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enamorado
Jonathan Carroll
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RECOMENDACIÓN
AGRADECIMIENTO A ESCRITORES
PETICIÓN
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resultaba tan sencillo librarse de las redes del verdadero amor, una
vez que se ha experimentado.
Al principio de su relación habían visto una película de Cary Grant,
La terrible verdad, que trataba sobre una pareja que había roto su
relación pero que, al compartir más tarde la custodia de un perro,
acababan juntos. A ninguno de los dos le había gustado la película,
pero a los dos les rondaba ahora por la cabeza, ya que parte de la
historia se asemejaba a lo que les estaba ocurriendo a ellos.
Ahora solo tenían contacto por el perro. Ambos consideraban a
Piloto como a un amigo o a un niño adoptado. Ben se lo había
regalado en su tercera cita, había ido al refugio para animales de la
ciudad con el deseo de ver al perro que más tiempo llevara allí; tuvo
que repetir la misma pregunta tres veces para que los empleados lo
creyeran. Todo había sido idea de German, y fue la primera de sus
ocurrencias, entre muchas, que le había tocado el corazón sin
esfuerzo alguno a Benjamin Gould. Varios días antes, ella había dicho
que iba a comprar un perro que nadie quisiera, y había planeado ir a
la perrera temprano para comprar sin mirar el perro que llevara más
tiempo viviendo allí.
—Pero ¿qué pasa si es un granuja? —preguntó medio en broma,
medio en serio—. ¿Y si tiene una personalidad horrible y
enfermedades incurables?
Ella soltó una risita.
—Lo llevaré al veterinario, no me importa que sea un granuja ni
que tenga enfermedades, solo quiero ofrecerle una vida agradable
antes de que muera.
—¿Y si es agresivo? ¿Qué pasa si muerde? —Aunque Ben
formulara esas preguntas, no lo hacía en serio, pues ya estaba
convencido.
En el refugio para animales, lo acompañaron a ver a un perro al
que llamaban Matusalén por la cantidad de tiempo que llevaba allí, el
cual ni siquiera levantó la cabeza del suelo cuando el extraño se
detuvo delante de su jaula para observarlo detenidamente. Ben vio
solo a un perro ramplón y, si tenía algo de extraordinario, está claro
que no lo vio. El animal no tenía nada de especial, ni ojos sensibles ni
conmovedores, ni el adorable y alegre entusiasmo de un cachorro. No
hacía gracias, y si tenía algún don, desde luego no era el de la
dulzura. Todos los encargados decían de ese chucho que era manso,
tranquilo y que nunca había causado ningún problema. No era de
extrañar que todos los posibles amos lo hubieran rechazado, pues
todo indicaba que aquel anodino chucho no era más que un inútil.
Aunque no tenía mucho dinero, Ben Gould compró a Matusalén el
Inútil. El animal tuvo que ser sacado con mucha paciencia de la jaula
para que volviera a salir a la calle por primera vez en meses. No
parecía muy contento, pero Ben no tenía forma de saber que lo que
acababa de comprar era un escéptico y fatalista que no creía que lo
bueno pudiera traer nada bueno. En el momento de su adopción,
Matusalén superaba la mediana edad y su vida había sido difícil,
aunque no del todo mala. Con anterioridad, había tenido tres amos y
ninguno de ellos resultó inolvidable. A veces, recibía patadas y
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Murano.
Estaba todo en calma y no se oía ningún ruido desde el interior
del dormitorio. Un minuto después, sonó el timbre por segunda vez.
—¿Es que no va a abrir la puerta?
El perro se encogió de hombros.
El fantasma se cruzó de brazos, pero inmediatamente después los
descruzó. En el transcurso de ocho segundos, puso tres caras
diferentes y, por fin, incapaz de seguir aguantándolo, abandonó la
cocina y se dirigió a la puerta principal. Finalmente, Ben Gould salió
de su dormitorio con paso lento y ganas de bronca.
El fantasma miró al hombre en calzoncillos y lo fulminó con la
mirada. ¿Otra vez? ¿Otra vez iba a hacerle a German esa clase de
faena inmadura y fuera de lugar?, pensó.
Gould se restregó los ojos con la base de las manos, respiró
profundamente y abrió la puerta principal. El fantasma se encontraba
de pie a unos cincuenta centímetros de ella con una espátula
metálica en la mano derecha. Estaba tan nervioso por ver a German
que no dejaba de agitar el utensilio arriba y abajo a una velocidad
increíble. Menos mal que nadie podía verlo.
—Hola.
—Hola.
Ambos pronunciaron esa única palabra con un tono de voz lo más
carente de emoción posible.
—¿Está Piloto listo para irse? —preguntó ella con amabilidad.
—Sí, claro. Pasa. —Ben se dirigió hacia la cocina y ella lo siguió.
German volvió su mirada al bonito culo bajo los calzoncillos arrugados
y cerró los ojos con desesperación. ¿Por qué le hacía esto? ¿Se
suponía que se iba a sentir impresionada o avergonzada por verlo en
calzoncillos? ¿Acaso había olvidado Ben que ya lo había visto desnudo
en cientos de ocasiones? German conocía su olor cuando acababa de
ducharse y su olor cuando estaba todo sudado, sabía cómo le gustaba
que lo tocaran y los sonidos más íntimos que hacía, sabía lo que le
hacía llorar y lo que le provocaba reírse a carcajadas, cómo le
gustaba el té y como se emocionaba cuando, al bajar por una calle
juntos, ella le pasaba el brazo por el hombro para demostrarle al
mundo que era su esbelta amante y amiga.
Tras ver adonde se dirigían los dos en ese momento, el fantasma
desapareció del lugar junto a la puerta principal en el que se
encontraba para reaparecer en la cocina un segundo más tarde.
Cuando entraron, había cruzado los brazos por encima del pecho con
expectación.
Sobre la mesa había todo lo que a uno se le pueda imaginar para
el desayuno: bollitos calientes recién horneados, confitura de fresa de
Inglaterra, miel de Hawái, café Lavazza (la marca de café preferida de
German), un plato con largas y relucientes tiras de salmón escocés y
otro con huevos benedictinos perfectamente preparados (otra de las
cosas que le encantaban a German). Había también dos platos más
con huevos. Platos que hacían la boca agua cubrían y adornaban cada
esquina de la pequeña mesa circular. Parecía una portada de la
revista Gourmet. Siempre que Ben Gould veía en la televisión un
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tras él.
El fantasma se bajó de la taza del váter y lo siguió. Ling atravesó
la puerta cerrada del cuarto de baño y se dirigió al estrecho vestíbulo.
El perro estaba tumbado en el suelo esperando a que la mujer saliera,
y ambos se miraron.
—Hola —dijo el fantasma al perro con una sonrisa.
Piloto lo miró, pero no respondió al saludo.
Ling no le dio importancia y continuó su camino hacia el vestíbulo.
Piloto nunca había visto antes a este fantasma en particular y, con
la cabeza posada en las patas, se preguntó, sin darle demasiada
importancia, qué estaría haciendo allí. Los perros ven a fantasmas
con la misma frecuencia que los humanos vemos gatos; están ahí,
pero no son nada del otro mundo.
La primera intención de Ling fue la de seguir a Gould un rato para
observarlo, pero luego cambió de idea y decidió, en su lugar, echar un
vistazo a su apartamento.
Ben trabajaba de camarero en un restaurante, era bueno en su
trabajo y, en realidad, le gustaba bastante. Aunque no ganara mucho
dinero, no le preocupaba demasiado, porque no deseaba mucho más,
aparte de lo que ya tenía. Con respecto a eso, se sentía satisfecho.
Su apartamento estaba prácticamente vacío, pero no se trataba
del deprimente y sombrío vacío característico de la pobreza. Por el
contrario, tenía el aspecto del hogar de alguien a quien no le
preocupan demasiado los bienes materiales. Le gustaban la comida y
los libros, tenía un traje elegante y un equipo de sonido decente. Sus
padres le habían regalado varios muebles muy robustos, sin nada de
especial, que encajaban a la perfección con su estilo de vida. Tenía
también librerías de madera, muy bien trabajadas, que había
comprado él mismo. Cubriendo el suelo, había una alfombra persa
negra y roja descolorida que había adquirido por dieciocho dólares en
un mercadillo y cuya limpieza en seco le había costado cincuenta.
A German le gustaba el apartamento de Ben, ya que, aunque no
tuviera demasiadas cosas, era obvio que a su nuevo novio le gustaba
cuidar y disfrutar de sus escasas posesiones; había pulido madera
que nunca había sido limpiada antes en un escritorio viejo y arañado
que había comprado en el Ejército de Salvación y había remendado a
mano un agujero de la alfombra persa que había estado abandonada
durante años. En el centro de la mesa del salón, había tres hermosas
y grandes piedras negras que se había encontrado en un río italiano.
Sus dos pares de zapatos siempre estaban limpios y perfectamente
alineados junto a la puerta principal. Con solo echar un vistazo a su
selección de libros, se notaba que su propietario tenía una mentalidad
curiosa y ancha de miras.
El fantasma se dirigió a una de dichas estanterías para echar un
vistazo. En ella había un número exorbitante de libros de cocina, pero
Ling ya estaba al tanto de que a Gould le encantaba cocinar. Hubo un
tiempo en el que su sueño había consistido en convertirse en un gran
chef, pero no disponía ni del talento ni de la paciencia suficiente y, al
final, se vio obligado a admitirlo. Poseía el entusiasmo y la dedicación
necesarios, pero adolecía de la imaginación creativa. Los grandes
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cocineros son como los grandes pintores, que ven el mundo como
ninguna otra persona. Además, cuentan con las habilidades y el
talento necesarios tanto para manifestar esa visión como para
compartirla con los demás. Finalmente, Ben aceptó el hecho de que
no se convertiría en uno, tras varios intentos plagados de entusiasmo,
entre los que se incluía la asistencia durante un año a escuelas de
cocina europeas. Esa es la razón esencial por la que se convirtió en
camarero: si no podía ganarse la vida cocinando exquisiteces para
otros, al menos siempre estaría cerca de ellas.
—¿Qué haces aquí, fantasma?
Ling no había oído entrar al perro en el salón. Se dio la vuelta y
vio como el animal lo observaba a escasos centímetros de distancia.
—Hola. Me llamo Ling. ¿Cómo te llamas tú?
—Sinceramente, no lo sé, me han llamado de tantas formas
distintas en mi vida que no tengo ni idea de cuál es mi verdadero
nombre. Últimamente parece ser que es Piloto.
—¿Piloto? Muy bien, así te llamaré.
Antes de que el perro tuviera tiempo de contestar, Ben Gould
entró en el salón y se dirigió a las estanterías. Tras acariciar la cabeza
del perro unas cuantas veces, se agachó y pasó un dedo por los
lomos de los libros hasta encontrar el que estaba buscando: Serious
Pig, del gran escritor de libros de cocina John Thorne. Ben quería
leerle uno de los ensayos de Thorne a German.
—¿Te gusta vivir con esta gente? —preguntó Ling, después de
que Ben saliera de la habitación.
Piloto se planteó la pregunta antes de contestar.
—Sí, me gusta. Ha sido un agradable cambio para mí. —Pero el
perro no pudo continuar porque de repente se oyó un enorme grito
que procedía del cuarto de baño. La puerta se abrió con un golpe tal
que abolló la pared y, todavía desnuda, German salió corriendo,
tapándose la boca con las dos manos.
—¡Ben!
El perro, el fantasma y Ben fueron corriendo al vestíbulo para
averiguar cuál era el problema. Cuando German vio a Ben, se quitó
una de las manos de la boca para señalar hacia la bañera, con la
mirada perdida y llena de desesperación.
—En la bañera. ¡El agua está marrón y hay peces dentro!
Los hombros de Ling se relajaron, dado que en ese momento supo
a qué venían los gritos de German. Las serpientes marinas tienen
unas bocas y lenguas increíblemente mugrientas, debido al gran
número de asquerosidades que comen sin parar. La suciedad se
recrea en la boca de las serpientes, lo que explicaba el color marrón
del agua. Además, decenas de pequeños peces Piloto se adhieren al
cuerpo de las serpientes, por lo que Ling dedujo que algunos de estos
peces habían llegado a la bañera de Gould tras la breve aparición del
monstruo en ella.
Piloto no entendía nada de lo que la mujer decía, pero su tono de
voz era alto y chillón y, en lo que concierne a los humanos, esto no
era una buena señal. No era bueno en absoluto. Cuando utilizaban
ese tono histérico, por lo general quería decir o bien que un perro
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—No entiendo por qué quiere que me quede aquí. Gould y la chica
son felices juntos, están enamorados, y me resulta cansino.
El ángel se rió, pero no dijo nada.
Ling prosiguió hablando, animado por la risa del otro.
—¿Sabe lo aburrido que resulta observar cómo interactúan los
seres humanos cuando están enamorados? Se dan besos y se hacen
arrumacos, y se dicen que se quieren veintitrés veces al día. ¿A quién
puede interesarle algo así? Estoy tan aburrido que me voy a volver
loco.
—No te vuelvas loco. Te necesitamos durante un poco más de
tiempo. Ya hemos llegado, este es el sitio. Entremos.
El fantasma se sentía tan frustrado ante el asunto del romance
mundano de Ben Gould que, sin pensar, le agarró el brazo al ángel,
mientras este sujetaba la puerta abierta para que entrara. El ángel se
quedó mirando la mano que tenía en el brazo un largo rato y
entonces, negando con la cabeza, dijo:
—No, no hagas eso. No me toques. —Inmediatamente Ling supo
que había ido demasiado lejos y retiró la mano.
—Venga, entra, Ling.
