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Las asociaciones de telespectadores y su producto de

consumo hoy: diez paradojas acerca de la televisión

José Boza Osuna

ATRA (Asociación de Telespectadores y Radioyentes de Aragón)


(atra@public.ibercaja.es)

Las asociaciones de consumidores vienen generalmente definidas por


las características del producto de consumo en el que se centran y por el
perfil del consumidor que constituye su manto asociativo: el producto
existe; hay una legislación clara que regula las pautas de su consumo y
protege los derechos del consumidor; las consecuencias negativas de
una fabricación o de un servicio inadecuados suelen manifestarse de
manera inequívocamente mensurable y, sobre todo, son casi siempre
traducibles en términos económicos; el consumidor se sitúa con claridad
ante el producto de consumo y detecta sus propiedades, se sabe sujeto
de derechos ante el defecto de fabricación y la inadecuación del servicio.
De ello se deriva, sin más, el campo de actividad, el servicio y el sentido
social de cada institución concreta.
Sin embargo, en el caso de las asociaciones de telespectadores, tanto
los que impulsamos su creación, como aquéllos a los que ofrecemos
nuestros servicios, nos vemos desde el principio sumergidos en una
dificultad inicial de concepto que hace tremendamente costosa nuestra
constitución y andadura. No es fácil en ocasiones para los impulsores de
estas asociaciones autodefinir su papel, pero, al menos, hemos tenido
un momento de lucidez que nos pone en camino de ir precisando poco a
poco su sentido y su ámbito de actuación. Sin embargo, nos
encontramos enseguida con que la primera y complicada tarea no está
tanto en el control del producto sino en convencer a los consumidores
de que realmente lo son.
Y es que el producto audiovisual que llamamos televisión y su
consumo –es decir, la relación del consumidor con el producto–
constituyen un entramado tan complejo que va mucho más allá de las
reglas aplicables en cualquier otro ámbito y que es preciso simplificar,
desvelar, a través de una intensa reflexión previa que permita su
comprensión. En ese entramado, el producto y el consumidor forman
parte de un proceso conductual y psicológico en el que este último –el
telespectador– no se sitúa ante el primero –la televisión– de modo
objetivo, sino que, de alguna manera, está dentro de él constituyendo
un todo difícilmente objetivable.
En este sentido, lo primero que tenemos que comprender es que la
televisión no es un electrodoméstico más. No es tampoco una cadena
determinada, ni un determinado programa o unos contenidos concretos.
No es sólo una difícil estructura económica y empresarial. No es ni
siquiera un simple entretenimiento ni una alternativa más de ocio. Es
mucho más: es una actividad diariamente repetida y compartida por
millones de personas al mismo tiempo. Pero no es sólo una actividad, es
todavía mucho más: es una parte de nuestras vidas, es un hecho social.
Es un ambiente. La televisión es una creencia en el sentido que le da
José A. Marina a esta palabra: «Las creencias –dice– son ideas que
vivimos sin percatarnos de que lo hacemos porque las confundimos con
la misma textura de la realidad. Estamos en ellas, son el aire ideológico
que respiramos: no lo vemos, no lo olemos, no lo tocamos, pero
mantiene constantemente nuestro metabolismo vital. Nos domina con
tal sutileza que no nos damos cuenta de su dominación»1.
En una sociedad en la que la familia y la escuela han claudicado en
gran parte de sus funciones, la televisión es el primer elemento
socializador. La televisión nos domina y ante ese dominio, la sociedad
civil, permanece inerte en una confusa inconsciencia. Entre el placer, el
juego, la impotencia y la resignación... el telespectador no se moviliza
porque el hecho televisivo, innegablemente omnipresente..., no lo acaba
de ver con claridad... No se acaba de ver claramente lo que nos
pasamos el día mirando. En los recreos de las escuelas, en los bares del
almuerzo matutino, en las tertulias, en la prensa, en los grupos de
amigos... no se habla de otra cosa más que de lo que vemos en televisión y, sin
embargo, no acabamos de ver su importancia.
¡Qué paradoja! Y es que la televisión, sobre todo en su relación con el
telespectador, es una continua paradoja, una contradicción, un absurdo
lógico aparente bajo el que se ocultan verdades que no siempre nos
gustará descubrir. Sin embargo, si las asociaciones de telespectadores
pretendemos conseguir usuarios libres en vez de consumidores pasivos,
es imprescindible que, primero, nos y los enfrentemos con ellas para
desvelar su secreto y permitir así el distanciamiento necesario que
aclare nuestro sentido y descubra al consumidor sus posibilidades de
actuación frente al medio.

