Professional Documents
Culture Documents
Presentimiento
Sastre esbozó una sonrisa de disculpa. Ahora que sus ojos se habían
acostumbrado a la luz, pudo mirarle por fin. — Lo siento.
—2—
Kaleth luchó por impedir que aquel tierno gesto le ablandase. No lo consiguió.
— Ya, menudo vago te estás volviendo... — murmuró, pero el reproche ya no
tenía consistencia.
— ¡Una espada!
—3—
— Es buena... — respondió, y acto seguido subió la mirada hasta dar con la del
joven —. Pero, Kaleth, tiene que haber costado bastante. Y aunque mi espada
está algo gastada, aún sirve. No era necesario.
Sastre parpadeó. Eran detalles como ese los que, a pesar de haber sido un
guerrero invencible curtido en cientos de batallas, le hacían sentirse vulnerable
y transparente ante su amado. De nada le servía en esos casos su fuerza física, su
destreza o su experiencia en combate... Aquel poder le golpeaba desde dentro,
directamente al corazón, derrotándolo por completo.
Algo le sucedía a su amado. Podía apreciarlo con cada uno de sus sentidos y,
sin embargo, no podía hacer nada por ayudarle. Sastre se mostraba esquivo y no
soltaba prenda de lo que le pasaba por mucho que le preguntasen. Había
—4—
construido una barrera a su alrededor tan alta que Kaleth sólo podía quedarse
mirando mientras la impotencia le invadía poco a poco.
Pero la pasión con la que aquellas manos y aquella boca recorrían su cuerpo
estaban logrando que se olvidase de todo lo pasado, convenciéndole de que en
ese preciso instante no había nada ni nadie en la cabeza del Guardián que no
fuera él.
Tras tirar los pantalones al fondo del cuarto, Sastre se tomó unos segundos
para contemplar a su amado.
Kaleth.
En esencia era el mismo rostro que le había conquistado hace dos años.
Aunque algo más maduro, conservaba la misma mirada limpia y bondadosa que
bien sabía brillar con auténtica rebeldía. Los mismos labios sedosos, aunque sin
el pequeño aro plateado que los adornaba cuando le conoció. Los mismos
cabellos claros y ondulados, ahora algo más cortos, le enmarcaban los pómulos.
Aparte de eso, el vivir lejos de la protección de los muros de un castillo había
dejado su huella. El sol y el inclemente viento del bosque habían curtido su piel.
Su cuerpo no sólo había dado el estirón propio de la edad, también se había
fortalecido al enfrentarse a unas tareas mucho más duras que las de un mimado
sirviente de la realeza.
Sin demorarlo más se inclinó sobre el pecho del joven. Saboreó uno de
aquellos rosados pezones hasta endurecerlo y después tironeó de él con
suavidad, haciendo que un estremecimiento recorriera aquel cuerpo. Notó el
contacto de los dedos de Kaleth entre sus cabellos cuando empezó a descender
por su vientre, trazando con la boca un sendero que rodeó el ombligo y atravesó
—5—
el pubis para llegar finalmente hasta su sexo ya enardecido. Duro y caliente, no
dudó en recorrerlo con la lengua hasta arrancarle a su dueño un trémulo
gemido.
Lo tomó con firmeza y lo cubrió con la boca, presionando su contorno con los
labios como bien sabía hacer. Lo había aprendido precisamente de él. Igual que
había aprendido la manera más sensual de acariciar la zona contigua, desde el
escroto hasta el interior de las nalgas. Sabía cómo juguetear con el ano de su
compañero, cómo hacerlo dilatar con facilidad.
Kaleth había conseguido transformar al virgen torpe y tímido que una vez fue
en un buen amante. Le había enseñado muchas cosas y costumbres que, al
haber dedicado toda su vida a la Orden, desconocía o no había tenido
oportunidad de experimentar. Pero, sin duda, la más importante de todas era
que le había enseñado a amar.
Aunque lo que Sastre no sabía era que aquella lección había sido mutua.
El cuerpo del joven oprimía ávido su sexo incitándole a adentrarse más en él,
pero resistió mientras cubría de intensas caricias su torso. Subió la mano por su
cuello hasta introducirle los dedos índice y corazón en la boca. Le obligó a
chuparlos y después volvió a pellizcar suavemente sus pezones.
