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POLÍTICAS DE LA VISIÓN
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ANTIVISIÓN

Rosalind Krauss

Traducción de Toni Simó

Uno hojea las páginas del libro de Georges Bataille sobre Manet con un cierto sentido de decep-
ción. ¿Es realmente Bataille el que nos está diciendo ―una vez más― que el logro de Manet fue la
destrucción del tema, y así en su lugar, de entre sus ruinas, debe surgir la pura pintura ―”la pintu-
ra,” como escribe Bataille, “es por si misma, una canción para los ojos de formas entrelazadas y co-
lores”?1 Con la transformación del tema en un mero pretexto para esta versión de opulencia visual,
para esta experiencia de autonomía óptica, Bataille puede concluir, “Me gustaría subrayar el hecho
de que lo que cuenta en los lienzos de Manet no es el tema, sino la vibración de la luz.”2

Así que una vez más, existe el modelo visual, inevitablemente vinculado a las artes visuales. Por
supuesto, el modelo visual del modernismo había transformado significativamente los modelos
de épocas anteriores. Esto es cierto, si pensamos en el modelo predicativo de la Edad Media, en el
que la visión, considerada como el sentido más vívido y preciso era el conducto a través del cual la
cuestión religiosa podría afectar más directamente y con más profundidad al alma. O si tomamos
un modelo empírico, con la pintura transcribiendo un mosaico de sensibilidad en el que la realidad
se anuncia a sí misma como un tema de percepción. El Modernismo transmuta estos modelos de
acuerdo con su propia alteración del sentido de la tarea de la visualidad. Para excluir el dominio
del conocimiento, tanto moral como científico, para reescribir lo visual en el ámbito de una rela-
ción reflexiva con la modalidad de la visión, en vez de con su contenido, para saborear en y por sí
mismo cualidades como inmediatez, dinamismo, simultaneidad, esplendor, y para experimentar
estas como cualidades sin objetos ―los verbos intransitivos de la visión, por así decirlo―. Todo
esto es para introducir lo que en otro estado de ánimo podríamos describir como la fetichización
modernista de la visión.

Pero Bataille ―y he aquí la parte extraña― había comenzado su carrera precisamente por su inte-
rés en todo esto.

Del período de Documents, es decir en los años 1929-30, nos llega una serie de textos dedicados a
una lectura totalmente diferente de la relación de la visión con el arte. Teniendo en cuenta
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“El sol podrido,” el ensayo dedicado a Picasso; luego, pasamos al estudio de la automutilación y
la fascinación con el sol en “Sacrificio de la mutilación y la oreja cortada de Vincent Van Gogh”; o
reflexionamos sobre el análisis sumamente crítico del libro Arte primitivo, que pretendía exten-
der las teorías de la psicología del desarrollo de la génesis de la representación remontándose a la
época de las cuevas; o una vez más, encontramos la reflexión breve sobre el órgano de la visión en
la entrada del diccionario de Documents con la palabra “Ojo,” y subtitulado “Manjar caníbal.” Así,
vemos que en todos estos escritos Bataille propone una relación escandalosa del arte con la visión.

Lascaux. Bisonte, hombre y ave.

Incluida en la metáfora visual ―la enseñanza de los rudimentos básicos del arte en las propiedades
fundamentales de la visión― está el compromiso con la productividad y con el dominio, la ambi-
ción y la satisfacción de la visión, con su utilidad, su destreza, su decidida actividad. Mimetizar esta
productividad fue ―para la psicología de la década de los años veinte― el verdadero proyecto que
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inició el hombre en el acto de hacer arte, donde la representación es, simplemente, una manera de
apropiarse de las cosas. El hecho de dibujar un animal en la pared de la cueva significa poseerlo,
significa haber tenido éxito en la caza. El psicólogo traza un movimiento intencional por parte del
dibujante primitivo que es impulsado por esta necesidad de crear un equivalente para el propósito
y la actividad de la visión. El científico moderno ve en el artista del Paleolítico la infancia del ar-
tista que progresa a lo largo de miles de años, desde el balbuceo de un garabato rudimentario a la
búsqueda en esas líneas sinuosas de algo que se “reconocerá” y, una vez identificado el hombre o
el animal, el artista aprende a repetir este signo. Gradualmente lo perfecciona. Y su domino de ello
reitera el dominio que en forma de semejanza ejercerá sobre el mundo que ve.

