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Aunque sea necesario rectificar muchas cosas de esta experiencia, aunque sea necesario
abrir la trama de este tejido para que sus miembros tengan mayor capacidad y libertad de
construcción de proyectos individuales y tareas objetivas, los laicos de Santiago del
Estero, y creo yo de todo el NOA, experimentan que este estar situados en carne viva, en
la carne viva de los que aman, en el interior de la vida de su sociedad, hace que para
ellos sea verdad, quizás mucho más verdad que para otras culturas, el hecho de que el
Misterio de Dios sea ofrecido como experiencia de pueblo.
Desde esa vivencia entrañable del desamparo y la compasión, que ha vuelto para
nosotros particularmente cercano el Misterio de una Mujer que es nuestra Madre y nos
consuela, que nos recoge a todos y no desprecia a nadie, la vida humana tal como ésta
es, sin adornos ni máscaras, no nos es desconocida. Por eso, reconocemos los estragos
que el dinero, el exceso de poder, la vanidad de las funciones, produce en los hombres y
mujeres de nuestra sociedad. Comienzan a formar parte de los círculos de los poderosos,
o los ricos, o los funcionarios: la arbitrariedad y la injusticia empieza a deslizarse entre sus
manos; los grupos de aduladores serviles son su compañía permanente; ya nada pueden
hacer si no es a través de aquellos a los que mandan; la amistad se transforma en un
intercambio de favores de negocios y de privilegios; las familias, en beneficiarios,
pedigüeños o deudores eternos. El Misterio del Dios vivo y su crítica permanente a toda
injusticia, dominación del hombre por el hombre, enriquecimiento ilícito, ambición
desmedida, idolatría de lo superfluo, es encerrado en el interior del Sagrario y
transformado, en sus vidas y en sus palabras, en una dulzona comodidad sin
consecuencias, en un rito de los días festivos, en identidad social heredada o prestigio de
un sacerdote en sus mesas. Los laicos, que conocemos a nuestros conciudadanos en su
vida de todos los días, sabemos cuánta iniquidad cotidiana atraviesa y orada nuestra vida
social; sabemos también cuán expuestos estamos todos a asumir las mismas actitudes, la
misma voracidad de bienes, el mismo desprecio a los nuestros. Peleamos con ello todos
los días: caemos en sus redes mil veces en nuestra vida. Y si alguno de nosotros no ha
caído individualmente, sabemos que lo ha hecho alguno de los que amamos, y que su
bajada de brazos tironea los nuestros hacia el mismo suelo. Sí, conocemos cuán fácil
resulta dejarse llevar por el poder, el dinero, el sexo, la vanidad; sabemos lo que significa
llevar en nuestra carne la vida degradada de los nuestros, superpuesto su rostro al de
nosotros. Y no podemos ni queremos apartar este rostro, pues amamos a muchos de
ellos: son los nuestros, nuestros hermanos y hermanas, nuestros padres y madres,
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nuestros hijos e hijas. De alguna manera, el Jesús que experimenta en su rostro vuelto
hacia el Padre, el rostro de pecado de todos los hombres, es, aunque sea en una
milésima fracción, Quien nos es conocido cuando nos volvemos a Dios con el rostro
envilecido de los nuestros.
Al recoger nuestra historia, hemos encontrado nuestra difícil vida de pueblo, su postración
económica y social, las duras estructuras de caudillismo que nos recorren el alma, la
pasividad que nos postra, la desmesura del valor dado a las catástrofes y un subterráneo
río de fracaso colectivo que parece devastarnos periódicamente. Hemos encontrado
también la presencia de numerosas iniciativas personales e institucionales que quisieran
encontrar un cauce para generar vida y dignidad, recursos genuinos y futuro. Hemos
descubierto testigos: algunos de valor incalculable y presencia pública marcada; otros,
casi desconocidos por los demás.
Ahora bien, nuestra trama de pueblo hace que no nos resulte imposible comprender la
debilidad: ello brota de nuestras entrañas. Pero escoger un camino y una lucha, sostener
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la pelea, proponernos metas y llegar a ellas, no nos es tan simple. Una gran sombra de
sufrimiento y abandono envuelve fácilmente nuestra alma. Por eso podemos ser tan
fácilmente conducidos por otros. Por eso tiene tanta fuerza de cohesión el caudillismo en
nuestra vida social; por eso vivimos con tanta dependencia (y a veces irresponsable
comodidad) la relación con nuestros sacerdotes, religiosas y religiosos, dirigentes
eclesiales. Depositamos nuestras luchas en otros: en otros que nos guíen, que asuman la
última responsabilidad, el último costo, la última palabra. Y, sin embargo, ser adulto
consiste en animarse a tener la última responsabilidad, la última decisión, y correr el
riesgo de equivocarse. Es decir, es tener en las manos el riesgo de la vida y de la muerte,
tal como lo sabemos los que tenemos hijos.
Necesitamos seguir caminando en esta encrucijada; esa encrucijada que nos ha hecho
llenar los templos y rezar, buscar calor en la presencia de los otros, mirar hacia atrás para
recogernos. Pero no podemos caminar sin estar de pie y eso quiere decir aceptar que
somos nosotros quienes debemos sostener, alentar, consolar, hacer lo que hacemos
cuando alguno de nuestros hijos o hijas sufre: meterlo en la cama y sentarnos a su lado
para que pueda dormir. Eso es también lo que quisiéramos decirle a nuestros sacerdotes,
a nuestros religiosos y religiosas, a nuestros obispos: —Duerman. Nosotros estamos
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aquí; no están solos. Si algún dolor los destroza; si algún mal amor les quiebra el alma; si
no saben qué hacer, sólo sientan nuestra presencia cerca y duerman. Nosotros estamos
despiertos y nos encargaremos de lo que haya que hacer. La Iglesia es nuestra casa y
volver Eucaristía el mundo es nuestro don. Déjennos que seamos para Uds. ministros
vivos de la vida de Dios en el dolor y el desamparo: nosotros sabemos mucho de ello.
Esa identidad nos hace cercanos al desamparo del Dios viviente, al carácter de pueblo
que ilumina el Misterio de la Iglesia, a su profunda comprensión de la humanidad. Desde
esa identidad, y asidos de la mano de nuestra Madre, caminamos con nuestra dignidad de
pueblo frente a los poderosos de este mundo, hombres y mujeres miedosos que no se
animan a enfrentar la vida sin tener algo que los amuralle y defienda. No tememos; o si
tememos, estamos acostumbrados a vivir con nuestros miedos: no podrán apartarnos de
Dios. Nos hemos equivocado; nos equivocaremos mil veces más; pero aún así, creemos
en la fuerza del Resucitado: los débiles de este mundo ya la hemos conocido en nuestras
vidas. Por eso, al ser golpeados, ponemos la otra mejilla, la de hierro, para que se rompan
la mano cuando vuelvan a golpearnos; la de nuestra fe dura como el hierro, nuestra
esperanza viva, nuestra caridad incansable. Creemos, porque nuestra historia de Iglesia y
sus testigos así lo han dicho, que el Señor nos resucitará.
Ruth