1ª Paradoja: La televisión invisible. La primera paradoja, que se


deduce de lo hasta ahora enunciado más arriba es que la televisión es
invisible. Al igual que las creencias de Marina, la televisión como
ambiente es invisible. Siendo el hecho visual más importante de nuestro
siglo, resulta paradójicamente invisible cuando nos proponemos pensar
en ella2. Todo intento de reflexión sobre el medio se ve oscurecido por
la claridad de la pantalla, por su omnipresencia, por su obviedad. Está
siempre con nosotros de un modo silencioso, discreto y rutinario. Forma
parte de nuestras vidas de manera tan cotidiana, tan próxima, tan
doméstica, que se ha hecho imperceptible. Es como el aire que
respiramos: está ahí, forma parte de nuestra vida, pero no nos damos
cuenta de que está ahí. No está delante de nosotros, sino dentro de
nosotros, la hemos interiorizado. Podríamos decir que el verla tanto no
nos deja verla de verdad, no nos deja pensarla y que para hacerlo, la
tendríamos que apagar más a menudo. Para ver televisión la tenemos
que tener encendida, pero para ver la televisión lo primero que tenemos
que hacer es apagarla. Y ahora que la tenemos apagada vayamos con
una segunda paradoja, en este caso una paradoja estadística que es
como la otra cara de la misma idea anterior.

2ª Paradoja: el medio más visto... que nadie ve. Tres horas y 30


minutos de media diaria; la mitad de nuestro tiempo de ocio; la
principal actividad después del trabajo y del sueño; el 99,5% de los
hogares con televisor; el 65 % con más de uno en casa; el 90,7% la ve
todos los días. Sin embargo, a pesar de estas cifras3 todo el mundo
afirma que o no la ve o la ve muy poco. ¿Qué ocurre?, ¿mienten los
demás?, ¿mentimos todos? Yo no creo que sea así. La mayor parte de
nosotros creemos realmente que no la vemos cuando respondemos a
una encuesta, o nos sentimos sinceramente ajenos, cuando oímos las
cifras que dan objetivamente los audímetros. Todos pensamos: «ése no
soy yo», «ése no es mi caso», «yo sólo veo los informativos y los
documentales de La 2 para dormir la siesta», «Yo realmente, un poco en
la sobremesa, un poco, por la noche y algún partido de fútbol o una
película de vez en cuando...», «mi hijo casi no ve la televisión», «¡Tres
horas y media al día! ¡Qué barbaridad!».
Hablamos de los programas –lo que vemos (Operación triunfo, Gran
hermano, Crónicas marcianas, Policías; Siete vidas, las noticias, los
famosos, los presentadores…)–, pero no de la televisión. Porque la
televisión, una vez más, no la vemos. Conocemos todos los productos
que anuncia, las caras y las voces de sus personajes, los presentadores
y presentadoras son como de la familia, pero... no vemos la televisión.
La mayor parte de las cosas que pensamos y discutimos nos las cuenta
una televisión que no vemos. Y es que no sentimos el acto de ver
televisión como una actividad, una alternativa de ocio, sino como una
costumbre inconscientemente enquistada en nuestra rutina doméstica y
diaria. Pasamos, pues, tres horas y media al día de media, ante una
televisión que no vemos... y en un tiempo que no tenemos.

