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1.

Presentimiento

De su antigua vida de Guardián, Sastre aún conservaba dos cosas: el sueño


ligero y la capacidad de alertarse al más leve ruido. Por eso, y a pesar de la
lejanía, le despertó el sonido de un caballo tirando de un carro. Sin embargo no
se movió de la cama. Ni siquiera intentó desperezarse. Tan sólo volvió a cerrar
los ojos y siguió escuchando. Poco tardó en oír la puerta de entrada a la cabaña
abriéndose, seguido de unos pasos acercándose. No había motivo para
alarmarse pues sabía a quien pertenecían. Era Kaleth.

Como cada semana, el joven regresaba de su partida al pueblo más cercano


donde vendía la carne y pieles de los animales que cazaban para comprar
víveres y otros suministros que no podían conseguir por cuenta propia. De ese
modo habían subsistido durante los dos últimos años, desde que ambos
decidieran dejar atrás sus vidas llenas de ataduras para refugiarse en aquel lugar
perdido en los bosques del territorio del este.

Cuando Kaleth entró en el pequeño dormitorio, la pregunta, exhalada en tono


ofendido, no se hizo esperar: — ¡Pero, bueno! ¿Todavía estás durmiendo?

El joven se acercó a las contraventanas y las abrió de par en par. La


implacable luz de la mañana inundó la habitación, golpeando las retinas de los
ojos entreabiertos de Sastre.

— ¿No decías que te quedabas a cortar leña? — siguió reprendiéndole. A


través de la ventana, se podían ver los troncos apilados exactamente igual que el
día anterior —. Pues ya veo lo mucho que te ha cundido.

Sastre esbozó una sonrisa de disculpa. Ahora que sus ojos se habían
acostumbrado a la luz, pudo mirarle por fin. — Lo siento.

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Kaleth luchó por impedir que aquel tierno gesto le ablandase. No lo consiguió.
— Ya, menudo vago te estás volviendo... — murmuró, pero el reproche ya no
tenía consistencia.

— Anda, ven, Descansa un poco — le pidió el otro, extendiendo los brazos


hacia él.

Kaleth fue a sentarse a su lado, dejando que aquellos fuertes brazos le


envolvieran. Sastre se alegró de haber puesto fin a aquella conversación. No
quería decirle a su compañero que en realidad se había quedado dormido de
cansancio por culpa de las consecutivas noches de insomnio que estaba
padeciendo. No quería preocuparle contándole que últimamente le costaba
conciliar el sueño y que, aun cuando lo lograba, éste estaba plagado de
pesadillas. Llevaba días sintiéndose inquieto, como si todo su ser tratara de
advertirle de algo.

— No sé si mereces lo que te he comprado — interrumpió Kaleth el hilo de sus


pensamientos.

— ¿Qué me has comprado? — arqueó las cejas en un gesto de sorpresa.

Kaleth no contestó. En lugar de eso se levantó y salió de la habitación. Al


regresar portaba un objeto alargado y poco más grueso que uno de sus brazos
envuelto en una tela. Lo desenvolvió ante los ojos de Sastre, que no disimuló su
entusiasmo.

— ¡Una espada!

— Sí — corroboró Kaleth blandiéndola con ambas manos. Era una espada


grande y algo pesada para él, pero ligera comparada con la antigua arma del
Guardián; la tradicional tijera-espada a la que había tenido que renunciar — Me
pareció que era de tu estilo.

Sastre se sentó en el borde de la cama para alcanzar la empuñadura de aquella


hoja tendida por su compañero y la examinó atentamente. Durante unos
segundos pareció abstraerse en la contemplación de aquel acero bien templado
mientras Kaleth le observaba complacido.

— ¿Qué te parece? — le preguntó éste.

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— Es buena... — respondió, y acto seguido subió la mirada hasta dar con la del
joven —. Pero, Kaleth, tiene que haber costado bastante. Y aunque mi espada
está algo gastada, aún sirve. No era necesario.

El joven se sentó a su lado. — Vamos... ¿Crees que no me he dado cuenta de lo


decaído que estás últimamente? — suspiró apoyando la frente en su hombro —.
He pensado que quizá esto te animaría.

Sastre parpadeó. Eran detalles como ese los que, a pesar de haber sido un
guerrero invencible curtido en cientos de batallas, le hacían sentirse vulnerable
y transparente ante su amado. De nada le servía en esos casos su fuerza física, su
destreza o su experiencia en combate... Aquel poder le golpeaba desde dentro,
directamente al corazón, derrotándolo por completo.

