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Conceptos de arte moderno

Nikos Stangos

Constructivismo
Aaron Scharf

Para muchos críticos de los años veinte el arte moderno era la anarquía, la
anarquía era el comunismo, y la mutilación de las apariencias naturales –como la
mutilación de la estructura social existente- era anarquista y comunista. El New York
Times, por ejemplo, reprodujo un artículo sobre el tema en su número del 3 de abril de
1921. Los rojos del arte, igual que los de la literatura, los cubistas y los futuristas y toda
su nociva progenie “subvertirían o destruirían todas las normas artísticas y literarias con
sus métodos bolcheviques”. El arte moderno francés estaba saturado de influencia
bolchevique, se quejaba otro escritor. Y otro más aún: los políticos “rojos” del arte de
París, Berlín y Moscú estaban “demencialmente empeñados en arrancar hasta el
recuerdo de los grandes del pasado, por temor a que el proletariado vulgar pudiera
incubar una nostalgia aristocrática por… la majestuosidad de las civilizaciones del
pasado aristocrático”.
No cabe de que, por lo menos en muchos casos, desde la época de David, fueron
la aspiraciones sociales y políticas tanto como las puramente formales las que
motivaron a los artistas de izquierdas. Pero hasta que surgió el constructivismo ningún
movimiento de la historia del arte moderno había sido expresión tan directa de la
ideología marxista, o había estado tan íntimamente ligado a un organismo comunista
revolucionario. El constructivismo era verdaderamente “rojo” –a pesar de las
apelaciones en contra con las que se defendían, como es muy comprensible, los
partidarios del arte de vanguardia frente al fanatismo de críticos que no se molestaban
en descender a distinciones más sutiles, desligando las hebras más finas que componían
el complicado tejido del arte moderno.
El constructivismo no pretendía ser una estilo de arte abstracto, ni siquiera un
arte per se. En su núcleo era, primero y ante todo, la expresión de una convicción,
fundada en motivos muy profundos, de que el artista podía contribuir a hacer más
elevadas las necesidades físicas e intelectuales de la sociedad en su conjunto,
estableciendo un contacto directo con la producción a base de máquinas, con la
ingeniería arquitectónica y con los medios de comunicación gráficos y fotográficos.
Satisfacer las necesidades materiales, expresar las aspiraciones, organizar y sistematizar
los sentimientos del proletariado revolucionario –tal era su objetivo: no un arte político,
sino la socialización del arte.
Con frecuencia el constructivismo era de naturaleza manifiestamente
propagandista: a veces, haciendo entrar sencillas formas geométricas dentro del tipo de
contexto literario que las convirtiese en representaciones o cuasirrepresentaciones de
objetos reales; otras veces, como en el diseño de carteles, ene l fotomontaje o en la
ilustración de libros y revistas eran fragmentos de las imágenes obtenidas con la cámara
las que proporcionaban las necesarias y muy concretas referencias a la realidad.
En Machacad a los blancos con la cuña roja, cartel callejero obra de el Lissitzky
de aproximadamente 1920, las simples formas transmiten el choque entre las dos
fuerzas antagónicas de la Rusia revolucionaria, no con la descriptividad narrativa del
arte tradicional sino con la legibilidad de captación inmediata y el simbolismo
incipiente que sin tan apropiados para la función del cartel. En sus ilustraciones para un
libro infantil, publicado en 1922, una encantadora serie por capítulos llamada La
historia de dos cuadrados (figura 88), las formas elementales se convierten, por mor del
contexto, en configuraciones que representan algo. Dos cuadrados, uno negro y otro
rojo, se precipitan hacia la tierra (un círculo rojo) sobre la que descansa una
aglomeración arquitectónica (cubos y rectángulos). Abajo únicamente ven caos (un
desorden de formas geométricas). ¡Crash! El cuadrado rojo hace desperdigarse a todas y
restablece el orden sobre un cuadrado negro, sin dejar de vigilar sobre todo, mientras
que el cuadrado negro, ahora más pequeño, se aleja en el espacio. Es difícil saber
cuántos niños (y adultos) del recién nacido estado socialista se sintieron fascinados por
este simbolismo ingenuo y sin embargo lúcido. La utilización de tales formas, que son
el reflejo de una gran simpatía por el mundo de la tecnología, es perfectamente
coherente con los principios tipográficos de Lissitzky, relativos a la economía óptica y a
la expresividad intrínseca de los tipos de letra y composición y, naturalmente, con la
idea del constructivismo.