3ª Paradoja: El mucho tiempo que no tenemos. Nunca como


ahora, la Humanidad de los países desarrollados ha conseguido
mediante la tecnología tal cantidad de tiempo libre. El ocio es el primer
negocio. Las alternativas son infinitas, pero... no tenemos tiempo... No
tenemos tiempo para leer, para ir a un concierto, para conversar con
nuestra pareja, para colaborar con alguna ONG, para cambiar las cosas,
para nuestros hijos, para divertirnos, para rezar... no tenemos tiempo
para nada excepto... para la televisión.
Sabemos que vamos de vez en cuando al teatro, al cine...; que
solemos practicar este o aquel deporte; que también leemos de vez en
cuando o todos los días; que salimos a cenar con los amigos una o dos
veces al mes; que buscamos tiempo para nosotros mismos, para el
silencio, la contemplación... porque cada vez que hacemos alguna de
esas cosas tenemos que tomar la decisión de hacerlo. Nos cuesta
esfuerzo o dinero. Nos exige desplazarnos, decidirnos. Estamos vivos.
Cuando vemos televisión, en cambio, hacemos algo que venimos
haciendo desde siempre: ayer lo hice y probablemente lo haré mañana.
El tiempo que dedicamos a ver televisión es casi siempre fijo y cedido
voluntariamente por cada telespectador como una rutina, libremente.

4ª Paradoja La libertad de hacer todos lo mismo. ¿Hemos dicho


libremente? En efecto, vemos la televisión libremente porque podemos
apagar y no verla... pero no lo hacemos.
¿Libres 18 millones de personas que deciden hacer todos los días lo
mismo a la misma hora?, ¿no es esto otra tremenda paradoja? Nos
asomamos a la ventana a partir de las nueve de la noche y veremos
brillar las pantallas en las fachadas de todas las casas como una
luminaria; entramos en cualquier bar y allí está formando parte del
escenario cotidiano. Entramos en cualquier casa a la hora del telediario
y estará comiendo o cenando con nosotros.
¿Lucha por las audiencias? Las cadenas no tienen que luchar para
que la gente no vaya al cine o lea o hable entre sí, en vez de ver la
televisión, esa batalla la tienen ya ganada. Las cadenas luchan por
llevarse un trozo de la tarta del tiempo que, de un modo diario,
obligatoriamente libre –diríamos de nuevo paradójicamente– le
dedicamos a la televisión.
5ª Paradoja: La satisfacción insatisfecha. Sí, vemos televisión.
Aunque no lo sepamos, incluso sin querer. Pero, ¿Nos gusta hacerlo?,
¿hemos oído últimamente comentarios elogiosos?, ¿se dice lo buena que
es, se destaca la calidad de sus contenidos, la agudeza e inteligencia de
sus concursos, el talento de sus realizadores, la imaginación de sus
creadores...? De nuevo ese sin sentido aparente; de nuevo la paradoja:
una audiencia fiel y paradójicamente insatisfecha. Pero da igual, como
es gratis... ¿O no?

6ª Paradoja: Una gratuidad muy cara. 31.500 euros cuesta de


media poner un anuncio de un minuto en televisión; 40.741.000 euros
de beneficios en la comercialización y publicidad de la última edición de
OT; todas las cadenas generalistas han aumentado su cuota de pantalla
dedicada a la publicidad4. Puede que mirar sea gratis, pero nuestra
mirada vale mucho dinero. Podíamos decir que es una gratuidad muy
cara o al menos es una gratuidad muy rentable. Y es que la televisión no vende
programas, vende tiempo –nuestro tiempo– a los anunciantes que son los
que verdaderamente mandan en TV. Por eso lo importante es que
siempre haya gente –cuanta más gente mejor– trabajando, mirando,
entregando su tiempo.
¿Gratis? Nada de eso: cuando vemos televisión estamos trabajando.
Somos consumidores de televisión, pero el producto que consumimos no
son programas sino los anuncios que los acompañan. Los programas son
lo que nos hace pararnos a mirar, son sólo el envoltorio del verdadero
producto de consumo: los anuncios. Trabajamos consumiendo anuncios,
interiorizando marcas, nombres, logotipos aderezados con valores y
almacenándolos en nuestro cerebro. Somos consumidores de televisión,
consumidores de publicidad: somos consumidores consumidos5.

