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ROBIN SCHONE
La mujer de Gabriel
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ROBIN SCHONE
La mujer de Gabriel
Traducción de Ángela García Rocha
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ISBN: 978-84-663-2151-8
Depósito legal: B-32.725-2008
Impreso en España – Printed in Spain
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Sexo y muerte.
Una llamarada blanca chisporroteó en una vela.
Unos cuantos metros más abajo, un hombre lo miró
directamente a los ojos.
Un hombre de cabello oscuro como la noche, en
contraste con el rubio de él.
Un hombre con ojos de color violeta, en vez de pla-
teados.
Y la mejilla derecha ensombrecida.
Veintisiete años de recuerdos los unían. Imágenes
de una Francia hambrienta a causa de la guerra en lu-
gar de una Inglaterra sumergida en el invierno. Eran en-
tonces dos muchachos de trece años medio muertos de
hambre. Había transcurrido mucho tiempo.
«Mis dos ángeles», había dicho la madame que los
había recogido en una calle de París. «El moreno, para
las mujeres; el rubio, para los hombres».
Los había instruido para ejercer la prostitución
y se habían convertido en auténticos expertos; les ha-
bía enseñado el octavo pecado capital, y lo habían co-
metido.
El brillo de la vela se debilitó, recordándole brusca-
mente a Gabriel la pistola que sostenía en su mano iz-
quierda.
Michael, el ángel marcado de cicatrices, había venido
a proteger a Gabriel, el ángel intocable.
La venganza no sería posible sin él.
Sin él no habría necesidad de venganza.
La mujer moriría porque un ángel de cabello oscu-
ro vivía.
Y amaba.
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Pasión.
Victoria miró los ojos plateados y entendió por qué
hombres y mujeres respetables iban a la Casa de Gabriel.
Iban a experimentar pasión.
Ella había ido para escapar precisamente de aquel
sentimiento.
—Déjanos solos, Gaston.
La sedosa voz masculina perforó la neblina, el hu-
mo, la tela, la carne, los huesos.
Un susurro rozó la piel de Victoria, el ruido de una
puerta que se cerraba, encerrándola en el interior de una bi-
blioteca, y no en una alcoba como había esperado.
Eso no alteraría el resultado de la noche.
Victoria sabía que un hombre no necesitaba una ca-
ma para copular con una mujer; a menudo bastaban un
portal o un callejón.
Encima de ella, una araña eléctrica la inundó de luz;
frente a ella, un escritorio con tapa de mármol negro con
vetas plateadas y una silla reina Ana de cuero azul pálido
se interponían entre ella y el hombre rubio.
Su capucha entorpecía parte de su visión, pero no la
cegaba al peligro que crepitaba a su alrededor.
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Desesperación.
Pero un hombre como él no querría oír nada sobre
la pobreza.
Victoria intentó actuar con coquetería.
—Quizás porque sabía que estaría usted aquí esta
noche. Es muy guapo, ¿sabe? La primera vez de una mu-
jer debería ser con un hombre como usted.
El cumplido no funcionó. Victoria no era una mujer
coqueta.
—Podría hacerle daño —dijo él con suavidad.
Pero en su mirada no había suavidad.
—Sé muy bien lo que un hombre puede hacerle a una
mujer.
—Podría matarla, mademoiselle.
El corazón de Victoria dio un vuelco.
—¿La tiene usted tan grande, señor? —preguntó cor-
tésmente.
Queriendo huir.
Queriendo luchar.
Deseando con todas sus fuerzas que la noche termi-
nara para poder reconstruir su vida destrozada.
—Sí, mademoiselle, soy grande —enfatizó adrede,
mirándola atentamente—. Mido más de veinte centíme-
tros. ¿Por qué no se quitó la capa en el salón?
Los troncos ardientes chisporrotearon.
Más de veinte centímetros clavados entre sus muslos.
La imagen del miembro de un hombre —venas oscu-
ras protuberantes, glande carmesí hinchado— apareció
en la mente de Victoria. Fue barrida por la figura de lord
James Ward Hunt, conde de Goulburn, ministro del Inte-
rior... Quítate la capa, muchacha, y muéstranos la mercancía.
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—Gírese.
Victoria se quedó paralizada, con el corazón desbo-
cado.
—¿Cómo ha dicho?
—Gírese y suéltese el pelo dándome la espalda.
De espaldas a él no podría protegerse.
Pero tampoco había podido protegerse seis meses an-
tes, atrapada dentro de un corsé y ocultándose tras su virtud.
Victoria se dio la vuelta.
Un diván de cuero azul pálido se apoyaba en la pared
que había frente a ella. Encima de él, un mar azul contras-
taba con un atardecer color naranja.
Victoria reconoció vagamente el cuadro como per-
teneciente a la escuela de los impresionistas, creadores
de luz danzante y colores brillantes.
Retiró las horquillas con cuidado; detrás de ella, la
mirada del hombre resultaba casi palpable.
Sobre sus nalgas. Sobre su nuca. Sus hombros. De
nuevo sobre sus nalgas.
En el cuadro, un hombre de perfiles difusos se incli-
naba sobre una pequeña barca; remaba en el lienzo sobre
un agua ondulante frente al sol del ocaso.
Nadie sabría nunca su nombre.
Quizás ni siquiera lo tenía, siendo únicamente pro-
ducto de la imaginación del artista.
Un hombre que no tenía vida fuera del cuadro.
Una mezcla de emociones inexplicables inundó
a Victoria: humillación, excitación, ira, temor...
El cabello cayó sobre su espalda como un manto
grueso y pesado que ocultaba su desnudez y le hacía cos-
quillas en sus nalgas.
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