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Saint Exupéry: el que voló en las alturas del cielo físico y sobre las cumbres
de la imaginación literaria. Piloto de la poesía y el firmamento. En 1931, junto
con otros pilotos franceses, inicia la aeronavegación comercial en Argentina.
Realizó numerosos vuelos sobre las inmensidades de la Patagonia. En uno de
ellos, su avión se adentró en el gaseoso y negro cuerpo de un ciclón. Dentro
de la gran tormenta, el piloto escritor experimentó un secreto. El secreto de la
atmósfera furiosa. En su El piloto y las potencias naturales, el autor de El
principito manifiesta su aventura dentro de los violentos remolinos y su
incapacidad para describir el supuesto horror que debió asaltarlo en aquella
situación extraordinaria. Imposibilidad de que el lenguaje exprese
experiencias o situaciones límites. En aquella frontera de la expresión
linguística, también meditaron Borges, Poe, Hoffmann, y Hofmannsthal. Pero
Saint Exupéry advierte que el no poder decir el horror de la ciclópea tormenta
se debió a que "si se cae en la evocación del horror, es que el horror ha sido
inventado luego, al revivir los recuerdos. El horror no se muestra en la
realidad".
Aquí recordaremos este vuelo de artista dentro del nervio eléctrico de una
poderosa tormenta. Una forma de acechar, desde la musicalidad literaria, la
música del cielo conmocionado por el milenario poder de los elementos.
Presentamos aquí, en Temakel, el vuelo de un piloto poeta dentro de la
garganta rugiente del cielo.
E.I
EL PILOTO Y LA TORMENTA
Por eso es que al comenzar este relato de una revuelta de los elementos,
que he vivido, no siento la impresión de escribir un drama comunicable.
El cielo estaba azul. De un azul puro. Demasiado puro. Un sol duro brillaba
sobre la tierra raída y hacía resplandecer, cada tanto, esos espinazos
blanquecinos hasta el hueso. Ninguna nube. Pero a ese azul, más que nunca,
se mezclaba ese resplandor de cuchillo afilado.
Sentí por anticipado el vago malestar que precede los grandes esfuerzos
físicos. Esa misma pureza del cielo me molestaba.
También noté algo más. A nivel de las montañas había no una bruma ni
vapores, no una neblina de arena, sino algo así como un reguero de ceniza. No
me agradaba esa limadura de tierra erosionada que el viento arrastraba al mar.
Tendí a fondo mis correas de cuero y, manejando con una mano, me aferré
con la otra a un travesaño de mi avión. Y sin embargo todavía navegaba en un
cielo notablemente calmo. Al fin se estremeció. Todos nosotros conocíamos
esos choques secretos que anuncian tempestades verdaderas. Ni balanceo ni
vaivén. Ningún movimiento de gran amplitud. El vuelo sigue siendo rectilíneo
y horizontal. Pero se han recibido en las alas esos golpes anunciadores:
choques espaciados, apenas perceptibles, infinitamente secos, y que estallan
cada tanto, como si el aire tuviese rastros de pólvora.
No tengo nada que decir sobre los dos minutos que siguieron. No afloran a
mi mente más que algunos pensamientos rudimentarios, esbozo de
razonamiento, observaciones simples. No puedo hacer un drama con eso,
porque no hubo drama. Sólo puedo alinearlos en algo así como un orden
cronológico.
Y viro, en lo que puede llamarse viraje esa danza vagamente dirigida en los
valles que se orientan hacia el Este. Hasta ahora no hay nada que sea muy
patético. Lucho contra cl desorden, me agoto contra el desorden, me agoto
queriendo reedificar un gigantesco castillo de naipes que se derrumba
indefinidamente. Apenas siento un temor elemental, cuando una de las
paredes de mi prisión se levanta como una ola contra mí. Apenas me oprimen
el corazón las zancadillas que me disparan las aristas vivas, cuando paso por
sus remolinos. Cuando saltan esos polvorines invisibles. Si reconozco un
sentimiento claro en esa mezcla de sentimientos confusos, es un sentimiento
de respeto. Respeto a ese pico. Respeto a esa arista aguzada. Respeto a esa
cúpula. Respeto a ese valle transversal, que desemboca en el mío y va a
provocar sabe Dios qué remolinos, al mezclar su torrente de viento con el que
ya me arrastra.
Y así descubro que no lucho contra el viento, sino contra esa misma arista,
contra esa cresta, contra esa roca. Lucho contra la roca, pese a la distancia.
Gracias a prolongamientos invisibles, gracias a minúsculos secretos, él
mismo se me opone. Delante de mí, a mi derecha, reconozco el pico de
Salamanca, un cono perfecto que yo sé, domina el mar. ¡Voy a evacuarme al
mar! Pero aún debo pasar bajo el viento de ese pico. ...El pico de Salamanca
es un gigante... Y el pico de Salamanca (imagen a la izquierda) me impone
respeto.
Tenía sin embargo instantes de tregua. Sin duda esos instantes de reposo se
parecían aún a las más violentas tempestades que hubiese soportado, pero en
comparación, sentía una gran relajación. Las reacciones de defensa se
distendían un poco. Sabía prever esos momentos. No era yo quien marchaba
hacia esas zonas de relativa calma; pero esos oasis casi verdes, bien marcados
en el mar, corrían hacia mí. Leí claramente en las aguas el anuncio de una
provincia habitable. Y, cada vez, durante la tregua temporaria, volvía el poder
de pensar y de sentir. Entonces me juzgaba perdido. Entonces la angustia me
ganaba poco a poco. Y, cuando veía estallar en mi dirección una nueva
ofensiva blanca, era presa de un corto pánico, hasta el preciso instante en que
chocaba en las lindes del hervidero, contra mi invisible mar. Luego no sentía
nada.