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Nacionalismo: mitos y realidad

Juan Nuño

Lo terrible de la cabeza de Medusa, la más temible de las


Gorgonas, eran sus inmensos y fijos ojos: con ellos petrificaba
a quien la mirase. O se arranca de un tajo la cabeza, como
hiciera Perseo e inmortalizara Cellini para gloria de la loggia
florentina, o se padece la pétrea congelación de esa mirada.
Quienes han contemplado el rostro del nacionalismo están
condenados a ser piedras atravesadas en la historia de los
pueblos.

También puede echarse mano de otro mito: es el nacionalismo


La veneración de las astucias. la Bella Durmiente que, una vez despertada por el beso
Ensayos polémicos, romántico del siglo xix, llega a transformarse en el
Caracas: Monte Ávila, 1990.
incontrolable monstruo del Dr. Frankenstein.

Estado y nación

La solución más boba y manida para salir de aprietos es acudir al cómodo recurso del doble
registro: hay un nacionalismo bueno, y otro, malo. Ejemplos, no menos tontos y usados:
buenos son los nacionalismos africanos, asiáticos, latinoamericanos, y malo, malísimo, es el
nacionalismo alemán o el japonés. O el norteamericano, que recibe el feo nombre de
imperialismo. Ojalá el mundo fuera tan simple como quieren siempre los maniqueos. De
cerca, las cosas se complican.

Primero fue el Estado; luego la nación. Y de ahí el monstruo: naciones-estado. El Estado, lo


más antiguo, es el marco legal que permite una vida social comunitaria, sin importar, en
principio, la nacionalidad de sus ciudadanos. Roma fue un Estado, nunca una nación; al
contrario, los cives romani procedían de muchas y diversas regiones o gentes o naciones.
Cuando una nación predomina y busca la exclusiva, en vez de un simple Estado, surge el
híbrido: Estado-Nación; en vez de ser un instrumento legal, pasa a ser una máquina
nacional. Fue el romanticismo el culpable: enamorado de las diferencias y obsesionado con
la naturaleza, exalta la nación como el origen común e intransferible de un grupo humano.
El Estado fue conquistado por la nación y el nacionalismo es el sentimiento resultante, la
ideología encubridora, la venta del producto.

Pero la contradicción Estado-Nación subsiste. Paradigma: la Revolución Francesa que, por


un lado, exalta los derechos del hombre, que se supone universales y, por otro, la soberanía
nacional, que no pasa de ser una reclamación particular y aun reducida a un solo país. Con
ello, o bien los derechos humanos tropiezan con la multitud de soberanías que habrían de
propiciarse, o bien se convierten y diluyen en simples derechos nacionales. Por algo, habla
Hannah Arendt de la «perversión del Estado» por haber llegado a ser simple instrumento de
la nación. Quizá todos los integrantes del Estado sean ciudadanos, pero sólo unos serán
nacionales, esto es, ciudadanos de primera por serlo de «nación», por nacimiento. Los
otros, si acaso, naturalizados, son ciudadanos de segunda. Esa es la perversión. Lo natural,
lo fáctico, el azar predomina sobre lo legal, lo estatuido, lo necesario. Por lo mismo, en esa
inversión de valores, los nazis fueron consecuentes y llegaron hasta la esquizofrenia
constitucional al distinguir nítidamente entre Staatsfremde y Volksfremde, pues no era lo
mismo ni valoraban igual ser extranjero por pertenecer a otro estado que serlo por formar
parte de otro pueblo o nación. Ambos eran extranjeros, pero, en adelanto orwelliano, los
segundos lo eran más: caso de los judíos, que aunque fueran ciudadanos (de hecho y de
derecho, pertenecían al Staat alemán), en realidad eran totalmente extraños por pertenecer a
otro pueblo o nación (Volk) y no al sagrado pueblo alemán. «En realidad» lo explica todo:
no basta con las apariencias, sino que, armados de alguna clave (sangre, raza, clase), hay
que penetrar en el fondo de los fenómenos, en la «realidad». Ese fue el truco metodológico
de las doctrinas románticas y el combustible que animó al nacionalismo rampante, no sólo
durante el xix.

