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Secuestro

Escrito por Alejandro Quintero

Aunque todas las posibles preguntas de la ciencia recibiesen respuesta,


Ni siquiera rozarían los verdaderos problemas de nuestra vida.
Ludwig Wittgenstein

Si pudiera saber en dónde empieza esta historia y en dónde termina, no haría nada más que contarla de principio a fin.
Si supiera…
La síntesis de Franz y Sabina son los pesos más leves para contrarrestar las individualidades pasajeras. Tomás, el
hombre que busca el infinito, y Teresa, la mujer que busca lo finito en la unidad de Tomás. Karenin, el comodín de las
cartas. Ana Karenina que prefirió cruzar al otro lado y Teresa leyendo su biografía, y la barra con coñac y la canción de
Beethoven y las casualidades del pájaro muerto y la fotografía no tomada.
Si supera en dónde empieza esta historia, si pudiese reunir las piezas que me faltan. Tengo un leve recuerdo: una mujer
que no recuerda la pieza que me falta.
La mujer miraba a un punto perdido sobre la nada y pensaba con la mente en blanco sin saber en qué pensaba. Minutos
más tarde, ella misma recordó que pensaba en algo interesante, tenía esa sensación, como una mosca que se da golpes
contra una ventana, pegada a sus sienes. Sin embargo, no lograba recordar en qué pensaba. Cuando pensaba en lo que
pensaba, pensaba en otra cosa. Su blanco era un mar de leche negra: su informe aquiescencia, su insoportable peso
basado en la efímera levedad de un pensamiento no recordado, un pensamiento del que otro hombre del universo se
adueñó.
Ella recordó aquel poema de Quessep: En la luna que he contado / Leve de nombre y memoria / En la rosa casi
historia / Del jardín imaginado / Todo ilumina en pasado / Todo florece en perdido / Músicas de lo que ha sido / O
irrealidad del que cuenta / Blanca luna o rosa cruenta / Contar es ir al olvido y mientras lo recitaba en voz alta, el
teléfono sonó. Suspendió su recital y levantó la bocina que le devolvió el largo tono de la soledad. Colgó.
Todo está solo. El silencio está solo. Yo estoy sola… con un pensamiento que sé que pensaba y no logro recordar.
Era ya entrada la madrugada. Morfeo le llegaba en aletargamientos inconscientes. Soñaba.
Soñaba que un hombre espiaba su sueño y vigilaba su mente, soñaba con un cleptómano que sólo quería robarle sus
ideas. Ella estaba en una cúpula oscura, de repente una luz mortecina le abría las cortinas, entraba, salía, y ella ya no se
acordaba de nada.
Al otro día no recordaba lo que había soñado, imprecaba que su mente era un mundo interior al cual sólo ella tenía
acceso. Y ahora se recrimina, marcando los nudillos en las paredes dice con ira: «sólo yo puedo tener acceso a mis
pensamientos, porque nadie más puede vivir mi vida, nadie puede asomarse a mi mente». Pero la posesión privada de
su experiencia era una ilusión. La privacidad epistémica de sus aletargamientos también era ilusoria. No obstante, más
de un soporte la tiene en su sitio y cada sostén engañoso ha sido removido y ahora su consciencia está en otra parte y
no puede ir allá, la retiene de este lado las ganas de acordarse y la ira incontenible de un café no servido y de un control
remoto que ya no es suyo.
Ya no es dueña de sus pensamientos, ella que antes se sentía inclinada a pensar que tenía un acceso privilegiado a su
propia mente, ella quien por introspección podía con una llave ajustar las tuercas y echarles un poco de aceite.
La palabra introspección apenas necesita definirse, significa, naturalmente, asomarse a nuestro propio espíritu y
describir su mundo. Todos convienen en que allí descubrimos estados de conciencia. Para María, la mujer que ya no es
dueña de sus pensamientos porque un cleptómano de ideas los ha robado de sus sueños, nuestros estados interiores son
descifrables y pueden describirse, somos conscientes de ellos.

