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LA CRISI DE LA MODERNIDAD EN AMERICA LATINA Y LO RAZONABLE

DE LA CULTURA PREMODERNA

El objetivo de este ensayo es poner énfasis en algunos aspectos de lo premoderno, es decir, la cultura pre-
industrial en América Latina, y especialmente en la región andina. Los aspectos que aún contienen
elementos conservables y valiosos para la convivencia humana. El ensayo es una parte del debate actual
sobre el post-modernismo. La base para el análisis es la tesis de que el actual desarrollo de los países de
América Latina exhibe muchos factores negativos, que no se deben al atraso, sino a una modernización de
segunda clase: las grandes ciudades de más, desordena ecológica, el aislamiento del individuo,
demográficos explosión, los fenómenos de masas de la alienación, etc. Entre los aspectos preservables de la
cultura tradicional se encuentran: la familia extensa como un refugio de solidaridad práctica, la
religiosidad genuina como contrapeso a las ideologías antropocéntricas, y una concepción aristocrática del
arte como una estética pública de alto valor y fuerza.

Las variadas relaciones existentes entre las herencias socioculturales, los tipos de
modernidad, la identidad colectiva y los proyectos para el futuro conforman una de las
temáticas más discutidas de la actualidad latinoamericana y de mayor relevancia para la
evolución de la consciencia colectiva en el Nuevo Mundo.(29)  

El legado ibero-católico ha sido negativo para América Latina en las esferas política,
institucional y económica a causa del caudillismo, del centralismo, de las pautas autoritarias
de comportamiento y de los hábitos prerracionales en el trabajo.

Delimitarlo claramente del desarrollo histórico-cultural;

Elementos fructíferos y positivos en un momento en que la crisis, generalizada de la


modernidad alcanza también a las naciones latinoamericanas y obliga a repensar la cuestión
nunca resuelta de sus identidades colectivas. El rasgo distintivo de éstas en la segunda
mitad del siglo xx ha sido el intento de una modernización acelerada, es decir el ensayo más
o menos metódico de alcanzar el grado de desarrollo técnico-económico y organizativo-
institucional de los grandes países metropolitanos del Norte, tanto en sus variantes
capitalistas como en las socialistas. Estos esfuerzos han producido, sin embargo, un
resultado relativamente mediocre, una modernidad fragmentaria y problemática;

La desilusión con la modernidad empieza a preocupar a la opinión pública y a transformarse


en un punto central del debate intelectual, atañe a reducidos grupos intelectuales;
gobernantes y planificadores, dirigentes sindicales y empresarios, profesionales y obreros
siguen creyendo en las bondades liminares del progreso material,

Disminución de la calidad de la vida en medio de los logros tangibles del desarrollo y del
progreso han ocasionado un difuso malestar con respecto a la modernidad (30)
Un sistema civilizatorio preindustrial, preponderantemente rural, marcado por las reglas y
los valores de la religión y las costumbres no puestas en duda por el racionalismo, y
caracterizado por el vigor de los llamados lazos sociales primarios. Este orden tradicional
era el que dejó la colonización ibérica, orden que sobrevivió la independencia en muchos
terrenos y que había preservado importantes porciones del estilo de vida de las culturas
precolombinas. Lo que se percibe ahora es una actitud ambivalente frente a la modernidad,
sobre todo frente a la transformación de la vida cotidiana en algo sistemáticamente
ordenado y a la prevalencia omnímoda del principio de rendimiento; esta ambigüedad no
llega, empero, a poner la cultura moderna radicalmente en cuestión y busca más bien
combinarla con aspectos reputados como valiosos de la tradición premoderna.

La consciencia colectiva latinoamericana ha adoptado un modelo de desarrollo originado y


perfeccionado en los países altamente industrializados del Norte y, simultáneamente, ha
elaborado una gama muy amplia de ideologías para convencerse a sí misma de que se trata
de una evolución universal de carácter substancialmente positivo e ineludible que, tarde o
temprano, tocará en su plenitud a todas las naciones latinoamericanas.

Esta concepción, inmensamente popular, pero científicamente ingenua, impide percibir lo


negativo de la modernidad y, al mismo tiempo, lo provechoso y meritorio de aquellos
sistemas sociales que ahora la opinión pública los considera como anticuados, anacrónicos y
desfasados por los decursos históricos. Y, sin embargo, también comienza a divulgarse una
corriente que subraya lo valioso y aceptable -para una vida más humana y para una
identidad colectiva más genuinamente autónoma- de la tradicionalidad pre-industrial.