Bataille nunca niega este escenario de productividad, llamándolo “apropiación”. Simplemente


señala que esta explicación ha permitido omitir otro proceso paralelo, trazado como el primero, en
la pared de la cueva. Es este segundo proceso, delirante, destructivo, el que no puede ser conside-
rado por la ciencia. En el mismo período en el que las paredes adquieren su colección de animales
―delicadamente ungulados, con la joroba peluda, ferozmente cornudos― estos declaran una furia
hacia la persona que los ha creado. Las representaciones Auriñacienses del hombre son caricatu-
rescas, innobles, degradantes. Nunca parecen superar los prematuros garabatos iniciales, su in-
tención parece dudosamente productiva, a pesar de las premisas de los psicólogos. La fuerza que
impulsa estas redes lineales sin forma, es tan destructiva como una marca que mancha, pintarrajea
e interrumpe la superficie, una señal cuyo impulso parece puramente sádico. De este modo el arte
tiene un comienzo alternativo al menos en la medida que se refiere a la propia imagen del hombre.
Comienza con lo que Bataille llama “un rechazo a representar” y a su vez proyecta la autorepresen-
tación como autodesfiguración.3

Dos ciclos míticos proyectan esta estructura (auto-)desfigurativa de la representación. La primera


tiene lugar en la oscuridad, en la oscuridad ctónica de la cueva, donde ningún hombre se apoya so-
bre la reflexión luminosa de su propia imagen, dando lugar a los inicios del arte en el gesto absorto
de la autoadmiración de Narciso. Más bien, el Minotauro preside en esta oscuridad y sustituye la
ceguera y el terror del laberinto por la transparencia del espejo. La representación del hombre en
este sitio debe completarse en virtud de los términos no productivos de la “destrucción” o la “des-
composición,” en oposición a la forma productiva que utiliza la apropiación.

El segundo ciclo abandona las cuevas y se realiza precisamente en relación con el sol, encarnación
del cenit y de la luz que, para la mayoría de la humanidad, simboliza la elevación de la mente y el
espíritu. El sol actúa como el más abstracto de los objetos, dice Bataille, “ya que es imposible
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mirarlo fijamente.” Y argumenta, “Pero si uno se centra en él obstinadamente, es implícita una
cierta locura, y la noción cambia el significado porque ya no es la producción la que sobresale, sino
el rechazo y la combustión... En la práctica el escrutinio del sol se puede identificar con una eyacu-
lación mental, espuma en los labios y una crisis epiléptica4. Era justamente esta crisis la que vincu-
laba a Van Gogh con el sol, la deidad constante de su pintura de la época de Arles y Saint-Rémy, la
deidad a la que ofreció su oreja en sacrificio.

Mirar al sol es volverse loco, volverse ciego, y por tanto es representar lo que Bataille llama auto-
mutilación. Pero esta automutilación en la que el cuerpo es profanado, es el acto de la mimesis a
través del cual se intenta identificar con un ideal ―el sol, los dioses― por medio de su imitación.
El Antiguo ritual de sacrificio ―Bataille habla de cultos mitraicos en “El sol podrido,” o cultos
aztecas en “América extinta”― así como también el comportamiento patológico moderno, se basa
precisamente en el aspecto del sol o el dios del sol, que encarna el derroche y la destrucción: “No
es más que la radiación, gigantesca pérdida de calor y luz, la llama, la explosión,” escribe Bataille,
llamando al sol “este gran cataclismo.”5 Y es este ideal que a los ojos de una cultura idealista sólo
sería un anti-ideal, este ideal de una consumición no recuperable, de un poder supremo cuya pér-
dida constituye la base de la imitación en el momento que la identificación con “un dios solar que
desgarra y arranca sus propios órganos” deriva inevitablemente en automutilación.6

El Sembrador de Vincent Van Gogh. 1888.


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En este acto de automutilación, una identificación con el sol que se define a sí misma como una au-
toceguera, el círculo es cuadrado y la oscuridad de la cueva se funde con el incendio de mediodía.
Los dos ciclos míticos son el mismo ciclo y la misma narración sobre la representación, sobre la
representación artística del hombre mismo. En el ensayo “Van Gogh como Prometeo” de 1937 hay
otra imagen de esta fusión de claros y oscuros. Bataille imagina a Van Gogh intentando mirar di-
rectamente al sol con su mano ante su rostro a modo de pantalla, o cortina. En el momento de ver
y no ver, “la muerte apareció como una especie de transparencia, como el sol a través de la sangre
de una mano viviente, en los intersticios de los huesos que se indican en la oscuridad.”7

De este modo, la representación nace en el límite: donde la luz se torna oscuridad, donde la vida se
entrega a una imagen de la muerte, donde se extingue la visión en un momento de revelación que
es lo mismo que la ceguera. Y es esta otra forma de representación, no apropiativa, no productiva
la que Bataille resucita una vez más en una imagen extrañamente subversiva en las páginas de su
libro sobre Manet.