Para los constructivistas un nuevo mundo acaba de nacer y creían que el artista,
o mejor el diseñador creativo, debía ocupar su lugar junto al científico y al ingeniero
(figura 89). Esto no era una idea nueva. En el siglo XIX y principios del XX, arquitectos
como Louis Sullivan y su discípulo Frank Lloyd Wright, Henry van der Velde y el
futurista Antonio Sant’Elia, entre otros, habían planteado de manera similar que ya no
era el artista sino el ingeniero quien ahora se encontraba en las fronteras del nuevo
estilo. Hicieron elogios de las formas sencillas. En su opinión había que limpiar
edificios y objetos de las excrecencias ornamentales y moluscos acumulados en el arte
pasado. Abogaron por el edificio desnudo, por la pureza inherente a las formas
elementales. Decían que los nuevos materiales industriales y la máquina contenían
dentro de sí una belleza especial propia. Este primitivismo arquitectónico estaba
admirablemente reflejado en la obra de Alexander Rodchenko, quien desde 1915 venía
realizando diseños exclusivamente a base de regla y compás (figura 90) , para más
adelante entregarse de lleno al esfuerzo constructivista. Para estos artistas las formas
geométricas y las áreas uniformes de colores puros estaban envueltas en un aura de
orden, y orden era lo que ellos querían imponer sobre la sociedad.
Lo que queremos “no es hacer proyectos abstractos, sino tomar problemas
concretos como punto de partida”, escribió Alexei Gan, uno de los teóricos del
movimiento. Beneficio social y relevancia práctica, producción basada en la ciencia y
en la técnica, y no actividades especulativas, como los anteriores artistas, eran los
principios básicos del constructivismo. Creían que un orden social nuevo hace nacer
necesariamente formas de expresión nuevas; y el comunismo se basa en el trabajo
organizado y la aplicación de la inteligencia. ¿No había arte alguno, pues, en el
constructivismo? Iconoclastas como eran, rechazaron la preocupación burguesa por la
representación y la interpretación de la realidad. Repudiaron la idea del arte por el arte.
La orientación materialista de su trabajo revelaría según ellos estructuras formales
nuevas y lógicas, las cualidades y expresividad innatas de los materiales. Y en la
fabricación de cosas socialmente útiles la misma objetividad de los procesos revelaría,
por añadidura, sentidos nuevos y formas nuevas.
Lo que estos artistas proponían era congruente con la argumentación de Marx de
que el modo de preocupación de la vida material determina los procesos sociales,
políticos e intelectuales de la vida. Los constructivistas creían que las condiciones
esenciales de la máquina y la conciencia del hombre crearían inevitablemente una
estética que sería un reflejo de su época. Los teóricos del constructivismo se apropiaron
de dos potentes vocablos para demostrar su proceso creador dialéctico: tectónica y
factura, de cuya síntesis resultaba la realidad constructiva. Tectónica: la idea total, la
concepción fundamental basada en la utilidad social y los materiales apropiados –la
fusión de contenido y forma-; factura: la realización de las propensiones naturales de los
materiales mismos, sus condiciones peculiares durante fabricación, su transformación.
Con toda probabilidad las panaceas modernas sobre la “integridad del material”
cobraron impulso de la terminología de los dialécticos constructivistas.
Al paso que aspiraban a la unificación del arte y la sociedad, los constructivistas
fueron expurgando de sus mentes y de su vocabulario las clasificaciones arbitrarias que
tradicionalmente habían impuesto una escala jerárquica sobre el arte, otorgando la
supremacía a la pintura, la escultura y la arquitectura. La idea de que las “bellas artes”
fuesen superiores a las denominadas “artes aplicadas”, para ellos ya no era válida. Es
lógico, pues, que constructivistas como Vladimir Tatlin (1885-1953), Alexander
Rodchenko (1891-1956) y El Lissitzky (1890-1940) trabajaran en muchos campos.
Tatlin dio clases de construcción con madera y metal, y de cerámica en el Instituto de
Silicatos. Sus diseños industriales incluyen ropa de trabajo para los trabajadores.
