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Pomodoro (2002)
"El fuego es el principio y fin de todas las cosas. ” Heráclito
sus pinturas conservan, para sus rivales, un odioso prestigio. Quizá el desconcierto de
Pomodoro se suma a este hecho, pero lo celebra resignado y lo acepta sin mayor
objeción. Sin embargo Ángela, su amiga más próxima desde los años de sus juergas
más acérrimas y que, habiendo conocido sus trabajos y su carácter desde el principio,
sospecha desde hace tiempo por el cambio de comportamiento de Pomodoro, en su
persona como en sus óleos, porque irremediablemente ella tiene las armas que lo
pueden desenmascarar: la peligrosa intuición femenina, la incisiva sagacidad en la
apreciación del arte y algo más: un amor profundo y sólido que ella calla.
Pero el ingenuo Pomodoro da por sentado que nadie se va a enterar de su
discromatopsia, entretanto, él se las ingenia para hacer el mejor trabajo posible, aunque
sea para engañar al ojo, porque ya no es como antes, ya no lo siente.
Pomodoro está divagando en sus pensamientos. Dos golpes en la puerta lo
interrumpen. Pomodoro camina y la abre automáticamente. Es Ángela.
–¿Por qué no me has llamado? –replica Ángela mientras besa su mejilla.
–Estaba trabajando –dice Pomodoro retornando a su mutismo.
–Eso lo sé, pero siempre me llamas aunque estés ocupado.
Pomodoro no dice nada.
–¡Es increíble! –grita Ángela cuando se percata del último cuadro.
–Pero, ¿no crees que le falte algo? –agrega Pomodoro mirando el cuadro también.
–¿Qué... qué le puede faltar? Está perfecto así. La composición es magnífica. Tiene
equilibrio y, el tema... el tema es más que eso, ¡es sensacional! Es sencillamente
perfecto. De veras, esta vez te luciste. –espeta Ángela señalando con la mano abierta al
óleo, después de interrogar con la vista a Pomodoro que, dubitativo, no la mira.
–Bueno, entonces, así se quedará. –Pomodoro no está convencido.
–¡Por supuesto! Te aseguro que será un éxito. A todos les va a encantar. Incluso a
Vladimir. ¡Estoy segura! Los críticos no tendrán más que elogiarte.
–No sabes lo que dices. Ellos me odian.
–Te envidian, quieres decir. Aunque al fin viene siendo lo mismo.
Llega el silencio durante unos segundos mientras los dos escrutan la pintura.
Diego Delagos – CapOne Sykes Costa Rica – luisdas07@hotmail.com
–...Aunque, aún tengo mis dudas. –dice Pomodoro retomando el tema. ¿No lo ves?
Hace falta color, el contraste es pobre. No tiene realismo ni su sensación en la retina.
Pomodoro no sabe con certeza lo que está asegurando. Da unos pasos hacia atrás,
mira el cuadro desde lejos, toma aire, embiste el caballete con ira, perfora de una vez el
lienzo y acaba con su trabajo de días. Ahora su sensatez se destiñe. Golpea
estrepitosamente una pared manchada de colores antiguos y ríe.
–¿Qué has hecho? ¿Te has vuelto neurótico? –le grita Ángela mientras lo toma por su
camisa ajada y llena de pringues de pintura.
Pomodoro no dice nada, no tiene aire, sólo la mira a los ojos como tratando de respirar
con ellos. Ángela, enfurecida, sale de la habitación dejando sólo su calor en la camisa
de Pomodoro. Él no se mueve. No se moverá en una hora, dos, toda la tarde y toda la
noche, hasta que se canse de pensar y se duerma.
Ángela ya tiene una semana de no verle ni hablarle y Pomodoro, el mismo tiempo de no
comer bien. Esa noche, en la galería de Vladimir se va a exhibir un compendio de sus
mejores pinturas. Veintitrés en total. Las últimas que él ha hecho, pero piensa terminar
su carrera esa misma noche, lo ha meditado como quien planea un crimen. Así acabará
de todos modos, porque su ceguera de colores necesita ya un bastón blanco y una
camisa de fuerza. Nadie lo nota aún, creen que la nueva colección de Pomodoro tiene
un estilo diferente, incoloro, sin retoques, sin contrastes, no son necesarios. Podrían
decir que lo hizo hasta sin mirar, por lo que piensan envidiosamente que es magnífica.