Era una pizzería. El olor a especias de la salsa de tomate, a aceite
de oliva caliente, a hierbas y a ajo al horno los envolvió en cuanto
entraron. Era un sitio pequeño, básicamente un establecimiento de
comida para llevar con seis mesas mal colocadas, como si hubiera
sido una idea de última hora, para las pocas y extrañas personas que
realmente deseaban quedarse allí a comer algo. En una de dichas
mesas, Ben Gould y German Landis estaban comiéndose una pizza
que parecía tan grande como la rueda de un camión y con tantos
ingredientes de distintos colores que recordaba a un cuadro de
Jackson Pollock.
El ángel de la muerte señaló hacia una mesa lo más lejana posible
de la pareja, en la medida en que el reducido espacio lo permitía,
pero incluso así, no se encontraban a más de tres metros de
distancia.
Lo primero que hizo Ling después de sentarse fue inclinarse sobre
la mesa y preguntar en voz baja:
—¿Pueden oírnos?
—Claro que pueden oírnos. Están ahí al lado. —El ángel señaló a
la pareja y cuando German se percató del gesto esbozó una amable
sonrisa. El ángel se la devolvió y le dijo:
—Solo estábamos admirando su pizza.
De espaldas a ellos, Ben se giró y los miró con desconfianza.
Parecían una pareja de profesores de universidad y resultaba curioso
verlos allí. Debían de ser fanáticos amantes de la buena cocina, pues,
aunque el lugar se encontraba en la parte más peligrosa de la ciudad,
resultaba que servía la mejor pizza y, como ventaja añadida, ponían
de manera ininterrumpida una música fantástica de la Motown. En
ese momento, se oía de fondo el clásico sencillo de los Detroit
Emeralds, Feel the Need in Me.
—Esta pizza se llama la Titanic, porque tiene tantos ingredientes
que te hundes después de comértela —le dijo German al ángel.
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juramento en un tribunal.
—Sinceramente, no lo sabemos.
—Entonces, ¿por qué no le organizan otra muerte?
—Porque no podemos. Antes te estaba diciendo la verdad: su
destino no está en nuestras manos. Además, nos resulta fascinante
ver qué le va a ocurrir ahora. Su situación no tiene precedentes. Mira
esto. —El ángel metió la mano en su bolsillo y sacó lo que para el ojo
humano normal parecía un billete de autobús, aunque para Ling y el
ángel era la historia de la vida completa de Benjamin Gould, segundo
a segundo, hasta ese preciso momento en la pizzería. Como en el
décimo lugar, empezando desde abajo, había una gruesa línea roja
que indicaba el día y la hora en el que se suponía que Ben iba a morir,
y debajo de ella, a modo de reloj atómico que registraba cada
fracción de segundo que pasaba, se apuntaban anotaciones
adicionales a medida que Gould vivía, pensaba y soñaba.
El ángel dejó caer el billete en medio de la mesa y señaló la línea
roja.
—Aquí es donde el asunto se pone interesante, el momento en el
que el virus infectó nuestros ordenadores y nuestro hombre de allí fue
dejado a su suerte. Fantástico. Esto es algo que nos resulta muy
emocionante. Como he dicho antes, sin precedentes.
—Así que ¿es un conejillo de indias?
—¡No, es un explorador! Un pionero, porque no hay nada que
podamos hacer para cambiar su destino, solo podemos observar. Esa
es la razón por la que queremos que no te separes de él en ningún
momento, Ling, para que nos mantengas informado acerca de lo que
ocurre y lo que piensa.
Entonces llegó la comida y permanecieron en silencio mientras la
colocaban en la mesa, pero cuando el fantasma hizo ademán de
volver a hablar, el ángel levantó un dedo para indicarle que no lo
hiciera todavía.
—Comamos primero.
El fantasma apoyó la barbilla en su mano y dirigió su mirada a
Ben y su novia.
—Esta pizza está realmente deliciosa, tienes que probarla —dijo el
ángel mientras se metía en la boca un pedazo de queso mozarela que
colgaba de la pizza.
—Perfecto —dijo Ling, para mostrar que estaba de acuerdo.
Se abrió la puerta del restaurante y entró un vagabundo
arrastrando los pies. Tenía unos treinta y cinco años y vestía un
impermeable abierto hecho jirones, unos mugrientos pantalones al
estilo militar con ocho años de antigüedad y un suéter de un color
naranja tan intenso como el de la fruta fresca. Colgado del cuello,
llevaba un cartel escrito a mano que decía: «Tengo hambre y el
corazón roto. ¿Puede alguien ayudarme?».
Ese hombre parecía haber estado viviendo él solo en el lado
oscuro de la luna y su nauseabundo olor era suficiente para hacer que
la gente huyera despavorida.
—¡Oye, tú, sal pitando de aquí o llamo a la policía! —gritó el
cocinero al verlo desde detrás de la barra.
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breves de Kafka, German vivía por debajo del nivel del suelo. Había
comprado seis lámparas de Ikea y, siempre que se encontraba en
casa, las mantenía encendidas. Su apartamento era muy diferente al
de Ben, con sus cuatro grandes ventanas orientadas al este, a través
de las cuales se colaba la intensa luz de la mañana, los gastados pero
cálidos suelos de parqué de color claro y esa divertida alfombra persa
antigua en la que a Piloto tanto le gustaba tumbarse. Por el contrario,
la horrible y cruda realidad era que su casa no era otra cosa que el
típico lugar al que uno acude para esconderse, cuando se está
deprimido o algo peor, pero del que se quiere salir huyendo en cuanto
se está mejor, para no volver nunca más.
La casa en sí era adorable, algo que la enamoró al principio, y si
te quedabas fuera y la mirabas desde la calle, podías pensar:
Caramba, que lugar tan encantador para vivir. Las dueñas eran una
pareja mayor de lesbianas que se llamaban Robyn y Clara, las típicas
tacañas que tienen mucho dinero pero a las que no les gusta gastar
ni un céntimo. Pintaban la casa de un amarillo chillón cada varios
años, y las susodichas ventanas tenían una jardinera, pero la pintura
era la más barata que encontraban y las flores unos pensamientos
anémicos que habían crecido de las semillas que se pueden comprar
dentro de un sobre en cualquier vivero por un dólar cincuenta.
El apartamento de German, el mejor ejemplo de la tacañería de
sus dueñas, se había utilizado durante años solo para guardar cosas.
En ocasiones, continuaba oliendo a humedad y a moho, y otras veces,
a los fantasmas de las revistas viejas y las cajas de cartón húmedas
que habían permanecido allí abajo sin que nadie las tocara durante
décadas, pues no eran partidarias de tirar nada, sobre todo si habían
pagado un buen dinero por ello, aunque hubiera sido hacía años.
La única razón por la que habían arreglado el sótano era porque
su contable les había informado de que, si llevaban a cabo una
renovación, podrían alquilar el apartamento sin tener que pagar los
impuestos que se aplican a los beneficios, dado que ambas eran
mayores de sesenta y cinco años. Pocos días después de enterarse de
esto, se deshicieron de las revistas y de las cajas y comenzaron a
llegar los inquilinos, aunque nunca nadie se quedaba durante mucho
tiempo.
A las dos señoras mayores les gustaba bastante German Landis,
aunque no hacían esfuerzo alguno porque su apartamento o su vida
fuesen más agradables. También les gustaba Piloto, porque era un
perro tranquilo, serio y con buen comportamiento. Ni siquiera les
preocupaba que se sentara a tomar el sol en la pequeña parcela de
hierba situada enfrente de la puerta principal del apartamento. Bien
es verdad que hubiesen preferido que Piloto fuera un poco más
amable y agradecido cuando lo acariciaban, pero no se puede tener
todo.
Esa mañana, tras regresar de la casa de Ben, German metió la
llave en la cerradura y, de manera inconsciente, comenzó a
encorvarse. Entonces, empezó a sonar el teléfono del apartamento y
casi tropieza con la letra «d», que había dejado en el suelo para poder
abrir la puerta.
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que decir.
—Sí que lo hay. Hay... cosas.
Ella negó con la cabeza y comenzó a morderse la uña del dedo
gordo, frunciendo el ceño. Ya no colaba, esta vez no, nunca más.
—¿Cosas? Eso no sirve de gran ayuda, Benjamin. —Estaba
cansada de su forma elíptica de expresarse, especialmente cuando
hablaban de algo realmente importante, algo que la tenía agotada
mental y emocionalmente.
Pero, al otro lado de la línea, Ling sabía que estaba pasando algo
muy importante y se mantuvo completamente atento. ¿Lo iba a hacer
Ben Gould? ¿Realmente se lo iba a decir?
—De verdad, tenemos que hablar, German.
Ahora le llegó el turno a ella de suspirar. Ben comenzaba a sonar
como un disco rayado, algo que resultaba extraño.
—Ya has repetido lo mismo varias veces, Ben, pero ya hemos
hablado de todo hasta la saciedad. ¿Entiendes lo que quiero decir? —
Intentaba medir el tono de su voz y ser amable, pero le resultaba muy
difícil.
—No, esto es diferente. Esto es muy distinto a lo que tú piensas.
¿Puedo pedirte un último favor? ¿Solo uno? ¿Sigo teniendo puntos
para que me hagas un favor?
Ella miró hacia el techo.
—¿Cuál?
—Quiero que nos veamos en algún sitio. ¿Vendrías?
—¿Cuándo? ¿Dónde?
—En el ciento ochenta y dos de la avenida Underhill dentro de una
hora. ¿Estarás allí? ¿Lo harás por mí y por lo que una vez fuimos?
Ella dudó, sobresaltada por la forma en que había formulado la
pregunta. No tenía una buena excusa para negarse, así que, aunque
algo reticente, aceptó, pero el tono de su voz demostraba claramente
que no le hacía ninguna gracia. Sacaría a Piloto por allí, porque la
avenida Underhill no estaba lejos de su apartamento, y así al menos
los dos harían un poco de ejercicio.
—De acuerdo, allí estaré.
—Gracias, German. Muchas gracias.
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Allí de pie había una mujer alta con una gorra de béisbol amarilla,
que sujetaba una correa con un perro en el extremo. Danielle nunca
había visto antes a ninguno de los dos.
—Hola. ¿Es usted Danielle Voyles? —preguntó la mujer, mientras
sonreía dubitativa.
—Sí, soy yo.
—Me llamo German Landis. Siento molestarla así, pero me
gustaría hablar con usted acerca de su accidente, si no le importa.
—¿Mi accidente? —Danielle, en un acto reflejo, estiró la mano
para tocarse la profunda hendidura y la horrible cicatriz morada de la
cabeza, que serían sus compañeras durante el resto de su vida.
—Sí. ¿Me permite unos minutos?
German no estaba sola, Benjamin Gould permanecía de pie a su
lado, pero Danielle no lo veía, no podía verlo. No lo vio durante el
tiempo que duró la visita de aquella mujer tan alta.
Tampoco oía a Ben cuando hablaba con German, en un tono de
voz normal, para decirle qué preguntas debía formular y, antes de
que Danielle contestara, cuáles serían sus respuestas, palabra por
palabra. Tampoco lo vio deambulando por su apartamento, cuando
miraba detenidamente en el interior de cajones abiertos, abría el
frigorífico y, al ver lo vacío que estaba, decía luego en voz alta:
«¡Caramba!». Tampoco lo vio cuando se sentó junto a ella en el sofá,
de manera que los dos estaban justamente enfrente de German.
Hacía una hora, Ben y German se habían encontrado en la puerta
del bloque de apartamentos de Danielle. Era un día soleado y ambos
llevaban puestas gorras de béisbol para protegerse los ojos del sol.
Ben le había regalado la gorra amarilla hacía algunos meses y le
gustaba verla con ella puesta y saber que la seguía usando. Piloto no
reaccionó demasiado al ver a Ben, meneó la cola tres veces y
entonces dirigió su mirada al labrador retriever que pasaba por el otro
lado de la calle.
German esperaba que Ben le explicara por qué le había pedido
que fuera, pero en su lugar él hizo un gesto para que lo siguiera a un
parque cercano y, después de sentarse en un banco marrón, Ben le
contó su historia, algo que no le llevó mucho tiempo, teniendo en
cuenta lo sorprendente que era. Una vez que hubo terminado, ella lo
miró como si nunca lo hubiese visto antes, y sin poder ocultar su
sorpresa y desconcierto. Pero Ben ya contaba con ello.
—Eso es una locura. Benjamin, es completamente disparatado.
—Sé que lo parece, pero es la verdad. —Ben pronunció estas
palabras sin levantar el tono de voz y con una enorme convicción.
—Ben, esto es escalofriante. Me estás asustando.
—¡Imagínate cómo me siento yo! Lo único que te estoy pidiendo
es que vayas a su apartamento conmigo y lo veas con tus propios
ojos. No lo creas ciegamente, quiero que lo veas con tus propios ojos.
Ella se tiró de la visera de la gorra.
—Ya lo has dicho dos veces.
Ben asintió con la cabeza.
—Y te lo vuelvo a repetir, ve a verlo con tus propios ojos. Llama a
su puerta y observa lo que ocurre, yo estaré justo a tu lado.
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La primera vez que a Ben le había ocurrido había sido aquella noche,
meses antes, en la que presenciaron cómo apuñalaban al hombre en
la pizzería. Después de hablar con la policía y testificar por separado,
los dos se fueron derechos a un bar y bebieron hasta recuperar un
estado de calma tensa.
A los dos les gustaba sentarse en los bares, pero nunca en los
reservados. En la parte superior de uno de los rincones del local,
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quedara con las llaves, y las utilizó porque, tras llamar a la puerta en
repetidas ocasiones, nadie había abierto. Era la segunda vez en el
mismo día que acudía allí, pero habían ocurrido tantas cosas entre las
dos visitas que parecía que hubiera pasado una semana desde que
fuera a recoger al perro.
Una vez dentro, fue de habitación en habitación en busca de Ben,
de Piloto o de algo, aunque no sabía de qué. La palabra «pistas» le
daba vueltas en la cabeza, pero ¿pistas de qué? ¿De por qué Ben era
invisible para Danielle Voyles?
