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La angustia como afección anticapitalista

Marcelo Percia.

“El que desea y no obra engendra pestilencia”.


William Blake.

1. Confusión de nombres.
Mientras la palabra angustia se emplea para expresar diferentes sentimientos
desdichados, el término capitalismo es reemplazado por otros que esconden las
relaciones sociales de explotación y desigualdad. Se confunde angustia con ansiedad,
tristeza, frustración, nostalgia, temor y se opta por calificar como sociedad, mercado,
sistema, realidad, mundo, a lo que debería llamarse capitalismo.

La angustia, elegida como representante de todas las pesadumbres, pierde su potencial


emancipador y las figuras que evitan nombrar al capitalismo, ocultan la injusticia
histórica del presente desgraciado.

2. Amor.
-Narciso, ¿cómo era la existencia antes de la experiencia de la angustia, antes de
desear lo inalcanzable, antes de morir de amor?
-Un continuo sin memoria, puro olvido.

Freud retoma teorías que piensan al amor como conjuro contra la angustia. Sugiere que
amamos a otro al que le suponemos eso que nos gustaría tener o a alguien que sentimos
que nos ama tal como ilusionamos ser. El amor se presenta como un ideal protector, una
habilidad imaginaria, un rodeo sutil, a través de otro, para recuperar la ansiada
seguridad perdida. Escribe Cesare Pavese en su diario, el 25 de marzo de 1950: “No nos
matamos por amor a una mujer. Nos matamos porque un amor, cualquier amor, nos
revela en nuestra desnudez, miseria, nada”. Pavese piensa que el suicidio por amor es
un acto desesperado de los que no soportan vivir la soledad, sin ropajes.

El amor freudiano es locura posesiva. Aunque el otro no se puede aferrar, el deseo de


tenerlo aprisionado y descifrado es una obsesión de la civilización amorosa. El
enunciado que dice: el otro es inapropiable es una premisa ética, pero también es una
condición del deseo y del erotismo. Se ama lo inaferrable aunque el amor delire en los
abrazos.

El amor desea la imposible posesión del otro. Los amantes demandan seguridad: la
presencia del amado para siempre. Cuando el amante declara que le urge suprimir esa
distancia que le duele, olvida que esa posesión, que se le rehúsa, es la condición misma
de su furor. El amor es deseo que se enciende más y más con la evidencia de lo
inalcanzable. Se acaricia una ausencia no porque el otro no está, sino porque sólo la
suavidad sabe rozar lo que huye.

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3. Nunca sabremos.
Merleau Ponty advierte esta ambigüedad del amor, observa que cuando el narrador de
En busca del tiempo perdido, de Proust, se pregunta si ama de verdad a Albertine, no
puede decidirse: como siente que la desea cuando ella se aleja, infiere que no la ama,
pero cuando ella muere, ante la evidencia de esa lejanía sin retorno, se da cuenta de que
la necesita y confirma que la ama. Merleau Ponty se pregunta “si Albertine le fuera
devuelta, ¿la seguiría amando?”. Nunca sabremos, dice, si el relator quiere a Albertine
o ama la posibilidad de perderla, si ama a esa mujer o enloquece celoso cuando siente
que la muerte se la arrebata.

El amor, que suele segregar una tela tenue e invisible, puede ser también hueco en el
que dos soledades, que se saben irremediablemente solas, se aproximan sin esperar
completar nada. El amor es felicidad, pero desembarazado de la experiencia de la
angustia, es mueca congelada de una posesión sin vida.

El amor, la amistad, la comunidad, cuando escapan de la locura de los propietarios,


componen complicidades anticapitalistas.

4. Límite.
Somos la experiencia del límite: una vivencia sin alas para volar, ni branquias para
respirar bajo el agua, ni conciencia capaz de comprender el universo, ni eternidad para
reinar sobre el tiempo. En ese límite, nos asomamos a la nada, nos inclinamos hacia un
dentro de sí de sensaciones y memorias y hacia un fuera de sí de locuras y amores: el
dentro de sí es un coleccionista avaro y el fuera de sí es una criatura amistosa y
colectiva, el dentro de sí tiende a la posesión y el fuera de sí a la desposesión. En el
umbral amoroso, se ansía la conquista y se desea lo inapresable.

