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Y cuando desperté…

Un buen día abrí el periódico y descubrí que un cuento mío había ganado el primer lugar en cierto
concurso organizado por la facción cultural del Gobierno del Estado; allá, en Quintana Roo.
Supongamos que se lo merecía; y confiemos en ello porque, según testimonio confiable, los jueces
sufrieron lo suyo cuando abrieron el sobre con los datos del autor, seguros de haber elegido la obra
de un cuate suyo, y se encontraron en cambio con el ruso referente de un desconocido.
Creamos, pues, siempre con una buena porción de fe, que el dinero del premio lo utilicé con
sabia diligencia, que la experiencia destilada de los excesos sensuales es insustituible materia prima
de todo autor en ciernes. Hagamos de cuenta, insisto, que el cuento se lo merecía. No el autor
porque, al fin y al cabo, luego de ser distinguido con tal presea no tuvo siquiera el buen gusto de
asistir a la premiación y los importantísimos medios convocados tuvieron que conformarse con una
foto de su hermana en calidad de representante más o menos tartamuda. Ni modo: fui a trabajar,
como cualquier noche de jueves, a uno de los innumerables e innombrables antros de la zona
hotelera donde tuve el privilegio de ganarme el pan durante casi diez años; de aquellos años que
pesan un montón, si nos ajustamos a la creencia según la cual la década de los veinte es un periodo
crucial en la formación de todo individuo, cuando suelen labrarse destinos no tan inciertos en tanto
se perpetran licenciaturas, maestrías y vainas por el estilo.
Y bueno, una vez hechas todas las suposiciones precedentes, pregunto, le pregunto al respetable:
qué hubiera sido lo más viable, cómo debió reaccionar un ya no tan joven músico versátil (buen
ejecutante, eso sí) cuando, de pronto, un grupo de viejitos pelones y asoleados le dicen que es
escritor y tiene, amén de diez mil pesos extra en la bolsa que lo constatan, una foto de su
encandilada hermana en la sección de sociales del ¡Por esto! de Quintana Roo.
No sé si deba confesar tanta ingenuidad. A estas alturas debería darme lo mismo; sobre todo
cuando es insoslayable que mi vida, muy particularmente mi situación socioeconómica, ha
cambiado dramáticamente desde entonces. Es decir: no tengo siquiera una reputación que perder,
aunque no puedo argumentar sino el haber sucumbido ante una colosal inocentada. Qué más, ni
modo: me la creí, caí en el trinque de aquel cónclave de fariseos. Eres escritor, bato, me dije. Y
además laureado, reflexioné de inmediato. Cámara, exclamé. Me largo a la capital a estudiar, pos
qué chingaos, concluí. Y en el lapso de un año quemé las carabelas que tanto tiempo y esfuerzo me
había llevado construir. Y tampoco estaba alucinando con tomar la capital por asalto, indefensa ante
mi portentosa habilidad como perpetrador de ficciones. La cierto es que mi delirio no da para tanto.
No sé… Cierta ceguera, una insensata esperanza me sostuvo lo suficiente como para intentarlo.

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En el curso de aquel año, no obstante, tuve la oportunidad de ejercer el oficio con cierta seriedad.
Cancún, a diferencia de lo que se cree, al menos en asuntos culturales, no obstante la infraestructura
y de tanto exiliado chilango con arrestos de Hemingway, es un pueblo eminentemente bicicletero.
Sin embargo, a pesar de tan agraviante rezago (o quizás justo por ello) hubo por ahí dos aguerridos
colegas que se interesaron en mi trabajo; luego de un brevísimo cortejo me emplearon en dos
proyectos distintos: una columna en el suplemento cultural dominical del periódico La Crónica, y
una participación en Tropo a la uña, la revista bimestral de la Casa del Escritor de Cancún. Así, el
tiempo que demoré en finiquitar mis asuntos laborales y domésticos con la ilusión de emigrar con
cierta solvencia al defe, lo dediqué, con singular inconsecuencia, a jugar al escritor.
Tuve la suerte de ser enviado por el periódico de marras a cubrir una edición del Festival de Jazz
de Cancún y por ahí descubrí cierta facilidad y encanto para redactar crónicas de, según yo, sabroso
y chocarrero contenido. Me pidieron también que hiciera la crítica cinematográfica del mentado
periódico y, dichoso de ahorrarme el boleto, convertí tal posibilidad en un mero testimonial sobre la
experiencia de asistir al cine en Cancún, asunto por demás folclórico, cabe referir. En suma, a pesar
del muy humilde registro de mis textos, la vocación se fortaleció en aquel año fatal y ello me enfrió
un poco más la sangre para asumir el asunto con peligrosa indiferencia, insensible ante las ominosas
señales conjuradas, si se me permite el lirismo, en la bóveda de aquel peninsular océano salpicado
de estrellas.