Era un apartamento fantástico. Sin nadie que la distrajera, parecía
que a cada paso que daba le venía a la mente otro recuerdo
agradable. Todo estaba muy limpio, ordenado y reluciente. A la luz le
encantaba vivir allí, y llenaba cada habitación como se llena un vaso
de leche. Por el contrario, en su deprimente apartamento, German no
podría hacer llegar la luz ni aunque le atara una cadena alrededor del
cuello y la llevara a rastras. Entró en el cuarto de baño, abrió el
botiquín de las medicinas que había encima del lavabo y se quedó
mirando los botes y tubos que le resultaban tan familiares: había
usado tantos... Cuando vio la colonia de Ben, tocó el frasco, y recordó
la vez que entró en el baño mientras él se la echaba en el cuello. Se
colocó detrás de él, le cogió la barbilla con la mano y le chupó un lado
de la garganta atraída por su maravilloso olor.
Por razones obvias, dejó el dormitorio para el final, pero
momentos después de entrar y comprobar que estaba vacío, oyó
como la puerta principal del apartamento se cerraba de un portazo.
¡Ben había vuelto!
German bajó a toda prisa para encontrarse con él, pero se detuvo
bruscamente al ver que se trataba de un hombre mayor, un perfecto
desconocido que se encontraba de pie en la entrada, sujetando a
Piloto con una correa poco tirante. El hombre miraba a su alrededor
boquiabierto ante el desconcierto, e incluso desde la distancia era
fácil notar que se encontraba confuso y desorientado.
German se aproximó lentamente, era más alta que el hombre y,
sin duda, más fuerte, a juzgar por su edad y aspecto, aunque nunca
se puede saber nada con total seguridad. Al verla, Piloto meneó la
cola y se dirigió hacia ella, soltándose de un tirón de la correa que el
hombre sujetaba con la mano relajada, lo que llamó la atención del
anciano, quien, siguiendo la trayectoria del perro, fijó su mirada en
German por primera vez.
—¿Quién es usted? ¿Cómo ha entrado aquí? —preguntó German.
Tras bajar lentamente la cabeza, él se miró la mano, que sujetaba
una llave de color marrón, y la levantó para mostrársela a German,
pero a ella solo le interesaba su rostro. Notó que el hombre estaba
intentando averiguar cómo había llegado la llave a su mano, y la
expresión de su rostro, una mezcla de consternación y sorpresa,
decía: «¿Qué hago aquí?».
Luego se frotó la nariz de una forma muy peculiar, se trataba de
un gesto muy singular que solo había visto hacer a una persona. Tras
ponerse la mano abierta en la punta de la nariz, se dio unos cuantos
golpecitos y luego se la restregó. Resultaba algo ridículo, el típico
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tenían razón.
Puede que su voz resultara aún peor. A pesar de que los dos
adultos se encontraban al menos a unos cinco metros de distancia,
podían oír la voz chillona de Gina, similar a un aullido, cuando daba
órdenes al pequeño Ben Gould, algo que ocurría casi siempre. «Haz
esto, no hagas eso, dame eso que es mío...» Solo se la oía quejándose
y dando órdenes.
Después de que Ling le mostrase a los niños y los observaran un
rato, el Ben adulto se quedó paralizado. Ya había preguntado dos
veces si esa era realmente la Gina que había conocido, sencillamente
no podía creer lo que estaba viendo. ¿Era esa niña de allí la misma
que le había robado el corazón por completo durante años? Parecía
que había pasado prácticamente toda una vida desde la última vez
que la vio; y sí, ya sabía que cualquier recuerdo de un amor infantil
tendía a teñirse de colores maravillosos con el paso del tiempo. Pero
aun así, ¿había sido uno de sus amores esta pequeña mandona y
chillona?
Sorprendentemente, fue ver a la madre de Gina, la señora Kyte,
sentada en un banco del parque a escasa distancia de los niños, lo
que lo convenció de que todo era verdad, simplemente porque la
señora Kyte tenía prácticamente el mismo aspecto con que la
recordaba. ¿Es así como funciona la memoria? ¿Los papeles
secundarios que pasan por tu vida los recuerdas con la nitidez de una
fotografía y, sin embargo, los protagonistas, los más cercanos o
importantes en lo más profundo de tu alma con frecuencia son
disfrazados o distorsionados por el paso del tiempo y la experiencia?
Qué terrible equivocación, si eso resultaba ser cierto.
Con un tono de voz alicaído, dijo entre dientes:
—Era muy guapa. Recuerdo que Gina era muy guapa. —Ben se
giró hacia Ling mientras hablaba, como si fuera imprescindible que
ella le oyera decir eso.
El fantasma titubeó y apartó la mirada con lástima. Podía haberle
contado cosas que de inmediato le habrían revelado muchos secretos
delante de sus propios ojos, lo que le habría permitido ver a cientos
de kilómetros de distancia, pero no lo hizo, no se las contó. Ben tenía
que comprenderlo todo por él mismo, de no ser así sería como partir
el cascarón de un huevo para ayudar al polluelo a salir, resultaría
fácil, pero perjudicarías en lugar de beneficiar.
—¿Qué ves, Ben?
—Ya me lo has preguntado antes. ¿Qué se supone que tengo que
ver? —Su frustración provocaba que tuviera la voz tensa, y de haber
sido esta una mano, en ese momento sería un puño cerrado.
Ling ignoró el tono de su voz y continuó hablando tranquilamente.
—Solo dime qué ves.
—Columpios, niños, un parque, a mí y a Gina Kyte cuando éramos
niños. ¿Me estoy perdiendo algo?
—Mira un poco más.
—«Mira un poco más». Me dice que mire un poco más. A Gina le
encantaba el regaliz. ¿Qué tal ha estado eso? Acabo de recordarlo.
Ling no respondió. Ben estaba intentando ganar tiempo y ambos
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Cinnamon es «canela» en inglés.
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parte interior del muslo derecho cercana al ano. Sin embargo, estas
marcas se encontraban en su mayoría ocultas bajo la piel o en un
lugar oscuro del cuerpo del animal, por lo que resultaba difícil que
alguien las viera ya que, a no ser que uno se dejara la vista, eran casi
imposibles de percibir. No obstante, Stewart Parrish las había
observado y, segundos después, había huido corriendo para salvar su
vida.
Satisfecho de los mordisqueos y lametones en la barriga, Billie se
hizo un ovillo, y cayó dormido rápidamente.
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lo hacían.
Con el paso del tiempo, su vida mejoró significativamente.
German continuaba mirando en ocasiones la piedra de Rudi y sonreía,
al recordar el día y el momento exacto y memorable en el que él le
dio aquel regalo de color rojo como muestra de aprobación y
confianza.
Años más tarde, miró a la estantería un día y, con gran
sobresalto, se dio cuenta de que la piedra había desaparecido.
Preguntó a cada miembro de su familia si sabían dónde estaba, pero
ninguno pudo decírselo.
Sin embargo, de manera sorprendente, la pérdida no la afectó
demasiado, ya que la German Landis de doce años tenía otras cosas
en las que pensar, como el ajetreo de séptimo curso, del que
disfrutaba un montón, y el nuevo e intrigante niño de la banda del
colegio que tocaba el clarinete y que le había dicho que quizá la
llamase algún día. Tenía además un agradable grupo de amigas que
ocupaban gran parte de su mente. La verdad es que en ese momento
la piedra de Rudi simbolizaba la fracasada que un día fue, aunque le
costara admitirlo. Al igual que a la pequeña con un estúpido sombrero
de fiesta que hacía muecas a la cámara en una fotografía antigua,
German reconocía a la niña que durante una época apreció y necesitó
la piedra, pero ya no era ella. Así que, cuando esta desapareció de su
vida, solo una pequeña parte de German se sintió triste; y a una parte
todavía más pequeña le preocupó entonces dónde habría ido a parar
la piedra.
Veintidós años después, la había cogido de la mano de Danielle
Voyles y se la había acercado a la cara para mirarla con mayor
detenimiento. Sí, era esa, sin duda. Después de todo este tiempo,
volvía a tener la piedra de Rudi en la mano.
—¿Significa algo para usted? —preguntó Danielle.
—Sí, en realidad significa mucho. ¿Se la ha dado ese hombre?
Danielle asintió con la cabeza, con una rigidez en su rostro que no
revelaba nada.
—¿Qué le ha dicho?
—Quiere saber dónde está su novio.
A pesar de lo que tenía en la mano, German contestó en tono de
enfado.
—No sé dónde está, y no es mi novio.
»¿Eso es todo? ¿Le entregó esta piedra y le dijo que quería ver a
mi novio?
—No, eso no es todo. Dijo también que tenía a su perro, que lo iba
a matar y que después nos mataría a usted y a mí si no le informaba
del paradero de su novio. Me dijo que se conocieron en una pizzería,
en la que usted pudo comprobar de lo que es capaz.
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rápido que pudo. Llevaba años sin correr a tal velocidad, corría casi
como un cachorro, pero era porque estaba cagado de miedo, y lo
único que tenía en mente era escapar de Stewart Parrish.
Piloto había estado esperando mucho tiempo a que Parrish se
despertara y, siempre que este se movía en la silla en sueños, el
animal cerraba rápidamente los ojos, dado que no quería que lo viera
despierto y observándolo, no quería que Parrish supiera nada porque,
si lo hacía, no habría escapatoria. Eso era lo que más le inquietaba,
pues ya sabía quién era ese tipo.
Aproximadamente a las cinco de aquella madrugada, Piloto se
había medio despertado para cambiar de postura en la cama y, como
Parrish estaba sentado muy cerca de él, volvió a llegarle su olor. La
noche anterior, cuando lo vio por primera vez, el perro no había sido
capaz de identificar una determinada parte de su aroma, pero
durante el misterioso trance a medio camino entre el sueño y la
vigilia, los sentidos sintonizan con una longitud de onda distinta y
poco conocida, y pudo reconocer el olor. Sobresaltado, Piloto se
despertó al instante, extremadamente sobrecogido, levantó la
cabeza, y solo se atrevió a bajarla de nuevo lentamente, muy
lentamente y completamente tenso, hasta posarla sobre sus patas.
Los perros ven a los fantasmas y las enfermedades flotando en el
aire como una neblina. Pueden oír y oler las cosas más inimaginables,
y, sin embargo, se muestran indiferentes ante ellas, pues
simplemente forman parte del mundo que perciben. Los seres
humanos no nos quedamos boquiabiertos ante las flores, ni
prestamos atención al insecto que se nos posa en los pies,
simplemente aceptamos lo que conocemos cuando nos topamos con
ello, y seguimos a lo nuestro.
Asimismo, cuando abrimos una botella de leche en mal estado, el
puro instinto provoca que nos echemos hacia atrás con repugnancia
al oler a podrido. No era que los sentidos de Piloto le estuvieran
diciendo: «Corre, corre, aléjate», sino que lo hacía por puro instinto
de supervivencia.
La vida y la muerte no se mezclan, no podrían nunca bailar juntas,
pues ambas se empeñarían en marcar el paso. Solo coexisten porque
dependen mutuamente, pero en realidad se desprecian, como la
noche desprecia al día y viceversa y, si fueran humanas, se habrían
asesinado la una a la otra en la cuna. Cada una tiene su propio aroma
característico. Todo lo que está vivo tiene una cálida fragancia a
maduro, que es orgánica y variable, sin embargo el aroma de la
muerte es frío e inalterable.
Stewart Parrish olía a las dos, lo que resultaba imposible de
acuerdo con los conocimientos y experiencia que Piloto había
adquirido a lo largo de su vida. El perro no había reconocido el aroma
antes porque sencillamente no existía o, mejor dicho, no debería
haber existido, al igual que ocurre con el fuego frío o el hielo caliente.
Nada podía estar vivo y muerto a la vez, sin embargo Stewart Parrish
lo estaba, y Piloto sabía que cualquier entidad que despidiera aroma a
ambas cosas era potencialmente lo más peligroso con lo que pudiera
toparse.
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Por eso Piloto corrió, voló y avanzó todo lo rápido que le permitían
sus patas y, mientras lo hacía, solo pensaba en correr más aprisa y en
alejarse. A mitad de camino del edificio, el perro quiso mirar atrás
para comprobar si el hombre lo seguía, pero no lo hacía todavía.
Continúa, aléjate más, porque quién sabe a qué velocidad puede
avanzar este tipo si quiere atraparte.
Completamente sorprendido ante la repentina y desenfrenada
carrera del perro en busca de su libertad, Parrish negó con la cabeza
con perplejidad, se sentó en los escalones de la entrada del edificio y
observó cómo Piloto corría, con la correa de cuero negra arrastrando
tras él y dando golpes de un lado al otro, hasta que el perro
desapareció de su vista. Más tarde, Parrish se metió la mano en el
bolsillo interior de la chaqueta y sacó un puro de bastante buena
calidad, que llevaba reservándose para un momento agradable y
tranquilo en el que pudiera sentarse en algún lugar durante un rato,
relajarse y echar bocanadas de humo en paz. Ahora que ya no tenía
que pasear al perro, era el momento ideal. Se relajaría, fumaría su
puro y después de dedicarse exclusivamente a eso, se dirigiría al
apartamento de Danielle Voyles, que estaba a solo unos bloques de
distancia.
El puro era hondureño y tenía el ligero y desagradable dulzor del
tabaco que se cultiva originariamente en Cuba, y que luego es
transplantado a un clima similar al de su origen, aunque no idéntico.
Era como el propio Parrish, quien tras haber sido transplantado a otra
tierra era similar a lo que una vez había sido, pero no igual. El
resultado era un buen puro, pero no excepcional. Exactamente igual
que yo, pensó Parrish mientras resoplaba: bueno, pero no
excepcional.