La angustia es la afección del límite, de la línea siempre desmarcada, no del camino de


la experiencia ni del hilo de un relato, afección que pide un cuerpo y que llama a la
palabra.

5. Melancolía.
La melancolía es desenfreno de una posesión enloquecida. Una fórmula freudiana la
describe como movimiento en el que “la sombra del objeto cae sobre el yo”. Para
Freud, es una protesta desaforada ante lo que se vive como un injusto despojo. La
melancolía es una revuelta contra la muerte, la enfermedad, la vejez y el imposible
control de un semejante. La sombra del objeto que cae sobre el yo es el oscuro retorno,
sobre la primera persona del singular, de la propia ilusión proyectada. La vuelta sobre sí
de un poderío marchito.

El amor freudiano es una transacción: adquirimos, a través de otro, una garantía


emocional, un valor de nosotros mismos. Importa que el elegido no contradiga el
engaño o que simule ser lo que necesitamos. Cuando se ama, no se sabe qué hacer con
ese amor, se dice: te quiero tener, sos mía, no me dejes nunca, vamos a estar así toda la
vida. A la pasión le cuesta imaginar una declaración no posesiva.

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La melancolía es tiranía del amor: no quiere admitir que la persona amada no es una
marioneta obligada a darnos felicidad. Melancolía es persistencia de esa ilusión caída,
se resiste a un nuevo amor porque no quiere enfrentar otro desastre.

La melancolía sufre más por perder su reinado que por la pérdida del otro. Una cosa es
estar triste por el amor que se ha ido y otra es negarse a aceptar que la vida del que se
fue nunca estuvo gobernada por el propio poder. El enamorado identifica amor con
compulsión de dominio: tener poder sobre el otro o que el otro tenga poder sobre mí,
son opciones de la pasión en tiempos del capitalismo.

Se sale de la melancolía a través de un duelo, pero duelo no quiere decir tristeza


razonada o despedida dolorida por el amor perdido, duelo significa omnipotencia
resignada.

Muerto, Narciso, se transforma en belleza herbácea, flor que pertenece al tiempo.

La posesión sin límites es la secreta aspiración de la melancolía. Los cuerpos


angustiados de nuestra cultura aprenden a calmarse (de eso que no saben) teniendo algo:
juguetes, personas, dinero, objetos, bienes, talento, prestigio.

El apoderamiento es casi el único remedio ofrecido a la subjetividad que, asustada, no


imagina otras formas de felicidad. El capitalismo fabrica vidas poseídas. Los poseídos,
sin embargo, no se sienten infectados por ese poder, sino sujetos libres. A los
innumerables pobres y excluidos, restos sociales que casi no cuentan, se los llama
desposeídos.

La melancolía es certeza empecinada: cree haberse adueñado de lo que nunca ha tenido.


La melancolía querella a un fantasma, confunde la muerte inevitable con la traición.

La angustia es el infinitivo de la vida humana: es silencio y soledad. No hay deseo sin la


invención de ese vacío. El deseo no busca la posesión, sino el buscar. El deseo es una
forma impersonal sin compromisos con una meta anticipada. El deseo tampoco se
posee, se da o se aloja, provisorio, en su paso hacia lo otro. El deseo es inconformidad.

6. Relojes.
Un texto de Julio Cortázar que se llama “Instrucciones para dar cuerda al reloj”, narra
la pasión del coleccionista, los flujos del narcisismo amarrado a la muñeca.

El escrito dice así: “Piensa en esto: cuando te regalan un reloj te regalan un pequeño
infierno florido, una cadena de rosas, un calabozo de aire. No te dan solamente el
reloj, que los cumplas muy felices y esperamos que te dure porque es de buena marca,
suizo con áncora de rubíes; no te regalan solamente ese menudo picapedrero que te
atarás a la muñeca y pasearás contigo. Te regalan -no lo saben, lo terrible es que no lo
saben-, te regalan un nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo, algo que es tuyo pero
no es tu cuerpo, que hay que atar a tu cuerpo con su correa como un bracito
desesperado colgándose de tu muñeca. Te regalan la necesidad de darle cuerda todos

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los días, la obligación de darle cuerda para que siga siendo un reloj; te regalan la
obsesión de

atender a la hora exacta en las vitrinas de las joyerías, en el anuncio por la radio, en el
servicio telefónico. Te regalan el miedo de perderlo, de que te lo roben, de que se te
caiga al suelo y se rompa. Te regalan su marca, y la seguridad de que es una marca
mejor que las otras, te regalan la tendencia de comparar tu reloj con los demás relojes.
No te regalan un reloj, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del
reloj”.

