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Anorexia nerviosa.

Una búsqueda femenina de la perfección

Louise J. Kaplan

Dentro del útero no hay imágenes reflejadas. El feto, el líquido amniótico, la


placenta y la madre conforman una unidad completa en sí misma. Y el recién nacido,
por su parte, no tiene más referencias que sus reflejos, sentidos y músculos para
indicarle quién o qué es. El recién nacido toma y trata de obtener. Escupe lo que no
quiere ingerir, borra lo que no desea ver y se aparta de lo que le molesta. Esta
maravillosa omnipotencia de sus gestos y acciones será el modelo de sus primeros
actos psicológicos: esos deseos que le permiten ser cualquier cosa que quiera.
Desea no ser molestado; desea alivio y satisfacción. Y obtiene todo esto, al menos
por un momento.

El conocimiento que tiene el recién nacido acerca de si mismo se reduce a sus


tensiones y excitaciones, a sus gestos de tender hacia lo que quiere y apartarse de lo
que no quiere. El bebé busca, pero no tiene noción de qué está buscando hasta que
sus movimientos lo ponen en contacto con algo que corresponde a su búsqueda. Es
un invocador que crea magia sin comprender qué es lo que está invocando: el pezón
viene al encuentro de su boca ávida, su cuerpo se amolda a una suavidad que tiene
su mismo aroma, la cabeza halla un límite del espacio en el cual apoyarse. El bebé
tiene la ilusión de que él mismo ha creado el pezón, el cuerpo de la madre y el confín
del universo. Este mundo invocado es su punto de referencia, es el espejo que lo
refleja.

A los dos meses de edad, el bebé ya percibe que ciertos hechos especiales
que ocurren fuera de su cuerpo son los que lo protegen de la tensión y las
excitaciones. Siente una presencia cuyos olores, tacto, latidos y movimientos
armonizan a la perfección con sus propios estados corporales. La correspondencia
entre la presencia de la madre y los gestos del bebé le bastan a éste para mantener
su ilusión de ser omnipotente. En presencia de la madre, el bebé puede aún ser
cualquier cosa que desee.

Inexorablemente, el bebé se ve arrastrado a la red de seguridad de su


existencia. Las tensiones Y excitaciones son refrenadas por su necesidad de esa
presencia que lo gratifica, lo escuda, lo raciona, lo frustra y lo introduce en la
legalidad. El bebé comienza a evaluarse a sí mismo según lo refleja esa otra
persona. A veces ese reflejo se aproxima mucho al de los días mágicos en que el
bebé podía ser lo que deseara. La voz arrulladora Y la mirada resplandeciente de la
madre que le dicen: "Qué lindo eres. Qué bebé tan maravilloso. Cuánto me gusta
tenerte en mis brazos" es algo casi tan placentero como la omnipotencia. El bebé
mira atentamente a su madre, responde a sus arrullos, y se ve reflejado como todas
esas cosas magníficas y poderosas que a veces imagina ser. La admiración que
refleja la madre es una caricia que lo llena de orgullo.

De allí en adelante, y a efectos de compartir la gloria y el poder de ese otro ser


que lo refleja, el bebé estará dispuesto a renunciar a la omnipotencia de sus gestos Y
acciones. De ahí en adelante, la angustia ante el peligro de verse separado del otro
pondrá freno a su omnipotencia. Es cierto que la comparación entre su propio poder
limitado Y el que detentan esos otros seres gloriosos, de los que depende para
obtener amor y seguridad, le provoca resentimiento Y envidia. Pero vale la pena.
Porque toda vez que se sienta vulnerable, inferior a lo que desearía ser, tendrá a su
alcance la manera de recobrar su confianza. Si no puede alcanzar la cuchara para
comer solo, si se limita a abrir la boca y esperar que lo alimenten, los ojos de su
madre se iluminarán para transmitirle el mensaje: "Eres un bebé maravilloso. Eres
perfecto". El reflejo deslumbrante del amor entre sí mismo Y otro puede ser un gran
engañador.

Una chica de catorce años se inspecciona ante el espejo. Su mirada se


ilumina al verificar la excepcional delicadeza de su rostro y la esbeltez de su cuello,
hombros, senos, caderas, muslos, pantorrillas Y tobillos. Su piel clara y suave, el
contorno agudo y anguloso de su cuerpo casi inmaculado, libre de toda gordura, la
llenan de satisfacción. Una sombra de preocupación empaña su alegría: ha
descubierto una leve prominencia a la altura del estómago. Pero fuera de este indicio
premonitorio, la chica se siente momentáneamente satisfecha de haber logrado
acallar ese apetito, ese Fresslust que domina su existencia.

Pero lo que ven la madre y el padre en esa imagen del espejo es algo muy
diferente. Ven un espectro, apenas reminiscente de la maravillosa hija que conocían:
el cabello o opaco y deslucido; la piel áspera, manchada y vacilante; el tronco, la
espalda, los brazos y piernas cubiertos de un vello largo y sedoso; las uñas
amarronadas; los huesos descarnados, y los ojos febriles y hundidos. Es como un
cadáver andante. Los padres deciden que la absurda dieta que lleva su hija ha
llegado demasiado lejos.

La chica condesciende a que su madre la lleve al médico. La ofende que sus


padres pretendan oponerse a sus esfuerzos. Al fin y al cabo, salvo ocasionales
calambres de estómago, la constipación que puede controlar con laxantes, y ciertos
cosquilleos e insensibilidad en las manos y pies, el hecho es que se siente
perfectamente bien. En realidad, nunca se nunca se ha sentido mejor.

El médico advierte de inmediato todos los síntomas externos de la caquexia, o


emaciación física. La chica mide 1.57m y pesa 36 kg. El grado de emaciación está
muy próximo del que representaría un riesgo de muerte. Cualquiera que sea el
diagnóstico final, anuncia el médico, lo cierto es que a menos que la niña comience
inmediatamente a alimentarse, se verá obligado a recomendar su internación. El
examen clínico revela temperatura por debajo de lo normal, ritmo cardiaco inferior a
60 latidos por minuto, inflamación de los pliegues angulares, hinchazón y
amoratamiento de manos y pies, disminución de la transpiración y la secreción
sebácea, y deshidratación.

Los análisis de laboratorio probablemente indicaran la presencia de algún tipo


de anemia, sea por deficiencia de hierro o de la síntesis proteica. Puede haber una
disminución de glóbulos blancos, que son los que ayudan a mantener las defensa del
cuerpo contra las enfermedades, o bien un aumento anormal de estos glóbulos. El
médico prevé una depresión, entre moderada y grave, de la médula ósea, además
de disfunción del páncreas y una reducción del 20 y el 40 por ciento en el
metabolismo basal. Como el peso del cuerpo ha bajado hasta el punto de revertir el
sistema de realimentación hipotalámico-pituitario-gonadal, los ciclos menstruales se
han interrumpido. Las radiografías mostrarán una desaceleración en el ritmo de
crecimiento esquelético. La pubescencia ha quedado detenida.

Hay peligro inminente de crisis metabólica, que produciría una falla renal o un
paro cardíaco. Si el deterioro físico de la niña no se revierte, si se vuelve crónico,
alguno de los órganos internos – el corazón, los riñones, el cerebro – podría sufrir
una atrofia irreversible. La chica podría quedar estéril. Y si la emaciación se acentúa,
la llevará a la muerte.

La madre informa que en el hogar todo funciona bien y en perfecto orden. Ella
trabaja medio día en su profesión, y por lo general está en casa para supervisar las
tareas escolares y las comidas de los chicos. Su otra hija asiste a la universidad,
donde le va muy bien. No hay discordia en la familia. El marido delega el manejo
doméstico y la crianza de los hijos en su esposa. Ninguno de los progenitores tiene
en su familia antecedentes de enfermedad mental ni de enfermedad física grave.
Hasta hace un año, esta criatura flaca, testaruda e irritable era una niña ejemplar:
hacendosa, obediente, hermosa, bien alimentada, robusta, inteligente, ambiciosa y
bien educada. Era, de hecho, la abanderada de su hogar feliz y armonioso.
La madre se queja de lo repentino que fue el deterioro físico de su hija. En
cierto momento, la chica inició una dieta alimentaria. Simultáneamente, empezó a
pedirle a la maestra que le asignara tareas adicionales, abandonó sus clases de
gimnasia y danza por considerarlas poco exigentes, y comenzó a correr varios
kilómetros todos los días. La madre tuvo los primeros indicios de que algo andaba
mal cuando la niña, hasta entonces obediente, se tornó discutidora, despectiva, terca
y mandona. Empezó a controlar los horarios de las comidas de toda la familia. Fue
entonces cuando los padres notaron que la chica, al tiempo que planeaba el menú
diario, supervisaba su preparación, tendía la mesa, coleccionaba recetas y corregía
los modales del padre en la mesa, apenas probaba bocado durante las comidas.
Nada de lo que le dijeran los padres la inducía a comer más. Cuatro meses después
de haber observado por primera vez la falta de apetito de su hija, el peso de ésta
había bajado de 50 a 36 kilos.

El médico tiene la convicción de que el adelgazamiento y el cambio de


conducta de la niña son síntomas de anorexia nerviosa. Pese a que su práctica
abarca ya 30 años, nunca había estado frente a un caso de esta enfermedad hasta
fines de la década de 1970; en los últimos dos años, sin embargo, ha debido internar
a otras cuatro chicas. De todos modos, procede metódicamente a descartar la
presencia de trastornos físicos que también provocan pérdida de peso, como
tuberculosis, disfunción de las glándulas suprarrenales, espasmo de esófago, cáncer
de estómago o anemia perniciosa. También considera la posibilidad de aquellos
trastornos psíquicos en los cuales la negativa a comer y la emaciación son síntomas
secundarios de un cuadro clínico más amplio, como ciertas formas de esquizofrenia y
las reacciones depresivas que son tan comunes durante la adolescencia.