La destreza de Pomodoro va más allá de su invalidez visual. Solamente Ángela nota
algo extraño en ellas: una escasez de vida.
Todos en su interior admiran la particular forma en que Pomodoro maneja el tema del
fuego, su preferido. Casi todos sus cuadros presentan esta alegoría mas sin agotarla.
Es sorprendente la manera en que él lo domina y evoca el poder de los incendios, las
llamas, el terror, la ceniza. Todo con pinceladas simples y frágiles que provocan a la
vista un realismo turbio. Pese a que la nueva colección carece de sobrecargo cromático,
se percibe con más frialdad y sentimiento la energía de las flamas en tonos plomizos y
cándidos.
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El “cambio de estilo” en definitiva gustó. Era irónico, inquietante, gris, sombrío, con una
tristeza espeluznante pero extraordinariamente portentoso.
Pomodoro llega tarde, como acostumbra hacerlo,
porque en el medio se acepta que la estrella de la
noche aparezca a deshoras, pero él no había
pensado en el gremio ni en el protocolo, simplemente
por capricho no quiso presentarse temprano a su
sepelio en vida, quería atrasar lo más posible aquella
vergüenza. Se daba tiempo para pensar -si es que
podía- y ordenar los detalles de su magna noche, la final. Mas por ello, no sabía que iba
a pasar después de ahí. Aún cuando entró sin darse cuenta en la galería y los
presentes volteaban a verle y lo ovacionaban con aplausos e incluso algunos hipócritas
¡Bravos! y ¡Hurras!, no sintió nada en su corazón, sólo acató a esbozar una sonrisa
mecánicamente y a extender su mano a aquellos que se le acercaban a felicitarlo. Pero
no estaba allí, era como el espíritu necio de Pomodoro que irrumpía en el mundo de los
físico sin ser visto. Ni siquiera llegó a sentir la euforia de la victoria ni el escalofrío del
orgullo. Era un desconocido para sí mismo, no para los demás. Todos ya se habían
enfrascado en la felicidad efímera del vino y de la apariencia y aunque Pomodoro no lo
exteriorizó, un eco del grito de júbilo por su próxima conquista resonó y lo estremeció de
un golpe. Su corazón empezó a dar brincos como nunca antes en su vida. Pomodoro ya
no se regía por la conciencia pura, su obstinación ganó sus emociones y se apoderó de
él paulatinamente, de otro modo no estaría en aquel lugar, tal vez se hubiera dejado
morir entre el olor rancio del aceite y del vino de su taller.
La felicidad ajena se apropia de la sala, y ni así Pomodoro logra ver un horizonte de
cordura, un rescoldo de conciencia, porque su pensamiento sólo es del pasado lejano y
del futuro próximo, mas no del presente o del ahora instantáneo. Se encuentra
enclaustrado en un limbo de colores sin poder verlos, porque esos colores son los que
nunca ha visto con los ojos: el gris porvenir, el amarillo recuerdo, el rojo furia, la
desesperación carmesí, la tristeza ámbar, el negro obnubilado del pensamiento, el
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dos gaviotas que pasaban por allí sin advertir aquel óbito, cuando tropezaron con el
hálito invisible de Núñez que ascendía vertiginoso y se confundía con nubes solitarias,
rumbo al juicio.
Ahora quedaba en la tierra aquel cuerpo, que precipitándose con cierto desinterés, no
titubeó al tomar entre los maizales una posición casual, pero con la naturalidad de la
partida eterna, como si supiera que de todos modos no volvería a moverse.
El pobre Núñez había muerto en su monótona labor. Solo, sin gloria ni epitafio, y no
lograría existir en el pensamiento de otro semejante, porque había sido olvidado desde
hacía tiempo. Incluso en vida, Núñez había olvidado el sonido de su propio nombre.
Solamente la hoz que lo acompañó en sus años de labriego, había caído ausente al
lado suyo como extremidad inseparable y único testigo material de su vida insoportable.
Núñez antes de occiso, labraba con ímpetu la noble tierra, aún cuando en ocasiones le
había entorpecido su vista al inundarla con nubes de polvo escurridizo. Pero ahora
Núñez hacía trabajar con armonía, en su corrupción, al inhóspito maizal, metiéndose
incipiente entre sus ojos de tierra, piedras y hojas
muertas. El color canela de su piel vacilaba de tono
mientras vacilaban también las horas, y las manchas
cutáneas de la gravedad parecían maquillarse con el
rubor de la tierra. Ya para entonces, la hoz
incondicional se había acostumbrado a la ausencia
de Núñez, al sudor de sus manos, olvidando así, su
vínculo casi fraternal.
