Es
impresionante
sólo
pensar
en
todo
el
amor,
la
devoción
y
las
oraciones
y
la
fe
que
desde
hace
siglos
este
lugar
guarda
en
el
silencio
de
nuestros
antepasados.
Hoy,
un
28
de
mayo
de
2011,
el
pueblo
de
Becerril
acude
nuevamente
a
esta
ermita
para
cumplir
una
antigua
promesa
y
renovar
su
amor
por
nuestro
patrono,
el
Cristo
de
san
Felices.
Querido
señor
alcalde,
queridas
autoridades,
miembros
de
la
cofradía
del
Cristo
de
san
Felices,
queridos
hermanos:
Una
de
las
cosas
que
más
me
sorprende
cuando
leo
el
Evangelio
es
la
diferencia
que,
a
simple
vista,
se
percibe
entre
el
comportamiento
de
los
apóstoles
y
discípulos
de
Cris-‐ to
antes
y
después
de
la
resurrección
de
su
Maestro.
Los
que
antes
eran
cobardes,
ahora
son
valientes;
los
que
antes
no
se
atrevían
a
hablar
en
público,
ahora
gritan
y
predican
en
presencia
de
todo
el
pueblo;
los
que
inmediatamente
después
de
la
muer-‐ te
del
Maestro
se
dispersaron
y
huyeron,
ahora
se
reúnen
y
conviven
alegres
y
comu-‐ nitariamente.
¿Qué
ha
pasado
para
que
el
comportamiento
de
estas
personas
haya
cambiado
de
una
manera
tan
radical?
Sin
duda
alguna,
lo
que
ha
cambiado
es
su
fe.
La
fe
en
la
resurrec-‐ ción
de
Jesús
de
Nazaret
ha
abierto
su
inteligencia
y
ha
encendido
su
corazón.
Ha
abierto
su
inteligencia,
porque
han
comprendido
que
el
Mesías
prometido,
según
lo
anunciaban
las
Escrituras,
tenía
que
padecer
y
morir
antes
de
resucitar.
Y
ha
encen-‐ dido
su
corazón,
porque
se
han
dado
cuenta
de
que
todo
lo
que
Jesús
de
Nazaret
su-‐ frió
y
padeció
lo
hizo
exclusivamente
por
amor.
Por
esto
me
brota
una
pregunta:
¿seguimos
teniendo
los
cristianos
de
hoy
una
fe
fuer-‐ te
y
segura
en
la
resurrección
de
Jesucristo
y,
consecuentemente,
en
nuestra
propia
resurrección?
Seguro
que
la
respuesta
a
esta
pregunta
explica
en
gran
parte
nuestro
comportamiento
actual
como
cristianos.
Ahora,
para
nosotros,
la
pregunta
es:
el
pueblo
que
nos
ve
cada
domingo
entrar
y
salir
de
nuestras
iglesias,
¿nos
mira
y
nos
admira?
¿Admira
en
nosotros
un
comportamien-‐ to
diario
de
alegría,
de
generosidad
y
solidaridad,
de
oración
y
de
unidad?
También
hoy
día
podemos
contemplar
raudales
de
generosidad,
de
entrega
y
amor
en
muchos
cristianos
que
han
vivido
la
experiencia
pascual
y
han
dejado
que
el
Espíritu
transforme
sus
vidas.
La
clave
es
pasar
por
la
experiencia
del
resucitado:
cultivar
en
nuestro
corazón
mediante
la
oración
y
los
sacramentos
este
encuentro
personal
con
Jesús
que
ilumina
nuestra
vida
y
la
cambia.
El
que
se
encuentra
cara
a
cara
con
la
Verdad,
con
el
Bien,
con
la
Belleza,
ya
no
puede
seguir
viviendo
como
antes;
necesa-‐ riamente
tiene
que
cambiar
las
prioridades
de
su
vida
y
orientarlas
de
acuerdo
con
ese
tesoro
que
ha
descubierto.