— Mira, si no te gusta, dilo y ya está — Kaleth se impacientó ante su silencio.


Se puso de pie, arrugando el ceño en un gesto de frustración.

Sin embargo, al instante estaba de nuevo en la cama, tendido bajo el cuerpo


desnudo de Sastre.

— Claro que me gusta. Me encanta — declaró el Guardián con un brillo


intenso en el azul cobalto de sus ojos.

Kaleth leyó en aquella mirada lo que venía a continuación. Se olvidó de su


enfado y recibió los labios de su amante entre los suyos. El beso, aquella
húmeda y cálida caricia que tantas veces habían compartido, fue corto pero
intenso. Despertó en ambos un anhelo que clamaba ser mitigado.

— Déjame agradecértelo — dijo Sastre deslizando su mano por el torso del


joven hasta rozar la entrepierna, donde la silueta de una incipiente erección
comenzaba a marcarse bajo la ropa.

Una sonrisa libidinosa acudió al rostro de Kaleth, incapaz de resistirse ante


aquella proposición. Por culpa del extraño humor del Guardián, llevaban dos
semanas de abstinencia y estaba empezando a preocuparse.

Algo le sucedía a su amado. Podía apreciarlo con cada uno de sus sentidos y,
sin embargo, no podía hacer nada por ayudarle. Sastre se mostraba esquivo y no
soltaba prenda de lo que le pasaba por mucho que le preguntasen. Había

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construido una barrera a su alrededor tan alta que Kaleth sólo podía quedarse
mirando mientras la impotencia le invadía poco a poco.

Pero la pasión con la que aquellas manos y aquella boca recorrían su cuerpo
estaban logrando que se olvidase de todo lo pasado, convenciéndole de que en
ese preciso instante no había nada ni nadie en la cabeza del Guardián que no
fuera él.

Quizá todo estaba volviendo a la normalidad al fin.

Aferrándose a esa esperanza, dejó que Sastre le desvistiera mientras él se


dedicaba a cubrir de suaves mordiscos su fuerte cuello y aquellas graciosas
orejas, entorpeciendo sus movimientos con escalofríos y excitantes cosquillas.

Tras tirar los pantalones al fondo del cuarto, Sastre se tomó unos segundos
para contemplar a su amado.

Kaleth.

En esencia era el mismo rostro que le había conquistado hace dos años.
Aunque algo más maduro, conservaba la misma mirada limpia y bondadosa que
bien sabía brillar con auténtica rebeldía. Los mismos labios sedosos, aunque sin
el pequeño aro plateado que los adornaba cuando le conoció. Los mismos
cabellos claros y ondulados, ahora algo más cortos, le enmarcaban los pómulos.
Aparte de eso, el vivir lejos de la protección de los muros de un castillo había
dejado su huella. El sol y el inclemente viento del bosque habían curtido su piel.
Su cuerpo no sólo había dado el estirón propio de la edad, también se había
fortalecido al enfrentarse a unas tareas mucho más duras que las de un mimado
sirviente de la realeza.

Se enamoró de él cuando era un chiquillo y ahora tenía ante sí a un hombre


joven de casi diecinueve años; esbelto y, sobre todo, tremendamente hermoso.

Sin demorarlo más se inclinó sobre el pecho del joven. Saboreó uno de
aquellos rosados pezones hasta endurecerlo y después tironeó de él con
suavidad, haciendo que un estremecimiento recorriera aquel cuerpo. Notó el
contacto de los dedos de Kaleth entre sus cabellos cuando empezó a descender
por su vientre, trazando con la boca un sendero que rodeó el ombligo y atravesó

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el pubis para llegar finalmente hasta su sexo ya enardecido. Duro y caliente, no
dudó en recorrerlo con la lengua hasta arrancarle a su dueño un trémulo
gemido.

Lo tomó con firmeza y lo cubrió con la boca, presionando su contorno con los
labios como bien sabía hacer. Lo había aprendido precisamente de él. Igual que
había aprendido la manera más sensual de acariciar la zona contigua, desde el
escroto hasta el interior de las nalgas. Sabía cómo juguetear con el ano de su
compañero, cómo hacerlo dilatar con facilidad.

Kaleth había conseguido transformar al virgen torpe y tímido que una vez fue
en un buen amante. Le había enseñado muchas cosas y costumbres que, al
haber dedicado toda su vida a la Orden, desconocía o no había tenido
oportunidad de experimentar. Pero, sin duda, la más importante de todas era
que le había enseñado a amar.