En los últimos años, las publicaciones especializadas han alertado al médico


sobre el hecho de que también hay versiones atípicas de la anorexia, que se
presentan sin ningún otro trastorno físico o psíquico de gravedad. Estas anorexias
atípicas por lo general son consecuencia de un descontrol en el ascetismo dietético o
las huelgas de hambre coercitivas que a veces ponen en práctica los adolescentes, y
son relativamente fáciles de revertir a corto plazo. En vista de lo que sabe acerca de
esta chica y de su madre, el médico no tiene muchas esperanzas de estar frente a un
caso de anorexia atípica. Desearía que así fuera, pues en tal caso contaría con la
cooperación de la chica para el tratamiento. La niña reconocería su carácter de
paciente que necesita ayuda. Ella misma lamentaría la .pérdida de peso y admitiría
que el espectro que ve en el espejo esta lejos de ser una ninfa hermosa. No querría
seguir estando tan delgada y acataría, con sólo un mínimo de oposición las
indicaciones dietéticas del médico.
Para poder diagnosticar una anorexia atípica, el médico espera que esta
criatura flaca y patética muestre algún signo de preocupación por su actual estado
físico. Pero tras entrevistarse en privado con ella, confirma que es un caso de
anorexia nerviosa primaria y típica. La actitud y los modales de la chica revelan todas
las características distintivas de la enfermedad: la total ausencia de preocupación por
su adelgazamiento, la convicción inamovible de estar procediendo en forma
razonable y correcta, el vigor y la terquedad con que defiende su exquisita delgadez.
La niña insiste en lo bien que se siente, en que corre o camina varios kilómetros por
día sin sentir ninguna fatiga, y en que sólo precisa dormir tres o cuatro horas diarias.
Esta orgullosa afirmación de su perfecto estado físico y mental resulta
particularmente asombrosa en vista de su aguda emaciación.

La chica alega que come lo suficiente y que nunca siente hambre. El médico
sabe que ella ha perdido la capacidad de reconocer la sensación de hambre y que,
además, no sufre de falta de apetito, puesto que en la anorexia nerviosa primaria la
paciente está obsesionada por la idea de la comida. “Anorexia” significa, en general,
"pérdida del apetito", y literalmente, “pérdida de la voluntad de vivir". Pero ambos
sentidos del término son inapropiados: los apetitos de la chica son enormes, y ella no
desea morir.

Los primeros en dar a este trastorno su denominación médica de "anorexia"


fueron Ernest Lasègue, en Francia, en 1873, y Sir William GuIl, en Inglaterra, en
1874. Gull destacó el estado mental generalizado que acompañaba a la aparente
falta de apetito, y de allí surgió el término "anorexia nerviosa". Lasègue, quien creía
que la etiología del trastorno era histérica, la llamó anorexie hystérique. Algunos años
más tarde, otro médico francés, Henri Huchard, desestimó la etiología histérica y
recomendó denominar al trastorno anorexie mentale, término con el que se lo conoce
desde entonces en Italia y Francia. En Alemania se lo llama Pubertätsmagersucht -
emaciación puberaI compulsiva-, que sugiere un diagnóstico mucho más cercano a
los hechos observados.

La verdadera anoréxica no se queja de nada más que de la insistencia de sus


padres en que se alimente. Simula compartir la visión simplista de los padres,
quienes creen que su hija ha perdido el apetito. Pero sabe muy bien que a menudo
no puede controlar el hambre. Roba comida y se la lleva, a escondidas, a su
dormitorio. A veces se atiborra hasta que se le hincha el estómago y luego se
depura, vomitando todo lo que ingirió o tomando laxantes en fuertes dosis. La
extrema delgadez de su cuerpo es señal de que está ganando la batalla contra su
Fresslust. Pero en casi todos los demás aspectos de su vida, se siente detenida Y
dominada. No puede liberarse de la sensación interior de estar SIempre actuando
bajo órdenes de otros. Excepto en lo que concierne a sus actos de seguir la dieta,
correr y no dormir, se siente ineficaz y poco valiosa. Su único triunfo es la
emaciación.

Los historiadores médicos informan que antes de fines del siglo XIX sólo se
contaba con descripciones esporádicas y aisladas de enfermedades semejantes a la
anorexia: el caso de un buda que trataba de alcanzar la iluminación, en el siglo III; el
de un joven príncipe que sufría de melancolía en el siglo XI; el de una jovencita
francesa, en 1613, que hizo ayuno durante tres años; dos casos descriptos como
tisis de origen mental, con emaciación, amenorrea, constipación, hiperactividad y
pérdida del apetito, en 1689 ; varios casos en Inglaterra, a fines del siglo XVIII y el de
una niña que murió por este trastorno, en Francia. Esta muerte fue atribuida a la
influencia perniciosa de la madre.

A partir de la década de 1810, las descripciones médicas del trastorno


pusieron el acento en la trama familiar. En su trabajo clásico, “Sobre la anorexia
histérica", Lasègue advertía: "El paciente y su familia conforman una totalidad
estrechamente entrelazada, y si limitamos nuestras observaciones al paciente,
obtendremos un falso panorama de la enfermedad". Gull aconsejaba aislar al
paciente de su familia. En 1895, Gilles de la Tourette, quien también recomendaba la
separación del niño del medio familiar, fue el primero en llamar la atención sobre el
hecho de que el paciente no sufría de falta de apetito. Según él, las características
fundamentales del trastorno eran la negativa a comer y una percepción distorsionada
del propio cuerpo.

. Excepto durante el período comprendido entre 1915 Y 1935, en que la


anorexia y casi todos los trastornos relacionados con la subnutrición se atribuían al
mal de Simmonds -el marasmo hIpofisiario descubierto por el doctor Morris
Simmonds-, la mayoría de los especialistas siempre ha tenido conciencia de que la
emaciación es provocada, mantenida y luego llevada al grado de inanición, por
causas psicológicas. Existe el consenso de que la trama familiar, en especial la
relación entre madre e hija, juega un papel fundamental en este trastorno.

Al aumentar el número de casos que se les presentaban, los médicos y los


psicólogos se vieron frustrados ante su incapacidad de resolver los enigmas de este
extraño trastorno, cuya forma primaria típica se daba casi exclusivamente en niñas
adolescentes de clase alta y media alta. Proliferaron entonces las especulaciones
sobre la dinámica psicológica subyacente en estas niñas y sus familias. Debido a que
los psicoanalistas y otros investigadores presentaban especial atención a la
característica más evidente y dramática del síndrome de la anorexia -la negativa a
comer-, sus teorías se centraron, inicialmente, en los componentes "orales" del
trastorno. Se consideraron, entre otras dinámicas psicológicas, las fantasías
antropofágicas: el deseo de incorporar oralmente a la madre, el temor de tragar a la
madre y el anhelo de fecundación oral por el padre.

Las interpretaciones efectuadas a la paciente sobre la base de estas


especulaciones no sirvieron para desviar a las niñas anoréxicas de su feroz
determinación, y con frecuencia tenían el efecto opuesto, reforzando su decisión de
no comer. Algunas ex pacientes, al referirse a este tipo de terapia, señalaron que
habían tenido la impresión de que las palabras del médico las invadían y penetraban,
y se habían sentido tan dominadas por la relación terapeuta-paciente como por sus
funciones corporales. Su respuesta consistía en absorber, de mala gana, todo lo que
les decía el médico y luego "vomitar" el mensaje por vía de borrarlo de su memoria.
La proliferación de teorías no contribuyó ni a disipar los enigmas ni a curar a las
pacientes anoréxicas. Hasta hace poco tiempo, en que se redujo al dos por ciento, la
tasa de mortalidad de esta enfermedad se mantuvo estable en un 15 %, y muchas
niñas perseveraron en su empeño y se convirtieron en anoréxicas crónicas, viviendo
el resto de sus días al borde de la inanición.

Hay un hecho incuestionable: en las sociedades occidentales, la anorexia ha


ido aumentando en forma sostenida. Anualmente, durante los últimos treinta años, se
ha informado la aparición de aproximadamente un nuevo caso cada 200 000
habitantes. En Escandinavia el número de casos se ha quintuplicado. Y en el Japón,
donde antes de su occidentalización la anorexia era tan escasa como para
considerársela inexistente, el trastorno ha llegado a ser casi tan frecuente como en
los Estados Unidos y en Gran Bretaña. Por otra parte, mientras que en un tiempo la
anorexia se circunscribía a las niñas blancas de clase alta y media alta, ahora se ha
extendido por sobre los limites de clase o étnicos y se presenta en familias
ascendentes y ambiciosas de cualquier raza o clase social. Si las estadísticas
incluyeran los casos de bulimia, o sea los de las personas que comen en exceso y
luego se purgan, pero sin llegar a ayunar, las cifras correspondientes serían mucho
mayores. La anorexia pese a su creciente frecuencia, seguía figurando, hasta 1982
en la categoría de las "enfermedades raras", con una proporción de un caso por cada
250 niñas adolescentes. En cuanto a la bulimia, se estima que ocurre en
aproximadamente el 13% de los adolescentes, mientras que el 30%, presenta algún
síntoma de este trastorno.

Por cierto que no hay ningún modo de estimar el número, indudablemente


enorme, de estudiantes universitarias, bailarinas o modelos que conservan su "peso
ideal" por vía de vomitar lo que ingieren. Las estadísticas tampoco toman en cuenta
la legión de "gordas enflaquecidas", esas mujeres estilizadas, esbeltas, delgadas,
cuya figura se adecua al ideal de belleza occidental pero que para lograrlo se ven
obligadas a reprimir sus apetitos, por lo que se vuelven irritables, tensas, nerviosas,
compulsivamente ordenadas, controladas, emocionalmente necesitadas y
envidiosas. Como expresó Heckel, el médico que en 1911 acuño el término '''gordos
enflaquecidos": "un obèse amaigri; mais il est toujours un obèse".

