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el perro

Año dos Número catorce Veinte pesos

Atajos psicoanalíticos
de la Doctora Bresfar
D e lo general

Recuérdese en la infancia. Encontrará sólo al niño que es ahora. El que fue usted,
si acaso todavía existe, vive en otro cuerpo pequeño. Usted y él nunca podrán
conocerse.
Observe a cualquier infante. Sentirá envidia por no haber podido verse a sí
mismo como usted lo ve ahora: tal vez con compasión, tal vez con esperanza.
Sepa que si está alegre, es porque siente que no necesita a nadie, tal y como
cuando un niño cree que no necesita a nadie y desaira a sus padres. Poco después
vienen las desavenencias y el llanto. El niño corre a los brazos de su madre pero
usted no tiene dónde refugiarse. Los brazos de su amante o de sus amigos nunca
serán suficientes, nunca serán lo mismo.
Entienda que cuando se siente triste, desvalido, es porque se da cuenta de que
nadie le tuvo nunca compasión, la misma que ahora siente por usted mismo.
Mire a su alrededor, identifique a quien de manera voluntaria hoy ha tomado el
papel de su nana o maestra. Aproveche sus favores mientras duren. La atención y
cariño incondicional que le tienen ahora se diluirá con el tiempo. Más adelante,
usted - tal y como lo hacían sus padres - deberá pagar para que alguien lo cuide,
para que alguien lo aguante.
Deténgase a pensar en por qué no le gusta lo que le disgusta. La música, la
literatura y el arte que le desagrada son proyecciones del brócoli, la cebolla y la
col. Un poco de esfuerzo le hará valorar sus propiedades y por ende, usted
aprenderá a apreciarlos. Aunque sea de manera ocasional y en pequeñas
cantidades, definitivamente, lo nutrirán.
Identifique sus miedos. Usted tuvo miedo la primera vez que se dio cuenta de
que sus padres no podrían defenderlo de eso que le inspiraba terror. Esa
sensación de vulnerabilidad y desamparo vive todavía en usted aunque la
momia, el coco y el fantasma se hayan quedado bajo la cama en su habitación de
niño. Ahora que ya sabe que los cuentos de niños no pertenecen al ámbito de la
realidad, que las hadas y los monstruos no existen, luche contra usted mismo.

Carla Faesler. (¿?)


Porque usted es quien se infringe dolor y quien genera las experiencias más
angustiantes. Usted es lo más dañino para usted mismo. Eso le da un cierto
placer: se tapa los ojos con las manos para no verse hacerse mal, pero, al igual que
en el cine, a oscuras cuando niño, abre los dedos para espiar su sufrimiento.

De lo amoroso
Busque, primero que nada, al niño o niña en su recién estrenado amante. Saque
ventaja de la facilidad con que lo puede amedrentar, controlar o satisfacer. Si
tiene dudas, pida un niño prestado por unos días. Más rápido de lo que cree
aprenderá cómo los adultos controlan a sus hijos sirviéndose de toda suerte de
ingeniosidades e incluso, de actos de crueldad infinitos. Emplee lo aprendido,
pero no abuse. También los amantes crecen.
Controle sus impulsos infantiles. Es una paleta chupa-pop lo que usted
quiere, no que lo quieran más. Explíquele esto a su amante, entenderá todo
mucho mejor.
Asuma que cuando actúa con sevicia lo que realmente usted quiere es que le
cambien los pañales. Todos, en algún momento – a toda edad – sacamos la
mierda que traemos dentro para experimentar el placer de que los otros limpien.
Aprenda a salir de sus problemas amorosos. Si su amante le reclama algo,
estalle en llanto. Saldrá en su ayuda el espíritu maternal o paternal: lo
apapachará. Si las lágrimas ya no le vienen fácil, cuéntele un cuento: saldrá en su
ayuda el espíritu infantil: le creerá todo.
Comprenda que su crueldad se debe a que trata a los demás como si fueran
insectos, ranas u otros animales menores. Tal vez no superó la satisfacción que le
daba el poder sobre lo que era más pequeño que usted. Ahora tal vez crea que es
su mente lo que es “más grande”. Las congojas, tristezas y depresiones que usted
ha provocado anteriormente o causa en la actualidad, las pagará tarde o temprano
con piquetes, mordidas, arañazos o indiferencia de alguien, por ejemplo, pero la
cuenta más alta la rendirá en su interior, en la angustia de ser, en la existencia
inicua que usted lleva.

De lo Laboral
Proceda ya a enfrentar a su tiránico jefe. Usted está escondido en el clóset,
huyendo de los golpes de su padre - ¿o padrastro? – no lidiando con un problema
profesional.
Reflexione sobre su último fracaso. Si logra visualizar la realidad como un
enorme juguete que no quisieron comprarle, revivirá la frustración de no poder
manipular un objeto que le es agradable y que le ayuda a pasar ese momento en el
que se siente aburrido. Su carrera, el dinero, el amor y todas esas cosas que le
importan, cobran así una dimensión más adecuada, más acorde con las
emociones que le inspira su infortunio.
Deje de preocuparse porque todavía no sabe lo que quiere hacer de su vida.
Esa indefinición y la irresponsabilidad que conlleva se deben a que todavía hay
alguien que ve por usted, que le soluciona la vida. Espere, aunque sean largos
años. Un día morirán sus padres o aquellos que lo protegen. Después del velorio,
actuará inmediatamente.
Explíquese las razones de su afán competitivo. Usted quiere el
reconocimiento de papi o mami, no tener un mejor desempeño en pintura o en
piruetas. Hoy, en el trabajo o con sus amistades, compite abiertamente o en
secreto, pero a sus padres no les interesan sus resultados, sólo poder liberarse de
la pensión económica que todavía le pasan o del chantaje emocional que había en
sus demandas infantiles.

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Infancia

Oía unos pasos


cuando se iba a dormir.
Con la cabeza en la almohada
empezaban lentos —nunca corrían—
puso la oreja en el colchón y sospechó su
origen:
venían a visitarlo desde la noche.

Ovidio Ríos (Tulancingo, Hidalgo, 1979). Músico y dramaturgo, es autor del libro Espantasuegros.

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Natalia,
¿por qué no le abriste al gato?