También se interesó por el cine, hizo diseños para el teatro durante muchos años, y
experimentó con planeadores. Rodchenko trabajó durante una larga carrera profesional
en tipografía, diseño de carteles y muebles e ilustración de revistas. También se
distinguió en el campo de la fotografía y el cine. Lissitzky también trabajo en muchos
sectores, de manera señalada en la arquitectura y el diseño de interiores. Los muebles, la
ilustración y composición de revistas le ocuparon durante una gran parte de su vida. De
manera similar, otros artistas vinculados al constructivismo derrocharon su talento en
una multiplicidad de modos.
A la pintura y a la escultura no se las descartó por completo. No eran fines en sí
mismas, según los principios del constructivismo realista, sino partes de procesos a
través de los cuales alcanzaban su plenitud los productos arquitectónicos o industriales.
La concepción del proun que había elaborado Lissitzky resalta esa cuestión. Proun es la
abreviatura de una frase en ruso que quiere decir algo así como “nuevos objetos de
arte”. Este paradigma de constructivismo realista pretendía en su esencia transmitir la
idea de evolución creadora, empezando con el plano recto y representaciones más o
menos figurativas (una especie de plano de arquitecto o diseñador), siguiendo con la
construcción de maquetas tridimensionales y luego, finalmente, con la realización total
construyendo objetos utilitarios. Proun, era sencillamente, un método de trabajo en
armonía total con los modernos medios tecnológicos. A través de este proceso de
formación, todos los elementos esenciales de la forma: masa, el plano recto, espacio,
proporción, ritmo, las propiedades naturales de los materiales particulares empleados,
sumados a las exigencias planteadas por la función última del objeto, alcanzarían su
plenitud en el objeto final mismo. Es indudable que la formación previa de Lissitzky
como ingeniero y arquitecto sirvió de instrumento para la plasmación de esta idea. De
hecho, él asocia explícitamente el procedimiento con el que siguen arquitectos e
ingenieros.
Debido a las características formales de sus diseños, y en razón a su simpatía por
algunas de las actitudes de Malevich, algunas veces se clasifica a Lissitzky como
suprematista. Cosa que, creo, es una falacia. La propensión a las diagonales que se da en
su obra gráfica no es suficiente para hacer de él un suprematista, igual que no bastan las
firmes horizontales y verticales de Mondrian para hacer de él un constructivista. No es
una cuestión de estilo. Es una cuestión de intención. Puede que Lissitzky abrazara
determinadas ideas suprematistas; pero su objetivo principal, todo su método de trabajo,
estaba ligado al constructivismo, cosa que además está claramente indicada en sus
escritos. Su principio rector para la arquitectura era que la arquitectura está hecha para
la gente, y no la gete para la arquitectura: “Ya no queremos que una habitación sea un
ataúd pintado para vuestros cuerpos vivos.” Su preocupación por los problemas
materiales de la existencia está reflejada en sus especulaciones sobre el futuro. Para
mitigar el problema creciente de enormes acumulaciones de libros en las bibliotecas,
por ejemplo, previó que en el futuro habría bibliotecas electrónicas.
Con el éxito de la Revolución de Octubre de 1917, estos artistas, tremendamente
entusiastas, se lanzaron a la tarea de crear un arte del proletariado, un arte que
participara, al decir de ellos, de los propósitos de esa revolución. En 1918, para celebrar
su primer aniversario, Nathan Altman organizó una gigantesca reescenificación del
asalto al Palacio de Invierno de Petrogrado (que había sido la capital hasta entonces)
con millares de figurantes: no gente con formación como actores, hay que decirlo, sino,
como reflejo de la realidad concreta favorecida por el constructivismo, con no-actores,
con los ciudadanos normales de Petrogrado, quienes, por haber participado en aquel
acontecimiento histórico, actuaban por experiencia inmediata. Se decoró la enorme
plaza no sólo con representaciones a escala heroica de trabajadores y campesinos, y con
panegíricos figurativos del victorioso Ejército Rojo, sino además con inmensos
triángulos, secciones de círculos, rectángulos y otras formas elementales semejantes.
