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DE LA CULTURA PREMODERNA
El objetivo de este ensayo es poner énfasis en algunos aspectos de lo premoderno, es decir, la cultura pre-
industrial en América Latina, y especialmente en la región andina. Los aspectos que aún contienen
elementos conservables y valiosos para la convivencia humana. El ensayo es una parte del debate actual
sobre el post-modernismo. La base para el análisis es la tesis de que el actual desarrollo de los países de
América Latina exhibe muchos factores negativos, que no se deben al atraso, sino a una modernización de
segunda clase: las grandes ciudades de más, desordena ecológica, el aislamiento del individuo,
demográficos explosión, los fenómenos de masas de la alienación, etc. Entre los aspectos preservables de la
cultura tradicional se encuentran: la familia extensa como un refugio de solidaridad práctica, la
religiosidad genuina como contrapeso a las ideologías antropocéntricas, y una concepción aristocrática del
arte como una estética pública de alto valor y fuerza.
Las variadas relaciones existentes entre las herencias socioculturales, los tipos de
modernidad, la identidad colectiva y los proyectos para el futuro conforman una de las
temáticas más discutidas de la actualidad latinoamericana y de mayor relevancia para la
evolución de la consciencia colectiva en el Nuevo Mundo.(29)
El legado ibero-católico ha sido negativo para América Latina en las esferas política,
institucional y económica a causa del caudillismo, del centralismo, de las pautas autoritarias
de comportamiento y de los hábitos prerracionales en el trabajo.
Disminución de la calidad de la vida en medio de los logros tangibles del desarrollo y del
progreso han ocasionado un difuso malestar con respecto a la modernidad (30)
Un sistema civilizatorio preindustrial, preponderantemente rural, marcado por las reglas y
los valores de la religión y las costumbres no puestas en duda por el racionalismo, y
caracterizado por el vigor de los llamados lazos sociales primarios. Este orden tradicional
era el que dejó la colonización ibérica, orden que sobrevivió la independencia en muchos
terrenos y que había preservado importantes porciones del estilo de vida de las culturas
precolombinas. Lo que se percibe ahora es una actitud ambivalente frente a la modernidad,
sobre todo frente a la transformación de la vida cotidiana en algo sistemáticamente
ordenado y a la prevalencia omnímoda del principio de rendimiento; esta ambigüedad no
llega, empero, a poner la cultura moderna radicalmente en cuestión y busca más bien
combinarla con aspectos reputados como valiosos de la tradición premoderna.
La América Latina del presente como una amalgama entre la herencia ibérica (y, en medida
mucho más reducida, del legado precolombino) y las tendencias modernizantes derivadas
de la civilización industrial del Norte. Los elementos de la tradicionalidad misma no
conforman una todo homogéneo, sino fragmentos diversos y hasta dispares; lo rescatable
de algunos de ellos debe ser analíticamente separado de los demás aspectos que
constituyen la parte autoritaria, irracional y antidemocrática de la herencia prehispánica e
ibero-católica.
La visión de este pasado no es homogénea: las tradiciones culturales de América Latina han
sufrido las más diferentes interpretaciones y las valoraciones más extremas. Los ejercicios
exegéticos que siguen a continuación, que pueden distinguirse por un punto de vista
excéntrico, intentan cristalizar hipotéticamente lo positivo y valedero de las herencias
culturales premodernas para brindar algún consuelo al hombre actual en el Nuevo Mundo,
que ha quedado a la intemperie en el campo de los valores de orientación.
La falta de un impulso crítico en las tradiciones culturales
Desde el siglo XVI se puede constatar un relativo atraso filosófico, un estancamiento político
-institucional y un marcado desinterés de las instancias estatales por todo afán investigativo
en España y Portugal, sobre todo si se compara a estas naciones con los otros países de
Europa Occidental.
El ambiente cultural imperante en la península ibérica a partir del siglo XVI correspondió a
una marcada esterilidad en las actividades científicas y filosóficas, a una carencia de
elementos innovadores en el terreno de la organización socio-política y a una consolidación
de la cultura política del autoritarismo.
Cuando las naciones latinoamericanas ingresaron en la segunda mitad del siglo XX al arduo
camino de la modernización acelerada, lo hicieron copiando indiscriminadamente los
modelos ya existentes en los países del Norte, ofreciendo muy poca resistencia a sus
aspectos anti humanistas (y anti-estéticos).
