante todo, no eran de armas tomar y no disponían
de fuerza suficiente, ni eran expeditivos como solía acos-
tumbrar la Cosa Nostra. Los paraguayos de Asunción por
lo menos, no solían recurrir al asesinato, salvo contados
casos en que, por lo general recurrían a sicarios a precio fijo
alquilados en la frontera. En este caso, decidieron quemar
a Andy Calamaro, para sacárselo de encima, aunque no sa-
bían bien cómo lo harían. Recordó a Santiago Leguizamón,
el periodista, fusilado aparentemente por los hombres de
Fadh Jamil, y decidió optar por comprometerlo en algo su-
cio y que lo desacreditase ante la opinión pública. Matarlo
podría ser contraproducente. No hay periodista más peli-
groso que un mártir de la verdad y su sangre podría salpi-
carlos de manera vil. Además, no había tierra de nadie para
huir. Tal vez podrían darle un susto, o quizás un jugoso
soborno en dólares para que aparte su nariz del asunto.
Todos los presentes opinaron.
Algunos pedían directamente la cabeza de Calamaro; una
propuso que se le siembre un paquete de droga en su auto y
se lo denunciase a la Dinar o a la Senad; otro simplemente
propuso que se lo ignore y se tomen más precauciones para
evitar gaffes.
Evidentemente, el único que propuso eliminar al perio-
dista fue finalmente el abogado Egidio Franco. Tal vez por
tener en sus venas sangre pedrojuanina. Lo de la "siem-

125
CARNE HUMANA

bra" tuvo más votos. Un periodista narcotraficante pierde


credibilidad y la opinión pública paraguaya, aparte de ser
voluble, es amnésica y pronto olvida los peores crímenes.
Incluso los cometidos por los tiranos contra ella misma.
Luego de resolver este dilema, los presentes se concentra-
ron sobre cómo impedir que la Cosa Nostra y sus aliados
tomasen cuenta de su negocio. Y ésta sería la deliberación
más conflictiva, pues algunos preferían el tutelaje extran-
jero por las conexiones internacionales que manejaban los
foráneos; otros en cambio, eran más nacionalistas y prefe-
rían equivocarse en familia, sin correr riesgos de perder la
cabeza por un error. Recordaron a Diego Martínez y sus
matadores y a Sonya Téllez, sospechosamente pasada a re-
tiro del mundo de los vivos.
Nadie se tragó lo del accidente y sabían que los hampo-
nes no admitían fracasos, salvo que los cometiesen ellos
mismos, aunque Ronny Ramónez recibió lo suyo de parte
de sus jefes por permitir la pérdida de dinero en varios e
inútiles contratos de mansiones para guardería, abortados
por exceso de precauciones. Ahora, el periodista represen-
taba un escollo a salvar y era probable que éste estuviese al
tanto de casi todo cuanto planeaban.
Tras las deliberaciones, cenaron sin mucha cháchara y
se despidieron. Al salir de la mansión los adopcionistas, el
abogado Franco se sentó ante el ordenador y luego de co-
nectarse al navegador, comenzó a hurgar en las páginas web
de la trama mundial. De pronto, apareció el e-mail de Andy

126
Chester Swann

Calamaro en uno de los mensajes de su correo electrónico y


un escueto mensaje:
«Doctor Franco: la Interpol está tras los pasos de su or-
ganización. La Cosa Nostra lo tiene en su lista negra a us-
ted y sus diligentes colaboradoras. ¿Por qué no se entregan
bajo la protección del Poder Judicial y desmantelan su red?
Yo me ocuparé de Ricardo Orejuela antes que cause más daño
al país.
Tiene hasta mañana para decidirse. Incluso podría do-
nar esta mansión cordillerana a alguna organización de
caridad, y le prometo que la ley será generosa con ustedes.
Caso contrario, dejaré que los ejecute la Cosa Nostra. ¿Uste-
des no saben con quiénes se asocian, o ignoran de lo qué son
capaces? Atentamente:

Andy Calamaro.»

Egidio Franco, quedó poco menos que congelado de la


sorpresa, pues no esperaba este desenlace ni que el maldito
periodista estuviese al tanto de cuanto ocurría. Por otra
parte, la posibilidad de ser enfriado por los pandilleros
americanos lo sacaba de quicio. Estaba seguro que el pro-
pio Tannebaum lo había marcado para morir por el fracaso
del operativo de trasplante de Tel Aviv. Tener gente extra-
ña y despiadada encima de uno, marcándole pautas en la
propia casa no era bocado fácil de tragar para Egidio Fran-
co.