Ambigüedad y contradicciones

Lo más divertido del nacionalismo es su permanente ambigüedad, además de aquella pobre


dualidad entre lo bueno y lo malo, se presenta la confusión entre nacionalismo y religión.
Se ha dicho que no es casualidad que apareciera el nacionalismo justo cuando la religión
declina y hasta se pretende que aquél es tan sólo el sucedáneo de ésta, la forma moderna de
ser religioso. De modo tal que el nacionalismo sería complemento de la religión. En vez de
adorar y servir a Dios, se quema incienso en el altar de la Nación. Explicación de la
erección de Panteones y otros sagrados monumentos nacionales. Por algo los religiosos
fundamentalistas y fanáticos judíos de Mea Shearim abominan del Estado de Israel: ven en
los nacionalistas israelíes su peor competidor (además de unos blasfemos) al pretender
remplazar un culto con otro, no menos trascendente. Sólo que, de nuevo, las cosas no son
tan simples. Ahí están los mahometanos para probar que, más que complemento, el
nacionalismo es potenciador de la religión. Además, eso de que la religión ha declinado es
desgraciadamente otro mito racionalista del siglo pasado. También aseguraron que las
naciones se disolverían para que surgiera el internacionalismo fraternal. Hay más religión
que nunca (de todas: de la «verdadera» y de las otras) y un nacionalismo tan fuerte como en
la época de Bismarck o Garibaldi. Sólo que más extendido: ahora cualquier etnia tiene su
banderita y un sitio en la ONU. Tal es su otra cara ambigua: muerte y transfiguración. En
lugar de disminuir, como ingenuamente creyeron los apóstoles internacionalistas (entre los
cuales, los más ingenuos, los marxistas), ha rebrotado con más fuerza. De ahí sus
permanentes y aun jocosas contradicciones.

Se supone que debe existir el sentimiento nacional búlgaro, lo que no ha impedido que su
himno «nacional» contuviera esta emotiva estrofa: «Gloria al gran sol de Lenin y Stalin
que, con sus rayos, ilumina nuestro camino». Ghana, antes de llamarse nacionalistamente
Ghana, era una colonia británica conocida como Costa de Oro; para un vibrante sentimiento
nacional, tal nombre resultaba inadmisible y se inventaron lo de Ghana que, al parecer,
designaba en el pasado a un mítico imperio africano, del que se sabe muy poco, pero lo que
se sabe es que no contenía entre sus fronteras a la Costa de Oro. Qué más da. También
deben existir ardorosos nacionalistas pakistanos, que idolatren a su nación, Pakistán. Quizá
sepan (o aún no se lo han dicho) que ese nombre (Pakistán) fue inventado por un estudiante
de Cambridge, a partir de las iniciales de las provincias musulmanes de la India. Puestos a
inventar nuevos nombres en beneficio de nuevas nacionalidades, nadie como aquel Dr.
Sukarno de Indonesia, que se empeñó en crear una nueva nación, formada por otras tres
(Indonesia, Malasia y Filipinas), por lo que, en un alarde de calenturienta imaginación,
propuso llamarla «Mafilindo», como quien te pone nombre a una quinta en recuerdo de tres
hijas. Claro que, si a ver vamos, hay ciertos nombres americanos nada lucidos: los Estados
Unidos (que no es nombre propio ni unívoco) solucionaron el problema cortando por el
medio: se cogieron el nombre de todo el Continente. Debe ser por eso por lo que a los
pobres argentinos les dejaron sin un sustantivo que los represente. Semejantes absurdos no
son exclusivos ni del pasado siglo ni del Tercer Mundo; no estará de más recordar que si el
nacionalismo inglés (inglés, de lengua y cultura inglesa, no sólo de país) se alimenta
orgullosamente del culto a la gran figura de Shakespeare, el primer poeta nacional, el bardo
de Avon, etc., etc., ello se debe a los eruditos alemanes que, en el xviii, para combatir al
clasicismo francés (Racine y compañía), lo elevaron a ese pedestal del que aún no ha
bajado.

Las contradicciones se dan en todos los terrenos. El más minado es aquel que aspira a
definir y precisar el concepto de «nación». Porque si, como algunos simples creen, la
lengua fuera el criterio, hace muchos siglos que no debería existir Suiza ni,
contemporáneamente, la India. Desde luego, que aquello de que la nación está formada por
los nacionales, entendiendo por tales los nacidos en el mismo territorio, hace tiempo que
dejó de ser cierto. Que se lo pregunten a los hijos de tunecinos o argelinos nacidos en
Francia o a los de los Arbeitgüster o inmigrantes, nacidos en Alemania o en Suiza. Si una
mujer turca da a luz en Düsseldorf, ese niño no será necesariamente alemán, como
parecería exigir el credo nacionalista original, sino que sigue siendo un extranjero, un
Volksfremde, pues el nazismo dejó bien sembrada su semilla, el huevo de la serpiente, y no
sólo en suelo alemán.

