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LA MINA DE LA ESPERANZA

El 2 de enero de 1889 ocurre la mayor tragedia de la minería asturiana, al estallar por


el grisú la Mina de “La Esperanza”, situada en el Picu Cabreros en Boo (Aller). En el
accidente murieron 29 mineros, cuyos nombres se encuentran grabados en la placa de
mármol de la capilla que actualmente se levanta en la bocamina del antiguo pozo de la
Esperanza, donde, cada 2 de enero, el Grupo Coleccionista y Minero (Grucomi) lleva
muestras de carbón de las diferentes minas de las Cuencas, en memoria de aquellos
mineros.
En aquella época de explotación, miseria y jornales cuanto más reducidos mejor,
los mineros apenas ganaban 10 reales para un poco de potaje y pan. Aunque su sueldo
era superior al de un peón y al de un obrero del campo andaluz, disponían del trabajo
más cruel y desmoralizador que el peor de la industria, pues se hacía bajo un calor

capaz de derretir las velas y con los pies introducidos en el agua, que cubría muchas de
las galerías.

Por aquel entonces, era la propietaria de la mina, la


empresa la Montañesa, que dirigía Félix Parent y
que pertenecía al primer marqués de Comillas,
Antonio López, que había comprado todas las
minas que funcionaban en el concejo de Aller y que
había puesto como director a Manuel Montaves,
afincado desde entonces en La Pomar, chalet
situado en la margen izquierda del río Aller, entre
Bustiello y Santa Cruz de Mieres.

Para indemnizar a viudas y huérfanos la


empresa hacía todo lo que podía para ahorrar
hasta el último céntimo.
Nuestro IES, “Valle de Aller”
(Moreda), se encuentra sobre
una escombrera en uno de los
márgenes del río Aller y a poca
distancia del Pozo Santiago-San
Jorge (Moreda).

En el concejo de Aller, la minería


comenzó en 1770 de forma
irracional, con extracción del
carbón de la capa de que los
campesinos descubrían en sus
huertos, prados y haciendas.

El alumnado conoce bien el trabajo del minero actual, pero ha buscado información
sobre el trabajo del minero en aquella época y ha encontrado cosas curiosas como las
siguientes:

♦ Entre los doce y los catorce años niños y niñas se incorporaban a una ruda
actividad que carecía de
expectativas laborales, que
garantizaba en poco tiempo
el agotamiento físico, un
rápido deterioro orgánico
por la deficiente
iluminación y la
permanente inhalación de
partículas de polvo; y que,
con excesiva frecuencia, no
ofrecía más horizonte que
la sombría amenaza del
accidente mortal.

♦ Los niños no llevaban provisiones para el trabajo, a lo sumo, algunos, un


poco de queso y pan. Eran golpeados por vigilantes y capataces y
presentaban “las espaldas cortadas” (de golpearse contra el techo y los lados
de la galerías) y los pies y piernas “cubiertos de llagas y abscesos debido al
agua. Muchas niñas se volvían gibosas y deformadas.
♦ Mientras que para las mujeres se reservaban la clasificación de carbones
y limpieza de las oficinas, al resto de los operarios se les ofrecía una
elemental división del trabajo cuyo único denominador común era la

máxima exigencia del esfuerzo humano. La cadena extractiva comenzaba


con el picador, un trabajador especializado que debía efectuar el arranque y
la fortificación del taller a mano, utilizando únicamente la pica o regadera y
el “hacho”. La apertura de galerías, con maza y pistoletes, se encomendaba
al barrenista, mientras que los entibadores consolidaban con cuadros de
madera el boquete practicado en la roca. Finalmente, entre el rampero, el
vagonero y el caballista se encargaban de conducir el mineral hasta el
exterior por los carriles dispuestos por el caminero.

♦ Inicialmente se utilizó
la tracción humana,
aunque en el último
tercio del XIX se fue
introduciendo
lentamente en el
arrastre inferior,
primero caballos y
bueyes y, finalmente,
las mulas.

♦ Existía una reducida


cadena de mando,
formada por
vigilantes y capataces, cuya misión disciplinaria desbordaba en ocasiones
el ámbito estrictamente laboral para incidir en parcelas de la vida
privada. De ello nos da cuenta Manuel Montaves, que enviaba
diariamente a Madrid (a Félix Parent) una carta donde expresaba
minuciosamente todos los detalles relacionados con los trabajos en las
minas así como de su vida en bares, paseos, etc. En dichas cartas
manifestaba que los asturianos eran borrachos perdidos, tenían faltas peores
o no servían para nada. Y que a los mineros de la zona les gustaba “pagar
porque les llevasen el agua a sus pisos y porque se los fregaran”. Afirmaba,
además, que eran tan envidiosos que si veían que uno había ido en coche, los
demás seguían el ejemplo.

♦ Sorprende el trabajo arriesgado y peligroso del penitente, que penetraba el


primero en la mina, llevando un palo o pértiga encendida, para detectar la
existencia de gas, y con el cuerpo recubierto con sacos muy bastos
empapados en agua, para evitar en lo posibles quemaduras por la
inflamación del gas.

♦ En los días festivos se divertían a los bolos, a la rayuela y a otros juegos.


Diversión totalmente distinta a la actual.

♦ Extraña al alumnado de ahora que Manuel Montaves eligiese como obsequio


por su buen trabajo un reloj que daría a su hijo para que “aprenda que toda
buena acción es vista y agradecido por grandes y pequeños”.

♦ En aquellos tiempos se crearon lo economatos, propiedad del empleador,


donde los trabajadores debía comprar alimentos, vestimenta, etc. pues los
salarios eran pagados en forma de cupones o vales que perdían una parte de
su valor al ser convertidos en dinero en efectivo. Esto suponía un gran
beneficio para las empresas mineras y facilitaba el asentamiento de
trabajadores y familias en la zona, a veces alejada de los centros comerciales.

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