Si me esfuerzo y, aunque me pese, intento llevar el tono de esta redacción hacia más solemnes
confines, podría referir, quizás, que el impulso fundamental de mi destierro fue la posibilidad de
dignificar mi vida. En algún momento supuse que el conocimiento (así, en ingenuo abstracto)
otorgaba de facto tal peculiaridad, más aún tratándose de un conocimiento específico: aquel a través
del cual se intenta deslindar los mecanismos y el proceso que dan estamento literario a un texto. En
principio me interesó la posibilidad de incorporar tales nociones a la práctica cuyo definitivo
pináculo he narrado ya a detalle en el dilatado exordio precedente. Aunque lo cierto es que aquel
premio, justo es decirlo, fue sólo la inesperada vuelta de tuerca de una trayectoria de años, literato
diletante y perpetrador de invectivas desde escuincle, según consta en los registros memorísticos
familiares, celosamente atesorados por mi madre.
Y digo «diletante», y enfatizo «invectivas», porque, de pronto, cuando tomé conciencia de la
posibilidad de asumir esta actividad como medio de vida (epifanía ocurrida durante el Festival de
Jazz, en Playa Ballenas, mientras elaboraba George Benson la enésima versión de Breezing), supe,
al mismo tiempo, ante el irrecusable referente de ciertas obras maestras de la literatura mundial
sujetas a escrutinio, y por lo genuino de las críticas hechas a mis textos por una terna de bien
informados y mejor intencionados parnas, que ciertos elementos daban a mi actividad literaria rango

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de asunto aún en ciernes. (Aspectos como esta aferrada manía de elaborar intrincados hipérbatos y
dilatar en infructuosas y tensas circunstanciales la clarificadora convergencia entre el núcleo verbal
y su complemento directo, por ejemplo).
Así, pues, algo había de aprender si me tomaba el tiempo de cursar una licenciatura del tipo. Fue
tan visceral la decisión que de entrada no reflexioné sobre el hecho de no haber cursado la
preparatoria. Sí lo paso, decía yo, un tanto chespiritamente, cuando de pronto me cruzaba por el
entendimiento la posibilidad de reprobar el examen del Ceneval. Y del sustento, ni hablar: Dios y
mi abnegada madre proveerían, anticipaba fascinado y conchudo. De ese modo, sin mayor
reflexión, contra la trágica determinación de mi proverbial mala suerte; con varias y muy
significativas posibilidades en contra; a pesar de los vaticinios funestos de mi caimán1 y de mi cuate
Abraham, conguero de rancio abolengo, más dolido que mal intencionado por mi súbito retiro; no
obstante las admoniciones de cierto sector de la familia que no veía en mis empeños sino una larga
calada del porro que suponían seguía en feroz ignición; a pesar incluso de mí mismo, conmocionado
ante el talante tan definitivo de mi determinación, insensible incluso a los lloros de una noviecita
mayense que ya me daba por perdido; sobre todos estos agravantes y varias consideraciones más
que tampoco vienen al caso, rematé un bien cuidado Caprice color chocolate, estipendié la mayoría
de mis bártulos de bajista, le heredé a mi hermana la nada despreciable cantidad de libros que había
coleccionado hasta entonces, y me vine a estudiar a la capital en calidad de Benito Juárez
postmoderno.

Casi desde niño tuve la convicción de que un escritor, cualquier creador, lo es en la justa medida
de su convicción y su constancia. Puedes aprender a la perfección la norma gramatical o las
convenciones genéricas (y seguro que sirve ese conocimiento, no poco), pero hay ciertas sutilezas
del oficio que no se enseñan. Se me ocurre, por ejemplo, la configuración del estilo, tan deliberada
como la temática o la disposición de la estructura narrativa, y que se determina siempre en función
de la personalidad y experiencia del autor. Proceso de muy difícil discernimiento y complicada
maleabilidad, debido quizás al hecho de que el acto de crear literatura incluye no sólo la redacción y
la configuración del universo lírico o narrativo, sino muy especialmente el diseño del lector al que
se pretende dirigir el discurso y sobre el que se deberá incidir –siempre que pretendamos
efectividad comunicativa– a través de una impresión estética orgánica, integral. Y si el supuesto
escritor pretende ejercer géneros diversos, debe plantearse hacerlo, además, con un registro
específico en cada uno de ellos, con una voz y en una vertiente expresiva diferenciadas, asumir
diversas formas de ser él mismo, de percibir y procesar la realidad, inherentes todas a una
utilización muy precisa del lenguaje.

