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de
Pascua
Becerril
de
Campos,
24
de
abril
de
2011
Queridos
amigos:
hoy
es
un
día
grande
para
nosotros
los
cristianos.
Estamos
de
enhorabuena,
porque
celebramos
que
el
Señor
es
bueno,
que
nos
ha
liberado,
que
unidos
a
él
pasamos
de
la
muerte
a
la
vida.
Podríamos
hablar
de
la
resurrección
en
abstracto,
pero
me
gustaría
centrarme
en
la
lectura
del
evangelio
que
acabamos
de
escuchar.
En
ella
se
nos
cuenta
cómo
las
mujeres
fueron,
a
primera
hora,
al
sepulcro,
para
terminar
de
limpiar
y
perfumar
el
cuerpo
de
Jesús.
Pedro
y
Juan,
igualmente,
descubren
el
sepulcro
vacío
y
acuden
a
contar
la
noticia
a
los
demás.
Os
invitaría
a
que
os
fijéis
en
la
figura
de
María
Magdalena.
Todavía
estaba
oscuro
cuando
ella
fue
al
sepulcro.
Estaba
oscuro
porque
no
había
amanecido
aún,
pero
estaba
oscuro
sobre
todo
en
su
corazón.
Recordemos
quién
era
María
Magdalena:
su
vida
pasada
como
prostituta.
Pensemos
cómo
se
sentiría
esa
mujer,
su
dignidad
pisoteada,
su
soledad.
Jesús
era
el
único
que
la
había
entendido,
que
la
había
mirado
más
allá
de
sus
pecados,
en
su
corazón.
Era
el
único
que
la
había
mirado
con
amor
por
lo
que
era,
no
por
el
placer
que
podía
ofrecer,
y
la
había
liberado
de
lo
que
más
le
oprimía,
regalándole
la
posibilidad
de
un
nuevo
comienzo.
Con
este
sentimiento
de
tristeza
y
pérdida
por
la
muerte
de
Jesús,
María
Magdalena
fue
al
sepulcro.
Recordando,
seguramente,
la
mirada
de
aquél
que
la
había
sanado
de
sus
heridas,
que
había
saciado
su
sed
más
profunda.
Cuando
se
acerca
al
sepulcro,
se
pregunta
quién
va
a
ayudarla
a
mover
la
pesada
piedra
que
tapa
la
entrada.
La
muerte,
la
separación,
el
pecado
son
una
gran
losa
que
impide
al
hombre
ser
libre,
ser
feliz.
¿Quién
nos
moverá
esa
losa?
Nosotros,
los
hombres,
no
tenemos
fuerzas
suficientes
para
remover
las
pesadas
losas
que
bloquean
la
humanidad.
María
descubre
que
la
piedra
está
retirada,
que
el
gran
obstáculo
ha
desaparecido.
Jesús,
con
su
resurrección,
ha
retirado
la
pesada
losa
que
se
abatía
sobre
el
hombre.
Ahora
somos
libres,
se
nos
ha
regalado
la
vida.
Fijaos
en
el
detalle
de
que
es
precisamente
María
Magdalena,
con
su
historia
pasada,
la
encargada
de
anunciar
a
Pedro
y
Juan
que
el
cuerpo
de
Jesús
ya
no
está
en
el
sepulcro,
que
éste
ha
resucitado.
La
prostituta
se
convierte
en
Apóstol
de
los
Apóstoles.
No
se
trata
de
algo
casual.
Hay
una
profunda
lección
en
este
hecho.
Y
es
que
la
resurrección,
además
de
ser
un
hecho
histórico,
debe
ser
para
cada
uno
de
los
cristianos
una
experiencia
personal.
La
resurrección
es
el
paso
de
la
muerte
a
la
vida,
de
la
esclavitud
a
la
libertad,
siguiendo
el
mismo
camino
del
pueblo
de
Israel
que
caminó,
a
través
del
desierto,
desde
Egipto
a
la
Tierra
Prometida.
¿Y
quién
mejor
que
la
Magdalena,
para
comprender
lo
que
significa
de
verdad
la
resurrección?
Ella
había
vivido
la
experiencia
de
pasar
de
una
antigua
vida
de
esclavitud,
a
una
vida
nueva
de
libertad
y
felicidad,
después
del
encuentro
con
aquél
que
hace
nuevas
todas
las
cosas.
Nadie
mejor
que
María
Magdalena;
ella
había
pasado
de
la
muerte
a
la
vida
y
por
eso
comprendía
el
paso
que
Jesús
había
realizado,
y
el
paso
que
cada
uno
de
los
cristianos
estamos
llamados
a
dar,
si
queremos
que
los
frutos
de
la
resurrección
sigan
fructificando
hoy
y
aquí.
María
Magdalena
es
la
mujer
trasformada
por
el
amor
incondicional
del
Señor,
la
mujer
resucitada,
la
mujer
liberada
de
la
pesada
losa
de
los
prejuicios,
las
críticas,
la
falta
de
respeto.
Por
eso
recibe
el
privilegio
de
ser
la
primera
testigo
de
la
resurrección
de
Jesús,
de
su
victoria
sobre
la
muerte.
Si
creemos
de
verdad
en
la
resurrección,
si
nos
hemos
encontrado
con
el
Señor,
si
podemos,
decir,
como
María,
que
“el
Señor
ha
hecho
en
mi
maravillas”
y
nos
ha
liberado
de
nuestras
cadenas,
nuestra
vida
no
puede
quedar
igual.
Jesús
nos
invita
a
acoger
esta
semilla
de
vida
y
a
cultivarla,
a
vivir
como
hombres
y
mujeres
nuevos.
Como
la
Magdalena,
que
había
experimentado
que
es
posible
una
nueva
vida.
Como
los
discípulos,
que
al
descubrir
la
tumba
vacía
de
Jesús,
corrieron
a
anunciarlo.
No
sólo
anunciaban
una
noticia,
como
si
fuesen
reporteros,
sino
que
ellos
mismos
se
convirtieron
en
testigos,
porque
habían
vivido
ese
encuentro
transformador,
esa
“Pascua”
y
paso
del
hombre
viejo
al
hombre
nuevo.
Gracias,
Señor,
por
regalarnos
una
vida
nueva,
por
habernos
liberado
de
las
cadenas
de
la
esclavitud
y
de
la
muerte.
Gracias
porque
nos
das
la
esperanza
de
un
mundo
y
una
humanidad
nuevas.
Gracias
porque
transformas
nuestro
corazón,
como
transformaste
a
la
Magdalena,
y
abres
los
sepulcros
de
nuestra
vida.
Ayúdanos
a
ser
buenos
testigos
de
tu
vida
nueva
en
medio
del
mundo.
Que
seamos
pequeñas
luces
en
medio
de
la
oscuridad,
fermento
y
levadura
en
medio
de
la
masa.
Y
sepamos
siempre
levantarnos,
creer
que
caminas
junto
a
nosotros,
y
transmitir
la
vida
nueva
que
Tú
nos
regalas
a
los
que
nos
rodean.