El mutismo de un tiempo inexistente colmaba los días esquivos desde aquel instante,
hasta que las tardes se trocaban en noches, y el viento cansado, zumbaba su ser y se
escabullía juguetón por entre las grietas de las estiradas hojas y las espigas erigidas
como edificios a su paso. Cuando lograba inmiscuirse en la grotesca escena, el viento
parecía acelerar sus ráfagas, corriendo ansioso; como queriendo llevar la noticia muda
del remoto deceso, pero en el camino se le olvidaba.
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Un viejo perro amarillo, más flaco que el cuerpo amorfo de Núñez, rompió el silencio
solemne del campo y acercó sus curiosos pasos ante el aire enrarecido por la carne
podrida. Núñez desde su perspectiva a ras del suelo, no lo habría notado al
aproximarse, porque las patas huesudas se confundían con los tallos opacos y rígidos
de su vecindad. El perro amarillo con la lengüilla tímida, logró lamer las llagas y
moretones coagulados, mas inútilmente, porque en su inocencia, el perro no contempló
que no recibía como respuesta esperada algún movimiento del posible amo que olía
más que nunca a humano; y al percibir en su cerebro el indómito sabor acre, pesado y
demasiado intenso para su atrofiado sentido del gusto, abruptamente volvió a tomar su
camino invisible y desconocido hasta que otro aroma que prometiera consuelo y
alimento atrapara su escaso olfato.
Le dio tiempo al maíz antes de secarse, el contemplar como la intemperie modificaba la
cara macilenta de su nuevo compañero, mientras la carne dorsal se confundía con su
maltratado y agreste atuendo. Murió con una camisa rayada, la única, de tela simple
que se desvanecía con agilidad propia por los lentos movimientos de gusanillos que
pululaban impacientes y egoístas desde sus vísceras.
Al paso del perenne tiempo, se imprimió un mensaje
ininteligible entre sus desfiguradas cavidades
oculares, ahora entreabiertas por remedos de
párpados, donde unos ojos taciturnos parecían
haber escapado con euforia y júbilo inconcebibles,
entre fetos de moscas efímeras. Sus pupilas
hubieran querido decir algo con verdadero afán, pero ya era inútil, porque para los oídos
de su entorno se hubiera antojado absurdo e inaudible. Quizá anhelaron contar aquello
que la muerte le dice al cuerpo incauto cuando lo invade partícula por partícula,
robándole su historia y corporeidad.
También la naturaleza notó como aquella parte suya acaso muerta; hacía alardes de
vida al dibujar ligeramente un boceto de sonrisa tosca y tácita, como de agradecimiento
al fin, entre aquellos restos de carne de labios, marchitos por la rutina y percudidos, que
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nunca habían besado. Las comisuras se habían paralizado con hipocresía, entre las
que alguna vez se llamaron mejillas. Poco a poco salieron sinceras las imperfecciones
de una osamenta deteriorada por la falta de calcio, mostrando con honestidad un
cráneo amarillento que aún mantenía algunos cabellos adheridos en su superficie y en
cuyas grietas se veían algunos despojos de masa gris que todavía emanaban una
fetidez inusual, como si en su composición existiera algún material maligno y
contaminante. Pero ahora estos restos mortales, transformados en sendos minerales,
borraron ante el maizal sus errores de vida para que la naturaleza aprovechara su
energía en sus conocidos y enigmáticos aciertos.
En el tiempo interminable de la soledad, se logró disipar el hedor dulzón y cáustico del
nauseabundo tejido orgánico. Mas a la naturaleza nunca le avergonzó su olor, porque
como decididamente, reclamó para sus entrañas aquellos vestigios y admitió su materia
con amor, como en una amalgama de descendencia y origen; incorporándolos para
siempre en su ser impersonal. Pero una vez más no tardó en olvidar a esa porción de
humanidad cuando formó parte de ella, porque ahora su necio pasto evidenció la
insignificancia del polvo.
aliado en las batallas de la modernidad pero sin poder decir que le extraña, a pesar de
tantos y tantos días de compañía a la una con sus nalgas. “El ajetreo es ciego y no
tiene cura. No verá nunca la luz”, ―pensó alguna vez el viejo en su asiento pétreo una
tarde plomiza de viernes.