Eso
es
lo
que
sucedió
a
los
discípulos
tras
la
resurrec-‐ ción
de
Jesús
y
es
lo
que
puede
sucedernos
a
nosotros
hoy
si
nos
dejamos
alcanzar
por
su
amor.
Jesucristo
es
un
sacramento
del
amor
de
Dios;
también
la
Iglesia
es
un
sacramento
de
Jesús,
y
cada
uno
de
nosotros
debemos
de
ser
sacramentos
para
que
su
amor
pueda
seguir
llegando
a
nuestro
mundo.
El
Cristo
de
san
Felices,
que
hoy
celebramos,
tiene
las
manos
y
los
pies
clavados
a
la
cruz,
y
los
pulmones
exhaustos,
sin
poder
hablar.
Por
eso
nos
pide
prestados
a
todos
los
becerrileños
nuestras
manos
para
que
Él
pue-‐ da
seguir
bendiciendo,
nuestros
pies
para
que
Él
pueda
seguir
caminando
y
buscando
a
la
oveja
perdida,
nuestros
labios
para
que
Él
pueda
seguir
anunciando
la
buena
no-‐ ticia,
la
esperanza
y
el
amor.
Permitidme
que
os
cuente
dos
ejemplos
de
personas
que
“prestaron”
a
Jesús
sus
vidas
para
que
Él
pudiese
seguir
actuando
entre
nosotros.
La
primera
se
llama
Damián
de
Molokai,
el
padre
Damián.
Era
un
fraile
belga
que,
después
de
hacer
sus
votos,
fue
en-‐ viado
por
sus
superiores
a
una
lejana
y
peligrosa
misión
que
la
congregación
acababa
de
abrir
en
las
islas
Hawai.
Allí
fue
destinado
a
la
isla
de
Molokai,
donde
la
orden
hab-‐ ía
abierto
una
leprosería,
un
hospital
para
cuidar
a
los
enfermos
de
lepra.
Por
aquél
entonces
no
existían
los
medios
técnicos
ni
las
medicinas
que
existen
hoy,
así
que
va-‐ rios
frailes
que
habían
estado
antes
que
él
allí
habían
enfermado
de
lepra
y
habían
muerto.
Sin
embargo,
el
padre
Damián
se
ofreció
voluntario
para
trabajar
con
los
le-‐ prosos,
los
más
pobres
entre
los
pobres.
Vivía
en
su
mismo
poblado,
les
curaba
en
el
pequeño
dispensario,
construyó
una
escuela
para
los
niños,
una
parroquia
y
trató
de
mejorar
las
infraestructuras
para
que
las
condiciones
higiénicas
mejorasen
también.
Pero
finalmente
enfermó
él
también
y
murió
a
causa
de
la
lepra,
rodeado
de
los
habi-‐ tantes
a
quienes
se
había
entregado
incansablemente.
El
papa
Benedicto
XVI
lo
de-‐ claró
santo
en
octubre
de
2009.
Damián
de
Molokai
es
un
ejemplo
para
nosotros
de
cómo
es
posible
entregarse
por
amor,
como
Jesús.
El
otro
ejemplo
es
un
poco
más
reciente:
sucedió
en
el
campo
de
concentración
de
Auschwitz,
en
el
verano
de
1941.
Europa
sufría
los
azotes
de
la
2ª
Guerra
Mundial.
El
campo
de
concentración
era
un
lugar
de
terror
y
sufrimiento,
y
un
día,
al
hacer
la
re-‐ visión,
los
guardias
nazis
se
dieron
cuenta
de
que
un
preso
se
había
escapado
en
la
noche.
Como
venganza,
decidieron
que
diez
hombres,
elegidos
al
azar,
morirían.
Uno
de
ellos,
al
ser
elegido,
gritó:
"¡Mi
esposa!
¡Mis
hijos!".