127
CARNE HUMANA

Ya ni recordaba de cuándo llegó Mr. Allen con sus


innúmeros alias al Paraguay a entrometerse con las adop-
ciones, y encima, con la venia de altos personeros del go-
bierno americano. Algo no andaba bien. Volvió a llamar a
sus adláteres que no debían estar muy lejos de allí. Esta
vez, en alerta roja uno.
Media hora más tarde los compinches regresaban a la
quinta. Algunos ya con profundos bostezos no disimulados
y taquicardia en ascenso. Por temor a los interceptores po-
sibles, Franco obvió los motivos de la urgente convocatoria,
pero una vez reunidos, les mostró el mensaje dejado por
Andy Calamaro en su e-mail. Los presentes quedaron tan
angustiados como él y a punto de las lágrimas de histeria.
¿Cómo habría el muy hijo de puta averiguado sus direccio-
nes electrónicas? ¿Cómo se enteraría de la inminente llega-
da del hampón colombiano? ¿Cómo sabría todos los detalles
de sus negocios? Era para volverse loco. Un negocio de
millones de dólares se volatilizaría como pompa de jabón y
sin indemnización posible. La idea de autodenunciarse para
salvar el pellejo era absurda, pero, mirándolo bien, estaban
acorralados, entre la ley paraguaya y el hampa internacio-
nal. Las opciones eran prácticamente nulas en absoluto.
La intervención del virrey de la Cosa Nostra podría ser neu-
tralizada de mediar una policía y un poder judicial inco-
rruptible, pero esto es mucho pedir en un país dominado
por la venalidad durante siglos, desde la conquista.
Para colmo, Ricardo Orejuela estaría al llegar en cual-
quier momento... si es que no habría llegado ya. La fama

128
Chester Swann

del colombiano aún no era del dominio público paraguayo,


pero en Miami era más temido que el padrino Meyer Lanski
y más odiado que Fidel Castro. Sus antecedentes en tanto,
eran inmaculados para la policía de Miami y el propio F.B.I.
por no haber dado nunca un paso en falso. Tampoco solía
dejar huellas visibles y por lo general, quemaba sus archi-
vos tras cada negocio. La sola posibilidad de tenerlo enci-
ma en Asunción los ponía en situación de pánico con harto
derroche de adrenalina. Por lo menos Franco y Dolores
Semidei estaban al tanto de con quién se las verían. Deci-
dieron, tras votar en cuarto oscuro, no entregarse y tratar
de alquilar un pistolero brasileño para eliminar al molesto
moscón de Andy Calamaro. Pero deberían asegurarse de
que sea un trabajo limpio, no fuera a ser que los embarre
más de lo que ya estaban en ese momento. No hay que
olvidar que la mayoría de los jagunços son bastante torpes
y de muy pocas luces, y por lo general más brutos que una
mula. Ya verían cómo desembarazarse de la mafia extran-
jera y asociarse con algún militar de alto rango y mediana
inteligencia, que les garantizase seguridad e impunidad.
Si se tratase de buscar socio, era preferible que jugaran de
locales y no de visitantes.
Por fin, la reunión se disolvió, aunque ninguno estaba
seguro finalmente de haber tomado las decisiones correctas
para la urgencia y la emergencia que surgía de pronto en la
red. Todos estaban bostezando y con déficit de sueño, pues
eran cercanas las tres de la madrugada y les esperaba un
largo trecho hasta sus domicilios en Asunción.

129
CARNE HUMANA

Lo que no sabía ninguno de ellos, es que el padrino esta-


ba en el país y que por lo menos uno de los presentes, no
llegaría esa madrugada a casa.
La preocupación de los confabulados iba subiendo de
tono, pero tras dar por seguro que el hampón colombiano
no estaría aún en el país, decidieron llevar el caso hasta sus
almohadas, pues que apenas podían reprimir sus bostezos
y su tensión nerviosa —harto justificada por cierto—, de-
seando fervientemente descansar sus huesos. O por lo me-
nos intentarlo, dadas las circunstancias.