La América Latina del presente como una amalgama entre la herencia ibérica (y, en medida
mucho más reducida, del legado precolombino) y las tendencias modernizantes derivadas
de la civilización industrial del Norte. Los elementos de la tradicionalidad misma no
conforman una todo homogéneo, sino fragmentos diversos y hasta dispares; lo rescatable
de algunos de ellos debe ser analíticamente separado de los demás aspectos que
constituyen la parte autoritaria, irracional y antidemocrática de la herencia prehispánica e
ibero-católica.

La visión de este pasado no es homogénea: las tradiciones culturales de América Latina han
sufrido las más diferentes interpretaciones y las valoraciones más extremas. Los ejercicios
exegéticos que siguen a continuación, que pueden distinguirse por un punto de vista
excéntrico, intentan cristalizar hipotéticamente lo positivo y valedero de las herencias
culturales premodernas para brindar algún consuelo al hombre actual en el Nuevo Mundo,
que ha quedado a la intemperie en el campo de los valores de orientación.
 
La falta de un impulso crítico en las tradiciones culturales

Desde el siglo XVI se puede constatar un relativo atraso filosófico, un estancamiento político
-institucional y un marcado desinterés de las instancias estatales por todo afán investigativo
en España y Portugal, sobre todo si se compara a estas naciones con los otros países de
Europa Occidental.

Una atmósfera generalizada de libertad, dogmatismo y espíritu acrítico permeó durante


siglos todas las esferas de las sociedades ibéricas; la larga guerra de la Reconquista, el
legado islámico, la religiosidad devota, intolerante y extrovertida, el peso de la Inquisición,
la falta de estamentos realmente independientes de la Corona, el centralismo castellano y
una serie interminable de malos gobiernos y peores monarcas contribuyeron a moldear una
civilización y un estilo de vida diferentes de aquellos que prevalecieron en Occidente y
probablemente influenciados aun por aquello que habitualmente se denomina el
obscurantismo medieval.

El ambiente cultural imperante en la península ibérica a partir del siglo XVI correspondió a
una marcada esterilidad en las actividades científicas y filosóficas, a una carencia de
elementos innovadores en el terreno de la organización socio-política y a una consolidación
de la cultura política del autoritarismo.

El mundo moderno, basado en el desenvolvimiento impetuoso de la ciencia y la tecnología,


en la industrialización masiva y en la regulación metódica y exhaustiva de vida cotidiana, no
fue prefigurado ni promovido por pensadores ibéricos; al sur de los Pirineos y en el ámbito
colonial dependiente de España y Portugal faltó durante siglos una comprensión adecuada
de los procesos de modernización iniciados en otros países europeos (por ejemplo, de los
aspectos socio-culturales concomitantes de la Reforma protestante) y, al mismo tiempo,
una voluntad política sostenida y eficiente consagrada a liberar a las sociedades ibéricas de
su petrificación que duró un vasto período histórico.

Ambas carencias apuntan a un hecho fundamental y decisivo de la tradición ibero-católica:


la ausencia de una actitud liminarmente crítica, que pone en cuestión, analiza e investiga el
mundo circundante y plantea caminos alternativos de evolución. Así fue como inicialmente
no hubo un acercamiento a la modernidad occidental, ni una discusión de su deseabilidad y
sus ventajas; pero cuando la modernización estuvo a la orden del día, generalmente a causa
de una determinación tomada en las más altas esferas del gobierno e impuesta hacia abajo
sin muchos miramientos, no existió tampoco una toma de consciencia con respecto a sus
numerosos factores negativos.
Se aceptó una industrialización unilateral, una urbanización desordenada y una destrucción
de los sistemas sociales formados orgánicamente a lo largo de milenios con la misma
facilidad y ligereza con las que se toleró durante siglos el absolutismo oficial y la religiosidad
absorbente.

Cuando las naciones latinoamericanas ingresaron en la segunda mitad del siglo XX al arduo
camino de la modernización acelerada, lo hicieron copiando indiscriminadamente los
modelos ya existentes en los países del Norte, ofreciendo muy poca resistencia a sus
aspectos anti humanistas (y anti-estéticos).

Esta adaptación de los modelos normativos del Norte deja de lado de manera más o menos
premeditada los elementos racionales, críticos y humanistas que también son propios de la
civilización metropolitana y que están íntimamente vinculados a los grandes hitos de su
historia, como han sido el Renacimiento, la Reforma, la Ilustración y las revoluciones
políticas. Lo ambivalente y equívoco del período actual en el desarrollo latinoamericano
reside en el curioso hecho de que el proceso de modernización acelerada en América Latina
coincide con la búsqueda más o menos metódica de una identidad colectiva genuinamente
propia -búsqueda vana, por otra parte-, con el florecimiento de corrientes autoctonistas e
indigenistas y con un vigoroso incremento de ideologías anti-imperialistas y anti-
capitalistas.

