El progreso de la ciencia se mide, hoy, en una parte muy significativa, por el
progreso en las ciencias biológicas. Así como el siglo XX fue el del apogeo de la física, que con sus hallazgos permitió entre otros hechos importantes, la gran revolución informática a la que asistimos desde hace varios lustros, el siglo XXI comienza a ser un siglo de otras grandes transformaciones en múltiples campos, ahora a partir de las ciencias biológicas. En realidad lo que sucede es que la biología ha conseguido aclarar su estatuto de ciencia física desde la segunda mitad del siglo XX, y quiere serlo en una forma aun más precisa con la biología molecular, ese bien logrado cruce de caminos entre la genética, la química y la física, que ha permitido comprender diversos campos del funcionamiento de lo viviente, a partir del estudio de los mecanismos celulares a nivel molecular, para consolidar así su definición como una rama de la física. En esa perspectiva, la biología molecular es hoy un campo que progresivamente absorbe y promueve todo el conocimiento biológico, y con ello ha llegado incluso a condicionar el desarrollo de otras ramas de la biología. Es el caso de la etología, el estudio de los animales en su medio natural, y la cual define el laboratorio como recurso de investigación complementario de la observación directa en el medio natural. Con la etología la biología no se inscribe estrictamente como una parte de la física, pero con ella la biología había logrado situar hechos como la significación del semejante, del depredador o del desconocido para un ser vivo, al explicar con tales elementos, procesos biológicos importantes (la agresividad, el camuflaje y el mimetismo de diversos animales, entre otros fenómenos), sin que lo físico-químico fuera el fundamento único de tales explicaciones. Hoy, hechos como la significación del otro tienden a ser reducidos a procesos moleculares, al margen de las sólidas explicaciones propuestas por los etólogos, lo cual a juicio de algunos, más bien pocos, debería ser repensado, pues la biología tendería de esta forma a perder de vista su objeto de estudio específico, lo viviente, al reducir la vida a meros procesos físico- químicos, lo que podría ser un abandono finalmente calamitoso e insostenible para la ciencia. Ese abandono abre paso, como de hecho ya sucede, a imaginerías inocuas o nocivas, pero de todas formas vacuas, en torno a la naturaleza y funcionamiento de lo viviente. Lo señalado pone de presente que la biología molecular se ha convertido en el faro único del conocimiento biológico, y ello tiene no pocas implicaciones. Y bien, de la biología molecular se desprenden en gran parte lo que se conoce desde hace varias décadas como neurociencias, campo que, al lado de los estudios de la neurología propiamente dicha, ha replanteado múltiples conceptos y explicaciones de muchos fenómenos, hasta llegar a interrogar la tradicional diferenciación entre cuerpo y mente (la cual, se ha designado de varias maneras: cuerpo y alma, dualismo de las sustancias, la materia y el espíritu, el pensamiento y el cerebro, etc.), paso éste que tendría consecuencias enormes para la humanidad, de llegar a imponerse. ¿Cómo se sitúan ante tal proposición otros saberes diferentes a los neurocientíficos? Para responder adecuadamente lo anterior conviene ubicar con claridad en qué consiste esa interrogación que hoy hacen los neurocientíficos (también muchos de los llamados filósofos de la mente) a la ancestral concepción según la cual el cuerpo y la mente tienen, cada uno, sustancias de características diferentes; que se trataría de dos reales de naturaleza heterogénea. El problema se puede expresar de la siguiente forma: para unos existe un dualismo (cuerpo y mente); para los neurocientíficos y numerosos filósofos de la mente, hay simplemente un monismo, es decir, la mente no es sino una expresión pura y plena del funcionamiento de un órgano, el cerebro; lo llamado mental o psíquico sería un hecho enteramente neurofisiológico. ¿Cómo sustentan esto las neurociencias? En forma sucinta, se trata de lo siguiente: progresivamente se ha logrado logra mostrar con mayor precisión que los procesos llamados “mentales” se pueden modificar, y también se podrían explicar (ciertamente no es lo mismo –modificar y explicar–, aun cuando hay la tendencia, en especial, entre los neurocientíficos, a suponer que quien sabe modificar algo es porque posee una explicación de la cosa en cuestión. Un mecánico puede reparar muy bien un automóvil e ignorar por completo la física que subyace en aquello sobre lo cual trabaja), a partir de la naturaleza y acción de sustancias y de mecanismos neurofisiológicos que hoy se conocen cada vez mejor, y que suponer una dualidad en tales procesos (por ejemplo del pensamiento, de la tristeza, de la honradez, etc.) con el organismo, no sería sino el resultado de una ignorancia sobre la físico-química del sistema nervioso, ignorancia que se va reduciendo en forma acelerada hoy con los progresos actuales de las neurociencias. Esos avances han permitido, por ejemplo, la aparición de medicamentos y tratamientos que posibilitarían que lo que se había definido como mental, fuera posible ya definirlo como neurofísico. De otra manera, estaríamos en un momento en que se podría captar físicamente lo que siempre se había definido como psíquico, como inmaterial, etc., y así nos avecinaríamos a que todo aquello que ha sido pensado sin contar con la investigación científica, debería ser redefinido en términos neurofisiológicos. Naturalmente, se está lejos de