Ayer vino y no parecía que le pasara algo, todo fue normal; aunque el recorrido hacia
aquel ángulo de piedra que obligatoriamente le había deparado su jubilación, ya no le
era tan fácil, pues el viejo notaba con desgano que el arma fiel contra la lluvia y el sol no
le sirvió para su propósito de fábrica, sino que desde hace algunos meses iba haciendo
una suerte de tercera extremidad, firme y rígida en su andar pausado e incómodo para
el afán general. Pero como no podía dejar de asistir a la una de la tarde a la esquina,
tampoco podía dejar de llevar el paraguas negro. Con su talante torpe y seco y su
sombrero como clavado en su cabeza nevada, más daba la impresión de viejo retirado
de alguna milicia que ostentaba algún rango elevado, de alguna batalla perdida en
algún libro. Así lo hubiera querido, porque el respeto que pudiera brindar un pensionado
de la reparación de bicicletas, no había provocado reverencia alguna.
Aquel día era demasiado luminoso. Las radiaciones solares aguijoneaban las pupilas de
los transeúntes y entorpecían con bochorno sus destinos; pero pudo más la rutina que
el sopor y el señor de sombrero clavado y tercera pierna apareció a la una, sintiendo
con pesar la escasa fluidez de paso que da la senectud pero agradeciendo también la
perseverancia que da la costumbre de una cita a solas, cuando al acercarse a su
asiento ergonómico por la erosión de sus nalgas sintió como su espalda curveaba
forzosamente al impacto de la posición y se tranquilizó. Aún jadeante y sofocado, el
anciano ya no pudo ver de una vez las calles de piedra, o los blancos edificios de
imponentes columnas clásicas y ventanales condensados, ni observó los faroles
esquineros, ni la mano diligente de la limpieza, ni la ceremonia de cortesía de los
sombreros, ni las bellas mujeres que meneaban con gracia sus sombrillas y mostraban
sus vestidos alargados e inflados en sus faldas, ni la inocencia original de los niños, ni
las montañas azules que contrastan con el cielo pálido, ni la tranquilidad que da la paz
en pañales, ni nada que hubo conocido en sus épocas de solidaridad y economía del
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café. Al momento sólo pudo cerrar sus ojos, al compás del salto de sus pies que
reaccionaron a la impresión, y respiró profundo, pues no tenía aire, ni ganas, pero
esperó una eternidad de cinco minutos, y entonces sí, alzó su vista como desde un
hueco queriendo ver su contexto ideal nuevamente, que a pesar de los años no se
había podido distorsionar ni confundir con el presente; aquello que le sonreía todos los
días a la una de la tarde desde que murió su esposa de un aneurisma en su vetusto
palomar. Pero esa vez ya no, no necesitaba el recuerdo doloroso, ni siquiera el olvido:
había sido demasiada la tardanza de la lucidez pues no tuvo que esperar la posibilidad
de una visión, pues no le dio tiempo. Lo sentía venir eso sí y quizá lo había sabido
desde que se pensionó hacía veintiún años: “Llegará tu día” ―le había dicho su
esposa.
Una imagen ahora más clara que sus recuerdos entrañables se empezó a distinguir
entre la nube de humo negro y el ambiente arrojó la dulce melodía del ruido,
quebrantando cualquier intento de reflexión y se hizo venir lo que siempre esperó sin
esperar, pero no lo comprendió a cabalidad. Sin embargo quiso vivir ese minuto,
segundo por segundo y abrió los ojos con cierta timidez, como si le fuera devuelta la
vista o como si hubiese sido sorprendido sonriendo dormido. El espectro alrededor era
real: la polución es una con el calcinante asfalto negro y con las paredes anchas de los
edificios. Las miradas estaban perdidas y enfrascadas en sí mismas por el odio al
compromiso. La sinceridad ahora es lo que no se dice. La tolerancia ahora es lo mismo
que la despreocupación. La ignorancia es el peor de los males. El trabajo, un mal
necesario y sabe raro. Todos trabajan. Todos ensucian sus rostros con esa mueca de
asco cuando algo sabe raro. Esos autómatas sólo van y vienen como en laboriosa
comunidad de hormigas encapsuladas en domos de cristal, con la intención de no
tocarse y traspasarse.