Ricardo Orejuela se lavó las manos en la pila del baño


de la mansión que fuera de Ronny Ramónez. Estaba segu-
ro que Buzz Di Natale, su fiel asistente siciliano, cumpliría
eficazmente la misión para la que lo trajo al Paraguay.
Necesitaba ablandar a los posibles remisos de la red, y no
halló mejor manera que eliminar selectivamente a uno de
ellos antes del inicio de sus operaciones en el país anfitrión.
De todos modos, tres de ellos habían sido marcados por el
ex capo Eliah Tannebaum antes de morir por disfunción
coronaria y erección postmatura. Otro de sus objetivos era
la localización de Hannah Judith Martínez. Doscientos mil
pavos debían ser restituidos a la caja de la organización,
descontando, por supuesto, su comisión por el trabajo. Cal-
culó que Buzz Di Natale ya estaría apostado en el lugar
convenido, desde donde elegiría como blanco al último en
salir de la finca de Ca’acupe. Se sirvió un trago de Bourbon
y tomó su teléfono portátil celular, tecleando el número de

130
Chester Swann

su torpedo.
—Aquí RO. ¿Todo bien Buzz? —exclamó al escuchar la
respuesta a su llamada.
—¡OK boss. Están al volar los patos. ¿El último será el
primero? —respondió la voz con acento ítaloamericano.
—Sí. Apunta bien, pues debes acertar al primer intento.
¡Corto! —dijo el colombiano antes de cerrar la comunica-
ción. Tras otro trago, se dirigió a su dormitorio. Un día
duro y largo lo esperaba.

El último vehículo en salir de la quinta de Ca’acupe esa


madrugada, fue justamente el de la abogada Marín, que
fungía como secretaria de la red y contacto con las madres
adoptantes en los hoteles de Asunción. Nadie oyó el silen-
cioso disparo que penetró por la ventanilla delantera del
auto y dio en su sien izquierda. Segundos tarde, el automó-
vil descontrolado se estrellaba contra un robusto árbol al
margen de la carretera enripiada.
Quienes iban delante ni siquiera se percataron de cuan-
to ocurría a sus espaldas. Recién entrada la mañana uno
de los guardias descubrió el coche incrustado con su macabra
carga bañada en sangre. Por supuesto que la policía tenía
demasiadas preguntas que nadie supo responder. En pri-
mer lugar, no hubo testigos. En segundo lugar, quienes sa-
lieron antes, no oyeron disparos ni vieron nada sospechoso.
En tercer lugar, la policía consiguió una orden judicial para
ingresar a la misteriosa finca campestre con el objeto de
buscar indicios, por lo que el abogado Franco, quien perma-

131
CARNE HUMANA

neció allí esa noche y parte del día, no tuvo tiempo de eva-
cuar los menores alojados en ella.
El abogado se las vio negras al enterarse del asesinato
de su mano izquierda y la intervención policial a la quinta.
Horas más tarde, el abogado guardaba arresto, junto con
sus colaboradores más cercanos en la comandancia de la
Policía Nacional, mientras los niños quedaban a cargo del
Poder Judicial. En tanto, el colombiano Ricardo Orejuela
ni imaginaba la inesperada (por él mismo incluso) dèbácle
que produjo su orden de amedrentamiento y que iniciaría a
rodar una serie de acontecimientos decisivos para la orga-
nización. Esa misma tarde, el abogado Franco lo confesa-
ría todo a la policía y echaría encima de Orejuela y la Cosa
Nostra a los sabuesos nacionales e internacionales para
detener la marcha de la infernal maquinaria.
Andy Calamaro se apersonó en la comandancia de la
Policía Nacional y, tras solicitar audiencia al jefe de la sec-
ción Judiciales, le mostró los documentos obtenidos vía
Internet acerca del caso, informándole de paso sobre sus
propias investigaciones. El comisario Estévez le reprochó
el hecho de actuar por su cuenta y de no confiar en la poli-
cía paraguaya para dilucidar el caso, a lo que el periodista
respondió:
—No olvide que es difícil confiar en una institución que
por años sirvió de aparato represor, olvidando su verdadero
rol de brazo de la justicia. ¿Acaso no es muy reciente el
caso de sus subalternos que asaltaron a ciudadanos y ex-
tranjeros en Ciudad del Este? Recuerde además, la partici-