En la última década, aproximadamente, a medida que los casos de anorexia


se multiplicaban en proporciones alarmantes, se hizo evidente que los así llamados
aspectos orales del trastorno no eran más que un componente mínimo y visible de un
problema mucho mas profundo. Los especialistas comenzaron a prestar atención a
los otros aspectos dominantes del síndrome de la anorexia: la manera distorsionada
en que la niña percibe su cuerpo y sus funciones corporales, su feroz ambición, su
perfeccionismo e hiperactividad. Los psicólogos de todas las corrientes terapéuticas -
psicoanalistas ortodoxos, conductistas, terapeutas de la familia, y hasta los
anticuados médicos partidarios de la medicación y la alimentación por la fuerza-
advirtieron con creciente interés el carácter reflejante de la relación madre- hija y el
intrincado vínculo existente entre todos los miembros de estas familias
supernorrmales, bien organizadas, ordenadas y armónicas.

A medida que los psicólogos se fueron familiarizando con los pormenores del
proceso de separación-individuación, se comenzó a pensar que la relación madre-
bebé era la clave que permitiría aclarar los enigmas de la anorexia. Las teorías sobre
los componentes orales fueron gradualmente reemplazadas por distintas versiones
de la dinámica de la separación-individuación. Las interpretaciones normalmente se
agrupan en dos tendencias. Por un lado, se plantea que la anoréxica es una niña que
no logró separarse satisfactoriamente de la madre durante su infancia. Al llegar a la
pubescencia o a la pubertad y enfrentar la necesidad de despegarse de su madre, la
niña no tiene elementos para manejar los conflictos que implica este acto. Su
alternativa es restaurar el estado de unidad con la madre: "…su euforia puede
comprenderse si se asume que, inconscientemente, estaba unida a la madre que la
amamantara". Estos especialistas sugieren que se ha producido una detención en el
nivel simbiótico del desarrollo: "la simbiosis madre-hija original, de la primera manera
no se limitó a marcar una predisposición sino que constituyó el comienzo de un
proceso que se mantuvo constantemente activo, en forma latente o manifiesta,
durante toda la vida de ambas".

La otra tendencia que siguen las interpretaciones se centra en la lucha,


compuesta de amor y odio, entre la anoréxica y su familia, en especial la
ambivalencia mutua entre la hija y la madre. La niña, se dice, ha retrocedido a la
subfase de reacercamiento del proceso de separación-individuación: se aferra a la
madre y al mismo tiempo lucha por liberarse de ella, como el niño de un año durante
el angustioso período de reacercamiento. "Conservar a la madre y librarse de ella
son los temas centrales de la crisis del reacercamiento... Paradójicamente, esta
regresión le brindará al mismo tiempo autonomía, liberación de la madre, adquisición
de autodeterminación, y también lo opuesto, o sea el mantenimiento de la díada
omnipotente."

Estas interpretaciones de la etiología infantil y la dinámica presente de la


anorexia son, por cierto, meritorias. Pero cuando sólo se consideran los orígenes
infantiles de los síntomas, se pierde de vista el hecho esencial de que para las
adolescentes la anorexia constituye una solución a los dilemas asociados a la
circunstancia de convertirse en mujer. Es cierto que los comportamientos y las
fantasías actuales de la niña nos llevan a suponer que han existido deficiencias en
las subfases de la separación-individuación y de la relación edípica infantil, y que
esas insuficiencias la han llevado a reaccionar con excesiva ansiedad ante la
pubescencia y la pubertad. Indudablemente, la chica llega a la adolescencia, y a sus
previsibles problemas, con una personalidad singularmente frágil. Y si la observamos
en el momento en que el ayuno ya se ha posesionado de su vida, llegaremos a la
conclusión de que se ha producido una regresión: los diálogos de amor de la infancia
se han infiltrado en las soluciones de la adolescencia. Sin embargo, nada de esto es
suficiente, pues si olvidamos que inicialmente, en la pubescencia, la niña hizo un
esfuerzo heroico por obedecer ciertos imperativos paradójicos del tabú del incesto,
no alcanzaremos a comprender cabalmente su situación. La paciente anoréxica no
es un bebé que lucha con las vicisitudes de la separación-individuación, sino una
adolescente que intenta asumir su genitalidad.

La solución de la anorexia implica una advertencia sobre la precaria posición


en que se encuentran los adolescentes. A veces, estas inevitables regresiones
temporarias que hemos mencionado pueden dominar la vida de los adolescentes e
impedir su progreso hacia el futuro. A los jóvenes que tienen este tipo de
predisposición, las soluciones tales como el ascetismo dietético, la masturbación
compulsiva, la promiscuidad, las perversiones, la drogadicción y el alcoholismo
pueden por si mismos hacerlos retroceder aun más hacia el pasado. Algunos pueden
llegar tan atrás que ya no encontrarán el camino de regreso al presente.

La anoréxica no emprende su aventura dietética con el deseo inconsciente de


retomar a la omnipotencia de la primera infancia. Comienza con la pregunta
inconsciente: "¿Debo renunciar al deseo genital y permanecer fiel al pasado? ¿O he
de dirigir mis deseos fuera de mi familia y abandonar mi idealización del pasado?" En
la opción entre mantenerse atado a los padres de un modo infantil y no genital, o
afirmar la vitalidad genital y su compromiso con la vida presente, el adolescente
normal decide renunciar al pasado. De manera similar, la anoréxica quiere liberarse
del pasado y afirmar su independencia. Pero en su caso el pasado, que aun en
condiciones normales no resulta fácil de abandonar, es particularmente tenaz. En las
niñas con esta predisposición, el pasado arcaico insiste en su exigencia de ser
reinstaurado. Pero el segundo impulso de individuación le brinda a la niña la
oportunidad de rectificar las humillaciones de la infancia. La chica no se limita a
someterse al pasado, sino que trata de encontrar el modo de serie fiel y al mismo
tiempo afirmar su individualidad y su autonomía. Su solución, atroz y terrorífica como
es, constituye una forma ingeniosa de conciliación.

Al considerar la infancia de sus pacientes anoréxicas, la que han reconstruido


a partir de las entrevistas con los padres y de los recuerdos, informes, experiencias
de transferencia y fantasías de la propia paciente acerca de sus primeros meses y
años de vida, los médicos tienden a juzgar que el factor principal del trastorno es una
distorsión del proceso de separación-individuación. El cuadro que surge de los
informes retrospectivos es el de una niña inteligente y dócil que sometió, con
demasiada facilidad y de buen grado, su omnipotencia y su amor por sí misma a
cambio de la autoestima que le brindaba el hecho de convertirse en una extensión
narcisista de la madre.

Sin embargo, ningún observador clínico serio se atrevería a predecir, a partir


de la relación de una niña con su madre durante la infancia, la aparición de una
solución anoréxica en la adolescencia. Con el transcurso de los años pueden
producirse ciertos cambios en el contexto emocional de la familia: el nacimiento de
otro hijo, la mayor participación del padre en los asuntos domésticos, la reacción
melancólica de la madre a la muerte de su propia madre, una mudanza a otro barrio,
la pérdida de prestigio profesional del padre, etc. Estos cambios, junto con otro factor
aun más importante, que es el florecimiento durante el período de latencia y a
comienzos de la pubescencia de condiciones temperamentales, artísticas e
intelectuales hasta entonces dormidas, pueden amortiguar, modificar, potenciar o
exacerbar las posibilidades puestas en marcha por las privaciones de la infancia.

Cuando estudiamos los enigmas de la anorexia desde el punto de vista de la


adolescencia, encontramos una dinámica central que aparece en forma reiterada. La
mayoría de los clínicos concuerda con la conclusión general que expuso Hilde Bruch
a fines de la década de 1960, según la cual la anorexia representa un esfuerzo
desesperado por lograr un sentido de identidad personal, una necesidad urgente de
tomar posesión del cuerpo y la mente propios para convertirse en un sí-mismo
autónomo. La conclusión de Bruch parte de la premisa de que la niña anoréxica,
como cualquier otro adolescente, está tratando de independizarse de su familia. El
enigma se refiere a las fuerzas que se oponen a este empeño de la anoréxica por
lograr un sentido de autenticidad personal.
El principal peligro que ronda a la adolescencia es la posibilidad de que se
vuelvan a despertar los apegos amorosos de la primera infancia. Como hemos visto,
los conflictos más importantes son los relacionados con la remoción, como esfuerzo
por desvincularse del pasado. Las ansiedades que genera la necesidad de decirle
adiós a la infancia son más de lo que puede controlar la niña anoréxica. En efecto,
sus síntomas podrían considerarse como un proceso de duelo que no culminó, como
una melancolía. Freud se acercó a la verdad cuando, en 1895, se refirió a la anorexia
como a "una melancolía en que la sexualidad está sin desarrollar". ¿Por qué le
resulta tan difícil a la anoréxica renunciar al pasado? Como señaló Bruch
recientemente, el ayuno no es sino el paso final en un trastorno evolutivo de larga
duración. Precediendo al ayuno y aumentando más tarde en intensidad como
síntomas colaterales se encuentran la ambición y el perfeccionismo excesivos de la
niña. Al igual que otras niñas de su edad, la anoréxica comienza por procurar
individuación y autonomía. Su fracaso es obra de su excesiva ambición y de su
desesperada búsqueda de perfección. Por lo tanto, la anorexia es una forma
patológica de los problemas comunes de la transición adolescente.