U n sábado cualquiera de octubre, doña Chabelita, con su cuerpo


blando como avena recocida en una falda color lila y una blusa de
flores, los pies dentro de unos zapatos planos de felpa, el cabello azul
de la comida y la merienda era su
medida del tiempo. No había
mucho que hacer en casa de los
pastel y la boca roja pintada más allá de las comisuras, pronunció el nom- abuelos. Comprar juguetes no era
bre de su nieta. Esto no habría tenido mayor relevancia si no fuera por- una parte de su ideología austera.
que la anciana llevaba meses sin reconocer ni nombrar a ningún miem- Se conformaba, pues, con mirar
bro de la familia. las gotas de lluvia rebotar contra
La noche anterior Natalia apenas durmió porque los sapos can- el pavimento, imaginando que
taron incesantemente por la lluvia. Tuvo la esperanza de que la ciudad eran pequeños cisnes de cristal.
terminara por inundarse y así tener una excusa para no visitar a la abuela
en el asilo donde vivía. A Natalia de niña le parecía que la lluvia trastor- Antes de salir de casa
naba a la gente. Afuera, en el tráfico desquiciado, los cláxones compe- rumbo al asilo, Natalia se bebió
tían con los truenos, los peatones corrían: algunos malaleche en sus un café instantáneo, pero iba sin
autos aceleraban al pasar por los charcos para mojarlos. La premura por bañar, con el cabello un poco
buscar el refugio, el terror a la ropa húmeda y el frío. Adentro, el encierro revuelto por haber estado cam-
era causa de agresiones veladas, de violencia contenida como el agua biando los canales de la televisión
que se acumulaba en partes del tejado. En casa, sus abuelos discutían por sin cesar, recostada sobre la
cualquier cosa. cama. Sus tíos, los hijos verdade-
“Es una barbaridad el precio de los tomates”, decía la abuela ros de la abuela, espaciaban sus
Isabel sin dirigirse a nadie en particular. visitas a veces hasta por meses.
“Sí, una barbaridad”, asentía el abuelo hojeando el diario sobre La excusa era que vivían en otra
la mesa y untando un pan con mantequilla de ajo. “Bueno para el cora- ciudad. La verdad era que creían
zón”, le explicaba desde el otro lado de la mesa a Natalia, mientras que como ella fue criada por la
movía el cuchillo romo en el aire como una batuta, un gesto que a ella le abuela en lugar de su madre y
parecía amenazador. porque además vivía allí mismo,
En la televisión de la cocina, una reportera hablaba de los focos la responsabilidad era suya. Ellos
de infección que traía el agua acumulada en las calles. Natalia abría la pensaban que Natalia estaba en
azucarera para meter furtivamente el dedo cubierto de saliva. deuda con la anciana, que no tuvo
“No me des por mi lado, si no tienes nada que decir mejor cálla- la oportunidad de jubilarse de la
te”, decía la abuela. maternidad a su debido tiempo
Entonces su marido callaba. El sonido del molcajete era la única porque una de sus hijas dejó a la
cosa audible: tac tac tac tac tac. Entonces Natalia se iba hacia la ventana. bebé Natalia a su cuidado. La
No comprendía aún las manecillas del reloj, así que el lapso entre la hora inversión de roles parecía lo más
Liliana Blum

El perro. Año dos. Número catorce. Diciembre-Enero de 2010. Camerino Mendoza 304, Pachuca, Hidalgo. Impresa en Icono, Covarrubias
No. 207, Col Centro. Pachuca, Hgo. Editor responsable: Alejandro Bellazetín. Editores: Juan Álvarez Gámez, Daniel Fragoso Torres, Yuri
Herrera. Diseño gráfico y diseño de Logo a partir de un alebrije de Sergio Otero: Enrique Garnica. No se devuelven textos no solicitados. Se
permite la reproducción de los textos con permiso por escrito de los autores. Todos los textos son responsabilidad de quien los firma.
“Esta revista cuenta con apoyo otorgado por el Programa “Edmundo Valadés” de Apoyo a la Edición de
Revistas Independientes 2009 del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes”.

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justo en los ojos del resto de la familia. Pero lo que la gente piensa al ver La abuela planchaba en la sala,
la nata de las cosas es casi siempre equivocado. mirando una telenovela, el volu-
Doña Chabelita tenía la costumbre de dormir gran parte del día. men alto para contrarrestar el
Natalia siempre la encontraba así. Por eso se sorprendió al verla en uno sonido de la lluvia afuera. En la
de los sillones de la sala de visitas. Natalia se acercó a saludarla con un ventana, Natalia se entretenía
beso, con aquella inercia que la misma abuela le implantó de niña, un observando cómo el patio trasero
beso al que ella respondía en ese entonces dándole la bendición con un iba inundándose y el lodo se
aleteo católico con la mano derecha. Hoy por hoy, ella no esperaba otra expandía por todas partes. A lo
cosa más que la mujer reaccionara con una expresión desconfiada en el lejos oía el maullido incesante del
rostro diciendo ¿y quién es usted, señorita? En cambio, doña Chabelita gato del abuelo tras la puerta. La
dijo: niña miró a su abuela que dividía
“Na-ta-lia, ¿por qué no le abriste al gato, Natalia?” su atención entre una camisa y
Una de las enfermeras que supervisaba la visita corrió de inme- una confesión de embarazo en
diato hasta la anciana para preguntarle a qué gato, a qué puerta se refería. pantalla. A través del vidrio pudo
Era extraordinario que hubiera reconocido a su nieta y hubiera pronun- ver los ojos y la nariz del lagarto
ciado su nombre. La mujer comenzó a hacer algunas notas en una libre- emerger despacio. El gato en su
ta. afán de entrar para refugiarse de la
Natalia vio como su abuela la miraba, con esos ojos de cuencas lluvia no advirtió el hocico que se
profundas y su piel transparente; de pronto comenzó a ver cómo la esen- abrió a sus espaldas proyectándo-
cia de ese rostro se transformaba hasta volverse otra versión de ella se sobre él con rapidez.
misma y sintió que miraba su propia cara en la de la abuela. Ese gato, esa El animal gritó mucho y
puerta. tardó varios segundos en morir.
En cambio ella nunca pudo gritar
Cuando llovía con persistencia en el puerto, las lagunas terminaban por porque la mano arrugada del abue-
aumentar su nivel y desbordarse sobre las colonias cercanas. Cuando lo sobre su boca la sofocaba. La
llovía de aquel modo era común que los lagartos laguneros, junto con abuela acudió a la puerta con
culebras, sapos y algunos peces, navegaran por las calles inundadas aquel escándalo, pero al abrir y
junto la basura y el debris. Muchos perros callejeros se volvían ingenuos ver al lagarto cerró inmediata-
bocados, pero eso, para los vecinos, estaba bien. Una vez Natalia vio mente y espetó a su nieta con seve-
como la abuela llamó a los bomberos para reportar un lagarto sólo hasta ridad. ¿Por qué no le abriste al
que éste terminó de engullirse a un perro huesudo. gato, Natalia? Luego vinieron los
Abuela, ¿por qué cerraste la puerta? ¿para no ver? golpes, el irse a la cama sin cenar,
el silencio durante días. Al final,
Natalia le pidió a la enfermera que la dejaran a solas con doña Chabelita. los años empolvados.
Quería encontrar en sus ojos ese pequeño reflejo que acusa entendi-
miento. Quería preguntarle si de verdad nunca vio nada, si cuando al La mano de Doña Chabelita esta-
llegar del mandado y encontrar al abuelo frente a la televisión, fumando ba muy fría. Natalia la apretó un
y acariciando a su gato, y ella llorosa y hecha un ovillo sobre su cama, no poco, pero ya se sentía como un
llegó a sospechar nada. pez muerto. Su abuela la miró con
Habían pasado ya muchos años desde que Natalia salió de su ojos vacíos, y ella supo que la
casa para irse a estudiar y para alejarse lo más posible. Fueron años en oportunidad se había ido para
los que ella se dedicó a enterrar todo en el arenero de los recuerdos. Pero siempre.
tuvo que regresar a su vida pasada, luego del funeral del abuelo. Se “Me debes mi infancia”,
encontró con que doña Chabelita padecía demencia senil y no pudo dijo Natalia muy bajito y soltó esa
entonces preguntarle. De niña calló porque no quería causarle penas a la mano llena de venas saltonas y
abuela y porque temía que de hacerlo ella no le creyera o se molestara, la azules.
dejaría en la calle. “¿Quién es esta señori-
Natalia miró a la anciana directamente y la tomó de la mano. Por ta?”, preguntó la anciana dirigién-
un segundo le pareció ver un cierto reconocimiento en aquellos ojos dose a la enfermera que regresó
deslavados. Ninguna de las dos pudo haber olvidado lo que sucedió para inyectarle su insulina.
después del incidente del gato.