—6—
Kaleth, con el corazón desbocado, lanzó una súplica jadeante: — Sastre, por
favor... Métela.
Kaleth llegó primero. Escuchó sus jadeos estremecidos de puro placer y sintió
parte de su cálida simiente salpicándole los tensos abdominales. No tardó en
seguirlo, descargando en su interior.
—7—
— Ya tienes el pelo muy largo. — fue Kaleth el que se animó a romper el
silencio tras varios minutos. Tumbado de lado sobre el cuerpo del Guardián, se
había quedado observando cómo sus sedosos mechones de color castaño rojizo
ya le llegaban hasta los hombros —. ¿No te lo piensas cortar?
— No es eso — contestó y, con la mirada más tierna que sabía poner, le dijo: —
Aunque echo de menos el tacto que tenía tu nuca rasurada.
— Pero Yinn dijo que debía... — titubeó Sastre — que mis orejas...
— Qué raro — Sastre frunció el ceño extrañado. Era verdad que las islas
Yermas podían enloquecer a cualquiera. Unas tierras altamente inhóspitas.
Como su propio nombre indicaban, eran estériles y de clima extremo. Allí
apenas crecía nada comestible y los pocos animales autóctonos eran aún más
terribles que el paraje en sí. Sin embargo, los pocos desgraciados que se habían
aventurado a vivir en las Yermas - mineros en su mayoría y algunos pescadores -
—8—
estaban de sobra acostumbrados al lugar. De manera que Sastre dudó de la
veracidad de la noticia.
Pero algo serio debía de haber ocurrido para que noticias de unas islas
situadas en el confín sur del mundo hubieran llegado hasta allí.
— ¿El qué?
Kaleth subió los ojos hasta dar con los de Sastre. — También se rumorea que
el Guardián del Sur ha muerto.
Sastre le correspondió con otra, optando por rechazar aquel tema que le había
provocado un escalofrío. Se incorporó, sentándose al borde de la cama y
comenzó a vestirse.
— No sé, tengo que cortar esa leña — dijo el Guardián mientras se calzaba
unas recias botas de piel oscura.
—9—
Sastre se detuvo antes de terminar de atarse la última bota. Le miró y exhaló
un suspiro que acabó convirtiéndose en una sonrisa cerrada. En el fondo se
moría de ganas por blandir aquella espada. — Está bien.
Al verlo tan impresionado, Sastre no pudo refrenar una risita. Sospechó que
su compañero se estaba arrepintiendo de haber propuesto aquel combate.
Blandió la enorme espada con un rápido movimiento, haciéndola girar en el aire
antes de volver a sujetarla con firmeza. — Tranquilo, confía en mí.
Sastre permitió que el joven atacara primero. Las espadas chocaron con un
chasquido metálico que hizo que el caballo se revolviera intranquilo. Los
ataques de Kaleth se sucedieron mientras el Guardián se limitaba a detenerlos
todos con una facilidad mayor que la de costumbre. Ya no era sólo por la
diferencia de fuerza y técnica que había entre ellos por mucho que Kaleth
hubiese mejorado con aquellos entrenamientos. Era sobre todo gracias a aquella
nueva espada. Con ella Sastre podía sacar todo el provecho a su técnica, una
disciplina especializada en armas de gran tamaño.
—10—
Durante unos intensos minutos, Kaleth probó toda clase de estocadas y golpes
pero lo único que conseguía era incrementar su frustración. Tanta era la ventaja
del Guardián que éste acabó burlándose de su rival.
Sastre apenas pudo ver la tensa sonrisa que le dedicaba el joven. Quedó
cegado por el puñado de tierra que éste le lanzó al rostro de una patada. Antes
de que pudiese sacudirse la arena de los ojos, ya tenía a su oponente encima. Le
había embestido derribándole contra el suelo.
El Guardián no daba crédito. Kaleth jamás había logrado llegar tan lejos, y
menos aún a costa de sucias tretas como aquella. Notó de golpe el peso de su
rival sobre el pecho, el apretón fuerte de sus manos intentando inmovilizarlo.
