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Dios es un sentimiento, no puedo parar.

Una señora entra en una iglesia de pueblo: bastón/bastión católico en plena pampa sojera.
Rectángulo blanco sobre fondo verde donde chacareros habituados a la compra religiosa de una cuatro
por cuatro por año, se reúnen para que un cura de sonrisa amplia y retos simulados, que ha olvidado los
preceptos de la pobreza apostólica en él y en sus vecinos, les seque la frente, sudorosa a causa de los
fatigosos combates contra concesionarias, bancos, proveedores, pares, recaudadores y peones en negro.
Una especie de toalla moral, ese cura.
La señora, que apenas ha atravesado la enorme puerta y ya su mirada se ha posado en el techo,
no forma parte del pueblo: quiero decir, ni del asentamiento sojero en cuestión, ni de la categoría
sociológica. Es una señora de clase alta urbanizada, y suele alojar su cuerpo en el centro de un tugurio
que cuenta con algo así como un millón y medio de habitantes. El tugurio, hace poco, ha declarado
oficial su voluntad de devenir metrópoli. Por ahora, no ha pasado del estadio escenográfico, teatral o
gestual, del anhelo.
Pero eso, hoy, no importa. Lo importante es que la señora del tugurio sentada en la iglesia del
bastión sojero cae en la cuenta que hace años que no participa de una misa.
Se sienta: escucha al cura, observa a los feligreses, sigue atenta las vicisitudes del ritual. Se
siente extraña cuando el único con derecho a hablar pide que se arrodillen -y todos obedecen. Se vuelve
a sentir extraña cuando pide que se sienten -y todos obedecen. Las citas en latín, las hostias, el silencio
apenas interrumpido por los movimientos estudiados de los monaguillos, el vozarrón del cura y los
cantos varios: todos esos elementos, antaño familiares, se vuelven para la señora actos
escandalosamente incomprensibles. La gente, apiñada, mirándose, midiéndose, repitiendo la milenaria
función socializante de la nave de cualquier iglesia no deja de sorprenderla. Todo lo que en algún
momento había formado el repertorio natural, por naturalizado, de la liturgia se ha vuelto para la
señora una extrañeza. Y desde el centro mismo de esa experiencia extraña, la señora cree reconocerle a
su sensación una procedencia: el evento es liso y llano; aburrido, piensa la señora. Lento el evento.
Lento y previsible.
¿Quién sabe qué cosas han sucedido en la señora, en la misa y en las condiciones, para que se produzca
esta emergencia del aburrimiento?

Ensayemos una respuesta.


Comencemos con una reivindicación: la del aburrimiento, ese gran gesto de separación provisto
de valor cognitivo, basado en la incomodidad y la progresiva indiferenciación. El aburrimiento no deja
de ser una ocasión y un modo interesante de percibir el inmenso absurdo de este planeta, de la vida, del
universo, de nuestra propia existencia. No debería ser desechado tan fácilmente. No debería ser
entregado, regalado, a las garras histéricas de los entretenidos crónicos.
Pero si el aburrimiento es sinónimo de desimplicación que puede conducir absurdo y de allí a
una cierta indiferencia, entonces, nada peor para una práctica religiosa que el aburrimiento.
La misa: la vieja misa católica a la cual más de uno ha debido o ha querido acudir, a la que no
podemos dejar de ver con ojos familiares, incluso quienes ya de niños aborrecemos ese ejercicio que
mezcla órdenes, humillación y piedad en un contexto soporífero; esa misma misa vaticana a la que el
Papa pretende ahora volver a dar en latín, manoteando de esa manera recursos tradicionales que le
devuelvan al evento el viejo halo de superioridad moral y elitismo que tenía la misa medieval: la
herencia del Papa, no lo olvidemos, es el nazismo. Es esa misa la que la señora protometropolitana
declara insoportablemente aburrida.
¿Qué sucede cuando la señora sentada en la iglesia rodeada de oro verde siente que se aburre,
y por eso, se desentiende? Sucede que el catolicismo pierde un fiel. Porque cuando una religión no logra
conmover está destinada a desaparecer, a volverse materia de contemplación erudita, monumento
viviente, alimento de antropólogos. Lo que sea, pero no una religión.
Porque la religión, y es lo que me enseñó la señora al contar la historia, exige la emoción, más
aún, un alto compromiso emotivo. Es ella el combustible del fiel: de allí que el ardor del éxtasis sea el
horizonte, el punto máximo de comunión entre la emotividad humana y lo divino.
Quizá no otra cosa estaba diciendo Cristo al discutir en la sinagoga con los rabinos, quizá Pablo
no refrendó otra cosa sistemática y militantemente: mientras el judaísmo fuera un mero conjunto de
reglas, ritos y prescripciones la cosa no prosperaría, divinamente hablando. Una religión no se basa en el
cumplimiento de deberes formales, porque ello no tiene potencia ni capacidad de ligar o de religar. De
ahí surge también la máxima imperativa de "dar al César lo que es del Cesar", señalando la ausencia de
emotividad en el tributo imperial. No digo que la Iglesia rechace el dinero, pero ese no es el tema, sino
cómo hace para conseguirlo. Pagar impuestos es una formalidad, salvarse no puede serlo. Hace falta
apuntalar la fe con obras y las obras con fe, hace falta una emoción que impulse a intervenir. Hace falta
una intervención emocionante: ¿acaso no es esa la infraestructura de la religión, al menos de las del
Libro? La religión exige santos, agentes privilegiados en la producción o experimentación de emociones.