Media hora más tarde, dio una última y prolongada calada a lo
que quedaba de puro y, tras inclinar la cabeza hacia atrás, soltó el
humo de una vez. La gruesa nube gris era tan densa que permaneció
inmóvil encima de su cabeza y, sin mirar para comprobar si había
alguien a su alrededor que pudiera presenciar lo que iba a hacer a
continuación, Stewart Parrish ascendió a la nube de humo del puro y
desapareció una vez más.
Momentos después, reapareció en la cama de la niñez de German
Landis. Por suerte estaba vacía, lo que le permitiría disponer del
tiempo necesario para concentrarse y llevar a cabo su misión sin
distracciones, como por ejemplo una German Landis de niña que
preguntara: «¿Qué estás haciendo en mi habitación?».
Recorría la habitación levantando y pesando objetos, como si
fuera fruta que pretendiera comprar, y luego los dejaba en el lugar
exacto en el que los había encontrado. De vez en cuando, decía entre
dientes: «Mmmmm» o «No», pero la mayoría del tiempo Parrish se
mantuvo en silencio durante su búsqueda. Examinó muñecas, una
caja de lápices, un reloj de Daisy la pata, entre otros objetos. Los
cogía, los analizaba detenidamente y los volvía a colocar en su sitio.
Por fin vio la piedra roja en una estantería. Sintiendo curiosidad ante
el hecho de que algo tan anodino estuviera allí, la cogió y,
prácticamente al segundo, dijo sonriendo: «Esto es». Se guardó la
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después lo desconcertó.
—Pero ¿sabe lo que dijo mi profesor después de explicarnos esa
teoría? Citó las palabras textuales del escritor E. M. Forster: «La
muerte destruye al hombre: la idea de la muerte lo salva».
Danielle se aproximó, y estaba a punto de hablar cuando percibió
la tensión que había entre German y Parrish.
—Muy poético, pero ¿qué se supone que significa? —Ahora era
Parrish quien parecía insidioso.
—Para mí, significa que la vida se convierte en algo más bello y
valioso una vez que somos verdaderamente conscientes de que
vamos a morir. Sin embargo muchos de nosotros no llegamos a
comprenderlo hasta que un doctor o la persona que sea nos dice que
estamos en fase terminal, pero ya es demasiado tarde, porque para
entonces lo único que sentimos es miedo —dijo German.
Danielle añadió con gran entusiasmo:
—Es como ir de crucero sin salir del camarote en ningún momento
y, solo cuando el crucero ha finalizado y el barco está atracando, por
fin sales a cubierta y ves lo bonito que es. —Después de pronunciar
esas palabras, se sintió avergonzada por su repentino arrebato, pero
era precisamente el tema sobre el que había estado leyendo y al que
había estado dándole vueltas durante los días posteriores al
accidente.
Parrish se sintió decepcionado.
—Eso es completamente falso. Ninguna de las dos tiene ni idea de
lo que está diciendo. —Y bajó los escalones en dirección a la acera.
Sintiéndose enfadado, dirigió su mirada a una de las mujeres y
luego a la otra.
—No saben lo cerca que han estado de... —Su voz se iba
debilitando mientras se rascaba la mejilla—. El perro, casi me olvido
de él. —Tras levantar la mano izquierda, chasqueó los dedos.
A veinticinco bloques de distancia, Piloto se quedó paralizado,
pero no por voluntad propia. Había estado trotando sin parar,
mientras continuaba huyendo del hombre medio muerto, medio vivo,
pero paulatinamente comenzaron a dolerle las patas, lo que lo
ralentizó considerablemente. No obstante, avanzaba a un ritmo
bastante enérgico, hasta que algo le obligó a parar en seco.
A continuación, el perro fue elevado a aproximadamente seis
metros del suelo y lanzado hacia atrás en la dirección en la que había
venido. Tras luchar contra esto con todas sus fuerzas comprendió que
ya no había nada que hacer para resistir. Se encontraba atrapado por
una fuerza mucho mayor, miles de veces más fuerte que él. Piloto
estaba completamente indefenso y en ese momento supo con certeza
que estaba a punto de morir.
Volvió a toda prisa hacia el edificio de apartamentos de Ben
Gould, a tal velocidad que no tardó más de seis o siete minutos en
llegar. A medida que se aproximaba, su cuerpo iba cayendo cada vez
más y, al llegar a las escaleras en las que German se encontraba
sentada, las patas de Piloto rozaban el suelo. Cuando se detuvo, miró
a su alrededor aterrorizado y vio a las dos mujeres y, más tarde, la
espalda de Stewart Parrish mientras se alejaba.
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Media hora después, el niño dijo que tenía hambre, así que German le
preparó un gran bocadillo de mantequilla de cacahuete. Se acordó de
hacerlo con pan blanco y de quitarle la corteza, ya que a Ben no le
gustaba. Había también una lata de refresco de zarzaparrilla al fondo
del prácticamente vacío frigorífico, porque a Ben le había gustado
durante toda su vida, así que se la ofreció al niño también.
Todos se sentaron alrededor de la mesa de la cocina, mientras las
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—Imagínate que esta fuese una parte de mí que una vez regalé
cuando estaba asustada. La cogieron, la modificaron y la devolvieron
con este aspecto. —E indicó con la barbilla el lugar donde la criatura
había estado tumbada—. Cuando eso empezó a morir, de repente le
vi el corazón a través de su cuerpo y lo reconocí como algo que una
vez formó parte de mí, pero que más tarde regalé. Luego lo
transformaron en el corazón de un monstruo, a quien luego enviaron
a por mí.
Con exasperación, German negó con la cabeza.
—¿Cómo sabes eso? ¿Por qué sabes esas cosas? La expresión del
rostro de Danielle era limpia y serena y, transcurrido un momento,
dijo:
—A través de la piel le vi el corazón, que latía cada vez más
despacio. En cuanto lo vi, supe que ese corazón había formado una
vez parte de mí, así que metí la mano y lo cogí. —Y se tocó la región
baja de la espalda, que era el lugar donde el corazón se encontraba
en ese momento—. Siempre que encuentras y reconoces las piezas
perdidas, puedes recuperarlas.
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sacó de la cama.
Ling no creía que se tratara de una buena táctica, pero se
mantuvo en silencio.
Cuando el chucho se levantó, Ben se colocó a cuatro patas para
mirarlo a los ojos.
Ling estaba preparada para oír como Ben reprendía a Piloto, pero
cuando habló, no entendió ni una sola palabra de lo que había dicho,
y sin embargo parecía que el perro si lo había hecho, porque se puso
tenso y comenzó a mover la cola con furia. Una vez que Ben hubo
terminado de hablar, el perro salió corriendo de la habitación en
dirección a la entrada y a la puerta principal.
—¿Qué le has dicho? ¿En qué idioma estabas hablando?
Ben se levantó y pasó junto a ella.
—En lobuno.
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de otras personas, como había hecho el día que vio a German por
primera vez y supo cuántos años viviría.
—Entonces, ¿qué está pensando? ¿Por qué no va a contestar a
nuestras preguntas?
—Porque está intentando averiguar la forma de salvar a Danielle.
—Ling le había mentido, pues no deseaba que German se sintiera aún
más triste de lo que ya se sentía, pero la cruda realidad era que
desde que él había vuelto esta última vez, Ling era completamente
incapaz de leer su mente.
Sí, era un sueño hecho realidad que pudiera ahora comunicarse
con German, pero esa no era su misión. ¿Cómo iba el fantasma a
ayudar a Ben si ahora sabía menos que su ex novia de lo que pasaba
por su cabeza?
—Si eres un fantasma, ¿cómo es que puedo verte? ¿Y por qué
entiendo lo que dice Piloto?
Al oír su nombre en voz alta, el perro se giró para comprobar si
German necesitaba algo.
Ling tampoco sabía las respuestas a esas preguntas, aunque
podía adivinarlas e intentar parecer convincente.
—Desde que Ben se negó a morir, han estado ocurriendo cosas
cada vez más extrañas, tanto a él como a su entorno, que no dejan
de cambiar. Nada en su mundo es ahora permanente ni estable. El
hecho de que ahora puedas verme y que entiendas lo que dice tu
perro puede cambiar mañana. Es como si todos nosotros
estuviéramos dentro de su campo de acción, aunque es inestable.
Todos los cambios que experimente nos afectarán a nosotros.
A escasa distancia de las mujeres, Ben le dijo a Piloto:
—¿Sabes lo que tienes que hacer cuando lleguemos allí?
El perro no dijo nada.
—¿Piloto?
—He pensado que era una afirmación y no una pregunta —
masculló el perro sediciosamente.
Al comprender el descontento del animal, Ben dijo de una forma
más suave:
—Lo haría yo solo y permitiría que te quedaras en casa, pero no
sé cómo hablar con los verzes.
El perro permaneció en silencio, pero entonces decidió que quería
decir algo.
—Puede que haya monstruos por allí, ya sabes.
Ben solo pudo asentir.
—Puede que haya monstruos, asesinos y otros seres mortíferos
pero, a pesar de ello, sigues queriendo que te acompañe. No me
importan los motivos que tengas, simplemente no me parece justo.
Soy demasiado mayor. Pensaba que éramos amigos.
—Venga, Piloto, eres el único de aquí que puede hablar con los
verzes.
—¿Acaso ella no puede? —Ambos sabían que Piloto se estaba
refiriendo a Ling.
Inclinándose, Ben bajó el tono de su voz para que solo el perro
pudiera oírlo.
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distancia.
Una niña pequeña, que estaba sentada justo enfrente de ella, dejó
el vaso de plástico en la mesa y dejó escapar un estruendoso eructo,
pero nadie prestó atención al ruido, ni siquiera Danielle, ya que
incluso ahora eructaba con gran intensidad cuando estaba sola,
especialmente cuando bebía refrescos con gas.
Danielle reconoció sus prendas de ropa y sus peinados, se
acordaba de los monederos que llevaban, de las muñecas que tenían
sobre sus regazos, de los títulos de los libros que estaban leyendo, de
un lápiz amarillo que tenía una goma en la punta con la forma de un
grueso y divertido payaso, de un barato walkman de color marrón con
auriculares negros que había tenido hacía algunos años y en el que
sonaban una y otra vez las cintas de Chely Wright, pues era la música
que encajaba a la perfección con el desengaño amoroso que había
sufrido en aquel período de su vida.
Vio a una mujer con una bata de baño de seda negra, y con la
cabeza envuelta con gruesas vendas de color blanco, que le daban el
aspecto de una especie de capullo macabro. Las vendas le cubrían los
ojos y la nariz hasta la altura de los orificios nasales. Esa mujer
vendada comía lentamente y se llevaba el tenedor a la boca con
sumo cuidado. Danielle había comprado esa bata de baño negra en
un establecimiento de Victoria's Secret para impresionar a su novio
justo antes del accidente, y era una de las prendas más caras que
había tenido nunca, aunque se la robaron de la habitación del hospital
justo antes de que le dieran el alta. Una niña muy pequeña, que se
encontraba de pie a escasa distancia de esta mujer con toga de
aspecto misterioso, miraba boquiabierta a aquella momia de negro
mientras masticaba.
Danielle continuó comiendo su deliciosa comida bajo la cálida
llovizna, mientras alternaba su mirada entre las diferentes versiones
de ella misma. Tras tranquilizarse, comenzó a escuchar con atención
las conversaciones que el resto de las mujeres mantenían. Alguien
contó el viejo chiste del ginecólogo y la berenjena, el cual le
encantaba, aunque lo había olvidado hacía muchos años y, cuando
llegó al final del chiste, lo hizo exactamente igual que ella solía
hacerlo siempre que lo contaba. Junto a ella, otra Danielle hablaba de
que su novio necesitaba un coche nuevo y que se estaba planteando
seriamente comprar un Subaru, que era el coche en el que iba
cuando el avión tuvo el accidente muy cerca de ella. Danielle
escuchaba, observaba y comía.
Muy pronto, demasiado para su gusto, comenzó a escuchar cosas
que habría preferido no oír, mentiras, historias que sabía que no eran
ciertas, pero que había contado de todas formas, excusas que había
inventado para justificar sus decisiones equivocadas, su mal
comportamiento o su mal humor. Se encontraba rodeada de varias
versiones de ella misma en distintas épocas de su vida. La mayoría de
estas mujeres y niñas eran imperfectas, inseguras, mediocres y no
especialmente valientes. Prácticamente todas ellas soñaban con
tener una vida de princesa, pero en sus corazones sabían que eso no
ocurriría nunca, sencillamente porque no la merecían. Danielle Voyles
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—Me da igual.
—Esa no es una repuesta.
—Me da igual.
En respuesta a su contestación, la gemela deslizó violentamente
la mano por la mesa, y el plato con el pastel salió despedido para
caer al suelo a cierta distancia.
—¡Oye!
—Despierta. No me estás entendiendo. Mira a tu alrededor, boba.
Toda tu vida está aquí delante de tus ojos, pero no has mostrado ni
un ápice de curiosidad por ella. Has contestado a sus preguntas, pero
tú no has hecho ninguna, ni tan siquiera una. ¿Cómo puedes ser tan
indiferente ante tu propia historia?
Sintiéndose ofendida, Danielle disparó:
—¿Y qué se supone que debo preguntar, eh? ¿Qué se supone que
debo preguntarle a ella? —Y, con un giro de muñeca, señaló al azar a
la adolescente que continuaba sentada sola leyendo un libro.
Tras dirigirse a la chica que estaba con el libro, la gemela le
preguntó si podía unirse a ellas un momento. Una vez que la chica
hubo cerrado el libro con un brusco suspiro, dijo: «De acuerdo», y
cuando las tres estuvieron juntas, la gemela le formuló a la chica
varias preguntas triviales acerca de ella. Ella contestaba, pero era
evidente que lo único que deseaba era volver a su libro y estar sola.
—¿Y cuál ha sido el peor sueño que hayas tenido nunca? ¿Te
acuerdas?