La consecución de ciertas metas en el campo técnico-económico, los progresos innegables


en los terrenos de la educación, la salud pública y la infraestructura y el crecimiento hiper-
exponencial de las ciudades (factores y resultados todos ellos de la modernización) llevan
paradójicamente a preguntarse por el propio pasado, a fabricar hipótesis sobre la identidad
nacional y a fomentar teorías revolucionarias de todo tipo. Es en medio de procesos de
modernización (que técnicamente exhiben un desempeño global ciertamente exitoso) que
una buena parte de la consciencia intelectual latinoamericana empieza a poner en duda las
bondades de la modernidad.

La modernidad latinoamericana puede ser calificada en general como de segunda clase. En


el Nuevo Mundo hay ciudades enormes que poseen todos los inconvenientes y pocas de las
ventajas de las grandes urbes del Norte; los servicios públicos urbanos están próximos al
colapso; la extrema corrupción y la ineficiencia concomitante de las administraciones
municipales florecen junto a una criminalidad muy alta y a una estética pública desastrosa;
la calidad de la vida decae precisamente en aquellos núcleos donde se conjugan los
aspectos más sobresalientes de la industrialización.
La urbanización apresurada, los procesos de deforestación más graves del mundo, la
contaminación ambiental y la destrucción de la naturaleza. No hay conciencia colectiva al
respecto de estos graves problemas.

Finalmente hay que señalar que la construcción de instituciones cívicas y políticas en


América Latina ha ocurrido a menudo prescindiendo de los designios de liberalidad,
democracia, tolerancia y pluralismo que animaron los orígenes de éstas en el marco de la
cultura occidental.

 
La desilusión incipiente con la modernidad

La discusión en torno al postmodernismo tiene que ver con la modernidad de segunda clase
que impera en América Latina, pero también con la crisis ecológica que ya empieza a ser
percibida colectivamente, con la explosión demográfica y sus consecuencias y con una
burocracia estatal que tiende a usar la tecnología más moderna para el mejor control de la
población. En círculos intelectuales y artísticos se nota una resistencia creciente contra todo
intento gubernamental de crear una armonía compulsiva, una homogeneidad obligatoria;

También en América Latina empiezan a brotar el desencanto con los "grandes relatos" (la
Ilustración, el idealismo, el marxismo), con los sistemas cerrados y unitarios de explicación
del mundo, y el cansancio con las grandes instituciones (Estado, partido, administración
pública) y con los grandes designios racionales para modificar (o sólo mejorar) el mundo. La
razón en cuanto instancia totalizadora está entrando en descrédito, lo que se transluce en
un claro escepticismo con respecto a la política como esfuerzo colectivo con sentido
inteligible, a los intentos de cooperación e integración internacionales y al propósito de
mejorar la suerte de los mortales (33)

En América Latina el debate en países como México, Chile y Argentina, la discusión ha


alcanzado un nivel intelectual encomiable y ha interesado a grupos relativamente extensos.

Por otra parte, algunos intelectuales estiman que los teoremas postmodernistas serían una
"amenaza particularmente perversa" y un "ataque frontal" del dominio imperialista contra
todo aquello que se deriva de la "primigenia asociación entre razón y liberación social" y
contra "las promesas liberadoras de la modernidad"

El proyecto de la modernidad ha quedado inconcluso y que la tarea más adecuada hoy en


día es reinsertar el proyecto occidental de modernización en la realidad latinoamericana,
dotándolo de rasgos propios y resistiendo sus factores destructivos.(35)
 
Aspectos positivos de la tradicionalidad en la ética y la estética

La tradición cultural que moldeó el continente latinoamericano hasta bien entrado el siglo
XX implicaba una relación distanciada, escéptica y hasta ingeniosa con respecto al Estado, al
gobierno y a sus aparatos administrativos.

Las confesiones protestantes, con los resultados conocidos en las naciones metropolitanas:
fenómenos universales de alienación, imperio irrestricto del principio de rendimiento,
transformación del hombre en el engranaje de fábricas e instituciones y pérdida del sentido
de la vida. La sociedad tradicional ha sabido conservar también en lo concerniente a la
religiosidad, a la disciplina social y a la estructuración de los llamados vínculos primarios
(familia, parentesco, amistad) pautas normativas más diferenciadas, ecuánimes y sabias que
aquellas que hoy predominan en los centros metropolitanos.

El orden premoderno ha poseído una concepción muy saludable en lo que se refiere al


trabajo. Se trabajaba lo estrictamente necesario para sufragar un consumo razonable, pero
no para la acumulación de capital y para el posible bienestar de generaciones futuras.

Sólo desde el punto de vista de la ética protestante y de sus derivaciones eurocéntricas


modernas (que lamentablemente se han convertido en el parámetro mundial obligatorio)
se puede menospreciar la vida contemplativa, la dedicación a la magia, al placer o a la
creación artística, la comunicación con la naturaleza y la consagración a actividades no
productivas.