Esta adaptación de los modelos normativos del Norte deja de lado de manera más o menos
premeditada los elementos racionales, críticos y humanistas que también son propios de la
civilización metropolitana y que están íntimamente vinculados a los grandes hitos de su
historia, como han sido el Renacimiento, la Reforma, la Ilustración y las revoluciones
políticas. Lo ambivalente y equívoco del período actual en el desarrollo latinoamericano
reside en el curioso hecho de que el proceso de modernización acelerada en América Latina
coincide con la búsqueda más o menos metódica de una identidad colectiva genuinamente
propia -búsqueda vana, por otra parte-, con el florecimiento de corrientes autoctonistas e
indigenistas y con un vigoroso incremento de ideologías anti-imperialistas y anti-
capitalistas.
La desilusión incipiente con la modernidad
La discusión en torno al postmodernismo tiene que ver con la modernidad de segunda clase
que impera en América Latina, pero también con la crisis ecológica que ya empieza a ser
percibida colectivamente, con la explosión demográfica y sus consecuencias y con una
burocracia estatal que tiende a usar la tecnología más moderna para el mejor control de la
población. En círculos intelectuales y artísticos se nota una resistencia creciente contra todo
intento gubernamental de crear una armonía compulsiva, una homogeneidad obligatoria;
También en América Latina empiezan a brotar el desencanto con los "grandes relatos" (la
Ilustración, el idealismo, el marxismo), con los sistemas cerrados y unitarios de explicación
del mundo, y el cansancio con las grandes instituciones (Estado, partido, administración
pública) y con los grandes designios racionales para modificar (o sólo mejorar) el mundo. La
razón en cuanto instancia totalizadora está entrando en descrédito, lo que se transluce en
un claro escepticismo con respecto a la política como esfuerzo colectivo con sentido
inteligible, a los intentos de cooperación e integración internacionales y al propósito de
mejorar la suerte de los mortales (33)
Por otra parte, algunos intelectuales estiman que los teoremas postmodernistas serían una
"amenaza particularmente perversa" y un "ataque frontal" del dominio imperialista contra
todo aquello que se deriva de la "primigenia asociación entre razón y liberación social" y
contra "las promesas liberadoras de la modernidad"
La tradición cultural que moldeó el continente latinoamericano hasta bien entrado el siglo
XX implicaba una relación distanciada, escéptica y hasta ingeniosa con respecto al Estado, al
gobierno y a sus aparatos administrativos.
Las confesiones protestantes, con los resultados conocidos en las naciones metropolitanas:
fenómenos universales de alienación, imperio irrestricto del principio de rendimiento,
transformación del hombre en el engranaje de fábricas e instituciones y pérdida del sentido
de la vida. La sociedad tradicional ha sabido conservar también en lo concerniente a la
religiosidad, a la disciplina social y a la estructuración de los llamados vínculos primarios
(familia, parentesco, amistad) pautas normativas más diferenciadas, ecuánimes y sabias que
aquellas que hoy predominan en los centros metropolitanos.
Esta leyenda se presta para seducir y engatusar a los estratos sociales con una formación
técnica moderna. La ideología de la igualdad sirve para disimular una de las consecuencias
más importantes de los decursos de modernización en la esfera político-institucional.
La modernidad constituye el proceso exhaustivo de expansión de los subsistemas de
racionalidad instrumental, incluyendo la esfera de la vida cotidiana y la del Estado.
Max Weber analizó a comienzos del siglo XX las consecuencias que se derivarían de una
burocracia técnicamente perfecta ("la jaula de hierro de la sumisión" la cual puede emerger
sólo a partir de la nivelización de todos los sectores dominados (es decir, a partir de una
radicalización efectiva y práctica del principio de la igualdad liminar) frente a los
detentadores del poder burocratizado. La democracia se reduce en tal caso -lo cual no es
nada extraño al mundo actual- a un método de selección, legitimización y renovación de la
élite de poder, única usufructuaria genuina del modelo burocrático de dominación.
Es esta esfera del antiguo régimen (en cuanto encarnación clara de la tradicionalidad) tiene
la enorme ventaja sobre la modernidad de haber aceptado y comprendido la tensión
inextinguible entre libertad e igualdad y de no haber sucumbido a la tentación de privilegiar
esta última. De modo realista el orden premoderno se desenvuelve dentro de todo tipo de
desigualdades y, al admitirlas y sancionarlas legalmente, las hace transparentes y evita
simultáneamente el surgimiento de falsas ilusiones.