Triunfo y fracaso

Puestos a tomar las cosas con un poco de humor, no hay la menor duda de que el capitulo
más hilarante del nacionalismo lo proporciona el marxismo. ¡Pobre marxismo! La verdad
es que habiendo fracasado en tantos terrenos, no debería extrañar que uno de sus primeros y
más sonados fracasos fuera el que le suministrara el nacionalismo; recuerda aquella fábula
de las dos jarras, la de hierro y la de barro; por supuesto, el hierro es siempre nacionalista.

Primero dijeron los marxistas que eso del nacionalismo era un producto burgués y, como
tal, condenado a desaparecer en la sociedad socialista. Menos mal que no fue así; de lo
contrario, difícilmente hubiera podido la Unión Soviética ganarles la guerra a los alemanes:
lo hicieron en nombre de la Santa Rusia. Pero cuando las cosas se complicaron de veras fue
al surgir las nuevas naciones tercermundistas: ¿manifestación simplemente burguesa?
Entonces comenzó ese juego de billar a cuatro bandas, con lo de que hay buenos y malos
nacionalismos, según que propugnen o no la revolución o según como sean sus relaciones
con la Unión Soviética (o con China o con Cuba, dependiendo). Para no hablar de la
inmensa contradicción que encierra el Imperio ruso, unificado y centralizador, y la multitud
de nacionalidades más o menos permitidas en su interior, no todas felices de pertenecer
«voluntariamente» al Leviatán. Y es que era inevitable el choque: el marxismo es una teoría
que explica la historia mediante un corte vertical (los de arriba frente a los de abajo:
explotadores y explotados), mientras que el nacionalismo siempre lo hace horizontalmente
(pluralidades humanas enfrentadas). El hecho indisputable es que en semejante pugna ha
triunfado plenamente el nacionalismo: en un siglo largo ha creado multitud de nuevos
estados y alimentado el fuego de los viejos, pero el marxismo ha fracasado por completo al
no lograr destruir (como prometiera) al menos un solo Estado.

Pro y contra

Todo eso está muy bien, pero la gente quiere definiciones personales: ¿a favor o en contra
del nacionalismo? Si es usted marxista puro, de la vieja escuela, tiene que estar en contra y
echar mano de todos los apolillados slogans internacionalistas; si, por el contrario, piensa
tercermundistamente, a lo Fanon, a lo Che Guevara, abrazará cualquier nacionalismo con
tal, eso sí, de que apunte en la dirección del imperialismo que a usted le convenga, es decir,
que más deteste. Si es anti-norteamericano, apoyará al nacionalismo nicaragüense y aun al
libio o al angoleño, pero si es anti-soviético, aplaudirá al nacionalismo afgano o al chadiano
o al de los vietnamitas. Nadie puede quejarse: hay para todos los gustos. ¿Y el de andar por
casa, el nacionalismo propio, el que se supone que le corresponde tener a cada quisque?
Ahí la respuesta es matizada.

Una mínima y clásica lección sociológica enseña que la condición de «ser humano» no es
innata sino adquirida y modificable; es aquello de los niños-lobo, dejados en la selva: ni
hablan ni pueden adoptar la posición erecta; son prácticamente animales. Para adquirir y
perfeccionar la condición «humana», es decir, civilizada, con todas sus ventajas y todos sus
inconvenientes, es menester convivir socialmente y formarse culturalmente, y si tal se hace
con los grandes conglomerados humanos, mejor: más civilizados estarán siempre los
habitantes de la gran metrópoli que los del villorrio o aldea. Lección vieja desde
Aristóteles. Cuanto más internacional, más abierto, más cosmopolita, más humano será el
hombre; el nacionalismo es siempre recurso provinciano, de angostura y encogimiento.
Pero hay que comprenderlo: quienes no tienen otra cosa de la que agarrarse, echan mano de
eso, de su exaltado, insultante y agresivo nacionalismo.

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