una unanimidad al respecto, aun entre los científicos, si bien muchos de estos radicalizan sus posiciones y tratan con desdén toda forma de dualismo entre el cuerpo y la mente. Quedan en juego asuntos tan complejos como la estética, la ética o la religión, entre muchos otros asuntos pendientes, y explicarlas como puras acciones del cerebro (ya no de la mente) es condición de una refutación cierta del dualismo. Los neurocientíficos se esfuerzan en dar respuestas a partir de las premisas derivadas de sus investigaciones, y han aparecido proposiciones que se designan como neurorreligión, neuroética, y otros, que establecen hipótesis en esa perspectiva. Allí cabe destacar algunos nombres verdaderamente serios en sus argumentaciones, quienes, tomando distancia del fanatismo de los cientistas, defienden esa perspectiva, como son Searle, Changeux y otros. Hoy, con el apoyo de las ciencias de la computación, los neurocientíficos esperan ver (literalmente hablando) el pensamiento mismo, lo cual es un reto mayor, que hace dudar aun a algunos de los más radicales. Por el momento se señala que es cuestión de tiempo y que la investigación avanza con dificultad pero sin vacilaciones, en la dirección de explicar solo a partir de sus premisas, la ética, la estética y todos los procesos llamados mentales. Hay neurocientíficos contemporáneos, sin embargo, que no se colocan del lado del monismo, entre los cuales cabe mencionar al premio Nobel del año 2000, Eric Kandel, o al laureado con la medalla Kraepelin, Magistretti. ¿Qué respuesta podrían proponer quienes descreen del monismo indicado? Ciertamente, muy diversas, de las cuales destacaré al menos una. ¿Quién podría confundir lo propiamente bello que caracteriza una gran obra pictórica con la materia en que se soporta? Con los mismos óleos, la misma tela y demás componentes físicos del cuadro, se puede hacer algo diferente a lo que el artista logró; una mala copia, por ejemplo. La materialidad en la que se soporta el cuadro es una condición necesaria, sine qua non, para la existencia de la belleza pictórica, pero no es posible confundir la materialidad de una obra con el arte que ella pueda contener, a pesar de que sin esa materialidad, la belleza no pueda existir. Y así sucede con lo bello de la música, de ciertos uso del lenguaje, etc., fenómenos éstos que existen más allá de lo material, sin que por ello se trate para nada de hechos sobrenaturales. Confundir el soporte material necesario de un fenómeno con el fenómeno mismo (como lo hace Changeux entre otros) es, a mi juicio, un error importante, en el cual considero que ancla el monismo. No es necesario saber física y química para definir la función del oro en la lógica económica de los pueblos, así sus propiedades físico-químicas sean rigurosamente indispensables para que el metal pueda cumplir su función económica. ¿O acaso nos aproximamos al momento en que los responsables de definir las políticas económicas de las sociedades en el futuro serán los químicos o los físicos, y la condición de arte de un obra la definirán, ya no los expertos en arte, sino este tipo de científicos? Precisémoslo con más claridad: un hecho son las condiciones necesarias para que un fenómeno se produzca y otro el fenómeno mismo objeto de un análisis; en los ejemplos, lo bello o lo económico. Y ello es válido para el pensamiento, para las emociones y en general para cualquier fenómeno inscrito en el campo llamado mental. No es posible que se produzca ningún fenómeno llamado mental, por simple que sea, sin que se activen mecanismos fisiológicos, zonas nerviosas y sustancias en el cuerpo, constitutivos de su condición necesaria; mas no son éstos el fenómeno mismo ni tampoco su causa. Esta tesis admite una fundamentación más elaborada, que, sin embargo, solo amplío a continuación en algunas de sus líneas principales. Uno de los rasgos propios de la época actual es la pretensión de que los hechos debe ser vistos, como condición de la aceptación de la existencia de algo. Es lo que un psicoanalista contemporáneo ha llamado “el ojo absoluto”, cuyos efectos son incalculables en el mundo contemporáneo, y los cuales van desde la hipervigilancia a los movimientos de todo cuanto es visible (incluidos los de los humanos; a través de cámaras y satélites de vigilancia) hasta la investigación científica (la cual ya no asignaría valor de real, y por tanto de existente sino a lo que puede ver), pasando por el despliegue indefinido de la pornografía (algunos afirman que el 70% de las imágenes que circulan por internet son porno), el cuestionamiento de lo privado y del derecho al secreto, o sea la tiranía de la transparencia, con sus obscenas manifestaciones, tales como los reality shows. Todo, pues, debe ser visto si es real y si en efecto existe; lo que no se vea se torna sospechoso; en consecuencia genera inseguridad, y la época no la soporta, como bien se ve, por ejemplo, en el plano de la política. Lo anterior remite a la posibilidad de formular lo que se puede llamar la ecuación positivista que rige el mundo contemporáneo. Esta se puede escribir así: lo real (R) es igual a lo material (M), que es igual a lo existente (E), y equivale a lo visible (V) o, si se quiere, a lo tangible (T). R=M=E=V Bajo tal ecuación es lógico que mente y cuerpo sean una sola y misma cosa. No obstante, cuando se admite la diferenciación entre condiciones necesarias de un fenómeno, las condiciones suficientes y el fenómeno mismo, aquellas igualdades son insostenibles. Ello impone definir con más claridad qué se entiende por lo real.