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La sonrisa del perro
a Torben

H ace horas que llueve. El cielo parece venirse abajo, caerse a pedazos, desmoronarse sobre la ciudad.
Llueve y llueve: se oyen truenos, la lluvia cae con fuerza desde hora temprana: no había amanecido
aun y ya se oía el agua chocar contra las ventanas, resbalar por los tejados para caer en los balcones, precipi-
tarse al suelo y perderse en el drenaje.
Salí de casa pensando que ya había dejado de llover, que esa gotera intensa ya dejaría de sonar y que
el día se aclararía, pero sólo era una pausa que apenas me dio tiempo de pasar a comprar el desayuno en el
mismo café de todos los días y cuando ya voy en la calle otra vez se suelta el aguacero.
Busco refugio a la entrada del metro Akropoli, bajo el toldo de una tienda donde venden paraguas.
Tengo el café en una mano y en la otra el desayuno. Veo el agua caer a chorros, empapando a todos aquellos
que salieron desprevenidos, o que, como yo, no se imaginaron que la lluvia continuaría.
Un trueno parece partir el cielo, retumba, hace vibrar el cristal del aparador de la tienda y es enton-
ces que lo veo revolverse nervioso, entrecierra los ojos, me mira y no sabe si meterse a la tienda o quedarse a
mi lado. En el aire se siente la electricidad del próximo trueno, la próxima descarga que caerá del cielo, él se
pone nervioso, asustado y alza la mirada hacia mí, como una súplica, pide que le ayude, que haga algo por
él, que lo salve del terrible trueno.
Veo al perro y recuerdo la actitud de mi madre, en los días de tormenta y lluvias cuando yo era niño.
A ella le molestaba ver asustado al único chucho que teníamos en casa, un perro de pelaje entre amarillo
oscuro y negro que se dejó morir en un rincón del corral del rastrojo y nadie se volvió a acordar de él, tal vez
porque estábamos ocupados pensando en otras cosas o porque en eso de migrar y cambiar de país se va per-
diendo la memoria.
El perro oía los truenos recorrer el cielo, acercarse, para de pronto estallar, como si fueran inte-
rrumpidos, y a punto de morir de terror entraba corriendo en la casa, iba de cuarto en cuarto, buscando un
rincón donde protegerse; de cuarto en cuarto buscando refugio. Una vez fue tan grande su miedo que se
trepó al ropero y no bajó de ahí hasta que la lluvia había pasado y sobre los cerros se dibujaba el arco iris alto
y brillante.
Se metía entre las patas de la máquina de coser Singer, la facilita, se quedaba ahí un buen rato y si el
agua se empezaba a colar y encharcarse, él se sentaba en el pedal metálico para no mojarse y cuando el agua
ya estaba cerca daba un salto y con el rabo entre las patas iba a la cocina.
El perro entraba a la cocina con la cabeza agachada y levantando la mirada como cuidándose de
que no lo vieran, como diciendo ahí ustedes dispensen, me voy a esconder. Ahí se acurrucaba debajo de la
banca de madera (en la que una noche me quedé dormido y ahí me dejaron no sé si por no despertarme o por-
que simplemente se les olvidó que ahí estaba y cuando de madrugada me recordé conocí la inmensidad del
silencio nocturno, la inmensidad de las sombras y la vida secreta que sucede debajo de los muebles). El
perro se quedaba echado unos minutos debajo de la banca, hasta que veía los pies de mi madre y salía otra
vez cabizbajo, haciéndose el fuerte; se quedaba bajo la lluvia un rato, parpadeando como si con cada parpa-
deo fuera a apurar la lluvia, como si quisiera apurar el tiempo, como si deseara que al abrir los ojos para com-

Sergio Faz

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pletar el parpadeo ya no hubiera lluvia, pero apenas oía un trueno lejano o el resplandor del relámpago
entraba a un cuarto, se metía debajo de la cama y empezaba a gemir: eran unos gemiditos que apenas se oían,
unos gemiditos de niño que no quiere ser visto pero que tampoco puede reprimir el llanto.
Entonces mi madre se daba cuenta que estaba ahí, montaba en cólera y trataba de sacarlo de debajo
de la cama, agarraba la escoba y le tiraba palos que el animal esquivaba con el mismo terror con el que había
ido a esconderse ahí, y mi madre era una extensión de la furia del cielo, echaba truenos y relámpagos, despo-
tricaba contra el perro, decía que era un perro verijón, y sin dirigirse a nadie nos interrogaba a todos, que por
qué estaba el perro ahí, que si no se podía ir a otra parte, que se fuera al corral o a la nopalera, y seguía lan-
zándole golpes mientras el animal lanzaba aullidos suplicantes, lastimeros. Esa es mi madre, siempre
peleando contra el mundo, siempre con la firme idea de que todos deben pensar como ella, incluyendo los
animales. El perro salía despavorido y pasaba como una flecha entre los pies de mi madre, ella gritaba y
echaba pestes para luego acabar lanzándole la escoba, y el chucho se iba a esconderse al corral y a veces apa-
recía hasta el día siguiente, cuando ya se la había pasado el susto, pero siempre esquivando a mi madre.