Aunque lo que Sastre no sabía era que aquella lección había sido mutua.

El joven se deshacía en gemidos. Se había abandonado por completo a las


descargas de placer que la boca y las caricias del Guardián le suscitaban. Sólo
cuando supo que se acercaba al final reunió fuerzas para detener a Sastre. Le
tomó con ambas manos del rostro, haciendo que éste le mirara.

— Ya no puedo más — confesó con un susurro.

Sastre sonrió. Tener delante a la persona que amaba totalmente rendida al


deseo por su culpa, hambrienta de su contacto, le llenaba de una estimulante
satisfacción. Quiso torturarle un poco, sabiendo que de esa manera le haría
enloquecer. Le levantó una pierna mientras con la otra mano tomaba su propio
miembro y lo humedecía con saliva. Entonces presionó la entrada lentamente y,
al comenzar a penetrarle, se detuvo.

El cuerpo del joven oprimía ávido su sexo incitándole a adentrarse más en él,
pero resistió mientras cubría de intensas caricias su torso. Subió la mano por su
cuello hasta introducirle los dedos índice y corazón en la boca. Le obligó a
chuparlos y después volvió a pellizcar suavemente sus pezones.

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Kaleth, con el corazón desbocado, lanzó una súplica jadeante: — Sastre, por
favor... Métela.

Aquella mirada de ojos entornados por la excitación enterneció al Guardián.


No se hizo de rogar y le penetró con decisión. Su miembro entró con una
facilidad sólo posible gracias a la práctica. La misma que explicaba que cada uno
conociera el cuerpo del otro al milímetro, que se supieran de memoria sus
respectivas necesidades y apetencias. La experiencia había logrado que hacer el
amor fuera algo sencillo y placentero. Pero, por desgracia, al mismo tiempo
también había perdido algo de emoción y se había vuelto, en cierto modo,
rutinario.

Una conclusión que se coló en ese momento en la mente de Sastre, haciéndole


perder ímpetu en sus movimientos. Su amante lo percibió. Agarró con fuerza las
nalgas del Guardián, en un intento inconsciente de estrecharle aún más contra
él, y gimió: — ¡Ah! ¡No te pares! ¡Dame más fuerte!

Sastre respondió a la orden intensificando sus arremetidas. Sus muslos


chocaban con violencia contra las nalgas de Kaleth haciendo el mismo ruido que
si le estuvieran azotando. Observó el rostro del joven, las cejas contraídas, los
ojos cerrados en un gesto de concentración, la boca abierta dejando escapar la
respiración sofocada... Todo indicaba que estaba a punto de llegar al clímax. Él
mismo también lo estaba.

Kaleth llegó primero. Escuchó sus jadeos estremecidos de puro placer y sintió
parte de su cálida simiente salpicándole los tensos abdominales. No tardó en
seguirlo, descargando en su interior.

Cuando aquel arrollador deleite cesó, Sastre se tumbó al lado de su amante a


recuperar el aliento. Kaleth buscó su abrazo y él se lo ofreció con un beso sobre
sus labios. Ambos se permitieron cerrar los ojos un rato, derrotados por una
profunda relajación.

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— Ya tienes el pelo muy largo. — fue Kaleth el que se animó a romper el
silencio tras varios minutos. Tumbado de lado sobre el cuerpo del Guardián, se
había quedado observando cómo sus sedosos mechones de color castaño rojizo
ya le llegaban hasta los hombros —. ¿No te lo piensas cortar?

Sastre negó con la cabeza. — No.

— Vamos, ¿todavía crees que alguien puede reconocerte? — preguntó —. Han


pasado dos años.

— ¿Qué pasa? ¿Tan mal me queda? — se revolvió algo molesto el Guardián.

— No es eso — contestó y, con la mirada más tierna que sabía poner, le dijo: —
Aunque echo de menos el tacto que tenía tu nuca rasurada.

— Pero Yinn dijo que debía... — titubeó Sastre — que mis orejas...

Al ver que no lograba terminar la frase, Kaleth no pudo evitar sonreír. —


Créeme, amor, tus orejas no son tan reconocibles — le tranquilizó hablando con
dulzura mientras acariciaba el lóbulo de una de ellas —. Yinn sólo dijo aquello
para meterse contigo.

— Ese maldito Guardián — murmuró Sastre en broma pues no guardaba


ningún reproche para el hombre al cual debían su libertad; todo lo contrario.

