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Diccionario histórico y crítico, de Pierre Bayle.

Selección, traducción, prólogo, notas y diccionario


del editor por Fernando Bahr. Buenos Aires: El Cuenco de Plata, 2010. 512 p.

Esta portentosa pieza bibliográfica está llamada a ser una de las más importantes contribuciones de
la actual academia argentina al esclarecimiento general de los pueblos hispanohablantes. ¿A qué
abismos invita este volumen? Se constata una vez mas aquí lo que dijo Walter Benjamin unas siete
décadas atrás: los documentos de cultura son el eco pulido de una barbarie que en vano se escabulle,
ruin, tras los brillos dejados por sus sufridos destiladores: la protoenciclopedia que aquí se presenta,
y que ha sido el motor semioculto del inminente iluminismo, fue fruto del exilio, de la intolerancia,
de las políticas orientadas al ejercicio de un poder inescrupuloso, reclutador de los escarnecedores
de todo legítimo valor. Apenas recordamos ahora a los desolladores de la inteligencia, que
aconsejaron las maniobras delictivas del pensamiento a fines de siglo XVII; a cambio de esto, hoy
tenemos el nombre glorioso de Pierre Bayle como el positivo fotográfico -como el testimonio- de lo
que la inteligencia puede cuando cuenta en su favor con esa verdad permitida por el negativo de un
tiempo, en este caso por un drama personal de desarraigo y por ese plexo de hechos desgraciados y
de torpezas públicas de todo tipo, que el termino época suele designar sintéticamente (e
injustamente). Hecho a la medida de tales circunstancias, de los trastornos políticos de aquellos
movidos tiempos, el heroísmo de Pierre Bayle cumple con este dictum cartesiano: “la enredadera no
sube más alto que el árbol que la sostiene”; no es menos cierto, sin embargo, que este hugonote
echado de su país natal fue la enredadera del árbol de un entero siglo, árbol de cuyas ramas pendían
frutos con nombres ya singluarmente prodigiosos: Bossuet, Spinoza, Pascal, Hobbes, Charron, Uriel
Acosta (por no hablar de otros frutos de estaciones pasadas pero que todavía conservaban sus
cualidades, como los de Lucrecio, Crisipo, David, Pirro, etc.). No es cosa fácil la adquisición de
esta altura a tan arduo precio.

Un asunto relevante es el tratamiento del escepticismo en Bayle. Bahr, el estudioso que ha hecho
posible este importante acontecimiento editorial, consigna las claves para que pensemos por la
afirmativa. Las coordenadas mentales de esta antigua posición del espíritu son en realidad muy
simples: la vía del racionalismo y la vía de la experimentación directa impiden por igual todo
acceso a la verdad. Dado que, por otra parte, la vía revelada está fuera de discusión, en
consecuencia toda verdad resultará siempre impostulable. Nada autoriza a la deducción a partir de
principios establecidos por autoridad, ni nada autoriza a la inducción por certidumbre perceptiva.
Deducir e inducir son, de hecho, dos modos de ejercer la ficción, dos géneros literarios con
camuflaje de ciencias. No existe el piso sólido, por tanto, dado que las firmezas establecidas en el
orden de la razón, y las establecidas también en el orden natural y en el de las percepciones, son en
realidad pantanos en los que toda afirmación colapsará sin alternativas. En un mundo en el que nada
permanece, es locura la pretensión de una verdad, es decir de una afirmación que solicite derechos
metafísicos por sobre las cambiantes cosas.
¿Fue Bayle un escéptico? El asunto no es sencillo. Una vez que el qué pensar se vive como una
marca de Caín, determinar luego dónde y cómo pensar, en qué sitio discursivo establecer la propia
alma, son cuestiones que no desmayan jamás; retornan cada vez que el sujeto pierde los lazos que lo
ligan a su medio, y cada vez que él lucha por no caer en la reclusión, aún si esto le demanda un
exilio, la adopción de lazos alternativos que lo salven. Según la perspectiva histórico-biográfica, en
la que el erudito Fernando Bahr descuella, Bayle habría sido un escéptico. Esta perspectiva toma
positivamente las manifestaciones dejadas como huellas por un autor, como pruebas también
positivas de lo que esas manifestaciones declaraban y de lo que ese autor era. En este sentido, no
habría mucho más que comentar. Salvo que, asumiendo posiciones menos declarativas y prefiriendo
métodos de indagación foucaultianos, no veamos en una manifestación positiva la prueba positiva
de algo, sino la expresión de una síntesis negativa constituida tras operaciones ajenas incluso a ese
sujeto en el que ellas se dan de modo natural, sin otra intervención que la de su mansa conducta de
persona que decide, reacciona, establece y también desafía. (Se comprende por qué a Foucault le
había fascinado el mito de Edipo, ese héroe cuya acción consciente decía cumplir con su destino
particular de hombre, pero que cumplía en realidad con un destino mayor que le resultaba
desconocido. Pasado esto a términos históricos, la actividad del sujeto consciente que trabaja por su
liberación, era para Foucault la realización inevitable, por ese mismo sujeto, de las prescripciones
políticas de su tiempo; la fenomenología de su sujeción).
De acuerdo con todo esto, sería posible sostener que Bayle no había sido escéptico sino que había
asumido la única posición del espíritu -el escepticismo- que por entonces le permitía esa libertad de
consciencia necesitada y deseada por él, y que le facilitaba las felicidades del pensar y del escribir.
Practicante del escepticismo pero no creyente del escepticismo, Bayle habría habitado dicho sitio
mental a fin de escapar de las restricciones que, para el libre ejercicio de sus facultades, podía
representarle la asunción de otras posiciones identificables. Escondido en el mal menor de una
ideología condenable pero conocida, Bayle habría asegurado de este modo la circulación de un
pensamiento subversivo en tiempos de intolerancia. Hacerse pasar por un monstruo familiar, pudo
haber sido el método para diseminar con sutileza, en notas enciclopédicas sobre asuntos previsibles,
su aversión respecto de ciertas gentes e ideas que merecían una reprobación, cuando la reprobación
no podía todavía darse el lujo de la frontalidad. A veces, mostrarse primero en la hilera de los
clasificados, es el artilugio máximo de quienes se saben inclasificables. Concluir, entonces, que su
escepticismo no era positivo sino en todo caso diferencial, sería quizá la solución más justa no sólo
en cuanto a Bayle, sino también en cuanto a todo intelectual cuya importancia sobrepase la religión
del documento.

Conocíamos al Dr. Bahr por una serie de textos, algunos de los cuales son hallables online, y otros
en ediciones colectivas, como las tan esmeradas de la UNSAM. En un volumen conjunto coeditado
con el Dr. Julio de Zan por esta editorial en 2008, y titulado “Los sujetos de lo político en la
Filosofía moderna y contemporánea”, el Dr. Bahr ya había dado muestras de su conocimiento del
siglo XVII, de su fino entendimiento para procesarlo, y en general de su habilidad intelectual para
manejar los problemas de la modernidad europea. En este trabajo que acaba de publicarse, y que
parece ser la primera gran condensación de su amor por la cultura occidental, el traductor, editor y
comentarista se propone como la prueba viviente, uno diría milagrosa, de que las potencias que
rigen el universo deberán imaginar algo mucho peor que una debacle maya o que una tercera
conflagración mundial, si lo que buscan es detener aquí los procesos de la inteligencia.

David Fiel, Gaiman, 01/09/2010.

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