Se puede afirmar que, en rigor, aquellos procedimientos para la distribución de méritos no


estaban demasiado alejados de la azarosa justicia humana, para la cual rara vez existe una
conexión racional entre esfuerzo y recompensa.

El ocio no es menos virtuoso que la laboriosidad. Hoy en día ha cedido su puesto a la


grosera mezcla de trabajo enajenado y derroche plebeyo.

La civilización de la modernidad, ha difundido el mito acerca de la igualdad liminar de los


hombres, mito en sumo grado exitoso, útil y aprovechable desde el punto de vista de las
clases dominantes en regímenes muy disímiles.

Esta leyenda se presta para seducir y engatusar a los estratos sociales con una formación
técnica moderna. La ideología de la igualdad sirve para disimular una de las consecuencias
más importantes de los decursos de modernización en la esfera político-institucional.
La modernidad constituye el proceso exhaustivo de expansión de los subsistemas de
racionalidad instrumental, incluyendo la esfera de la vida cotidiana y la del Estado.

El fenómeno de la burocratización; la lógica de la modernización es, por una parte, el


sometimiento de la vida cotidiana de cada individuo al principio de rendimiento.

La burocratización de la sociedad es un aspecto concomitante de la sociedad de masas, de


la democracia erigida en orden social incuestionable y del principio de la igualdad de los
hombres. Estos factores, llevados a sus consecuencias naturales, ocasionan la pérdida
progresiva de la libertad individual y la dilución del sentido de la vida social y de los
esfuerzos históricos.(38)

Max Weber analizó a comienzos del siglo XX las consecuencias que se derivarían de una
burocracia técnicamente perfecta ("la jaula de hierro de la sumisión" la cual puede emerger
sólo a partir de la nivelización de todos los sectores dominados (es decir, a partir de una
radicalización efectiva y práctica del principio de la igualdad liminar) frente a los
detentadores del poder burocratizado. La democracia se reduce en tal caso -lo cual no es
nada extraño al mundo actual- a un método de selección, legitimización y renovación de la
élite de poder, única usufructuaria genuina del modelo burocrático de dominación.

Es esta esfera del antiguo régimen (en cuanto encarnación clara de la tradicionalidad) tiene
la enorme ventaja sobre la modernidad de haber aceptado y comprendido la tensión
inextinguible entre libertad e igualdad y de no haber sucumbido a la tentación de privilegiar
esta última. De modo realista el orden premoderno se desenvuelve dentro de todo tipo de
desigualdades y, al admitirlas y sancionarlas legalmente, las hace transparentes y evita
simultáneamente el surgimiento de falsas ilusiones.

El protestantismo, en cambio, que puede ser considerado como uno de los agentes más
enérgicos e influyentes de la modernización a nivel mundial, significó una verdadera
catástrofe para la estética pública, para el estilo de vida y hasta para el arte de la
conversación.

Las clases dominantes del presente en América Latina han brotado de un proceso de
modernización de segunda calidad y han sido marcadas decisivamente por él.

Este estrato no puede ni quiere disimular su origen plebeyo y sus parámetros de


orientación basados en la chabacanería contemporánea. No ha sabido crear una cultura
propia y específica y ha adoptado más bien las pautas de comportamiento, las preferencias
y los gustos de las clases medias norteamericanas de corte provinciano.
Es verdad que la aristocracia tradicional tuvo siglos para constituir su modo de vida y sus
criterios estéticos depurados, sin tener que sufrir ni la crítica ni la competencia serias de
otros grupos sociales organizados, Pero también es cierto que las capas más privilegiadas de
la actualidad disponen de medios financieros (en una cantidad tal que la antigua nobleza
nunca hubiera imaginado como posible), de posibilidades de viajes y ofertas de educación y
esparcimiento que son seguramente excepcionales en el curso de la historia universal .

España tuvo la desgracia, por ejemplo, de carecer de una clase alta independiente en
sentido financiero, político y cultural, comparable a la nobleza de los otros países de Europa
Occidental.

Dos peculiaridades esenciales de esa "clase política" han preservado y hasta perfeccionado
algunas élites latinoamericanas actuales: el saqueo del tesoro público como base de la
propia economía y la estulticia en el manejo de los asuntos de Estado. Es interesante aludir
entre paréntesis a un pensamiento de Thorstein Veblen, quien llamó la atención acerca de
la similitud que, después de todo, existiría entre el tipo ideal del delincuente y el del
representante de la clase alta: una misma "utilización sin escrúpulos de cosas y personas
para sus propios fines", un idéntico "desprecio por los sentimientos y deseos de los demás"
y una igual "carencia de preocupaciones por los efectos remotos de sus actos"(41)

Pese a todas sus limitaciones, la vieja aristocracia tradicional protegió y fomentó un espacio
donde el arte pudo desplegar algunas de sus posibilidades.

