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Juan Nuño
Estado y nación
La solución más boba y manida para salir de aprietos es acudir al cómodo recurso del doble
registro: hay un nacionalismo bueno, y otro, malo. Ejemplos, no menos tontos y usados:
buenos son los nacionalismos africanos, asiáticos, latinoamericanos, y malo, malísimo, es el
nacionalismo alemán o el japonés. O el norteamericano, que recibe el feo nombre de
imperialismo. Ojalá el mundo fuera tan simple como quieren siempre los maniqueos. De
cerca, las cosas se complican.
Ambigüedad y contradicciones
Se supone que debe existir el sentimiento nacional búlgaro, lo que no ha impedido que su
himno «nacional» contuviera esta emotiva estrofa: «Gloria al gran sol de Lenin y Stalin
que, con sus rayos, ilumina nuestro camino». Ghana, antes de llamarse nacionalistamente
Ghana, era una colonia británica conocida como Costa de Oro; para un vibrante sentimiento
nacional, tal nombre resultaba inadmisible y se inventaron lo de Ghana que, al parecer,
designaba en el pasado a un mítico imperio africano, del que se sabe muy poco, pero lo que
se sabe es que no contenía entre sus fronteras a la Costa de Oro. Qué más da. También
deben existir ardorosos nacionalistas pakistanos, que idolatren a su nación, Pakistán. Quizá
sepan (o aún no se lo han dicho) que ese nombre (Pakistán) fue inventado por un estudiante
de Cambridge, a partir de las iniciales de las provincias musulmanes de la India. Puestos a
inventar nuevos nombres en beneficio de nuevas nacionalidades, nadie como aquel Dr.
Sukarno de Indonesia, que se empeñó en crear una nueva nación, formada por otras tres
(Indonesia, Malasia y Filipinas), por lo que, en un alarde de calenturienta imaginación,
propuso llamarla «Mafilindo», como quien te pone nombre a una quinta en recuerdo de tres
hijas. Claro que, si a ver vamos, hay ciertos nombres americanos nada lucidos: los Estados
Unidos (que no es nombre propio ni unívoco) solucionaron el problema cortando por el
medio: se cogieron el nombre de todo el Continente. Debe ser por eso por lo que a los
pobres argentinos les dejaron sin un sustantivo que los represente. Semejantes absurdos no
son exclusivos ni del pasado siglo ni del Tercer Mundo; no estará de más recordar que si el
nacionalismo inglés (inglés, de lengua y cultura inglesa, no sólo de país) se alimenta
orgullosamente del culto a la gran figura de Shakespeare, el primer poeta nacional, el bardo
de Avon, etc., etc., ello se debe a los eruditos alemanes que, en el xviii, para combatir al
clasicismo francés (Racine y compañía), lo elevaron a ese pedestal del que aún no ha
bajado.
Las contradicciones se dan en todos los terrenos. El más minado es aquel que aspira a
definir y precisar el concepto de «nación». Porque si, como algunos simples creen, la
lengua fuera el criterio, hace muchos siglos que no debería existir Suiza ni,
contemporáneamente, la India. Desde luego, que aquello de que la nación está formada por
los nacionales, entendiendo por tales los nacidos en el mismo territorio, hace tiempo que
dejó de ser cierto. Que se lo pregunten a los hijos de tunecinos o argelinos nacidos en
Francia o a los de los Arbeitgüster o inmigrantes, nacidos en Alemania o en Suiza. Si una
mujer turca da a luz en Düsseldorf, ese niño no será necesariamente alemán, como
parecería exigir el credo nacionalista original, sino que sigue siendo un extranjero, un
Volksfremde, pues el nazismo dejó bien sembrada su semilla, el huevo de la serpiente, y no
sólo en suelo alemán.
Triunfo y fracaso
Puestos a tomar las cosas con un poco de humor, no hay la menor duda de que el capitulo
más hilarante del nacionalismo lo proporciona el marxismo. ¡Pobre marxismo! La verdad
es que habiendo fracasado en tantos terrenos, no debería extrañar que uno de sus primeros y
más sonados fracasos fuera el que le suministrara el nacionalismo; recuerda aquella fábula
de las dos jarras, la de hierro y la de barro; por supuesto, el hierro es siempre nacionalista.
Primero dijeron los marxistas que eso del nacionalismo era un producto burgués y, como
tal, condenado a desaparecer en la sociedad socialista. Menos mal que no fue así; de lo
contrario, difícilmente hubiera podido la Unión Soviética ganarles la guerra a los alemanes:
lo hicieron en nombre de la Santa Rusia. Pero cuando las cosas se complicaron de veras fue
al surgir las nuevas naciones tercermundistas: ¿manifestación simplemente burguesa?
Entonces comenzó ese juego de billar a cuatro bandas, con lo de que hay buenos y malos
nacionalismos, según que propugnen o no la revolución o según como sean sus relaciones
con la Unión Soviética (o con China o con Cuba, dependiendo). Para no hablar de la
inmensa contradicción que encierra el Imperio ruso, unificado y centralizador, y la multitud
de nacionalidades más o menos permitidas en su interior, no todas felices de pertenecer
«voluntariamente» al Leviatán. Y es que era inevitable el choque: el marxismo es una teoría
que explica la historia mediante un corte vertical (los de arriba frente a los de abajo:
explotadores y explotados), mientras que el nacionalismo siempre lo hace horizontalmente
(pluralidades humanas enfrentadas). El hecho indisputable es que en semejante pugna ha
triunfado plenamente el nacionalismo: en un siglo largo ha creado multitud de nuevos
estados y alimentado el fuego de los viejos, pero el marxismo ha fracasado por completo al
no lograr destruir (como prometiera) al menos un solo Estado.
Pro y contra
Todo eso está muy bien, pero la gente quiere definiciones personales: ¿a favor o en contra
del nacionalismo? Si es usted marxista puro, de la vieja escuela, tiene que estar en contra y
echar mano de todos los apolillados slogans internacionalistas; si, por el contrario, piensa
tercermundistamente, a lo Fanon, a lo Che Guevara, abrazará cualquier nacionalismo con
tal, eso sí, de que apunte en la dirección del imperialismo que a usted le convenga, es decir,
que más deteste. Si es anti-norteamericano, apoyará al nacionalismo nicaragüense y aun al
libio o al angoleño, pero si es anti-soviético, aplaudirá al nacionalismo afgano o al chadiano
o al de los vietnamitas. Nadie puede quejarse: hay para todos los gustos. ¿Y el de andar por
casa, el nacionalismo propio, el que se supone que le corresponde tener a cada quisque?
Ahí la respuesta es matizada.
Una mínima y clásica lección sociológica enseña que la condición de «ser humano» no es
innata sino adquirida y modificable; es aquello de los niños-lobo, dejados en la selva: ni
hablan ni pueden adoptar la posición erecta; son prácticamente animales. Para adquirir y
perfeccionar la condición «humana», es decir, civilizada, con todas sus ventajas y todos sus
inconvenientes, es menester convivir socialmente y formarse culturalmente, y si tal se hace
con los grandes conglomerados humanos, mejor: más civilizados estarán siempre los
habitantes de la gran metrópoli que los del villorrio o aldea. Lección vieja desde
Aristóteles. Cuanto más internacional, más abierto, más cosmopolita, más humano será el
hombre; el nacionalismo es siempre recurso provinciano, de angostura y encogimiento.
Pero hay que comprenderlo: quienes no tienen otra cosa de la que agarrarse, echan mano de
eso, de su exaltado, insultante y agresivo nacionalismo.