El viejo contempló exánime todo aquello que por diferencia de épocas, de momentos y
de destinos se le hacía en absoluto desconocido e imposible, por lo que aquella visión
impactó su retina e imprimió algo ininteligible en su sensatez. “Simplemente ―pensó―
las palomas ya no son blancas”.
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No me dijeron. Nadie me advirtió que llegaría hoy, donde lo que hice ayer no sirve para
nada, donde lo que dije ayer se quedó precisamente allí. Donde al aire que aspiré
profundamente en mis suspiros, ya hoy conforman otros que no son los míos, y no lo
serán. Donde una gota de recuerdo se hace hoy mar, porque ayer la desprecié y hoy
me ahogo en ella. ¿Por qué ha de ser así? ¡Quita el aire de una vez y no con tanta
longanimidad! ¡Despréciame hoy nuevamente, no me des más oportunidad! Lo
extenuante de toda circunstancia es que lo que se dijo, se ha dicho, se oyó, se asimiló y
se le dio tiempo para que germinara. Hoy es un árbol de frutos amargos. Quizá si
hubiera desistido en su ocasión, si hubiera retractado en su momento, si hubiera
especulado mi destino, ese árbol de amargos frutos no me taparía con su sombra
inequívoca, donde no veo moraleja ni sazón, pero sí vislumbro la ironía de un destello y
me atrapa la visión de lo que pude haber hecho ayer, en instantes infinitésimos, en
medio de los inconstantes movimientos de las hojas lozanas. Me pregunto como un niño
a esas edades qué haré ahora. ¿Tendría acaso el valor de trepar por su tronco hasta su
seno y divisar allí la plenitud del ayer como un posible hoy trocado? O quizá entonces,
desde arriba vería la mejor oportunidad de precipitarme al otro lado, en el vacío de
hoy… Cobarde y abrumado me detengo y pienso: Esto lo sabré mañana, cuando
habiendo decidido subir con ánimo, esperaré lo que hago hoy para resolver este dilema
cruento. Absurdo que también me plantearé el día de mañana pues me detendré y
bajaré de nuevo. Y así, en la consecución inexorable de los días, esperaré lo que
decida, lo que diga, lo que se oiga, lo que germine, y la efímera tranquilidad me invadirá
hasta que muera sin la redención, porque siempre amanecerá igual que cualquier día
del almanaque.
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Celeste Rojas Blanco cuando nació, nació blanca de pensamiento y morada de piel,
pero cuando niña era morena, canela, con ojos verdes y rizos oro. Sus padres siempre
fueron del mismo color, su madre blanca su padre negro. Vivían en los extensos
campos verdes de Borgoña, bordeados a lo lejos por montañas azuladas, en una gran
casa campestre desteñida de lila y verde. Los Rojas eran de sangre azul, pero dejaron
de serlo, las oscuras intenciones de un antepasado los obligó a vivir en la gris miseria.
A Celeste le gustaban las naranjas. Las comía contenta mientras jugaba con sus
muñecas pastel sentada en la oscura tierra. Su vestido preferido, el amarillo, siempre se
tornaba café al jugar y su madre a la vez le ponía las nalgas rojas.
Celeste era verde en el colegio, en la universidad pensaba rojo y soñaba con su
príncipe azul. Ya había guardado las muñecas rosado pastel.