El quehacer artístico pudo ser fructificado por la contemplación, la fantasía y el sentimiento,


antes de que estas categorías cayeran en descrédito frente a las necesidades del actual
mundo industrializado y también frente a los dictados del realismo socialista.(42)

Aaquel marco germinó la concepción de que el arte representa una realidad más elevada,
pura y noble que la vida cotidiana; el arte como una verdad superior y en cuanto
encarnación de la promesse de bonheur se transformó parcialmente en una protesta
-sublime pero clara- contra lo profano y prosaico de la existencia real.

La civilización moderna, y especialmente esa imitación de segunda clase en tierras del


Tercer Mundo, ha significado ciertamente un gigantesco impulso liberador para aquellas
fuerzas del individualismo que estaban latentes en el seno del antiguo régimen, pero ha
instaurado simultáneamente una tendencia vigorosa hacia el uniformamiento avasallador
de toda la vida social. El protestantismo, el absolutismo modernizante, el jacobinismo de la
Revolución Francesa y todas las corrientes del marxismo han coadyuvado poderosamente a
esta magna empresa de la nivelación, centralización y normalización, que ahora es reputada
como precondición indispensable de todo progreso serio.
La inclinación a estas deliberadas simplificaciones en nombre de la modernidad y el espíritu
progresista y revolucionario, desinhibido e imaginativo apunta, en el fondo, a la destrucción
del arte, de los valores humanistas y de la verdad inmersa en estos últimos.(44)

 
Lo rescatable del orden tradicional en las esferas de la familia y la religión

La ambivalencia de la civilización moderna con respecto al individualismo hace ahora


aparecer bajo una luz más positiva una de las características fundamentales del orden
tradicional. La familia extendida, la parentela, la amistad y otros vínculos primarios se
hallan, como se sabe, en franco retroceso; ahora se los considera, no sin cierta razón, como
residuos del pasado que han perdido ya todo sentido o como instrumentos particularmente
detestables -por ser directos y burdos- de control social.

Por otra parte, la autonomía del individuo y la concepción acerca del carácter único de cada
persona constituyen una de las conquistas más nobles y duraderas de la civilización
occidental; la modernidad se ha distinguido por haber sentado las bases filosóficas, éticas,
jurídicas y políticas para la defensa y el desenvolvimiento del individuo frente a aquellas
instancias como el Estado que pueden coartar su libertad.

La liberación del individuo ha ido acompañada por la declinación de los vínculos inmediatos
y por la destrucción de un tejido social formado a lo largo de milenios. Entre los estigmas
contemporáneos hay que nombrar la anonimidad en las grandes aglomeraciones urbanas,
la transformación de la amistad en una relación instrumental para lograr contactos y
favores, el abandono de los niños y los ancianos, la soledad generalizada, el
comportamiento anómico y la pérdida de una identidad equilibrada.

A la actual familia nuclear, celebrada como -un símbolo de progreso inequívoco, le


incumben tareas muy prosaicas: sus miembros deben disponer de amplios conocimientos
técnicos e intelectuales, pero deben ser flexibles, maleables y manejables, es decir que
deben desarrollarse de acuerdo a las exigencias siempre cambiantes de los aparatos
productivos y administrativos.

La adaptabilidad y la elasticidad del hombre moderno estarían evidentemente restringidas


si éste conservase demasiadas obligaciones familiares, ataduras sentimentales o reservas
éticas. La sociedad industrial ofrece, sin duda alguna, muchísimas más oportunidades de
toda clase que la tradicional, pero exige igualmente el cumplimiento de muchas más reglas
de comportamiento que permanecen disimuladas tras el velo del principio de rendimiento y
de la razón instrumental. (45)
El ciudadano de la civilización industrial está contento de no conocer a sus parientes y no
tener que preocuparse de ellos, y, en el mismo grado, orgulloso de su alto grado de
movilidad y de que su empresa le asigne cada cierto tiempo otro lugar de residencia y
trabajo; las servidumbres antiguas, claras y patentes, han sido desplazadas por otras más
discretas y sofisticadas, pero no menos absorbentes.

Algunas de las ventajas de la tradicionalidad -solidaridad recíproca, estabilidad afectiva,


seguridad anímica- estaban conectadas a estructuras sociales relativamente simples y
florecieron en ambientes francamente restringidos, en los que prevalecía una jerarquía muy
elemental de valores de orientación.

Ante estos hechos se puede argumentar -no sin razón- que el orden tradicional en su
totalidad no tiene nada serio que ofrecer al complejo mundo moderno, y menos aún en el
terreno de las pautas normativas de comportamiento.