Un espejo fidedigno y no distorsionado refleja la imagen de un espantapájaros,


un cadáver ambulante que no se parece en nada a una adolescente corriente; su
aspecto es tan extraño, que seguramente se encuentra fuera de los límites de la
experiencia humana común. ¿Qué tiene que ver la anoréxica con los adolescentes
normales, que degluten pizza, salchichas y golosinas con fruición? Pero si la
miramos a través de su propio espejo, debemos admitir que ha logrado esa gloria
con la que sueñan todos los adolescentes: bondad, pureza, perfección de cuerpo y
mente, castidad, valor, sabiduría -en suma, la virtud absoluta-o Mientras que la
mayoría de los adolescentes está condenada a fracasar en su búsqueda de la
perfección, la anoréxica, a su modo, ha triunfado. Mientras que el adolescente común
pasa de sus modos infantiles a formas adultas de pensar, imaginar, experimentar,
sentir y actuar a través de vías arduas e intrincadas, empleando el método lento y
gradual de los éxitos y fracasos, el ensayo y el error, y los retrocesos temporarios, la
anoréxica intenta liberarse del deseo de la noche a la mañana; en la esperanza de
esquivar el dolor, la angustia, las luchas y los conflictos, opta por tomar un atajo para
llegar instantáneamente a la virtud. El reflejo deslumbrante de su propio espejo la
engaña, haciéndole creer que ya ha llegado al futuro, que ha encontrado "el camino"
y que pronto renacerá como una persona nueva y mejor.

La solución que ha encontrado la anoréxica es extraordinaria, pero los dilemas


que intenta resolver son idénticos a los que enfrentan los adolescentes comunes.
Esos dilemas se refieren al deseo, al diálogo de amor, a la autoridad y a las tres
corrientes del narcisismo: el amor corporal, la autoestima y la omnipotencia. Por
encima de todo, la anoréxica se esfuerza por permanecer fiel a sí misma. Pero su
ordalía de perfección ha borrado las diferencias entre la vanidad y la autoestima,
entre la soberbia y el poder. Su invocación la ha vuelto ciega y sorda frente a la
razón y la necesidad. Está sola, perdida en el infinito, perdida en su imaginación, sin
la eficacia que brinda el verdadero trabajo, el diálogo de amor, el compañerismo, las
inquietudes sociales y el sentido comunitario.

¿Cómo se perdió? ¿Cómo fue que sus esfuerzos heroicos por convertirse en
una persona nueva y mejor la llevaron al borde de la muerte? En el caso de la
anorexia, como en el de cualquier otra solución adolescente, lo sexual y lo moral se
entrelazan. Todo lo demás se desenvuelve en torno de estos dos factores.

La recaída brusca y dramática de la anoréxica en los modos propios de la


infancia, así como sus extraños comportamientos, que a primera vista parecen una
réplica de las subfases del proceso de separación-individuación, pueden fácilmente
ocultar la causa de sus angustias inmediatas: el temor de someterse
emocionalmente a la madre protectora y el miedo al incesto. Cuando la chica llega a
la consulta médica, después que el ayuno se ha adueñado de su personalidad, ya ha
perdido sus conexiones emocionales con la adolescencia. Pero si la hubiéramos
examinado unos meses antes, justo cuando se disponía a embarcarse en su fanática
búsqueda de la perfección, habríamos observado versiones exageradas de las
típicas estrategias adolescentes cuyo principal objetivo es la remoción,"

Para el momento en que la anoréxica potencial llega a la pubescencia o a la


pubertad, sus lazos familiares son tan fuertes y ella es en tal grado una extensión de
su madre, que debe librar una batalla mucho más decidida y valiente que lo normal
contra sus deseos incestuosos. El carácter exagerado de las estrategias
adolescentes indica el alcance del efecto del pasado. En el arranque de pánico que
le provoca la sensación premonitoria de no ser lo suficientemente digna y virtuosa
como para combatir la lujuria que está invadiendo su cuerpo, la chica hace acopio de
todas las estrategias adolescentes: ascetismo corporal, ideales intransigentes,
escape de la familia, reversión del amor-deseo en odio, y a veces las emplea todas al
mismo tiempo. Con todas las armas a su alcance, procura vencer al deseo y cortar
los lazos que la unen a su familia.

La anoréxica es una criatura salvaje, enloquecida por el deseo, la lujuria y los


apetitos, en su caso, triunfa el ascetismo. La chica es inflexible en su batalla contra el
placer físico; lo que comenzara como un capricho típicamente adolescente, de hacer
régimen de comidas, se transforma en una forma perversa de ayuno. La anoréxica
se viste con harapos, corre varios kilómetros por día y no duerme más que cuatro
horas diarias. Es totalmente intransigente en sus pensamientos y actitudes. Las
reglas, la obediencia y el deber son lo único que cuenta. La combinación de cosas
opuestas, o la posibilidad de llegar a un acuerdo entre puntos de vista contrarios, le
resultan intolerables. En consecuencia, lucha por proteger su mente de las sucias
tentaciones del cuerpo. La vitalidad de su despertar genital la induce a desempeñar
todos los papeles en la comedia humana, pero no se atreve a asumir ninguno que no
sea una extensión de alguna otra persona. Sólo oye las voces de la primera infancia
y la niñez, que exigen la limitación de los papeles, el renunciamiento y el sacrificio. El
papel para el que está mejor dotada es el de santa.

Pero luchar contra el deseo y vencerlo no es suficiente. La anoréxica pronto


recurrirá a otras estrategias adolescentes, destinadas a aflojar los lazos pasionales
que la unen a su familia. Por lo común, la separación de la libido de los padres se
efectúa a través de un proceso gradual, paso a paso; pero la anoréxica no puede
tolerar un método tan lento y potencialmente riesgoso, por lo que recurre a tácticas
más inmediatas y dramáticas. Antes de llegar al ayuno, muchas chicas que todavía
no son anoréxicas se obligan a sí mismas a emanciparse e independizarse; así como
antes se impusieron la obligación de ser bebés dóciles y obedientes. Pero sus
intentos de escapar del nido familiar realizando un viaje a Europa, o pasando un año
en un internado, tienen el efecto de precipitar la anorexia. Lejos del hogar, se sienten
temerosas, solitarias, vulnerables, inseguras respecto de quiénes o qué se supone
que son ellas. En estos casos, la niña regresa de su abrupta aventura
independentista convertida en un esqueleto ambulante. Habiendo fracasado en su
intento, debe ahora recurrir a la reversión del amor-deseo, en odio. Cuanto más se
interna en las profundidades del odio familiar,

Y como la adolescente no puede tolerar por mucho tiempo esa destrucción


dirigida a sus padres, la consecuencia eventual de la reversión es que esos deseos
destructivos se vuelven contra si misma. Llega así a la autodenigración Y a una
severa degradación propia: el amor- deseo revertido en odio-deseo se convierte en
odio a sí misma.

A medida que avanza la emaciación autodestructiva de la anoréxica, la niña se


convence de que todos los adultos son sus perseguidores; son opresores cuya sola
finalidad es despojarla de la perfección que ha logrado. Los efectos fisiológicos de la
emaciación se combinan ahora con las desesperadas estrategias de remoción de la
anoréxica. La chica pasa a establecer sus propias leyes, totalmente absorta en el
funcionamiento de su cuerpo, reforzando su autoestima y afirmando el, control que
ejerce sobre sus deseos. La patética ironía que hay en la huida de la anoréxica de
sus deseos incestuosos es que termina por regresar al pasado. Luchará hasta el
final, hasta la muerte, incluso. Pero sus frenéticos intentos de lograr la remoción la
van hundiendo cada vez más profundamente en el pasado. Sus palabras son una
parodia de los valores de sus padres, de su pretendida perfección moral. Su cuerpo
esquelético es una caricatura del bebé que su madre necesitaba que fuera: un bebé
sin deseos, en perfecto control de sus funciones corporales.

Vemos entonces, en la anoréxica, el sutil entrelazarse del pasado y el


presente. Primero, y ante todo, es una adolescente tratando de liberarse de los lazos
del deseo familiar. El pasado y el futuro compiten por apoderarse de su alma. Y por
ahora, quizá para siempre, el pasado ha ganado la batalla.

Las historias de la existencia humana siempre están constituidas por las


leyendas entrelazadas de diversas fases de la vida. Por ser el nexo entre la infancia
y la edad adulta, la adolescencia es siempre el campo de batalla en el que combaten
el pasado y el futuro. La anorexia primaria casi nunca se inicia antes de los once
años y es muy poco frecuente en mujeres de más de veinticinco años. Desde su
primera infancia, la niña predispuesta a la anorexia tiene un desarrollo físico e
intelectual relativamente precoz. En su caso, la pubescencia y la menarca suelen
comenzar uno o dos años más temprano que en el promedio. Pero ya sea que su
pubescencia se inicie temprano, a los diez años, o tarde, a los catorce, la anoréxica
potencial no es una verdadera anoréxica hasta el momento en que debe enfrentar el
dilema de convertirse en mujer.

Si no se hubieran producido los cambios biológicos propios de la pubescencia,


la enfermedad latente de la infancia podría no haberse manifestado. El ayuno, la
ambición y el perfeccionismo de la anorexia pueden considerarse los temas centrales
de una fantasía adolescente que, al proyectarse al pasado, expone los diálogos de
amor infantiles tal como realmente fueron. De no ser por los conflictos que entraña la
adolescencia, quizá nunca habríamos descubierto que esta niñita ejemplar,
perteneciente a un medio social próspero, dotada por la naturaleza de casi todas las
cualidades físicas y temperamentales (excepto, probablemente, de suficiente
agresividad para la individuación), provista por su bien intencionada familia de todas
las ventajas que brindan el dinero y el poder, se vio privada de la omnipotencia, él
amor corporal y la autoestima que la mayoría de los bebés comunes y corrientes
pueden dar por sentados.

Si hubiera podido permanecer en la tierra de nadie de la infancia, esta niña


obediente quizás hubiera sido la ciudadana modelo de una utopía. Su punto fuerte
radica en el control de sus funciones corporales. En la utopía, se esforzaría por
descifrar las inescrutables expectativas de las autoridades y por vivir de acuerdo con
ellas. Aceptaría con entusiasmo el uniforme y el número que le asignaran. La
regimentación la complacería enormemente. Podría satisfacer su excesiva ambición
acatando las reglas mejor' que nadie. Puesto que todos serían iguales, su amour-
propre no sufriría al compararse con los demás. El destierro de los poetas que se
practica en las utopías le resultaría muy conveniente.