7ª Paradoja: La fama por nada6. Ceder nuestro tiempo, consumir


anuncios, es nuestro trabajo principal –a veces agotador– pero tenemos
otra ocupación más paradójica aún, si cabe: somos creadores de
famosos. De nuevo nuestra mirada es una creadora de riqueza.
Cualquier producto, cualquier persona, cualquier persona-producto que
aparece en TV es mirado por millones de pares de ojos al mismo tiempo
con lo que, automáticamente y sólo por eso, adquiere un valor nuevo:
es famoso. Una persona desconocida para todos se convierte en alguien
importante sólo porque lo miramos. La televisión ofrece a los
profesionales que trabajan en ella –y a los oportunistas, ingeniosos,
fotogénicos, y/o vagos de cualquier especie– el lograr una medida de
fama extraordinaria con muy poco esfuerzo. Sólo se trata de colocarse
ante una cámara y mantenerse allí al precio que sea... ganar una
fortuna sin tener que aportar apenas esfuerzo intelectual, físico o
económico. Ellos encantados y nosotros también. Esto sí que es una
paradoja descomunal.
Se invierten los papeles y en los corazones, de todas las cadenas, los
actores y los cantantes ofrecen análisis políticos y los políticos aprenden
de los actores; las reinas se inclinan ante el cadáver de las princesas
con el único mérito de haber sido más fotografiadas que ellas; los
deportistas y los cantantes dan consejos morales y los sacerdotes
actúan como reyes de la frivolidad; los periodistas se convierten en
estrellas y son entrevistados, mientras los famosos escriben reportajes;
las presentadoras firman libros escritos por otros y los escritores quieren
presentar programas de televisión. Todos comercian con todo y todo
gracias a la complicidad colaboración de nuestra mirada.
Frente a las personas, la fama crea una sociedad de personajes, de
máscaras, que impregna progresivamente todo el tejido social en el que
el ser ha sido sustituido como valor por el parecer.
La fama se convierte en argumento intelectual propiciador del
pensamiento débil al transformar a los personajes no ya en el soporte
de una argumentación sino el argumento mismo: una idea no vale en
función de su solidez intelectual, sino dependiendo del valor-fama de
quién la sostenga. Un argumento no es bueno en función de su peso
intelectual, sino de su repercusión pública. Así lo esencial permanece en
silencio y lo banal ocupa todos los rincones de ese universo electrónico
en el que se ha convertido nuestro propio universo.
La fama es la medida de todas las cosas. Y lo peor de la fama es que
ha provocado un cambio de perspectiva educativa: ya no hay ninguna
realización personal que pueda ser reconocida si se ha hecho al margen
de los medios: el ser alguien ya no tiene nada que ver con el esfuerzo o
la voluntad de alcanzar un propósito. Mis alumnos ya no entienden que
el esfuerzo cotidiano, el trabajo y la entrega diarias son el camino del
éxito: el éxito es una operación triunfo que en cuatro meses de
apariciones televisivas te soluciona la vida. El profesor en clase, para
ayudar a desarrollar alumnos críticos y libres, no sólo debe batallar
contra la ignorancia, sino que debe competir con lo que han dicho o
hecho Bisbal, Boris Izaguirre o Tamara. Así pues, trabajamos y mucho,
aunque sin esforzarnos nada. Pero ¿a cambio de qué? De la facilidad, de
un poco de evasión cotidiana, de unos cuantos ingredientes básicos que
configuran el mundo de la televisión.