Bataille comenta que Manet representa el principio del arte moderno, un arte que celebra la auto-
nomía silenciosa de la visión. Pero detrás de este comienzo existe otro, totalmente alternativo, que
nos revela en el siguiente pasaje:

“En esta visión de un hombre a punto de morir, alzando sus armas con un grito, lo que llamamos
La masacre del tres de mayo, tenemos la misma imagen de la muerte, pero el hombre casi nun-
ca puede reconocerlo, ya que el acontecimiento en sí elimina toda la conciencia de ello. En esta
imagen Goya atrapó el flash deslumbrante, instantáneo de la muerte, un relámpago de intensidad
destructora de la visión, más brillante que cualquier luz conocida. La elocuencia, la retórica de la
pintura no ha sido llevada nunca tan lejos, pero aquí su efecto es el del silencio definitivo, un grito
asfixiado antes que pueda alzarse.”8

Goya entonces, propone un comienzo muy diferente para la historia del modernismo. Bataille lo
caracteriza como un arte de exceso, un arte que recuerda la violencia de lo sagrado, en contrapo-
sición al arte de ausencia de Manet y del modernismo dominante. Así terminamos con dos inicios
que se oponen en esencia. “Él fue el primero de los modernos,” Bataille insiste sobre Goya, antes
de agregar en la misma frase, “aunque explícitamente sólo Manet inauguró la pintura moderna.”9

La ambivalencia que surge ahora en la descripción del momento fundador del modernismo es una
lucha precisamente entre los valores de la opticalidad y los de una intensidad que es “cegadora”
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Francisco Goya. El 3 de mayo, 1808. 1814-15.

y “destructora de la visión,” dónde la representación no es ni apropiación ni producción. Uno sien-


te en el lapso de dos o tres páginas el parpadeo de excitación generado por este mito de la ceguera
tan familiar en Bataille, que irrumpe entre la lectura plácida de su narrativa modernista en una
muestra de poder regresivo, irracional.

De hecho, la aparición de Goya se trata de algo más que una salida en falso. Es la interrupción
momentánea del paradigma oficial de siglos de arte occidental que Bataille suscribe en el resto del
libro. Porque todo lo de Manet es un ejercicio del paradigma estético que asociamos con la ilus-
tración y el nombre de Lessing: el paradigma que diferencia los géneros artísticos por medio de
las modalidades de la conciencia de la realidad de cada uno, la disociación de un arte del tiempo
a partir del espacio y así pues basando cada una de las artes en el campo perceptual adecuado a
su propia experiencia: discurso vinculado a la temporalidad y apartado por definición de la vista y
vinculado al espacio.
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Completamente dentro de este marco, Bataille a continuación y repetidamente define la contri-


bución de Manet como una ruptura del anclaje de la retórica a la pintura, como una omisión del
discurso con el fin de descubrir la preeminencia de la visión como tal.

El interés del episodio de Goya como un comienzo alternativo, de hecho contradictorio, es pre-
cisamente su desafío al paradigma estético ―visión/lenguaje― con el que la pintura se define a
sí misma, proponiendo así un tercer término /ceguera/, que se puede considerar como una des-
articulación o frustración de ese paradigma. Aparte de los preceptos que organizan las artes en
relación con el contenido positivo del significado, la ceguera ―que, en su mal funcionamiento
sensorial, es precisamente la negación de la apropiación― es un tercer término irregular, no dedu-
cible de los otros dos. Siguiendo la descripción de Barthes de las operaciones de la heterología de
Bataille, podríamos decir que, “es un término independiente, completo, excéntrico, irreducible: el
término de una seducción (estructuralmente) sin norma.”10 Más bien, la ceguera se convierte en
un término que forma su propio emparejamiento con el polo opuesto de la opticalidad mediante la
construcción de otro paradigma ―visión/ceguera― en el mismo cuerpo del observador, en toda su
existencia física y material.

De esta manera, el trabajo sobre lo heterológico, se convierte en una evidencia, al obligar a uno
a darse cuenta de que el paradigma estético operó siempre de la misma manera, con, en y a tra-
vés del cuerpo del observador; y que estas operaciones se sublimaron en un subterfugio idealista
para describir la obra de arte como una función de formas incorpóreas del significado. Pero Batai-
lle induce al cuerpo a reafirmarse a sí mismo en la norma estructural por la cual el modernismo
enmascara la pintura como la experiencia por sí misma del contenido insustancial de la visión. El
paradigma visión/ceguera devuelve la mirada a su sitio en el terreno afectivo y erótico del cuerpo,
el cuerpo convulsionado tanto en autoapropiación como en automutilación.