Sólo después de conocer los lados negativos de la modernidad y el carácter omnívoro de


sus instituciones -el Estado, la nación, la burocracia, la gran empresa, la escuela y los demás
entes nivelizadores- se puede apreciar lo positivo del orden tradicional: sus ideologías
fragmentarias, sus lealtades diluidas, sus sistemas laxos y hasta incoherentes de control
social. Recién hoy, después de Hiroshima y Aschwitz (exponentes paradigmáticos de lo malo
de la modernidad), podemos percibir con menos prejuicios lo razonable en aquellos
regímenes sociales que parecen algo caóticos, faltos de dinamismo, provincianos y carentes
de pretensiones teóricas con respecto a la propia evolución.

El renacimiento de tendencias fundamentalistas ha reavivado el debate acerca del sentido y


de la función actual de la religión. Diversas corrientes del pensamiento moderno ven en las
religiones sistemas anticuados para aprehender la realidad o construcciones de imágenes
que el hombre se ha hecho del mundo.

Este interés, indudablemente científico, permanece indiferente hacia el núcleo del


fenómeno religioso y lo equipara a los mitos, las leyendas, las ideologías y las
especulaciones filosóficas (47)

Lo rescatable del pensamiento religioso residiría en la actitud de modestia humana frente a


la creación, en aquel momento de humildad ante la naturaleza y de respeto ante todas sus
criaturas que está implícito en los grandes textos teológico-religiosos, pero que no ha
inspirado los dogmas oficiales de la Iglesia Católica ni su praxis secular.
Nuestra comprensión del mundo no es totalmente adecuada a la objetividad del mismo; la
verdad última -si es que tal existe- no es traducible al lenguaje humano. La religión nos
puede ofrecer un acceso a esta dimensión que la modernidad ignora deliberadamente,
desatendiendo así un campo fundamental para la reflexión sobre la identidad y el destino
de la humanidad.

La religión encarna, por otra parte, uno de los elementos más nobles del espíritu humano.
El rechazar esta temática no es un título de honor para la modernidad es más bien un
indicio de lo que este orden social -como todos los anteriores- censura, acalla y rechaza; la
reflexión acerca del sentido de la existencia y del objetivo último de los esfuerzos humanos
no ha sido nunca una actividad grata a los guardianes del orden establecido. El anhelo de
que este mundo con todos sus horrores y todas sus injusticias no sea lo último y definitivo,
une y reconforta a los mortales que no pueden ni quieren conformarse con las iniquidades
de la vida. De esta manera Dios se convierte en la meta de la nostalgia y del homenaje
humanos que no condescienden a aceptar y a justificar lo inevitable. Dios cesa de ser un
objeto del saber y poseer; El vuelve a ser la fuente de iluminación y consuelo.(48)

El pensamiento religioso podría mitigar la propensión a creer que la naturaleza es un ente


sin derechos propios y más bien una cantera para los propósitos humanos; esta típica
concepción occidental de un antropocentrismo liminar es también responsable por las
innumerables crisis ecológicas del presente.

Fragmentos de religiosidad pueden contribuir a moldear un comportamiento colectivo que


sienta reverencia por todas las obras de la naturaleza -como lo quería San Francisco de
Asís-, que fomente una tolerancia no competitiva y que ponga en práctica el principio de
una bondad global.

Sin Dios, señaló Max Horkheimer, es problemático el afirmar que el amor y la justicia sean
mejores que el odio y la iniquidad.(49) Constituye una forma de vanidad el tratar de salvar
sin Dios un sentido incondicional del universo. Toda acción virtuosa y benevolente pierde su
aura sin la invocación de lo divino.
 
Lo tradicional en cuanto contrapeso a la tendencia de un uniformamiento universal

La civilización de la modernidad tiende a desdeñar el pasado como un mero antecedente,


habitualmente embarazoso, del presente y del porvenir y a suponer que se puede construir
un orden mejor y más racional mediante sistemas tecnológico-económicos que se rigen por
la razón instrumental. También en América Latina se va difundiendo la concepción
tecnicista; ahora se considera posible y deseable la construcción del progreso social según
las pautas de proyectos técnicamente factibles.
Esta doctrina es popular tanto entre tecnócratas conservadores como entre socialistas
radicales. La legitimidad de lo moderno estriba, como se sabe, en el éxito de los procesos
tecnológicos y -en la llamada superación de la pobreza y el atraso, los que son equiparados
sin más con lo tradicional.