No se trata de postular una humanidad sin propiedades, ni de oponer, sin más, la


propiedad colectiva de todos los relojes, todos los amores, todas las tierras, todos los
mares. El problema aparece, en el infierno florido -encadenados a las rosas y en
calabozos de aire-, cuando la vida se consume gozada por los relojes. El problema es el
cautiverio presentado como libertad. El sí mismo es una fragilidad cubierta, una
precariedad negada, un cuerpo que desconoce su necesidad, un deseo del que cuelgan
demasiados objetos, una conciencia saturada de moral. El problema es el sí mismo que
se vive participio pasado, forma adjetivada (regalado, producido, disciplinado,
manejado) del poder que lo goza.

7. Religión.
Las religiones rodean la angustia de inmensidad metafísica, la reducen a un
padecimiento purificador y necesario para acceder al paraíso, la transforman en temor o
la apaciguan con salmos invencibles y bondadosos.

Marx advirtió que las religiones funcionaban como teorías generales del mundo, como
resúmenes enciclopédicos, como bálsamos espirituales, como canciones morales, como
voces de consuelo para el pueblo y que sus creencias fantásticas abrigaban en la
intemperie, a la vez que adormecían la protesta necesaria y debilitaban las acciones
urgentes de los revolucionarios. Marx pensaba que oponerse a la religión era luchar
contra el licor imaginario que embriagaba a los desvalidos, creía necesaria su abolición,
como felicidad ilusoria, para conquistar la felicidad real, infería que las almas
desgarradas, que no tenían acceso al jugo de amapolas, optaban por abrazarse a
creencias mágicas. El poder de ese analgésico, de esa sustancia hipnótica, de ese fluido
relajante (que alejaba preocupaciones, evitaba tristezas al yo desamparado o posibilitaba
cierta autocomplacencia perdida) era sustituido por una promesa de protección celestial.
La fórmula que decía que la religión es el opio del pueblo, advertía sobre la
extraordinaria función de ese remedio para los pobres.

Así lo escribió en 1844 en un texto que se llama Crítica de la filosofía del derecho de
Hegel: “La miseria religiosa es a la vez expresión de la miseria real y protesta contra esa
misma miseria. La religión es el suspiro de la criatura agobiada, el alma de un mundo sin
corazón, así como el espíritu de una existencia sin espíritu. Es el opio del pueblo. La
abolición de la religión como felicidad ilusoria del pueblo es una exigencia para su
felicidad real. Exigir que el pueblo renuncie a las ilusiones sobre su condición, es exigir
su condición en la cual necesita ilusiones. Por lo tanto, la crítica de la religión es
virtualmente la crítica del valle de lágrimas cuya aureola es la religión. La crítica deshojó
las flores imaginarias que adornan nuestras cadenas, no para que el hombre lleve

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cadenas prosaicas y desoladoras, sino para que se las arranque y recoja la flor viva. La
crítica de la religión desengaña al hombre para que este piense, actúe, forje su realidad

como un hombre sin ilusiones, que ha llegado a la razón, para que se mueva en torno a su
verdadero sol, es decir alrededor de sí mismo. La misión de la historia es, por lo tanto,
una vez desvanecido el más allá de la verdad, establecer la verdad del más acá. La
primera tarea de la filosofía, que está al servicio de la historia, consiste –una vez
desenmascarada la apariencia sagrada de la auto alienación humana- en descubrir esa
auto alienación bajo sus apariencias profanas. La crítica del cielo se transforma, de esa
manera, en crítica de la tierra; la crítica de la religión, en crítica del derecho; la crítica
de la teología, en crítica de la política.”.

Marx advierte que el capitalismo pone a su favor ese compendio de ilusiones y


promesas imaginarias que ofrece lo religioso. Si el mercado publicita el confort, la
religión anuncia la reconfortación: el flujo espiritual en el que el abrazo, el consuelo y
respeto humanos son modos de lo sagrado.