8ª Paradoja: La violencia débil. En primer lugar, la violencia. La


televisión es violenta, pero en la tele hay muchas clases de violencia: la
violencia explícita de ficción en forma de películas, series, dibujos... Es
la violencia más vistosa, también la que a veces más preocupa. Sin
embargo, no es la más importante desde el punto de vista educativo
precisamente por su obviedad. Desde muy pequeños, los
telespectadores aprenden a valorarla distinguiéndola de la real y es
difícil que lleve directamente a la imitación salvo casos patológicos. Sin
embargo, sí es peligrosa y mucho su reiteración, su omnipresencia, su
saturación porque educa la sensibilidad en una dirección ética
equivocada ya que enseña que la resolución de los conflictos se
establece no por el diálogo, el consenso, la renuncia, la generosidad y la
paciencia, como en la vida, sino siempre a través del grito más agudo,
de la solución más directa o más fácil, del puñetazo, del insulto o del
disparo. Insensibiliza al simplificar sistemáticamente la complejidad y la
riqueza de los conflictos reales y verdaderamente humanos.
Sustancial en la televisión es la violencia informativa: telediarios,
documentales, impactos TV... La selección de sucesos dramáticos,
agitados, espectaculares: incendios, accidentes, guerras, crímenes,
huelgas, peleas, conflictos... Cualquier imagen desacostumbradamente
violenta es repetida, repetida y repetida hasta la saciedad
advirtiéndonos previamente de que puede herirnos la sensibilidad, para
que no dejemos de mirar. Esta acumulación de violencia convierte la
información en un espectáculo visual, muy lejos de la auténtica
comprensión de los acontecimientos y traslada al espectador la imagen
de que la sociedad es mucho más peligrosa de lo que realmente es,
provocando una angustia social injustificada de consecuencias funestas:
miedo, individualismo, aislamiento, insolidaridad...
Pero no menos importante es la violencia verbal: tertulias, cotilleos,
comentarios, enfrentamientos, discusiones, irreflexión, preguntas a
bocajarro, opiniones inconsistentes... De nuevo el diálogo, la reflexión,
la búsqueda serena de la verdad, dejan su espacio al ingenio, la broma,
el grito, el insulto, el lenguaje circense. El espectáculo de la vaciedad
verbal, incluso la violencia gestual. La tele es muchas veces gesto,
actitud física que en un instante da una impronta valorativa a un hecho
o una actividad y marca una moda con modelos en ocasiones muy poco
adecuados.
En cualquier caso, el efecto más devastador y de nuevo más invisible
de la violencia televisiva es que nunca es real: es sólo una imagen. De
algo ficticio o real, pero siempre una imagen, una imitación que en vez
de provocar en nosotros rechazo o compasión verdaderas nos lleva a la
insensibilidad, el engaño, la indiferencia o la costumbre: vemos morir en
las películas o en el telediario, pero en uno y otro caso son muertes
desrrealizadas, lejanas, ajenas, que no huelen, ni se sienten, ni se ven,
ni se respiran, ni se oyen y, en consecuencia, no se viven... sólo se ven.
Son muertes enlatadas, descontextualizadas, que suceden entre un
anuncio y otro y se devalúan, se desvalorizan, se trivializan y,
finalmente, se disipan mezcladas con el café, el humo del cigarrillo, la
sonrisa de la presentadora y la comodidad de nuestro sillón.
Es la violencia débil que debilita nuestra capacidad de afrontar y
rechazar la violencia. Así, es cierto que cuando se nos muestra el dolor
del tercer mundo y sus tragedias, se despierta en nosotros un
sentimiento solidario y millonario... pero también lo es que cuando esta
violencia desaparece de la pantalla, también desaparece de nuestras
vidas aunque siga existiendo allí donde es real.

9ª Paradoja: Valores sin valor. En la televisión encontramos,


sobre todo, entretenimiento, ficción. Hasta los informativos –ya lo
hemos entrevisto– participan de ese formato entretenedor de las
imágenes. Nos sentamos ante la pantalla ideológicamente despreocupa-
dos porque no parece que vaya a discursearnos. Pero en la tele –como
ha mostrado magistralmente Joan Ferrés7– los valores, las ideas, no se
transmiten mediante el discurso, sino mediante el relato, la ficción, el
espectáculo; mediante la diversión. Y, de ese modo, se convierte en una
formidable máquina socializadora, creadora de ideas, valores y, más a
menudo de contravalores. Pero es su carácter poliédrico, misceláneo,
continuo, lo que verdaderamente la constituye. El problema educativo
de la televisión no es sólo los contravalores que puede fomentar y
transmitir un determinado producto audiovisual, sino el relativismo
indiferenciado y absoluto que provoca esa mezcla de publicidad, guerra,
ficción, reality show, frivolidad, hambre, publicidad otra vez... Todo eso
que es su programación global y la costumbre social generalizada del
zapping en el que hemos convertido su uso. En palabras de Federico
Fellini, la televisión «es como tener en casa una boca abierta que lo
vomita todo de forma matemática y estúpida. Es como si la guerra, la
religión, todo, Dios incluido, pasara por una batidora que lo hiciera todo
puré: todo se desintegra en partículas mínimas, destruido para
siempre»8. La televisión –y el uso que hacemos de ella– se han
convertido en un río de lava electrónica que todo lo engulle y produce en
nosotros la sensación indiferenciada de que todo es lo mismo. Ya no es
todo solamente relativo, sino que todo es trivial, insignificante, en el
estricto sentido del término: nada es importante porque todo tiene el
mismo significado, es decir, no significa nada.