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Dícese de los directores de grupos musicales versátiles.

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Eso, insisto, entre otros muchos detalles, no son susceptibles de ser enseñados, son parte de la
naturaleza y la intuición del escritor. Se puede nacer con ello o bien desarrollarlo a través de una
práctica constante; prueba y error donde el valor de los aciertos depende no sólo de la habilidad de
quien propone sino, muy particularmente, del receptor. Y la situación se complica a grados
inmensurables si consideramos la enorme diversidad de expectativas en las que se pretende incidir.
El asunto, como se ve, es en sí complejo; juegan muchas variables de las que no se puede tener
control. Uno, en tal trance, aspira acaso a ser lo suficientemente necio y autocrítico como para que
esto, tal propensión, de algún modo arranque y devenga en oficio, en medio de vida, en voz propia.
Eso sin contar las indispensables dosis de buena fortuna y cierta habilidad para las relaciones
públicas.
Entonces, con todas las ideas del párrafo precedente en la conciencia, lejos de saber con certeza
si era en verdad materia de escritor, me matriculé en la Facultad de Filosofía y Letras,
comprometido por el alto costo material de mi decisión y por la buena disposición de las
circunstancias, luego de aprobar el muy barco examen del Ceneval y converger las fechas límite con
cirujana precisión. Un día, recién cumplidos mis treinta y cinco años, me convertí en estudiante del
SUA. Desde entonces hasta el último de los créditos asistí a clase con fervor religioso cada lunes.
Al iniciar el curso era muy poco lo que del programa sabía con certeza. Sabía, por ejemplo, que
la carrera no estaba orientada hacia el aspecto creativo, al menos no en términos de creación
literaria, pero sí se garantizaba la formación de lectores profesionales y una mayor profundidad en
el conocimiento y uso del lenguaje. Viene a cuento algo que dijo Vargas Llosa sobre su experiencia
universitaria, valiosa únicamente en tanto le ahorró tiempo como lector, es decir: leyó todo lo que
debía leerse para fundamentar, con conocimiento de causa, lecturas cada vez más experimentadas.
No tuvo que tantear con palo de ciego los estantes de las bibliotecas y consumir, quizás, obras
secundarias o superfluas que hubieran desvirtuado su percepción sobre el fenómeno. Y claro: el
programa de lectura de la carrera tiene esa misma virtud; se lee lo que debe leerse para tener una
idea fundamentada de la historia literaria, los géneros, los diversos registros estilísticos y las
vertientes críticas. Creo yo, sin embargo, que el aprendizaje de todos estos elementos no sólo
concurre en el incipiente escritor como una mera orientación o ahorro de tiempo sino proporciona
las herramientas esenciales para desarrollar la práctica literaria sobre bases más firmes, de un modo
tan simple como puede ser el posicionarse deliberadamente en uno u otro paradigma estilístico o
bien hacer la exégesis de su propia obra y encontrar con mayor certeza y profundidad sus defectos y
virtudes. (Eso si antes no reculamos ante el hecho de constatar que la posibilidad de morir de
hambre o tuberculosis no es tan romántica como comúnmente se cree; o que la anonimia es el más
probable destino de un muy alto porcentaje de todo esfuerzo literario.)