Pero no se trata de abolir una felicidad ilusoria en nombre de la conquista de una


felicidad real. ¿En qué consiste una felicidad auténtica? ¿Cómo sería vivir en la edad de
la razón? ¿Cuál la verdad del más acá? El problema de las izquierdas ha sido, desde
entonces, pensar políticas del deseo no negadoras de la angustia, que sean tan poderosas
como las fórmulas de felicidad que ofrecen las religiones y el capitalismo.

8. Opio.
En un texto que se llama La liquidación del Opio, Antonin Artaud desnuda la hipocresía
de la moral burguesa y sus proclamas contra las drogas ilegales. Advierte que la
verdadera amenaza es la negación de la angustia, el desalojo de las existencias que
habitan en su malestar. Esos discursos del bien hacen creer que la voluntad de una
persona podría vencer al sistema que fabrica voluntades.

Artaud se siente asqueado por el teatro de la virtud que esconde, detrás de sus gestos de
bondad, los males del capitalismo. El sentido común dominante transforma la
desigualdad, la injusticia y la explotación en fatalidades eternas. Toda su obra es un
grito desencajado de la dolorosa historia humana.

Escribe: “Nacimos podridos en el cuerpo y en el alma, somos congénitamente


inadaptados; suprimid el opio, no suprimiréis la necesidad del crimen, los cánceres del
cuerpo y del alma, la propensión a la desesperación, el cretinismo innato, la viruela
hereditaria, la pulverización de los instintos, no impediréis que existan almas
destinadas al veneno, sea cual fuere, veneno de la morfina, veneno de la lectura,
veneno del aislamiento, veneno del onanismo, veneno de los coitos repetidos, veneno de
la debilidad arraigada en el alma, veneno del alcohol, veneno del tabaco, veneno de la
anti-sociabilidad. Hay almas incurables y perdidas para el resto de la sociedad.
Suprimidles un medio de locura, ellas inventarán diez mil otros. Ellas crearán medios
más sutiles, más furiosos, medios absolutamente desesperados. La misma naturaleza es
antisocial en el alma; es por una usurpación de poderes que el cuerpo social
organizado reacciona contra la tendencia natural de la sociedad”.

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“Nacimos podridos en el cuerpo y en el alma”: nacer es caer en una podredumbre. La
existencia es un estado de descomposición. La descomposición no sólo alude a la
hediondez de lo que muere, descomposición es el desarreglo que hace posible el deseo.
La supresión de la angustia es un sueño brutal de la civilización. Abolida la angustia
queda anonadada la existencia humana. Se consuma un genocidio sofisticado: el
exterminio de la angustia como demanda voluntaria de autoeliminación.

Escribe Artaud: “Dejemos perderse a los perdidos, tenemos mejor cosa en que ocupar
nuestro tiempo que tentar una regeneración imposible y además inútil, odiosa y dañina.
En tanto no hayamos llegado a suprimir ninguna de las causas de la desesperación
humana no tendremos el derecho de intentar suprimir los medios por los cuales el
hombre trata de desencostrarse de la desesperación. Pues ante todo se tendría que
llegar a suprimir ese impulso natural y escondido, esa pendiente especiosa del hombre
que lo inclina a encontrar un medio, que le da la idea de buscar un medio de salir de
sus males”.

Una pendiente especiosa, a la vez bella y terrible, inclina a los desesperados a buscar
una salida. Pendiente como declive que empuja hacia un sitio que atrae; pendiente como
lo que queda sin resolver, como tendencia que ansía una escapatoria. Salida, como se
dice de la salida del sol, que anuncia el comienzo de otro día; salida de un callejón, de
un encierro que inmoviliza. Artaud conoce que, para algunos, la imaginación alucinada
por una sustancia es la última oportunidad de abrir agujeros en la pared. Pendiente
porque se juega el pender mismo, el vivir colgado de una rama o de un hilo; pero el
pender, también, como circunstancia humana de la espera, que es un modo de la
angustia cuando se presenta desamordazada de la culpa y de la ansiedad.

Escribe Artaud: “El infierno es ya de este mundo y hay hombres que son desdichados
evadidos del infierno, evadidos destinados a recomenzar eternamente su evasión”.