Gran parte del pensamiento moderno y su núcleo científico se ocuparon de combatir la religión
en tanto irracionalidad evidente, escandaloso delirio alucinatorio multitudinario con varios siglos de
vida. La razón científica fundaba su entusiasmo desacralizante en la explicación y la demostración como
agentes de destrucción del núcleo duro de la religión. A puro iluminismo arderían las iglesias.
Argumentada su irracionalidad, la religión desaparecería, la verdad científica produciría el vacío en el
cual la emoción perdería fundamento y se desplomaría, como en esos dibujos animados que sólo caen
cuando un adversario, o una voz en off, les hace notar que están corriendo en el aire.
Vana ilusión: allí, aquí, están las iglesias pentecostales y sus ministros, conocidos como
"pastores evangelistas", recorriendo el vacío social, mucho más resistente que el lógico o el metafísico.
No interesa aquí su condición de máquina recaudatoria, sino la materia subjetiva, lo que vuelve posible
esas máquinas.
No sorprende que la emergencia y consolidación del pentecostalismo actual, mezcla estudiada
de discursividad bíblica y marketing de las emociones, sea simultánea a la de los programas de
televisión y las publicidades orientadas al desborde emocional de los individuos: el perfil mediático es
común. Gran parte de su capacidad semántica se concentra en la figura del pastor y su retórica: elevar
la temperatura emotiva, atizando el fuego con gritos, acusaciones morales, injurias al mal y una amplia
oferta de promesas y milagros que deben lograr generar un juego dinámico hecho de conmociones
individuales y estremecimiento colectivo. La masa se vuelve una llaga sobre cual vienen a caer las
palabras saladas del pastor.
Pero ¿qué tipo de heridas son traídas como ofrendas para que ese punto incandescente que es
el pastor las manipule hasta la conmoción? Un hombre prometiendo y culpando desde un estrado no
basta para construir una iglesia: la furia debe descargarse sobre oídos predispuestos a escuchar y
conmoverse. ¿Qué oído es ése?
En un mundo en el cual, cada vez más, el mercado ofrece no tanto productos tangibles como
posibilidades de emoción, las divinidades y sus adyacencias ranquean entre los más vendidos. Entre
ellas, la invitación a parar de sufrir, apunta directo al corazón de la desesperación actual.
Dice un pastor argentino: "El pobre consume fe". Digo yo: los ricos también. Y los dientes de
ese consumo son, como nunca, las emociones intensas. Y esa misma concepción emotiva de Dios es la
que lo vuelve presentable como punto de llegada de los temores humanos. Fobias, pánicos, stress,
depresiones encuentran en esa fuente de emoción llamada Dios, una canalización efectiva que troca
angustia indeterminada por amor obsesivo. Esa individualización extrema de la relación con Dios,
convertido en terapeuta amante intangible, manifiesta la desaparición casi completa del problema de la
piedad y la caridad entre los pentecostales, formas del otro privilegiadas en el catolicismo, y la
ascensión de la felicidad individual y la bonanza material. Se cierra así el círculo: la religión ha
devenido autoayuda.
Se trata de una movilización generalizada de la emotividad que requiere un compromiso
absoluto del fiel, no sólo con los demás, si no con su propia emoción. La iglesia debe hacerla cada uno,
donde sea. Los pentecostales han sabido explotar al máximo su descubrimiento: que el éxito económico
de lo religioso se basa, hoy, en una combinación entre ramificación de una emotividad intensa y
presencias institucionales concretas. Han erigido fábricas de llanto, ruegos desesperados, convulsiones,
peregrinaciones transoceánicas, milagros y sanaciones, sacrificios y negocios. Estas industrias rentables
del desborde emocional saben que el combo de la fe consumida debe incluir lugares donde anclarla
cotidianamente: bandas de música, encuentros de matrimonios, de niños, de jóvenes, de ancianos, de
empresarios, terapia para solos, viajes de curación, espacios de educación religiosa, encuentros
masivos, lecturas de la biblia, descarga de demonios, ofrendas y diezmos, cadenas de ruego abiertas las
24 horas, medios de comunicación. La oferta seduce: una vida desplegada al interior de la iglesia.
Fundan su estrategia en hacer partícipes a los feligreses, convocarlos, comprometerlos, entretenerlos,
interpelar concretamente su corporalidad, tomarse de sus vivencias para, desde allí, darle hitos a las
emociones, nervio principal de la comunidad. Sobre esa explotación determinada de las emociones se
asienta el negocio; en esa capacidad de producir y consumir un producto religioso basado en la
inminencia crónica del acontecimiento emocional como antesala del cambio radica la potencia de estas
nuevas iglesias. Porque el sentimiento, a diferencia de la esperanza, se vive en tiempo presente y los
pentecostales, hombres y mujeres habituados a navegar entre la impaciencia y la inmediatez que tallan
nuestra condición contemporánea, montan su emporio sobre sanaciones en tiempo real, promesas de
cambio inmediato, al acento privilegiado en los bienes terrenales y la prosperidad. Todo en formato de
talk-show emotivo. ¿Saben ustedes cómo se llama el programa contra las adicciones de la Iglesia
Universal de Dios? "Dios: la dosis más fuerte".
Construir a partir de esa adicción el rasgo característico de una comunidad -ni imposible, ni
inconfensable- sino conmocionada, aparece como el camino de las prácticas religiosas propiamente de
mercado.
El resto, es teología.

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