La chica se animó ante la pregunta, pero parecía que le costara
hablar a un ritmo normal.
—Sí, perfectamente. Tuve un sueño cuando era pequeña que fue
tan impactante que aún lo recuerdo. Soñé que sufría un accidente de
coche, bueno, no era un accidente de coche, porque en realidad lo
que ocurría era que conducíamos por una carretera cuando de
repente un avión se estrelló en un campo que estaba muy cerca.
Volaron un montón de cosas en nuestra dirección y una de ellas
impactó contra con mi cabeza. Era como si estuviéramos siendo
víctimas de un ataque. Me quedé hecha una mierda.
Danielle miró con incredulidad a la adolescente, luego a la otra
mujer, y repitió lo que acababa de oír, sencillamente para comprobar
si había oído bien.
—¿Soñaste que ibas en un coche cuando un avión se estrellaba
cerca de donde estabas?
—Sí, y un fragmento del avión impactaba aquí. —La chica se
señaló la sien.
Danielle miró a su gemela, ignorando a la niña por completo.
—¿Es esto verdad? ¿Soñé con el accidente cuando era pequeña?
La gemela asintió con la cabeza.
—Por eso te he dicho que deberías haber estado haciéndoles
preguntas a todas.
—¿Soñé con el accidente?
—Hasta el último detalle.
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—Algo va mal.
—Y ahora nos viene con esas.
Los tres se encontraban de pie en la acera situada enfrente del
bloque de apartamentos de Danielle Voyles. Piloto había estado con
ellos hasta escasos minutos antes, pero luego se marchó a deambular
por ahí.
—Ben, esto ha sido idea tuya. Dijiste que podía tener problemas y
ese es el motivo por el que hemos acudido aquí. Ahora dices que algo
va mal. ¿Qué se supone que debemos hacer? ¿Entrar y comprobar si
está bien o no?
—Estoy diciendo que algo va mal. Hay otra cosa que va mal. Ni
siquiera sé si está allí ahora. Mientras nos dirigíamos hacia aquí,
estaba seguro y sabía que teníamos que ayudarla, pero ahora no lo
sé. Puede que ese sea el motivo por el que pensé que tenía
problemas. Algo ha cambiado, algo es diferente.
—Genial, eso nos sirve de gran ayuda: «Algo es diferente».
—Olvida tus sarcasmos durante un momento, ¿vale, Ling? Déjame
averiguarlo.
Ella comenzó a caminar hacia la puerta.
—Si verdaderamente tiene problemas, estamos perdiendo el
tiempo. Yo voy a entrar para ver qué pasa.
Ben la cogió del brazo y la detuvo.
—Esa no es una buena idea. Ya no puedes hacer lo que hacías
antes, y entrar ahí puede resultar peligroso.
—¿Y qué podría ocurrir? ¿Puedo morir? —dijo el fantasma con
sorna.
Sujetándola todavía del brazo, Ben le dio un pellizco.
—¡Ay! —Ling apartó el brazo y se lo restregó—. ¿Estás loco? ¿Por
qué has hecho eso?
—Para mostrarte cómo es el dolor, para que veas que ahora
también lo puedes sentir. Sí, Ling, podrías morir, y es probable
también que tu muerte fuera tremendamente dolorosa. ¿Sabes
adonde van los antiguos fantasmas que se han convertido de nuevo
en humanos cuando mueren? Yo no. ¿Te lo han dicho antes de que
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vinieras aquí?
—¿Ben?
Él ignoró a German y continuó mirando a Ling para asegurarse de
que había entendido lo que le acababa de decir.
—Ben.
—¿Qué?
—Mira. —German estaba señalando con el dedo hacia la acera,
donde se encontraba Piloto de pie junto a otros dos perros, dos gatos
y lo que parecían varias ratas de gran tamaño bajo una farola.
Parecían estar deliberando.
El grupo de animales se disolvió y comenzó a dirigirse hacia ellos,
pero a unos metros de distancia, cambiaron de dirección y se
marcharon hacia el bloque de apartamentos. Piloto pasó muy cerca
de ellos, aunque no dijo nada, ni siquiera los miró, pero cuando hubo
llegado prácticamente a la puerta principal, se detuvo, dio la vuelta y
regresó. Entonces le dijo a Ben:
—Vamos a entrar para echar un vistazo. Ese lugar es ahora muy
peligroso para los seres humanos. Esperad aquí hasta que volvamos.
—Piloto...
El perro se giró y se alejó trotando.
Todos los animales eran del vecindario, por lo que conocían muy
bien el bloque de Danielle. En primer lugar, las ratas fueron a la parte
de atrás y entraron a través de un ventanuco del sótano, que
llevaban utilizando mucho tiempo y, una vez que todas entraron, los
gatos fueron los siguientes.
Piloto permaneció a medio camino entre el jardín delantero y el
trasero para asegurarse de que entraban en el edificio, algo que se
llevó a cabo sin problemas, y luego comenzó a ladrar para indicar a
los demás que podían proceder. Mientras permanecían de pie en el
jardín delantero, en concreto, debajo de una ventana abierta de la
planta baja, los otros dos perros comenzaron a pelearse, con tal jaleo
y ferocidad que hicieron que pareciera que realmente intentaban
matarse el uno al otro, pero si uno se acercaba, podía darse cuenta
de que su bravuconería era fingida; en realidad no se estaban
haciendo ningún daño.
Al poco tiempo, el casero del edificio abrió la puerta principal y
salió corriendo blandiendo una escoba en las manos.
—¡Salid de aquí, chuchos! ¡Alejaos de mi edificio!
Los perros se acercaron a la calle, pero no dejaron de pelear, a
pesar de que el casero estaba intentando separarlos con la escoba.
Cuando Piloto estuvo seguro de que el hombre dirigía toda su
atención hacia otro lado, el perro se coló en el edificio a través de la
puerta que permanecía abierta.
Los gatos y las ratas tienen una forma diferente de pensar. Las ratas
son mucho más listas, pero también horrorosamente glotonas, y
pueden distraerse con cualquiera de sus necesidades más
inmediatas, por el contrario, generalmente los gatos tienen una visión
más distante de las cosas, dejan de comer en cuanto están saciados
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y, cuando algo los aburre, se alejan sin dudarlo y sin preocuparse por
los sentimientos de los demás. No son diplomáticos y no soportan a
los imbéciles. A los felinos la vida les parece divertida y lastimosa a
partes iguales, algo que tampoco consideran contradictorio. ¿Acaso
no es posible sonreír y suspirar al mismo tiempo?
Cuando las ratas entraron en el sótano del edificio de Danielle, la
primera cosa que buscaron (aunque nunca lo habrían admitido) fue
algo de comer y, a pesar de lo que le habían prometido a Piloto, se
mantuvieron fieles a su ratería: primero comer, y luego investigar.
Llegaron al suelo del sótano olfateando en busca de un tentempié, y
no de Danielle Voyles. Habían estado en el edificio hacía solo unos
días, pero sabían, por su prolongada experiencia como recolectoras
de comida, que siempre existía la posibilidad de que jugosos bocados
se hubieran caído, olvidado, desechado o quedado atrás durante el
período transcurrido desde su última visita.
Para cuando las ratas hubieron recorrido hasta el último rincón del
sótano en busca de alguna delicia, los gatos ya estaban en las
escaleras de la planta baja. Con anterioridad, cuando todos los
animales estaban hablando juntos en la calle, las ratas habían dicho
que, por lo general, este casero solía dejar la puerta del sótano
entreabierta para que su gato pudiera entrar y salir, y que el hombre
detestaba a los perros, por lo que seguramente una gran y
escandalosa pelea de perros en su jardín principal lo haría salir del
edificio.
Tanto las ratas como los gatos tienen un sentido del olfato poco
común, que utilizan con fines muy distintos. Las ratas tienen «los pies
en la tierra» y son rastreadoras prácticas, olfatean el aire solo para
detectar un peligro inminente, comida o un posible compañero. El
presente les basta y es lo único que les importa. Si un macho está
excitado y desea a una determinada hembra que acaba de parir, se
comerá a sus crías y así resolverá el inconveniente. Para una rata la
vida es dura. Acostúmbrate, utiliza tu olfato para descubrir lo
importante, cógelo y luego sal de allí porque todos los demás te odian
y quieren que te vayas. Ningún animal huele mejor el peligro o la
amenaza que una rata.
Piloto sabía esto cuando los convocó para pedirles ayuda; sin
embargo, era además consciente de que tenía que complementar su
pragmática estrechez de miras con el esteticismo de algunos poetas,
motivo por el que llevó a cabo una llamada a todas las unidades para
los gatos que se encontraran en el vecindario y que estuvieran
dispuestos a ayudar. Los gatos huelen el aire de la misma forma que
los catadores profesionales prueban el vino. Sorben pequeños tragos,
luego los saborean a conciencia y, solo después de haberlos analizado
detenidamente, los exhalan. Ambas especies de animales pueden
oler y distinguir los numerosos y diferentes elementos que contiene
una porción de aire, y sin embargo, a las ratas no les interesa llevar a
cabo esas distinciones, si estas no tienen como resultado una
recompensa inmediata. Los gatos se toman los aromas individuales
tan a pecho que, en ocasiones, fingirán estar limpiándose a fondo
cuando, en realidad, están tomándose su tiempo para reflexionar
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Resultó ser la más callada. Siempre suele ser así, ¿no es cierto? La
chica tranquila que estaba sentada sola en el extremo de una de las
mesas de picnic leyendo un grueso libro en rústica, y que había
soñado con el accidente muchos años antes de que tuviera lugar.
Danielle volvió a acercarse a ella y le volvió a preguntar si tenía
alguna pregunta acerca de su vida en el futuro. La lectora
adolescente cerró el libro, dejando un dedo dentro, y contestó que no,
algo que a Danielle le sorprendió, pues todas las demás habían tenido
al menos unas cuantas percepciones y preguntas apremiantes acerca
de su vida en común, pero ella no. Estaba claro, por la expresión de
su rostro, que no deseaba hablar acerca del futuro, formular
preguntas acerca del mismo, ni saber más de lo que ya sabía. El único
motivo por el que en ese momento había dejado de leer había sido el
de mantener los buenos modales, pero no porque sintiera curiosidad
(como el resto de Danielles) por saber qué le deparaba el futuro.
—¿No hay nada que quieras saber? ¿No tienes ninguna pregunta?
—No.
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En el exterior del edificio, las dos mujeres esperaban con cierto temor
y sin saber qué hacer. Ling era consciente de que, sin sus poderes,
poco podía hacer para ayudar, algo que no sabía si la irritaba o la
llenaba de júbilo. En cierta forma, ahora todo era nuevo para ella
porque era solo humana, y ese hecho la llenaba de júbilo.
De repente, se abrió de golpe la puerta principal del bloque de
apartamentos y Ben salió corriendo hacia ellas. Por la forma de
moverse, ambas creyeron que pasaría por su lado y continuaría calle
abajo, al igual que habían hecho los animales, pero no lo hizo y, tras
aproximarse a ellas a toda velocidad, agarró a Ling de un brazo y tiró
de ella para que lo siguiera.
—Venga, vamos.
—¿Qué? ¿Qué estás haciendo?
—Tienes que venir conmigo, Ling. Ahora mismo. —Y tras titubear,
le dijo a German—: Pero tú tienes que quedarte aquí. No sé lo que va
a ocurrir ahí dentro, así que, por favor, espera aquí hasta que
vengamos a por ti.
—Vete a la mierda, Ben. Yo también voy. Vamos. —German
comenzó a moverse, sin esperar la respuesta de Ben.
Ben había vivido con ella el tiempo suficiente como para
reconocer cuando el tono de su voz, así como su lenguaje corporal
indicaban: «No insistas». Con bastante regularidad, German Landis
les había dado una buena a su hermano y su hermana cuando eran
niños. No era una persona con la que se pudiera discutir, cuando
estaba enfadada o segura de tener la razón.
El ex fantasma observó su intercambio de palabras y se enamoró
aún más de German. ¡Qué seguridad en sí misma! Incluso Ling estaba
dudando si entrar o no en el edificio, ahora que no tenía poderes ni la
más remota idea de lo que estaba ocurriendo allí, y sin embargo,
German no. Qué ímpetu, una mujer todoterreno.
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no. Danielle supo quién era desde el primer segundo que lo vio.
—Hola, Ben.
—Hola, Danielle.
—Dexter, este es mi amigo Ben Gould.
—Encantado de conocerle. —Los dos hombres se estrecharon la
mano, pero el apretón de Dexter fue diez veces más fuerte de lo
normal. La intención del chico era demostrar a todas las personas que
conocía que se trataba de un tipo duro.
—¿Cómo me has encontrado? —preguntó Danielle con un tono de
voz bajo y tranquilo. A ella no pareció sorprenderle lo más mínimo
verlo en su mundo.
Ben solo dijo:
—Me lo he imaginado.
Ella sabía que podía saltarse algunos capítulos de la conversación.
—Voy a quedarme aquí, Ben. Lo he decidido.
—No puedes.
—Sí que puedo, y lo sabes. Esto formaba parte del trato, ¿no es
así? Las personas como nosotros podemos ir al lugar de nuestras
vidas que queramos y permanecer allí. Nosotros decidimos.
—Danielle, no puedes. Hay demasiadas cosas en juego. Tienes
que volver.
Ella apretó los labios y miró para otro lado. Él tenía razón, pero ya
lo había decidido.
—No quiero, Ben. Ya no quiero esa vida. Vivo sola en un
apartamento pequeño y patético, y mi trabajo es el de una fracasada.
Todas las mañanas despierto con la esperanza de que sea sábado y,
¿sabes por qué? No porque haya planeado algo especial y maravilloso
para el fin de semana, sino porque puedo dormir más, lo que dice
mucho de mi vida, ¿no? Ya no la quiero.
—Esta... —Ella señaló a su alrededor con la mano abierta—.