Hablando de Guardianes... En ese momento Kaleth recordó un asunto al que


había estado dando vueltas durante el camino de regreso a la cabaña. — ¿Sabes?
Hoy, en el pueblo, todo el mundo comentaba una noticia — Se detuvo, dudando
de si debía contárselo o no. Pero ya era tarde, Sastre le miraba expectante. —. Al
parecer hay conflictos en las islas Yermas. Dicen que sus habitantes se han
vuelto locos.

— Qué raro — Sastre frunció el ceño extrañado. Era verdad que las islas
Yermas podían enloquecer a cualquiera. Unas tierras altamente inhóspitas.
Como su propio nombre indicaban, eran estériles y de clima extremo. Allí
apenas crecía nada comestible y los pocos animales autóctonos eran aún más
terribles que el paraje en sí. Sin embargo, los pocos desgraciados que se habían
aventurado a vivir en las Yermas - mineros en su mayoría y algunos pescadores -

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estaban de sobra acostumbrados al lugar. De manera que Sastre dudó de la
veracidad de la noticia.

Pero algo serio debía de haber ocurrido para que noticias de unas islas
situadas en el confín sur del mundo hubieran llegado hasta allí.

— Pero hay otra cosa... — añadió Kaleth dubitativo.

— ¿El qué?

Kaleth subió los ojos hasta dar con los de Sastre. — También se rumorea que
el Guardián del Sur ha muerto.

Aquello sorprendió al que en su día había sido el Guardián del territorio


opuesto y Kaleth lo notó en su expresión.

— ¿Estás bien? — le preguntó el joven arrepintiéndose de haberlo soltado con


tan poco tacto —. No me digas que le conocías.

Sastre tardó en contestar. — No, tranquilo. Es sólo que... que un Guardián


pierda la vida no es muy normal.

— Bueno, tú lo hiciste, ¿no? — señaló Kaleth con una sonrisa cómplice.

Sastre le correspondió con otra, optando por rechazar aquel tema que le había
provocado un escalofrío. Se incorporó, sentándose al borde de la cama y
comenzó a vestirse.

Al ver el mutismo en el que se había sumido su amado, Kaleth se maldijo por


haber abierto la boca. Al fin y al cabo, Sastre era un desertor. Lo que ocurriera
con los demás Guardianes no tenía porqué importarle. Mientras se sentaba a su
lado, sus ojos fueron a encontrarse con la visión de la espada que acababa de
regalarle apoyada contra la pared. Se le ocurrió una idea.

— Oye, ¿te apetece probarla? — le propuso.

— No sé, tengo que cortar esa leña — dijo el Guardián mientras se calzaba
unas recias botas de piel oscura.

— Oh, venga, ya lo harás luego. Hace mucho que no practicamos juntos —


insistió Kaleth a la vez que le daba unos empujoncitos con el hombro.

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Sastre se detuvo antes de terminar de atarse la última bota. Le miró y exhaló
un suspiro que acabó convirtiéndose en una sonrisa cerrada. En el fondo se
moría de ganas por blandir aquella espada. — Está bien.

Terminaron de vestirse con prendas humildes, la mayoría fabricada con las


pieles de los animales que cazaban. Pantalones de ante y camisas de manga
larga tejidas con grueso algodón. Salieron al exterior de la cabaña sin más
abrigo. No lo iban a necesitar. Afuera el sol del mediodía pintaba con destellos
rojizos las copas de los árboles. El otoño acababa de empezar y aún no hacía
demasiado frío. El cielo estaba despejado y el aire repleto de los habituales
sonidos de la naturaleza.

Habían construido la cabaña en un pequeño claro, donde disponían del


espacio que necesitaban sin que los árboles les estorbasen; a excepción de un
viejo álamo que, situado a pocos metros frente a la cabaña, les procuraba
sombra en verano y les servía para amarrar el único caballo que aún
conservaban.

Se situaron frente a frente, poniéndose en guardia. Kaleth alzó su propia


espada y, al comprobar que ésta era aproximadamente la mitad de corta que la
de Sastre, una sonrisa nerviosa se abrió en sus labios.

— Em... Ve con cuidado, ¿vale? — le pidió el joven.

Al verlo tan impresionado, Sastre no pudo refrenar una risita. Sospechó que
su compañero se estaba arrepintiendo de haber propuesto aquel combate.
Blandió la enorme espada con un rápido movimiento, haciéndola girar en el aire
antes de volver a sujetarla con firmeza. — Tranquilo, confía en mí.