132
Chester Swann

pación policial en la masacre de campesinos en Ca’aguazú


y muchas otras lindezas. Ahora los acontecimientos se pre-
cipitaron porque alguien, probablemente venido de los Es-
tados Unidos para tomar cuenta de la red, resolvió ame-
drentar a los mismos eliminando a uno de ellos. De no me-
diar esta circunstancia, tal vez hubiesen continuado sus
turbios negocios sin que ni ustedes ni los jueces honestos se
percaten de su ilegalidad. ¿Comprende ahora? He inter-
ceptado sus tentáculos de Internet y estoy enterado de que
un mafioso colombiano se halla en Asunción, enviado por el
clan Shappiro-Lanski. Deben arrestarlo ahora mismo. Mis
corresponsales en Miami se encargarán de enviarme datos
que lo mantengan en Takumbú sine die, o por lo menos has-
ta que se le pueda probar este asesinato.
El comisario carraspeó antes de responder.
—No niego que hay elementos inadaptados dentro de la
policía, pero de todos modos, si no podemos probarle nada a
ese individuo que usted dice, lo expulsaremos a su origen...
—No haga eso, comisario. Mis corresponsales me infor-
maron que el colombiano está limpio en los Estados Uni-
dos. No tiene antecedentes y forma parte de la alta socie-
dad de Miami. Allá saldrá libre en media hora y encima le
pedirán disculpas. Debe retenerlo aquí, o de lo contrario
muchos se arrepentirán. Yo entre ellos. Y de seguro,
Orejuela vino con un pistolero ítaloamericano, que ejecutó
a la abogada Marín.
—¿Cómo sabe usted eso? —dudó el comisario Estévez—
. Creo que tiene mucha imaginación, señor Calamaro.

133
CARNE HUMANA

—Maravillas de la informática, comisario. Un amigo me


ayudó a descifrar los códigos y el password de sus correos
electrónicos y pude introducirme literalmente en sus archi-
vos y páginas web. Internet es la novena maravilla, pero
tiene sus talones de Aquiles. Cualquier hacker bien entre-
nado puede penetrar en los archivos más secretos e
inficionarlos. Es lo que hicimos con la red. Incluso, hasta
les dejé mensajes en su e-mail para asustarlos. Uno puede
ser muy técnico, pero la creatividad es la que abre puertas
a la mente y la que finalmente soluciona lo insoluble.
—Tiene razón, Calamaro —dijo el comisario Estévez—.
El exceso de burocracia a veces nos resta imaginación. Ne-
cesitamos hackers en la policía, pues el campo de batalla
criminal del futuro, se desarrollará en las autopistas
virtuales y debemos estar al día con la tecnología, pero sin
descuidar la imaginación. He enviado a mis hombres a lo-
calizar al colombiano, pero no se halla registrado en nin-
gún hotel. ¿Tiene una idea de dónde ubicarlo?
—Sí. El anterior capo, Ronaldo Ramónez, adquirió una
residencia en las afueras de Fernando de la Mora, en una
zona residencial y puedo guiarlo hacia allí. Es casi seguro
de que aún no se enteró de lo alborotado que está el avispe-
ro con el asesinato de la abogada Marín y el allanamiento a
la finca de los mitãreraha’ha. Consiga una orden judicial y
vamos allá.
Dos horas más tarde, una comitiva policial fuertemente
pertrechada, tocaba a las puertas de la lujosa residencia.
Orejuela dormía aún, después de permanecer en vela esa

134
Chester Swann

noche. En cuanto a Buzz Di Natale, estaba en la cocina


preparándose un fuerte café negro —para mantenerse en
pie tras su larga vigilia—, mientras limpiaba el rifle Marlin
30-30 con mira telescópica infrarroja y silenciador, que uti-
lizara en el atentado.
No esperaba que la policía paraguaya estuviese allí
acechándolos y a punto de irrumpir en la mansión. La lla-
mada del timbre le sonó inoportuna e intempestiva a esa
hora de la mañana. De mala gana se dirigió al portón de
hierro forjado para verificar. Por costumbre, cargaba consi-
go su «bebé»: un Smith & Wesson magnum .357, para que lo
libre de todo mal, como decía Rubén Blades en «Pedro Na-
vaja».
Cuando se dio cuenta de quiénes se hallaban allí, sacó
instintivamente su arma e intentó repeler el cerco policía-
co, aunque muy tarde. Una ráfaga de M-16 lo derribó como
muñeco desarticulado en medio del patio. El colombiano
despertó de pronto, alertado por los disparos y sin medir
las consecuencias, tomó una Beretta de 9 mm. y saltó de la
cama corriendo hacia la entrada. —¿Dónde se habría meti-
do el estúpido de Di Natale? —pensó antes de salir al patio.
De pronto el instinto de pistolero lo perdió y tras hacerse
visible arma en mano, otra ráfaga dio con él por tierra. El
hombre de la Cosa Nostra ni siquiera tuvo tiempo de poner
orden en los negocios internacionales de la organización.
Su vanidad y megalomanía lo perdieron.
—Creo que este caso se está cerrando, señor Calamaro
—dijo el comisario Estévez—. No creo que la mafia de Miami

