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Para mi espíritu inquieto, no saber era perder pie, y a menudo fui perdiendo
fe en aquellos dos pilares cuyas respuestas insatisfactorias me parecían signo de
debilidad.
De pronto, comencé a ir a clases. Yo ya sabía leer y escribir desde muy
temprana edad y el temor de sentirme de súbito rodeada por compañeros
reales cedió rápidamente a la constatación de la inferioridad de mis nuevos
amigos. Grandes y chicos me hallaban rara y si los primeros me miraban a
veces con recelo e impotencia, los segundos lo hacían casi siempre con temor y
resentimiento (no son acaso dos reacciones hermanas frente a lo desconocido...)
que mi natural don comunicativo transformaba a menudo en obediencia y
servicio.
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Mi madre extrañaba su tierra de origen y había logrado convencer a mi
padre –también de otra tierra- a viajar donde ella y probar suerte ahí.
De súbito, mi hermano y yo nos hallábamos en otro mundo, descolocados y
sin más referentes que familiares maternos mirándonos con curiosidad.
Aquel salto no muy planeado de mis padres nos había precipitado en la
incertidumbre económica, abandonando literalmente adquiridos valiosos por
recuerdos y anhelos que prontamente revelaron su insubstancialidad.
El retorno a la realidad sería duro, porque había significado un retorno a
nuestro país, pero en condiciones muy diferentes.
De aquellas experiencias me quedaría siempre un oscuro temor a toda
situación improvisada, a toda decisión donde todo no estuviera previsto y
calculado de antemano, junto a la consciencia neta de que nada puede hacerse
afuera sin resolver primero la necesidad adentro.
Comprendía ahora esas numerosas traiciones que había sufrido por parte de
aquellos mismos a los que mi mano tendía. La inseguridad permanente te
hace poco confiable, porque desconfiado de todo y de todos...
De ahí que, muy rápidamente me forjaría un escudo racional de pautas
estrictas que reglarían mi vida, y el acceso al mundo interior que pretendía
proteger. Frente a mi familia, había asumido un rol protector preponderante
y yo hallaba la calma y soluciones donde todos veían crisis e impases. Y si
bien cultivaba buenas amistades que suplían la falta de familiares en mi país
natal, yo sabía jerarquizar las prioridades, consciente a muy temprana edad
de una responsabilidad de la que nadie –sino yo- me había imbuido para con
los míos.
Tal era el motivo por el que mis padres nunca se preocuparon ni me
sobreprotegieron en mi vida personal y anímica: yo transpiraba esa seguridad
de aquellos nacido para moverse en el mundo como pescado en el agua. Muy
madura antes de tiempo, no era preciso repetirme avisos ni consejos, por
instinto yo sabía qué era lo correcto y no podía evitar cierto desprecio hacia la
gran mayoría de mi género, para mí, irresponsable y superficial. Por lo que,
solía tener más amigos hombres que mujeres entre los cuales ejercía una suerte
de constante fascinación mezclada de seducción espontánea, la que sabía
temperar cuando fuera necesario.
De hecho, poco tiempo requirió mi aprendizaje con el “sexo fuerte”... De
partida, mi seguridad aparente los descolocaba en el primer encuentro y no
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tardaba en “medirles el aceite” y actuar en consecuencia. Si me gustaban,
procuraba no demostrarlo y me hacía huidiza e impredecible. Como toda
personalidad fuerte, a menudo me costaba controlar mis pasiones, que
satisfacía a veces de modo frenético para luego distanciarme y recobrar el
control o hundirme en periodos de profunda depresión. Mis instintos siempre
me parecieron una debilidad porque al parecer más madura de lo que en
verdad era, mi madre nunca había creído necesario abocarse a la tarea de
guiarme en mi laberinto sentimental. De modo que autodidacta por la fuerza
de las cosas, mi conducta vacilaba entre momentos ardientes de pasión y la
más dura indiferencia.
No tardé en creer conocer a los hombres, los de mi país al menos, y en querer
buscar otra cosa, porque así como las mujeres, los descubrí superfluos e
inestables, y como yo necesitaba pilares y no hijos falderos, su inseguridad y
debilidad cubierta de orgullo se me hicieron –por mi natural capacidad
empática- prontamente intolerables. De ahí que buscara hacia nuevos
horizontes, mientras que los años habiendo pasado, ya me encontraba frente a
nuevo desafío: la Universidad.
Para toda persona que busca, la carrera universitaria se convierte muy luego
en una trampa, y la profesión, en el cebo que te precipitará en ella. Pero como
con todo en mi vida, estaba dispuesta a sacrificar parte de mis sueños,
mientras lograse mi objetivo: obtener las armas que me ayudarían en la
causa social, por el momento, mi objetivo primario.
De ese modo, vi como mi lado artístico perecía a medida que progresando en
los años, divididos en exámenes entre los cuales el estudio cubría la mayor
parte de mi tiempo, me acercaba cada día más a mi meta.
Dado mi natural liderazgo y la confianza espontánea que en todos suscitaba,
no consideré una perdida de tiempo el liderazgo estudiantil sino hasta que
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descubrí que los estudios eran la antesala de la arena profesional: todos ahí
aprendían a usar a los demás y el líder era visto como un pastor idealista
cuyo principal pasatiempo era perder el suyo al servicio del rebaño...
Si para mí, Dios seguía existiendo, sus manifestaciones se hacían cada vez
más raras y aceptables. Nuestro experimento en el extranjero había abierto
una brecha entre mis padres que el bálsamo de los años no sabría colmar y
que sería desde entonces motivo de conflictos y rencores inconfesados entre ellos
dos, dejándonos –sus hijos- como testigos impotentes.
Y es que, habiendo renunciado al sacerdocio por amor, mis padres habían a
experimentado de joven las asperezas de la vida práctica y ese nuevo golpe les
había recordado aquellas privaciones, pero ahora, por un motivo en que el
amor tenía mucho menos que ver.
Aquel rencor, unido a las naturales dificultades adaptativas a un mundo
material y laboral donde lo espiritual es poco más que ausente, no tardarían
en carcomer la voluntad de vivir de mi padre, al punto de llevarlo a
abandonar este mundo antes que lo previsto por Madre Natura.
Aquel momento iba a marcar mi vida en mi percepción de las prioridades de
la existencia.
Por otro lado, el espectro de mis creencias abarcaba cada día más
contradicciones con un principio único y absoluto, mientras que mi
inteligencia se abocaba a la tarea de relativizar y el bien y el mal.
Dios se hacía cada vez más impersonal mientras que mi libre arbitrio se
sobreponía a todo destino trazado y determinante. Concluí mis estudios con
cierta saturación mental. Sabía que muchos de los dogmas inculcados ahí
eran dignos de las más variadas sospechas, pero mi sentido práctico me decía
que una cosa por otra: me permitía moverme a mis anchas en aquel mundo
pautado del Control Social...
Hace poco conocí a un extranjero con el que entablé una relación epistolar
bastante informal; me sorprendió primero su facilidad en hablar de su vida
con una desconocida y debo decir que a menudo me molestaba su forma
pedante de criticar cosas de mi vida, de suerte tal, que cuando al reunirnos
nuevamente, lo sentí demasiado serio y opté por dilatar un acercamiento que
él parece ver inevitable.
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Amo la libertad de hacer y pensar lo que yo quiera.
Estoy en una etapa de mi vida en que las metas se cuestionan o se afiatan
para siempre y no sé qué exactamente es lo que busca este hombre.
De hecho, estoy terminando de leer anonadada las que él debe pretender que
fueron mi vida y mis acciones.
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Christian L. Talarico.