Sastre permitió que el joven atacara primero. Las espadas chocaron con un
chasquido metálico que hizo que el caballo se revolviera intranquilo. Los
ataques de Kaleth se sucedieron mientras el Guardián se limitaba a detenerlos
todos con una facilidad mayor que la de costumbre. Ya no era sólo por la
diferencia de fuerza y técnica que había entre ellos por mucho que Kaleth
hubiese mejorado con aquellos entrenamientos. Era sobre todo gracias a aquella
nueva espada. Con ella Sastre podía sacar todo el provecho a su técnica, una
disciplina especializada en armas de gran tamaño.

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Durante unos intensos minutos, Kaleth probó toda clase de estocadas y golpes
pero lo único que conseguía era incrementar su frustración. Tanta era la ventaja
del Guardián que éste acabó burlándose de su rival.

— Te lo pondré un poquito más fácil — le dijo tomando la empuñadura con la


mano izquierda y llevando la diestra a la espalda.

Aquello fue como un pequeño aguijonazo que se clavara en su orgullo. Kaleth


se sintió tan inútil como en los primeros entrenamientos. Pero, a diferencia del
muchacho indefenso que era entonces, ahora conocía unos cuantos trucos.

Sastre apenas pudo ver la tensa sonrisa que le dedicaba el joven. Quedó
cegado por el puñado de tierra que éste le lanzó al rostro de una patada. Antes
de que pudiese sacudirse la arena de los ojos, ya tenía a su oponente encima. Le
había embestido derribándole contra el suelo.

El Guardián no daba crédito. Kaleth jamás había logrado llegar tan lejos, y
menos aún a costa de sucias tretas como aquella. Notó de golpe el peso de su
rival sobre el pecho, el apretón fuerte de sus manos intentando inmovilizarlo.
Aún le escocían los ojos y se sentía estúpido, defraudado por la persona que más
quería. No se paró a pensar que estaba exagerando, que sólo era un juego y que,
de hecho, se lo merecía por haberle humillado primero. No hizo nada por
detener aquella insólita furia que había prendido en la boca de su estómago y se
extendía hacía todos los músculos de su cuerpo.

Como una exhalación, Sastre volvió las tornas. Ahora era Kaleth el que se
hallaba inmovilizado bajo su cuerpo y él, sentado a horcajadas sobre su presa,
agarraba con fuerza su garganta sin darse cuenta de lo que estaba haciendo. Sin
saber de dónde surgía toda aquella violencia incontenible.

Kaleth, asustado y sorprendido hasta la médula, intentaba aflojar aquella


tenaza que le estaba dejando sin respiración. Golpeaba el brazo del Guardián sin
éxito. Sólo cuando, al cabo de unos segundos, Sastre volvió en sí y se encontró
ante los enormes ojos bañados en pánico de su amado, le soltó por fin.

El joven se llevó las manos hacia su magullado cuello y rompió a toser. Sastre
se echó hacia un lado, quedando de rodillas junto a él. La expresión del

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Guardián revelaba su confusión. No comprendía qué le había sucedido y eso le
llenaba de miedo. Temía por Kaleth, por su reacción, y sobre todo temía haberle
herido.

Ahora era él quien estaba aterrado.

— Pero ¡¿es que te has vuelto loco o qué?! — le recriminó el joven en cuanto
recuperó la voz —. ¡¿Qué demonios pasa contigo últimamente?!

No esperó la respuesta, sabía que no la iba a tener. Se levantó y se metió en la


cabaña sin mirar atrás. Sastre no se movió del sitio, asimilando todo lo que
acababa de pasar. Al momento, Kaleth salió de la cabaña ataviado con chaqueta
y morral. Se le notaba enfadado como pocas veces le había visto.

— Kaleth... — le llamó. Pero no sabía qué podía decir, ni mucho menos aún
explicar lo que había hecho —. Lo siento, yo...

Hizo intento de detenerlo cuando pasó a su lado. Kaleth se apartó con


brusquedad. Por un segundo, Sastre vio brillar el resentimiento en sus ojos.

— Ni se te ocurra, déjame. Ahora no quiero escucharte.

No cruzaron ni una palabra más. El joven se apresuró a desatar al caballo y lo


montó. No le impidió marchar. No sabía cómo y, lo más importante, no tenía
ningún derecho a hacerlo. Permaneció en silencio mientras el jinete y su
montura tomaban el pequeño sendero que cruzaba el bosque. Al poco, las
siluetas de ambos fueron engullidas por la espesura.