La lluvia, mezclada a ratos con granizo, sigue cayendo. La lluvia viene acompañada de ráfagas tan fuertes
que hacen volar el paraguas de un hombre que acababa de salir del metro, y lo veo quedarse de pie un
momento y luego se echa a correr en dirección de la Acrópolis, lo veo perderse entre los narcisos por la calle
del teatro de Dionisio.
El perro se queda a mis pies, apoya la cabeza en mis corvas y se queda quieto, parece que no respira.
De cuando en cuando me vuelvo a mirarlo y él me lanza una mirada agradecida, se revuelve contra mis pier-
nas cuando ve el relámpago, cuando oye estallar el cielo, luego se queda quieto y esperamos a que pase la
lluvia.
Sigo tomando el café, viendo la gente que va y viene, la gente que entra y sale del túnel del metro;
sigo deshaciendo este manojo de recuerdos, sigo mirándome en el espejo fragmentado de la infancia, me
veo perdido cual Teseo buscando la salida en un laberinto de recuerdos. Porque eso es la infancia, puro
recuerdo, pura memoria traicionera que no sabemos donde acecha ni en que momento llega.

Cuando la lluvia ha pasado y el cielo se queda silencioso y quieto, ya no caen mas gotas que las que resbalan
de los toldos, de las hojas de los laureles y los olivos, el perro sale de su escondite, se sienta a mi lado, yergue
la cabeza, elegante, como esos perros de piedra que vigilan los muros de algunas casas. Como si guardara la
puerta de la tienda de paraguas o la entrada al túnel del metro.
Abandono el escondite, me alejo y él se queda ahí: sentado, con la cabeza bien alta. Me volteo a
verlo y me lanza una mirada agradecida, y en esa mirada creo adivinar una sonrisa.

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Papá Noel duerme en casa

L a navidad en que Papá Noel pasó la noche en casa fue la última vez que estuvimos todos juntos, después de
esa noche papá y mamá terminaron de pelearse, aunque no creo que Papá Noel haya tenido nada que ver
con eso. Papá había vendido su auto unos meses atrás porque había perdido el trabajo, y aunque mamá no estu-
vo de acuerdo, él dijo que un buen árbol de navidad era importante esa vez, y compró uno. Venía en una caja de
cartón, larga y plana, y traía una hoja que explicaba cómo encajar las tres partes y abrir las ramas de forma que
se viera natural. Armado era más alto que papá, era inmenso, y yo creo que por eso ese año Papá Noel durmió en
nuestra casa. Yo había pedido de regalo un coche a control remoto. Cualquiera me venía bien, no quería uno en
particular, pero todos los chicos tenían uno en esa época y cuando jugábamos en el patio los autos a control
remoto se dedicaban a estrellarse contra los autos comunes, como el mío. Así que había escrito mi carta y papá
me había llevado hasta el correo para enviarla. Y le dijo al tipo de la ventanilla:
—Se la enviamos a Papá Noel —y le pasó el sobre.
El tipo de la ventanilla ni saludó, porque había mucha gente y se ve que ya estaba cansado de tanto
trabajo, la época navideña debe ser la peor para ellos. Tomó la carta, la miró y dijo:
—Falta el código postal.
—Pero es para Papá Noel —dijo papá, y le sonrió, y le guiñó un ojo, se ve que para hacerse amigo, y el
tipo dijo: —sin código postal no sale.
—Usted sabe que la dirección de Papá Noel no tiene código postal —dijo papá.
—Sin código postal no sale —dijo el tipo, y llamó al siguiente.
Y entonces papá trepó el mostrador, agarró al tipo del cuello de la camisa, y la carta salió.
Por eso yo estaba preocupado ese día, porque no sabía si la carta le había llegado o no. Además no
podíamos contar con mamá desde hacía casi dos meses, y eso también me preocupaba, porque la que siempre
estaba en todo era mamá, y las cosas salían bien entonces. Hasta que dejó de preocuparse, así nomás, de un día
para el otro. La vieron algunos médicos, papá siempre la acompañaba y yo me quedaba en la casa de Marcela,
que es nuestra vecina. Pero mamá no mejoró. Dejó de haber ropa limpia, leche y cereales a la mañana, papá
llegaba tarde a los lugares a los que debía llevarme, y después llegaba otra vez tarde para pasarme a buscar.
Cuando pedí explicaciones papá dijo que mamá no estaba enferma ni tenía cáncer ni se iba a morir. Que bien
podría haber pasado algo así pero él no era un hombre de tanta suerte. Marcela me explicó que mamá simple-
mente había dejado de creer en las cosas, que eso era estar “deprimido”, y te quitaba las ganas de todo, y tardaba
en irse. Mamá no iba más a trabajar ni se juntaba con amigas ni hablaba por teléfono con la abuela. Se sentaba
con su bata frente al televisor, hacía zapping toda la mañana, toda la tarde y toda la noche. Yo era el encargado
de darle de comer. Marcela dejaba comida hecha en el freezer con las porciones marcadas. Había que combi-
narlas. No podía, por ejemplo, darle todo el pastel de papas y después toda la tarta de verdura. La descongelaba
en el microondas y se la alcanzaba en una bandeja, con el vaso de agua y los cubiertos. Mamá decía:
—Gracias mi amor, no tomes frío —lo decía sin mirarme, sin perder de vista lo que sucedía en el tele-
visor.
A la salida del colegio me agarraba de la mano de la mamá de Augusto, que era hermosa. Eso funciona-
ba cuando venía a buscarme papá, pero después, cuando empezó a venir Marcela, a ninguna de las dos parecía
gustarle eso, así que esperaba solo debajo del árbol de la esquina. Viniera quien viniera a buscarme, siempre
llegaban tarde.

