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Louise J. Kaplan
A los dos meses de edad, el bebé ya percibe que ciertos hechos especiales
que ocurren fuera de su cuerpo son los que lo protegen de la tensión y las
excitaciones. Siente una presencia cuyos olores, tacto, latidos y movimientos
armonizan a la perfección con sus propios estados corporales. La correspondencia
entre la presencia de la madre y los gestos del bebé le bastan a éste para mantener
su ilusión de ser omnipotente. En presencia de la madre, el bebé puede aún ser
cualquier cosa que desee.
Pero lo que ven la madre y el padre en esa imagen del espejo es algo muy
diferente. Ven un espectro, apenas reminiscente de la maravillosa hija que conocían:
el cabello o opaco y deslucido; la piel áspera, manchada y vacilante; el tronco, la
espalda, los brazos y piernas cubiertos de un vello largo y sedoso; las uñas
amarronadas; los huesos descarnados, y los ojos febriles y hundidos. Es como un
cadáver andante. Los padres deciden que la absurda dieta que lleva su hija ha
llegado demasiado lejos.
Hay peligro inminente de crisis metabólica, que produciría una falla renal o un
paro cardíaco. Si el deterioro físico de la niña no se revierte, si se vuelve crónico,
alguno de los órganos internos – el corazón, los riñones, el cerebro – podría sufrir
una atrofia irreversible. La chica podría quedar estéril. Y si la emaciación se acentúa,
la llevará a la muerte.
La madre informa que en el hogar todo funciona bien y en perfecto orden. Ella
trabaja medio día en su profesión, y por lo general está en casa para supervisar las
tareas escolares y las comidas de los chicos. Su otra hija asiste a la universidad,
donde le va muy bien. No hay discordia en la familia. El marido delega el manejo
doméstico y la crianza de los hijos en su esposa. Ninguno de los progenitores tiene
en su familia antecedentes de enfermedad mental ni de enfermedad física grave.
Hasta hace un año, esta criatura flaca, testaruda e irritable era una niña ejemplar:
hacendosa, obediente, hermosa, bien alimentada, robusta, inteligente, ambiciosa y
bien educada. Era, de hecho, la abanderada de su hogar feliz y armonioso.
La madre se queja de lo repentino que fue el deterioro físico de su hija. En
cierto momento, la chica inició una dieta alimentaria. Simultáneamente, empezó a
pedirle a la maestra que le asignara tareas adicionales, abandonó sus clases de
gimnasia y danza por considerarlas poco exigentes, y comenzó a correr varios
kilómetros todos los días. La madre tuvo los primeros indicios de que algo andaba
mal cuando la niña, hasta entonces obediente, se tornó discutidora, despectiva, terca
y mandona. Empezó a controlar los horarios de las comidas de toda la familia. Fue
entonces cuando los padres notaron que la chica, al tiempo que planeaba el menú
diario, supervisaba su preparación, tendía la mesa, coleccionaba recetas y corregía
los modales del padre en la mesa, apenas probaba bocado durante las comidas.
Nada de lo que le dijeran los padres la inducía a comer más. Cuatro meses después
de haber observado por primera vez la falta de apetito de su hija, el peso de ésta
había bajado de 50 a 36 kilos.
La chica alega que come lo suficiente y que nunca siente hambre. El médico
sabe que ella ha perdido la capacidad de reconocer la sensación de hambre y que,
además, no sufre de falta de apetito, puesto que en la anorexia nerviosa primaria la
paciente está obsesionada por la idea de la comida. “Anorexia” significa, en general,
"pérdida del apetito", y literalmente, “pérdida de la voluntad de vivir". Pero ambos
sentidos del término son inapropiados: los apetitos de la chica son enormes, y ella no
desea morir.