El infierno no es una amenaza futura: está presente en el mundo que habitamos todos
los días. Italo Calvino sugiere distintas maneras de sufrir el infierno: una es aceptarlo y
desearlo hasta el punto de hacerse uno mismo parte del infierno; otra es buscar y saber
reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno. El secreto de los
conjurados es darse tiempo para el contacto, morar en ese momento, inventar una
pequeña comunidad de angustiados que hablan, ríen de sí mismos y proyectan otro
mundo. 1

9. Vino.

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La cita de Italo Calvino, que está al final de Las ciudades invisibles, dice así: “El infierno de los vivos
no es algo que será: hay uno, es aquel que existe ya aquí, el infierno que habitamos todos los días, que
formamos estando juntos. Dos maneras hay de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el
infierno y volverse parte de él hasta el punto de no verlo más. La segunda es riesgosa y exige atención y
aprendizaje continuo: buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y
hacerlo durar, y darle espacio”.

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Las cosas del vino se parecen a las del amor. El vino y el amor, como diría Eluard,
están en el mundo para olvidar el mundo, son modos de evasión. Aunque el vino,
muchas

veces, sirve para fugarse de un amor y el amor, otras, sirve para fugarse del vino y,
ambos, pueden enseñar a hacer la experiencia de la angustia.

Amor y vino comparten la palabra embriaguez: desmesura, imprudencia, indiscreción,


son constantes que excitan a bebedores y enamorados. A veces, la embriaguez lleva al
embotamiento; en el amor, embotamiento significa sensibilidad confundida, enervada de
miedo. El embotamiento de los sentidos del borracho es anestesia de la pasión. El
aturdimiento sensible es un velo que se pone al dolor, la soledad de un cuerpo sin
sustancia de felicidad.

Con la exageración de bebida sucede lo mismo que con la obsesión posesiva: al final, la
promesa del absoluto cae incumplida. El vino y el amor no interesan, sin embargo, tanto
por sus cualidades para aliviar el dolor, sus virtudes para pacificar o disminuir
intensidades que arrasan; importan como deseo de lo que no se tiene. A veces, beber es
hacer la experiencia de la espera. Interludio existencial que busca una especie de paz
que, por otra parte, se sabe que no llega o que llega en el instante final.

Algo de la espera se expresa en cada brindis en el que se dice ¡Salud! La espera es


vocación que brinda lo que se sabe no se puede poseer. Las copas se alzan y se chocan
para desear lo que nadie tiene asegurado. Quizás el brindis sea eternidad declarada de
los que no tienen esperanzas, de los que se saben mortales. El vino, como portador de la
espera, rivaliza con las religiones.

En una obra de O'Neill, que se llama Extraño interludio, los largos soliloquios de sus
personajes recuerdan momentos en los que bebedores y amantes se dan a la palabra. Tal
vez, tanto la experiencia del vino como la del amor, consistan en darse a la palabra.
Pero darse a la palabra no es lo mismo que sentirse desinhibido. La inhibición tiene
relación con prohibiciones, censuras o abstenciones calculadas, se desata como catarsis
o confesión: la desinhibición es fuga de lo reprimido. Darse a la palabra es darse uno
mismo lo inescuchable de la angustia.

El bebedor busca testigos, no tanto de su dolor, sino de las palabras que puede donarse
siendo él mismo una voz anónima de su existencia dolorida. Se dice que el vino ayuda a
soltar la lengua, pero ello no siempre quiere decir hablar de más o permitirse decir algo
indebido o descarado. Soltar no sólo es dejar salir lo que estaba apresado; soltar es
también participar de un abandono, dejarse caer (desujetado) en el hablar. Soltar la
lengua, entonces, como autodonación de una voz llena de tachaduras. Instante
desprolijo en el que el bebedor se ofrece algo que no reconoce del todo: hospitalidad en
su existencia angustiada.

Los angustiados no son personas que beben mucho, sino existencias que prueban
desatar sus lenguas y romper a martillazos membranas (de miedo o de odio) que cubren
los sentidos. El vino como experiencia de la espera o como darse a la palabra no

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escuchada, se parece al amor no posesivo. El vino como experiencia del ahogo,
embotamiento y ausencia de sí, se parece a la avaricia amorosa que sólo aspira a la
propiedad del otro.

La alianza entre el capitalismo y el vino se consuma con la difusión de un alcoholismo


sin angustia: el pasaje automático a la cabeza aturdida sin el acontecimiento de la espera
que llama a la palabra.