Prefiero la vida que tengo en la mano que las miles que puedan estar
volando. ¿Entiendes de lo que te estoy hablando? Al volver la vista
atrás, el Dexter que está aquí era el amor de mi vida y, ahora que
caigo en la cuenta de ello, puedo apreciarlo más de lo que lo hice
entonces.
Al chico delgado que estaba sentado al otro lado de la mesa le
gustó oír que era el amor de su vida y se reclinó en su silla
sintiéndose un hombre feliz. No tenía ni idea de lo que pasaba entre
Danielle y ese tipo mayor, pero sus dos últimas frases fueron
suficientes para hacerle sentir orgulloso y en paz durante un tiempo.
Ante la frustración, Ben levantó el tono de voz.
—Pero lo estás haciendo al revés. Se supone que tienes que
quedarte con las experiencias que has tenido en la vida a fin de
utilizarlas para intentar ser mejor hoy y mañana.
Danielle negó con la cabeza.
—No, ya no. Ya he tenido bastantes días como hoy y como
mañana para saber que un día va a ser básicamente igual al
siguiente, y demasiados aún peores que los anteriores.
»Solo estoy siendo honesta, Ben. Sé que me conformaría con un
grado de felicidad medio: con un cinco en una escala de diez. Deseo
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ser amada, eso es todo. Eso es lo que quiero. Pero ayer no era feliz ni
me sentía amada, tampoco hoy, y existen escasas posibilidades de
que lo sea mañana.
»Así que, voy a ser realista y voy a quedarme con el pájaro que
tengo en la mano. Volveré al lugar en el que sé que era feliz y
sinceramente amada, y me quedaré allí. Me conformaré; lo acepto.
Además, volveré sabiendo que ningún momento de mi vida fue mejor
que aquella noche, lo que significa que podré valorarlo diez veces
más de lo que lo hice entonces.
Danielle estaba absolutamente en lo cierto, aunque eso no le
daba la razón. Ben necesitaba algo que la convenciera para volver al
presente y abandonar el pasado. Necesitaba algo para que Piloto
volviera del siniestro mundo en el que se encontraba. Necesitaba algo
que lo ayudara a saber lo que se suponía que debía hacer ahora con
toda esa nueva sabiduría y perspicacia que iba obteniendo a una
velocidad vertiginosa. ¿Cómo se puede saber qué hacer cuando ya no
dispones de más tiempo?
En una ocasión, su padre le había dicho que la vida era
profundamente injusta. Al nacer, te proporcionan un juego de mesa
muy complicado, pero sin instrucciones de cómo jugar, y tienes que
intentar averiguar las reglas por ti mismo. Al mismo tiempo, estás
obligado a jugar una vez. Si pierdes, estás sentenciado, y no puedes
decir: «Ay, soy principiante, ¿puedo volver a mover ficha?». No, no
puedes. No existen segundas oportunidades. Si tienes que averiguar
las reglas del juego tú mismo, al mismo tiempo que participas en el
juego de la vida, ¿cómo no vas a fallar?
Y a pesar de todo...
—Danielle, ¿recuerdas cuándo falleciste? ¿Recuerdas el momento
o cualquier otra cosa acerca de tu muerte?
—No. Solo de después de despertar de la operación.
—Igual que yo. Lo último que recuerdo es que me golpeé la
cabeza y lo mucho que me dolió. No recuerdo nada más hasta que
desperté en el hospital.
—¿De qué está hablando, Danielle? ¿Qué es todo esto acerca de
la muerte? —Dexter Lewis comenzaba a sentir frustración. Quería
saber qué estaba ocurriendo y en qué momento iba a largarse de allí
y a dejarlos en paz aquel tipo.
Ella agarró a su novio de la mano y dijo:
—Ben es amigo de mi padre de la iglesia. La otra noche, vino a mi
casa y comenzamos una gran conversación acerca de temas muy
trascendentales, ya sabes, la vida, la muerte y de lo que va todo eso.
Estuvimos charlando durante mucho tiempo y es como si
estuviéramos concluyendo ahora esa conversación. Dame solo un
minuto, Dex.
Ben esperó a que ella tranquilizara al muchacho antes de
continuar.
—Es probable que no recordemos todo porque carece de
importancia. Puede que no nos acordemos de los sueños de la noche
a la mañana siguiente porque ya no son relevantes...
Danielle lo interrumpió.
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—No, pero puedo viajar al lugar de mi vida que desee, viajar hacia
atrás y hacia adelante en el tiempo. Como, por ejemplo, trasladarme
aquí al restaurante junto a Dexter. ¿Puedes tú hacer eso?
—No, no como tú. —Ben recordó la ocasión en que Ling lo llevó de
vuelta a Crane's View.
—Es probable que nunca puedas hacerlo, Ben, quizá cada uno de
nosotros tenga poderes exclusivos.
Ben no había tenido en cuenta dicha posibilidad, pero tenía
sentido.
—¿De verdad te vas a quedar aquí? ¿No vas a volver? ¿Aunque te
necesitemos?
Ella cruzó los brazos por encima del pecho. Un lenguaje corporal
que no presagiaba nada bueno.
—¿Quiénes son los que me necesitan?
—Otros supervivientes como nosotros. Debe de haber más,
Danielle. Supongamos que tienes razón y que cada uno de nosotros
puede llevar a cabo hazañas diferentes. Si es así, deberíamos
permanecer unidos todavía con más motivo. —La idea parecía ridícula
y las palabras se le atragantaban, a medida que intentaba
convencerla. Solo podía pensar en los cómics que había leído de niño,
en los que los superhéroes siempre unían sus superpoderes para
vencer a los villanos que amenazaban a la humanidad en cada una de
las emocionantes aventuras mensuales.
De repente, le vino algo nuevo a la cabeza que le hizo ponerse
tenso, y su comportamiento cambió radicalmente.
—Pero ¿quién está en contra de nosotros?
—¿A qué te refieres?
—¿Quién no nos quiere aquí? ¿Quién intenta detenernos,
Danielle? ¿Conociste al hombre de la camisa naranja? ¿El vagabundo?
¿Quién era? ¿Quién lo envió?
—No lo sé, Ben. Venía a por ti, ¿te acuerdas?
—Sí, pero entonces, ¿quién era el niño pequeño que te persiguió
en mi cocina?
Ella se sorprendió.
—¿Sabes eso?
—Por supuesto. He estado en el interior de tu mente, ¿lo has
olvidado?
—Vale, entonces ya lo sabes: eras tú. Tú eras el niño pequeño.
Ben negó con el dedo.
—No, solo utilizó ese disfraz para que German le permitiera entrar
en el apartamento, y funcionó. Venía a por ti, Danielle, no a por mí. Te
dijo que te acercaras a la radio y buscaras esa canción especial. La
habrías encontrado muy rápido, pensando que se trataba de una
coincidencia, pero, al dejarla sonar, él se habría apoderado de ti. Eso
es lo que le dijo al verz, ¿no te acuerdas? Venía a por ti, y no a por mí.
—Entonces, ¿quién envió al verz que nos salvó en la cocina? —
preguntó ella.
Ben señaló el rostro de Danielle.
—Tú. Algo en ti sintió que había problemas en cuanto ese niño
entró en mi apartamento, y entonces llamaste al verz para que nos
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ayudara.
—Yo no lo hice.
—Sí que lo hiciste, o al menos una parte de ti.
Incrédula, ella se señaló el codo con el dedo.
—¿Qué parte? —Danielle señaló la rodilla y luego la nariz—. ¿Esta
parte? ¿O esta? ¿Cómo lo sabes?
—¿Quién es el enemigo aquí? ¿Quién desea detenernos?
—Eso ya lo has preguntado antes, Ben.
—Y lo vuelvo a preguntar ahora. ¿Sabes por qué? Porque somos
los buenos de esta historia. Existen partes de nosotros mismos que ni
siquiera conocemos que están trabajando para protegernos. Por eso
quiero saber quién es nuestro enemigo, y quién no desea que
vivamos y decidamos nuestros propios destinos.
»Considera los hechos: no fallecimos cuando se suponía que
debíamos hacerlo. Cuando ambos salimos del hospital, comenzaron a
ocurrir cosas extrañas, que cada vez lo son más. Un tipo malo con
una camisa naranja y un niño vinieron a por nosotros; y fantasmas y
verzes aparecieron para protegernos de ellos.
»Puedes visitar tu pasado como si de un Disneylandia personal se
tratara. Yo puedo entrar y salir de tu mente, como si dispusiera de
una entrada a ella, y puedo hablar con perros y entender lo que me
dicen.
—¿Perros?
Ben se rascó la cabeza.
—Sí, bueno, al menos con mi perro. Por cierto, ¿has visto ya la
niebla de color rosa?
—¿Qué niebla rosa?
Ben consideró si debía explicárselo, pero decidió que solo
conseguiría complicar más las cosas.
—No importa, ahora no es relevante.
Ella aceptó su decisión y comenzó a reflexionar a medida que
hablaba.
—¿Crees que tenemos ahora poderes especiales por no habernos
muerto cuando estaba programado?
—Estoy completamente seguro de ello. Mira a tu alrededor. Mira
dónde estamos. ¿De qué otra forma podríamos haber llegado aquí si
no tuvieses poderes?
—Y estás intentando averiguar quién intenta detenernos.
Ben asintió con la cabeza.
—Yo puedo contestarte a eso —dijo Danielle sin inmutarse.
—¿Puedes? ¿Quién?
—Es uno de los motivos por los que me quedo aquí y no vuelvo,
Ben.
—¿Quién es? ¡Dímelo!
Sobre la mesa, había un pequeño bolso negro de seda bordado, el
típico bolso muy femenino pero poco práctico, ya que era tan
pequeño que solo tenía espacio para guardar un bolígrafo, algunos
billetes y un paquete de tabaco. Danielle lo cogió y lo levantó de la
mesa. El bolso encajaba con el concepto de elegancia que tenía
cuando era adolescente. La noche de la cita con Dexter había sido la
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Piloto yacía panza arriba. Estaba sin aliento y el dolor le recorría todo
el cuerpo. El perro estaba tumbado jadeando y desorientado. En un
pequeño rincón de su mente, se sentía indignado por lo que había
pasado. ¡Ya era suficiente!
¿Por qué todo el mundo se cebaba con el pobre perro, si solo era
un actor secundario en esta historia? Piloto sabía que ese era su
papel, y lo aceptaba. Pero ¿desde cuándo se trataba a los actores
secundarios de una forma tan indignante? ¿Cuánto tormento había
planeado el universo para él?
Una vez que pudo volver a respirar con normalidad, Piloto se
colocó de costado y se levantó lentamente pero, al hacerlo, notó que
se había lastimado la pata delantera derecha y al ponerse de pie y
ejercer presión sobre ella, prácticamente se le torció por el dolor.
Perfecto. Sencillamente perfecto. Lo que le faltaba, cojear ahora.
Al dirigir su mirada hacia el vestíbulo, vio a las dos mujeres de
espaldas a él, junto a la puerta del apartamento de Danielle Voyles, la
cual continuaba abierta, así que se dirigió renqueando hacia ella y
entró en el apartamento.
Lo siguiente que percibió fue un intenso olor a comida china, que
por cierto le encantaba. Durante su difícil vida en la calle, una de las
primeras cosas que hacía cada día era hurgar en los cubos de basura
situados en el exterior de dos restaurantes chinos diferentes, y con
un poco de dim sum era un perro feliz. El apartamento de Danielle
despedía un fuerte olor a chop suey y a glutamato monosódico. Olía a
verduras recocidas y a arroz al vapor. Por lo demás, parecía un
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sus dedos:
—Ya lo sabía, Ling me lo contó.
—Vale, pues ya sabes que desde entonces me han estado
ocurriendo cosas extrañas, y Danielle me contó que a ella le estaba
sucediendo algo similar desde que sufrió el accidente.
—También lo sabía, Ben.
En ese momento, Ben quería tocarla, cogerle la mano con fuerza
mientras le decía lo más importante.
—Ling era yo, Stewart Parrish era yo, los verzes eran yo. Todo,
todas las locuras que han estado ocurriendo proceden de mí, de una
parte de mí, o han sido creadas por mí... de todo, yo soy el
responsable.
—¿Por qué? —preguntó German.
La simplicidad de su pregunta lo pilló desprevenido, y esas dos
palabras le sentaron como una patada en el estómago. Ben pudo
sentir como su mente se tambaleaba hacia atrás, intentaba agarrarse
a algo y recuperaba el equilibrio.
¿Por qué? ¿Se refería a por qué él? ¿O a por qué este disparatado
giro en el curso de los acontecimientos? Ben desconocía la respuesta,
solo sabía algunas cosas. Sabía que estaba vivo cuando debería estar
muerto, sabía que amaba a German Landis más de lo que habría
creído nunca y sabía que todas las cosas imposibles que habían
sucedido últimamente eran producto del hecho de haber sobrevivido
milagrosamente a la caída en la nieve.
—No sé por qué, German. Estoy intentando averiguarlo tan rápido
como me es posible, pero me resulta difícil. Podría mentirte, pero no
lo haré, ya no. No mereces que te mienta.
Ella señaló hacia la pierna de Ben, y este supo lo que ella quería
decir: «¿Cómo ha podido introducirse un verz en tu pierna y
desaparecer, después de comerse a Stewart Parrish?».
—¿Qué pasa con eso, Ben? ¿Sabes qué ha sido eso? —Antes de
que tuviera tiempo de contestar, ella le formuló otra pregunta—. ¿Y
sabes por qué de repente podemos entender a nuestro perro cuando
nos habla? ¿O por qué un fantasma se materializa, o...?
—Sí, lo sé.
—¿Lo sabes?
—¿Lo sabes? —preguntó Piloto.
—Sí, lo sé.
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Aunque ella sabía muy bien lo que acababa de ver, German tuvo que
preguntar.
—¿Qué es eso?