Los historiadores médicos informan que antes de fines del siglo XIX sólo se
contaba con descripciones esporádicas y aisladas de enfermedades semejantes a la
anorexia: el caso de un buda que trataba de alcanzar la iluminación, en el siglo III; el
de un joven príncipe que sufría de melancolía en el siglo XI; el de una jovencita
francesa, en 1613, que hizo ayuno durante tres años; dos casos descriptos como
tisis de origen mental, con emaciación, amenorrea, constipación, hiperactividad y
pérdida del apetito, en 1689 ; varios casos en Inglaterra, a fines del siglo XVIII y el de
una niña que murió por este trastorno, en Francia. Esta muerte fue atribuida a la
influencia perniciosa de la madre.
A medida que los psicólogos se fueron familiarizando con los pormenores del
proceso de separación-individuación, se comenzó a pensar que la relación madre-
bebé era la clave que permitiría aclarar los enigmas de la anorexia. Las teorías sobre
los componentes orales fueron gradualmente reemplazadas por distintas versiones
de la dinámica de la separación-individuación. Las interpretaciones normalmente se
agrupan en dos tendencias. Por un lado, se plantea que la anoréxica es una niña que
no logró separarse satisfactoriamente de la madre durante su infancia. Al llegar a la
pubescencia o a la pubertad y enfrentar la necesidad de despegarse de su madre, la
niña no tiene elementos para manejar los conflictos que implica este acto. Su
alternativa es restaurar el estado de unidad con la madre: "…su euforia puede
comprenderse si se asume que, inconscientemente, estaba unida a la madre que la
amamantara". Estos especialistas sugieren que se ha producido una detención en el
nivel simbiótico del desarrollo: "la simbiosis madre-hija original, de la primera manera
no se limitó a marcar una predisposición sino que constituyó el comienzo de un
proceso que se mantuvo constantemente activo, en forma latente o manifiesta,
durante toda la vida de ambas".
¿Cómo se perdió? ¿Cómo fue que sus esfuerzos heroicos por convertirse en
una persona nueva y mejor la llevaron al borde de la muerte? En el caso de la
anorexia, como en el de cualquier otra solución adolescente, lo sexual y lo moral se
entrelazan. Todo lo demás se desenvuelve en torno de estos dos factores.
Todo bebé llega al mundo con un temperamento que le es propio: algunos son
más fáciles de conformar que otros; algunos son callados y perseverantes, otros más
ruidosamente exigentes; algunos son más astutos y comprenden con más rapidez
cómo complacer a sus protectores; otros no pueden soportar ninguna clase de
frustración, y aun otros toleran todo tipo de restricciones y prohibiciones con
admirable ecuanimidad. Por regla general, las bebas son más dóciles, toleran mejor
la frustración, tienen mejor carácter, se adaptan con más facilidad a las exigencias de
la civilización y están más dispuestas a ser una extensión especular de la madre. Les
resulta más fácil que a los varones el destete y el aprendizaje del control de
esfínteres. Los padres aceptan y toleran de mejor grado las travesuras, la
agresividad, el despliegue de energía motriz y la turbulenta actividad exploratoria en
los varones que en las niñas. En el momento de afirmar su diferencia y su separación
respecto de la madre, casi todos los varones tienen la sensación interior de que se
parecen más al padre que a la madre, y de que el papá es su aliado. Durante la
infancia, cuando el impulso fundamental de la vida es la diferenciación, el principal rol
emocional del padre consiste en ayudar a su hijo a diferenciarse a sí mismo de la
madre, a la madre de los demás, y a lo femenino de lo masculino. Por lo general, el
apego de la niña hacia su padre la aparta de su relación exclusivamente reflejante
con la madre. La presencia emocional del padre desvía hacia él mismo parte de la
actitud posesiva del niño con respecto a la madre. Su masculinidad complementa la
incipiente femineidad de su hija. Con la presencia activa del padre en su vida
cotidiana, la niña empieza a experimentar la posibilidad de tener una identidad
femenina fuera de la relación exclusiva con su madre. Descubre que ser una niña o
una mujer no significa ser su mamá.
Finalmente, durante la fase edípica, el tabú del incesto, tal como lo representa
la "voz del padre", lleva a la definitiva conclusión de los diálogos de la infancia.