Quizás el símbolo más apropiado de la unificación de pintura, escultura y
arquitectura con el órgano de información y propaganda del Estado fuese la
extravagante síntesis que diseñó Tatlin entre 1917 y 1920 y que denominó el
Monumento a la Tercera Internacional (figura 91). Este conjunto iba a ser construido en
forma de enorme espiral, que transmitiese con efectividad el dinamismo de la era
espacial –un impulso optimista hacia un futuro desconocido pero prometedor-. El
edificio del Empire State, terminado en 1931, tiene unos 380 metros de altura. Se ha
dicho en ocasiones que la altura que se pretendía tuviera la estructura rusa era por lo
menos esa. En su interior estarían colgados un cilindro, un cubo y una esfera que
albergarían salas de reuniones, oficinas y, en la misma cima, un centro de información –
todos los cuales rotarían a diferentes velocidades. Uno de los primeros ejemplos de
escultura cinética; arquitectura cinética, para ser más precisos-. Contando con la casi
totalidad de los medios técnicos de comunicación entonces conocidos –incluyendo un
apartado especial para proyectar imágenes sobre las nubes- se difundirían públicamente,
a todas las horas del día, boletines de noticias, proclamas gubernamentales y eslóganes
revolucionarios. La torre de Tatlin era una formidable declaración de fe en una sociedad
comunista. Pero, aparte de una enorme maqueta en madera, nunca se construyó.
Después de la Revolución de los proyectos de nuevas estructuras arquitectónicas
basadas en principios constructivistas superaron con creces al número de edificios
erigidos de hecho. Llevados de visiones utópicas, los arquitectos y diseñadores rusos
querían, literalmente, dar nueva forma a la nueva sociedad. No construir, decían, sino
reconstruir. A menudo, de pretender der afirmaciones simbólicas, sus diseños pasaban
por alto los requisitos elementales de la función práctica y hoy ha quedado, en el papel,
como inspirados encomios al nuevo mundo –sólo eso (figura 92)-. Los relativamente
pocos que se construyeron: clubes de trabajadores, viviendas comunales, escuelas,
fábricas y edificios para exposiciones, se llevaron a cabo no sin un enorme cúmulo de
angustias y frustración. Y quizás sea una ironía poética que el edificio constructivista
más conocido que se ha conservado sea el mausoleo de Lenin en Moscú. Pues por si
fueran pocas las insuficiencias económicas del recién nacido Soviet, industrialmente
llevaban siglos, no décadas, de atraso. Se han contado historias increíbles acerca de la
pobreza tecnológica que, hasta bien entrados los treinta, paralizó muchos de los nuevos
proyectos de fabricación y construcción arquitectónica. A menudo, para construir esos
modernos edificios, se suministraban troncos en lugar de planchas a pie de obra, y había
que cortar aquéllos, no con sierras circulares eléctricas, sino con azuelas. El primitivo
legado tecnológico de la Rusia zarista impidió durante un tiempo muy prolongado la
realización de ideas avanzadas tales como las mencionadas. A la torre de Tatlin no se la
hubiera podido construir sino con las mayores dificultades, si es que de alguna manera
hubiera sido edificable. Es decir, los elevados ideales y la geometría emblemática del
constructivismo eran menos reflejo de la ciencia y la tecnología rusas que de la ciencia
y tecnología occidentales. Lissitzky dejó esto claro con lo que escribe en Moscú en
1929: “La revolución técnica en Europa occidental y en América ha establecido las
bases de una nueva arquitectura”. Y se refiere específicamente a los grandes complejos
urbanos de París, Chicago y Berlín.