II

Juan está sintiendo frío y todos en casa andan quejándose de calor. A Juan se le acaba de ocurrir la idea de que todos
los humanos somos conscientes de nuestros estados interiores, ahora que lo piensa de nuevo, le ha parecido estúpida la
idea, ¿cómo pudo ocurrírsele?, es imposible que todos seamos conscientes de nuestros estados interiores, de ser así,
aboliría la profesión de los sicólogos, profesión con la que nunca estuvo de acuerdo.
Esta facultad del sentido interno es la fuente de nuestro conocimiento de lo interior. Este conocimiento parece cierto e
indubitable: cuando un hombre es consciente del frío que arremete contra su piel, está seguro de su existencia; cuando
es consciente de que duda o cree, está seguro de la existencia de estos procesos mentales. Esto no es un secreto para
Descartes ni para ningún racionalista; sin embargo, y Juan lo sabe, nuestros sentidos también pueden ser engañados por
nuestra propia mente, y lo único que puede decirnos que existimos realmente como materia con vida es la certeza
irrefutable, el axioma de que pensamos. Un axioma que tenga excepciones no podría ser un axioma, –alguna vez pensó
María–, por supuesto que es un axioma pero sólo en la teoría del padre de la filosofía moderna. María siempre ha sido
una escéptica con fe.
En efecto, algunos filósofos han sostenido que la mente es transparente para el sujeto y que los dictámenes de la
conciencia son incorregibles.
Puedo verlo claro. Todo se ilumina. La silueta aparece rodeada de un brillo protagonista. María observa por la ventana
todas esas figuritas pequeñas que abajo caminan. Le parecen tan numerosas como las estrellas. Fue María quien pudo,
al despojarse de su yo, sentir la levedad del alma que estaba atada a su cuerpo. Su yo era la seguridad de sentirse dueña
de sus pensamientos. Su libertad ha llegado al límite. Si Sabina es la mujer que supo ser insoportablemente leve y la
síntesis o condensación de Kundera, María es a su vez, la mujer que puede superar la aquiescencia intrascendente de su
yo.
Hace dos días, a las 2 de la tarde Juan y María chocaron sus cuerpos en un puesto de verduras, ambos, el uno con el
otro, se ofrecieron disculpas y, apenados, siguieron sus caminos. Esa tarde María no pudo hacer su almuerzo como lo
había planeado, después del choque con ese sujeto extraño olvidó toda la lista que traía su mente; improvisó algo
rápido, una receta incompleta. Esa tarde, Juan pensaba en las mil y una historias que aún le faltaban por narrar, pensaba
que podía escribirse un cuento sobre dos extraños que chocaban en un puesto de verduras. La voz de aquella chica
diciéndole “disculpa”, taladró su entendimiento.
Puedo ver la pieza que me falta, en el suceso de esta historia se han ido desencadenando las evidencias que otorgarán el
final esperado. Juan y María chocaron, bastó un choque de cuerpo contra cuerpo para que la vanidad de las disculpas
cruzara sus miradas.
Pero ahora Juan se siente sumido en la estupidez, no puede escribir nada porque siente que todas sus ideas son
estúpidas desde que se topó con ella; ¿cómo pudo ocurrírsele, por ejemplo, escribir una historia sobre dos extraños que
chocan en un puesto de verduras y se ofrecen disculpas?, se siente estúpido por haberlo pensado.
Sólo los genios entienden su propia genialidad y son consientes de ella. Hace tres días atrás María comprendía su
genialidad. Ahora la genialidad de María –incomprendida como la de todos los genios–, ha quedado secuestrada. Ella
jura que fue un cleptómano de ideas. Juan ha renunciado a escribir una hoja más. María se siente más sola que nunca,
sus pensamientos la han abandonado. (Padre ¿por qué me has abandonado?, le decía Jesús a un padre que creía tener en
algún lado, arriba en los cielos) Juan piensa que una mujer sin ideas es una vagina abierta.
Contar es ir al olvido decía Quessep... Y ahora que lo he contado... me siento más ligero, soportable, leve.

En la luna que he contado


Leve de nombre y memoria
En la rosa casi historia
Del jardín imaginado
Todo ilumina en pasado
Todo florece en perdido
Músicas de lo que ha sido
O irrealidad del que cuenta
Blanca luna o rosa cruenta
Contar es ir al olvido

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