Samanta Schweblin

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Marcela y papá se hicieron muy amigos, y algunas noches papá se quedaba con ella en la casa de al lado,
jugando al póquer, y a mamá y a mí nos costaba dormirnos sin él en la casa. Nos cruzábamos en el baño y entonces
mamá decía:
—Cuidado mi amor, no tomes frío —y volvía frente al televisor.
Muchas tardes Marcela estaba en casa, eran las tardes en que cocinaba para nosotros y ordenaba un poco.
No sé por qué lo hacía. Supongo que papá le pediría ayuda y como ella era su amiga se sentía en la obligación,
porque la verdad es que no se la veía muy contenta. Un par de veces le apagó el televisor a mamá, se sentó frente a
ella y le dijo:
—Irene, tenemos que hablar, esto no puede seguir así...
Le decía que tenía que cambiar de actitud, que así no llegaría a ningún lado, que ella ya no podía seguir
ocupándose de todo, que tenía que reaccionar y tomar una decisión o terminaría por arruinarnos la vida. Pero
mamá nunca contestaba. Y al final Marcela terminaba yéndose con un portazo, y esa noche papá pedía pizza por-
que no había nada para cenar, y a mí la pizza me encanta.
Yo le había dicho a Augusto que mamá había dejado de “creer en las cosas”, y que entonces estaba “de-
primida”, y él quiso venir a ver cómo era. Hicimos algo muy feo que a veces me avergüenza: saltamos frente a ella
un rato, mamá apenas nos esquivaba con la cabeza; después le hicimos un sombrero con papel de diario, se lo
probamos de distintas maneras y se lo dejamos puesto toda la tarde, pero ella ni se movió. Antes de que papá llega-
ra le quité el sombrero. Estaba seguro de que mamá no iba a decirle nada, pero me sentía mal de todos modos.
Después llegó navidad. Marcela hizo su pollo al horno con verduras horribles pero como era una noche
especial me preparó además papas fritas. Papá le pidió a mamá que dejara el sillón y cenara con nosotros. La
movió cuidadosamente hasta la mesa —Marcela la había preparado con un mantel rojo, velas verdes y los platos
que usamos para las visitas—, la sentó en una de las cabeceras y se alejó unos pasos hacia atrás, sin dejar de mirar-
la, supongo que pensó que podía funcionar, pero en cuanto él estuvo lo suficientemente lejos ella se levantó y
volvió a su sillón. Así que mudamos las cosas a la mesa ratonera del living y comimos ahí. La tele estaba prendida,
por supuesto, y el noticiero mostraba una nota sobre un sitio de gente pobre que había recibido un montón de rega-
los y comida de gente de más plata, y entonces ahora estaban muy contentos. Yo estaba nervioso y miraba todo el
tiempo el árbol de navidad porque ya iban a ser las doce y quería mi auto. Entonces mamá señaló el televisor. Fue
como ver moverse un mueble. Papá y Marcela se miraron. En la tele Papá Noel estaba sentado en el living de una
casa, con una mano abrazaba a un chico sentado sobre sus piernas, y con la otra a una mujer parecida a la mamá de
Augusto, y entonces la mujer se inclinaba y besaba a Papá Noel y Papá Noel te miraba y decía:
—…y cuando vuelvo del trabajo sólo quiero estar con mi familia –y un logo de café aparecía en la panta-
lla.
Mamá se puso a llorar. Marcela me tomó de la mano y me dijo que subiera al cuarto, pero yo me negué.
Volvió a decírmelo, esta vez con el tono impaciente con el que le habla a mamá, pero nada iba a alejarme esa noche
del árbol. Papá quiso apagar el televisor pero mamá empezó a luchar con él como una nena. Sonó el timbre y yo
dije:
—Es Papá Noel –y Marcela me dio una cachetada y entonces papá empezó a pelear con Marcela y mamá
encendió otra vez el televisor pero Papá Noel ya no estaba en ningún canal. El timbre volvió a sonar y papá dijo:
—¿Quién mierda es?
Pensé que ojalá no fuese el del correo porque volverían a pelear porque papá ya estaba de mal humor.
El timbre sonó otra vez muchas veces seguidas, y entonces papá se cansó, fue hasta la puerta y cuando la
abrió vio que era Papá Noel. No era tan gordo como en televisión y se lo veía cansado, no podía mantenerse de pie
y se apoyaba un momento de un lado de la puerta, otro momento del otro.
—¿Qué quiere? —dijo papá.
—Soy Papá Noel —dijo Papá Noel.
—Y yo soy Blanca Nieves —dijo papá y le cerró la puerta.
Entonces mamá se levantó, corrió hasta la puerta, la abrió y Papá Noel todavía estaba ahí, tratando de
sostenerse, y lo abrazó. A papá le agarró un ataque:
—¿Éste es el tipo, Irene? —le gritó a mamá, y empezó a decir malas palabras y a tratar de separarlos. Y
mamá le dijo a Papá Noel:
—Bruno, no puedo vivir sin vos, me estoy muriendo.
Papá logró separarlos y le dió a Papá Noel una trompada y Papá Noel cayó para atrás y quedó seco sobre
la entrada. Mamá empezó a gritar como loca. Yo estaba triste por lo que le estaba pasando a Papá Noel, y porque
todo esto atrasaba lo del auto, aunque por otro lado me alegraba ver a mamá otra vez en movimiento.

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Papá le dijo a mamá que iba a matarlos a los dos y mamá le dijo que si él era tan feliz con su amiga por qué
ella no podía ser amiga de Papá Noel, cosa que a mí me pareció lógica. Marcela se acercó a ayudar a Papá Noel,
que empezaba a moverse en el piso, y le dio una mano para levantarse. Y entonces papá otra vez empezó a decirle
de todo y mamá a gritar. Marcela decía cálmense, entremos, por favor, pero nadie la escuchaba. Papá Noel se
llevó la mano a la nuca y vio que le sangraba. Escupió a papá y papá le dijo:
—Maricón de mierda.
Y mamá le dijo a papá:
—Maricón serás vos hijo de puta, y también lo escupió. Le dió a Papá Noel la mano, lo hizo entrar a la
casa, se lo llevó a su cuarto y se encerró.
Papá se quedó como congelado, y en cuanto reaccionó se dio cuenta que yo todavía seguía ahí y me
mandó furioso a la cama. Sabía que no estaba en condiciones de discutir; me fui al cuarto sin navidad y sin regalo.
Esperé acostado a que todo quedara en silencio, mirando nadar en las paredes el reflejo de los peces de plástico de
mi velador. No tendría mi auto a control remoto, eso era clarísimo, pero Papá Noel dormía en casa esa noche y eso
me aseguraba un año mejor.