El inicio de la pubescencia saca a la niña del ámbito escolar, incitándola a


escapar de su capullo doméstico bien organizado, ordenado, armónico y sofocante.
La pubescencia le da la oportunidad de rectificar el curso de su vida. Al igual que a la
mayoría de las adolescentes que se hacen mujeres en una sociedad modernizada,
durante las últimas décadas del siglo veinte, a la anoréxica potencial se le ha
concedido el permiso de emplear sus talentos y dar rienda suelta a sus inquietudes
intelectuales. Se la ha autorizado a concretar sus deseos sexuales de la manera que
le parezca y con quien quiera considere deseable. Toda esta libertad de opción la
abruma. En realidad, podría ser abrumadora para cualquier adolescente, y
ciertamente lo es para una niña cuya primera infancia y cuya niñez fueron guiadas
por la obediencia y la sumisión absolutas a las exigentes reglas del diálogo infantil.

La niñita ejemplar se vio privada de las ventajas narcisistas que son un


derecho innato de todos los bebés humanos, y de la autoridad interior para regular
sus propios deseos. Un motivo de estas privaciones fue la facilidad con que la niña
se convirtió en una extensión reflejante de su madre. Otro es la relativa ausencia,
durante su primera infancia y a comienzos de la niñez, de una presencia paterna. Es
como si la niña nunca hubiera avanzado, en cuanto a su noción del bien y del mal,
más allá de la necesidad de controlar satisfactoriamente la ingestión y evacuación de
alimentos, pero sin experimentar que su cuerpo y su mente le pertenecían. Sólo se
trataba de complacer o disgustar a la madre, aun si ésta delegaba el cuidado de su
hija a una niñera. Y el padre no ofreció ninguna alternativa al diálogo madre-bebé. Su
presencia no se hizo sentir al concluir la primera infancia. El padre no interrumpió el
romance madre-bebé; no hizo conocer a su hija la autoridad del orden social. La niña
se quedó tan sólo con las prohibiciones y los permisos propios de la moralidad de la
infancia.

Todo bebé llega al mundo con un temperamento que le es propio: algunos son
más fáciles de conformar que otros; algunos son callados y perseverantes, otros más
ruidosamente exigentes; algunos son más astutos y comprenden con más rapidez
cómo complacer a sus protectores; otros no pueden soportar ninguna clase de
frustración, y aun otros toleran todo tipo de restricciones y prohibiciones con
admirable ecuanimidad. Por regla general, las bebas son más dóciles, toleran mejor
la frustración, tienen mejor carácter, se adaptan con más facilidad a las exigencias de
la civilización y están más dispuestas a ser una extensión especular de la madre. Les
resulta más fácil que a los varones el destete y el aprendizaje del control de
esfínteres. Los padres aceptan y toleran de mejor grado las travesuras, la
agresividad, el despliegue de energía motriz y la turbulenta actividad exploratoria en
los varones que en las niñas. En el momento de afirmar su diferencia y su separación
respecto de la madre, casi todos los varones tienen la sensación interior de que se
parecen más al padre que a la madre, y de que el papá es su aliado. Durante la
infancia, cuando el impulso fundamental de la vida es la diferenciación, el principal rol
emocional del padre consiste en ayudar a su hijo a diferenciarse a sí mismo de la
madre, a la madre de los demás, y a lo femenino de lo masculino. Por lo general, el
apego de la niña hacia su padre la aparta de su relación exclusivamente reflejante
con la madre. La presencia emocional del padre desvía hacia él mismo parte de la
actitud posesiva del niño con respecto a la madre. Su masculinidad complementa la
incipiente femineidad de su hija. Con la presencia activa del padre en su vida
cotidiana, la niña empieza a experimentar la posibilidad de tener una identidad
femenina fuera de la relación exclusiva con su madre. Descubre que ser una niña o
una mujer no significa ser su mamá.

Durante estos primeros meses y años de vida, el niño percibe a su padre


como a un intruso, que representa la brecha emocional entre la madre y el hijo. Tanto
los varones como las niñas suelen desviar hacia el padre sus anhelos por la madre.
Se vuelcan al padre en busca de diversión y juegos, de consuelo y compensación
por algunas de las frustraciones y decepciones del diálogo madre-bebé. Entonces la
madre pasa a ser la intrusa, la que ordena: "Basta de juegos. Es hora de irse a
dormir". A través de sus gestos de gratificar, racionar, dosificar y frustrar, la madre
hace conocer a su hijo las reglas básicas de la ley y el orden. Ella es, al mismo
tiempo, la primera en brindar placer y la primera en imponer el principio de realidad
en la familia. El padre viene a representar la ley y el orden de la sociedad, la voz que
dice: "Basta de tanto reflejo madre-bebé. Yo soy la ley. Mamá es mía, no tuya. Tú
eres el niño. Nosotros somos los adultos".

Finalmente, durante la fase edípica, el tabú del incesto, tal como lo representa
la "voz del padre", lleva a la definitiva conclusión de los diálogos de la infancia.
Entonces el niño se convierte en el intruso. En este triángulo posterior y más
concIuyente, los padres adquieren una nueva versión del poder. Por primera vez el
niño vive la experiencia de ser excluido de los diálogos de amor, que ahora tienen
lugar entre sus padres. La imaginación, las expectativas y la fantasía son sus únicas
claves para conocer lo que sucede en estas relaciones entre adultos. Su imaginación
se alimenta únicamente de lo que el niño ha conocido: comer, ir de cuerpo y la
excitación de sus genitales inmaduros. Esta amarga constatación de ser pequeño,
vulnerable, incapaz de participar en los deseos adultos, motiva al niño a parecerse a
sus padres por todos los medios a su alcance. Compensa su derrota adquiriendo,
para sí mismo, algo del poder y la autoridad morales de sus padres_ También se
vuelven parte de su experiencia de sí mismo ciertos modos de hablar, de caminar y
de pensar de los padres. Los intereses, actitudes, valores, prohibiciones y
autorizaciones de éstos se convierten en su propia experiencia interior. A cambio de
su exclusión, el niño adquiere el derecho de participar activamente en los principios
de la ley y el orden que rigen el mundo social en el que ha de crecer.

Cuando el triángulo edípico está débilmente articulado, la niña se ve privada


de la oportunidad de adueñarse de su propia conciencia. La seguirá gobernando la
conciencia del destete, de la ausencia, del entrenamiento del control de esfínteres y
de la regulación de sus funciones corporales. Continuará considerando a las
prohibiciones y mandatos de los padres como provenientes del exterior, o como
voces interiores ajenas. Una de las principales quejas de la anoréxica es que no
consigue librarse de la sensación de actuar siempre según las órdenes de otros.
"Hay otro ser, un dictador que me domina... Un hombrecito me grita cuando pienso
en comer."

No todas las niñas privadas de la influencia orientadora del padre están


condenadas a sufrir de anorexia. Pero la "ausencia de padre", en su sentido más
amplio, sin duda afecta todos los aspectos de la vida emocional o intelectual de un
niño. Las diferencias entre la femineidad y la masculinidad se desdibujan. La niña,
para hacerse femenina, se convierte en una versión caricaturizada de la madre. Para
el varón, volverse hombre es algo misterioso y atemorizante; o bien aspira a adquirir
algún tipo de masculinidad, o siente que debe someter sus genitales a la madre,
como antes sometiera los contenidos de su cuerpo. En esencia, el niño percibe a su
cuerpo y su mente como posesiones de la madre. Cuando los genitales de un niño
pertenecen a la madre (o al padre), su conciencia nunca llega a desarrollarse
plenamente. En su forma infantil, la conciencia no es más que un conjunto inconexo
de reglas, prohibiciones y amonestaciones.

Al contar con una conciencia de este tipo como única guía hacia la legalidad,
la niña se ve forzada a obedecer en forma automática, a cumplir cada regla al pie de
la letra, a imitar literal y concretamente la conducta que ha sido prescripta como
correcta, pero sin llegar a captar las implicaciones sociales y morales más amplias de
dicha conducta. No llega a establecer ninguna distinción entre la flexibilidad y la
transgresión. En algunas niñas, esta forma primaria de legalidad da lugar a una
obediencia implacablemente estricta. En otras, podría conducir: a ciertas formas
literales de desobediencia. Mientras que la niña normal obtiene gran satisfacción al
comprobar que una autoridad interna le permite regular sus apetencias y deseos, la
que ha sido privada de la presencia de su padre encara cada acto como si se lo
hubiera ordenado algún tirano cruel e implacable. La niña se convierte en esclava del
deseo, de los mandatos de su conciencia y de la perfección. Se vuelve una
caricatura de la bondad, confundida en cuanto a su cuerpo y sus funciones
corporales, y abrumada por la profunda convicción de ser inútil, indigna y nunca lo
suficientemente buena. "Lo suficiente significa llegar al colapso, a que el cuerpo no
resista más."