El protestantismo, en cambio, que puede ser considerado como uno de los agentes más
enérgicos e influyentes de la modernización a nivel mundial, significó una verdadera
catástrofe para la estética pública, para el estilo de vida y hasta para el arte de la
conversación.
Las clases dominantes del presente en América Latina han brotado de un proceso de
modernización de segunda calidad y han sido marcadas decisivamente por él.
España tuvo la desgracia, por ejemplo, de carecer de una clase alta independiente en
sentido financiero, político y cultural, comparable a la nobleza de los otros países de Europa
Occidental.
Dos peculiaridades esenciales de esa "clase política" han preservado y hasta perfeccionado
algunas élites latinoamericanas actuales: el saqueo del tesoro público como base de la
propia economía y la estulticia en el manejo de los asuntos de Estado. Es interesante aludir
entre paréntesis a un pensamiento de Thorstein Veblen, quien llamó la atención acerca de
la similitud que, después de todo, existiría entre el tipo ideal del delincuente y el del
representante de la clase alta: una misma "utilización sin escrúpulos de cosas y personas
para sus propios fines", un idéntico "desprecio por los sentimientos y deseos de los demás"
y una igual "carencia de preocupaciones por los efectos remotos de sus actos"(41)
Pese a todas sus limitaciones, la vieja aristocracia tradicional protegió y fomentó un espacio
donde el arte pudo desplegar algunas de sus posibilidades.
Aaquel marco germinó la concepción de que el arte representa una realidad más elevada,
pura y noble que la vida cotidiana; el arte como una verdad superior y en cuanto
encarnación de la promesse de bonheur se transformó parcialmente en una protesta
-sublime pero clara- contra lo profano y prosaico de la existencia real.
Lo rescatable del orden tradicional en las esferas de la familia y la religión
Por otra parte, la autonomía del individuo y la concepción acerca del carácter único de cada
persona constituyen una de las conquistas más nobles y duraderas de la civilización
occidental; la modernidad se ha distinguido por haber sentado las bases filosóficas, éticas,
jurídicas y políticas para la defensa y el desenvolvimiento del individuo frente a aquellas
instancias como el Estado que pueden coartar su libertad.
La liberación del individuo ha ido acompañada por la declinación de los vínculos inmediatos
y por la destrucción de un tejido social formado a lo largo de milenios. Entre los estigmas
contemporáneos hay que nombrar la anonimidad en las grandes aglomeraciones urbanas,
la transformación de la amistad en una relación instrumental para lograr contactos y
favores, el abandono de los niños y los ancianos, la soledad generalizada, el
comportamiento anómico y la pérdida de una identidad equilibrada.
Ante estos hechos se puede argumentar -no sin razón- que el orden tradicional en su
totalidad no tiene nada serio que ofrecer al complejo mundo moderno, y menos aún en el
terreno de las pautas normativas de comportamiento.
La religión encarna, por otra parte, uno de los elementos más nobles del espíritu humano.
El rechazar esta temática no es un título de honor para la modernidad es más bien un
indicio de lo que este orden social -como todos los anteriores- censura, acalla y rechaza; la
reflexión acerca del sentido de la existencia y del objetivo último de los esfuerzos humanos
no ha sido nunca una actividad grata a los guardianes del orden establecido. El anhelo de
que este mundo con todos sus horrores y todas sus injusticias no sea lo último y definitivo,
une y reconforta a los mortales que no pueden ni quieren conformarse con las iniquidades
de la vida. De esta manera Dios se convierte en la meta de la nostalgia y del homenaje
humanos que no condescienden a aceptar y a justificar lo inevitable. Dios cesa de ser un
objeto del saber y poseer; El vuelve a ser la fuente de iluminación y consuelo.(48)
Sin Dios, señaló Max Horkheimer, es problemático el afirmar que el amor y la justicia sean
mejores que el odio y la iniquidad.(49) Constituye una forma de vanidad el tratar de salvar
sin Dios un sentido incondicional del universo. Toda acción virtuosa y benevolente pierde su
aura sin la invocación de lo divino.