10ª Paradoja: La vida del que no vive. La televisión es, en una


última y terrible paradoja, la vida del que no vive. Porque el tiempo que
dedicamos a la televisión no es una mera magnitud numérica. Es
biotiempo: es actividad, es juego, es relaciones personales, es estudio,
formación, lectura, amor, viaje, paseo, meditación, aburrimiento
incluso; es cine, deporte, mirada contra mirada, enfado, superación, es
vida. Es tiempo que nos hace crecer y madurar.
Nosotros somos administradores de nuestro tiempo vital y, lo que es
más importante, del de nuestros hijos. Tenemos una responsabilidad en
llenarlo adecuadamente, en proporcionarnos y proporcionarles buenas
alternativas para que su biotiempo sea rico y nutritivo como los
alimentos que les damos para que crezcan. Vivir viendo como otros
viven, ése es el destino del teleadicto.
Como dice de nuevo Marina, «si los seres humanos fuéramos
geranios sólo tendríamos que preocuparnos de la calidad química de
nuestro hábitat, pero ocurre que respiramos, además de aire, creencias,
por lo que no sería mala idea que las competencias de Ministerio de
Cultura pasaran al Ministerio de Medio Ambiente. Sin parar y sin darnos
cuenta, tragamos creencias que funcionan después como ingredientes
de nuestros sentimientos. Son canon para nuestras aspiraciones y
criterio para nuestros fracasos o alegrías. La manera de relacionarnos
está casi determinada por esos dogmas asimilados por ósmosis social
(...). Lo que leo y oigo en los medios de comunicación me hace pensar
que muchos personajes que configuran esas creencias ambientales son
«predicadores de la simpleza» que ni leen, ni estudian, ni saben. A
pesar de lo cual, lo que dicen pasa a formar parte de nuestra atmósfera,
contaminándola». Ojalá estuviéramos tan preocupados por el tiempo
basura como lo estamos a veces por la comida basura. Sin embargo, el
crecimiento no es sólo biológico, sino también espiritual, cultural,
psicológico. Y nuestros hijos –y nosotros– necesitamos tiempo para
crecer.
Este teleambiente que caracteriza nuestra sociedad cotidiana es para
las asociaciones nuestra debilidad porque dificulta extraordinariamente
nuestra tarea al instalar a los consumidores en una confusa
inconsciencia placentera de la que no quieren ser arrancados. Pero es
también, debe serlo, nuestra fuerza porque constituye nuestro mejor
argumento de trabajo: la defensa del consumidor frente a la
contaminación social de los medios, la lucha para instaurar el deseo de
una cierta ecología de lo cotidiano en la que los ciudadanos podamos
vivir en libertad y con intensidad frente a la densa, vulgar y
últimamente muy contaminada tiranía de los medios. Estamos
convencidos de que la situación creada en la sociedad contemporánea
por la potencia y penetración de los grandes medios de comunicación de
masas audiovisuales, hace hoy más que nunca necesaria la existencia,
tanto de asociaciones como las nuestras como de una federación fuerte
que las aglutine a todas ellas.
Sin embargo, nos damos cuenta de que el momento histórico que
justificó la creación de nuestras asociaciones ha sido sustituido por otro
radicalmente distinto y que es imprescindible modificar también
nuestros objetivos y nuestros métodos para adecuarlos a la situación
actual mucho más rica y más compleja que aquella.
Pensamos que las asociaciones de telespectadores y radioyentes
debemos ser ante todo asociaciones de consumidores o, mejor aún, de
usuarios de los medios de comunicación audiovisuales domésticos,
entendiendo por tales no sólo la televisión y la radio, sino también
Internet, el vídeo, los videojuegos, el ordenador, los móviles y todos
aquéllos que vayan surgiendo de la implantación de las nuevas
tecnologías audiovisuales en el ámbito familiar.
En cuanto a los fines, creemos que debemos vertebrar nuestra
actividad en cuatro ejes fundamentales:
Representar a los usuarios ante los poderes públicos, los
fabricantes y productoras, las empresas, los anunciantes, etc.
para exigir una regulación adecuada del funcionamiento de los
medios y productos y un cumplimiento efectivo de las leyes que
salvaguarde los derechos de los usuarios y los proteja de las
agresiones a su dignidad y libertad.
Ser referentes imprescindibles para la opinión pública ante las
reflexiones y dudas que plantea el impacto de los medios y las
decisiones que se hayan de tomar en cada momento desde las
instancias familiares, sociales, políticas o jurídicas.
Ofrecer servicios a los asociados que les faciliten el uso
adecuado de los medios; que les orienten en su progresiva
complejidad; que les ayuden a disfrutar con libertad de las
posibilidades educativas, de ocio y de comunicación que hay en
todos ellos; que colaboren en la adecuada implantación familiar
del fenómeno audiovisual cada vez más global, más complicado
y más intenso.
Crear instrumentos de formación para el consumo adecuado de
los medios audiovisuales a partir de una constante tarea de
reflexión y estudio de sus características y sus efectos,
instrumentos para la escuela, instrumentos para las familias,
para las asociaciones y colectivos, para toda la sociedad.
Fomentar iniciativas de participación a nivel nacional e
internacional (comparecencias ante instancias políticas, uso de
los foros institucionales existentes, ruedas de prensa, jornadas,
congresos, mesas redondas...) para aumentar el protagonismo
público de todas las asociaciones y de la federación misma.