No es casual que los padres de niñas anoréxicas sean, por lo general,


hombres en extremo ambiciosos en sus roles profesionales y notoriamente pasivos e
inaccesibles respecto de los asuntos domésticos. Estos padres aspiran a que sus
hijos y sus esposas se comporten a la perfección, pero delegan en sus eficientes
mujeres el manejo del hogar y las trivialidades de la crianza infantil. Tampoco es una
casualidad que las niñas anoréxicas hayan sido particularmente buenas cuando eran
bebés, que fueran el orgullo y la alegría de la madre y una fuente de enorme
satisfacción para el padre. El rol de "niñita ejemplar" es fácil de aprender si se es
inteligente, si no se es demasiado agresiva, exigente o posesiva respecto del tipo y la
energía de la madre, y si se es medianamente capaz de captar lo que quiere el
público para luego reflejado fielmente. Las reglas que rigen ese rol son relativamente
simples; radican en observar el rostro del otro y luego emular lo que éste espera que
uno sea. De la niña ejemplar se espera que complazca a sus padres, que logre lo
que ellos desean, que aprenda temprano a hablar y a caminar, que arme con rapidez
sus rompecabezas, que duerma dos horas de siesta y luego espere con paciencia a
que la levanten, que juegue con muñecas, que nunca sienta demasiado apetito, que
no trate de llamar la atención, que no sea autosuficiente ni se muestre triste o
enojada. A veces se espera que sea una especie de protectora de la madre, que la
tranquilice y la haga sentirse bondadosa y feliz por vía de mostrarse ella misma
buena y alegre. Otras veces se espera que refleje las ambiciones maternas en
cuanto a inteligencia y perfección de cuerpo y mente, o sea todas esas cosas que la
madre habría querido ser y no pudo. El mensaje materno expresa: "Debes ser mi
niñita perfecta, debes destacarte por tu buen humor y tu inteligencia. Pero no seas
codiciosa. No pidas que te mime o te arrulle. Nada de quedarte demasiado tiempo en
la bañera, ni chuparte el dedo, ni comer muchas golosinas, ni ensuciarte con goma
de pegar, o barro o crayones. Mis abrazos y caricias serán contados; debes
conformarte". En otras palabras, nada de omnipotencia y poco amor corporal; en su
lugar, recibirás muchísima admiración reflejante cuando hagas lo indicado para que
mamá se sienta feliz e importante.

J .B. Watson, el psicólogo norteamericano que en la década de 1930 trató de


enseñar a los padres cómo extirpar los deseos indómitos de los niños, habría dado
su aprobación a esta particular relación madre-hijo.

Hay un modo razonable de tratar a los niños. Trátelos como si fueran adultos
jóvenes. Vístalos, báñelos con cuidado y recato. Procure que su trato siempre sea
objetivo y amablemente firme. Nunca los abrace ni los bese; nunca les permita
sentarse en su falda. Si no puede evitarlo, béselos una vez, en la frente, al darles las
buenas noches. Estrécheles la mano por la mañana. Déles una palmadita en la
cabeza si han realizado excepcionalmente bien alguna tarea difícil. Pruébelo... Se
sentirá muy avergonzado del modo sentimental y empalagoso con que los ha
tratado hasta ahora.

Watson y los demás psicólogos que iniciaron el método de la modificación de


la conducta buscaban preparar al niño para la vida civilizada. No sabían que sofocar
la omnipotencia y el amor corporal del niño, y tratar de eliminar el deseo, son
excelentes medios de fomentar la rebeldía y el egocentrismo narcisista. Estos
métodos pueden corromper el sentido moral del niño tanto como las actitudes de
exagerar su omnipotencia y sobregratificar sus deseos. En un contexto acorde con el
criterio de Watson, el diálogo madre-bebé carece de la sensualidad y los
sentimientos normales que constituyen la esencia del amor parental. Pero el deseo
nace, de todos modos. Y una vez que ha nacido, lucha por sus derechos. El deseo
sabe cómo apaciguar, cómo disfrazarse, cómo esperar con paciencia a que llegue su
turno. Mientras tanto, el superyó es un tirano absorbente, tentador, atento y sádico,
sólo acallado temporariamente mediante procedimientos masoquistas. Al mismo
tiempo, el ideal de yo es despiadado: no se conforma con nada que esté por debajo
de la perfección absoluta.

Para la niña perfecta, la infancia se convierte en un período de prueba en que


se le exige estar a la altura de expectativas ajenas, con la constante angustia de
nunca sentirse suficientemente buena en comparación con los demás. Como sabe
reflejar con eficacia lo que sus padres esperan de ella, muy pocas veces merece
penitencias o reproches. Las palizas no son necesarias. Esta niña especial es objeto
de muchos cuidados, atención y dedicación por parte de los padres. Pero no puede
captar qué es lo que ellos realmente piensan o sienten, más allá de sus gestos
sonrientes y aprobatorios. La niña tiene la sensación de que en cualquier momento
puede decir o hacer algo, o manifestar alguna emoción, que provocaría el rechazo y
la crítica de los padres.

Estos padres son simuladores, preocupados por la imagen que de ellos tienen
los demás. Para tranquilizar a sus padres y preservar la armonía, la niña se vuelve
experta en el arte de la simulación. Con frecuencia se siente triste, pero lo disimula
ante sus padres. A veces la enoja toda esta sumisión, pero jamás lo manifiesta. La
niña está tan fuera de contacto con sus estados emocionales como con sus
funciones corporales. Cree que la función de la mente es controlar la inquietud del
cuerpo y ocultar el torpe balbuceo de sus emociones. Más adelante, una vez que se
haya convertido en anoréxica, su cuerpo habrá de gobernar a con la mente. En el
caso de la anoréxica, nada es tal como parece ser. No haya pérdida de apetito. El
deseo está desatado. La niña simula aspirar a la bondad.
Fuera del ámbito familiar, y aun cuando esté rodeada de amigos, la niña
permanece emocionalmente aislada. Como está acostumbrada a buscar en la mirada
de sus padres lo que se espera que sea ella, la anoréxica potencial no cree en sí
misma ni tiene un sentido firme de su propia individualidad. Durante el período de
latencia se percibe como una página en blanco, como un trozo de material con el
cual las otras niñas pueden modelar el tipo de amiga que desean: una amiga
simpática y buena, con los gustos, aversiones y vestimentas apropiados. La niña
tiene muy pocas amistades, y por lo general de a una por vez. Con cada nueva
amiga adquiere una nueva identidad, con nuevos intereses y actitudes. La niña es
una gran emuladora, pero nunca tiene la seguridad de estar haciendo lo que debe.
"Era como si dentro de mí no hubiera una persona de verdad. Yo trataba, con
quienquiera que estuviese, de reflejar la imagen que tenían de mí, de hacer lo, que
esperaban que hiciera."

Al carecer de criterios emocionales internos, de estándares personales para


auto evaluarse, durante el período de latencia la anoréxica potencial se ve
consumida por el amour-propre. Se compara continuamente con otros, y por mejor
que sea su desempeño o por más elogios que reciba de sus padres y maestros,
siempre se siente en falta. En la escuela vigila atentamente a sus compañeros,
tratando de discernir si aprenden más o menos que ella: Si las chicas de su clase
están pendientes de la ropa, procura vestirse igual que todas ellas. La madre, que
por lo general toma todas las decisiones pero que también desea que su hija esté
contenta y tenga aceptación, accede a comprarle las prendas que solicita, aunque le
parezcan grotescas, pero oponiendo alguna que otra vez su veto. Para la niña,
vestirse cada mañana es una dura prueba. Se cambia de ropa tres o cuatro veces y
nunca está segura de si su apariencia satisfará a sus compañeros. “¿Qué van a decir
de mí? ¿Me encontrarán bien?"

La característica peculiar del amour-propre de esta ambiciosa niña es que a


ella no le interesa destacarse entre sus pares sino simplemente estar bien, pasable,
correcta. Sólo más adelante, aproximadamente un año antes de iniciar la dieta, la
niña renunciará a ser como las demás. Se aparta entonces del desafío que implica la
amistad. Se aísla social mente. Los juicios severos e inflexibles que antes dirigiera a
su propia persona, se emplean ahora para rebajar a los demás. "Son tan infantiles,
tan superficiales en sus valores... En lo único que piensan es en los chicos y en la
ropa." La aplicación de las reglas al pie de la letra, que tan útil le resultara durante la
infancia, ya no le sirve en la realidad nueva y extraña la adolescencia. A medida que
la niña se aparta de sus pares, la despiadada inhumanidad de su vida moral se
vuelve dominante, a veces bajo la apariencia de una actitud humanitaria: "Siento que
no puedo limitarme a vivir según la escala común de las aspiraciones humanas.
Siento que debo contribuir a que este mundo sea mejor, y que debo hacer todo lo
humanamente posible a este efecto. Lo que debo realizar es algo que me exigirá
todas mis fuerzas, hasta dejarme agotada; de otro modo, no habré dado lo suficiente.
Sólo cuando lo haya dado todo y ya no tenga nada más para dar, habré cumplido mi
deber".

Al aproximarse a la pubescencia, es muy frecuente que la niña en edad


escolar sienta cierta vergüenza por la relativa robustez y el leve exceso de peso de
su cuerpo. Trata de controlar su apetito; se pone a dieta rigurosa; se hace
vegetariana. Lo que distingue a la anoréxica potencial de la escolar regordeta y
normal es la intensidad de su ambición. Ella es la que obtiene las mejores notas, la
elegida para ayudar a la maestra, de quien es la alumna preferida. La maestra piensa
que esta niña es una maravilla, que si todos sus alumnos fueran como ella, dar clase
sería una gloria. Pero otros maestros no opinan lo mismo: "Es perfecta en lo que se
refiere a obedecer reglas, contestar correctamente a (as preguntas y memorizar
datos. Pero no es capaz de comprender conceptos abstractos. Los problemas que
requieren imaginación e inventiva no le entran en la cabeza". "No participa en las
discusiones en el aula. O bien suministra la respuesta 'acertada' de inmediato, o' bien
espera a que todos hayamos elaborado la contestación correcta, y entonces la repite
como un loro." "Si se le corrige un pequeño error, o se cambia la disposición de los
bancos en el aula, o los horarios de clase, se siente confundida y se le llenan los ojos
de lágrimas."

La anoréxica potencial es una alumna perfeccionista. No soporta equivocarse


y es en extremo sensible a las críticas. Si varían las reglas, si se alteran las
estructuras rutinarias de su vida, si alguien la corrige o la observa, la acomete un
pánico indecible.