10. Angustia.
Cada uno vive, como si fuera un teatro personal, la tragedia de la civilización. No puede
haber cultura sin malestar, ni experiencia de sí sin conflictividad. Malestar y
conflictividad son las tormentas del deseo. Los males del estar anuncian que el estar
mismo es existencia afectada por la vida y la muerte, la enfermedad y la salud, el
lenguaje y lo indecible.

El sueño de curas químicas, que supriman la conflictividad, anuncia el horror de un


mundo sin angustia.

Una cosa es estar mal y otra es que el malestar nos goce. La vida humana siempre
procura emanciparse del malestar. Emanciparse no significa suprimirlo, sino impedir
que el malestar se apropie del excedente de goce disponible en nuestras existencias.

El capitalismo nos persuade (ahí en donde cada cual se enfrenta a ese objeto sin
consistencia, que Lacan llama objeto a) del ahorro de angustia que significa someterse a
un significante amo. La sujeción conveniente.2
Si la angustia pudo ser, en otros tiempos, educadora de la soledad comunitaria (es decir,
una soledad en proximidad de otros igualmente solos, en un mundo sin dioses), su
actual representación terrorífica es una herramienta disciplinaria del capitalismo. La
angustia aplacada es la peste: los angustiados (sin la experiencia de la angustia), para
huir de lo que no entienden, entregan sus existencias a cambio de calmantes.

La conflictividad es la experiencia de la angustia. No se dice soy angustiado ni es


angustiado, se dice estoy angustiado o está angustiado. La angustia no es una manera
del ser, sino un pasaje que posibilita que, lo que es, sea.

2
El término goce, en Lacan, señala que la relación con el objeto de satisfacción está mediada por la
palabra de otro. El niño pequeño es caos de intensidades y sensaciones dispersas, criatura todavía sin
existencia como niño, sitio vacío de representación, necesidad que no sabe de su necesidad. La madre
supone que eso que estalla es hambre, frío, espera de abrazo, gusto por el movimiento, la presencia de su
voz; ella inscribe lo irrepresentado en un mundo posible, traduce una necesidad sin nombre en demanda
de alimento, abrigo, ternura, canción. La satisfacción o insatisfacción no dependen sólo de un equilibrio
de energías, sino de relaciones de sentido. Somos hijos de la palabra de otro, de la palabra que nos
nombra, de la palabra que nos llama, de la palabra que dice nuestra demanda. La cuestión humana no se
puede pensar como satisfacción de una necesidad a través de un objeto que la colma, nos satisfacemos en
una experiencia (nunca plena) mediada por la palabra. A esta singular satisfacción entredicha por el
lenguaje, se la llama goce. Haciendo una analogía con la idea de plusvalía de Marx, Lacan sugiere la
expresión plus de gozar para referirse a uno de los modos en los que se presenta el objeto a. Bataille, a su
vez, ya había pensado el goce como exceso que no es sin angustia.

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Durante los últimos tres siglos, la angustia fue escuela del sinsentido de la existencia
humana y de la sensibilidad impugnadora. La Ilustración podría pensarse como
experiencia pedagógica de la angustia orientada por la razón, las filosofías (Spinoza,

Kierkegaard, Nietzsche, Heidegger) como recepciones de la angustia en tanto afección


de la condición humana, el romanticismo como educación sentimental de la protesta.
Los angustiados de entonces no eran neuróticos sino inconformistas: enamorados,
filósofos, locos, intelectuales, artistas, revolucionarios.

Antes de la angustia (es decir, antes del obrar de la disconformidad) somos criaturas
perdidas. Náufragos encomendados a los dioses, recogidos por la sombra de un amo,
aferrados a una tutela salvadora.

La angustia ha dejado de ser la educadora del alma. Esa experiencia estética y


existencial es, ahora, un agujero que se quiere evitar. No se sabe qué hacer con la
angustia.

El capitalismo disfruta de las existencias insatisfechas, prefiere a los angustiados que se


vuelven neuróticos y consumistas, apáticos y escépticos, locos y suicidas; antes que a
los inconformistas.

La angustia no siempre cae de rodillas ante los objetos del mercado. La angustia puede
ser la razón de todas las esclavitudes humanas o puede expresar el deseo de la
emancipación siempre inconclusa. La angustia puede ser señal de la inminencia del
desastre existencial o llamado de lucidez, golpe derribador de fetiches.