Ben le dirigió una sonrisa.
—Sabes mejor que nadie lo que es. Llevas hablando de ellos
desde que te conozco.
—Es un Ferrari. ¡Un Ferrari de Fórmula 1! —Ella se inclinó hacia
adelante para ver más de cerca la flamante máquina—. Nunca había
visto uno en persona.
—¿Quieres que te presente?
—No puedo creerlo, es de verdad. Es uno de verdad.
Un Ferrari de Fórmula 1 amarillo y rojo se encontraba aparcado en
la calle frente al bloque de apartamentos de Ben. La carrocería
estaba plagada de anuncios de los patrocinadores, y el coche parecía
una especie de chinche de agua gigante con manchas.
—Pasa de cero a ciento cincuenta kilómetros por hora en tres
segundos, pero lo que en mi opinión resulta aún más impresionante
es que reduce la velocidad de trescientos kilómetros por hora a cero
en solo cuatro segundos —dijo Ben.
—¿Cuatro segundos? No sabía eso. —No obstante, German
conocía bastante acerca de las carreras de Fórmula 1 porque cuando
vivían en Minnesota su padre y su hermano siempre habían sido
fanáticos de ese deporte, y había pasado numerosos y satisfactorios
domingos de su niñez viendo en televisión como estos monstruos
metálicos avanzaban a la velocidad de un rayo por las pistas de
carreras de lugares exóticos de todo el mundo: Monte Carlo, Kuala
Lumpur, Melbourne. De cero a ciento cincuenta kilómetros por hora
en tres segundos. Uno, dos y tres.
Como si de un espejismo se tratara, aquel sorprendente automóvil
estaba aparcado en la calle, donde parecía absurdamente fuera de
lugar, sobre todo al estar situado entre un pequeño Hyundai y un
Toyota Camry de color verde guisante. Un señor mayor que pasaba
por allí vio el coche de carreras rojo y, sin ningún disimulo, se volvió
para mirarlo. Ben, German y Piloto permanecían de pie juntos en la
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sema. El giro era demasiado lento para la música, pero era lo que su
cuerpo le pedía, así que se puso a ello.
Antes de cerrar los ojos para sumergirse aún más en la música y
en el torbellino, Ben dirigió su mirada a Stanley, quien lo observaba
todo desde el final de las escaleras con una amplia sonrisa en el
rostro. Tenía la botella de vino en una mano y un vaso en la otra, pero
ambos estaban vacíos. Se movía de lado a lado como una especie de
péndulo al ritmo de la música. La danza de Stanley. El ángel de la
muerte bailando, señoras y señores.
Ben cerró los ojos y comenzó a girar, pero rápidamente chocó con
alguien. El aliento. Antes de que tuviera tiempo de abrir los ojos, Ben
percibió el aliento de esa otra persona, y le resultó íntimamente
familiar, le recordaba mucho a algo memorable a la par que confuso,
por lo que mantuvo los ojos cerrados para concentrarse en el aroma y
averiguar de qué se trataba.
Al reconocerlo, dijo de manera espontánea:
—¡Es ful! —Ful medames, el plato de alubias que se come como
desayuno en Oriente Medio porque está delicioso, llena el estómago y
es muy barato: alubias, ajo, aceite de oliva, perejil y cebolla. Un plato
muy fácil de preparar y que a menudo resulta delicioso. El aliento de
quienquiera que estuviese de pie junto a él olía exactamente a ful.
Antes de abrir los ojos para comprobar de quién se trataba, Ben
recordó la última vez que había preparado el plato.
Fue en su primera cita con German Landis. Ben la había invitado a
ir a su apartamento para prepararle una cena. Se habían conocido
algunas noches antes en una biblioteca pública. Ella estaba sentada
sola en un sofá de la sala de lectura rodeada de libros acerca de
Egipto, entre los que se encontraba un gran libro de cocina de Oriente
Medio. German estaba preparando una lección sobre la cultura y el
arte egipcios para sus alumnos del séptimo curso. Tras observarla
desde lejos, Ben se sintió atraído por su aspecto y por el hecho de
que esa atractiva mujer estuviera leyendo libros de cocina de Oriente
Medio.
Tras armarse de valor, Ben se aproximó a ella y le preguntó si le
gustaba el ful. Ella lo miró fijamente y preguntó:
—¿Que si me gusta el ful? ¿De qué me está hablando? —Él señaló
el libro de cocina y dijo: «No, el ful», asumiendo que entendería la
conexión. Cualquier persona interesada en la cocina de Oriente Medio
debería saber qué era el ful, ya que era uno de los platos nacionales
más omnipresentes de esa región, como lo son los perritos calientes
en América o el escalope vienés en Austria.
Cuando la expresión del rostro de German pasó de mostrar
interés a mostrar reservas, Ben se las arregló para mantener la
conversación animada, describiendo exactamente lo que era el ful y
la primera vez que lo había probado en uno de los barrios pobres de
Alejandría, Egipto. Ella le preguntó por qué había ido allí, a lo que él
contestó que le encantaba la tetralogía El cuarteto de Alejandría, de
Lawrence Durrell, y que tras terminar de leerla frenéticamente, supo
que tenía que viajar a la ciudad para conocerla por sí mismo. En
particular, deseaba conocer su nueva biblioteca, que tenía el aspecto
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amar mis manos? Pero tienen sus propios motivos para hacerlo.
Debes aceptarlo y saber que el Ben que ellos conocen es diferente al
Ben que tú conoces.
»No te acuerdas, pero German te llamó una vez señor Spilke, ese
soy yo; era su profesor en el colegio. Te llamó por mi nombre porque
algo en ti le recordaba a mí, ese fue el motivo. Algo especial acerca
de mí que ella adoraba y vio también en ti. Y eso les ocurre a todas
las personas del coche: Todos nosotros estuvimos presentes en la
vida de German en algún momento. Había algo único acerca de cada
uno de nosotros que ella amaba, y ella vio esas mismas cualidades en
ti también.
—¿Por eso ella te ha reconocido antes y yo no?
—Sí. —Spilke volvió a mirar su reloj y le dio unos golpecitos para
dar énfasis.
Pero Ben no había quedado del todo satisfecho con la respuesta
del profesor.
—¿Cómo he podido llamarte para que vinieras si nunca te he
conocido?
—Tú no, pero German sí, ella nos conoce. Está intentando
entender qué te está ocurriendo, pero tu explicación no tenía ningún
sentido para ella, algo de lo que te diste cuenta, por eso le permitiste
que eligiera las partes de Ben Gould que pudieran explicárselo mejor,
y así lo ha hecho.
Ambos dirigieron su mirada a German y a su pareja de baile, que
permanecían de pie juntas. La mujer hablaba deprisa y movía las
manos continuamente para dar énfasis. German asentía con la
cabeza una y otra vez, en un intento por demostrar que se estaba
enterando de todo lo que estaba escuchando.
—¿Esa mujer soy yo? ¡Pero si no la he visto en mi vida!
Spilke extendió las palmas de las manos y entonces, lentamente,
las juntó.
—Ella no eres tú; es alguien que German conoció que comparte
una determinada cualidad contigo, Ben. Probablemente sea la
generosidad o la compasión, quizá una perspicacia para algo
específico. Puede que tú ni siquiera seas consciente de poseerla, pero
German cree que la tienes y eso es, en parte, por lo que te ama. Esa
mujer puede explicarle todo esto a German para que lo entienda.
Con indignación, Ben comenzó a contar con los dedos.
—Tú, Ling, Stewart Parrish, los verzes, esas personas de allí,
¿todos soy yo?
—De una forma u otra, sí. —Esto lo dijo una voz distinta. Ben se
giró hacia la izquierda y allí estaba Stanley el ángel—. Sabíamos que
esto ocurriría algún día, pero no cuándo ni cómo. El género humano
diría finalmente: «Deseo tomar mis propias decisiones. Quiero
controlar mi propio destino. Cómo viviré cuando muera y qué haré
con mi vida. Sin influencias ni controles externos, sin que nadie me
diga lo que tengo que hacer, sin interferencias de tipo deus ex
máchina, sin nada».
»Al final, el género humano crece y abandona la casa de los
padres. Sinceramente, después de todos estos milenios, no sabíamos
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si ocurriría alguna vez, pero ahora ha ocurrido y tú has sido uno de los
primeros en experimentarlo, Ben.
»Comenzó hace una década en Perú con un bebé, por extraño
que parezca. Se suponía que el bebé iba a morir al nacer, pero no lo
hizo. Más tarde hubo un adolescente en Albania que fue tragado por
el mar, donde permaneció tres días durante una tormenta de
invierno, pero que no se ahogó. Ambos estaban programados para
morir, pero no lo hicieron. Desde entonces, el número de casos ha ido
creciendo exponencialmente. Todos los seres humanos reclaman sus
vidas, sus destinos y sus muertes. Yo digo «¡Aleluya, ya era hora!».
—¡Me has mentido! —dijo Ben, pero era Ling la que hablaba
desde alguna parte de su interior y, por el momento, Ben no podía
controlar dicha voz. Se sentía como el muñeco de un ventrílocuo.
El ángel parecía avergonzado.
—Lo siento, Ling, pero era necesario. No he podido contarte antes
la verdad, porque no era el momento apropiado. Ben tenía que
descubrir primero determinadas cosas por sí solo. Imagino que
puedes entenderlo.
—¡No, no puedo! Me dijiste que todo esto se debía a un problema
técnico del sistema informático. Me preguntaste si podía regresar
aquí para ayudarlo...
Stanley levantó una mano para que se callara.
—Sé lo que te dije, Ling, pero la mentira era necesaria. Ben es la
suma de todas sus partes, al igual que el resto de los seres humanos,
y es más importante que tú, puesto que tú eres solo una de dichas
partes.
Pero a Ling la explicación no le bastaba.
—¡Y también me has mentido acerca de eso! Me dijiste que yo era
un fantasma...
—¡Maldita sea, Ling! Claro que eres un fantasma, pero eso es solo
una de las fracciones de Ben. Hasta hace poco, los fantasmas existían
para resolver los asuntos que las personas dejaban pendientes
después de morir, pero si estas optan por no morir hasta haber
solucionado por ellas mismas dichos asuntos pendientes, los
fantasmas dejan de ser necesarios.
—Entonces, deberías al menos tener las agallas o la cortesía de
admitir que eres un embustero y que me has utilizado.
Los ojos de Stanley se volvieron a convertir en enormes y feroces
fuegos artificiales, como la noche en el teatro, cuando Ling rechazó
su oferta de palomitas.
—Ten mucho cuidado con lo que dices, fantasma. No olvides
quién soy.
—Sé muy bien quién eres, pero ya no me das miedo. Eres un
embustero y un falso, Stanley; un embustero y un falso.
Atrapado sin poder hacer nada en medio de aquel fuego cruzado,
Ben levantó las manos, en un intento por decir que esas no eran sus
palabras y que él no tenía nada que ver. Los anaranjados y coléricos
ojos de Stanley, con el tamaño de dos yoyós, eran una prueba
bastante concluyente de que el hombre era quien decía ser y, por
tanto, Ben Gould no deseaba causarle una mala impresión.
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curiosidad por saber de qué estaban hablando los dos, sobre todo, a
medida que la multitud se aproximaba.
Y entonces, llegó por fin.
—¡Hola! —dijo alguien con un hosco tono de voz desde el centro
del grupo.
Ben y Danielle lo ignoraron.
—¡Hola!
Ben levantó la cabeza, pero la expresión de su rostro era
imperturbable. Por los meses que había convivido con él, German
sabía cuándo estaba tranquilo y cuándo estaba triste, y todo indicaba
que continuaba estando tranquilo.
—¿Sí? ¿Qué quieres? —dijo él.
—¡Hola, mamá! —gritó alguien, y entonces se oyeron risas en la
multitud.
—Venga, ¿qué queréis? Tengo cosas que hacer. —El tono de su
voz mostraba impaciencia e irritación. A German le impresionó que
una situación tan alucinante pudiera emplear ese tono. Si ella hubiera
estado en su pellejo, estaría muerta de miedo.
—Oooh, tiene otras cosas que haceeeer. Es un tipo importante. Un
chico muy ocupado.
—Dejad de perder el tiempo, ¿qué queréis? —El tono de voz de
Ben sonaba exactamente igual que antes. No mostraba nerviosismo,
sino firmeza e impaciencia.
—Una cosa está clara, Ben, muchacho: no queremos lo mismo
que tú.
—¡Eso es!
—¡Sí!
—¡Ajá...! —Era evidente que la multitud estaba de acuerdo con
respecto a ese tema.
Ben volvió a decirle algo a Danielle, quien se encontraba de pie
junto a él, ella le contestó y Ben asintió con la cabeza.
—Muy bien, ¿qué queréis?
Numerosas voces distintas se oyeron a la vez, pero ninguna se
distinguía. Era como si todo el grupo estuviera pensando en voz alta y
expresara sus pensamientos aislados.
—No os entiendo.
Un tipo regordete, sin nada de especial, dio unos pasos hacia
delante.
—¿Te acuerdas de mí?
Ben solo dijo:
—Broomcorn.
—¡Excelente! Eso es, Broomcorn. Pues sigo odiándote a muerte,
por si lo dudas. ¿Te das cuenta ahora de lo mejor que habría sido tu
vida si hubieras hecho lo que te dije que hicieras cuando tenías veinte
años?
»Y para que te enteres, Ben, yo he sido la persona a quien se le
ha ocurrido la idea de Stewart Parrish, por si te estás preguntando
algo acerca de él.
A diferencia de cuando ella se enfrentó a sus propias versiones
del pasado en el aparcamiento, Danielle estaba fascinada al ver que
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Él se mostraba incrédulo.
—¿Por qué no?
—Porque te odiamos, Ben, y no deseamos que te sientas bien.
Al gran grupo de personas que se encontraban de pie detrás de
ella, le gustó mucho esta frase, y muchas de ellas comenzaron a
aplaudir.