Karl Marx realizó un importante aporte a esta visión instrumentista de la historia


contemporánea, él nunca ocultó su admiración por los jacobinos franceses, que habían
despreciado todas las formas de organización social basadas en la variedad de lo que ha
crecido orgánicamente en forma autónoma, original y libre de directivas emanadas de un
centro estructurador.(50)

Ya Aristóteles había criticado la utopía platónica por identificar ésta las relaciones socio-
políticas con los vínculos simples y claros de la familia y el hogar, insistiendo en la necesidad
de que en el plano de los asuntos públicopolíticos predominara la mayor diversidad posible
(dentro del respeto a algunas reglas fundamentales de juego). Esta heterogeneidad de las
relaciones humanas aseguraría la esfera de la libertad del individuo.(51)

La variedad en las esferas política, institucional y cultural es el legado más importante y


valioso del orden premoderno. La civilización industrial está trabada de modo indisoluble
con la inclinación más enérgica en favor de lo centralizado, uniforme y normalizado; por ello
el proceso modernizador ha significado el ocaso de las disparidades socio -culturales, la
denigración de las diferencias étnico-regionales desplegadas a lo largo de siglos y el
desprestigio de los valores normativos desarrollados orgánicamente. en el marco de este
discurso se van dando evidentemente procesos de índole positiva: se han reducido
discrepancias educacionales, se han abolido desigualdades jurídicas y se han diluido pautas
irracionales de comportamiento, lo cual ha ocasionado una mayor justicia social y la base
para un razonable progreso económico.

Pero esta misma evolución tiende asimismo a desacreditar la idea de la heterogeneidad en


cuanto elemento positivo de la humanidad y, por ende, a desdeñar toda imagen favorable a
la pluralidad de modos de vida y de modelos evolutivos históricos. El peligro inherente es la
monotonía en la estructuración de las sociedades a nivel mundial, la difusión universal de
los cánones culturales de la actual clase media de los países ya altamente industrializados,
la desaparición de la polifonía y la policromía entre los pueblos, la asimilación del campo a
la ciudad, el equiparar las pequeñas poblaciones a las grandes urbes y el anhelo de igualar
los estados periféricos a las naciones metropolitanas.
En comparación con el mundo de la modernidad, el orden tradicional exhibe una mayor
diversidad de alternativas de organización política e institucional. La industrialización ha
traído consigo, tanto en su variante capitalista como en sus modelos socialistas, la norma
generalmente aceptada de que lo divergente es lo negativo; lo otro, lo heterogéneo y lo
diferente adquiere ahora el tinte discriminatorio de lo anticuado, regresivo y anormal.

Lo que no se adapta a estos parámetros es calificado de evolución deformada, insuficiente,


anómala, irregular, deficitaria y raquítica.

Todo sistema social supone que su escala de valores posee una validez más o menos
universal; las sociedades metropolitanas actuales han sido sumamente exitosas a este
respecto, ya que sus padrones de orientación y desarrollo han sido adoptados sin muchas
reticencias por el resto de la humanidad.

La homogenización del mundo y el creciente menosprecio por lo divergente puede conducir


a un dominio absoluto e inescapable sobre hombres y recursos. El orden tradicional, con su
pluralidad de fenómenos jerárquicos y valores de orientación, ha representado un
obstáculo más o menos idóneo contra la administración centralizada de la vida social,
contra el saqueo irrestricto de la naturaleza mediante la tecnología contemporánea y
contra la manipulación discreta pero exhaustiva de los ciudadanos, convertidos ahora en
súbditos contemporáneos de un poder absoluto, ciertamente más refinado, pero no menos
absorbente que el despotismo oriental.

En América Latina, donde los programas modernizantes siguen gozando de un prestigio que
aún no está mitigado efectivamente por una consciencia ecológica difundida, existe una
opinión pública bastante favorable hacia gobiernos tecnocráticos con rasgos autoritarios.

Objeciones de grupos que se preocupan demasiado por el medio ambiente y si, por el
contrario, se da una amplia "movilización" de hombres y recursos, canalizada de modo
enérgico por un gobierno dinámico. No es extraño que este tipo de planteamientos este
acompañado por la creencia de que la felicidad individual residiría en la facultad, aceptada
gustosamente, de someterse a un Estado simultáneamente poderoso y opulento.

La evolución de Europa Occidental desde por lo menos el siglo XVII puede ser interpretada
como un gigantesco proceso de domesticación de los instintos, sujeción de las voluntades,
subordinación de los anhelos y disciplinamiento de las ambiciones individuales en pro de
objetivos sociales que se materializaron a largo plazo, como la industrialización, la
consolidación del Estado nacional, la acumulación de capital y la urbanización en gran
escala.
Aspiraciones personales, proyectos de vida al margen de esa vasta corriente, fantasías
extemporáneas y hasta sistemas filosóficos y teológicos fueron aniquilados por la
tendencia, propia del racionalismo modernizante, a domeñar, amaestrar y subyugar todo lo
espontáneo que habían conservado los mortales.