Aún le escocían los ojos y se sentía estúpido, defraudado por la persona que más
quería. No se paró a pensar que estaba exagerando, que sólo era un juego y que,
de hecho, se lo merecía por haberle humillado primero. No hizo nada por
detener aquella insólita furia que había prendido en la boca de su estómago y se
extendía hacía todos los músculos de su cuerpo.
Como una exhalación, Sastre volvió las tornas. Ahora era Kaleth el que se
hallaba inmovilizado bajo su cuerpo y él, sentado a horcajadas sobre su presa,
agarraba con fuerza su garganta sin darse cuenta de lo que estaba haciendo. Sin
saber de dónde surgía toda aquella violencia incontenible.
El joven se llevó las manos hacia su magullado cuello y rompió a toser. Sastre
se echó hacia un lado, quedando de rodillas junto a él. La expresión del
—11—
Guardián revelaba su confusión. No comprendía qué le había sucedido y eso le
llenaba de miedo. Temía por Kaleth, por su reacción, y sobre todo temía haberle
herido.
— Pero ¡¿es que te has vuelto loco o qué?! — le recriminó el joven en cuanto
recuperó la voz —. ¡¿Qué demonios pasa contigo últimamente?!
— Kaleth... — le llamó. Pero no sabía qué podía decir, ni mucho menos aún
explicar lo que había hecho —. Lo siento, yo...
—12—
euforia de la pelea. Durante unos segundos había perdido el control por
completo, dando rienda suelta a sus más primitivos instintos.
Y entonces recordó...
Aquello no le sucedía desde que era un crío. Antes de ser nombrado Guardián
del Norte, cuando se dejaba la piel en el adiestramiento y luchaba a vida o
muerte contra los otros aspirantes, contra sus propios compañeros. Sin
importar si éstos eran amigos o no; si había compartido con ellos risas o llantos,
sueños o miedos... Todos eran contrincantes a los que había que derrotar.
Pero, ¿por qué volvía a sentirse así ahora, después de tanto tiempo y en una
situación que no podía ser más distinta? ¿Tendría algo que ver con la extraña
inquietud que le venía acosando hacía días?
Pisadas... Pisadas lejanas que procedían de uno de los muros de árboles que
rodeaban la cabaña, en el lado opuesto al sendero por donde había marchado
Kaleth. No fue ese detalle el que le hizo descartar la posibilidad de que se tratara
del joven; aquellas pisadas eran demasiado sigilosas y Sastre estaba seguro de
que podían serlo aún más. Fuese quien fuese aquél que se le estaba acercando,
no pretendía ocultar su presencia.
Recogió su nueva espada del suelo sin apartar la vista de los árboles. Poco
tardó en vislumbrar entre la maleza la silueta de un hombre. Vestido con un
chaleco largo de color negro que se le ajustaba al cuerpo y unos pantalones del
mismo color, el desconocido se detuvo nada más pisar el claro; a unos veinte
—13—
metros de distancia. Sastre le estudió. No podía distinguir su rostro porque lo
llevaba medio cubierto bajo una capucha pero había algo en él que le resultaba
familiar y no era sólo su estatura o su complexión atlética, también sus
movimientos. No fue hasta que se fijó en las dos dagas que pendían a ambos
lados de sus caderas cuando creyó reconocer a aquel extraño.
— Yinn... — susurró.
Como respuesta, el recién llegado echó hacia atrás su capucha, dejando ver
una melena negra y brillante de mechones rebeldes.
No le veía desde hacía dos años pero no podía ser otro. Sastre sonrió y no
dudó en acercarse hacia él mientras su cabeza se llenaba de incógnitas: ¿A qué
se debería su visita? ¿Habría venido a contarles lo del Guardián del Sur? ¿O
quizá... venía a avisarles de algo más serio?
¿Y si corrían peligro?
En ese instante el desconocido esbozó una sonrisa acorde con su mirada. Con
un veloz movimiento desenfundó ambas dagas y, de inmediato, nacieron de sus
puños los característicos tatuajes. Ascendieron por la piel de los brazos como
serpientes angulosas, hasta alcanzar el rostro.
—14—
¿Te ha gustado?
Descubre más cosas sobre Saihôshi o déjanos tu opinión en
http://www.saihoshi.com/
—15—