Matiné
S iempre le dije a mi papá que quería ser un escritor
famoso y vender muchos libros. Pero él se preocupa-
ba y me decía que no pensara en esas cosas todavía.
quita y yo muy fuerte y vi cómo de la raja le chorreaba
algo espeso y entonces moví a Laura en círculos en el
aire para hacer figuritas en las baldosas con el hilito de
cosa espesa. Después boté a Laura de espaldas en el piso
Ese día me encontré con Laura en la cafetería del y le embutí el trapero en la boca para que se asfixiara con
cine, una pecosita de 10 años. Yo estaba muy emociona- las hilachas encaladas de meados de los baños del cine.
do porque nunca lo había hecho con una niña mayor a Cuando Laura dejó de moverse solté el palo del trapero y
mí. La función empezaba en 15 minutos, así que me la quedó erguido como el mástil donde izan la bandera
llevé rápido al cuartito donde el conserje del cine guar- todos los lunes en el colegio. Ya iba a empezar la pelícu-
daba las escobas. El cuarto era oscuro y pequeñito. Quité la, así que le robé la entrada de Laura y pasé la lengua por
un balde del mesón de baldosa y puse a Laura en él y le las baldosas donde estaba su juguito. Las baldosas esta-
subí la falda hasta la cintura y le froté la nariz en la vulva ban muy frías y el juguito sabía como a de lulo pero sin
hasta que se le encalaron las bragas que luego arranqué a azúcar. No me gustó. Volví a la cafetería del cine y me
dentelladas para verle la raja lampiña que penetré con el puse a buscar niñas a las que pudiera invitar con la entra-
meñique para que no le doliera y no fuera traumático y da de Laura. Pensé que después de la película todavía
de verdad se excitara y se emparamara; tal como lo hizo. tendría tiempo para hacer otras cositas, antes que mis
Después metí las manos por debajo de sus muslos y papás me recojan. A ver si me vuelven a dejar en una
mientras le separaba los labios mayores con los dedos matiné infantil.
del medio la levantaba con los antebrazos; ella era fla-

Adolfo Villafuerte.

10
Elefantes
Ebrios gigantes que no olvidan,

monolitos de lodo ennoblecido,

trompetas de marfil,

respiración que alarga,

trompas que conducen a una cueva,

palafitos donde las aves pican

los rescoldos del Pleistoceno.

En el zoológico de Chapultepec

—no para verlos—

mi padre me cargaba para darles de comer

cacahuates sin pelar sobre mi mano.

Un instante y la trompa,

inaudita aspiradora,

sin tocarlo esfumaba el alimento.

A la mitad de una sonrisa

oscilaban como barcas en el muelle,

balanceándose,

casi con la misma gracia

con que tanta grandeza

se mece en el recuerdo.

Óscar Pirot (Ciudad de México, 1979). Ha publicado Memoria del agua (Amarillo Creatividad Editorial, 2005).
Vive desde hace unos años en Madrid.

11
sonría, vida

todos los pimientos mueren cuando les cortas las venas


los chiles pican para defenderse de la constancia
del verdugo que los asa

los cactus andan siempre entre dimes y diretes

garbancito cree que la distancia entre los dimes y los diretes


es una copa de vino
y que en estos casos tan históricos
a él le gustaría ser un silencio de langosta
pataleando antes de morir

es domingo
garbancito no es judío ni musulmán
sube a la azotea de su casa
se acuesta
pone las manos abrazadas detrás de la nuca
y mira, observa

las nubes
y su corazón minúsculo
que tembló minúsculo
a la orilla de los dioses
cuando aprendieron a zarandear
la palabra saudade:
difusa nostalgia en los pétalos del cempasúchil
y entre los calcetines que cuelgan
secándose al sol
siente la presencia seca de la lluvia que no cae
y la pálida estela de un eclipse
que relaja su párpado en el cielo

Eva Cabo (Lugo, Galicia, 1977). Textos suyos han aparecido en publicaciones electrónicas como 03 sin R, Ariadna,
El Viejo Faro, Poesía Salvaje y Los Noveles.

12
en el bolsillo más izquierdo de su corazón
garbancito me lleva siempre apegado a los latidos

“es sal el silencio sólido


que bucea mis entrañas”

dice
y lo dice queriendo que su paladar
levante el velo y mire al mundo
para decir dos o tres palabras de cera
esculpidas a golpe de aguijón

siguen pasando las nubes


como las cosas que pasan en la vida
y como pasan sin avisar
o pasan por ti sin que lo pidas
te vuelves como ese calcetín
que siempre se pierde
como el que nunca se queda
como el que solo comparte saudades en un cajón
o en un cesto de mimbre
(los cestos de mimbre se llevan la palma)

la vecina descuelga la ropa


la dobla con cuidado
son sus manos de un papel picado por el tiempo
le sonríe a garbancito
como todos soñamos que nos sonría la vida

13
Emiliana tiene cuca

— Y o, Emiliana de la Torre, ciudadana mexicana, tengo cuca…, eso es


lo que tienes que decir —le digo por segunda vez.
Esta segunda, educada vez, con el addendum de ciudadana
mexicana; porque la primera le dije que dijera Yo, Emiliana de la Torre,
tengo cuca.
Estamos en nuestro apartamento, un calor horrible, nada que
hacer.
Principios de julio: El Paso, Tejas:
Nada por hacer. Un calor horrible.
—¡No!
—¡Dilo!
—¡No!
—Maldita sea, ¡dilo! —sentenció finalmente, transitando la línea
que sé transitar con tanta destreza. Le hago caras.
Lo único que se oye es el highway, afuera.

—Ay, miamor —resopla porque no la dejo de mirar, porque con el dedo le


pico el costado.
—¿¡Ay, miamor, qué; ay, miamor, qué?! —la reto.
Ella calla; sigue leyendo.
Me bajo de la cama y hago quince flexiones de pecho.

A los cinco minutos, yo:


—Tengo hambre.
—…
—Tengo hambre, miamor.
—…
—¿Qué vamos a comer?
—Ahora me invento algo.
—Ya casi no hay nada, ¿no?
—Seguro salen unos lonchecitos muy buenos.
—Estamos como el chiste éste del sánduche de pollo, ¿te lo conté
alguna vez?
—Sí, más de una vez.

Juan Fernando Hincapié (Bogotá, 1978). Con los años, su técnica para el insulto, que era tan buena, ha decaído
notablemente. Lo ha podido comprobar en sus paseos diarios por Chapinero, camino al trabajo.