135
CARNE HUMANA

vuelva a poner los pies por aquí. En cuanto a los otros,


serán llevados a juicio y los bebés devueltos a sus madres o
en caso contrario, quedarán en resguardo hasta que apa-
rezcan adoptantes paraguayos, como debe ser.
—No cante victoria aún, comisario. Usted no conoce a
esta organización. No van a renunciar a un negocio millo-
nario por la pérdida de un hombre, por más clave que éste
fuese. hay que estar siempre alerta y cada tanto verificar
las autopistas de la información. No olvide que a veces el
crimen paga, y mucho. ¿Cree usted que estos abogados y
sus compinches los jueces del menor serán sancionados? ¿O
sólo serán acariciados por la ley y los jueces apenas desti-
tuidos, sin perjuicio de sus matrículas privadas? Si no se
actúa con rigor draconiano, los delincuentes volverán a sus
fechorías.
—Tiene razón nuevamente señor periodista. A veces
nosotros nos equivocamos, pero si los jueces se equivocan,
el perjuicio es doble o mayor. Creo que deberemos estar
alerta ante cualquier anomalía que ocurra con los niños o
con sus familias. Nunca se sabe hasta dónde puede llegar
la maldad humana.
Calamaro calló unos instantes, como trayendo ideas a
la memoria y cual si templase la voz en la garganta. Final-
mente, acotó:
—La bondad y la maldad, señor comisario, no tienen lí-
mites. Sólo que tenemos que tener la entereza de identifi-
car ambas y la sabiduría para no equivocarnos, y por últi-
mo, la resignación para aceptar lo que no podemos cambiar.

136
Chester Swann

Tras esto, se despidió del comandante, quizá para siempre.

Foto: archivo del autor. Dossier Viet Nam

137
CARNE HUMANA

138
Chester Swann

EPILOGO

La llamada Red de abogados adopcionistas, como era


de esperarse, apenas fue severamente amonestada por los
jueces del caso. En cuanto a los jueces eencausados por el
Jurado de Enjuiciamiento de Magistrados, fueron destitui-
dos pero no se les casó la matrícula, sino que fueron simple-
mente suspendidos del goce de sus derechos ciudadanos por
dos años y sin ejercer cargos públicos.
La Cosa Nostra evitó introducirse nuevamente en el país
—quizá más que nada por la sórdida competencia que le
depararía la corrupción local, la mafia china, la siriolibanesa
y la del funcionariado público— y la opinión pública, la-
mentablemente, olvidó todo muy pronto ocupándose de otros
asuntos menos trascendentes, como los devaneos sexuales
de un presidente norteamericano, el accidente sufrido por
una aristócrata de utilería o las aventuras de algún gene-
ral con ínfulas mesiánicas, venido a menos y refugiado en
el exterior.
El periodista Andy Calamaro pudo realizar algunos via-
jes de trabajo por otras latitudes y momentáneamente es-
quivó el bulto a la muerte, pero estaba seguro de que tarde
o temprano, alguien decidiría cobrarle una deuda de san-
gre; aunque ello no le preocupaba demasiado, sabiendo en
su fuero íntimo que el ser humano sacraliza demasiado la

139
CARNE HUMANA

existencia material, descuidando aspectos más trascenden-


tales como el de honrar la vida.
No le preocupó, como dijimos la muerte violenta, pues,
de un modo u otro, algunos especialmente los adocenados y
mediocres acaban y desaparecen, mientras otros se hacen
inmortales. Visitó Europa y entrevistó a importantes per-
sonalidades del mundo del arte, la filosofía, la literatura y
la política para interesarlos en la atención de la niñez y por
sobre todo, de su seguridad, amenazada por sicópatas y
mercaderes de carne humana. Dio conferencias y charlas
en universidades y foros internacionales a fin de captar
adherentes a lo que llamaba una cruzada por la sonrisa
infantil y por la detención de la violencia contra los "locos
bajitos" a que se refería Miguel Gila.
No es de sorprender que decidiera visitar el Medio Orien-
te y los Estados Unidos para redondear su gira, solventada
por el diario en que trabajaba y algunas organizaciones como
la UNICEF. Se prometió a sí mismo no descansar mien-
tras subsistiera el infame tráfico de menores y adolescen-
tes con fines oscuros como la conciencia de quienes lucra-
ban con el mismo.
Andy Calamaro, gracias a sus contactos periodísticos
tuvo buena acogida en muchos países e instituciones del
planeta, pero sabía que estaba en el ojo de la tormenta.
Millones de personas podrían apoyarlo y defender sus prin-
cipios, pero bastaba que unos pocos cientos de canallas lo
considerasen un estorbo a sus canibalescos fines, para que