La angustia insurrecta no sobreviene cuando no alcanzamos algo muy querido, llega


como repentina percepción de que eso, tan preciado, por lo que empeñamos la vida, no
valía nada.

11. Inconformidad.
La enfermedad de la civilización que no tiene remedio es la inconformidad. La
insatisfacción, en cambio, tiene una farmacia entera. Capitalismo es adicción a una
botica de anestesias y animadores emocionales. Somos abusados por reguladores del
hambre y de las cabezas, pero cada tanto los estómagos administrados estallan repletos
de odio.

El capitalismo difunde laboratorios químicos que tratan la insatisfacción, sustancias


líquidas o pastosas para controlarla, pero el sentido que la vida humana clama, repone la
inconformidad: potencia de lo venidero. Hay formas inscriptas en nuestra sensibilidad y
en nuestro pensamiento, lo sepamos o no. Inconformidad es sensibilidad que se
escabulle de lo tallado.

Afuera de toda forma no es otra forma, sino el deseo de un más allá de todas las formas.
La deformidad es la corrupción de la forma modelo. Si la insatisfacción es histérica, la
inconformidad llama a lo político. La entrega fascinada a las promesas del mercado,
neurotiza al deseo: lo envuelve de nerviosismo frustrador. La inconformidad es

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insumisión ante las formas que nos gobiernan. La inconformidad pulsa lo todavía no
anunciado.

La insatisfacción es por algo que se sabe, que no se tiene, que no era como se creía o
que se perdió. La inconformidad es infinitivo del deseo. Apatía y tedio, son modos de
insatisfacción no excitada, encallecida. La inconformidad es negación apasionada contra
las formas establecidas. La inconformidad que no obra, engendra pestilencia; la angustia
que no se habita, extiende el desierto.

12. Teorema.
Nicolás Casullo pensaba que las izquierdas no supieron resolver el teorema civilizatorio
del capitalismo. Teorema, no como proposición lógica demostrable del mundo que
vivimos, sino como dibujo indeleble de lo establecido en nosotros mismos. Teorema, tal
vez, para coincidir con la novela que Pasolini publica en 1968, relato de la decadencia
de una familia pequeño burguesa del norte de Italia, un mundo seguro y hastiado que
estalla con la presencia de un huésped hermoso e inquietante. Teorema como teatro de
enunciación que nos tortura haciéndonos creer que no sabemos vivir en el mejor de los
mundos posibles.

El capitalismo moderno ofrece sustitutos para dar sosiego provisorio a las pulsiones que
él mismo propicia. El consumo para todos los gustos, incluso el consumo de las
sustancias de la muerte para la vida breve de los excluidos; sin contar la excitación y
miedo que aporta, a los que viven en los barrios cerrados de la opulencia, presentir que,
a metros, asechan los desesperados.

El capitalismo resuelve el teorema de la felicidad humana: fabrica una humanidad que


verifica su propio teorema. El capitalismo aprovecha la insatisfacción humana para
prometer objetos que la calman y la insatisfacción humana es una creación capitalista
para que su poder se reproduzca.

La inconformidad es una sensación en el cuerpo que se parece al cosquilleo de millones


de hormigas que corren, por dentro, nerviosas y desconcertadas. Hormigueo que no es
histeria de la insatisfacción, sino angustia.

13. Otra edad del pensar.


Nicolás Casullo decía que “hacía falta otra edad del pensar” que conjugara herencia e
imaginación para entender el mundo, el país, a nosotros mismos.

Somos solicitados a decir algo sobre el tiempo en que vivimos. Asociamos cosas del
presente con cosas del pasado, visiones actuales con escenarios ya vistos, voces
desarticuladas del ahora con enseñanzas recientes. La memoria histórica nos llena de
presagios terribles que contaminan la posibilidad de pensar el porvenir. A veces, esa
memoria es un residuo de representaciones nefastas. La barbarie de la civilización
ejerce su atracción: nos asalta la idea de que todavía todo puede ser peor. El lugar de la
angustia es ocupado por visiones catastróficas.

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Solicitados quiere decir convocados a resistir lo que se nos impone como fatalidad. El
solicitante descolocado es el personaje de un largo poema de Leónidas Lamborghini,
una voz que comienza solicitando un empleo y termina solicitando el poder. Un

descolocado no es sólo un desempleado, un descolocado es un salido de su lugar, un


raro que se suelta, un solicitante desprendido de las fijezas del destino.