Los cambios de rutina, las situaciones embarazosas, las decepciones, los


reproches, los rechazos, los desaires o un comentario jocoso sobre su aspecto
regordete han de tener una influencia decisiva, un efecto catalítico sobre una niña
hipersensible, en extremo ambiciosa y perfeccionista, en el momento de su vida en
que también está tratando de enfrentar las modificaciones biológicas y los dilemas
psicológicos de la adolescencia. La anoréxica potencial reacciona ante la
menstruación, la erección de sus pezones, la formación de sus senos y el aumento
del tejido adiposo en sus pantorrillas, caderas, muslos y pechos con una profunda
sensación de temor. La niña, que desde muy temprano ha controlado rigurosamente
sus funciones corporales, se siente ahora totalmente indefensa. Los cambios físicos
se apoderan de su cuerpo como un violador. La asalta el temor de perder el control
que hasta ahora ha ejercido. ¿Y si no pudiera acallar sus apetitos? ¿Habrá de
dominarla la lujuria? El carácter irrevocable de la femineidad, la idea de que ahora
debe convertirse en mujer, sin otra alternativa, son para ella un golpe, un grave
insulto, una terrible constatación de que por más fuerte, astuta y buena que sea, no
puede controlar a la naturaleza. Sus posibilidades son limitadas.

La niña está desolada. No se atreve a manifestar su temor. Se pregunta:


"¿Qué me está pasando...? ¿Por Qué soy tan débil y tan mala...? ¿Qué puedo hacer
para volverme más atractiva?" Se dispone entonces a rectificar esta situación
terrorífica y humillante. No puede controlar a la naturaleza, pero sí puede dedicarse
con ahínco a las tareas escolares, hacer más gimnasia y esforzarse más en todo. Y
si estos actos no bastan para aplacar su ansiedad, hay una actividad que puede
controlar: la alimentación. Ponerse a dieta es algo que uno puede hacer por su
cuenta, sin pedirle ayuda a nadie, sin tener que admitir que uno se siente
atemorizado, vulnerable y solo. Sus amigas tratan de hacer régimen, sin éxito. La
madre vive pendiente de su peso. El padre se jacta de su figura delgada y fuerte.
Todo el mundo está haciendo gimnasia, aerobismo y algún tipo de régimen
alimenticio. Hacer régimen es algo bueno: es un acto virtuoso.

La dieta comienza como parte de una resolución de convertirse en una


persona mejor, una persona fuerte y autosuficiente, una persona admirada, superior.
Al principio la niña procede igual que cualquier otra chica que hace régimen. Habla
con entusiasmo de su dieta a quienquiera que la oiga. Controla la cantidad de
hidratos de carbono que ingiere e intensifica los ejercicios gimnásticos. Más tarde
elimina la carne, luego los huevos y todas las verduras excepto una o dos. Muy
pronto estará comiendo unas pocas pasas de uva como desayuno, dos hígados de
pollo y unas rodajas de zanahoria por toda cena, a más de tres galletitas y algunos
trozos de manzana y de queso en el resto del día. Condimenta estas frugales
comidas con vinagre o pimienta para darles un sabor exótico. En pocos meses la
chica ha pasado de un simple régimen a un semiayuno. Está en camino hacia la
emaciación. Para cuando haya rebajado los primeros diez o quince kilos, el ayuno se
habrá convertido en el dueño de su vida. Si los Benefactores y los Hermanos
Mayores de las utopías la vieran ahora, le retirarían su número y su uniforme; la
desterrarían junto con los poetas y los místicos recalcitrantes. Su soberbia
autosuficiencia, su intimidad con la pasión, han transformado a la obediente
ciudadana en una amenaza para la sociedad, más peligrosa que cualquier
delincuente juvenil común, al que se puede someter por medio de la persuasión, el
lavado de cerebro, la tortura o la mutilación. Una vez que se pone en marcha, nada
puede disuadir a la anoréxica de su búsqueda de la perfección. Si la internan en un
hospital, llega a conocer los métodos de reeducación mejor que sus captores. Y los
derrota a todos: a la alimentación forzada por vía oral o nasogástrica; a la terapia con
insulina, destinada a provocarle transpiración, ansiedad, mareos y apetito; a la
hiperalimentación intravenosa; a la clorpromazina, de la cual se espera que reduzca
su temor a comer; a la terapia electroconvulsiva; a los regímenes de modificación de
la conducta, que le permitirán correr sólo si ingiere alimentos y aumenta de peso, e
incluso a la neurocirugía, pues la leucotomía la hará comer pero la convertirá en
bulímica, llevándola a vomitar en secreto.

Las anoréxicas son solitarias, reservadas, pretensiosas, evasivas, insinceras y


taimadas. Sólo a sus diarios íntimos o a algún terapeuta en quien confían revelarán
estas niñas calladas e inteligentes sus pensamientos: "No creo que mi verdadera
obsesión sea el temor de engordar, sino el deseo continuo de comer. Esta avidez por
la comida debe ser la causa primordial. El miedo de engordar funciona como un
freno. Es en este Fresslust donde encuentro la real obsesión. Me ha atacado como
una fiera y me siento desarmada ante su acometida".

El hambre es una fiera, un perseguidor, un poder siniestro, una maldición, un


espíritu maligno, un demonio implacable, un sabueso de afilados colmillos a punto de
soltarse de la correa. Algunas niñas que iniciaron la dieta con el propósito de lograr
una silueta esbelta y delgada se rinden ante la fiera... pero no del todo. Aprenden, a
veces en forma casual, por una compañera de clase o un artículo de una revista, que
existen ciertas tácticas fáciles para engañar al sabueso. La bulimia es una de estas
soluciones.

Aun después de haberse alimentado en abundancia la niña bulímica suele


sentir una repentina necesidad de comer. En dos horas es capaz de ingerir cuatro
hamburguesas, casi un kilo de helado, una docena de bizcochos y tres paquetes de
caramelos. Una vez que tiene el estómago repleto y a punto de estallar, la niña se
depura por medio del vómito autoinducido, o de laxantes y diuréticos. La anoréxica
se aparta de la comida. La bulímica, que está igualmente ansiosa de sentirse
aceptada y aprobada, se vuelca hacia la comida para aliviar su ansiedad. Para la
bulímica la comida es algo seguro, reconfortante, con lo que puede contar. Las
grandes comilonas anestesian sus temores y adormecen su angustia y soledad.
Come en procura de consuelo emocional. Pero pronto la acomete el temor de
engordar demasiado y exponerse así a la desaprobación que procura evitar. La
purgación pasa a integrar, entonces, su particular ortopedia emocional. El ritual de
atiborrarse de comida para luego purgarse se hace cada vez más frecuente, hasta
convertirse en una especie de adicción. La ingestión excesiva adormece sus
emociones y la purgación las arrastra lejos. El acto de purgarse le proporciona tanto
alivio y le resulta tan purificador que comienza a comer con la finalidad de purgarse.
Los trastornos físicos que acarrea la purgación son graves: daño irreversible al
esófago, ruptura de vasos sanguíneos oculares; deterioro del esmalte dental, caries,
arritmia cardiaca y paro cardíaco. La niña bulímica es incapaz de rebajar de peso en
forma sistemática, o de seguir una dieta durante cierto tiempo, se deja llevar por
apetencias e impulsos. Entre una comilona y la siguiente, si tiene los medios
necesarios, se dedica a hacer compras en forma desenfrenada. Si no tiene bastante
dinero, roba lo que le apetece. Se vuelve experta en escamotearle dinero a los
padres para pagarse sus hábitos. Emplea el dinero que le dan para comprar: libros y
pagar la matrícula escolar en comprar alimentos para sus festines. Las chicas
bulímicas también se rinden ante sus apetencias de contacto corporal, caricias,
calidez, aprobación y admiración. Algunas son frenéticas sexuales, que buscan con
desesperación los abrazos y la adoración que ansían.

Mientras que sus aparentes hermanas, las bulímicas, sólo consiguen


apaciguar a la fiera, la anoréxica parece haber vencido al Fresslust, a las ansias de
posesión y al apetito genital. Es posible que de vez en cuando la niña anoréxica robe
alguna chuchería para adornarse, o que esconda comida en su dormitorio. Muchas
anoréxicas incurren esporádicamente en la cleptomanía o en la práctica de
atiborrarse de comida para luego purgarse. Pero, tal como lo atestiguan sus cuerpos
delgados y frágiles, son esencialmente puras y están por encima del deseo y del
apetito. Sin embargo, la historia que ellas mismas nos cuentan es muy diferente:

"Me estoy arruinando de veras en esta interminable lucha contra la naturaleza.


El destino dispuso que fuera robusta y fuerte, pero yo quiero ser delgada y frágil."

"Siempre tenía hambre y no podía concentrarme en nada. No recuerdo nada


de los libros que leí cuando ayunaba, ni me acuerdo de las películas que ví en ese
período. Nunca pensaba en nada más que en comer."

"Aprendí el truco de permitirme disfrutar intensamente de la comida. Sólo


comía cosas que me gustaban, en cantidades mínimas. No es que me negara a
comer. Me negaba a aumentar de peso."

"Era como si debiera castigar a mi cuerpo. Lo odio y lo desprecio. Si le


permitía funcionar normalmente por unos días, luego tenía que someterlo a
privaciones. Me siento atrapada en mi cuerpo. En tanto lo mantenga bajo control
estricto, no podrá traicionarme."

La pretendida victoria de la anoréxica sobre el deseo constituye su perdición.


Sus hermanas, las niñas rollizas, las gordas-flacas y hasta las bulímicas antes de
caer en los ciclos de comer y purgarse, por más desesperadas e indignas que se
sientan, tienen un compromiso con la vida. Estudian, trabajan, tienen amigos,
relaciones sexuales y cierta sensación inmediata de pertenecer al orden social y
participar en él. No así la anoréxica. Ella es un ser solitario y aislado. Antes de llegar
al grado de emaciación, la niña tiene conciencia de su aislamiento. Ansía intimidad,
conversación, miradas aprobatorias, manos que estrechen la suya, calor humano.
"Veo a los demás como a través de un cristal; me llegan sus voces. Anhelo estar en
contacto con ellos. Lo intento, pero no me oyen."