Fue entonces cuando el Guardián terminó de perder la poca entereza que le


quedaba. Sólo una vez en su vida había sentido una desolación parecida y fue
cuando renunció al chico creyendo que era lo mejor para los dos. En aquella
ocasión estuvo a punto de perder a Kaleth y ahora... No podía más que rogar al
cielo porque eso no llegara a ocurrir.

Se pasó las manos por el rostro, restregándoselo como si quisiera despertar de


un mal sueño. Intentaba encontrar una explicación mientras analizaba lo que
había sentido: la sangre hirviéndole en las venas, la adrenalina recorriéndole el
cuerpo como un cóctel explosivo. No era sólo que se hubiera dejado llevar por la

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euforia de la pelea. Durante unos segundos había perdido el control por
completo, dando rienda suelta a sus más primitivos instintos.

Y entonces recordó...

Aquello no le sucedía desde que era un crío. Antes de ser nombrado Guardián
del Norte, cuando se dejaba la piel en el adiestramiento y luchaba a vida o
muerte contra los otros aspirantes, contra sus propios compañeros. Sin
importar si éstos eran amigos o no; si había compartido con ellos risas o llantos,
sueños o miedos... Todos eran contrincantes a los que había que derrotar.

El último año, cuando la dureza de las condiciones se había extremado y los


oponentes eran cada vez menos, los días se volvieron furiosos. Sí, esa era la
mejor definición. No importaba si el sol brillaba en lo alto o yacía escondido tras
el horizonte, para sobrevivir había que estar permanentemente alerta,
preparado para matar.

El que uno acabara convertido en una bestia era inevitable.

Pero, ¿por qué volvía a sentirse así ahora, después de tanto tiempo y en una
situación que no podía ser más distinta? ¿Tendría algo que ver con la extraña
inquietud que le venía acosando hacía días?

De repente todo su cuerpo se puso en tensión. Algo iba mal. El bosque se


había sumido en un inusual silencio y tardó unos segundos en reconocer el
único y tenue sonido que llegaba a percibir.

Pisadas... Pisadas lejanas que procedían de uno de los muros de árboles que
rodeaban la cabaña, en el lado opuesto al sendero por donde había marchado
Kaleth. No fue ese detalle el que le hizo descartar la posibilidad de que se tratara
del joven; aquellas pisadas eran demasiado sigilosas y Sastre estaba seguro de
que podían serlo aún más. Fuese quien fuese aquél que se le estaba acercando,
no pretendía ocultar su presencia.

Recogió su nueva espada del suelo sin apartar la vista de los árboles. Poco
tardó en vislumbrar entre la maleza la silueta de un hombre. Vestido con un
chaleco largo de color negro que se le ajustaba al cuerpo y unos pantalones del
mismo color, el desconocido se detuvo nada más pisar el claro; a unos veinte

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metros de distancia. Sastre le estudió. No podía distinguir su rostro porque lo
llevaba medio cubierto bajo una capucha pero había algo en él que le resultaba
familiar y no era sólo su estatura o su complexión atlética, también sus
movimientos. No fue hasta que se fijó en las dos dagas que pendían a ambos
lados de sus caderas cuando creyó reconocer a aquel extraño.

El corazón le dio un vuelco.

— Yinn... — susurró.

Como respuesta, el recién llegado echó hacia atrás su capucha, dejando ver
una melena negra y brillante de mechones rebeldes.

No le veía desde hacía dos años pero no podía ser otro. Sastre sonrió y no
dudó en acercarse hacia él mientras su cabeza se llenaba de incógnitas: ¿A qué
se debería su visita? ¿Habría venido a contarles lo del Guardián del Sur? ¿O
quizá... venía a avisarles de algo más serio?

¿Y si corrían peligro?

Frenó sus pasos al pensar en esto. Le había asaltado un mal presentimiento


que se convirtió en certeza al observar, ahora más de cerca, el rostro del joven
que tenía delante. A pesar del parecido, aquellos ojos de un azul tan gélido como
el cielo en invierno no eran los de Yinn.

En ese instante el desconocido esbozó una sonrisa acorde con su mirada. Con
un veloz movimiento desenfundó ambas dagas y, de inmediato, nacieron de sus
puños los característicos tatuajes. Ascendieron por la piel de los brazos como
serpientes angulosas, hasta alcanzar el rostro.

Sastre ya lo sospechaba pero al ver aquellas marcas negras tuvo la


confirmación. Aquel Guardián había venido a por él.

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