140
Chester Swann

no se sintiese del todo seguro. Pero a pesar de ello no ceja-


ría en hacerse oír donde fuese.
Incluso en Cuba, donde no cabían ciertas actitudes
crematísticas, recibió apoyo por parte de los jóvenes pione-
ros y niños de edad escolar, quienes pese al bloqueo y em-
bargo norteamericano, donaron parte de sus magros fondos
para su causa, que finalmente era la causa de los hombres
libres del mundo. También Taiwan y China Continental
prometieron realizar esfuerzos para prohibir en sus territo-
rios toda degradación contra menores.
La trágica y divertida Europa, con todos sus contrastes
humanos e inhumanos fue testigo de sus giras y de las ad-
hesiones a su causa. Desde la sacrificada Bosnia-Kosovo,
hasta la hedonista Escandinavia; desde la cínica Francia
hasta la neoconservadora España; desde la flemática pero
viciosa Gran Bretaña hasta la reservada y discreta Suiza...
por donde pasara se lo consideró un paladín de la niñez.
Mas oscuros nubarrones amenazaban desatarse sobre el pe-
riodista, quien a pesar de esa sensación de inexorabilidad e
inseguridad, seguía haciendo frente al poder mefistofélico
que manejaba el oscuro patio trasero de la marginalidad
mundial donde se ocultan los más bajos instintos y las pa-
siones más groseras.
Pronto llegó una invitación para una gira de conferen-
cias en los Estados Unidos, que incluiría San Francisco,
Los Angeles, Chicago, New York y finalmente culminaría
en Orlando, propiamente en Disney World. Calamaro pese
a todo, estaba feliz de poder dar la cara al problema atroz a

141
CARNE HUMANA

de una humanidad en vías de decadencia. Pronto volvería


su país y se reintegraría a su profesión, pero con otras pers-
pectivas y otra filosofía. Sabía que esta vez, hasta podría
confiar en algunas instituciones que si bien no actuaban
con la dureza requerida, tampoco dejaban diluir en el olvi-
do los casos a ellas confiados.
El último punto de su gira por los Estados Unidos esta-
ba a su vista desde el avión que lo condujo desde New York.
Tras aterrizar en Miami, Calamaro se dirigió al Florida
Hilton donde pernoctaría antes de viajar a Orlando y visi-
tar la Meca de los niños: Disneyworld
Esa noche, fue visitado por los miembros de la comuni-
dad cubana del Estado de Florida, los cuales pidieron dis-
culpas por el comportamiento de algunos de sus integran-
tes en Paraguay, tal vez refiriéndose a Ramónez. Calamaro
les respondió que no se preocupen y que siempre habría
brazos abiertos en su país para los hombres de buena vo-
luntad y quienes diesen lo suyo por la causa de la humani-
dad.
Por otra parte, se refirió a la situación de indefensión de
los menores en todo el orbe, no solamente en los países po-
bres o miserables, sino aún en los aparentemente opulen-
tos. Tal vez las causas de la criminalidad en ambos mun-
dos fuese diferente. En uno, bien hacia el sur, empujados
por la miseria y la ignorancia que la crea. En el otro, algo
más boreal, por saciedad, hastío, búsqueda de sensaciones
prohibidas y desajustes mentales. —En este país, un ciuda-
dano normal toma un rifle y lo descarga en una escuela,

142
Chester Swann

buscando tal vez, romper su anonimato anodino y ser noti-


cia —comenzó diciendo Calamaro—. De todos modos, son
los muy opulentos quienes financian el pornosadismo y la
prostitución infantojuvenil en todo el planeta. Si no tene-
mos leyes que protejan debidamente los derechos de los ni-
ños y castiguen con mano dura su infracción, seguiremos
lamentando la degradación y la muerte prematura de mu-
chos niños y niñas —explicaba Andy Calamaro a los asis-
tentes. —En los países árabes y asiáticos no existe aún con-
ciencia acerca de este atroz problema, pero tampoco en Eu-
ropa ni los Estados Unidos se libran de estas atrocidades
cometidas, justamente contra quienes están más indefen-
sos.
El periodista calló unos instantes como auscultando a
su auditorio, entre los cuales se hallaban sin duda bastan-
tes hampones de la Little Havana y no pocos representan-
tes de lo más reaccionario de la sociedad norteamericana
de la costa atlántica.
Tras observarlos unos segundos, prosiguió con voz pau-
sada:
—Muchos de ustedes se preguntarán el porqué de mi
presencia aquí, tras haber estado en Cuba y en la Europa
oriental. Lo cierto es que, en todo el mundo hay niños que
sufren sin tener arte ni parte en nuestras fobias, filias y
perversidades. En este grande y opulento país, existen ca-
sos de niños asesinados por sus propios padres, víctimas de
abusos de todo tipo en familias pudientes y también, vícti-
mas de discriminación racial, social o religiosa, como en