El miedo a las apetencias, al apetito sexual o al deseo, es uno de los dos


ingredientes principales de la anorexia. El otro, ése sin el cual el ayuno no sería
posible, radica en la calidad de la conciencia de la anoréxica. Aun la más pura de las
anoréxicas tiene momentos de flaqueza. Pero una vez que ha resuelto hacer algo, su
conciencia garantiza una obediencia casi absoluta. Debido a que la anoréxica tiene
una enorme fuerza de voluntad, debido a que es inteligente, ambiciosa y
perseverante, debido a que los ojos vigilantes y las ásperas voces prohibidoras
nunca fueron domesticadas, las obedece sin dudar. Y como los ideales según los
cuales se evalúa son tan exquisitos, tan perfectos, tan estrictos e inflexibles, se
inclina ante ellos en actitud de sagrada adoración. Su conciencia es salvaje, pérfida y
corrupta.

Sólo cuando el tabú del incesto impone sus dilemas morales es que emerge a
la superficie la duplicidad moral de la anoréxica. Esta duplicidad ha estado latente
desde la infancia, oculta tras la pantalla de una estructura familiar y un orden social
que aplaudían la ambición de la niña, sus ansias de poder y su virtuosa obediencia
del deber. Su batalla frontal contra el deseo es un gran engaño. Parecería haber
erradicado todas las tendencias sensuales y eróticas. Pero en realidad, la anoréxica
ha logrado estar totalmente embargada de erotismo, en especial de Fresslust. El
deseo es su constante compañero.

Con más devoción y empeño que cualquier adolescente común, la anoréxica


enfrenta constantemente al deseo. Lo sopesa, lo reparte, aviva sus llamas y se
asegura de que no deje de exigir ser atendido. Aunque lo mantiene oculto, la
anoréxica sabe muy bien que el deseo siempre está allí, esperando la oportunidad de
irrumpir, abrirse paso, arremeter y tomar posesión. Su conciencia, jamás aplacada
por las lealtades grupales del período de latencia ni por las apasionadas amistades y
alianzas de los primeros años de la adolescencia, es un tirano implacable,
enteramente modelado de acuerdo con sus deseos; su conciencia absorbe, explora,
inspecciona, tienta y atormenta: "Me sentía como si un capataz de esclavos me
llevara a latigazos de una actividad a otra". El deseo y la autoridad son cómplices. Al
silenciar el gran debate entre el deseo y la autoridad, el narcisismo progresa sin
restricciones.

La niña se preocupa por la comida, por el funcionamiento de sus intestinos y


por el sexo, pero la ternura y el afecto han quedado abolidos. Para tener la absoluta
certeza de que no volverá a caer en las redes del amor-deseo familiar, la anoréxica
ha revertido el amor-deseo en odio-deseo. Ahora no precisa escaparse de la casa.
La fuerza de su odio y sus fantasías persecutorias la mantienen a salvo. Consumida
por la lujuria y el odio, la niña dirige esos apetitos casi enteramente a su cuerpo. Con
el mismo gesto mágico con que emprende el ayuno, se flagela el cuerpo con frenesí
para hacerla perfecto, y simultáneamente lo sacrifica. Se queda en su casa,
"literalmente, como un esqueleto en un festín". Es omnipotente, de manera que no
puede morir aunque su cuerpo se destruya. Esta vez, nadie podrá arrebatarle el
poder. "Querían que aumentara de peso para no tener que ver lo infeliz que era.
Pues no les hice el gusto. ¡Porque era muy infeliz! Es que ellos son muy felices, y
quieren que su nenita buena sea linda y feliz también. Querían que yo fuera un
adorno. ¡Pues no les hice el gusto!"

A la niña la consume el despecho. Su venganza de los captores es como una


comida que la satisface. ''Ya ven lo obediente que soy. No como de más. No exijo
nada. Tengo pleno control sobre mis apetitos. Esto es lo que ustedes querían: la niña
perfecta con su cuerpo perfecto. Aquí lo tienen, para que lo vea todo el mundo."

Ahora que el afecto y la ternura han quedado abolidos, ahora que tiene una
conciencia autosuficiente, más allá de la moralidad, la ira de la anoréxica no conoce
límites. Antes de descender de las soberbias alturas a que ha llegado para volver a
integrarse al género humano, la niña tiene una cuenta pendiente que ajustar. Esclava
y ama están ligadas de por vida: "Ella es yo, yo soy ella. Al destruirme, también
destruyo a mi madre". La esclava obediente sacude sus cadenas. La gordura de sus
muslos, los pechos redondeados y la menstruación son sus enemigos, pero la oleada
de fresca vitalidad que expande cada uno de sus apetitos y deseos también libera las
estructuras del pasado. Aunque es tan lujuriosa como un bebé, aunque establece
sus propias reglas, la anoréxica no retorna, simplemente, los modos del pasado. La
niñita ejemplar está sacudiendo sus cadenas.

Toda la vida de la niña ha sido una magnífica representación. Más tarde, en


un poco habitual arranque de franqueza, llegará a admitir que fue "la mascarada más
grande de todos los tiempos". Su acto mortal de ayunar casi hasta la inanición, su
emaciación, es el premio otorgado a su actuación, es el triunfo de la emulación que
ha estado ensayando desde que era un bebé. El público está aterrado, pero también
hechizado, lo que a su vez provoca una ilusoria sensación de poder a la artista del
hambre. Desde su punto de vista, la niña se ha consagrado como actriz. Sólo más
adelante, cuando recobre su peso y reconozca la demencia de su arte, podrá
contarnos que dentro de ella había una débil voz que le rogaba que se detuviera, una
parte de sí misma que observaba su actuación con el mismo horror que todos
nosotros. Pero en general, mientras permanece en estado de emaciación, la niña
está dedicada por entero a su representación. Cuanto más dure su enfermedad, más
se concentrará en sí misma.
Pronto se olvida del público. El narcisismo la domina por completo. La
anoréxica está exigiendo que le devuelvan la mente y el cuerpo, los está reclamando;
está afirmando la omnipotencia que una vez cediera a cambio de admiración
reflejante. Ahora, ni esta admiración ni las miradas prohibitorias de los padres podrán
doblegarla. Ella misma es su propio espejo. Se sale de sí misma y es al mismo
tiempo observadora y observada: "Logré mi deseo de ser de un tercer sexo, niña y
varón al mismo tiempo. Al mirarme al espejo, veía una mujer hermosa y atractiva. Mi
otro yo, el cuerpo que enfrentaba al espejo, era un joven lascivo que se disponía a
seducir a la chica del espejo. Yo mantenía un romance conmigo misma".

La chica está alerta, en marcha, durmiendo sólo tres o cuatro horas diarias.
Atrás quedaron los días en que se pasaba las horas haciendo tareas escolares
adicionales, ganando competencias de natación y disertando ante sus aburridos
compañeros Sobre la teoría de la relatividad. Ahora está en plena exaltación:
mareada, desfalleciente, con la sensación de estar en absoluta sintonía con el
mundo del tiempo y el espacio. Las contradicciones entre el "yo" y el "no-yo", entre lo
animado y lo inanimado, se mantienen en suspenso. Aquí no hay divisiones. En su
mística unidad con el entorno físico, la niña ya no necesita a nadie más. Ha llegado a
una cúspide trascendental. Tiene infinita resistencia y enorme agudeza mental.
Aunque ya no puede concentrarse en los libros ni en las palabras en las lecciones ni
en las tonterías de la escuela, es astuta en lo que se refiere a la preservación de su
alma.

Su estado, al borde de la inanición, y su incesante actividad física, le producen


ahora una exaltación similar al efecto de la morfina: "Uno se siente fuera de su
cuerpo, al costado de sí mismo; luego cae en una especie de trance y puede
soportar el dolor sin inmutarse. Eso es lo que yo hacía con el apetito. Sabía que lo
tenía -puedo recordarlo y hacerlo consciente- pero en ese momento no sentía ningún
dolor". Los teólogos conocen bien los excesos morales que acompañan a este tipo
de éxtasis, las desilusiones espirituales causadas por el ayuno prolongado, y sus
matices sexuales. "La conciencia de tener poder espiritual aumenta, y con ello -el
peligro de perder de vista lo que a cada uno de nosotros se nos ha asignado, los
límites de nuestra existencia finita, de nuestra dignidad y nuestras capacidades. De
ahí que existan los peligros del orgullo, la magia y la embriaguez espiritual."

La niña anoréxica, que se siente inútil en casi todos los demás aspectos de la
vida, a través de su ayuno y su hiperactividad adquiere un enorme poder, mayor,
incluso, de lo que ella pretendía. A medida que se intensifica el ayuno, los efectos
físicos colaterales potencian y confirman los sueños de gloria de la anoréxica. Ella no
había buscado el éxtasis, sino tan sólo controlar las fuerzas físicas que la invadían.
La santidad le ha llegado como un subproducto accidental de su ayuno. Ahora está
ávida de hambre, como antes había tenido avidez de comida. La exaltación que le
produce el ayuno constituye su victoria sobre las pasiones del cuerpo, su triunfo
sobre sus amos. Una vez que ha salido de su cuerpo, es fiel a sí misma, a sus
propios dictados y poderes.

El suicidio es poco frecuente en las enfermas de anorexia. Sólo en caso de


perder su batalla contra el Fresslust o de verse forzada a rendirse ante sus captores,
la niña intentará suicidarse. Pero la convicción de su omnipotencia la engaña. La
anoréxica no tiene conciencia de la precariedad de su estado físico, pero su cuerpo
puede ganarle la partida, como cuando sobreviene un paro cardíaco, una crisis
metabólica o un colapso circulatorio. Se dice que justo antes de morir, la anoréxica
parece tener conciencia de que su espíritu se está desprendiendo, lentamente, de su
cuerpo. Su mirada es distante, inexpresiva, como fuera de contacto con el mundo. La
niña está escapando de la prisión de su existencia.

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