Entonces el niño se convierte en el intruso. En este triángulo posterior y más
concIuyente, los padres adquieren una nueva versión del poder. Por primera vez el
niño vive la experiencia de ser excluido de los diálogos de amor, que ahora tienen
lugar entre sus padres. La imaginación, las expectativas y la fantasía son sus únicas
claves para conocer lo que sucede en estas relaciones entre adultos. Su imaginación
se alimenta únicamente de lo que el niño ha conocido: comer, ir de cuerpo y la
excitación de sus genitales inmaduros. Esta amarga constatación de ser pequeño,
vulnerable, incapaz de participar en los deseos adultos, motiva al niño a parecerse a
sus padres por todos los medios a su alcance. Compensa su derrota adquiriendo,
para sí mismo, algo del poder y la autoridad morales de sus padres_ También se
vuelven parte de su experiencia de sí mismo ciertos modos de hablar, de caminar y
de pensar de los padres. Los intereses, actitudes, valores, prohibiciones y
autorizaciones de éstos se convierten en su propia experiencia interior. A cambio de
su exclusión, el niño adquiere el derecho de participar activamente en los principios
de la ley y el orden que rigen el mundo social en el que ha de crecer.
Al contar con una conciencia de este tipo como única guía hacia la legalidad,
la niña se ve forzada a obedecer en forma automática, a cumplir cada regla al pie de
la letra, a imitar literal y concretamente la conducta que ha sido prescripta como
correcta, pero sin llegar a captar las implicaciones sociales y morales más amplias de
dicha conducta. No llega a establecer ninguna distinción entre la flexibilidad y la
transgresión. En algunas niñas, esta forma primaria de legalidad da lugar a una
obediencia implacablemente estricta. En otras, podría conducir: a ciertas formas
literales de desobediencia. Mientras que la niña normal obtiene gran satisfacción al
comprobar que una autoridad interna le permite regular sus apetencias y deseos, la
que ha sido privada de la presencia de su padre encara cada acto como si se lo
hubiera ordenado algún tirano cruel e implacable. La niña se convierte en esclava del
deseo, de los mandatos de su conciencia y de la perfección. Se vuelve una
caricatura de la bondad, confundida en cuanto a su cuerpo y sus funciones
corporales, y abrumada por la profunda convicción de ser inútil, indigna y nunca lo
suficientemente buena. "Lo suficiente significa llegar al colapso, a que el cuerpo no
resista más."
Hay un modo razonable de tratar a los niños. Trátelos como si fueran adultos
jóvenes. Vístalos, báñelos con cuidado y recato. Procure que su trato siempre sea
objetivo y amablemente firme. Nunca los abrace ni los bese; nunca les permita
sentarse en su falda. Si no puede evitarlo, béselos una vez, en la frente, al darles las
buenas noches. Estrécheles la mano por la mañana. Déles una palmadita en la
cabeza si han realizado excepcionalmente bien alguna tarea difícil. Pruébelo... Se
sentirá muy avergonzado del modo sentimental y empalagoso con que los ha
tratado hasta ahora.
Estos padres son simuladores, preocupados por la imagen que de ellos tienen
los demás. Para tranquilizar a sus padres y preservar la armonía, la niña se vuelve
experta en el arte de la simulación. Con frecuencia se siente triste, pero lo disimula
ante sus padres. A veces la enoja toda esta sumisión, pero jamás lo manifiesta. La
niña está tan fuera de contacto con sus estados emocionales como con sus
funciones corporales. Cree que la función de la mente es controlar la inquietud del
cuerpo y ocultar el torpe balbuceo de sus emociones. Más adelante, una vez que se
haya convertido en anoréxica, su cuerpo habrá de gobernar a con la mente. En el
caso de la anoréxica, nada es tal como parece ser. No haya pérdida de apetito. El
deseo está desatado. La niña simula aspirar a la bondad.