Fue en gran medida debido a esta deficiencia como se pudo en marcha, en 1918,
un programa intensivo para la formación del artista-diseñador. Surgieron nuevas
escuelas, talleres de granarte y talleres técnicos, denominados VKh UTEMAS (de Vishe
Kh Udozhestvenny Teknicheskoy Masterskoy), y la propia utilización de tales
abreviaturas, cosa corriente en la nueva Rusia, es en cierta medida una demostración
etimológica de su simpatía por la tecnocracia moderna. Muchos de los constructivistas
dieron clase o tuvieron estudios en las vkh UTEMAS. No hace mucho que Naum Gabo
hizo una relación de los planes de estudio de los talleres de Moscú y la intensidad con la
qie los estudiantes se enzarzaban en discusiones ideológicas; un aspecto de su
formación que, según sostiene, era en definitiva de mayor importancia que lo que de
hecho enseñaba en el estudio. El programa para estas escuelas lo organizó en un
principio Wassily Kandinsky. Basado principalmente en una amalgama de las ideas
propuestas en su libro De lo espiritual en el arte, en el suprematismo y en los conceptos
incipientes del constructivismo conocidos como “cultura de los materiales”, se
convertiría más adelante en el prototipo para algunas partes del curso de la Bauhaus
alemana. En Rusia, sin embargo, no tardó en caer en descrédito. Se proscribió la pintura
y la escultura libres, lo mismo que la enseñaza de los análisis, algo metafísicos, de
Kandinsky relativos al color y a la forma, y se reorganizó el curso poniendo el énfasis
en las técnicas de producción, en lugar de en el diseño artístico. Desilusionados,
Kandinsky y Gabo no tardaron en abandonar Rusia yéndose a trabajar a otros países
donde sus ideas, que resaltaban el contenido espiritual del arte, tuvieron una mejor
acogida.
Las batallas ideológicas entre los de inclinaciones suprematistas y los que se
asentaban resueltamente en principios constructivistas se libraron no sólo con palabras,
sino con la propia arma del arte. En 1916 Malevich disparó una salva de trapezoides con
su Destructor suprematista de la forma constructivista. Su Blanco sobre blanco
(aproximadamente 1918 fue una afrenta a Rodchenko, quien contraatacó ese mismo año
(el año en el que se pusieron en marcha las vkh UTEMAS) con su Negro sobre negro.
Esta pintura simbolizaba la muerte de todos los “ismos” en el arte, especialmente el
suprematismo. Trotsky y Lunacharsky habían apoyado al constructivismo, pero con la
NPE de 1921, la Nueva Política Económica de Lenin, se gestionó seriamente la utilidad
del constructivismo. Au así, sus artistas –y Malevich- continuaron trabajando en Rusia,
aunque al final la influencia que allí tenían de disipara.
El vacío dejado en la pintura de caballete con la supresión de la Academia de
Petrogrado (que había estado bajo el mecenazgo del régimen zarista), con el rechazo del
suprematismo y con la negativa de los constructivistas a tener algo que ver con la
pintura de cuadros, lo llenaron durante mediados de los años veinte los ilustradores y los
pintores naturalistas organizados como la AKhR (Asociación de Artistas de la
Revolución, posteriormente como la OST (Sociedad de Pintores de Caballete), y más
adelante otras personas: artistas, socialistas realistas que convencieron a las autoridades
de que también ellos tenían un importante papel que cumplir en la construcción de una
sociedad igualitaria.
Entre los escaso supervivientes de ese revolucionario grupo de constructivistas
se encuentra Naum Gabo, quien aún aboga por los principios del “realismo
constructivo”, como él lo denomina. Pero Gabo nunca simpatizó plenamente con las
ideas claves del constructivismo y, aunque criticara el dogmatismo de Malevich, no por
ello deja de estar más cerca, en esencia, de sus ideas y de las de Kandinsky que de los
conceptos utilitarios de los constructivistas. Gabo defiende el uso de las formas
elementales y de los instrumentos y técnicas del ingeniero por parte del artista
constructivo. Pero opina que líneas, formas y colores poseen sus propios sentidos
expresivos independientemente de la naturaleza. Su contenido no se basa directamente
en el mundo externo, sino que arranca de los fenómenos psicológicos que son las
emociones humanas –algo que los constructivistas no podrían aceptar nunca. Es a través
de un mayor predicamento de la propia vida espiritual como el acto creador, dice,
contribuye a la existencia material. La “idea constructiva” no pretende, insiste, unir el
arte y la ciencia, ni tampoco indagar en las condiciones del mundo físico, sino sentir su
verdad. Eso, dirían los constructivistas y sus seguidores, es puro romanticismo y el
sofisma del arte abstracto. El constructivismo, dando al término su sentido originario
repudia el concepto de “genio”: intuición, inspiración, expresión de sí mismo. El
constructivismo es didáctico, tiene una orientación fisiológica y no psicológica, está
íntimamente ligado con la ciencia y la tecnología, e concreto.

Junio de 1966.

Constructivismo 6 hojas $21

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