Esta evolución, iniciada por la Reforma protestante, comenzó por borrar las diferencias
entre lo sagrado y lo profano, pero esta primera gran nivelación reemplazó, como la
describió Marx brillantemente, la servidumbre basada en la devoción por aquella
fundamentada en la convicción, quebrantó la fe en la autoridad restaurando la autoridad de
la fe, hizo superfluos a los clérigos porque transformó a los laicos en clérigos y emancipó al
cuerpo de las cadenas exteriores porque instauró éstas en el corazón de cada hombre.(53)

La abolición de la religiosidad exterior, de los ritos, las ceremonias y las jerarquías y del arte
eclesiástico ha ocasionado que los mortales interioricen y respeten como propias las
normas más severas de una sociedad supeditada desde entonces al principio de
rendimiento.

España, Portugal y sus respectivos imperios coloniales se mantuvieron hasta fines del siglo
XIX al margen de esa tendencia uniformante. La preservación, parcialmente hasta hoy, de
individuos anárquicos, comportamientos anómicos, caprichos singulares, obstinaciones
curiosas, inclinaciones anacrónicas, regionalismos exorbitantes, anomalías culturales e
irregulares históricas, señala un grado afortunadamente menor de integración,
normalización y centralización sociales. Estos factores del orden tradicional son muestras
perdurables del apego a lo heterogéneo y de la afición a lo multiforme y variopinto, es decir
a lo genuinamente humano.

Después de todo, un sistema social donde todo estuviese dirigido de la manera más
eficiente desde un centro conformado por los iluminados de la época, donde todas las
acciones humanas se entrelazarían dentro de la lógica más racional y donde los deseos, las
nostalgias y hasta los temores de todos los hombres se convirtiesen en transparentes,
constituiría seguramente una utopía de la perfección, pero la vida en ella sería mortalmente
tediosa y claramente totalitaria.

Por contraste, el orden tradicional, con sus desigualdades, anacronismos, misterios y


aspectos insólitos -con sus cosas aún por hacer, con sus tareas que proporcionan sentido
limitado a los esfuerzos humanos- suministra un cierto obstáculo para la consecución
práctica de los peligrosos frutos que pueden emanar del racionalismo, del marxismo y del
psicoanálisis.
Al señalar las consecuencias inherentes a los mejores productos de la modernidad, es
oportuno referirse brevemente a los peligros asociados con la tradicionalidad en el campo
socio-político.

La censura al racionalismo puede engendrar el culto del irracionalismo, la arbitrariedad y el


esoterismo; el ejercicio de la injusticia, la apología de las dictaduras, la defensa de los
intereses particulares más innobles, la promoción del fundamentalismo religioso, la defensa
de los dogmatismos de todo tipo y la práctica de las costumbres más groseras pueden
efectivamente ser favorecidas por una actitud que reniega de la razón o que, por táctica
ideológica, afirma que se distancia de los postulados de la Ilustración. Así como una
institucionalización política precaria, tan frecuente en sociedades premodernas, puede abrir
las puertas al despotismo, las doctrinas anticentralistas pueden dar paso al provincialismo
más inicuo y al parroquialismo más torpe.(54)

La filosofía y la ciencia nacieron también de la admiración ante la belleza del cosmos y de la


sorpresa ante lo inaudito y lo insólito. La condición fundamental de todo saber es la pasión
por cuestionar, descubrir y desvelar; la base del arte y la literatura es la irrupción de un
entusiasmo por la verdad que emerge con el propósito vehemente de exhumar y revelar la
esencia encubierta de las cosas.(55) El vínculo entre pasión y verdad, el símbolo más noble
de la existencia humana, y la capacidad de asombrarse ante el entorno de uno mismo, son
fenómenos desechados por la modernidad en cuanto resabios sentimentales de una era
superada por la historia.(56)

El amor apasionado por la verdad y la belleza configura la porción más insigne de aquello
que la sociedad premoderna nos ha legado. La conciliación entre razón y sensualidad y la
victoria de Eros sobre la agresividad individual y colectiva pueden coadyuvar a humanizar la
técnica, el consumo y la planificación y, por ende, a mitigar las rigurosidades de la
civilización industrial.

Los valores de la órbita de la tradicionalidad pueden ser ciertamente calificados de


anticuados: fidelidad en lugar de codicia, solidaridad en vez de competencia, generosidad
en lugar de parsimonia, amistad en vez de egoísmo, hogar sin burocracia, felicidad libre de
esfuerzo, bienestar sin megalomanía y la conservación del mundo en lugar de su
modificación. Pero aún así parecen ser útiles para hacer más llevadera la existencia en las
sociedades latinoamericanas del presente que se caracterizan por querer alcanzar
indefectiblemente y en el lapso de tiempo más breve el grado de evolución histórica de las
naciones metropolitanas del Norte, sin percatarse de que la vida en éstas no es tan
satisfactoria como se supone fuera de ellas.

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