14
Al rato la interrumpo de nuevo, porque no puedo arrancar con la siesta que
prometí cuando llegamos al apartamento, o a esta cloaca a la que damos en
llamar apartamento. O departamento, pues, como dice Emiliana.
—Emilia.
—Mande —contesta con voz queda, sin dejar de leer.
Cuando me responde eso, se lo he dicho varias veces, me hace
sentir como un conquistador español.
—Cuando me respondes así me siento como un conquistador
español.
—Ya me había dicho.
Le vuelvo a picar el costado: «Dale, dilo una vececita, no seas mala.
Tengo cuca, vamos».
—No.
—¿Panocha…?
—…
—¿Chocha, pussy?
—Ay, Juan.
—Riflocha, pues, riflocha: Yo, Emiliana de la Torre, tengo riflocha.
Ésta se la oí a un gamín en Bogotá, como respuesta a un primero
que le pegó un sopapo. 'Húrguese la riflocha', le espetó.
—¡Que no! —pero amaga con que se va a reír. Sin dejar que su
pulgar abandone las páginas, las hace a un lado. Respira y sonríe esa
sonrisa suya. (Está leyendo un libro sobre teoría literaria, escrito
seguramente por algún franchute pecueco. Lo hace sólo por sacarme la
piedra.)
Intento entonces darle un beso, pero con este calor ni besos nos
podemos dar. Me levanto de nuevo a intentar algo con el aire
acondicionado. El chicano que nos alquiló el depa aseguró que funcionaba
perfectamente. Ahora no contesta el celular.
Cuando me vuelve a pasar corriente:
—¡Este hijueputa!
—Ya, miamor, tranquilo. Venga mejor y se duerme un ratico.
—¿Con este calor quién se va a dormir, Emiliana, quién?
Me hace caras.
De nuevo me acuesto a su lado. Trato de dormir.

Sueño con Emiliana. Que estamos mi Papá, mi hermana y yo peleándonos


por espicharle un barro enorme que le salió en la frente. Pero es mi novia,
digo yo, no jodan. Ay, Juan, dice mi hermana. Dejen la peleadora, repone el
padre, que despliega los pulgares en la cara de la pobre Emilia, ejerciendo su
derecho. Mi hermana y yo no nos atrevemos a interrumpirlo, aunque no
estamos nada conformes con cómo se desarrolló el episodio. Me hace
pistola, Paula; yo medio la escupo.
***
Vivo hace casi un año con Emiliana de la Torre, ciudadana mexicana. En un
par de ocasiones, en Colombia, estuve a punto de mudarme con un par de
indias, mas siempre, sabiamente, me eché para atrás en el último minuto.
Nos conocimos en la universidad. A mí me gustó de entrada. No sé cuál
habrá sido su reacción, aunque cuando le pregunté al respecto me dijo que lo
primero que pensó cuando me vio fue que tenía aspecto de niño antiguo. Lo
que sea que eso signifique.

15
Nos hicimos novios. Yo vivía entonces en un apartamento
inmundo con un peruano inmundo; ella con un par de chicanas. Pasó el
primer año de universidad, fall y spring, llegó el verano y ella se devolvió
para México; yo me fui para donde unos primos que tengo en Filadelfia. Al
regresar, lo habíamos hablado previamente, empezamos a vivir juntos.
Nadie sabe en su familia; con lo conservadores que son los mexicanos
seguro que se vienen hasta acá el papá y el hermano y me cogen a tiros. Esa
fue la causa, supongo yo, de que se mostrara reticente: que sí un día, que no
el otro, que mejor rentáramos un par de depas cerca, que nos juntáramos
con otro compañero…
No hubo tiempo para negociaciones: llegó de nuevo el otoño, y las
premuras de principio de semestre no nos dejaron opción: nos mudamos al
apartamento que yo alcancé a rentar: un poco caro, un poco lejos de la
universidad y del supermercado, pero no estaba del todo mal, y tenía dos
habitaciones, lo cual calmó un poco a Emiliana, pues si venían sus padres
y/o un espía de visita, yo me podía pasar de afán al otro dormitorio.
Comenzamos a convivir. Todo bien, en realidad, mejor de lo que
esperaba. Un poco desordenada, la niña, como todas las niñas ricas. O
mejor: como todas las niñas ricas consentidas. Un poco descuidada,
también, con el aseo de la casa. O será que yo estoy en el otro extremo: nazi
de la limpieza. Siempre abre mal la caja de cereal, siempre encuentro sus
cucos sucios en mi ropa sucia; siempre se le riegan las cosas. Pero todo
bien, como ya dije.
Transcurrió el segundo año escolar, otoño y primavera, y llegó el
verano. A Emilia le dieron trabajo en la universidad, a mí no: nunca le caí
bien a la gringa que decide, metro y medio de PhD, me detesta, no sé la
causa. Estaba entre irme a Filadelfia de nuevo o devolverme a Colombia,
con el objetivo de al menos no gastar. Decidí quedarme.

La rutina de nuestro verano es más o menos así:


Emiliana sale a dar clase temprano en la mañana y llega pasado el
mediodía. Mientras cocina le charlo, y a veces después del almuerzo le
ayudo a corregir las burradas de sus alumnos. Después ella se pone a leer o
a escribir un rato; en la noche cenamos, vemos de pronto alguna película, y
a dormir. Yo me despierto alrededor de las diez de la mañana, trato de leer y
escribir, de lavar la loza, de jugar Play Station, de poner algo de almuerzo,
de matar cucarachas, de bañarme.
Eso más o menos todo el día. Siempre he sido muy ambicioso.
Además la gente no entiende que el desempleo quita mucho
tiempo.
Los fines de semana no hacemos nada.
***
Cuando abro los ojos, Emiliana está acostada a mi lado, mirándome
despertar. Veo sus ojos verdes gigantes. Me toca un párpado, el otro, la
nariz. Yo finjo que no me desperté, que en realidad estoy sonámbulo: subo
los brazos, me inclino sobre la cama y le toco un pecho, emitiendo un
sonido extraño, como de retrasado mental.
—¡Oiga! —me deja hacer, pero grita.
—Ay, ay, qué está pasando, por Dios —me río, le doy un beso.
Afuera está empezando a oscurecer.
—Miamor, ya está la comida.
—¿En serio?
—Sí.
16
—Huele buenísimo.
—Le hice lo que más le gusta.
—Pero cómo, si no teníamos nada.
—Fui hasta el Dollar General, mientras usted dormía.
Siendo mexicana y eso, nadie entiende por qué Emiliana me trata
de usted. Sólo sé que un día cualquiera comenzó a hacerlo.
Pasamos al comedor, que es como llamamos a la mesa desgonzada
y al par de butacos que regateé en alguna venta de garaje. Recuerdo que tuve
que cargar el jodido comedor y un butaco por siete cuadras bajo la canícula.
Emilia ayudó con el butaco azul. A la tercera cuadra del acarreo, me detuve y
le di un beso. Un camión de bomberos pasaba por allí; los bomberos nos
celebraron. Yo trabajo más que esos tipos.
En la mesa del comedor está mi lasaña. Procedemos.
—Tuve un sueño rarísimo —le digo mientras hago maromas para
sacar mi pedazo de la refractaria.
—¿Qué?
Se lo cuento. Ríe.
***
La primera vez que le dirigí la palabra lo hice con la excusa de saber el
gentilicio de la gente de Aguascalientes. Fue en casa de Alfredo. Me sonrió
y como que me invitó a seguir hablando, a pesar o tal vez debido a que se
notó que me gustaba. Siempre me ha sido difícil esconder este tipo de cosas.
Me enteré de que el bárbaro del papá la hubo bautizado Emiliana por
Emiliano Zapata. Tengo la impresión, nota complementaria, que ese señor
es más malo que Caín enmarihuanado. Me cogería a tiros, estoy seguro. La
mamá es amable, o se ha portado amable las veces que hemos hablado por
teléfono. El hermano es una lacra, me dice. Pero volviendo a ese día: yo
estuve muy decente; y seguí así creo que por todo el primer semestre.
Emiliana también era otra persona; si hasta me dijo una vez, con ocasión de
la llegada del invierno:
—Ay, qué rico que llegue el invierno para dormir abrazaditos.
Hacía mucho eso, usar diminutivos.
También solíamos sostener charlas más o menos de la siguiente
forma:
—Miamor, ¿me quieres?
—Sí.
—¿Y por qué?
—Porque es mi niño.
—¿Y por qué más?
—Porque es lindo.
—Cuando dices eso… ¿te refieres a mi belleza interior o a mi
belleza exterior?