En cuanto a los métodos, pensamos que debemos ser:


Críticos en el mejor y más amplio sentido del término, es decir,
evitando la censura sistemática de los medios, elogiando lo
elogiable, basando las críticas en argumentos técnicos, análisis
antropológicos bien fundamentados y no sólo en razones de
tipo moral. Ampliando nuestro campo de crítica a problemas
logísticos, económicos, organizativos e incluso políticos y no
sólo al «sexo y la violencia» de los «grandes hermanos» de
turno.
Expertos ejerciendo y demostrando conocimientos profundos y
exhaustivos sobre el funcionamiento de los medios y el valor de
sus productos.
Profesionales, a la hora de asesorar o representar a nuestros
asociados ante los poderes públicos o de denunciar incumpli-
mientos de la ley.
Ágiles y rápidos para movernos con facilidad en la sociedad de
la información, con los medios técnicos adecuados para llegar al
sitio adecuado en el momento preciso.
En este sentido, nos parece que la existencia de una federación tiene
sentido hoy por hoy, en cuanto organización que aglutine, sume,
colabore y ayude a que todas las asociaciones que en ella se integran
vayan logrando asumir esos fines y, sobre todo, practicar esos métodos.
Por último, animamos desde aquí a todas las asociaciones a continuar
con entusiasmo en esta tarea apasionante de ser una conciencia crítica,
serena y lúcida en medio de esta marea de imágenes y sonidos que
amenaza la libertad y la dignidad del hombre contemporáneo.

Notas

1 MARINA, J.A. (2000): Crónicas de la ultramodernidad. Barcelona,


Anagrama; 87.
2 ASOCIACIÓN DE TELESPECTADORES Y RADIOYENTES DE ARAGÓN
(2000): ¿Qué pasa con la tele? Algunas ideas para pensar la televisión.
Zaragoza, ATRA/Consejo Asesor de RTVE en Aragón/Gobierno de Aragón; 1.
3 Ibídem; 1.
4 http://noticias.com/publicaciones/2003.
5 Imprescindible para un análisis del mundo audiovisual actual y para
toda esta visión de la «economía» de la televisión. vid. ECHEVERRÍA, J.
(1994): Telépolis. Barcelona, Destino; 63-127.
6 Otro imprescindible para entender el concepto de fama. Vid. ODINA,
M. y HALEVI, G. (1998): El factor fama. Barcelona, Anagrama; 213.
7 Para todo el desarrollo del epígrafe, Vid. FERRÉS, J. (1997): Televisión
subliminal, socialización mediante comunicaciones inadvertidas.
Barcelona, Paidós.
8 FELLINI, F. (1986): en «El fulgor de un monstruo», en Fotogramas &
Vídeo, 1722; 39, citado por FERRÉS, J. (1997): op. cit.; 294.

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