Fuera del ámbito familiar, y aun cuando esté rodeada de amigos, la niña
permanece emocionalmente aislada. Como está acostumbrada a buscar en la mirada
de sus padres lo que se espera que sea ella, la anoréxica potencial no cree en sí
misma ni tiene un sentido firme de su propia individualidad. Durante el período de
latencia se percibe como una página en blanco, como un trozo de material con el
cual las otras niñas pueden modelar el tipo de amiga que desean: una amiga
simpática y buena, con los gustos, aversiones y vestimentas apropiados. La niña
tiene muy pocas amistades, y por lo general de a una por vez. Con cada nueva
amiga adquiere una nueva identidad, con nuevos intereses y actitudes. La niña es
una gran emuladora, pero nunca tiene la seguridad de estar haciendo lo que debe.
"Era como si dentro de mí no hubiera una persona de verdad. Yo trataba, con
quienquiera que estuviese, de reflejar la imagen que tenían de mí, de hacer lo, que
esperaban que hiciera."
Sólo cuando el tabú del incesto impone sus dilemas morales es que emerge a
la superficie la duplicidad moral de la anoréxica. Esta duplicidad ha estado latente
desde la infancia, oculta tras la pantalla de una estructura familiar y un orden social
que aplaudían la ambición de la niña, sus ansias de poder y su virtuosa obediencia
del deber. Su batalla frontal contra el deseo es un gran engaño. Parecería haber
erradicado todas las tendencias sensuales y eróticas. Pero en realidad, la anoréxica
ha logrado estar totalmente embargada de erotismo, en especial de Fresslust. El
deseo es su constante compañero.
Ahora que el afecto y la ternura han quedado abolidos, ahora que tiene una
conciencia autosuficiente, más allá de la moralidad, la ira de la anoréxica no conoce
límites. Antes de descender de las soberbias alturas a que ha llegado para volver a
integrarse al género humano, la niña tiene una cuenta pendiente que ajustar. Esclava
y ama están ligadas de por vida: "Ella es yo, yo soy ella. Al destruirme, también
destruyo a mi madre". La esclava obediente sacude sus cadenas. La gordura de sus
muslos, los pechos redondeados y la menstruación son sus enemigos, pero la oleada
de fresca vitalidad que expande cada uno de sus apetitos y deseos también libera las
estructuras del pasado. Aunque es tan lujuriosa como un bebé, aunque establece
sus propias reglas, la anoréxica no retorna, simplemente, los modos del pasado. La
niñita ejemplar está sacudiendo sus cadenas.
La chica está alerta, en marcha, durmiendo sólo tres o cuatro horas diarias.
Atrás quedaron los días en que se pasaba las horas haciendo tareas escolares
adicionales, ganando competencias de natación y disertando ante sus aburridos
compañeros Sobre la teoría de la relatividad. Ahora está en plena exaltación:
mareada, desfalleciente, con la sensación de estar en absoluta sintonía con el
mundo del tiempo y el espacio. Las contradicciones entre el "yo" y el "no-yo", entre lo
animado y lo inanimado, se mantienen en suspenso. Aquí no hay divisiones. En su
mística unidad con el entorno físico, la niña ya no necesita a nadie más. Ha llegado a
una cúspide trascendental. Tiene infinita resistencia y enorme agudeza mental.
Aunque ya no puede concentrarse en los libros ni en las palabras en las lecciones ni
en las tonterías de la escuela, es astuta en lo que se refiere a la preservación de su
alma.
La niña anoréxica, que se siente inútil en casi todos los demás aspectos de la
vida, a través de su ayuno y su hiperactividad adquiere un enorme poder, mayor,
incluso, de lo que ella pretendía. A medida que se intensifica el ayuno, los efectos
físicos colaterales potencian y confirman los sueños de gloria de la anoréxica. Ella no
había buscado el éxtasis, sino tan sólo controlar las fuerzas físicas que la invadían.
La santidad le ha llegado como un subproducto accidental de su ayuno. Ahora está
ávida de hambre, como antes había tenido avidez de comida. La exaltación que le
produce el ayuno constituye su victoria sobre las pasiones del cuerpo, su triunfo
sobre sus amos. Una vez que ha salido de su cuerpo, es fiel a sí misma, a sus
propios dictados y poderes.