143
CARNE HUMANA

cualquier país con subdesarrollo moral que exista en el pla-


neta. Por eso y mucho más, estoy aquí, dispuesto a desafiar
a los tenebrosos poderes que lucran con la venta o alquiler
de carne humana para consumo de los depravados. Y espe-
ro que ustedes hagan un acto de contrición, una sana
autocrítica y se sumen a esta cruzada por los niños del pla-
neta.
En medio de su alocución, sonó un disparo que, además
de interrumpir sus palabras, impactó en medio de su pecho
derribándolo instantáneamente del podio en que se halla-
ba. Apenas pudo balbucear palabras ahogadas y amorti-
guadas por la efusión de sangre de entre sus labios aún
sonrientes:
—Soy libre... al fin...
Instantes después, calló para siempre aunque sin dejar
de sonreír y con sus ojos abiertos y asombrados, intentando
postreramente atrapar la escala de luz que chorreaba sobre
su cabeza desde lo infinito, como si desde las alturas estu-
viesen llamándolo los niños. Es decir, sus almas.
En tanto, muy cerca de allí, alguien sonreía siniestra-
mente, como dando por finalizado un acto más de la come-
dia del mundo. El show, debe continuar y los negocios no
pueden esperar. Business is business. como suelen decir
ellos. Pero la lucha continuaría, aún en las desiguales con-
diciones presentes.

144
Chester Swann

Acerca de un narrador de fábulas domiciliado en la vereda de enfrente.

Chester Swann

Nació el 28 de julio de 1942 en el Dpto. del Guairá


(Paraguay) y bautizado como Celso Aurelio Brizuela,
quizá por razones ajenas a su voluntad o tal vez por
minoridad irresponsable —por parte del autor—, quien
no pudo huir de la obligatoria aspersión sacramental
de rigor. Tras corta estadía en su tierra natal, fue tras-
plantado a la ciudad de Encarnación en 1945. Cuando
sobreviniera la guerra civil de 1947, sus padres debie-
ron emigrar a la Argentina, por razones obvias; es de-
cir: por militar en la vereda de enfrente a la del bando
vencedor; que, de vencer los perdedores, según su de-
ducción, se hubiese invertido la corriente migratoria
de la intolerancia.
Tras radicarse su familia en el pueblo de Apósto-
les, en la provincia de Misiones en 1949 (RA), realizó
sus estudios primarios hasta el 5º grado, cuando sus
padres se separaron por razones ignoradas, motivando
su regreso al Paraguay en 1954 con su Sra. madre, poco
antes de la caída del gobierno peronista y a poco de
asumir el gral. Stroessner en su país como ruler abso-
luto del Paraguay.
Pudo completar el último grado de primaria en su
patria, pero evidentemente bajo la presión de una cul-

145
CARNE HUMANA

tura aún extraña para alguien llegado del exterior, por


lo que apenas pudo lograr aclimatarse en su propio país
donde sus compañeros lo hicieron sentirse extranjero,
desde entonces hasta hoy, aunque ha recuperado su
estatus de ciudadano del planeta en compensación a
tantos años de extranjería no deseada.
El arte lo llamaba a los gritos, más que la necesi-
dad de tener una profesión “seria”, por lo que intentó
aprender el dibujo y la música, en parte con maestros y
en parte por sí mismo, en una híbrida autodidáctica y
limitada academia (1960-67). De todos modos, insisti-
ría en ambos lenguajes expresivos y pasaría por varias
etapas antes de decidirse por la ilustración gráfica y la
composición musical, muchos años después, incluso, de
su regreso de la ciudad de Buenos Aires donde pasara
un tiempo en compañía de su padre aún exiliado (1959/
1960).
Tras especializarse en humor gráfico para sobre-
vivir, trabajó en la prensa (ABC color, LA TRIBUNA,
HOY y algunas revistas de efímera aparición), donde
además incursionaría en periodismo de opinión, cuen-
to breve y humor político, para lo cual derrocharía iro-
nía y sarcasmo: sus sellos de identidad. Algunas de
sus obras literarias o gráficas quizá han de pecar de
irreverentes, pero reflejan fielmente el pensamiento de
un humanista libertario, sin fronteras, y que se cree