Creo que todo comenzó desde que empezó a ustearme.


Bueno, nada comenzó, en realidad, mas nuestros intercambios
fueron mutando a lo siguiente:
Yo (después de que me había respondido mal, por cualquier cosa, y
con la costumbre mexicana de no ceder ante un suramericano, sabiendo que
a lo mejor le arrancaba una sonrisa): «Emiliana, yo he estado adentro de
usted, ¿cómo se le ocurre hablarme así?».
***
Voy por el segundo plato de lasaña. Es que la noche anterior me trasnoché
jugando Play, un poco frustrado, en parte, porque se me averió del todo el
17
control. Hasta anoche me daba mañas para jugar, pero no sé qué pasó, no
quedó sirviendo para nada. Entonces esta mañana no pude desayunar ni
dormir bien porque Emiliana me rogó que fuera con ella a la universidad
(bueno, no me rogó). Lo único que hice fue desperdiciar la mañana de
manera distinta: Internet. Llegué con hambre y sueño.
Emiliana ya acabó de comer; me observa desde el butaco azul.
—Oye, miamor, sácame de una duda que me carcome —mi tono es
el de un tipo satisfecho, alegre, dicharachero.
—Qué lo carcome…
—Sí, miamor, me carcome… Es muy verraco que a uno se lo coma
algo, ahora imagínate que se lo carcoma… Sufro.
—¿Qué?
—¿Por qué los mexicanos dicen futból y no fútbol?
—Porque se dice así.
—Ay, por favor.
—…
—…
—Oiga, hablando de futból…
—¡De fútbol!
—Lo que sea… Hablando de futból: le tengo una sorpresa.
—¿Qué?
—Pero me tiene que prometer una cosa.
—¿¡Qué!? —sé que se viene algo importante.
—Pero me lo tiene que prometer.
Seguimos ese juego de interlocuciones por unos minutos, hasta que
me cuenta: además de ir al Dollar General me llevó a arreglar el control del
Play.
Estallo de felicidad.
Abandono la comida. Voy por el control, prendo el aparato y
compruebo que en efecto lo compusieron. Me gustaría ver lo que hay en mis
ojos. Le digo que es lo mejor, lo máximo, que la República de Colombia le
agradece todos los servicios prestados, que me voy a embarazar. Emiliana
sonríe, de verme, incluso se sienta un momento al lado del televisor. Me dice
que al principio no podía distinguir cuando yo jugaba y cuando estaba
viendo un partido de verdad en la tele. Pauso y la miro. Después trato de
involucrarla en mi juego. Intento explicarle mi Liga Máster, la
particularidad de que en ésta los jugadores vuelven a nacer. Se va para
nuestra habitación. Le prometo lavar la loza en un ratico.
Juego Play Station por cinco horas ininterrumpidas.
Me voy a acostar alrededor de la medianoche, porque el control da
señales de que se va a volver a dañar en cualquier momento. Mejor dejarlo
descansar. Decido aplazar la loza para mañana en la mañana. Emilia está
leyendo, con cara de que está cercana a apagar su lámpara de noche. Tiene
puesta una mascarilla y la piyama que no me gusta.
Le doy un beso; le digo que la quiero. Apaga la luz.
Pero no quiero dejarlo ahí.
A los cinco minutos, cuando hablo, parece que ya se durmió:
—Miamor.
—Humm…
—Miamor.
—Hummmm, mande.
—Al menos di cuca, ¿sí?

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Dibujar con agua en el borde
enladrillado de la piscina

T oco con la palma de mi mano el espejo de agua. La


piscina devuelve mi imagen temblorosa. No ha sido
mía la idea: mi hija de tres años me invitó a jugar, a
dibujar con agua en el borde enladrillado de la piscina.
Marca su mano sobre las baldosas secas y grita: ¡Papá,
dibujé mi mano! Y me maravilla que algo tan obvio la
maraville.
Mi retoño siempre me causa una sensación
ambivalente: me impacienta su desorden pero me
encanta su desorden. Con los hijos, de nada sirve que
hayas aprendido a controlar tus realidades inmediatas: te
arrastran a un nuevo comienzo en el que eres un torpe
total. Madurar es aprender a evitar las equivocaciones,
¿para qué?
Y ahí estoy, tocando con la palma de mi mano el
espejo de agua.
Y finjo fascinación por estar acuclillado ahí,
creando formas que no me dicen nada, con el peso del sol
en la nuca, sonriendo a pesar de todo.
Y es que el agua para mi hija no es agua, no es
simplemente agua: es la tinta de dibujos estrellados. Ella
le otorga nuevos propósitos a las cosas.
Y me veo en el espejo del agua. Toco con la
palma de mi mano el espejo del agua. La piscina me
devuelve mi imagen temblorosa.
Quisiera irme: la prisa de mi adultez parece
halarme del brazo. Pero mi hija sólo dice con sus ojos que
espere, que espere mientras en el fondo de mi imagen
aparece otra imagen, que espere mientras el mundo se
ordena.
Y me doy cuenta de que no es la primera vez que
juego este juego, que no es mi hija quien primero pintó
con agua una mano. Al fondo de mis ojos, de los ojos
sumergidos de mi imagen en el agua, está el desarreglo
de los calcetines, la sonrisa que no se esconde de nadie y
un júbilo que se desborda del cuerpo pequeño.

Carlos Wynter Melo

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