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En otro sentido, la historia de la literatura, muy vinculada al propio devenir de la crítica, además
de fascinante y un muy factible ámbito de posibilidades magisteriales, establece muy claros
vínculos entre la realidad social y la producción literaria. De algún modo, ese conocimiento puede
proyectarse a fin de anticipar las propuestas emergentes y, si acaso la industria editorial fuese el
nicho donde se eligiera profesar, detectar la obra más significativa de los jóvenes (y los no tan
jóvenes) creadores suspirantes. Y darle entonces al clavo: coadyuvar en la configuración de las
nuevas corrientes expresivas desde un posición privilegiada, fundamentada, profunda y
desinteresada. Y ya puestos a soñar, podemos suponer que tal encauzamiento crítico generaría, en
un momento dado, la coherencia indispensable para condensar la dispersión de este abigarrado y
caótico postmodernismo. Quizás, aún en la diversidad y el eclecticismo, sea posible la constitución
de nuevas corrientes expresivas donde pueda agruparse un mismo ímpetu social, cultural, sin las
perennes alambradas tendidas desde la endogámica elite cultural y académica. Digo: en cuanto a
este país concierne e, insisto, como un utópico referente al que, creo yo, vale al pena aspirar.
Considero, no obstante lo dicho, desde mi andamiaje subjetivo (como puntualizan quienes no
están seguros de la universalidad de sus propios procesos; grado muy sutil de elitismo, por cierto),
que la posibilidad más tangible de dignificar mi quehacer literario se ha gestado a partir del
conocimiento de la estructura de la lengua. Desde el estudio de la fonética hasta el del análisis del
discurso, se generó un dilatado y muy integrado proceso epistemológico en torno al cual
convergieron todos los supuestos posibles del lenguaje en una totalidad coherente, moldeable,
articulada en función de las operaciones creativas pertinentes al ejercicio literario. Eso, desde mi
perspectiva (otra vez el andamiaje), es oro molido, una muy profunda veta por explorar que valida y
minimiza cualquier sacrificio, independientemente del improbable éxito o relevancia de mi propio
esfuerzo literario. Ese conocimiento, vedado a la mayoría de las personas, en cierto sentido sagrado
por las implicaciones que el lenguaje tiene en la naturaleza del hombre, le garantiza a mi pulsión
creativa una expresión plena. Todo lo demás dependerá, acaso, de mi improbable talento.
En vista de la predecible carga de trabajo que implicaba esta incursión universitaria, y de la suma
de conocimientos que, intuía, habrían de reconfigurar mi práctica literaria, decidí no escribir más, al
menos no con tal afán, en tanto no terminara la carrera. Claro: no cumplí mi propósito y algo
adelanté; lo suficiente como para saber que, en efecto, algo de mí se iba puliendo, acaso
desbastando, a medida que cobraba conciencia de los fenómenos y las implicaciones del contenido
de cada una de las materias que tuve la fortuna de cursar. Ahora, en virtud de ese efecto, tengo
mucho más claro el derrotero hacia donde habré de orientar mi práctica profesional. Y sí: mucho de
literatura habrá de por medio; pero también, movido quizás por la definitiva influencia de ciertos
profesores memorables y por algo de sangre de maestro vertido en mi caudal (mis padres fueron
profesores normalistas), tengo muy claro que el giro de esta vertiginosa espiral, desde aquel día

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fatal, cuando abrí el periódico y me enteré que un cuento mío había ganado cierto concurso,
encontrará todavía mayor impulso en la inercia de las aulas, esta vez en calidad de guía e instructor.

[INCLUIR PÁRRAFO SOBRE LA EXPERIENCIA DOCENTE]

Y vuelvo ahora al inicio de esta ya larga parrafada. Quiero decir que me siento ciertamente
satisfecho de haberme dado la oportunidad. Ya sentía gastado, erosionado de tanto repetirlo, el
prurito de estar desperdiciando el tiempo y, peor, la posibilidad de haber comenzado quizás ya
demasiado tarde. Y lo cierto es que no deja de inquietarme el rumor según el cual las posibilidades
de ensanchar esta preparación apenas incipiente están vedadas a un tipo de mi edad y mi
currículum. Insisto más por no poder detener el impulso inicial que motivado por un legítimo y
orgulloso júbilo de misión cumplida.
La más importante lección de la carrera es la constatación ineludible de aquella manidísima
máxima socrática. Qué curioso: ahora, más aún que al inicio de la licenciatura, entiendo lo mucho
que ignoro y la inutilidad manifiesta de casi el total de aquello que aprendí. Y sí bien expreso con
cierta ironía tal paradoja, debo reconocer que no me siento burlado cuando pienso en ello. Creo, sin
duda, que es una gran virtud saber sin reservas nuestros propios límites. Y si de algo sirve la
experiencia universitaria, creo yo, es para ello; porque la claridad de tanto vacío nos impele siempre
a llenarlo de algún modo, y esa búsqueda incesante de conocimiento y experiencia, Sócrates me
ampare, es lo que dignifica y da significado a la existencia. Digo: ya puesto en plan de filósofo
diletante. Diletante incluso en este terreno sin desbrozar que soy yo mismo.

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