Recientemente uno ha aprendido, en este país, a prestar atención a esta práctica mitológica al-
ternativa, a esta construcción de un tercer término desconcertante y rompedor que desenreda las
categorías ordenadas de un modernismo demasiado convencional. Buscando en los límites del en-
torno de Bataille en los tiempos de Documents, se encuentra un conjunto de prácticas que son tan
extraordinarias como ignoradas dentro de las historias oficiales del arte modernista. Por un lado,
existe la práctica disruptiva del primer Giacometti cuando comenzó a pensar en el cuerpo de la es-
cultura a través de las categorías de Bataille como el laberinto, la necrópolis y la caída vertiginosa
del eje vertical del monumento en el eje horizontal de la base.11 Por otro lado, existe la producción
de un tipo de fotografía asociado con ambas revistas de Bataille Documents y Minotaure, aquella
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a quien le dio su nombre.

En esta fotografía se desarrolla lo que sin duda son las imágenes más creativas y más agudas del
movimiento surrealista, se interpreta así, menos bajo el signo de Breton de la belleza convulsiva
que bajo el signo de la automutilación de Bataille. Allí tenemos el cuerpo inscrito en una respuesta
mimética a las fuerzas externas; el cuerpo rompiendo sus propios límites, ya que es agredido desde
el exterior; el cuerpo asume tanto los signos de la castración como las formas del fetiche.12

Los términos que Bataille inventó para cuestionar la certeza de varios paradigmas normativos en
toda su lógica simetría ―términos como informe, acéphale, basesse, automutilación, y ceguera―
funcionan para liberar el sentimiento que ha estado accesible des de un principio en todo un conjun-
to de trabajos y que, durante muchas décadas, ha sido incomprensible.

Son términos que podrían ser considerados también para organizar y reestructurar nuestra com-
prensión de las prácticas más recientes, a partir de la década de 1940 con las primeras exploraciones
materiológicas de Dubuffet, o para ver más adelante la extinción de la luz en el último periodo de
Rothko, o para presenciar la alineación del cuerpo con la tierra en la escultura de las últimas dos
décadas y entenderlo en términos de la complicación del laberinto de las formas y de la interminable
multiplicación de la horizontalidad del punto de vista. No está claro lo que produciría una perspec-
tiva alternativa de la historia del arte reciente ―el operado a través de la interrupción de Bataille
de las prerrogativas de un sistema visual―. Es mi suposición que señalando hacia otro conjunto de
datos, sugiriendo otro conjunto de razones, otra descripción de los objetivos de la representación,
otro motivo para la actividad propia del arte, los resultados serian excelentes.
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Notas

1
Georges Bataille, Manet, trad. Austryn Wainhouse y James Emmons, Ginebra, Skira, 1955, p. 36.

2
Ibid., p. 103. Esencialmente, esta había sido la posición del establishment histórico del arte francés desde la gran exposición de
Manet de 1932. En Manet et la tradition (1932), Germain Bazain había anunciado, “L’art de Manet est en effet un pur problème de
couleur,” afirmando la indiferencia del artista a la invención y a la materia. Manet peintre de René Huyghe (1932) subrayó el com-
promiso de Manet con una noción de la pintura como proceso reflexivo.

3
Georges Bataille, “L’art primitif,” Oeuvres complètes, vol. I, Paris, Gallimard, 1970, pp. 247-54.

4
Georges Bataille, Visions of Excess, trad. Allan Stoekl, Minneapolis, University of Minnesota Press, 1985, p. 57

5
Bataille, OC, vol. I, p. 498.

6
Bataille, Visions of Excess, p. 66.

7
Bataille, OC, vol. I, p. 499.

8
Bataille, Manet, p. 51.

9
Ibid., p. 56.

10
Roland Barthes, “Les sorties du texte,” en, Bataille, ed. Philippe Sollers, Paris, 10/18, 1973, p. 58.

11
Con relación a esto ver mi alusión en “No More Play,” recogido en mi libro, The Originality of the Avant- Garde and Other Mo-
dernist Myths, Cambridge, Mass., MIT Press, 1985.

12
Ver mi artículo “Corpus Delicti,” October, núm. 33 (verano 1985), pp. 31-72.
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