Lo tradicional en cuanto contrapeso a la tendencia de un uniformamiento universal
Ya Aristóteles había criticado la utopía platónica por identificar ésta las relaciones socio-
políticas con los vínculos simples y claros de la familia y el hogar, insistiendo en la necesidad
de que en el plano de los asuntos públicopolíticos predominara la mayor diversidad posible
(dentro del respeto a algunas reglas fundamentales de juego). Esta heterogeneidad de las
relaciones humanas aseguraría la esfera de la libertad del individuo.(51)
Todo sistema social supone que su escala de valores posee una validez más o menos
universal; las sociedades metropolitanas actuales han sido sumamente exitosas a este
respecto, ya que sus padrones de orientación y desarrollo han sido adoptados sin muchas
reticencias por el resto de la humanidad.
En América Latina, donde los programas modernizantes siguen gozando de un prestigio que
aún no está mitigado efectivamente por una consciencia ecológica difundida, existe una
opinión pública bastante favorable hacia gobiernos tecnocráticos con rasgos autoritarios.
Objeciones de grupos que se preocupan demasiado por el medio ambiente y si, por el
contrario, se da una amplia "movilización" de hombres y recursos, canalizada de modo
enérgico por un gobierno dinámico. No es extraño que este tipo de planteamientos este
acompañado por la creencia de que la felicidad individual residiría en la facultad, aceptada
gustosamente, de someterse a un Estado simultáneamente poderoso y opulento.
La evolución de Europa Occidental desde por lo menos el siglo XVII puede ser interpretada
como un gigantesco proceso de domesticación de los instintos, sujeción de las voluntades,
subordinación de los anhelos y disciplinamiento de las ambiciones individuales en pro de
objetivos sociales que se materializaron a largo plazo, como la industrialización, la
consolidación del Estado nacional, la acumulación de capital y la urbanización en gran
escala.
Aspiraciones personales, proyectos de vida al margen de esa vasta corriente, fantasías
extemporáneas y hasta sistemas filosóficos y teológicos fueron aniquilados por la
tendencia, propia del racionalismo modernizante, a domeñar, amaestrar y subyugar todo lo
espontáneo que habían conservado los mortales.
Esta evolución, iniciada por la Reforma protestante, comenzó por borrar las diferencias
entre lo sagrado y lo profano, pero esta primera gran nivelación reemplazó, como la
describió Marx brillantemente, la servidumbre basada en la devoción por aquella
fundamentada en la convicción, quebrantó la fe en la autoridad restaurando la autoridad de
la fe, hizo superfluos a los clérigos porque transformó a los laicos en clérigos y emancipó al
cuerpo de las cadenas exteriores porque instauró éstas en el corazón de cada hombre.(53)
La abolición de la religiosidad exterior, de los ritos, las ceremonias y las jerarquías y del arte
eclesiástico ha ocasionado que los mortales interioricen y respeten como propias las
normas más severas de una sociedad supeditada desde entonces al principio de
rendimiento.
España, Portugal y sus respectivos imperios coloniales se mantuvieron hasta fines del siglo
XIX al margen de esa tendencia uniformante. La preservación, parcialmente hasta hoy, de
individuos anárquicos, comportamientos anómicos, caprichos singulares, obstinaciones
curiosas, inclinaciones anacrónicas, regionalismos exorbitantes, anomalías culturales e
irregulares históricas, señala un grado afortunadamente menor de integración,
normalización y centralización sociales. Estos factores del orden tradicional son muestras
perdurables del apego a lo heterogéneo y de la afición a lo multiforme y variopinto, es decir
a lo genuinamente humano.
Después de todo, un sistema social donde todo estuviese dirigido de la manera más
eficiente desde un centro conformado por los iluminados de la época, donde todas las
acciones humanas se entrelazarían dentro de la lógica más racional y donde los deseos, las
nostalgias y hasta los temores de todos los hombres se convirtiesen en transparentes,
constituiría seguramente una utopía de la perfección, pero la vida en ella sería mortalmente
tediosa y claramente totalitaria.
El amor apasionado por la verdad y la belleza configura la porción más insigne de aquello
que la sociedad premoderna nos ha legado. La conciliación entre razón y sensualidad y la
victoria de Eros sobre la agresividad individual y colectiva pueden coadyuvar a humanizar la
técnica, el consumo y la planificación y, por ende, a mitigar las rigurosidades de la
civilización industrial.