No es posible, sólo con la herencia, pensar lo que está ocurriendo. ¿Cómo decir lo
todavía impensado, lo que no puede ser atribuido o explicado por el lenguaje recibido?
¿De qué manera imaginar más allá de lo ya imaginado?

Hay cosas que cambian la vida, alguien dice: A partir de eso que me pasó, mi vida fue
otra. Hay golpes que permiten entrar en otra edad del alma; si no, se nos va la vida
habiendo pensado poco o nada fuera de lo ya instalado como razón del mundo.

¿Cómo vivir lo que nunca antes se ha vivido? ¿Expandir la experiencia hasta el límite:
asomarse fuera de sí? El fuera de sí como arrojo que no es caída. Vivir arrojado fuera de
sí, pero no cayendo en lo mismo de siempre, en lo establecido, sino derramado fuera de
todo continente. Naufragar no como desastre, sino como oportunidad.

El sentido común es el Titanic de la razón: se presenta como fuente de verdades


incuestionables, se apoya en el yo siento, yo viví, yo veo, yo conozco, yo estuve. El
sentido común es la ideología del yo. Y el yo siempre -como solía decir Casullo- es de
derecha. Mientras el fuera de sí es tanteo de lo incapturable, bosquejo de una conciencia
ilimitada, relato roto que nos llega como resto de un pesadilla o de un delirio.

No podemos decir cómo será el mundo venidero, pero sabemos que será más justo. No
lo sabemos porque lo sabemos, sino porque lo deseamos. El deseo es la potencia de
inventar algo en donde no hay nada. No se trata de un acto de fe, sino de una política.
Política del deseo o deseo de la política: deseo que desea justicia e igualdad para el
colectivo humano.

Se podría definir el presente como fabricación social de criaturas que no sabemos


imaginar otro mundo para todos. Lo que solemos vivir como impotencia ante lo que nos
queda por aprender, es omnipotencia no declarada. Una y otra vez, asistimos a la escena
trágica del saber: cuanto más sabemos, más advertimos el entendimiento limitado en el
que vivimos. La omnipotencia confunde saber con control del mundo; deseo, con
capricho de satisfacción de un impulso; pensamiento, con un repertorio de verdades
seguras. Pensar, si no es una práctica de ocurrencias ni colección de lecturas
convenientes, ni es habilidad para conducirse en una institución de trampas y estafas;
pensar es angustiarse. Hacer la experiencia de la angustia como emancipación de la
omnipotencia.

14. Obrar.
La despolitización del psicoanálisis es su profesionalización. Profesionalismo: hacer de
la profesión un medio para ganarse la vida, el psicoanálisis por el psicoanálisis mismo

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en cualquier mundo, en cualquier parte; a lo sumo, un psicoanálisis ocasional, impuro y
deficiente en los hospitales públicos.

La despolitización proclama la autonomía del mundo social e histórico. No quiere


complicarse con la miseria de la civilización: se niega a aceptar que sus propias teorías

llevan las marcas mudas de la barbarie. Muchos autores advirtieron la complicidad del
psicoanálisis con el capitalismo. Murmuraciones en los consultorios complacientes con
un orden injusto y brutal.

El profesionalismo consume cultura, pero es anti-intelectual o colecciona


conocimientos, que exhibe para consagrar el poder de su especialidad, pero rechaza la
interrogación angustiosa de lo que no sabe.

El psicoanálisis en la Argentina, en los años sesenta y setenta, conoció la potencia


inconformista de la crítica y entendió sus prácticas entramadas con la política. Muchos
psicoanalistas compartían, con las izquierdas de entonces, el deseo de transformar el
mundo. En los tiempos actuales, sin lo que Casullo llamaba el horizonte de una
revolución venidera, un riesgo del profesionalismo es la difusión de prácticas clínicas
desentendidas de la experiencia de la angustia.

Inquieta el psicoanálisis, todavía, como territorio de las existencias angustiadas, como


invención de espacios en los que puede ser insinuado lo inescuchable, como habla de la
afección sublevada, como obrar, en el que la angustia sigue hablando, después de que ya
hemos dicho todo lo que teníamos que decir.

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