Al
oír
ese
grito,
otro
que
se
había
librado,
tomó
la
palabra:
"Por
favor,
déjenme
sustituirle.
Soy
un
sacerdote
católico.
No
tengo
mujer
ni
hijos
que
me
esperen,
como
ese
hombre."
Los
guardias
aceptaron
el
in-‐ tercambio.
El
sacerdote,
un
franciscano
polaco,
fue
conducido
a
un
sótano
sucio
y
os-‐ curo,
con
los
otros
nueve.
Uno
por
uno,
los
hombres
murieron
de
hambre
y
sed.
Des-‐ pués
de
catorce
días,
cuatro
todavía
estaban
vivos,
y
plenamente
consciente
sólo
uno,
el
sacerdote
franciscano.
Como
los
nazis
necesitaban
el
sótano
para
meter
a
otros
presos,
llevaron
jeringas
con
veneno
y
se
las
inyectaron
uno
a
uno.
El
sacerdote
murió
al
final.
En
1971,
treinta
años
después,
el
Papa
Pablo
VI
beatificó
a
ese
hombre.
Quizás
hemos
oído
hablar
de
él:
su
nombre
es
Maximiliano
Kolbe.
En
su
beatificación,
en
Roma,
es-‐ taba
sentado
en
la
primera
fila
un
hombre
ancianito.
El
Papa
se
dirigió
a
la
multitud
y
dijo
que
aquél
anciano
era
el
hombre
al
que
el
beato
Maximiliano
reemplazó,
Francis-‐ co
Gajowiszek.
Como
agradecimiento
al
padre
Kolbe,
el
anciando
había
dedicado
toda
su
vida
a
contar
lo
que
el
sacerdote
había
hecho
por
él
y
por
su
familia.
Estos
dos
ejemplos
nos
hablan
de
un
amor
heroico,
de
un
amor
llevado
al
extremo,
a
dar
la
vida
sin
reservas,
hasta
la
muerte,
por
amor.
Quizá
nosotros
no
estemos
llama-‐ dos
a
una
entrega
tan
radical
y
absoluta,
y
nuestra
vida
sea
mucho
más
rutinaria.
Nos
movemos
en
nuestras
familias,
en
nuestros
trabajos,
y
estamos
lidiando
todos
los
días
con
los
problemas
sencillos
o
complicados
de
la
vida.
Es
ahí
donde
estamos
llamados
a
ser
las
manos
y
los
pies,
los
labios
y
el
corazón
de
Jesús,
de
nuestro
Cristo
de
san
Fe-‐ lices,
para
llevar
su
amor
a
los
que
nos
rodean.
De
mil
maneras:
aceptando
al
que
nos
cae
mal;
perdonando
y
orando
por
el
que
nos
hizo
daño;
compartiendo
nuestro
tiem-‐ po
o
nuestras
cualidades
con
los
demás;
tratando
de
ser
optimistas
y
constructivos
en
nuestras
críticas;
expresando
nuestro
amor
a
los
que
nos
rodean,
como
por
ejemplo
a
la
mujer
o
al
marido;
tratando
de
ser
honrado
en
el
trabajo,
aunque
esto
nos
suponga
perder.
También
hoy
nosotros
estamos
llamados
a
expresar
nuestro
amor,
nuestra
fe
y
devo-‐ ción
al
santo
Cristo
de
san
Felices
no
solamente
cuando
venimos
aquí
de
romería,
si-‐ no
todos
los
días
de
nuestra
vida.
Él,
que
está
clavado
en
la
cruz
por
nosotros,
nos
pi-‐ de
prestados
nuestros
pies,
nuestras
manos,
nuestros
ojos,
nuestros
labios.
Nuestra
vida
y
nuestro
tiempo,
para
seguir
bendiciendo,
amando
y
construyendo
una
civiliza-‐ ción
del
amor.
Que
Él
nos
los
permita…
y
que
así
sea…