146
Chester Swann

ciudadano de un planeta que aún no acaba de humani-


zarse del todo.
Por la militancia política de su padre —guerrille-
ro del Movimiento 14 de Mayo y prófugo de la prisión
militar de Peña Hermosa—, este inquieto habitante de
la Vereda de Enfrente, sufriría persecuciones y varias
estadías entre rejas. Por otra parte, su ironía e irreve-
rencia, manifestada en versos y canciones, no contri-
buirían a lograr que lo dejaran fácilmente en paz, por
lo que, en un alarde de creatividad se transformó en
una entelequia bifronte llamada Chester Swann el re-
belde, olvidándose del otro, fruto de un bautismo de
pila y burocracia civilizada (Imbecivilizada, diría des-
pués con su sorna característica).
Con este nuevo patronímico y alter-ego, dio en com-
poner canciones (dicen que fue convicto de dar inicio al
mal llamado “rock paraguayo”, lo cual no es del todo
cierto), esculturas en cerámica y algunas obras pictóri-
cas (por entonces utilizaba aún lápices, pinceles,
acrílicos, acuarelas, óleos y toda esa vaina) , con lo que
se hizo conocido bajo tal identidad ficticia.
A partir del defenestramiento de la larga tiranía
de Stroessner, pasó a autodenominarse como el Lobo
Estepario. La razón principal pudo haber sido el hecho
de no integrar cenáculo culturoso ni grupo, clan o jau-
ría intelectual alguna, (de puro tímido nomás) como

147
CARNE HUMANA

tampoco en política partidaria ni en los círculos artís-


ticos en boga, trazando sus propios senderos, a veces
ásperos y escabrosos, en los oficios elegidos para su
expresión y quizá por sus convicciones ácratas y
libertarias, rayanas en el anarquismo más nihilista que
se pueda imaginar. Ello no impidió que también tra-
bajara un buen tiempo como escultor ceramista, aun-
que últimamente ande algo alejado del barro pudo lo-
grar algunas obras originales, de las que muy pocas
quedan en su colección.
Recuérdese que el lobo de las estepas es solitario y
elude andar en manadas como sus otros congéneres de
la montaña. Quizá por no comulgar con la mentalidad
de rebaño, tan común en ese animal social llamado
humanidad (el Hombre, cuanto más social se vuelve
más animal según su percepción particular)
Pudo obtener premios literarios y algunas men-
ciones, además de crear sus propios canales expresi-
vos, lo que lo convirtiera mediáticamente en una suer-
te de arquetipo iconoclasta de la música rock paragua-
ya, entre otras cosas; aunque prefiriese ser simplemente
un juglar urbano “latinoamericano”, más que rockero
paraguayo, como podrán comprobarlo al escuchar sus
composiciones en “Trova Salvaje”, su primer CD con-
ceptual, o leer en RAZONES DE ESTADO, su primera
novela publicada (aunque tiene más de catorce obras

148
Chester Swann

literarias inéditas aún).


Durante la “transición” (mejor dicho “transacción)
ha participado en movimientos independientes y cola-
borado con ONGs en diversos proyectos sociopolíticos,
aunque este sujeto cree más en lo cultural que en lo
ideológico-doctrinario; pues que no le trinan las doctri-
nas, según suele decir este escéptico empedernido.
Tanto, que a veces hasta le cuesta creer en si mismo.
Podrán visualizar, leer y escuchar a un poeta
ladrautor del asfalto y contemplarse en estas imáge-
nes situadas entre lo cotidiano y lo fantástico. Segura-
mente habrá muchas personas que no saben quién dia-
blos es este tipo que se hace llamar El Lobo Estepario,
pero si se toman la molestia de hurgar en este material
electrónico, podrán salir de dudas… o acrecentarlas de
una vez y para siempre. Es que este individuo siempre
ha sido un signo de interrogación, incluso para él mis-
mo.

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CARNE HUMANA

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Chester Swann

Colección

NUEVA NARRATIVA PARAGUAYA

TETRASKELION
ΤΗΕΤΡΑΣΚΗΛΙΩΝ

2008

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CARNE HUMANA

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