Un día gris de octubre ella se puso su vestido blanco para casarse con un negro. Lo
decidieron cuando ella le contó al negro que quería tener hijos de colores para que le
sacaran canas verdes. Ella lo dijo al ver en la mirada opaca del negro, el amor
encendido, pícaro pero inocente aún. Había conocido a Índigo, cuatro años atrás
pintados de rojo tragedia cuando un día, varias nubes grises dejaron caer demasiado
líquido incoloro como para contenerlo sobre todo el verde Borgoña, y tiñó de sangre las
familias de negros y blancos por igual con su volumen. Se dio alerta amarilla pero la
cruz roja no dio abasto. La casa lila ya no era lila, ni verde y ya no era casa. Los padres
de Celeste, coloreados del café azabache de la tierra, murieron cuando un alud les cayó
encima. Celeste nunca volvería a soñar lúcido, claro o limpio. Índigo y Celeste se
casaron, pero poco tiempo después, el amor ya no tenía el mismo color, el del fuego y
la pasión, porque vivieron constantes épocas color de hormiga cuando los negocios
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oscuros de café del negro casi lo pintan de rayas blancas y negras en la cárcel de
Borgoña. Días duros y plomizos para Celeste cuando además se dio cuenta que el
negro Índigo se emborrachaba con vino tinto y que andaba con una amarilla de rosadas
quince primaveras. Ella se puso verde de la cólera cuando lo supo, entonces esperó al
negro una noche sin gama visible sentada en una mecedora terracota. Se emborrachó
ella con vino dulce blanco de naranja, recordando las páginas blanco amarillentas de su
pasado y advirtió entonces que tendría un futuro borroso, de tonalidad indefinida. En la
mañana siguiente, el sol logró teñir todos los colores de ese hemisferio, eran los
mismos de ayer, el espectro cromático estaba completo. Los halos dorados entraron sin
permiso en la habitación, confundiéndose de tono con los desordenados rizos áureos de
Celeste. Cuando ella despertó, con los ojos rojizos de la resaca y las mejillas rosadas y
arrugadas por el descanso, frotó su cara con las manos, y por un momento sólo vio
chispas multicolores mientras se erguía trabajosamente. Había demasiada claridad en
el ambiente por demás anaranjado, mas no así en su pensamiento, pues no recordaba
el matiz de la noche anterior. Ella yacía de pie a un costado de la cama de mojadas
sábanas blancas. A su lado, azulado y degollado, el negro. Descolorida e impávida,
Celeste no podía pensar, sólo un instinto puro, ceniciento, le indicó qué hacer. Y así
buscó las venas más verdes en su pálida muñeca y las cortó con una navaja bañada en
plata. Pero antes de ver negro para siempre, notó que de sus heridas no salía sangre
azul, ni roja. No tenía color.
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El segundo movimiento principia con la entrada por demás heroica del director, quien,
con un traje blanco manchado de sangre, ordena con su sola mirada el desorden
predominante de las secciones. Con un golpe categórico de la batuta en el atril, inicia a
ritmo de bombo y redoblante una especie de danza gloriosa de un nuevo nacimiento,
allegro assai, brillante y sublime, que borra los efectos insonoros del primer movimiento.
Se adquiere seguridad en la interpretación correcta de las partituras originales, a
medida que el maestro director sostiene sus manos en el aire ejecutando solemne,
mientras da permiso de entrada a las secciones que en exquisito orden, se añaden
candentes, lozanas y naturales. Fluyen los tiempos y se entona una melodía triunfal con
los metales que prepara el entorno victorioso, alimentado por la vivaz y flagrante danza
de los chelos que se integran sucesivamente, en escalas pentatónicas extensas y
soberanas, maquillando milagrosamente la disonancia inicial, y haciendo olvidar por
completo la anarquía primera. Todo se desenvuelve en forma entusiasta y espectacular,
porque indisolublemente retorna al origen del performance, ya no hay perversión de los
instrumentos ni de las leyes musicales, sino que se troca todo aquello en un elaborado
minuet hermosamente acompasado. El tema y propósito de la obra entera se distingue
ahora… Adagio molto e cantabile. Mientras se reanuda el cauce fluido que siempre tuvo
que tener, se va acondicionando una ambientación festiva y jubilosa, que evoluciona en
matices y melodías con trazos maravillosos. Todo trascurre sin menor objeción, sin
mayor encrucijada, por lo que el Autor logra el cometido, la sensación inagotable y
placentera de una portentosa redención, de una verdadera sinfonía magnífica, que
podría prolongarse, si se quiere, por toda la eternidad…
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Los científicos llaman tensión superficial a una propiedad física del agua. Es de suponer
que no conocieron lo que con certeza sabía Pedro al respecto.
En una noche estrellada, el cielo guiñe sus miles de ojos porque miente de su
legitimidad.
Plagio de la Ingeniería
El Maestro edificó su Iglesia invisible sobre la Petra angular que era Él mismo. El
hombre edificó su casa de barajas visible sobre la carta angular del papa. ¡Sopla!
Entiendo un poco del llamado “Efecto Mariposa” según las ecuaciones de Lorentz. Pero
me cuesta asimilar lo del efecto que producen las maripositas en el estómago, que no
responde a ecuación alguna.
Historia de la humanidad
Y dijo Dios: Sea la luz, y fue la luz… y después de algún tiempo, decidió apagarla pues
confundía a los físicos teóricos.