—¿Cómo podéis decir eso? ¿Cómo podéis desear algo así? ¡Sois
yo!
—Eso era en el pasado. Mañana continuarás con tu vida, pero
nosotros no. Somos el ayer.
Ben habló muy despacio, como si estuviera hablando con un niño
retrasado.
—Pero vosotros sois yo. Si vivo mañana, lo haréis también
vosotros.
Broomcorn, quien se había unido al grupo, negó con el dedo
índice y dijo:
—Cuando era nuestro turno de vivir, éramos tú al cien por cien,
pero ahora solo somos recuerdos y acciones del pasado, un miércoles
olvidado de cuando tenías veintiséis años. La mayoría de los
recuerdos son solo unas cuantas células de sobra en tu cuerpo: nada
especial ni importante. ¿Quién querría ser eso? Solíamos ser el todo
de Gould: el todo del Gould enfadado, el todo del Ben asustado y
marcado. Queremos volver a ser ese todo, pero como es imposible, te
haremos la vida imposible, sea cual sea la versión de ti que esté
viviendo el momento. Eso por descontado.
Antes de que Broomcorn tuviera tiempo de pronunciar otra
palabra, Piloto se aproximó corriendo a él y lo mordió.
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desde que lo oyera por primera vez, hacía años, cuando su entonces
propietario puso precisamente este tema de Neil Young.
El primer orgasmo de toda criatura la traslada a un nuevo grado
de placer, pero el solo de armónica de Neil Young de aquel día tuvo
exactamente el efecto contrario en el pobre perro. Estando
profundamente dormido, al oír las primeras notas por primera vez, se
levantó de un brinco, como si el suelo que tenía debajo de la panza se
hubiera incendiado repentinamente. De manera instintiva, el joven y
petrificado perro lanzó la cabeza hacia atrás y comenzó a aullar con
horror al ruido que arremetía contra sus pobres e inocentes orejas.
Durante el resto de su vida, la música de armónica siempre tuvo
el mismo y frenético efecto sobre Piloto: En el momento que lo oía,
quedaba paralizado, lanzaba la cabeza hacia atrás y pedía entre
aullidos a los dioses que por favor lo hicieran desaparecer.
Fuera quien fuese aquel al que se había ocurrido la estrategia de
ese día, debía de ser alguien especialmente sádico, porque en lugar
de permitir que la canción continuara después de que el solo de
armónica hubiera concluido, diabólicamente había preparado la
canción para que el dichoso solo sonara una y otra vez. Como un rayo
mortal de una película mala de ciencia ficción, la implacable armónica
volvió loco al perro, quien comenzó a emitir aullidos, que parecían
una mezcla del cacareo de un gallo al amanecer y los gritos de un
subastador de cerdos.
Gracias a Dios por el sexo. Justo cuando el endiablado solo de
armónica comenzaba su tercera vuelta, a pesar de sus aullidos, Piloto
volvió a oler a sexo una vez más. Tras entrecerrar sus vidriosos ojos y
agitar la cabeza en repetidas ocasiones, se las arregló para escapar
de este diabólico agarre de la música y continuar tambaleándose y a
trompicones por la acera. El olor a sexo logró que dejara a un lado la
música. El aroma de una perra en celo volvió a triunfar y provocó que
su cuerpo avanzara en su dirección, a pesar de que la armónica
asesina continuaba atacando. Cuanto más lejos llegaba, mayor era el
volumen de la música, como si esta fuera detrás de Piloto, pero aun
así se las arregló para escapar. Una distancia que en condiciones
normales le hubiera llevado solo cinco minutos recorrer, le llevó
quince, pero por fin la armónica se convirtió solo en un sonido de
fondo, mientras que la esencia de la hembra era devoradora.
Piloto caminaba prácticamente con normalidad cuando vio al
animal de color blanco al final del siguiente edificio, y a mitad de
camino de dicho edificio, tenía la suficiente claridad mental como
para reconocer que se trataba de un verz.
El animal de color blanco con oscuros garabatos en el cuerpo
habló con Piloto muy deprisa y con un tono de voz entrecortado:
—¡Has tardado bastante! Venga, vamos.
—Espera un minuto. ¿Qué ocurre? ¿Qué ha vuelto a ocurrir allí?
—Deberías saber la respuesta a eso. Estaban intentando evitar
que volvieras a reunirte con Ben y German, y casi lo consiguen.
Entonces Piloto cayó en la cuenta de que el olor que lo había
atraído hasta allí y que lo había salvado eficazmente había
desaparecido en ese momento.
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esperar algo más de un futuro que era tan poco fidedigno como el
hombre del tiempo y que no ofrecía garantía alguna de nada, aparte
de la certeza de una muerte final.
Tras haberse decidido, optó por volver primero allí para ayudar a
Ben Gould, pues sabía que él deseaba permanecer en el presente,
junto con su agradable perro y su agradable novia. Podía contarle
determinadas cosas que había descubierto en el picnic que podrían
servirle de utilidad. Sin embargo, Danielle no volvió porque admirara
el coraje o la decisión de Ben de quedarse para enfrentarse a los
imponentes retos que le esperaban, lo consideraba sencillamente una
opción, como elegir qué estilo de calzado comprar, la suya había sido
una opción distinta, pero ella no creía que ninguna de las dos fuera la
correcta o la equivocada, esas palabras tan poco fidedignas y, con
demasiada frecuencia, mal utilizadas.
Lo primero que preguntó al grupo al llegar fue:
—¿Dónde está el perro? —A lo que Ben contestó que Piloto había
salido corriendo detrás de una hembra. Durante un minuto, Danielle
no se lo creyó, pero no dijo nada y, cuando llegó el momento, hizo
aparecer como por arte de magia en la esquina del edificio a su verz,
a quien había mandado telepáticamente para que fuera a buscar al
perro y lo trajera volando. El animal blanco se alejó a la carrera, y
Danielle volvió a dirigir su atención a una conversación que no
llegaba a ninguna parte.
Escasos momentos después, vio como German se aproximaba e
intentaba entablar conversación con las personas que formaban la
gran multitud de versiones de Ben. Danielle no podía superar el
hecho de que cuando se reunió con las numerosos versiones de sí
misma en el picnic del aparcamiento, todas ellas se parecían a ella en
distintos momentos de su vida, pero por el contrario, estos Bens eran
una extensa variedad de formas, sexos y edades diferentes, de lo
que, por lógica, dedujo que la experiencia de cada una de las
personas sería distinta con respecto a esta parte de su aventura, si se
podía llamar así.
Ella observó como German hablaba con una mujer, que al final le
dio una bofetada en la cara. Pero, al presenciarlo, Danielle no se
movió, y tampoco lo hizo cuando el niño le arrojó una bola de barro a
German y esta pidió ayuda a Ben. Danielle tampoco hizo nada cuando
Ben se dirigió corriendo hacia su novia para protegerla de la
amenazante multitud.
Sin embargo, en el momento que Ben se encontraba lo
suficientemente alejado, como para no oírla, Danielle arremetió
contra los otros dos hombres que permanecían allí de pie, y les dijo
exactamente lo que pensaba de ellos, así como de lo que estaban
haciendo. No le llevó mucho tiempo y, cuando hubo terminado,
incluso Stanley, el ángel de la muerte, bajó la cabeza como haría un
estudiante al que acaban de pillar copiando, pues sabía que la
mayoría de lo que estaba diciendo era cierto.
Danielle señaló con dedo acusador a Spilke.
—Eres un perfecto imbécil que no ha aprendido nada. Continúas
queriendo que Ben haga las cosas a tu manera, incluso sabiendo que
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—No creo que lo haga. ¿Cómo está tu estómago, Ben? ¿No está
algo saltarín en este preciso momento? —Se trataba de una pregunta
cruel pero con efecto. Tweekrat era Benjamin Gould cuando se sentía
nervioso, furioso o asustado, Ben cuando su corazón latía
aceleradamente porque la vida lo retaba y le hacía exigencias. Por
desgracia, ese Ben tenía un estómago de poco fiar, que a menudo lo
traicionaba en los peores momentos, sobre todo cuando tenía estrés.
No podía evitar que ocurriera, y nunca había podido controlar esa
situación. Con frecuencia, cuando se enfadaba o se enfurecía, o
incluso cuando se sentía muy feliz, sufría retortijones, y más le valía
encontrar un aseo. Había sido así durante toda su vida, hecho que le
avergonzaba, sobre todo como hombre. Había invertido mucho
tiempo intentando encontrar la forma de preparase para ello o de
ocultar a los demás su vergonzosa debilidad. Para él, era una prueba
de los aspectos inmaduros, neuróticos, o incluso desestructurados de
su carácter. No le gustaba pensar así, pero lo hacía: Si fuera fuerte, si
fuera adulto, si fuera menos inseguro, entonces no me pasaría esto.
Hasta ese momento, la locura que estaba teniendo lugar a su
alrededor era tal que no había pensado en ninguna otra cosa. Sin
embargo, ahora que habían mencionado su estómago, sintió que
daba peligrosas sacudidas.
La multitud, el caos, el estómago, el ruido, la confusión, la
ansiedad por todo... Sintiéndose acosado en ese momento por todos
lados, Ben habló sin pensar, sus palabras procedían de algún lugar de
su interior que no conocía realmente, pero que podía sentir ahora con
gran intensidad. Un lugar correcto, un lugar de claridad y perspicacia
que había permanecido oculto y confuso hasta ese momento. Cuando
habló, supo con certeza que, aunque sus palabras estuvieran
completamente fuera de lugar, eran las correctas. Eran las únicas
sinceras que podía expresar en esta calamitosa situación.
Dirigiendo su mirada a este hombre, su némesis, su enemigo, las
peores cualidades de Benjamin Gould: pobre de espíritu,
autodestructivo, poco fiel sobre todo consigo mismo, semirealizado,
pero nunca lo suficiente, semimotivado, pero nunca lo suficiente,
optimista, pero con demasiada frecuencia indefenso cuando llegaba
un momento de crisis... Enfrentándose a él, Ben solo le dijo a este
hombre, así como a la multitud:
—Ayudadme.
Ben miró fijamente a los ojos del otro (justo al centro de sus
peores cualidades) y repitió esas palabras claramente, por si su
contrincante no había oído su súplica.
—Ayudadme. Sé que nunca os marcharéis, independientemente
de lo mucho que deseo librarme de vosotros, no puedo. Ahora lo sé.
»No sois mis amigos, ni lo seréis nunca. Simplemente coincide
que vivimos en la misma casa. Deseáis que me sienta confundido y
asustado, o enfadado y débil, y lo acepto, porque sois yo tanto como
el resto de mis partes.
»Pero ahora os estoy pidiendo desde lo más profundo de mi
corazón, nuestro corazón, que me ayudéis. Ayudadme a manejar la
situación y a salir airoso de ella.
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«Fido» es un nombre común de perro en lo EE.UU. por haber sido el perro de
Abraham Lincoln.
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la oportunidad de ver algo así: ¿una persona que tiene una reunión
consigo misma? Voy a ser testigo de un hecho histórico.
De repente, a Ben le pareció oír algo, y luego le dijo al ángel, con
el mayor tacto posible:
—Ling dice que no estás invitado. Dice que sabe que eres un
asqueroso embustero y que no va a cocinar para ti.
—¿Y si lo incluyo en mi lista de invitados? ¿Permitiría que viniera?
—preguntó German.
A Ben y a su fantasma les volvió a enternecer la suave diplomacia
y amabilidad natural de German, lo que solo hizo que la amaran aún
más. En algún lugar del interior de Ben, Ling puso una mueca de
exasperación completamente desesperada y apretó los labios, antes
de decir entre dientes: «Bueno, vale, él también puede venir».
La ciudad estaba siempre muy tranquila a esa hora del día, por lo que
cuando el operador de la policía recibió una llamada por un disturbio
que estaba teniendo lugar en un supermercado, pudieron enviar
rápidamente una unidad para que fuera a investigar. Los dos
veteranos del coche patrulla no esperaban encontrar gran cosa. El
operador había contado algo acerca de que unas personas se estaban
arrojando alimentos entre sí en el interior del supermercado. Los dos
policías pensaron que probablemente se tratara de un puñado de
chavales de universidad borrachos manteniendo una guerra de
alimentos. No sería la primera vez que ocurría.
Pero al llegar al aparcamiento, los policías vieron a una multitud
de personas de pie fuera del supermercado, que miraban hacia el
edificio. Lo extraño era la enorme jauría de perros que permanecían
juntos en el exterior frente a las puertas, como si los estuvieran
protegiendo. Y lo que resultaba aún más extraño era que, entre
dichos perros, hubiese algunos de un intenso color blanco que
parecían no tener orejas.
Uno de los policías los señaló.
—Mira eso, por favor. ¿Qué clase de perro es ese?
—Es un verz. ¿Nunca habías visto ninguno? —dijo su compañero.
—No, por Dios. Pero si ese maldito animal no tiene ni orejas, Bob.
Es la primera vez en mi vida que veo un perro sin orejas.
Su compañero Bob, quien había salvado la vida hacía dos años en
un tiroteo mortal, durante el que recibió un tiro en el pecho, reconoció
al instante lo que allí estaba ocurriendo. Haciendo un esfuerzo por no
sonreír, tuvo que mantener la calma y manejar aquella situación
como si tal cosa, independientemente de lo que estuviese ocurriendo
en el interior del supermercado. Lo que más le emocionaba a Bob era
que el hecho de ver a los verzes significaba que podía haber más
personas con las que poder intercambiar impresiones. Su grupo era
cada vez más numeroso, algo que resultaba increíble.
—¿Verzes, eh? ¿De dónde proceden?
—De Noruega, de una de las pequeñas islas noruegas. La raza es
ahora muy popular en Hollywood, donde poseer un ejemplar da cierto
prestigio.
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